Política, escritura y tiempo: espectros y experiencias de la Revolución mexicana

July 3, 2017 | Autor: Israel Covarrubias | Categoría: Mexican Studies, Authoritarianism, Partido Revolucionario Institucional
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Descripción

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Mirar lo que uno no miraría, escuchar lo que no oiría, estar atento a lo banal, a lo ordinario, a lo infraordinario. Negar la jerarquía ideal que va desde lo crucial hasta lo anecdótico, porque no existe lo anecdótico, sino culturas dominantes que nos exilian de nosotros mismos y de los otros, una pérdida de sentido que no es tan sólo una siesta de la conciencia, sino un declive de la existencia. Paul Virilio (1998)

La política se ha vuelto el género por excelencia de la historia. Quizá podríamos añadir que siempre lo ha sido. Esto quiere decir que más allá de aludir a una centralidad inherente a la política para dar cuenta de la escritura histórica de un país, en realidad expresa una enorme capacidad de „hacerse presente‰ en los momentos de cambio, aunque éstos no sean únicamente en la ordenación política. Sin embargo, y como pareciera lógico, la escritura de la política y la visibilidad de la historia presuponen un ejercicio de reflexión que comienza con la identificación de los lugares de encuentro de esos pasajes que fundan un régimen de historicidad distinto o, incluso, nuevo y que, al mismo tiempo, permiten 129

el nacimiento, como efecto de la producción de historicidad, de otro tipo de régimen de mentalidad y sedimentación social en cualquier país en una época determinada. Ahora bien, vale la pena hacer una breve señalización sobre lo que estamos entendiendo por historicidad. Quien se ha ocupado en años recientes sobre la noción de régimen de historicidad es el francés François Hartog. Primero, el autor entiende por régimen eso que es propio de lo humano que se puede organizar (comunidad), „alrededor de las nociones de más o de menos, de grado, mezcla, compuesto y equilibrio siempre provisional o inestable‰ (Hartog, 2007: 15). Segundo, la historicidad es hablar de „momentos de crisis del tiempo, aquí y allá, justo cuando las articulaciones entre el pasado, el presente y el futuro dejan de parecer obvias‰ (Hartog, 2007: 38). Entonces, un régimen de historicidad es una irrupción temporal, donde pasado, presente y futuro no tienen un lugar específico y, por ende, plenamente identificable, dado el proceso de extrañamiento que producirá la emergencia histórica. Con ello, prosigue el autor su reflexión diciendo que en Occidente se construyó un tipo particular de historicidad cuando se miraba al pasado como fuente primigenia de soporte del presente (por ejemplo, a partir de la Revolución francesa). Un segundo momento, es cuando se deja esta concepción para depositar en el futuro la fundamentación del presente (que, por su parte, dominaría el siglo XX con la idea del hombre nuevo, tanto en su variante técnico-capitalista, como en aquella socialista). Finalmente, en un proceso más cercano a nosotros, asistimos a una transformación de los regímenes de historicidad cuando se agrieta el presente de modo tal que, dejándolo en completo „aislamiento‰, da vida 130

a la inmediatez y a la simultaneidad, al presentismo y a un sentido de urgencia para responder con la escritura o con la acción política a cualquier reclamo de lo social. Sirva lo antes dicho de pretexto y guiño intelectual para interrogarnos e interrogar a nuestros procesos históricos en el siguiente sentido: œqué fue y que ha pasado precisamente con el régimen de historicidad que se produjo después de la Revolución mexicana? Es decir, œqué concepciones del tiempo y de la escritura de la política fueron formuladas en los años y en las décadas posteriores a la finalización de la Revolución?, œen qué sentido podría permitirnos significar los avatares más recientes del régimen político mexicano y ante todo del Estado?

ћȱђљȱћќњяџђȱёђȱљюȱђѣќљѢѐіңћ Si partimos de la constatación que el vocablo „revolución‰ está directamente relacionado con los orígenes continentales de la tradición del pensamiento democrático,1 tenemos entonces que en los inicios del siglo XX en nuestro país se asiste a la escalada de una revolución en tanto guerra civil declarada, donde violencia y existencia terminaron por dirigir sus esfuerzos hacia una misma cosa: representar un acto escénico con porcentajes considerables de dramatización en un intento por abrir el porvenir en una pretendida dirección democrática. Con independencia de su éxito o fracaso, lo evidente Es decir, está articulado con distintos procesos ideológicos y políticos que dieron vida a la formación de los regímenes y de los Estados democráticos modernos a partir de 1789 en Francia (Agamben, 2003: 14). 1

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fue la ruptura con el orden político, primero, y después con el orden social anterior (etapa porfirista), precedida por un fuerte y gradual cambio de los aspectos organizacionales de la vida en común y de la vida social, ya evidente hacia finales del siglo XIX, sobre todo en el ámbito regional y con algunos rasgos definitorios en sentido liberal y republicano (Hernández Chávez, 1993: 118-199). Como efecto de esta nueva moralidad, se asistiría a la crisis terminal del régimen porfirista. Así lo ha hecho ver Rhina Roux (2005: 102), para quien: Tres crisis coincidieron en el estallido de la Revolución mexicana y prepararon la caída del régimen porfirista. Por un lado, la crisis económica de 1907-1910, que implicó tanto una crisis de subsistencias como la caída de la producción minera, que afectó sobre todo a los estados del norte. De otra parte, una crisis social expresada en un nuevo ciclo de violencia agraria, estallidos de insubordinación obrera y crecimiento de la organización liberal opositora en el mundo urbano. Por último, una crisis política manifestada simultáneamente en el quiebre de la relación de mando-obediencia, el surgimiento de diversas oposiciones al régimen y la ruptura de la unidad interna de la élite política [cursivas de la autora].

Luego entonces, al ser la democracia el horizonte de la Revolución mexicana, en los años posteriores a su finalización encontramos la institución de un régimen de historicidad fundado en la reelaboración del pasado glorioso y heroico, así como en la grandilocuencia del caudillismo relacionado con la mitología de la guerra civil. No hay que olvidar que la estructura fundante de la Revolución lo fue el mito de la democracia, en particular, en el terreno de la igualdad social pero 132

también en el terreno de los derechos políticos (por ejemplo, Madero y la efectividad del sufragio). Por ello, siempre está presente la insistencia sobre el ámbito de la justicia y su reverso: el agravio producido precisamente por el profundo sentimiento de injusticia de las clases subalternas frente a los dominios del poder político. Sin embargo, el mito estará presente con mayor fuerza en la conclusión de la misma. De hecho, tal parece que era necesaria una mitología democrática para permitir el nacimiento de una estación política que, por un lado, dibujara el punto de quiebra y el límite desde el cual podría ser posible el cambio de experiencia frente a la Revolución y, por el otro, frente al porvenir. Uno de los momentos que ponen en evidencia el deseo de cambio es cuando alguien comienza a hablar en el nombre de la Revolución, la justicia y el pueblo para organizar los procesos de recomposición social y política y que, al pretender ser identificado claramente, devenga en actor político y/o social al grado de indicar una dirección histórica que fungiera como justificación de la Revolución. En su origen, el momento preciso de develar a ese alguien y del efecto que producirá en términos institucionales y sociales, es la aparición de la „palabra‰ de la ley frente a los disturbios presentes a lo largo del país, interpretables como una pura fuerza de ley. Por lo menos a partir de 1917, cuando el proceso constituyente ocupa el lugar de una persona ficticia,2 la cuestión urgente y central era el Al respecto, Jaime Labastida (2007: 2) dice que: „Los conceptos de res ficta y de persona ficta están asociados a la fórmula jurídica de los cuerpos (o de las corporaciones) y de las personas morales (en su calidad de ÂcuerposÊ que poseen cabeza y miembros): Iglesia, Estado, Corona, Rey (en tanto que jefe del Reino y no como persona ÂfísicaÊ o ÂnaturalÊ)‰. 2

