Ponencia: \"Análisis historiográfico sobre el delito y el delincuente en México durante el Porfiriato (1876-1911)\", XI Congreso Nacional de Historia, Ciencias Sociales y Humanidades \"Entre muros y piedras\", Universidad Autónoma de Chapingo (Texcoco, Estado de México), 17-20 feb. 2016.

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Descripción

“ANÁLISIS HISTORIOGRÁFICO SOBRE EL DELITO Y EL DELINCUENTE EN MÉXICO DURANTE EL PORFIRIATO (1876-1911)”

ANDRÉS DAVID MUÑOZ C. DOCTORADO EN HUMANIDADES (HISTORIA) UNIVERSIDAD AUTÓNOMA METROPOLITANA – IZTAPALAPA

XI CONGRESO NACIONAL DE HISTORIA, CIENCIAS SOCIALES Y HUMANIDADES “ENTRE MUROS Y PIEDRAS LA HISTORIA” 17 – 20 DE FEBRERO DE 2016

UNIVERSIDAD AUTÓNOMA DE CHAPINGO TEXCOCO, ESTADO DE MÉXICO

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Resumen La presente ponencia busca hacer un uso analítico de ciertas obras que constituyen sendas fuentes secundarias para la comprensión del fenómeno de la delincuencia y la caracterización de sus actores durante la época del Porfiriato (1876-1911),1 publicadas todas en los dos primeros lustros del siglo XXI. El objetivo inmediato no es otro que vislumbrar y dar eventual utilización a nuevas herramientas teóricas y metodológicas relativas a temas tan complejos como los relacionados con la Historia social del Derecho y de la administración de justicia. Las obras en mención abordan un espectro de temas que rebasan los cometidos de nuestro trabajo; sin embargo, el análisis de la delincuencia y el delincuente será el nódulo que capte nuestra atención y se constituya en objeto de nuestra crítica vertebral.2

La construcción del delito y del delincuente durante el Porfiriato En el contexto espacio-temporal del Porfiriato tardío en la Ciudad de México, autores como Pablo Piccato dejan entrever que la organización espacial de la capital mexicana era una expresión fehaciente de la constante y creciente criminalización de los integrantes de los sectores populares, grupos subordinados o pobres urbanos, pues “se identificaba a los barrios de clase baja como zonas de peligro y enfermedad”. 3 Ello explicaría la connotación delictiva que se le otorgó a determinadas prácticas que para las clases menesterosas eran simples hábitos cotidianos, como el consumo de pulque y otras bebidas alcohólicas en Este   período   de   la   Historia   moderna   de   México   ha   sido   caracterizado   como   producto   de   una  sociedad  tradicional  con  remanentes corporativos heredados del Antiguo Régimen,  amalgamados  con proyectos y leyes claramente comprometidos con el proyecto de Estado liberal en boga hacia   finales del siglo XIX. “Posiblemente la imagen que mejor define a este período es la de una transición  desigual   e   incompleta,   en   la   que   se   superaron   muchos   de   los     rasgos   que   definían   al   Antiguo  Régimen sin que ello significara el arribo a un orden completamente nuevo”. Sandra Kuntz Ficker y  Elisa Speckman Guerra, “El Porfiriato”, en  Nueva Historia general de México (México: El Colegio de  México, 2014) 488. 2 Los   libros   son,   en   orden   de   aparición   original:   Beatriz   Urías   Horcasitas,  Indígena   y   criminal.   Interpretaciones   del   Derecho   y   la   Antropología   en   México   (1871­1921)  (México:   Universidad  Iberoamericana – Departamento de Historia, 2000); Pablo Piccato, Ciudad de sospechosos: crimen en   la   Ciudad   de   México   (1900­1931)  (México:   CIESAS   –   Publicaciones   de   La   Casa   Chata,   2010),  publicado   originalmente en inglés en el año 2001 por la Duke University Press; Elisa  Speckman  Guerra,  Crimen y castigo. Legislación penal, interpretaciones de la criminalidad y administración de   justicia   (Ciudad   de   México,   1872­1910)  (México:   El   Colegio   de   México   –   Universidad   Nacional  Autónoma de México, 2007), cuya primera edición data de 2002; Maria Aparecida De Sousa Lopes,  De costumbres y leyes. Abigeato y derechos de propiedad en Chihuahua durante el Porfiriato  (México: El  Colegio de México – El Colegio de Michoacán, 2005). El trabajo de Urías Horcasitas vio la luz como  producto de las actividades del programa de Historia Cultural de la Universidad Iberoamericana,  auspiciado por la Fundación Rockefeller. Las restantes obras mencionadas constituyen los frutos de  las tesis doctorales presentadas y defendidas en su momento por los autores: la de Piccato en la  Universidad de Austin en los Estados Unidos, y las de  Speckman Guerra y De Sousa Lopes  en El  Colegio de México. 3 Piccato, Ciudad de sospechosos, 87. 1

