Poder y Disputa en la monumentalidad de la Nación. Buenos Aires, Brasilia y Santiago. En: Kingman, E., Lacarrieu, M. y L.Durán, 2014. Habitar el Patrimonio. Aportes al debate desde Latinoamérica. Flacso Ecuador, UBA, Quito.

September 3, 2017 | Autor: F. Márquez Belloni | Categoría: Estudios Culturales, Patrimonio Cultural, Antropología, Monuments
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Descripción

MAURICIO RODAS ESPINEL Alcalde del Distrito Metropolitano de Quito

DORA ARÍZAGA GUZMÁN Directora Ejecutiva del Instituto Metropolitano de Patrimonio

Habitar el Patrimonio. Nuevos aportes al debate desde América Latina. Editores:

Lucía Durán, Eduardo Kingman Garcés y Mónica Lacarrieu. Quito: IMP, FLACSO, UBA, 2014.

Instituto Metropolitano de Patrimonio Venezuela N5-10 y Chile PBX (593-2)399 6300 www.patrimonioquito.gob.ec Coordinación editorial:

Nathalia Molina K. Corrección de textos:

Yonne Cárdenas y Nicolás Jara Miranda Diseño y diagramación:

Gloudigital Art Dario Vallejo y Ma. Luisa Bermeo Dirección de arte:

Dario Vallejo Imprenta:

Graffitex Impreso en Ecuador Quito, 2014 Prohibida su reproducción total o parcial sin autorización de los editores.

PRESENTACIÓN

Habitar el patrimonio cultural ha sido una de las preocupaciones que más atención ha despertado en los recientes años en sectores como: social, económico, político, académico y, de manera especial, en el sector de los gestores de los espacios patrimoniales denominados o conocidos como “centros históricos.” Efectivamente, la connotación de habitar, en el sentido más genérico de su significado, tiene que ver con la idea de vivir”, ya sea como “morar en una casa”, “vivir en la ciudad o en un lugar determinado” o “residir u ocupar un lugar.” Ello implica que múltiples miradas y diversos pareceres se concentren en descubrir los valores y las prácticas de sus habitantes en relación con la apropiación de su territorio, de sus significados, de sus identidades, de sus símbolos e iconos, así como de aquellas aspiraciones que llevan a considerar los lugares como propios o también a evitarlos o estigmatizarlos. Frente a esta condición natural del ser humano de buscar su hábitat y de habitarlo, surge la pregunta sobre el comportamiento del habitante de un sitio considerado o declarado Patrimonio Cultural de la Humanidad. ¿Cambia o es diferente su accionar solo por tener esta categoría?, ¿qué le hace diferente?, ¿qué marca su singularidad para haber concentrado en Quito a distinguidos pensadores latinoamericanos y de España para tratar sobre la temática de “habitar el patrimonio”? Son múltiples las respuestas desde sus experticias y reflexiones en los campos de lo social, cultural, político y gestión, pero parten, además, de diferentes perspectivas antropológicas, sociológicas y desde la historia urbana. Muchos han indicado que sus análisis deja de lado el abordaje técnico sobre el patrimonio cultural, enfrentado como un problema arquitectónico o urbanístico de ocupación física del territorio, y de la creación de las condiciones para la vida, asociadas a las políticas de planeamiento urbano, para privilegiar el entendimiento sobre la relación del patrimonio con el entramado social, con la organización y la renovación de la ciudad; así como la intervención de los gobiernos locales, las políticas de la memoria y los efectos de gentrificación o recualificación urbana. Otros contraponen los procesos de producción de la política patrimonial a nivel estatal, con las disputas que se dan en el habitar el patrimonio como un lugar de memoria, así como en la relación entre “memoria”, “patrimonio” y “lugar.” Caracterizan a los espacios patrimoniales, como lugares en donde se concentran las prácticas y se ubican los edificios que son los lugares en los que se “reconocen” los habitantes, no solo por la “permanencia”, sino también por la