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cómo cerrar o detener y cómo cambiar o desplazar hacia otro terreno la querella por una nación disuelta y desbordaba en espirales de violencia local, incluso sin conexión entre ellas. Hay que tomar en cuenta que el proceso constituyente de 1917 es el lugar de la „palabra‰ de la ley y la Constitución (Carta Magna) que resulta de ese proceso es la „escritura‰ de la ley. Pero, además, tenemos un tercer elemento que necesita ser observado. La noción de fuerza de ley es fundamental ya que, según Agamben (2003: 48), puede ser definida como un oxímoron: „éxtasis-pertenencia‰. Es decir, fuerza de ley es lo que ya no tiene capacidad de ser interpretable y mucho menos sancionable por la ley escrita y su ejercicio. Paradójicamente se emparenta más con la palabra de la ley. En este sentido, es un indecible, un espacio suspendido que la ley produce en su actuación, y por ello no puede ser pensada como un puro momento antijurídico. Viene a colación el término fuerza de ley, ya que precisamente nos permite entender la diferencia, primero, entre „palabra‰ y „escritura‰ de la ley y, segundo, tener una mayor precisión no sólo conceptual, sino histórica respecto a la Carta Magna mexicana que es, al final, un momento constituido y no constituyente. De aquí se desprendería que la ley y su escritura son, en efecto, un elemento fundante de la soberanía estatal, pero dado que lo que fundan es un orden artificial posterior a las formas de relacionarse entre los sujetos, al mismo tiempo edifica su excepción en su sentido constitucional. Luego entonces, el Estado posrevolucionario se transforma en un proceso de escrituración de la ley y, al mismo tiempo, de suspensión de normas y reglas, lo que presupone la apertura a una aporía traducible como otro tipo particular de fuerza de ley: 134

otorgar un primado a la excepción del Poder Ejecutivo que se vuelve fuente de producción legislativa a través, por ejemplo, de la facultad de dictar decretos. De aquí, pues, que la ley que emana del Estado no ordene (nomos), sino que regule simplemente el vacío que existe entre los hombres (lex), sobre todo cuando se constata que no se puede eliminar la posibilidad de la guerra de abierto carácter civil (stásis). Por ende, lo que tenemos respecto a la fuerza de la ley es un pluralismo de la palabra de la ley, que produjo por su parte el éxtasis revolucionario mexicano.3 Por consiguiente, œcómo fue posible la formación del Estado y de las instituciones en los años posteriores a la Revolución?, œqué tipo de cuerpo ordenó estatalmente la vida social?, œqué órganos fueron privilegiados en el sentido de permitir su conexión efectiva con el cuerpo del Estado posrevolucionario? Para empezar, se puede decir que: „[⁄] a la Revolución le tomó diez años, de 1911 a 1920, destruir el antiguo régimen porfiriano; pero como la obra acabó por ser total, la Revolución se quedó en 1920 sin enemigo al frente, dueña indiscutida del campo. Esto quiere decir que las posibles oposición y división estaban dentro del grupo vencedor y no fuera de él‰ (Cosío Villegas, 1982: 50). Por tal motivo, el cambio resultante de los diez años de lucha armada en México generó un proceso de unificación de la totalidad de relaciones sociales, La revuelta (stásis) se vincula con el vocablo estasiología que, en palabras de Baechler (1974), quiere decir „alzarse en contra‰. Baechler lo usa para dar cuenta de los fenómenos que él denomina antisociedades, por la capacidad de poner en predicamento los principales núcleos de historicidad y cohesión de un régimen social y político, así como de un Estado y en función de permitir el cambio en la dirección organizacional de una sociedad. 3

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integrado –por una parte– en un cuerpo estatal (persona ficticia), cuyos órganos internos definirían la composición de la sociedad mexicana que termina agrupada, dividida y segmentada en un pacto –por la otra– constitucionalizado (escritura de la ley), en efecto, en 1917, pero que al no ser suficiente para evitar el resquebrajamiento político total del país, paralelamente generó un régimen metapolítico donde el Estado posrevolucionario privilegiaría tanto al presidencialismo con su impronta ideologica, así como, ya entrados los años veinte, al Partido Nacional Revolucionario (PNR), en tanto agencia estatal de control y negociación social y política (Cosío Villegas, 1982: 21). Para Cosío Villegas (1982: 35), el PNR fue creado para tres funciones básicas: „contener el desgajamiento del grupo revolucionario; instaurar un sistema civilizado de dirimir las luchas por el poder y dar un alcance nacional a la acción político-administrativa para lograr las metas de la Revolución mexicana‰. La puntualización del Estado como cuerpo y que nace al término de la Revolución mexicana tiene varias razones en esta sede. La primera, y quizá la más evidente, es que el Estado posrevolucionario fundaría uno de sus ejes de reproducción (en tanto relaciones de mando-obediencia y producción de una sólida base de legitimidad) en la puesta en marcha de una serie de fundaciones institucionales y de procesos a ellas inherentes desde un perfil abiertamente corporativo. La segunda, si la democracia es uno de los motores que dinamitan el proceso revolucionario en México, entonces resulta importante no olvidar los estrechos vínculos teóricos e históricos entre democracia y cuerpo social.4 La tercera y última, el lugar que ocupa en la Un estudio estupendo que problematiza los orígenes históricos del corporativismo mexicano es Pastor (2004). 4

