POESÍA ESCRITA POR MUJERES: LA MIRADA SOBRE EL CUERPO Y LA PERMANENCIA DE LA PALABRA

July 4, 2017 | Autor: N. Fernandez Diaz... | Categoría: Women's Literature, Feminist Literary Theory and Gender Studies
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Descripción

POESÍA ESCRITA POR MUJERES: LA MIRADA SOBRE EL CUERPO Y LA PERMANENCIA DE
LA PALABRA.



Natalia Fernández Díaz*


"Elle jouit d´un peu partout (...) La
géographie de son plaisir est bien plus
diversifiée, multiple dans ses différences,
complexe, subtile, qu´on ne l´imagine...dans un
imaginaire un peu trop centré sur le même".

Luce Irigaray, "Ce sexe qui n´en est
pas un"



Aunque el tema parezca recurrente y los puntos de vista desde los que
se ha tratado también (cuando no tópicos y abiertamente desatinados), yo no
voy a centrar (para fortuna de quien me lea) este artículo sobre un debate
tan absurdo como el de si existe o no una literatura femenina. Sobre ello
no tengo siquiera intención de pronunciarme, porque considero que sería
limitar la belleza de la diversidad a una cuestión reduccionista, que huele
a biologismo rancio decimonónico, y que por lo tanto conviene olvidar que
alguna vez se ha planteado como foro o plataforma de discusión
pretendidamente serios. Aquí los presupuestos son otros. Y configuran un
horizonte más apetecible y novedoso que el propuesto desde las asfixiantes
etiquetas que se empeñan en colorear el mundo a blanco y negro. Se trata de
entender el trasfondo de la feminidad como recurso literario, como mapa
afectivo que se despliega en la palabra, y que cristaliza en una retórica
enmarcada en el silencio de la identidad y de la conciencia. Es una
feminidad especial la que emana de ciertas autoras del siglo XX. Una
feminidad firmemente atada (cuando no disuelta) en otras feminidades, en la
fascinación gemelar. Claro que la fascinación sería el efecto más
saludable. La vivencia de la soledad (soledad como ensimismamiento, como
cláusula del contrato de estar viva) el más pernicioso. Pero, cuidado, no
caigamos en la torpeza de simplificar sin antes oír las voces y resituarlas
en su cauce (histórico o biográfico, elementos troquelantes no siempre
discernibles): la soledad también es un espacio a partir del cual se
construye, un resumidero por el que el dolor, el cuerpo como constatación y
la sensación de no pertenencia, se van. La soledad es el hábitat de la
palabra ("Yo no sé de pájaros,/ no conozco la historia del fuego./ Pero
creo que mi soledad debería tener alas", asegura Alejandra Pizarnik). Su
principio y su fin. El cuerpo es su obligado viaje de ida y vuelta. Y la
palabra se remite al cuerpo (o, cuando menos, a lo corpóreo). Y lo invoca,
lo evoca, lo provoca. No es vana la asociación. Baste recordar cómo, a
partir del siglo XVIII, el cuerpo deja de ser un simple objeto uniforme (de
repulsa, arte o deseo) para ser un mapa zonado, con toponimias
perfectamente taxonomizadas y jerarquizadas. Es a finales del siglo XVIII
cuando aparece el concepto de la figura criminal (cuerpo del delito, cuerpo
del castigo). Y en el siglo XIX se anormaliza al cuerpo que viva fuera de
la norma y lo aceptado (por ende, lo aceptable). La patología se demoniza.
El cuerpo deseante femenino es un cuerpo enfermo, al que hay que reducir
con métodos silenciadores, como la implacable ovaridectomía o el persuasivo
cinturón de castidad. Figuras retóricas del silenciamiento. Cuerpos
amordazados, desvalijados de palabra.

Perdón por la digresión, pero no era gratuita. Sobre todo si pensamos
en el sentido (y las repercusiones) que esa percepción carcelaria del
cuerpo implicó para la mujer y para la perpetuación de su silencio. O, para
ser cabales, silenciamiento, que es acción transitiva, que significa que
hay un sujeto que la perpetra y un objeto que la sufre.