“continuidad”; convirtiéndolos en lugares sui géneris, diferentes a otros sitios de las ciudades y de los territorios, condiciones por las que se los tutela y protege. En lo que todos coinciden es que la complejidad social, cultural y territorial que contienen los espacios del patrimonio cultural, obliga a que su comprensión sea holística. También remarcan que la experiencia de habitar el sitio preservado, conlleva la condición de “estar” y de “pertenecer”, por lo que los retos de su gestión son hacerlos sustentables y hacer realidad los derechos humanos consagrados, para garantizar el acceso sin límites al uso y disfrute del patrimonio cultural, tener un ambiente sano y digno, y ejercer en plenitud los derechos de ciudadanía y de sustentabilidad, sin perder de vista que muchos de los conflictos sociales no resueltos, acompañarán los procesos de intervención. Se trata en suma de crear las condiciones de respeto al medio en que nos encontramos, como una responsabilidad intergeneracional, para que quienes aún no han nacido, puedan disfrutar de los elementos básicos que hoy tenemos. De ahí que, “habitar el patrimonio”, significa entonces que su protección y tutela estén vinculados a su ocupación, función y a un uso social que posibilite y legitime socialmente las intervenciones en los lugares y las prácticas de la rica diversidad cultural y social de nuestros espacios patrimoniales. Como se afirma en uno de los textos que forman parte de esta publicación, “el centro histórico es ciertamente un espacio disputado, pero también puede ser un espacio compartido.” La responsabilidad de hacer vivible y habitar nuestro patrimonio, es una responsabilidad que promocionamos desde el Instituto Metropolitano de Patrimonio y el apoyo para que la presente edición salga a la luz, es una prueba de ello. Consideramos que las reflexiones contenidas en esta publicación, suscitadas al amparo de la conmemoración del trigésimo quinto aniversario de la declaratoria de Quito como Patrimonio Cultural de la Humanidad en septiembre del año 2013, representan no solo un interesante intercambio de conocimientos, sino un aporte para la construcción de las políticas públicas sobre la gestión del patrimonio cultural.

Dora Arízaga Guzmán Directora Ejecutiva Instituto Metropolitano de Patrimonio

Índice

INTRODUCCIÓN 01 PARTE I: Políticas de patrimonio: transitar, vivir y habitar



DESENCAJE Y EXCLUSIÓN. PRESERVACIÓN CULTURAL, DESARROLLO Y VIDA COTIDIANA. Antonio Arantes, Brasil

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POLÍTICAS DE PATRIMONIO Y PROCESOS DE GENTRIFICACIÓN/RECUALIFICACIÓN: NEGOCIACIONES Y TENSIONES ENTRE LA ESTÉTICA PATRIMONIAL Y EL CAMPO PÚBLICO DE LO SOCIAL. Mónica Lacarrieu, Argentina

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LA GESTIÓN DEL CENTRO HISTÓRICO DE LA CIUDAD DE MÉXICO: 1980-2012. Eduardo Nivón Bolán y Delia Bonilla Sánchez, México

48

ENTRE EL ESPECTÁCULO, EL ESTIGMA Y LO COTIDIANO: ¿ES POSIBLE HABITAR EL PATRIMONIO? Lucía Durán, Ecuador

66

SER VECINOS: “RESCATE” Y DISTINCIÓN DE CLASE EN EL CENTRO HISTÓRICO DE LA CIUDAD DE MÉXICO. Alejandra Leal, México

86

LA CANDELARIA “DE PUERTAS PARA ADENTRO”. PATRIMONIO Y ACTORES URBANOS. Thierry Lulle y Amparo de Urbina, Colombia URBICIDIO O LA PRODUCCIÓN DEL OLVIDO. Fernando Carrión, Ecuador

PARTE II: Políticas de patrimonio, memoria y gubernamentalidad



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MEMORIA SOCIAL, POLÍTICAS POBLACIONALES Y PATRIMONIO. Eduardo Kingman Garcés, Ecuador MARCAS TERRITORIALES, PATRIMONIO Y MEMORIA.