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historia del siglo XX mexicano el cuerpo político y sus múltiples representaciones, sobre todo en una específica que pretendemos dilucidar aquí: las maneras bajo las cuales el cuerpo político aparece en el espectro público-estatal, y conjuntamente los modos de su gradual desaparición de ése lugar potencialmente de todos, a través de la aparición de la noción abiertamente política del cadáver de la Revolución, junto al lugar que ocupará en el interior del Estado posrevolucionario como órgano espectral (jamás como muerto) con la activación de los procesos de estructuración ideológica mexicana.5 Por consiguiente, los órganos ya visibles hacia la segunda mitad de los años veinte en México, permitieron la estructuración del espectro público-estatal mexicano a partir de una noción –original aunque poco tendrá que ver con la democracia– de orden y de centro que se presentaba en el escenario como una suerte de clausura al proceso armando. En primer lugar, la escritura de la ley se le opone a la fuerzapalabra de la ley; no obstante, sigue existiendo una insuficiencia para contractualizar a la nación en coherencia con su origen revolucionario. Lo que se construyó fue una idea En el „regreso‰ a Marx que hace Derrida (2003: 22) para edificar un nuevo debate en torno al tema de la justicia, dice que el espectro (que ya estaba presente desde la primera línea del Manifiesto del Partido Comunista) es aquella instancia que puede „ver sin ser visto‰. Es decir, aquello que funda una presencia histórica terrible, ya que el espectro es una ausencia permanente, oculta en el anonimato de la falta de nombre propio (por eso puede volverse cuerpo político) y que siempre dispara sus dardos al porvenir, a pesar de que éste último sea un lugar que „sólo puede ser de los fantasmas‰ (Derrida, 2003: 50). Por ello, la aparición y sobre todo la reaparición en la historia del fantasma de la justicia y la democracia –para meter el tema especifico de este trabajo– es, en realidad, una reaparición, un regreso de un pasado interminable (Derrida, 2003: 60-61), pues siempre es „el primer personaje paterno‰ (Derrida, 2003: 26). 5

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de orden que justificaría por muchas décadas el ejercicio discrecional del poder político, encarnada precisamente en el nombre que evocaba el Poder Ejecutivo, o sea el presidente de la República, que a su vez hablaba a nombre del pueblo mexicano, lo que le permitió formar una ilusión de certidumbre sobre todo cuando su figura era acompañada por una forma excepcional para construir, aplicar e interpretar la ley: fue un nombre que no designaba ni representaba a alguien (era a un solo tiempo ese alguien y la representación de él), era un órgano completamente autónomo, la ley y su aplicación, el nosotros democrático frente al pasado y en espera del futuro. No hay que olvidar que, según el Diccionario de la Real Académica Española (2010), evocar (evocare) es definible en dos sentidos: el primero, „Traer algo a la memoria o a la imaginación‰; el segundo, „Llamar a los espíritus y a los muertos, suponiéndolos capaces de acudir a los conjuros e invocaciones‰ [cursivas mías]. Luego entonces, el significante que estamos construyendo en este trabajo tiene que ver con ese alguien que evoca una noción de orden a partir de „traer algo a la memoria‰, pero sobre todo al imaginario social (en este caso, aludo claramente al nombre y a la escritura de la ley mediatizados por el nombre y la figura del presidente), pero también presupone traer algo a la memoria, en efecto, por parte del anonimato del orden para convocar al espectro de la Revolución en la medida de tejer una fina elaboración simbólica capaz de crear un espacio ilusorio de certezas, ontológicas y sociales, sustentadas en la decisión (que por origen es política) en vez que en el proceso jurídico de otorgamiento de los derechos y de 138

respeto impersonal de la ley. En este sentido, era un nombre („el presidente‰) y sobre todo un hombre que ataba al pueblo y sus deseos en una esperanza vacía. De aquí, pues, que no sea exagerado el término acuñado por el politólogo Juan José Linz para definir el genus político mexicano de presidencialismo extremo (Centeno, 1998).6 Por otro lado, habría que subrayar la ambivalencia semántica del vocablo pueblo, ya que anuda en modo simultáneo dos funciones históricas específicas cuando, en realidad, estamos hablando de dos procesos de distinta significatividad política. Por una parte, la noción de Pueblo (con mayúscula) está presente cuando el cuerpo se vuelve político a partir del momento en que produce comunidad, o sea, orden. La segunda acepción, pueblo (en minúscula) designa al sujeto, no al proceso pretendidamente unitario de formación histórica de la comunidad y del Estado. Quien designa y afirma que un sujeto pertenece al pueblo en minúscula es precisamente el Estado. En última instancia, la autoridad (con independencia de saber cómo obtuvo dicha autoridad) es quien decreta (incluso como puro acto de habla) la pertenencia o no del sujeto al pueblo como cuerpo político o como subjetivación, sobre todo cuando adopta la función normalizadora sobre ellos. La derivación lógica es evidente. La ley que se produce en el interior del Estado es para normalizar y normativizar a los sujetos a través de la actuación del poder en su dimensión Con relación a los usos semánticos y sobre todo pragmáticos de la ley en México, me permito remitir a Covarrubias (2009: 84-88). Sobre el tema de la ilusión en política, véase González (1999: 47-71); sobre el nombre y el proceso de subjetivación inherente a él en términos teóricos, véase Labastida (2007: 2 y ss.). 6

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más simple: la fuerza. Por ello, con una fuerte dosis de ironía, escribe Claudio Magris (2008: 60) que „La ley es la tutela de los débiles, porque los fuertes no necesitan de ella‰.7 Incluso, para cerrar la idea, Agamben (2005: 31-34) sugiere que: „un mismo término [pueblo] nomina tanto al sujeto político constitutivo como a la clase, que de hecho no de derecho, está excluida de la política‰. Más adelante agrega (Agamben, 2005: 31): Todo sucede como si eso que llamamos pueblo fuese, en realidad, no un sujeto unitario, sino una oscilación dialéctica entre dos polos opuestos: por una parte, Pueblo como cuerpo político integral, por la otra el subconjunto pueblo como multiplicidad fragmentaria de cuerpos necesitados y excluidos; Pueblo como inclusión que se pretende sin residuos, y pueblo como exclusión que se sabe sin esperanzas; en un extremo, el Estado total de los ciudadanos integrados y soberanos, en el otro, la banda de los miserables, los oprimidos, los vencidos.

Ello nos llevaría, por consiguiente, a lo que el autor llama „una fractura biopolítica fundamental‰: „aquello que no puede ser

Aquí, es necesario hacer „cierta‰ distancia critica respecto a las interpretaciones culturalistas que han pretendido describir, y sobre todo explicar, que la ausencia de respeto a la ley en nuestro país por parte de la autoridad instituida es un producto (–genuino!) de una cultura política tradicional, premoderna y asimétrica respecto a lo que supone el ejercicio democrático y moderno, por ende, racional, de la autoridad. De entre los autores que recientemente insisten –aunque en modo insuficiente– sobre la centralidad de la cultura como variable explicativa del surgimiento y resurgimiento del populismo en el contexto democrático de las últimas décadas (y vinculado a esa cultura premoderna y antidemocrática) está Roger Bartra (2008: 50), para quien el populismo, por ejemplo, es „una forma de cultura política, más que la cristalización de un proceso ideológico. 7