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público, pues evidentemente renían con las concepciones prevalecientes sobre lo que era una ciudad moderna, ordenada y cosmopolita de acuerdo a los cánones tomados de la burguesía europea, copiados sin ambages por las élites del Porfiriato en un momento de particular fermento de la criminalidad.4 De este modo, y en consonancia con lo anteriormente expresado, los castigos aplicados por la policía y los entes judiciales solían caracterizarse por su selectividad, dado que “ciertas transgresiones podían no ser castigadas si se cometían en la zona “peligrosa” de la ciudad o si el transgresor pertenecía a la clase alta”.5 Ahora bien, en los estudios emprendidos por Piccato, ¿quiénes eran los delincuentes? Ciertos autores contemporáneos no tenían obstáculo alguno en presentarlos como hombres de clase baja con atributos raciales medianamente bien definidos, tales como la adscripción a las razas indígenas, esto es, la pertenencia al sector de los “indios puros” o de los “predominantemente indios”. En cualquier caso, la moralidad era un privilegio de las clases acomodadas (“la moralidad de los pudientes era “elevada””),6 pues era virtualmente imposible que personas arrojadas a una vida de inmundicia, insalubridad y degeneración de las costumbres, es decir, portadores de “culturas reprensibles” pudiesen acceder a la civilidad, prerrogativa de las élites. Los discursos de los escritores adeptos a este tipo de posturas teóricas (Guerrero, Macedo, Roumagnac, Sánchez Santos, etc.) comulgaban con la idea de que las clases bajas urbanas propendían a la criminalidad en base a una sumatoria fatal de condicionantes: la extracción social y el origen biológico,7 sin menoscabo de las posturas conservadoras que asociaban la comisión de delitos con tendencias abiertamente pecaminosas. Cuando se aplicaban al control de anomalías, las clasificaciones de la criminología no se dirigían a la construcción de una sociedad más homogénea e igualitaria, sino a reforzar las marcas de la diferencia Piccato, Ciudad de sospechosos, 325. Piccato, Ciudad de sospechosos, 88. 6 Piccato, Ciudad de sospechosos, 104. 7 Piccato, Ciudad de sospechosos, 116. 4 5

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social que constituían el fundamento de las clasificaciones mismas. Para los funcionarios gubernamentales era más importante identificar y aislar a los agentes de la transgresión que prevenir los males sociales (…) Producto de la ciencia y las técnicas modernas, el discurso en torno a la criminalidad no buscaba ampliar los beneficios del progreso a la totalidad de la población. Por el contrario, otorgaba una justificación aceptable para la exclusión de grandes sectores sociales de los frutos de la modernización.8

La invención de los “rateros” por parte de las élites intelectuales porfirianas los prefiguró como individuos extraños a la Ciudad de México, que dada su propensión a la vagancia y a la vida fácil, buscaban cómodos ambientes urbanos, como el de la capital mexicana, para delinquir. Según estos análisis, el raterismo era un fenómeno eminentemente urbano, puesto que involucraba a hombres jóvenes que desempeñaban oficios que los mantenían en contacto con los espacios públicos; es decir, albañiles, artesanos, comerciantes, conductores de carreta, etc.9 Esto propendía a una asimilación no tan sutil entre los oficiantes de los trabajos más humildes y la propensión a atentar contra la propiedad privada. Desde la mirada de los teóricos del positivismo penal, dichos sujetos con propensión al crimen y carentes de moral podían ser susceptibles de un tratamiento punitivo que desdijera incluso los preceptos del Código Penal de 1871, dado que los castigos correctivos para aquella “plaga” tan nefasta para el orden social debían enfocarse en los delincuentes, y no en el delito, tal como estaba planteado por la retórica del liberalismo jurídico-legal. En nuestra opinión, tales planteamientos recuerdan de múltiples modos la administración de justicia propia del Antiguo Régimen, la cual prescribía sin ambages un tratamiento diferenciado para los reos según su calidad social y origen étnico. Es decir, representaba un deseo de regresar a la desigualdad de facto e incluso a postulados que recuerdan al casuismo: Los expertos culpaban a la indulgencia y a las lagunas jurídicas del Código Penal de las múltiples “oleadas de crímenes”, e incluso el Secretario de Justicia concluyó que las penas más largas no eran suficientes para frenar a los ladrones. En estas críticas estaba implícita la idea de que lidiar con los rateros requería de formas especiales de castigo, aún si tales castigos violaban la premisa del código de que sólo se podía castigar las acciones individuales, y de que todos los ciudadanos eran iguales 8 9

 Piccato, Ciudad de sospechosos, 123. Piccato, Ciudad de sospechosos, 268.