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¿CONSERVAR O TRANSMITIR?. Elizabeth Jelin, Argentina

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PODER Y DISPUTA EN LA MONUMENTALIDAD DE LA NACIÓN: BUENOS AIRES, BRASILIA Y SANTIAGO. Francisca Márquez, Chile

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LA MEMORIA INSOLENTE. LUCHAS SOCIALES EN CENTROS HISTÓRICOS. Manuel Delgado Ruiz, España

196

CENTRO HISTÓRICO, CASAS Y BARRIOS OBREROS EN LIMA. HABITANDO EL OLVIDO: VIVIENDA POPULAR COMO PATRIMONIO HISTÓRICO. Wiley Ludeña, Perú

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PATRIMONIO, CONCEPTO Y ALTERNATIVAS. Xavier Andrade, Ecuador

228

REFLEXIONES DE UNA ETNÓGRAFA SOBRE EL TEMA DE PATRIMONIO. Blanca Muratorio, Argentina

248

APORTES DE BECARIOS DEL FORO LATINOAMERICANO HABITAR EL PATRIMONIO, 2013

• •

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LA PRODUCCIÓN DE LA OTREDAD “AFRO” Y LA (IM) POSIBILIDAD DE PATRIMONIALIZACIÓN EN LAS ÁREAS DE PROTECCIÓN HISTÓRICA DEL CENTRO DE BUENOS AIRES. Soledad Laborde, Argentina

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MERCADOS DE QUITO, MEMORIA COLECTIVA Y PATRIMONIO. Erika Bedón, Ecuador

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RESEÑAS DE AUTORES

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INTRODUCCIÓN E

ste libro recoge buena parte de las ponencias presentadas en el Foro Latinoamericano Habitar el Patrimonio realizado en septiembre del año 2013, en la ciudad de Quito, con ocasión del trigésimo quinto aniversario de su declaratoria como Patrimonio Cultural de la Humanidad. Este encuentro fue concebido, desde un inicio, como un espacio de reflexión y debate sobre las políticas de patrimonio, en que participaron tanto especialistas vinculados a instituciones de patrimonio como académicos provenientes de las Ciencias Sociales, la urbanística, las humanidades y actores sociales. En términos concretos, lo que se intentó fue abrir la reflexión y acción sobre el patrimonio hacia nuevos ámbitos, aparentemente teóricos, pero con implicaciones prácticas, relacionados con temas como los del acceso de la población a sus recursos, la polifonía o la democracia. Se trató de enriquecer el debate sobre lo patrimonial, con frecuencia centrado en perspectivas técnicas, o abordado como un problema arquitectónico o urbanístico, ligándolo con lo social, sin por eso dejar de ver lo espacial o lo técnico.

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Para la mayoría de los participantes, el patrimonio debía ser asumido tanto como un problema de rescate, conservación y rehabilitación de espacios significativos, como de reorientación de esas acciones desde una perspectiva social y simbólica. Eso implicaba, e implica, asumir otros campos de análisis relacionados con las representaciones y prácticas de los actores sociales en diversos contextos latinoamericanos. El texto que aquí presentamos ha querido desenraizar el patrimonio de su lugar habitual de análisis, para rearticularlo con lo social, lo cultural y lo político, a partir de perspectivas antropológicas, sociológicas y desde la historia urbana. El patrimonio ha de ser relacionado con lo no patrimonial, en el sentido de lo no dicho o dejado al margen cuando se discute esta temática o cuando se asumen las tareas diarias relacionadas con su planificación.