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incluido en el todo del cual forma parte y que no puede pertenecer al conjunto en el cual ya se encuentra siempre excluido‰ (Agamben, 2005: 32). Por lo tanto, la democracia como régimen político y el Estado de derecho como forma relacional e histórica que soporta al primero, apuestan siempre por la constitución del Pueblo, derogando las formas de manifestación espacial y temporal del pueblo de los excluidos, que terminan en un circuito periférico del cuerpo político unitario. Esto equivale a decir que el sujeto en la democracia es y existe como ciudadano, presuponiendo que hay una suerte de motor „existencial‰ que produce al ciudadano en el momento mismo de nombrar a la democracia. Ya en su famoso prólogo a Los En el centro de esta cultura política hay ciertamente una identidad popular, que no es un mero significante vacío sino un conjunto articulado de hábitos, tradiciones, símbolos, valores, mediaciones, actitudes, personajes e instituciones‰. Frente a ello, es conveniente no descuidar las variables políticas que pudieran, al incorporar algunos componentes o categorías culturales, explicar precisamente los fenómenos políticos, y en cuyo terreno la cultura ya no tiene capacidad de diferenciación explicativa. De otro modo, se caería en la trampa lógica de desplazar la semántica inherente a cualquier proceso político (que a su vez tiene una raíz sintáctica por definición política) y referir que los fenómenos políticos son explicables por su pragmática, es decir, por su puesta en acción (prácticas sociales). Con ello, al terminar los fenómenos y procesos políticos definidos y encerrados en la dimensión cultural, se llegaría rápidamente a la presuposición de que la cultura es el problema real de origen (por ejemplo, el populismo como pragmática), no un efecto (muchas de las veces no esperado) de las variables políticas. Es decir, la ley, aun en su pura dimensión de legalidad, es una variable política, ya que relaciona a un fuerte con un débil frente a una disputa por la aplicación de la legalidad, no por la justicia que los contrayentes exigen. Por ende, lo que hay que poner en evidencia son los juegos de imposición y abuso de aquellas clases políticas que se encuentran en posiciones de franca superioridad respecto al ejercicio del poder político y social, frente a clases debilitadas por la imposibilidad de ejercer algún tipo de poder, aun legal, frente a la exclusión. 141

condenados de la tierra de Franz Fanon, Jean-Paul Sartre (1965: 19) decía en modo análogo que „Reclamar y negar, a la vez, la condición humana: la contradicción es explosiva‰.8 En este sentido, el paradigma posrevolucionario lo fue, sin duda, el general Lázaro Cárdenas, al hacer coincidir con relativo éxito el momento de la soberanía nacional (donde se enarbola la noción de Pueblo como cuerpo político integral) con el de la soberanía popular (donde el pueblo no se presenta en una noción máxima deseable, ya que supuso más bien indicar el papel del excluido, el desheredado, el insatisfecho), bajo la estructuración ideológica del nacionalismo revolucionario. Sin embargo, el costo del intercambio fue enorme, ya que „Cárdenas –escribe Octavio Ianni (1991: 53)– pasa a simbolizar la sociedad, la nación, el Estado y las posibilidades reales de desarrollo económico y social‰. Frente a ello, no hay posibilidad de autonomía social, lo que dio lugar a una En este mismo orden de ideas, habría que recordar que muchos años después, en 1965 Arnaldo Orfila Reynal fue destituido literalmente por la controversia suscitada por la publicación, cuando aún era director del Fondo de Cultura Económica (FCE) en 1964, del libro del antropólogo norteamericano Oscar Lewis, Los hijos de Sánchez. Autobiografía de una familia mexicana (Díaz Arciniega, 1996:147-155), donde se manifestaba en modo fehaciente la necesidad de otorgar „voz‰ a los excluidos del desarrollo mexicano. Jaime Labastida (2010), actual director general de Siglo XXI editores, comenta con relación al caso de la salida de Orfila Reynal del FCE y el nacimiento de Siglo XXI editores casi inmediatamente después de la salida de Orfila del FCE que: „La publicación del libro de Lewis generó un malestar en la clase dirigente de nuestro país, ya que se suponía que en aquella época México había resuelto en lo fundamental sus grandes problemas, que la revolución se había hecho para acabar con todos los malestares generados en la época de la dictadura de Porfirio Díaz. Por consecuencia, si había un avance económico en la época de Díaz era porque había sido posible a las espaldas de los trabajadores, provocando una profunda injusticia social‰. 8

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representación heterónoma y populista entre el presidente y su pueblo (Covarrubias, 2007: 91 y ss.). No es fortuita la creación de la Confederación de Trabajadores de México (CTM) en 1936 para „domesticar‰ al sector obrero, la Confederación Nacional Campesina (CNC) en 1937 para hacer lo suyo con el campesinado, el control del ejército con la expulsión del país de Plutarco Elías Calles, Luis N. Morones, entre otros, en 1935, la expropiación petrolera en 1938,9 año que el PNR deviene Partido de la Revolución Mexicana (PRM). Todos ellos serían eventos que esbozaban la formación de un régimen político basado en un contrato social sui generis: al mismo tiempo, informal y racional, legal y discrecional, autoritario y carismático (Ianni, 1991: 39-55; Covarrubias, 2007). Para algunos observadores del fenómeno, el principal objetivo era sacar a flote y construir una suerte de dique institucional y social al potencial fracaso de la Revolución mexicana, ya que hasta ese entonces no había podido mantener las promesas de respuestas estatales a las causas que la habían creado. En efecto, la llamada política de masas del cardenismo fue dirigida hacia los terrenos agrario, laboral y educativo como respuestas efectivas, sí, a las promesas incumplidas de la Revolución pero también por la recomposición de los grupos sociales, y que afectarían en modo transversal tanto a las clases trabajadoras como a los campesinos, al alargamiento de las clases medias como a la clase intelectual, incluso afectaba las posiciones y relaciones de clase de la burguesía que se cobijaba en el seno del Estado (Córdova, 1974: 17 y ss.; Romano Muñoz, 1939: 8-9). 9

Donde aparece, por vez primera, con el vigor de tener un cuerpo político recién creado, el ejercicio de la fuerza de ley del Estado. 143

Derivado de este primer momento, se estructuró una noción peculiar de centro, cuya fisonomía clausuraba la existencia del afuera (por ello, los enemigos estaban dentro del grupo vencedor de la Revolución), donde los órganos del cuerpo político nacional revolucionario eran construidos y leídos en su literalidad: sólo existe el adentro y conjuntamente un detrás que fundaría un régimen invisible, reglas „no escritas‰, espectrales, pero siempre presentes para dirimir los conflictos. Luego entonces, si es necesario el mito para abrirle espacio (lugar) a la Revolución, también es necesario subrayar que ella nace como espectro, no se vuelve con el pasar del tiempo espectro, siempre mantuvo la estructura de un espectro, precisamente, sin tiempo. Estaba desde el inicio de la Revolución ahí: en el lugar del pueblo y la democracia, en sustitución del proceso de lucha y articulación de distintas ideologías que culminarían con el momento constituyente de 1917, cuya función era articular y direccionar una violencia anomica hacia una serie de representaciones políticas y sociales que desactivaran el profundo sentimiento de injusticia presente en distintos ámbitos sociales respecto a las dos figuras clásicas de la ley: la política y el Estado. El espectro no se volvió representación, ya que al ser una ausencia sin tiempo socavaría en los decenios posteriores la propia dinamita revolucionaria del país. La sofocó al grado de colapsarla y presuponer que no había ya necesidad de construir otro espacio social, real y plausible, no puramente espectral. Por tal motivo, el Estado posrevolucionario y el presidencialismo, jugando con sus nociones de orden y centro, primero recuperaría una herencia no ideológica de la guerra (interior 144