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ante la ley.10

Pero no solamente estas consideraciones en torno al cuerpo de leyes penales evocan en la mente del investigador la cultura del castigo propia del régimen colonial en América. Ciertas disposiciones de carácter utilitario, las cuales cobraron un progresivo auge bajo el reinado de los sucesivos monarcas borbones, fueron tomadas muy en serio por los legisladores porfirianos, puesto que las condenas proferidas por parte del Tribunal de la Acordada y la Sala del Crimen de la Ciudad de México contra los “vagos y malentretenidos”, consistentes en enviarlos a trabajos forzados o a la prestación del servicio militar compulsivo en puertos como La Habana o Veracruz, encontró eco en actos legislativos como la reforma de 1894, que dio vía libre a la policía para enviar a los rateros “a campos de trabajo en Valle Nacional, Oaxaca o Yucatán”.11 Cabe interpretar dichas políticas punitivas como un medio que seguía, de acuerdo con Piccato, una “lógica económica” que cubría tres de las necesidades más imperiosas y urgentes para un gobierno: sanear el cuerpo social librándose de la invasión de aquella funesta plaga criminal que asolaba el orden representado en la ciudad capital; obtener réditos en lo tocante a las políticas de colonización en sitios distantes, así como en la “construcción y mantenimiento de carreteras y vías férreas”; y por último, aunque no menos importante, “regenerar a los delincuentes mediante el trabajo” en las colonias penales, a base de arduas labores que “los forzaría a aprender un oficio útil”.12 Otras alternativas de índole más moderna como la reclusión carcelaria no eran aceptadas plenamente por las comunidades de pobres urbanos, pues si bien sus miembros “condenaban el delito”, no estaban de igual modo convencidos de la utilidad y conveniencia que pudiesen significar medidas coercitivas y represivas como aquella. Según Piccato, era preferible desde la visión popular que apelaba a lo consuetudinario, la Piccato, Ciudad de sospechosos, 261. Piccato, Ciudad de sospechosos, 263. 12 Piccato, Ciudad de sospechosos, 264. 10 11

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aplicación de “castigos reintegrativos”, enmarcados en los códigos de la negociación y de la vergüenza, frutos de su particular concepción del honor, menospreciada por el derecho liberal y su dictadura legalista.13 Elisa Speckman Guerra, por su parte, toma como punto de partida la promulgación del Código Penal en 1871, creación legislativa que “transformó radicalmente el carácter del derecho criminal y puso fin al panorama legislativo prevaleciente durante los primeros cincuenta años de vida independiente. Antes de ser proclamado el Código, “la legislación penal estaba dispersa en un sinnúmero de cuerpos y leyes, además de presentar un carácter mixto, pues subsistían medidas que databan de la época colonial, pero en convivencia con leyes decretadas por los gobernantes mexicanos”.14 Todo ello le fue útil para emprender su estudio sobre la criminalidad desde una definición más o menos clara y homogénea del delito y por ende, del delincuente, lo cual se nos antoja de suma importancia, dado que uno de los presupuestos que habrían de guiar una investigación de esta índole sería la exigencia de establecer definiciones precisas de lo que la legislación consideraba como actos criminales o delictivos, para poder confrontarlas con la realidad arrojada por las fuentes, la cual muchas veces desdice los presupuestos ideales normativos del deber ser. Ahora bien, este problema de la disparidad o discrepancia de la ley escrita y las prácticas punitivas cobra mayor relevancia al detenernos en aquellos actores sobre los que el castigo terminaba ejerciéndose; es decir, los criminales o delincuentes. Speckman parte del presupuesto evidenciado en las diversas estadísticas relacionadas con el fenómeno de la criminalidad en cuanto a que “los criminales provenían de sectores que contaban con bajos recursos económicos”.15 En el contexto mexicano, una gruesa porción de dichos sectores populares estaba constituida por los pobladores indígenas, quienes fueron estigmatizados como criminales innatos en base a las concepciones de la escuela positiva del derecho penal Piccato, Ciudad de sospechosos, 328. Speckman Guerra, Crimen y castigo, 23. 15 Speckman Guerra, Crimen y castigo, 91. 13 14

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y de las tesis de la antropología criminal lombrosiana por entonces en boga, apoyadas en la antropometría, las cuales “partieron de la base de que los delincuentes provenían de la raza indígena, a la que consideraban de por sí degenerada, y por tanto, algunas perversiones debían explicarse en razón al origen étnico”.16 La herencia, por tanto, era un factor determinante en la transmisión de los genes criminales de padres a hijos, puesto que los criminales “congénitamente carecían de sentimientos morales”.17 De adehala, desde la llamada sociología criminal muchos tratadistas continuaron insistiendo sobre el carácter atávico y privativo de la criminalidad en los sectores que carecían de privilegios socioeconómicos. Cualquier conjunto dado de conductas inmorales y lesivas se veían perpetuadas y acrecentadas si al origen social se le sumaba el origen étnico, marca indeleble de la propensión connatural al delito en ciertos individuos. Es decir, los factores congénitos agregados a un ambiente social desfavorable, habrían de engendrar forzosamente individuos tendientes a la comisión de delitos, individuos que por demás, y de acuerdo a la opinión de la mayor parte de los tratadistas, difícilmente serían susceptibles de redención, de enmienda y de regeneración,18 al contrario de lo expresado por las teorías liberales del Derecho. A este respecto, Speckman Guerra halla otro desfase importante al respecto cuando postula que si bien la élite dirigente de los tiempos del Porfiriato se plegó casi que unánimemente a los postulados de la antropología criminal, así como a los del positivismo penal, el discurso de la legislación criminal era mucho más cercano a la escuela liberal clásica, que creía en la regeneración y la rehabilitación del delincuente en aras de tornarlo al cuerpo social. Dado que el liberalismo propugnaba por la teórica igualdad jurídica, las visiones deterministas de teorías importadas como la antropología criminal ayudaban de facto a establecer parangones insalvables entre la extracción social y étnica y la propensión Speckman Guerra, Crimen y castigo, 96.  Speckman Guerra, Crimen y castigo, 98. 18 Speckman Guerra, Crimen y castigo, 107. 16

