PONENCIA Estética, conflicto, violencias

May 25, 2017 | Autor: Laura Quintana | Categoría: Aesthetics and Politics, Estética Y Política, Conflicto En Colombia
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[Texto en proceso… Ponencia presentada en III Coloquio de Mujeres y Pensamiento Filosófico UEB, agosto 2016] Estética, conflicto, violencia(s)

Laura Quintana Universidad de los Andes Los tres nombres (Estética, conflicto, violencias) que he propuesto para la reflexión de hoy dibujan un territorio quizás de entrada insoportablemente vago, y cuyas coordenadas sin duda no han de asumirse como evidentes: ¿Qué tiene que ver la estética con el conflicto? Y ¿qué tiene que ver la estética con la violencia? Estos nombres se cruzaron hace un tiempo en los planteamientos de W. Benjamin en la ya muy recorrida formulación “estetización de la política”, con la que este y otros autores, en su estela, leyeron la empresa totalitaria como el intento de violentar la contingencia del mundo para dar vida a un Estado compacto, armónico, perfecto, sin disenso: Un Estado entendido como obra de arte total. Pero, no es de este cruce aterrador y destructivo del que les quiero hablar hoy…Lo que me interesa, más bien, es aducir una noción amplia de ‘estética’ que permita repensar los efectos en el mundo de ciertas narraciones, imágenes y afectos: la manera en que éstas pueden acoger o reducir los conflictos que atraviesan el mundo, y contra-restar formas de violencia, o al contrario producirlas, reproducirlas, potenciarlas. Alimentando estas reflexiones se encuentran los planteamientos de Jacques Rancière sobre el reparto de lo sensible, las reflexiones de Walter Benjamin y Didi Huberman sobre la imagen dialéctica, y las consideraciones de Hannah Arendt sobre la imaginación política. Y sobre todo, se encuentra una sospecha o hipótesis de trabajo que impulsa mi investigación reciente: En qué medida la tarea de asumir, repensar y confrontar los conflictos sociales y políticos que se han dado en nuestro país, para torsionar y contrarrestar sus manifestaciones violentas, requiere de todo un trabajo estético, de imaginación política y de re-modulación de los afectos, que permita no sólo pensar sino sentir de otra manera; un trabajo estético que, analíticamente, podría distinguirse en varios 1

planos que se encuentran articulados. En efecto, sin tener que citar algunas de las múltiples elaboraciones al respecto llevadas a cabo desde muy distintos enfoques, si uno tiene en cuenta las miles de violencias cotidianas que aquí y allá se producen diariamente, los efectos destructivos de ciertas identificaciones sociales (“ese es un guerrillero”, “ese es un sapo”, “esa es una puta”), la experiencia del trauma y los múltiples afectos tristes (de resentimiento, odio) que circulan en el espacio social, puede constatarse fácilmente que esas violencias se han sedimentado en los cuerpos, han configurado su memoria, han atravesado sus posibilidades de sentido y sus formas de relación entre unos y otros. Es decir, han intervenido y producido un tejido de visibilidad y sentido, que podría llamarse ‘estético’, en el sentido más etimológico de la palabra aisthesis, que atañe a nuestros modos de percepción, a la manera en que podemos ser afectados y tener experiencia. Partiendo de este primer plano, también podríamos considerar cómo las narraciones mismas que construimos sobre las violencias, producen distintas formas de memoria y de temporalidad, que tienen efectos sobre el campo de experiencia, sobre los cuerpos, la vida en común, las relaciones entre unos y otros. No estoy hablando sólo, por ejemplo, de la manera en que la construcción de memoria del conflicto político en Colombia, que producirá la llamada “Comisión de la Verdad”, tendrá una serie de efectos sociales, aunque también de esto, de la construcción de memoria y, más en particular, de las narrativas temporales, se trata sobre todo aquí, como quisiera sugerirlo más adelante. Estoy hablando asimismo de los efectos que han tenido algunas narraciones sobre las formas de violencia y sus causas en nuestra circunstancias, al propiciar ciertas justificaciones que han recrudecido la violencia, o al dar vida a formas de intervención y políticas públicas en el país que, en lugar de reducir y controlar la violencia, la han multiplicado y desplazado a otros terrenos. Piénsese, así, en una cierta narrativa que asume el conflicto armado en Colombia en términos de una guerra entre un Estado legítimo y unas organizaciones criminales, y la paz como la neutralización de toda forma de violencia que exceda aquella “legítima” del Estado, y que atente contra la seguridad, orden, estabilidad y productividad del sistema social. Se trata de una narrativa que ha contribuido a un terrible escalamiento del conflicto violento, al estigmatizar y, más aún, criminalizar cualquier forma de oposición y perseguirla, en un terrible entrecruzamiento entre medios legales e ilegales. Pero sobre todo