y exterior) que le es dada desde el siglo XIX, para después articularla en un entramado muy rentable para la oficialización de la historia en una fisonomía ideológica propietaria de la nación y el Estado, de la ley y su degeneración, del pueblo y su exclusión, y que se vuelve un momento clave de la sedimentación de conductas, actitudes, creencias, maneras de ser y hacer (formación de la subjetividad) a través de pontificar y construir una memoria compartida y ubicable en la experiencia de los llamados „grandes acontecimientos‰, cuya ubicación temporal puede iniciar con: „la invasión estadounidense de 1846-1848, los conflictos entre liberales y conservadores de las décadas de 1850 y 1860, la intervención francesa de 1862-1867 y la Revolución mexicana de 1910-1920‰ (Ai Camp, 1996: 81; también véase Escalante Gonzalbo, 1998: 19-38). Luego entonces, en el primer tercio del siglo XX, al fundar a la nación y la unidad mexicanas bajo la sombra de una ideología que tuvo como rasgo distintivo un nacionalismo unitario y colaboracionista (la „unidad‰ encapsulada por el corporativismo hacia las clases sociales, la burguesía de Estado, una élite política sensible en las confrontaciones con los grupos sociales, etcétera), se pone en marcha un recambio de la herencia cultural e ideológica del positivismo del siglo XIX para dar vida a una serie de formas imaginarias que pretendieron cubrir una parte considerable de la subjetivación de la sociedad naciente. Incluso, lograrían la estetización de la Revolución y sus escombros a través del papel que desde tiempo atrás (aun antes de la aventura revolucionaria) venía cumpliendo el museo y, por otro lado, en pleno despliegue del Estado posrevolucionario, el papel determinante del muralismo (Morales, 2003; Monsiváis, 2003). Paralelamente, 145

sobresale por su éxito la nueva función económica, demográfica y abiertamente política de la organización y modulación del pueblo (el excluido) en censos de población, donde según Luis Astorga (1990: 257 y ss.), la „magia matemática‰ del aparato estatal (censor) reduce al pueblo a un conjunto poblacional cuyo reconocimiento institucional resulta precario y autoritario, dadas las necesidades de construir una serie de indicadores numéricos para tutelar el comienzo de la modernización del país.10 Así pues, a los indígenas se les otorga la protección del indigenismo oficial; a las masas analfabetas, la educación rural; a los obreros, la seguridad del trabajo creado de arriba hacia abajo (con porcentajes cada vez mas altos de „charrismo sindical‰); a las clases ilustradas e intelectuales, la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y el FCE; a los técnicos, el Instituto Politécnico Nacional (IPN). De lo que se trataba era de formar el criterio de la unidad nacional con el objetivo de atisbar el futuro de la nación, el presente de la política y el Estado y provocar la evocación constante del pasado a lo largo del territorio, las instituciones públicas y los grupos sociales (Brading, 1989: 267-284; Raby, 1989: 305-319; Calderón Rodríguez, 1972: 135-147). Al respecto, Astorga (1990: 257-258) señala que: „El terreno donde la producción simbólica demográfica dominante ha tenido mayor éxito es la reproducción. Forma parte del lenguaje común imputarle al crecimiento demográfico los males del país o afirmar que no es sino reduciendo éste como aquellos desaparecerán. El Estado ha establecido límites a ese crecimiento basándose en un modelo matemático cuya eficacia mágica empieza a cuestionarse incluso con sus propias armas, mostrándose asimismo lo imposible de su objetivo inherente, pero aún sin trascender la lógica que lo inspira‰. 10

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љȱѠѡюёќȱѐќњќȱѡџѨћѠіѡќ Cuando está en marcha el proceso de otorgamiento de derechos sociales al mayor número posible de la población y sin conexión, por varios lustros, con el terreno de los derechos políticos, el Estado posrevolucionario se vuelve un simple momento de tránsito, un impasse, donde el presidencialismo autoritario desarrolla nichos cada vez más amplios de confianza y cohesión social mientras que mina el anhelo de democracia, volviéndola un momento importante en las dinámicas de legitimación política en el nivel simbólico, pero no en las prácticas sociales que pretendía encarnar.11 La democracia se vuelve una censura, un punto ciego en el proceso de elaboración del Estado y posteriormente en las burocracias del Partido Revolucionario Institucional (PRI) que lo irán componiendo, ya que se presentaba en el teatro público-político como un discurso integrador, expresado en dos funciones típicas de control: la territorial, mediante los procesos electorales y las estructuras de intermediación de los cacicazgos, donde el PRI deviene una máquina „atrapa todo‰;12 la interna, donde bajo En términos analíticos, este tipo de problemáticas tienen que ver con el llamado „efecto túnel‰ propuesto por Hirschman (1981) para caracterizar los usos políticos del tiempo en los procesos y las instituciones adherentes al credo democrático, ya que lo que tenemos es la conjugación del fenómeno de postergación indefinida de los logros y la eficacia de un régimen político con un tiempo político presente ineficiente. 12 En este punto cobra especial importancia el peso que ha jugado la llamada „legalidad autoritaria‰. La celebración puntual de elecciones nacionales y locales, con independencia de que muchas elecciones las ganaría el PRI sin duda alguna, estaban sostenidas en la recurrencia constante del fraude electoral, cuyas prácticas comunes fueron el uso preponderante y masivo credenciales falsas para votar, el cambio de último minuto de las casillas, 11

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la égida de la movilidad y la „inclusión‰, se garantizaba una circulación constante de los puestos públicos, el acceso y la posibilidad de seguir manteniendo un nosotros cohesionado (Hansen, 1981: 159-173). El resultado ha sido la formación de una dimensión pública desarrollada desde mediados de los años cuarenta del siglo pasado que enarbola la bandera de la justicia –la cual corregía y asumía como propia– pero que, al mismo tiempo, tejió su contrario y su complemento en una dimensión espectral que manifestó –después de algunas efectivas pero engañosas décadas de ascenso económico y productividad amarrados por un proceso de modernización continua– la dilapidación de la nación, cuyo síntoma más evidente era un crecimiento fragmentado, ya que como señala Cordera (2009: 30): [⁄] el trayecto del Estado mexicano posrevolucionario al configurar una sociedad protegida y armónica, con sus conflictos siempre encauzados y sometidos a un control, fue un proyecto inconcluso desde el punto de vista social porque nunca se planteó de manera seria la creación de un régimen de bienestar universal. Quienes hablan de un Estado de bienestar en el caso mexicano, hablan de manera apresurada, ya que no hay elementos suficientes para pensar que íbamos rumbo a un Estado de bienestar propiamente dicho, sin menoscabo de que, a lo largo del siglo XX, hubo avances importantes en materia de lo que suele la intimidación de los votantes, la destrucción de urnas que contenían votos favorables a la oposición; también se haría presente el llamado voto verde de los ámbitos rurales, donde los mecanismos tradicionales de control político estaban delegados a una serie de figuras tales como los caciques en pequeñas comunidades indígenas y campesinas. No es fortuito que las mayores experiencias de descontento anti-régimen que adoptó la movilización radical (guerrillas) nacerán en zonas rurales de alta marginación (Centeno, 1998: 30 y ss.). 148

llamarse –de manera laxa– desarrollo social. Por un buen número de años aumentó el nivel de vida promedio y el nivel de vida general; aumentó el salario real; aumentó el empleo; mucha gente se incorporó al trabajo asalariado y por esa vía a la protección derivada del Instituto Mexicano del Seguro Social, etcétera. Sin embargo, desde los años setenta del siglo XX en adelante, la idea de un régimen –que podríamos llamar residual de bienestar– segmentado, comenzó a manifestar sus insuficiencias. Por un lado, la economía no producía los empleos asalariados que la población en crecimiento estaba demandando, y esto dejaba –de manera progresiva– a una parte creciente de la población trabajadora –o en edad de trabajar– fuera del régimen de protección [cursivas mías].