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al crimen sine qua non, razón por la que en la práctica cada individuo debía ser evaluado según su status social y biológico. En consecuencia, éstas eran posiciones que hacían a la criminalidad en todas sus variantes exclusiva de los sectores populares, de las clases menesterosas, de los estamentos ubicados en la base de la pirámide social, y que además, cumplían con la función de salvaguardar la posición política, social, cultural y económica de las élites porfirianas: Tanto el lenguaje ecléctico [mezcla abigarrada de liberalismo y positivismo penales] como el positivista optaron por concebir la criminalidad como un problema privativo característico de algunos sectores de la sociedad. En otras palabras, la élite porfiriana prefería concebir la criminalidad como un fenómeno ajeno a su grupo social y propio de clases o etnias diferentes a ellos (…) a la cuestión de clases se unió el fenómeno racial; una minoría de individuos blancos o mestizos deseaba establecer gobiernos liberales, pero al mismo tiempo, debía asegurar su dominio sobre una población de origen étnico distinto al suyo, mayoritariamente indígena o negra, y a la que no deseaba conferir derechos ciudadanos. Todo ello se refleja en México.19

Desde otra perspectiva, la investigación de Beatriz Urías Horcasitas plantea en términos teóricos un derrotero distinto al de los historiadores preocupados por el estudio del Derecho y la administración de justicia desde una perspectiva social, apoyándose más bien en una amalgama de posturas que fluctúan entre los dominios de diversas Ciencias Sociales, la Historia Intelectual del pensamiento político y el Derecho mismo. Tal vez por ello renuncia en términos heurísticos a hacer uso de la documentación que reposa en los archivos judiciales mexicanos, y centra su atención en los discursos sobre la raza en progresivo auge a finales del siglo XIX. Ello no obsta para que entable un diálogo crítico con Speckman Guerra y Piccato,20 quienes en nuestra opinión, también hicieron significativas incursiones “en las interpretaciones jurídicas y antropológicas de la criminalidad”, perfectamente complementarias y funcionales a sus trabajos enfocados a la Historia del Derecho, de las Mentalidades, o de la “moral social de las élites” en una época como el Porfiriato. Speckman Guerra, Crimen y castigo, 112­113. Pese a que el libro de Beatriz Urías fue publicado antes que las obras de los autores hasta aquí  tratados, la autora ya tenía conocimiento de la investigación previa de ambos autores. Es   por ello  que cita la tesis doctoral original de Elisa Speckman Guerra, que data del año 1999, así como a  Piccato y sus trabajos publicados en  Historia Mexicana  en 1997 y en el libro coordinado por Pérez  Monfort,  Hábitos, normas y escándalo. Prensa, criminalidad y drogas durante el Porfiriato tardío, del  mismo año. 19 20

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Para Urías, el ejercicio del “nuevo derecho penal” de corte liberal implantado en el siglo XIX resultó cooptado por las clases alta y media, “las cuales aplicaron de manera implacable las categorías abstractas del individualismo a una sociedad marcada por profundas diferencias”.21 Así las cosas, fueron sentadas las bases de las múltiples tensiones y contradicciones entre “los principios doctrinales inspirados en el individualismo y una realidad social que dista[ba] de ser igualitaria”.22 Parte fundamental de estas discrepancias entre la legislación y las realidades sociales estuvo apoyada en el auge de las teorías pseudocientíficas importadas de Europa y que empezaron a tener eco en las élites intelectuales mexicanas, muchas de las cuales atribuían al fenómeno de la delincuencia explicaciones que convergían en la permanencia de “atavismos culturales y sociales que predeterminaban a ciertos individuos y grupos hacia el crimen”, 23 caso concreto de la copiosa población indígena originaria de México. El evidente y poco disimulado afán homogeneizador del Estado mexicano liberal de inspiración oligárquica, así como la cada vez más acentuada defensa de los intereses concernientes a la protección de la propiedad privada encontró en dichas teorías raciales propulsoras de la idea de “degeneración racial” un instrumento de exclusión y criminalización de las clases populares. De acuerdo a tales concepciones, los síntomas evidentes de degeneración fueron las representaciones de los indígenas como seres sublevados y criminales, inferiores social, cultural y económicamente en relación a los demás grupos raciales, dotados de una cultura incompatible con la propia de las civilizaciones urbanas y por supuesto, con inclinaciones naturales a la ruptura del orden establecido o que se buscaba consolidar en el marco del proyecto nacional.24 El siglo XIX dio nacimiento a disciplinas que otorgaban de modo automático 21