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se trató de discursos y prácticas que retroalimentaron una narrativa revolucionaria que encontró, en aquellos, justificación para sus medios violentos. Ciertamente se trata de planos constantemente cruzados en las circunstancias contingentes. Por ejemplo, es una cierta narrativa del conflicto violento en Colombia lo que lleva a unos a calificar como “insurgentes” a todas aquellas posiciones que abren un espacio de desacuerdo con respecto a ciertas formas de ordenar un espacio político, y es esa misma identificación la que puede circular de manera indeterminada en el espacio social, produciendo múltiples formas de violencia en la vida cotidiana, así como incorporaciones que la afectan. Además, en Colombia se han dado experiencias que han cruzado estos dos planos de una manera horrorosamente significativa. En efecto, aquí las formas de violencia física, desde la llamada Violencia hasta el día de hoy, han supuesto prácticas de destrucción de los cuerpos, que han teatralizado, escenificado y desplegado un cierto orden simbólico de sacrificio (como lo ha llamado Elsa Blair), o una cierta “gramática de martirización y de darle muerte a los cuerpos”, como la han denominado algunos, entre ellos el historiador Jaime Borja y el artista José Alejandro Restrepo; una gramática que no sólo ha fijado a sangre y fuego ciertas identidades, sino que ha marcado en los cuerpos afectos de miedo, persecución, terror que han apuntado a desgarrar y bloquear toda forma de socialidad que apunte a cuestionar y re-inventar las fronteras, tan materiales como simbólicas, de lo que habría de valer como espacio común. Estas experiencias son horrorosamente significativas porque ponen de manifiesto –de una manera extrema– no sólo los efectos inmunitarios y tremendamente violentos de ciertas incorporaciones y los rastros destructivos de los traumas y resentimientos, sino porque deja ver de una manera muy cruenta, cómo las fronteras de sentido, de lo que resulta admisible e inadmisible en un espacio social, son también fronteras de inclusión/exclusión que, eventualmente, pueden volverse dispositivos de muerte. Decía entonces, pensando justamente en estos planos, que una torsión de los efectos de violencia que se han dado en nuestras circunstancias parece requerir todo un trabajo estético, de imaginación política y de re-modulación de los afectos, que permita no sólo pensar sino sentir de otra manera. Más aún, como quise ponerlo de manifiesto en los planos que acabo de trazar, se trata de proponer justamente el vínculo entre lo uno y lo otro: entre 3