œCuál fue el resultado de producir un Estado como tránsito? Ante todo, el haber permitido la institucionalización ampliada del Estado en su forma discrecional con el objetivo de suspender los cimientos y las prácticas del Estado legal. Con las reservas que entraña el caso, la prueba fehaciente de ello es el pico que se ubica en el año de 1968, donde la violencia –y la corrupción–, con sus aberraciones, aparecen como la culminación de lo que llamaría el descaro funcional del espectro legal mexicano.13 13

Al respecto, Carrión (1970: 131) señala que: „El carácter ambivalente de la actividad corruptora de la política aparece en las manifestaciones de la clase en el poder. De un lado, a la hora de los ditirambos, discursos, informes, monografías y propaganda en general, los oradores hablan de la pureza, la honradez, la lealtad a los principios y la elevada política de la Revolución sustentada por los hombres „emanados‰ de su seno. Pero cuando surge un brote de descontento, ya se trate de grupos de maestros o de ferrocarrileros adultos, o de jóvenes estudiantes [⁄] inmediatamente aparece el coro de la oligarquía política, los líderes charros, los dirigentes de organizaciones empresariales bancarias y financieras, y los voceros periodísticos del imperialismo, para atribuir la disconformidad a la intromisión de elementos políticos inadmisibles‰. 149

El año de 1968 es la culminación del proceso de desarrollo y modernización política vivido en el país, ya que paradójicamente puede ser interpretado como una manifestación intensa, quizá inconexa y fugaz, del papel determinante que juega en el cambio político la modernización por lo menos respecto a los procesos en ocasiones simultáneos de urbanización, alfabetización y nacimiento de nuevas clases sociales,14 junto a las llamadas nuevas fuentes de riqueza social, relacionadas a su vez con el ascenso y la capacidad de acceso de los nuevos grupos sociales a dichas fuentes (Covarrubias, 2006: 71). Por lo tanto, la movilización registrada en 1968 fue una reacción en contra de la ausencia de canales de participación política que permitieron un aumento significativo de la movilización no controlada de la protesta (por ende, ya no dirigida por alguien en nombre de⁄, ni en el lugar de⁄). Consecuencia de ello, fue la llamada „apertura democrática‰, promocionada por el presidente Luis Echeverría ˘lvarez (1970-1976), que permitía, entre otras cosas, la organización de formaciones de izquierda, aunque ello no significase su cabal institucionalización como para participar en la contienda electoral de 1976. Sin embargo, hay que señalar que la „apertura democrática‰, al surgir como una suerte de amnistía o „perdón‰ hacia todas aquellas agrupaciones y organizaciones estudiantiles, sindicales y campesinas que habían coincidido precisamente en las movilizaciones del 68, más bien llevó a la práctica una suerte de „nunca más‰ invertido, con el objetivo de borrar cualquier resto o huella de la protesta. Este proceso es evidente cuando el cuerpo político posrevolucionario, incluso a Sobre el estrecho vínculo entre modernización y cambio político véase Morlino (1980). 14

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pesar del bono histórico de legitimidad y del cemento ideológico del nacionalismo, quedó suspendido (desapareció) para permitir la aparición de sus órganos puramente defensivos (violencia).15 Ahora bien, es importante señalizar que 1968 también ha sido interpretado (por sus propios protagonistas) como una iniciativa que se corona al momento de interrumpir la „prosa‰ del autoritarismo mexicano y con ello poder instituir un „campo de historicidad auténticamente democrático‰, cuando el 68, y no sólo en México, es un puerto de llegada, no un inicio y, mucho menos, el puerto de origen del cambio político en sentido democrático de nuestro país (Perniola, 2009: 25-40). Por su parte, José Luis Barrios (2008: 17, 20) subraya que, en realidad, lo que se dirimió en el 68 es un entredicho jamás resuelto ni durante las jornadas de movilizaciones y protestas ni en los años que le seguirían al acontecimiento, entre „deseo‰ y „representación‰. Esto es, un cortocircuito que manifestaba la distancia cada vez menos des-mortificante entre la intensidad in crecendo de „Las manifestaciones de la crisis –nos dice González Casanova (1981: 142)–, que se agudiza en 1968, son múltiples y complejas: 1. Guerrillas y terrorismo en Guerrero, Jalisco, Distrito Federal, etcétera. 2. Movimientos estudiantiles y crisis universitarias en Morelia, Puebla, Monterrey, Sinaloa, Guerrero, Veracruz, Distrito Federal, etcétera. 3. Movimiento de trabajadores de sindicatos de empresa y de industria, a lo largo de la nación, por salarios y prestaciones, y por la representación sindical, dentro de un proceso creciente llamado de Âinsurgencia obreraÊ. 4. Movimientos campesinos y de comunidades indígenas con ocupación de tierras en numerosos estados de la República. 5. Tomas de presidencias municipales y de palacios de gobierno como protesta por actos gubernamentales o por decisiones electorales. Las tomas de alcaldías llegan a varios cientos y han sido llamadas Âinsurgencias municipalesÊ. La crisis de gobierno de las entidades federativas determina la caída de varios gobernadores‰. 15