 Urías Horcasitas, Indígena y criminal, 34. Urías Horcasitas, Indígena y criminal, 35. 23 Urías Horcasitas, Indígena y criminal, 42. 24 Urías Horcasitas, Indígena y criminal, 58. 22

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connotaciones negativas a lo salvaje y a lo primitivo (antropología física, etnología, lingüística, etc). Los indígenas fueron asimilados entonces a dichos estereotipos donde se daba primacía a caracteres como el infantilismo y la ya mencionada degeneración en todos los niveles. Esta última noción fue funcional a la construcción de la imagen del delincuente, puesto que “abarcó las teorías antropológicas acerca de la criminalidad”.25 Urías Horcasitas afirma que para el grueso de los intelectuales, la idea de progreso “engendraba su contrapartida”. Es decir, para todos aquellos pensadores era evidente que la marcha incontestable hacia el progreso en todos los niveles tendía a verse obstaculizado o frenado por todos aquellos “elementos recalcitrantes” que tendían a la involución o al retroceso de las sociedades humanas y en consecuencia debían ser tratados como sus enemigos. Desde esta perspectiva, las teorías acerca de la degeneración sustentadas por médicos, biólogos, psiquiatras y escritores hicieron inteligible la inquietud de las élites ante los peligros que representaban las masas (concebidas como un enemigo interno) para la sobrevivencia de la civilización moderna. Las teorías acerca de la degeneración introdujeron la idea de que ciertos grupos sociales o raciales se encontraban “contaminados” por una fuerza que se autorreproducía y que generaba conductas antisociales como el crimen, el suicidio y la prostitución.26

No debemos perder de vista el hecho de que tales concepciones de inferioridad social y racial sobrevivieron al Porfiriato y se prolongaron en la época postrevolucionaria, todo ello “pese a la propuesta integradora del discurso indigenista oficial”. De esta conspicua manera, las élites gobernantes del país mexicano dieron continuidad al tratamiento que desde la época colonial se le dio a los grupos étnicos y sociales ubicados en la base de la pirámide social, y en el caso particular de los indígenas, como personas “rústicas”, “miserables” y que debían ser tratados como menores de edad. Incluso podemos postular que dicho tratamiento se tornó más radical aún, pues posiciones como la antropología biológica de origen alemán no propugnaban tan sólo por la marginación de los indígenas, sino por su exterminio como raza, dada su irrefrenable tendencia a degenerar morbosamente.

25 26

Urías Horcasitas, Indígena y criminal, 64. Urías Horcasitas, Indígena y criminal, 78­79.

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Ciertamente, las concepciones racistas de “disciplinas” como la antropología criminal y la antropología general tenían sus puntos de confluencia en la doctrina de la degeneración racial y del atavismo. Estas últimas ideas, valga decirlo, estuvieron presentes de igual forma en el positivismo jurídico, cuyos ideólogos estaban en franco desacuerdo con las tesis de la escuela clásica del derecho penal; sus militantes sostenían que se debía partir del estudio de los delincuentes y no de los delitos, puesto que las raíces de un acto criminal cualquiera no se hallaban en el libre albedrío, sino en la inclinación biológica y hereditaria de determinados individuos a cometer crímenes de toda índole: Se consideraba que los delincuentes debían ser clasificados por medio de criterios antropológicos, sociológicos y psicológicos que identificaran las orientaciones criminógenas que estaban presentes en determinados individuos y grupos sociales, a fin de imponer medidas que impidieran la repetición del fenómeno. En Este sentido, Rafael Zayas de Enríquez [en 1897] planteó que había que abandonar el análisis de los delitos para concentrarse en el análisis del delincuente. Para este autor (…) el avance o el retroceso de las sociedades dependían de la herencia y el atavismo (…) proponía que rasgos característicos del salvaje podían resurgir en la civilización moderna y favorecer la reproducción de individuos degenerados y criminales.27

Esto implicaba que sólo desde un punto de vista enteramente jurídico no se podría llegar a comprender cabalmente el fenómeno de la criminalidad, puesto que era insoslayable la existencia de ciertos “elementos que estaban presentes en la naturaleza biológica de ciertos individuos, y que el medio social contribuía a reactivar”. 28 Ello quería significar, en consecuencia, que todo acto criminal estaba supeditado a una anomalía cerebral, bien congénita, o bien adquirida, que era característica de los indígenas como producto de su herencia genética malograda. Es importante resaltar, en consonancia con lo argumentado por Urías Horcasitas, que la apelación al atavismo no era de modo alguno privativa del positivismo criminológico italiano en su vertiente lombrosiana; ésta simplemente adaptó y difundió una visión de atavismo derivada de la teoría biológica y la empleó con la presunta finalidad de “esclarecer procesos de tipo individual ligados a la definición del “hombre delincuente” ”.29 El atavismo comprendido como una doble tendencia hacia el salvajismo y la criminalidad era, no obstante, una característica que estaba presente únicamente en 27