Políticas de patrimonio, memoria y gubernamentalidad: nuevos sentidos del debate El sentido predominantemente técnico desde el cual se ha tratado el patrimonio, dificulta entender las formas en que este se vincula con la economía y la política. Así, las propias políticas del patrimonio pierden de vista buena parte de los elementos en juego: se aíslan de los factores políticos que las condicionan, y se colocan fuera de toda posibilidad de construir acuerdos o consensos. Para discutir el problema de cómo habitar el patrimonio, es necesario tomar en cuenta tanto aspectos arquitectónicos como arquitecturales. Es decir, analizar y entender la relación del patrimonio con el entramado social, la organización y la renovación de la ciudad, el gobierno de poblaciones, las políticas de la memoria y las políticas estéticas que definen los usos de los espacios. Lo anterior implica asumir el patrimonio, no tanto en términos normativos, sino como una forma de agenciamiento o dispositivo relacionado con contextos en que están presentes distintas fuerzas. Un corte de este tipo nos permite pensar su especificidad práctica y discursiva, y al mismo tiempo conectarlo con el conjunto más amplio de políticas sociales y urbanas. También posibilita entender cómo surgen y cómo se desarrollan las distintas acciones patrimoniales en cada lugar y en cada momento como dispositivos específicos, a partir de qué sistemas discursivos, qué saberes, qué acciones. Las ciencias sociales nos ayudan a hacer una arqueología de esos discursos y prácticas, a ver cómo se conectan, sus condiciones de posibilidad y sus puntos de fuga. La noción de patrimonio se constituye con la modernidad, como parte de los intentos de integración del pasado, el presente y el futuro de una nación dentro de un proceso único; está relacionada con el surgimiento de los museos, academias y monumentos así como los requerimientos de diferenciación de lo que se define como alta cultura y las otras culturas. Sabemos que esta noción se relaciona con el inventario, la conservación, la rehabilitación y la puesta en valor de bienes tangibles e intangibles, pero está igualmente condicionada por otros factores aparentemente lejanos a su campo como la concentración de recursos, la seguridad o el desplazamiento de poblaciones.

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Recientemente, el discurso y la práctica del patrimonio se han ampliado, abarcando nuevos ámbitos, y, sin embargo, siguen reproduciendo la diferencia o brecha inaugural entre lo auténtico (o digno de ser conservado) y lo inauténtico (o no digno de conservarse), incluyendo las prácticas de los sujetos. El patrimonio se presenta como un campo de fuerzas en que entran en juego distintos actores, que hacen un uso estratégico de una diversidad de discursos. Este campo de fuerzas tiene que ver con el patrimonio, pero también con temas colaterales como la seguridad, la regeneración urbana y la economía de la ciudad. Una de las perspectivas que posibilitan esta relación de ámbitos en apariencia separados como cultura, economía y poder es pensar los vínculos entre las políticas patrimoniales y lo que Michel Foucault llama gobierno de poblaciones. En este campo de fuerzas, las poblaciones elaboran sus propias estrategias. Michel De Certeau habla de tácticas de escamoteo y de escape y Nancy Frazer, de contra-públicos. Si el patrimonio está relacionado con la organización de lo público, nos permite observar no solamente los procesos de inclusión y exclusión que se dan a  partir de ello desde un lugar central, sino también las respuestas de los individuos y grupos sociales así como los cambios de los gobiernos locales en las formas como definen las políticas. Aun cuando nociones como las de biopolítica o biopoder solo están presentes en un número limitado de los textos incluidos en este libro, existen fenómenos empíricos que se relacionan con esas nociones y que permiten entender, por ejemplo, cómo se organiza el control de los grupos humanos en las áreas patrimoniales y en qué medida se ven sujetos a políticas de inclusión-exclusión, o de seguridad. Al mismo tiempo, hay que tomar en cuenta la capacidad desarrollada por la población para negociar con los organismos del Estado, así como la experiencia acumulada, en este sentido, por parte de muchas instituciones. Otro de los aspectos imprescindibles para reflexionar sobre el patrimonio en su relación con lo social es la memoria: noción indisociable de la construcción de identidades locales, nacionales y regionales, capaz de establecer puntos de encuentro entre distintas temporalidades. Algunos aportes en este libro tratan sobre las distintas formas en que el patrimonio ha tendido históricamente a la fijación de narrativas unívocas sobre el pasado de las ciudades que dejan de lado otras memorias o desactivan su sentido. La producción de memorias dominantes ha contribuido al olvido de la memoria de los pobladores, habitantes de los centros históricos, las relaciones de la ciudad con el campo, la formación de capas artesanales y manufacturera, la historia de la niñez o de las mujeres. No solo las poblaciones sino los espacios han sido marginados por el discurso y la suspensión de la historia. Mirados desde las prácticas sociales, los rituales, objetos, repertorios y lugares de memoria son permanentemente interpelados. A través de ellos se disputa, no solo el pasado, sino el presente y los sentidos del futuro. Se trata de disputas en que es posible observar profundas tensiones sociales, violencias históricas, luchas por el reconocimiento, la visibilización y la audibilidad de diversos colectivos y grupos sociales. Lo que se buscaría desde una nueva política de la memoria es reconstituir el significado de los lugares en términos sociales y estéticos, renunciando a la tendencia a reproducir únicamente su condición de monumentos. Vemos cómo relatos en apariencia monolíticos, lugares de fijeza como la monumentalidad o la historia oficial, son renovados en sus sentidos desde la agencia de los sujetos, las prácticas cotidianas y la acción colectiva. También los sentidos del patrimonio son actualizados a partir de