por una parte, unas narrativas, particularmente temporales, que recortan un pasado, y desde allí lo que es y puede ser, lo que es real, y posible; y, por otra parte, los afectos, el deseo, las potencias de los cuerpos, lo que los cuerpos pueden y pueden ser. Por supuesto, con todo esto les estoy hablando de un programa de investigación, del que sólo podré ofrecerles aquí un trazado esquemático y un pequeño recorte. Pero quise mostrarles primero el paisaje, para luego cercarlo un poco, y derivar de este ejercicio tentativo algunas implicaciones. Este trazado, como lo anunciaba hace un momento, tiene que ver con las narrativas del tiempo, el trabajo de la imaginación política, su vínculo con los afectos, y con la manera en que desde allí se puede acoger el conflicto y las posibilidades transformativas. No obstante, me doy cuenta que enfatizar este carácter constitutivo del conflicto, como lo estoy haciendo, no es nada evidente sobre todo si se tienen en cuenta ciertas lógicas sobre el campo social y su temporalidad. Por una parte, se encuentra una lógica que algunos, particularmente Rancière, han llamado consensual. De acuerdo con esta lógica, la realidad social es lo que es, un terreno caracterizado por ciertos patrones y comportamientos de identidades que responden a determinados condicionamientos sociales cuantificables, entre ellos tendencias de crecimiento y decrecimiento económico, que simplemente tienen que ver con el funcionamiento del mercado, y las dinámicas de lo que habría de requerir el “progreso” o, más en general, la “integración social”. En juego con esta lógica, para decirlo en palabras de Rancière, está “un monopolio en las formas de descripción de lo que es perceptible, pensable, realizable” (“In What Time do we Live”..), es decir, una fijación de lo que presuntamente nos es dado como real y necesario, que trae consigo a la vez la estabilización de las fronteras entre lo posible y lo inviable. Se traza, así, además una comprensión lineal y progresiva de la temporalidad, que no sólo pierde de vista la contingencia histórica de sus presupuestos, al volverlos prácticamente normativos o regulativos, sino que omite la conflicitividad misma de la historicidad, al pensar el presente como un tiempo global homogéneo: el tiempo del progreso, de la globalización, del mercado con sus leyes inevitables, de las elecciones con su definida periodicidad; el tiempo de las predicciones inescapables para un futuro, cuyas posibilidades ya están prácticamente contenidas en lo que somos, y sólo esperan nuestras posibilidades de adaptación. Es una lógica que, de manera reconocida o no, de cerca o un poco más de lejos, sigue la narrativa 4

temporal del cierre y la consumación que, en El fin de la historia, Francis Fukuyama concentrara en una cita como esta: […] el triunfo de Occidente, o de la idea occidental, es evidente antes que nada en el total agotamiento de alternativas sistemáticas viables al liberalismo occidental. (Este triunfo) puede verse en la extensión irresistible de la cultura occidental de consumo en contextos tan diversos como los mercados de campesinos y los aparatos de televisión en color ahora omnipresentes a través de China, los restaurantes cooperativos y tiendas de ropa abiertos en Moscú…el Beethoven entubado en las grandes tiendas japonesas, y la música de rock deleitando tanto en Praga, Rangún o Teherán […]

Estas narrativas del fin centradas en la confianza en una única forma de existencia, como ya dada, como inevitable o necesaria, suponen también la convicción de que la historicidad funciona linealmente y que hay un futuro, esperando adelante, y un pasado por dejar atrás. Como resuena en esta comprensión de la paz del Alto comisionado colombiano: “En el fondo, la paz es una decisión. Una decisión por el futuro y en contra del pasado” (Sergio Jaramillo, cursivas mías). Como si hubiera un pasado, homogéneo y unitario que dejar atrás, en pos de un futuro igualmente homogéneo y unitario, que hubiera que ir produciendo en la continua auto-innovación. Pues, aunque parezca paradójico, esta narrativa del fin de la historia no riñe sino que al contrario conmina a la permanente innovación; a la producción de lo nuevo, como lo distinto integrable en el mismo horizonte de sentido de la productividad. Paradójicamente, esta lógica homogénea del cierre, y su homogeneización de la temporalidad, también se deja ver en perspectivas que, en principio, son radicalmente opuestas a una racionalidad consensual. Piensen en particular en cierta visión apocalíptica, que circula de distintas maneras en distintos enfoques de la llamada “teoría crítica” (europea y anglosajona), en pensadores tan diversos como Guy Debord, Giorgio Agamben, Peter Sloterdijk, Slavov Žižek o Wendy Brown. De acuerdo con esta narración, la hegemonía de las prácticas del neoliberalismo, en nuestro mundo globalizado ha capturado la posibilidad de toda resistencia a sus dinámicas de poder, dado que éstas están difundidas tanto a un nivel molecular de las formas de vida, de la cotidianidad de los cuerpos, como en el nivel molar de la organización y gestión institucional; unas prácticas que, con su afán por la productividad y el rendimiento, con sus ritmos frenéticos regidos por la exigencia a la continua innovación y auto-perfeccionamiento del sujeto emprendedor, con sus lógicas integradoras de toda diferencia, parecen haberse apropiado también del deseo de ser de otro 5