 Urías Horcasitas, Indígena y criminal, 150­151. Urías Horcasitas, Indígena y criminal, 160. 29  Urías Horcasitas, Indígena y criminal, 164. 28

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aquellos grupos racial y socialmente degenerados que conformaban la “hez de la sociedad”, la cual en su conjunto y en términos generales tendía ineluctablemente hacia el progreso.30 Esta construcción del criminal desde el poder no obedeció únicamente al afán del notablato mexicano por dejar fuera del acceso a los derechos civiles plenos fruto de la modernidad a los habitantes de la cosmopolita capital de la nación o a una comunidad étnica en particular. El ejemplo del abigeato, modelo prototípico de la criminalidad en el ámbito rural de un Estado periférico como Chihuahua ilustra la fuerza y el arraigo de las clasificaciones sociopolíticas acerca de quiénes eran los criminales. Si bien es cierto que la adopción del código criminal en dicho Estado (1883) consagraba teóricamente la igualdad jurídica entre los diversos estamentos sociales, “todavía prevalecía entre ciertos sectores una visión estigmatizada acerca de quiénes eran los más propensos a la criminalidad”. 31 Enfermedades, conductas desviadas y comportamientos degenerados, constituían un peligroso coctel que era al mismo tiempo causa y consecuencia de la precariedad de las condiciones de vida, y por ende, el germen de toda conducta criminal. Ello implicaba la asimilación inmediata y casi obvia entre pobreza material y delincuencia. En Chihuahua, el progreso material a finales del siglo XIX tuvo como correlato la renovación de “la administración y los aparatos de justicia”, así como la “promulgación de nuevas leyes criminales y códigos penales”. La represión a las “nuevas formas” de conductas criminales estuvo signada indudablemente al auge económico del Estado, puesto que muchas de las transgresiones identificadas por las autoridades estuvieron vinculadas a la agencia social de los pobladores rurales, quienes vieron coartados sus derechos consuetudinarios con la aparición del ferrocarril, con el cercamiento de terrenos considerados tradicionalmente como de propiedad común, o con la entubación de un acueducto, por citar algunos ejemplos. Por dichas razones, gran parte de los que se empezaron a considerar criminales y objetos de control social autoritario, “eran ciudadanos 30 31

Urías Horcasitas, Indígena y criminal, 165­166. De Sousa Lopes, De costumbres y leyes, 120.

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comunes y corrientes que muchas veces, debido a circunstancias fortuitas, pasaron a formar parte de las estadísticas de la criminalidad”.32 Las disposiciones legales contra el abigeato se dirigieron entonces casi que de modo automático, a criminalizar una serie de costumbres y hábitos usualmente llevados a cabo por los pequeños propietarios del Estado de Chihuahua, tales como comprar animales sin cerciorarse de donde provenían, o no herrar a los semovientes, por no mencionar las prácticas relativas al libre pastoreo o el uso común de ciertas tierras. 33 Ahora bien, esto se nos antoja un punto de suprema importancia, dada la magnitud de la crítica hecha a la sociología histórica practicada por Eric Hobsbawm, pues si bien De Sousa Lopes no niega las eventuales inspiraciones sociales de los abigeos chihuahuenses de la época porfiriana, descarta de plano que puedan ser caracterizados como pertenecientes en su mayor parte a las grandes cuadrillas que se ocupaban de robar ganados en la primera mitad del siglo XIX (ya en decadencia para la década de 1860), gentes distinguidas por una “existencia repleta de hazañas” y una “vida de aventuras y libertad apartada del mundo de las leyes”. Un número considerable de ellos contaba con vivienda fija, algunos eran casados y tenían oficios. Por estas razones, su inserción en las “estadísticas de la criminalidad” no refleja una situación constante sino circunstancial (… ) Los inculpados no sólo tenían oficios, sino que la actividad delictiva no representaba su modus vivendi. El perfil de los enjuiciados que propongo es en realidad una clasificación de un sector de la sociedad chihuahuense insertado en el proceso de desarrollo económico y refleja precisamente la tensión y la ambivalencia de la forma en que estos actores sociales fueron introducidos en esta “modernización” de la sociedad. Fue justamente esta “transición” la que posibilitó el incremento de las penas para las infracciones vinculadas, por ejemplo, en la regularización de la propiedad privada.34

La cuestión de los derechos de propiedad y la legitimación de la propiedad privada fueron entonces determinantes para la criminalización de ciertas prácticas consuetudinarias al interior de las poblaciones rurales chihuahuenses.35 Lo anterior estaba indisolublemente De Sousa Lopes, De costumbres y leyes, 134.  De Sousa Lopes, De costumbres y leyes, 155. 34 De Sousa Lopes, De costumbres y leyes, 167 y 173­174. 35 De hecho, para finales del siglo XIX, el valor de la costumbre como fundamento del Derecho a la   par   de   lo   estrictamente   legalista,   había   sufrido   un   evidente   menoscabo   en   pro   de   este   último  componente:  “la  vida  del  derecho durante  el  período “colonial” y durante  casi  todo el siglo  XIX  32