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INTRODUCCIÓN

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nuevas políticas de participación desde instituciones patrimoniales como institutos de patrimonio o museos, que han contribuido a democratizar el campo y a hacer visibles otras memorias. Los museos, en particular, han dejado de ser espacios de culto de objetos sacralizados (las colecciones) para convertirse en lugares en que se discuten problemas, se activan memorias alternativas, se organizan muestras inclusivas y se ponen en diálogo la museografía con la investigación y la crítica.

Políticas de patrimonio: transitar, vivir, habitar En los últimos años, las ciudades latinoamericanas han protagonizado cambios en que el patrimonio se ha convertido en un recurso de excelencia, al mismo tiempo que de disputa. Si bien existen estudios interesados en registrar esos cambios, no siempre toman en cuenta los aspectos centrales del debate. Los procesos de gentrificación –tal como fueron denominados originariamente en las ciudades anglosajonas– y los que posteriormente fueron llamados de recualificación en las ciudades de América Latina fueron ocupando el espacio de los centros históricos y de barrios con características patrimoniales, sin embargo no existe aún una percepción clara de los efectos sociales de esos procesos. Sobre dichos procesos, estrechamente asociados a las políticas de planeamiento urbano, los especialistas de las ciencias sociales han alertado, desde hace algún tiempo, que no solo deben ser leídos en clave transnacional, sino también con relación a factores locales asumidos desde la sociología, la historia, la memoria o la etnografía. Esto ha hecho posible observar cómo las características que suelen repetirse como propias de la gentrificación no se completan, ni se totalizan en cada una de nuestras ciudades, o no toman las formas del modelo, ya que están sujetas a las características propias de cada contexto, así como a formas específicas de cultura política. Si bien las consecuencias de procesos en que el patrimonio cumple un papel de control y poder social han sido ampliamente estudiadas en América Latina, conocemos menos sobre las negociaciones, apropiaciones y/o disputas que los grupos sociales desarrollan en distintos contextos y esta es una de las contribuciones centrales de algunos autores en este libro. Vemos que el patrimonio no está únicamente revestido de estatalidad e institucionalidad ni los procesos de patrimonialización derivan de políticas de gobierno homogéneas en que se diluyen y enmascaran entramados sociales. La apertura a nuevas perspectivas de intervención por parte de los gobiernos locales, o las iniciativas de los propios pobladores con respecto al patrimonio, son factores que no pueden perderse de vista. Los diversos aportes aquí presentados procuran trascender explicaciones simplistas y homogeneizadoras. Particularmente, intentan entender cómo puede producirse la habitabilidad en lugares patrimoniales y recualificados al mismo tiempo, preguntándose: ¿cuál es el sentido del habitar lugares patrimoniales?, ¿quiénes son los que están en condiciones de habitar dichos espacios y quiénes tienen derecho a sus apropiaciones?, ¿es posible habitar el patrimonio en lugares recualificados, sin que ello signifique desplazamiento de poblaciones?, ¿es posible tender puentes entre las necesidades de la gente y las acciones de las instituciones?, ¿es necesario o no incorporar a la reflexión sobre el patrimonio temas como los de la negociación y/o la resistencia?

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En definitiva, hay algo que preocupa de la relación entre patrimonio y democracia. Ha habido una tendencia a pensar los procesos de gentrificación/recualificación/patrimonialización como aparentemente desvinculados de la base social que da sentido a los lugares y como procesos homogéneos. Vemos cómo ello se ha reproducido en la constitución de un tipo de sujeto patrimonial vinculado a dichos procesos, perdiéndose las apropiaciones colectivas que se entrecruzan con la territorialidad de los lugares. Dicho de otro modo, la estructura física del lugar es apropiada socialmente y se prepara para lo que acontecerá de manera integrada en dichos lugares, en tanto se trata de procesos constantes y conflictivos de ocupación y apropiación de los espacios. Estos espacios son públicos en el sentido de que son lugares de producción de debate, un espacio tensional y político. Son preguntas abiertas sobre las que la investigación social latinoamericana viene realizando aportes sostenidos.