modo, de transgredir los límites dados, de cambiar realmente las formas de vida, y con esto de la posibilidad misma de la resistencia. Es lo que ya a su manera anunciara en su momento Guy Debord en una sentencia como esta: […] la realidad vivida es materialmente invadida por la contemplación del espectáculo, y reproduce en sí misma el orden espectacular concediéndole una adhesión positiva. […] La realidad surge en el espectáculo, y el espectáculo es real […] (Guy Debord).

No hay entonces excedencia: todo intento de ruptura se mueve ya dentro del orden espectacular, del consumo y la mercancía, que se busca trastocar. Es lo que termina por seguirse de algunos pasajes de la obra de Žižek, como lo muestra esta cita completamente desencantada de Santiago Castro-Gómez: El joven activista político se entrega a un trabajo frenético por manifestar su descontento con las desigualdades globales que genera el capitalismo, pero en realidad su trabajo es ideológico: persigue el objetivo inconsciente de gozar con la reproducción permanente de aquellas desigualdades que combate […] De hecho, el activista se comporta como un parásito de la crisis: «qué suerte tengo de que haya injusticias en el mundo, pues si no las hubiera mi vida carecería de sentido» (Žižek, citado por Castro-Gómez, 105)

Se trata de aproximaciones que sólo nos dejan, como alternativa, el reconocimiento de los mecanismos de poder que operarían en las sociedades de consumo del capitalismo tardío, y con ello también un desencantado reconocimiento de la inescapabilidad de una racionalidad acaparadora, de captura, de cierre, que se apunta a denunciar. Así, en juego en esta mirada desencantada termina estando una narrativa sobre la temporalidad muy homogénea y unitaria, que termina dándole razón a esa narrativa temporal del cierre, que se pretendía denunciar. Y en este sentido se trata también, como en la narrativa sobre el fin de la historia y la victoria del capitalismo, de una construcción que termina por cerrar la posibilidad del conflicto, desde la fijación de un único horizonte de sentido. Y es que del conflicto justamente se trata. Lo que se trata de reconocer en una aproximación estética al campo social es el carácter conflictivo de sus configuraciones. Con una aproximación tal, en efecto, se trata de advertir la manera en que las prácticas sociales, instituciones, discursos establecidos, medios de información, hacen visibles, imaginables, y pensables ciertas cosas, dan lugar a ciertos “regímenes de sentido y percepción”, produciendo también afectos y disposiciones de los cuerpos. Pero estos regímenes de sentido y percepción son heterogéneos, responden a lógicas distintas, que no saturan por completo el campo de experiencia, sino que controlan siempre, aquí y allá, mal; es decir, de 6