A la sombra de este cuerpo del que los ojos se apartan para ver desde
una balsámica distancia, como si de un cuerpo ajeno se tratara, han surgido
discursos poéticos sublimes, capaces de unir y fusionar feminidad con
feminidad. Quisiera traer a mi texto los cuerpos torturados, como el de la
uruguaya Delmira Agustini, muerta a manos de su pareja masculina ( y sus
palabras, también torturadas: "Yo muero extrañamente...No me mata la vida,/
no me mata la muerte, no me mata el amor;/ muero de un pensamiento mudo
como una herida...") Y los cuerpos que sólo han sabido esperar su muerte.
Muerte como voz, como si vivirse en, sobre y por el cuerpo fuera una única
lectura de la tragedia del oficio de existir; esa piel incolora de vacíos
que estalla en la poesía de Alfonsina Storni, Alejandra Pizarnik o Sylvia
Plath, por recordar casos en que la desmesura -la falta de referentes, de
topos, de códigos que entreguen señales de que vale la pena el esfuerzo de
zarpar hoy para atracar en el mañana- desemboca en la muerte. Muerte como
caricia. Caricia para exorcizar ausencia y dolor.

Se me ocurre que alguna correspondencia (inexacta, por fortuna) debe
haber entre el cuerpo y el dolor. Y que entre ambos crece el abismo y se
funda un lenguaje inédito. Emily Dickinson lo expresaba rotunda en uno de
sus poemas:

"Hay una languidez de la vida
más inminente que la pena-
es sucesora de la pena -cuando el alma
ha sufrido todo lo que puede-".

En esa conjunción cuerpo-voz-palabra parece abrirse un espacio idóneo
para el dolor. Gabriela Mistral alude a la maestra rural (en su poemario
"La escuela"). "¡Dulce ser! ¡En su río de mieles, caudaloso/ largamente
abrevaba sus tigres el dolor!". Y con una belleza fascinante y lacerante
expresa Ana Becciu en "Ronda de noche" un cuerpo abierto e inacabado: "Cada
vez que un cuerpo se extiende a su alrededor, se produce un contacto, el
imperceptible estallido del amor. El dolor es agudo, tenaz. Y el horror
(...)". Y en su poema "La palabra del deseo", la también argentina (como
Ana Becciu) Olga Orozco anuda, o aúna, oscuridad y sufrimiento: "Yo no
quiero decir, quiero entrar. El dolor en los huesos, el lenguaje roto a
palabras, poco a poco reconstituir el diagrama de la irrealidad". Ana Nuño,
en su magnífica "Sextina lésbica" refiere: "Tácticas, pero admitiendo el
desorden./ Las palabras hechas a la medida/ del rechazo, el cuerpo, todos
sus cuerpos,/ vestidos de día incluso de noche,/ siempre dispuestas pero
como al margen:/ soberbias, desapercibidas, solas". Y la excepcional Ana
Ajmátova: "No, no soy yo, es otra la que sufre./ Yo no podría. Que
ensombren/ lo ocurrido negros velos/ y retiren los faroles.../ Noche". La
lista podría ser infinita, y no es nuestro propósito dedicarnos a los
inventarios, sino más bien a descubrir y aun enumerar las coincidencias,
los puntos gemelares. Y para ello hemos elegido poetas diferentes. En común
tienen pertenecer al siglo XX. El resto lo configura una mirada atenta
sobre sí mismas. Y una consecuencia que todas ellas, sin excepción,
comparten: la adquisición de una lucidez sin fisuras (esa "lucidez
peligrosa" de la que Clarice Lispector da cuenta con apabullante
brillantez).