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la producción del goce –„la política de los deseos‰– como movimiento (la lógica del día a día, las jornadas de trabajo, la cultura como emancipación, la representación de la calle en cada uno de los integrantes del movimiento), y sus lugares de visibilidad (los liderazgos, las consignas, las barricadas, los desenlaces⁄) que terminarían por construir un sistema de objetos que dejaron a los sujetos precisamente huérfanos de aquello que pretendían enarbolar y desplegar hacia el porvenir: escribir la historia desde la política. Su consecuencia es un régimen de historicidad en la tercera acepción que propone Hartog (2007 ): un puro presente, sin pasado ni futuro, una grieta que permite trasminar deseos apagados por la violencia, pero vueltos ecos inmediatos (y por ello apagados por la velocidad con la que pasan) desde la insistencia año con año en su presencia, al punto de pensar más como si todos los años posteriores al 68 fuesen el 68. Es decir, el 68, en última instancia, fue una apuesta por el futuro, no por el pasado y mucho menos por el presente. El futuro se alcanzo, la democracia también, pero el 68 y las generaciones que de ahí salieron (victimas o no) perdieron la historicidad que ellos mismos pretendían levantar: se han vuelto un puro presentismo. Por ello, su característica central al día de hoy es la imposibilidad de elaborar su memoria. Lo que debe quedar claro es que el movimiento estudiantil y después su fracasada pretensión de extenderlo a un movimiento nacional anti-régimen, dio la pauta para el posterior desarrollo de los grupos y actores de la izquierda mexicana, institucionalizada, semi-institucionalizada o 152

radical durante los años setenta.16 En el interior de este proceso, uno de los casos más emblemáticos lo fue la Liga Comunista 23 de septiembre que a partir de 1973 y hasta 1980, sería un grupo guerrillero que encabezó la protesta más radical en aquel periodo y cuyas dinámicas de acción fueron desde el asalto a bancos, robos a tiendas de abarrotes, farmacias, secuestros de empresarios, hasta llegar a algunas acciones directas contra las fuerzas de seguridad (policías y ejércitos). œPor qué hablar de la Liga? Porque en relación directa con ella, es elocuente la figura de suspensión de los cimientos del Estado legal en la trayectoria histórica de la extinta Dirección Federal de Seguridad (DFS) y su función espectral en el espacio público. Sobre todo en su punto de declive hacia finales de los años setenta, precisamente en el momento en que los guerrilleros, como figuras también del excluido y desheredado, desaparecerán por lo menos dos veces. La primera, a partir de que „el combate a la guerrilla urbana se convirtió en una obsesión de la Dirección Federal de Seguridad y de un sector del ejército [⁄] Las denuncias por desaparición forzada y tortura contra guerrilleros [manifestarían] la existencia de un organismo paramilitar creado desde la cúpula de la DFS y la policía militar‰ (Torres, 2008: 120); la

En este sentido, es elocuente la creación de agrupaciones de izquierda a lo largo de la primera mitad de los años setenta: el Partido Demócrata Mexicano (PDM) en 1971; el Partido Socialista de los Trabajadores (PST) en 1973; la Unidad de Izquierda Comunista (UIC) en 1973; el Movimiento de Unidad y Acción Socialista (MAUS), en 1973; el Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT) en 1974; el Partido Popular Mexicano (PPM) en 1975; el Partido Socialista Revolucionario (PSR) en 1976; y el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) en 1976 (Alvarado, 1992: 248; Córdova, 1986). 16

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segunda, con la Ley de Amnistía promulgada por el presidente José López Portillo el 28 de septiembre de 1978, „que beneficiaría a los integrantes de los grupos armados‰ (Torres, 2008: 115). En efecto, desaparecen dos veces ya que, primero, el guerrillero pero de igual modo el excluido de Oscar Lewis, es considerado un enemigo identificable como sujeto por afuera del Estado, ya que al atentar contra este último, quedaba nombrado, incluso en el silencio y la violencia que la propia desaparición forzada presuponía, como una tendencia delictiva, residual y difusa, y no en los términos de una polémica (polemos) en contra de la autoridad. Por ello, aquel que decide quién está en el Pueblo o en el espacio de exclusión es el Estado y la autoridad. De aquí, pues, la noción vertical y cerrada del „perdón‰ y la „amnistía‰ sobre aquellos sujetos por afuera de la ley, con lo cual anularía cualquier posibilidad para que respondieran por sus actos dentro del Estado.17 En segundo lugar, la figura del que desaparece anula cualquier petición elemental de justicia, pues se desplaza con la amnistía estatal el punto de conflicto: se suspende la desaparición como fuerza de ley del Estado y se lleva la querella hacia las probables o improbables posibilidades de su reaparición, quizá ya no como sujeto, antes bien como cadáver o espectro. Es decir, termina negándosele el derecho de El sociólogo argentino ya fallecido, Juan Carlos Marín (1982: 83-84), traduce este fenómeno como las „formas de personificación contable del poder del régimen‰. Más adelante dirá que: „Los cuerpos del pueblo eran expropiados de su poder mediante un proceso de reticulación que los constituía en la probabilidad de convertirse en bajas; la contabilidad de las bajas señalaba el estado y las relaciones del poder del régimen en relación al pueblo‰. 17

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poder aparecer en la ciudad como ciudadano.18 Entonces, œquién fue el enemigo de quién?, œa quién perseguir y desaparecer?, œa qué sujeto desaparecer sin derecho a la ciudad?, œquién, al final, terminó como presencia espectral y quién meramente se volvió un cadáver?19 Después de lo antes dicho, ya conocemos la historia. Estos procesos dieron la pauta para el desarrollo de organizaciones de izquierda institucionalizada que tendrán en los años ochenta una participación destacada en la apertura democrática del régimen priista. Es de particular relevancia señalar que el incremento cualitativo de la izquierda, y con mayor fuerza a partir de 1988, la llevó a su consolidación institucional mucho tiempo antes de que el Estado le reconociera sus victorias electorales y, contemVirilio (1981: 9-18) sugiere que el proceso por el cual se „puede hacer desaparecer‰ al sujeto para transformarlo en verdaderos „extranjeros del interior‰ de un Estado es a partir de la pérdida de identificación y la desposesión progresiva de cualquier derecho. Al desaparecerlos como sujetos, el Estado los hace reaparecer como „muertos vivos‰ (espectros) y no como sujetos. 19 Sobre este mecanismo de gradual desaparición del enemigo y junto con él, de la ley que lo designaba como tal, Derrida (1998: 94-95) decía que el mundo político contemporáneo se caracterizaba por ser „[⁄] el tiempo de un mundo sin amigo, el tiempo de un mundo sin enemigo [⁄] reservándose en lo único, quedaría pues, sin relación con ningún otro [...] La cosa sería, quizá, como si alguien hubiese perdido al enemigo, guardándolo sólo en su memoria, la sombra de un fantasma sin edad, pero sin haber encontrado todavía la amistad, ni al amigo [...] podríamos proponer un ejemplo masivo [...] justo para indicar un rumbo: a partir de lo que una escansión ingenua fecha con la Âcaída-del-muro-de-BerlínÊ o el Âfin-del-comunismoÊ, las Âdemocracias-parlamentarias-del-Occidente-capitalistaÊ se encontrarían sin enemigo principal [...] sin enemigo y en consecuencia sin amigos, sin poder contar ni a sus amigos ni a sus enemigos, œdónde encontrarse entonces?, œdónde encontrarse a sí mismo?, œcon quién?, œcontemporáneo de quién?, œquién es el contemporáneo?, œcuándo y dónde estaríamos nosotros, [...] ÂvosotrosÊ?‰ [cursivas mías]. 18

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poráneamente, está estrechamente vinculado con el incremento sustancial de la competitividad de las elecciones locales que ya estaban obligando a cambiar la propia dinámica autoritaria (Espinoza Valle, 2003: 11-22).20 El elemento de base del proceso de transformación política con relación a su trato político particular con el centro izquierda es el siguiente: el régimen autoritario en México construyó su éxito (de ahí su larga persistencia) a partir de la implementación de un sistema de restricciones (suspensiones) políticas selectivas, ya que jamás existió una exclusión sistemática (Centeno, 1998: 29). En este sentido, no es gratuito que precisamente hayan sido las organizaciones de centro izquierda las que comenzaron a manifestar los primeros síntomas de descontento y que ellas fuesen también las primeras receptoras de los cambios en la liberalización del propio sistema político mexicano.