manera insuficiente, en medio de intervalos y torsiones que desplazan y confrontan los efectos de poder. Es lo que hace ya hace más de 30 años elaboraba Jesus Martín Barbero en ese ya hoy quizás clásico libro De los medios a las mediaciones. Sin duda en este libro Martín Barbero problematizaba una comprensión de las formas de poder que, al definir de manera muy rígida y vertical las posiciones de los dominados y los dominadores, perdía de vista las circulaciones por todo el campo social de lo que Foucault llamara las “redes de poder”, en las que con razón insisten todas las perspectivas dominantes en la teoría crítica. Sin embargo, algunas de estas posiciones más recientes parecen seguir compartiendo con aquellas anteriores una comprensión muy homogénea de los dispositivos de poder que pierde de vista su carácter heterogéneo o, en los términos de Martín-Barbero, la manera en que un dispositivo de poder puede considerarse como un “espacio globular, atravesado por distintas trayectorias de sentido […] Una narrativa que es, a la vez, [por ejemplo] materia prima para los formatos comerciales y […] terreno en el que luchan a ratos y a ratos negocian la lógica mercantil” con otras lógicas que la desestabilizan. Y esto supone también destacar, de nuevo en los términos de este autor, la manera en que las prácticas vitales cotidianas producen “la interiorización muda de la desigualdad social”, pero también “la impugnación de esos límites y de expresión de los deseos, de subversión de códigos y movimientos de pulsión y de goce” (Martin-Barbero, 231-232, cursivas mías). Se trata de defender, entonces, que en las descripciones hegemónicas de lo real y en sus sedimentaciones corporalizadas se pueden producir brechas, baches que abren el conflicto en estas configuraciones y construcciones sociales. Y se trata de hacer valer este conflicto también en nuestras aproximaciones teórico-críticas al campo social, en lugar de invisibilizarlo en comprensiones consensuales de la realidad o en narrativas totalizantes sobre las formas de poder, que terminan siendo poco emancipatorias, porque sólo confirman la impotencia de los cuerpos, en lugar de dejar aparecer su potencia, lo que los cuerpos pueden pese a todo, para resonar con Didi Huberman. Además, hacer valer este conflicto es advertir la manera en que en el campo social se cruzan también tiempos distintos, temporalidades heterogéneas, que atraviesan los cuerpos, sus afectos, sus deseos; y con esto, el conflicto mismo que es la existencia temporal del ser humano. Como lo sugiere la enigmática parábola de Kafka, titulada “Él”, que Hannah Arendt retoma en el prólogo de Entre el pasado y el futuro y en La vida de la 7

mente, la localización temporal del ser humano es la de un juego de fuerzas, en medio de las cuales, a veces aquel se siente como entre dos adversarios: por un lado el pasado, que lo amenaza a veces por la espalda con resentimiento, melancolía, nostalgia; por otro lado, el futuro que parece atacarlo por delante con la ansiedad de la incertidumbre y la apertura de la esperanza. Pero, y es la opción de Arendt, no se trata de luchar, vanamente, por estar por encima de este frente de batalla, ni de oponer estas fuerzas en un puro antagonismo de dos frentes irreconciliables; se trata de poder situarse en el cruce, moviéndose en algo así como en la diagonal resultante de un paralelograma de fuerzas (Arendt 1978, 207). Se trata, precisamente de poder acoger, en los movimientos del pensamiento, en sus construcciones, la memoria como fuerza, como flujo de afectos que movilizan, que conectan con la acción, y ya no meramente como carga, como peso muerto que se resiente y frente al cual sólo se reacciona. Por eso lo que terminan negando tanto las lógicas consensuales como las apocalípticas es esta potencia, que es a la vez movilidad del pensamiento, y afectividad impersonal de los cuerpos en su pensativa gestualidad: la manera en que, justamente, desde su inserción temporal, los cuerpos pueden desajustarse con respecto a lo que le es dado, con respecto a aquello que se ofrece como lo que hay, para pensar de otro modo, para torsionar sujeciones, para desujetarse e inventar otras posibilidades de ser, desde y excediendo también lo que los sujeta. Conflicto de afectos entonces y conflicto de la misma temporalidad, si en la localización histórica de un presente se cruzan rastros, huellas del pasado que vienen y van de manera heterocrónica, atravesándolo, desajustándolo, surcándolo también con haces de anhelos y esperanzas que llaman otras posibilidades, que tensan aquellas predecibles en lo que es. Así, tal vez se trata de dejar aparecer, para decirlo de nuevo con Huberman, las supervivencias, los anacronismos, las imágenes tensas de lo que pudo ser y no ha sido. Porque, en palabras de este autor, Un ser del pasado no termina de sobrevivir. En un momento dado, su retorno a nuestra memoria se convierte en la urgencia misma, la urgencia anacrónica de lo que Nietzsche llamó lo inactual o lo intempestivo (Huberman, La imagen superviviente, 29)1.