Esa lucidez -que no es otra cosa que ingresar en un espacio en que la
claridad llega cegar y a torturar- permite el desdoblamiento en los textos,
una vez que se comprueba la multiplicidad identitaria que compone lo que
llamamos la yoidad, una vez que quien enuncia reconoce en la voz
enunciadora la presencia de mil voces que también gritan o susurran, y
aventuran su versión de lo vivido o de lo por vivir. De nuevo Olga Orozco:
"No puedo hablar con mi voz sino con mis voces". Y Julia de Burgos, que
rescata de su identidad la parte impuesta, la herencia de la alteridad, la
extrañeza de lo ajeno: "Y fui toda en mí como fue en mí la vida.../ Yo
quise ser como los hombres quisieron que yo fuese:/ un intento de vida;/ un
juego al escondite con mi ser./ Pero yo estaba hecha de presentes;/ cuando
ya los heraldos me anunciaban/ en el regio desfile de los troncos viejos,/
se me torció el deseo de seguir a los hombres,/ y el homenaje se quedó
esperándome". Y lo circundante también es plural, y hay que aprender a
discernir ese intersticio apenas visible que existe entre el uno y el dos,
entre dos granos de arena, o entre dos notas musicales. Parafraseo un
hermoso poema de Clarice Lispector, en el que invita a conocer el misterio
y el fuego que es la "respiración del mundo".

Alguien me podría objetar que esto que trato de analizar con cautela
y delicadeza no es otra cosa que lo que los aficionados a las etiquetas (es
grande el club) han bautizado con el chirriante nombre de "poesía
intimista". Lamentándolo mucho, tampoco creo en la poesía intimista. Ni
siquiera en el intimismo. Ese necio empecinamiento en nombrar lo
innombrable obedece a un ánimo de simplicidad (y de cerrazón) que ha
devenido simpleza. En todo caso, esa mirada sobre el cuerpo, y ese lenguaje
penetrado de cuerpo y de dolores descifrados a partir de él más bien lo veo
como una consecuencia de lo que Luce Irigaray explica aludiendo al sexo que
se vuelve sobre sí mismo, que se toca a sí mismo, desdoblado, eternamente
abierto y sólido ante el espejo que lo duplica y lo desborda. La poesía
comentada hasta ahora recoge algo de todo ello. Y lo madura. En un plano
que se sobrepone al anterior - compartiendo un mismo eje, ya que se trata
de realidades concéntricas- tendría que ver con la emblemática Albertine
proustiana, personaje al que, si bien se puede acariciar, "por dentro llega
al infinito". Hay una infinitud que se repite a sí misma. Hay un romance
con la palabra. Y una conciencia del propio discurso como devenir. Y eso no
es intimismo, sino la construcción de un destino tendido sobre vasos
comunicantes de verbos que hay que inventar, y que se conjugan mientras no
existen. El cuerpo es el recinto o templo de lo concreto; la memoria es un
proyecto y es desazón (es lo que advierte a través de las secuencias de lo
vivido): "Necesito acabar con la memoria,/ necesito petrificar mi alma,/
necesito recomenzar mi historia-", afirma Ajmátova. Y, pese a todo, memoria
y cuerpo se confunden, se abrazan "...soñé que el cuerpo guardaba un canto,
y cantaba, y todo iba y venía, y de las noches de ahora no había huella",
clama Ana Becciu.

Nada de intimismo, y nada de aplastantes definiciones, como "poesía
femenina", que sirvan para complacer ciertos placeres inconfesos de
entomólogo aficionado. Aquí encontramos la palabra como medio y como fin,
desde un punto de partida que asume la presencia del yo, del ella y del
ellas. Hay, por lo tanto, una transgresión gramatical que quebranta la
normativa que impone el modelo patriarcal dominante. Y hay -necesariamente-
un ensimismamiento que no es más que el fulgor de lo que se refleja en sí
mismo, y se convierte en logos, en comprensión del mundo, en verbo puro.
Todo es lenguaje (y no me estoy refiriendo sólo al panlingüismo lacaniano)
y todo es el cuerpo y el paso -ora visible, ora invisible- por eso que
llamamos vida, de la que la poesía escrita por mujeres constituye una de
sus mejores y más atinadas metáforas.

(Barcelona, 2001)

*Doctora en Lingüística, Doctora en Filosofía de la Ciencia/Historia de la
Medicina. Germanista, neerlandista y traductora. Profesora en la
Universidad de Zhejiang.
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