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unido al auge y la prosperidad económicas crecientes en la Chihuahua finisecular, factores que conjugados inscribieron en las estadísticas criminales del abigeato a un gran numero de individuos que no tenían como oficio el robo de ganados; hablamos de los trabajadores estacionales del sector minero tan importante en el Estado, de los agricultores o labradores y de los vaqueros, por citar algunos ejemplos. El desarrollo económico, el fortalecimiento del Estado liberal moderno y de sus instituciones, incluidas obviamente las judiciales atacaron, según la autora, “ciertas formas de uso y convivencia antiguas [y] al mismo tiempo fomentaron el surgimiento de otras categorías de delitos directamente vinculados con la imposición de nuevos códigos y leyes propios del sistema liberal”.36 Llegados a este punto, puede resultarnos de utilidad introducir un matiz comparativo con lo acaecido un siglo antes en la Nueva Vizcaya dieciochesca, 37 parte del Virreinato de la Nueva España, donde el abigeato era no sólo una expresión de resistencia a nivel cultural, sino también una actividad que podríamos inscribirla (si bien no en todos los casos) en una lucha cotidiana por la supervivencia. Tal es la hipótesis sugerida por Sara Ortelli al analizar la crítica coyuntura económica, política y ambiental de la así denominada Nueva Vizcaya, norte del Virreinato de la Nueva España hacia 1780; pues más allá de las posibilidades de resistencia política y cultural frente al orden establecido, “una parte de la población (…) se manifestó una gama plural y compleja  de ordenamientos jurídicos vigentes de origen no estatal,  algunas veces contradictorios, otros no tanto, que sólo en el transcurso del siglo pasado [el XIX]  fueron   destruidos   como   consecuencia   del   monopolio   del   derecho   por   parte   del   Estado   y   por   el  correspondiente   ascenso   de   la   ley   a   nivel   de   única,   absoluta   y   exclusiva   fuente   de   derecho.   El  desconocimiento   de   la   vigencia   de   esos   ordenamientos,   lo   mismo   costumbres   (…)   que   la  jurisprudencia   del  ius   commune  (los   autores),   para   determinar   por   la   vía   judicial   a   quién   le  correspondía la justicia impedirá comprender no sólo la acción de esas instituciones sino la misma  vida social de antaño”. Jaime del Arenal Fenochio, “El discurso en torno a la ley: el agotamiento de   lo  privado  como fuente del derecho en el México del siglo XIX”, en  Construcción de la legitimidad   política   en   México,  coords.   Brian   Connaughton,   Carlos   Illades   y   Sonia   Pérez   Toledo   (México:   El  Colegio de Michoacán – Universidad Autónoma Metropolitana – Universidad Nacional Autónoma de  México – El Colegio de México, 2008) 307. 36 De Sousa Lopes, De costumbres y leyes, 173. 37 Se   nos   antoja   pertinente   este   pequeño   paréntesis   en   la   medida   en   que   la   Nueva   Vizcaya  tardocolonial   estaba   conformada,   aproximadamente,   por   los   actuales   Estados   de   Coahuila,  Chihuahua, Durango y Sinaloa, una macroregión secularmente caracterizada por la elevada comisión  de un delito como el abigeato.

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dedicaba a actividades consideradas como delictivas para escapar de la presión de mineros y terratenientes, y puede suponerse que estas actividades eran más redituables que los escasos reales, o el pago en especie que podían conseguir trabajando de sol a sol”. 38 Y aunque el perfil del abigeo era el de un sujeto casado o al menos en concubinato, con parentela, oficio y domicilio reconocidos, sus actuaciones eran por entonces más sistemáticas, eran ladrones de ganado en su mayoría profesionales, con una trayectoria que podía llegar a cubrir varias décadas,39 cosa que en el norte de México al parecer sufrió una mutación ostensible durante el siglo XIX. Otra mutación importante que puede apreciarse entre una centuria y otra, es que a finales de la etapa colonial, el abigeato parecía intensificarse durante las crisis de subsistencia, momentos en los que era altamente probable que “el fenómeno se intensificara y saliera a la luz de manera más clara y evidente” y por ello “se detecta una correspondencia entre los momentos de sequía -reconocida en la documentación y la cronología de las fuentes- y las acciones de robo”.40 Si nos atenemos a los resultados de la investigación efectuada por Maria Aparecida De Sousa Lopes para el Porfiriato, podemos apreciar que los interregnos de crisis económica (como el de 1891-1892) o los focos de la actividad minera estuvieron caracterizados más bien por la prevalencia de delitos de naturaleza violenta o de las infracciones relacionadas con la vagancia, y las épocas de auge económico (más frecuentes y duraderos como ya hemos remarcado) por los delitos contra la propiedad, entre los que descollaba el abigeato. Consideraciones finales Las obras objeto de análisis en el presente ensayo historiográfico, más allá de sus evidentes matices temáticos y fontales, tienen como puntos en común el estudio de la Sara Ortelli, “Roque Zubiate. Las andanzas de un ladrón de ganado en el septentrión novohispano  (1750­1836)”, Revista de Indias LXX­248 (2010): 150. 39  Sara Ortelli, “Parientes, compadres y allegados: los abigeos de Nueva Vizcaya en la segunda mitad  del siglo XVIII”, Relaciones XXVI­102 (2005): 195­196. 40  Sara Ortelli, “Crisis de subsistencia y robo de ganado en el septentrión novohispano. San José del  Parral (1770­1790)”, Relaciones XXXI­121 (2010): 44. 38