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No lo tengo muy en cuenta aquí, en esta ponencia, pero no quisiera perder de vista para otras intervenciones, la importancia del olvido, del olvido activo, en la comprensión nietzscheana de lo intempestivo. Algo que a mi modo de ver, si pasa un poco de largo Huberman.

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Hacer valer la virtualidad del pasado, la manera en que persiste, sin que pueda admitir el cierre de una estructura fija de sentido, sin que tenga que cargarse resentidamente. Porque justamente lo uno tiene que ver con lo otro: aunque la racionalidad consensual insiste en dejar atrás el pasado para abrirle las puertas al progreso del futuro, de esa manera, como ya lo destacaba hace un momento, no hace sino fijar un pasado, que justamente en esta fijación se convierte en un peso muerto, en un así “fue” que, en el decir de Nietzsche, se hace pesar sobre los cuerpos como una piedra inamovible. Por eso el consenso, como lo destaca Rancière, no quiere saber nada de “ese pasado del futuro que es también un futuro del pasado”, de esos dos tiempos tan hábiles para conjugar su doble ausencia, es decir, de esos dos tiempos atravesados por la ausencia (de lo que está presente), que es doble por su conjugación. Porque esa “ausencia”, para el espíritu del tiempo consensual (que es también el tiempo del resentimiento), como ya lo había advertido Derrida en Espectros de Marx, resulta engañosa para una lógica que sólo confía en el “hay”, en la presunta evidencia de su descripción del mundo, en la presencia de lo medible y calculable por los índice y sondeos de opinión. Por eso, esta lógica consensual insiste también en el pos-conflicto, en la reconciliación, en la integración de los modos de ver, sentir, pensar, en una determinada identidad ciudadana, y en la producción de una memoria que hable del conflicto, pero no lo haga valer como virtualidad. Porque hacer valer la conflictualidad de la memoria y las virtualidades de lo que no ha podido ser; dejar aparecer otras historias con respecto a las reiteradas y sedimentadas, supone acoger el conflicto no sólo en lo que se dice del pasado, sino en cómo se construye. Ya lo destacaba bien Benjamin en sus famosas tesis sobre la historia: la historia tiene que ver sobre todo con un trabajo de construcción. ¿Por qué entonces en muchos de los documentos de memoria aparecidos en nuestro medio se insiste en la conflictividad de la memoria, pero se privilegian formas explicativas, articuladas alrededor de una sola voz? Pienso, por ejemplo, en el importante informe Basta ya: ¿Por qué pese a que se insiste en todo el informe en las múltiples perspectivas e historias que pueden narrar un evento histórico, sólo se dejan valer una multiplicidad de voces al final del informe, en un capítulo particular titulado “las voces de los sobrevivientes”?. ¿De qué otra voz se ha tratado acaso antes en el resto del informe? ¿Cómo se ha construido? ¿Desde dónde habla?