ѢѡѢџќȱѝюѠюёќǯȱћюȱѠђњѨћѡіѐюȱѠіћȱѡіђњѝќ œQué lección nos enseña la historia del siglo XX en México? Primero, un desplazamiento semántico y sintáctico de la palabra revolución que ha terminado por representar su contrario: no sólo el congelamiento ideológico de los procesos de unión y atrofia que soportaron el largo siglo XX en México, sino también „La izquierda política en México –sugiere Domínguez (2002: 15)–, jugó un papel histórico clave, y sin precedentes, para provocar el prolongado proceso de democratización que caracterizó la política nacional a partir de la segunda mitad de los años 80. La democratización no se inició en Los Pinos; tampoco había sido suficiente la acción loable y perdurable del PAN para hacer avanzar la democratización mexicana. Cuauhtémoc Cárdenas, y la coalición que posteriormente fundaría el Partido de la Revolución Democrática, fueron esenciales para esta transformación nacional‰. 20

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la pérdida de las formas de legitimación y reproducción del orden en su sentido social (Labastida, 2010). En consecuencia, 1910, 1810 y 2010 son fechas, números y cadáveres cuyos cuerpos aún no aparecen en la reunión nacional para evocar y convocar a los tiempos, siempre yuxtapuestos, que rompen y atan a la vez a la línea histórica de continuidad que nuestro país manifiesta: en 1810 fue la Independencia; en 1910 fue la Revolución; en 2010 œqué será?, œcómo no dedicar un brevísimo comentario a esta disyuntiva?, œqué palabra nombrar con mayúsculas para sostener una pretendida y fallida solución de continuidad? Estamos, por decirlo de algún modo, en una semántica sin tiempo: un momento irrepetible de relectura y reescritura de nuestro pasado. En particular, porque tanto 1810 como 1910, y ahora 2010, corroboran un hecho incuestionable desde el punto de vista de la historiografía del presente mexicano: es imposible en la actualidad enmarcar la definición de la nación y de sus problemas en una simple enumeración de criterios de unidad. Más aún, cuando nuestro país ha sido –en su experiencia histórica del siglo XX– un proyecto que perdió la búsqueda a mitad del camino, en el sentido de haber perdido toda imagen, idea o ícono de su propio futuro. Sus figuras terminaron petrificadas. œAcaso no es ésta la idea central de la conmemoración del llamado BiCentenario? Es decir, para poder hablar como nación desde un nuevo lugar –y que puede volverse común por permitirnos estar en compañía del otro– es una obligación reconocer las profundas diferencias que llevamos a cuestas, así como saber si todavía es vigente seguir hablando de un nosotros auténticamente nacional. Es común decir que un pueblo que no tiene memoria rápidamente encuentra el fracaso como destino. Sin embargo, œun pueblo, como el nuestro, con exceso de memoria no presupone 157

otro destino que abraza las fronteras del fracaso? De este modo, podríamos sugerir que el cadáver de la Revolución mexicana es una forma que excluye en oposición a una serie de procesos ideológicos que incluían distintas experiencias en un lugar que, alguna vez, fue de todos y de ninguno. Segundo, en la actualidad aparece como espectro sin memoria nuevamente el problema de la justicia y el tema de los derechos y las maneras de asegurarlos por parte del Estado. Luego entonces, œcuál es la razón del regreso de la disputa por los derechos al primer plano de la política mexicana? Si hoy el tema de los derechos está en el centro de la discusión política, quiere decir dos cosas: jamás terminaron de desarrollarse en el espacio social e institucional del país, lo que corroboraría que nuestra experiencia es „un régimen residual de bienestar‰ (Cordera, 2009: 30), o han aparecido en el espectro público nuevos sistemas de necesidades (œnuevos fantasmas?) que exigen su incorporación a la dinámica democrática. Tal parece que México es una mezcla de ambas dimensiones. Por un lado, agravios históricos, ninguneo político, más una impronta ideológica tanto de derecha como de izquierda torpes para desactivar el conflicto en el territorio que otrora era llamado „nacional‰ y que quizá es precisamente lo único que nos enlaza como país. Por el otro, si bien es cierto que el Estado mexicano hoy manifiesta algunos intersticios claramente democráticos, también es verdad que aún tiene y mantiene una Deuda constante y dramática con el pasado, una abierta Negación acerca del porvenir, y una insistencia constituyente y constitutiva entre ley, discrecionalidad y excepción. Deuda y negación podrían ser las palabras que hay que escribir con mayúsculas. Durand Ponce (2009: 141) recientemente ha señalado que: 158

Como en los gobiernos liberales del siglo XIX, desde la República Restaurada hasta el porfiriato, ahora los gobiernos neoliberales (desde De la Madrid hasta Calderón) difunden la imagen mítica de una sociedad conformada por ciudadanos iguales, iguales ante el derecho y ante el Estado: nada más falso. De la misma forma en que en el régimen corporativo se creó el fetiche que apartaba al régimen, y sobre todo al presidente de los errores de los candidatos, funcionarios y burócratas; ahora el fetiche consiste en transformar la desigualdad y la heterogeneidad en ciudadanos con iguales derechos. Parece que la democracia borra las diferencias sociales y permite la existencia del individuo libre.

La invención de áreas de igualdad en la democracia mexicana no necesariamente reduce las desigualdades y los agravios históricos, ya que las respuestas estatales a ello pasan por la negociabilidad de los derechos y de sus propietarios. En vez de asegurar un nuevo ciclo de derechos, estamos en la antesala de su fragmentación, ya que estos y la justicia que es inherente a ellos como mecanismo de distribución de bienes y desagravios, se están confeccionando literalmente „a la carta‰,21 dependiendo del cliente que tenga el número mayor de títulos de propiedad (o los espectros más paralizantes) en los órganos internos del poder público-estatal. Decir que la justicia se produce „a la carta‰, suspendiendo la neutralidad que pretende enarbolar en la lógica de la igualdad de los derechos, es un síntoma de aquello que el filósofo Danilo Zolo (2004: 92) ha definido como „sistema dual de justicia‰. Es decir, un sistema a dos velocidades donde existe „una justicia sobre medida‰, que es la que se necesita y por obligación el Estado acepta, incluso, simplemente ausentándose del proceso de producción de legislación, en el nivel económico-regulatorio, tanto nacional como transnacional, y „una justicia de masas‰, que es aquella aún garante del aseguramiento, aunque sea de „fachada‰ de los derechos en la arena territorial nacional (por ejemplo, es el caso de la retórica oficial más que política acerca de los derechos humanos y su defensa institucional). 21

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