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criminalidad durante el Porfiriato desde una perspectiva crítica que pone a consideración del lector el papel que desempeñaron tanto las instituciones coercitivas del Estado mexicano como las ideologías racistas y clasistas importadas de Europa, las cuales jugaron un papel influyente en el pensamiento de las élites políticas e intelectuales de entonces. Dichas élites se prefiguraron a sí mismas como las portadoras de los valores y conductas a seguir en el complejo proceso de construcción de la nación mexicana, signado por las ansias de consolidación de las ideas de progreso y civilidad características de finales del siglo XIX. La construcción discursiva de los delincuentes que fue elaborada por una pléyade de pensadores afines al proyecto de Estado-nación oligárquico porfiriano (los denominados “científicos”, por ej.), consistió en la homologación de diversos sectores sociales como las clases bajas urbanas (el grueso de ellas compuestas de trabajadores de bajos recursos económicos), los pobladores pobres del campo o los grupos indígenas como comunidades criminales que tendían de modo natural e ineluctable a la comisión de delitos. Muchas de estas categorizaciones no fueron otra cosa que el fruto de la criminalización de múltiples conductas y hábitos que los miembros de tales grupos tenían por consuetudinarios, productos de la lucha por la supervivencia y que se tornaron en objeto de control social por parte de dirigentes y funcionarios. Las múltiples teorías y prácticas emanadas desde el poder ejecutivo, legislativo y judicial que criminalizaban a miembros de los sectores populares no buscaban otra cosa en el fondo que señalarlos como rémoras para el progreso de la nación dada su presunta incapacidad para adaptarse a las pautas de una sociedad moderna y civilizada, celosa además de los derechos de propiedad privada que se hallaban en trance de consolidación. Si bien las teorías liberales del Derecho habían consagrado ya la igualdad jurídica de los ciudadanos en todos los niveles, las visiones positivistas del mismo fueron útiles para abrir una brecha entre las clases menesterosas y las privilegiadas y cultas, dada la propensión a estigmatizar a las primeras en base a su extracción social y su origen biológico, por lo cual defendieron 16

la idea de que el cuerpo social debía ser expurgado de tales elementos para así consolidar la desaparición de las diferencias sociales y crear una nación homogénea a la usanza de los modelos europeos que se buscaban replicar.

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Bibliografía citada De Sousa Lopes, Maria Aparecida. De costumbres y leyes. Abigeato y derechos de propiedad en Chihuahua durante el Porfiriato. México: El Colegio de México – El Colegio de Michoacán, 2005. Del Arenal Fenochio, Jaime. “El discurso en torno a la ley: el agotamiento de lo privado como fuente del derecho en el México del siglo XIX”, en Construcción de la legitimidad política en México, coords. Brian Connaughton, Carlos Illades y Sonia Pérez Toledo. México: El Colegio de Michoacán – Universidad Autónoma Metropolitana – Universidad Nacional Autónoma de México – El Colegio de México, 2008. Kuntz Ficker, Sandra y Speckman Guerra, Elisa. “El Porfiriato”, en Nueva Historia general de México. México: El Colegio de México, 2014. Ortelli, Sara. “Crisis de subsistencia y robo de ganado en el septentrión novohispano: San José del Parral (1770-1790)”. Relaciones XXXI-121 (2010): 21-56. Ortelli, Sara. “Parientes, compadres y allegados: los abigeos de la Nueva Vizcaya en la segunda mitad del siglo XVIII”. Relaciones XXVI-102 (2005): 163-199. Ortelli, Sara. “Roque Zubiate. Las andanzas de un ladrón de ganado en el septentrión novohispano (1750-1836)”. Revista de Indias LXX-248 (2010): 127-154. Piccato, Pablo. Ciudad de sospechosos: crimen en la Ciudad de México (1900-1931). México: CIESAS – Publicaciones de La Casa Chata, 2010. Speckman Guerra, Elisa. Crimen y castigo. Legislación penal, interpretaciones de la criminalidad y administración de justicia (Ciudad de México, 1872-1910). México: El Colegio de México – Universidad Nacional Autónoma de México, 2007. Urías Horcasitas, Beatriz. Indígena y criminal. Interpretaciones del Derecho y la Antropología

en

México

(1871-1921).

México:

Departamento de Historia, 2000.

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Universidad

Iberoamericana



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