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Sin embargo, no se trata de denunciar unas narraciones insuficientemente representativas o poco incluyentes e integradoras de las voces que han sido victimizadas o excluidas, como si se pretendiera hablar por quienes ya no tienen voz, y presentar en su impotente desnudez las voces de los que ya no están. Tampoco se trata sólo de reivindicar la manera en que toda construcción de sentido produce sus propias formas de exclusión, y violenta de cierta manera los acontecimientos que narra. Se trata de pensar que los trabajos de la memoria pueden dejar oír, y hacer aparecer trazados, rastros de voces silenciadas, sin hablar por ellas, sin reproducir su enmudecimiento, haciendo más bien resonar su potencia, su poder. Porque de eso, de nuevo, se trata: de la potencia, de la indestructibilidad del deseo, de lo que los cuerpos pueden, en medio de todo lo que los aplasta y produce su impotencia. Pienso, por ejemplo, a este respecto en el documental-ficción, como ha sido llamado este género, Mother Dao (traducido al francés como Cronique Coloniale) de Vincent Monnikendam, al que también se refiere Rancière en Lo inolvidable (VER IMAGEN). Este film no sólo deja sentir, como tantas veces ha sido insistido, que hay lo irrepresentable, o que la violencia excede toda asignación de sentido, sino que al reordenar unas imágenes de archivo (200 películas de nitrato tomadas entre 1912 y 1933), ya bien olvidadas, y que habían sido filmadas en las Indias colonizadas para “celebrar” la obra civilizadora holandesa, muestra, a través de distintos recursos yuxtapuestos, no sólo los rastros de esas violencias, esas figuras y gestos violentados, y el dolor que aparece en esos gestos, sino que también deja aparecer una cierta felicidad y facilidad de los colonizados al seguir los ejercicios que se les imponían; una cierta fluidez vital, aunque también una cierta indiferencia y dignidad, desplegada en prácticas y rituales singulares que parecen interrumpir la labor civilizatoria; una fluidez, impermeabilidad y altivez, que pone de manifiesto la potencia de esos cuerpos. Para usar palabras de Rancière, este trabajo de memoria deja aparecer “la comunidad de dos mundos en el gesto mismo de la exclusión; su separación en la comunidad de una misma imagen”, y así, construye el conflicto que evoca, desde su tensa heterogeneidad; esa tensa heterogeneidad que produce posibilidades de sentido, sin dar pleno sentido, sin hacer sentido, porque todo cierre de sentido niega justamente esa conflictividad que permite reiterar la “indestructibilidad del deseo”, en la potencia de los cuerpos que no dejan de devenir.

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Por supuesto que insistir en este trabajo de construcción no implica dejar de acoger la facticidad de lo que pasó, los acontecimientos mismos y sus efectos sobre el mundo compartido. Se trata de advertir que eso que aconteció y afectó a distintas posiciones de sentido, tiene que ser narrado para ser recordado, y que toda narración supone ya una construcción de sentido. Justamente, se trata de reflexionar hasta qué punto estas construcciones pueden acoger y transmitir los distintos rastros que han dejado los acontecimientos; sus huellas, y la manera en que pueden interpelar el presente con sus historias y vibraciones afectivas. Al contrario, es más bien la lógica consensual, de los hechos y la evidencia, la que va aparejada con la posibilidad del negacionismo, pues aquel pone en cuestión los rastros, las huellas, los fantasmas que éste precisamente pretende desterrar. Podría decirse entonces que una memoria asumida en su conflictividad requiere de un trabajo estético de construcción en el que la escritura misma, las imágenes que crea, y el uso de otros recursos como el espacio, el sonido, las imágenes visuales acojan la singularidad de los acontecimientos y la manera en que afectaron a ciertos cuerpos. Quizás aquí podría asumirse con Merleau Ponty, que requerimos de la narración artística, de la literatura y, en general, diría de las prácticas estéticas, cuando se trata “no de explicar el mundo o de descubrir «sus condiciones de posibilidad», sino de formular una experiencia del mundo”, “si el mundo está hecho de tal manera que sólo puede ser expresado en «historias» que permiten un contacto con él”, tocarlo, más allá de la determinación conceptual y explicativa (Merleau Ponty. “La novela y la metafísica”), que nada toca. También pienso en la manera en que Benjamin, con su noción de “imagen dialéctica”, alude a la construcción de dispositivos textuales y visuales que permiten ver de otro modo (pues una imagen, como lo destaca Rancière, es un “juego complejo de relaciones entre lo visible y lo invisible, lo visible y la palabra, lo dicho y lo no dicho”); y permiten ver, dejando aparecer un conflicto del mundo sin resolverlo o sin reducirlo; sin neutralizar su singularidad. No quiero decir que sólo el documental-ficción sea apto para esto, de ninguna manera, pero sí me parece que ofrece recursos apreciables para pensar en el estatuto mismo de la ficción en las construcciones de memoria, así como en el papel de la imagen, y de las contra-imágenes en este mundo contemporáneo de la información. En efecto, este tipo de 11

construcciones pueden retomar el material que se produce con pretensiones de información para perturbar la conexión habitual entre lo visual y lo verbal que se da en las formas dominantes de comunicación, y poner así de manifiesto cómo en estos medios los recursos de selección y ordenamiento de la imagen, lo textual y lo sonoro distribuyen ciertas fronteras de inteligibilidad, que no sólo cierran el sentido e impiden, con ello la movilidad del pensamiento sobre los posibles y virtuales del mundo, sino que producen identidades impotentes, o en el decir de Rancière, “cuerpos incapaces de devolvernos la mirada que les dirigimos”, cuerpos “que son objeto de la palabra sin tener ellos mismos la palabra” (Ranciére 2010: 97). Así, al operar sobre registros visuales actuales o sobre material de archivo, la ficción con sus encadenamientos puede subrayar la suspensión de las razones que impone la realidad. Sin perder de vista las múltiples condiciones materiales que están en juego en las formas de poder que sujetan a los cuerpos día a día, y la impersonalidad de las fuerzas que los atraviesan, pero insistiendo sí en que esa materialidad está conformada, y se continúa produciendo a través de imágenes, narraciones, interpretaciones que se despliegan en distintas prácticas, quisiera haber logrado sugerirles en qué sentido repensar las formas de violencia y contra-restar sus múltiples efectos requiere intervenir en ese nivel amplio de lo visible, imaginable, pensable, deseable, a través de imágenes, textos, construcciones que afecten de cierto modo esas sedimentaciones, nunca uniformes, ni completamente saturadas de las formas de poder. Y con esto, quisiera haber logrado insinuarles la manera en que esas intervenciones pueden permitirnos ver de otro modo, sentir de otro modo, exponernos a lo que no ha entrado en el campo de lo real y de lo posible. Tal vez esas alteraciones estéticas no sean distintas a la manera en que Lucrecio describía las sutiles desviaciones que se producen en el clinamen infinito de los átomos, cayendo. En palabras de Huberman: “Basta que un átomo se aparte ligeramente de su trayectoria paralela para que entre en colisión con otros y de ahí nacerá un nuevo mundo”; en esa colisión “se atraviesa el horizonte y se produce una nueva forma”. Como en las sutiles desviaciones que, día a día, los cuerpos descubren en los imperceptibles pliegues de la cotidianidad…Desviaciones para hacer algo otro, incluso con respecto a aquello que más les ha dolido y los ha marcado. Como la gente con sus rituales, y sus modos singulares de construcción de memoria, y de afirmación de sus muertos: En Apartadó, en el Cauca, en los arrullos del Pacífico, en raps y murales de 12

Bogotá…Algo se desvía, algo se altera con respecto a las formas establecidas del discurso y de la información; y en ese desvío, lo real de nuestro mundo se toca también en su “dureza más radical”, en el choque de su conflictividad, sólo y justamente, a través de estas intervenciones de ficción que desestabilizan y re-agencian las fronteras entre lo presente y lo ausente, lo real y lo virtual. Desvíos que declinan también la manera en que el dolor a veces nos toca, en esa muerte, en ese deshacimiento que, en el decir de Bataille, también cada uno de nosotros vamos siendo, aunque nos inventemos tantos recursos para desconocerlo: […] un día de estos voy a olvidarme de mí mismo, me dejaré escondido en un rincón de la casa, sin sacarme a pasear, los vecinos hacen bien —digo, lo repito—, cada vez hay menos en el pueblo, y con razón, todo puede pasar, y pase lo que pase será la guerra, resonarán los gritos, estallará la pólvora, solo dejo de decirlo cuando descubro que camino hablando en voz alta, ¿con quién, con quién? (Evelio Rosero, Los Ejércitos, 85).

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