Palabras finales Este texto ha sido concebido como un intento de actualizar nuestra reflexión sobre el patrimonio a partir de nuevas perspectivas abiertas por las ciencias sociales con relación a la organización de la vida social en contextos urbanos y de ponerlas en diálogo con los procesos de producción de la política patrimonial a nivel estatal. Las políticas de la memoria, las disputas y lugares de la memoria, así como la relación entre memoria y patrimonio, han sido elementos fundamentales en este diálogo. “Habitar el patrimonio” es devolver la mirada hacia la compleja relación entre las heterogéneas nociones institucionales de patrimonio cultural, las diversas formas de intervención sobre los lugares llamados históricos y patrimoniales, y las múltiples formas de apropiación y disputa por el pasado, tanto en relación con el presente como con los proyectos de futuro. Al mismo tiempo, el patrimonio ha pasado a ser concebido como algo que no solo compete a las instituciones, comprometiendo a las experiencias y saberes cotidianos, individuales y colectivos. Al concluir la edición de este libro queremos agradecer el aval institucional y la confianza depositada en FLACSO Ecuador, el Programa de Antropología de las Ciudades y de la Cultura de la Universidad de Buenos Aires e Interculturas para concebir el encuentro, convocar a investigadores de América Latina y España y llevar adelante esta apasionante tarea. Los equipos de investigación organizados en estas dos universidades, así como en otros centros de estudio de América Latina, han contribuido a ampliar el debate en estos últimos años. Pero, además, queremos reconocer el propio apoyo de las instituciones de gobierno de la ciudad que han sabido ver en el encuentro, y ahora en este libro, la posibilidad de abrir perspectivas de análisis más amplias. Ello ha sido posible gracias a la apertura de personas como la Sra. Ana María Armijos, ex directora del Instituto Metropolitano de Patrimonio, y la Arq. Dora Arízaga, actual directora del Instituto, dispuestas las dos, así como sus respectivos equipos, a propiciar debates y renovar prácticas y tradiciones institucionales, reflejando su interés por pluralizar las voces del campo patrimonial y enriquecer sus políticas en un sentido democratizador. Dr. Eduardo Kingman Garcés, FLACSO Ecuador. Dra. Mónica Lacarrieu, Universidad de Buenos Aires, Argentina. Msc. Lucía Durán, Interculturas.

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INTRODUCCIÓN

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PARTE I POLÍTICAS DE PATRIMONIO: TRANSITAR, VIVIR Y HABITAR

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DESENCAJE Y EXCLUSIÓN PRESERVACIÓN CULTURAL, DESARROLLO Y VIDA COTIDIANA Antonio A. Arantes UNICAMP- Universidad Estatal de Campinas, Brasil

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Resumen

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ocalizaré en este ensayo el choque entre los sentidos y valores socialmente atribuidos a artefactos y prácticas culturales, y los adquiridos por esos mismos bienes como consecuencia de la preservación.

Argumento que la construcción y la protección del patrimonio cultural no ha asimilado suficientemente la perspectiva de sus gestores, en la selección de qué preservar o en el modo de cómo hacerlo. La reflexión sobre este tema conduce a cuestiones relativas a la responsabilidad de los agentes y las instituciones de preservación de compatibilizar sus políticas y programas con un desarrollo sustentado en las formas de vida y el bienestar social, conforme preconiza la legislación y ha defendido la opinión pública. Estas reflexiones se apoyan en la reciente y creciente bibliografía antropológica sobre el tema y en la convivencia del autor con habitantes, practicantes y gestores del patrimonio.

Foto: Juca Martins. Proyecto Vesperal paulistânea. Condephaat, São Paulo, 1983.

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PARTE I

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Preámbulo

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stas reflexiones parten de los siguientes marcos de interpretación.1 El primero es que el patrimonio, tangible o intangible, es el resultado de prácticas históricamente constituidas; no es una realidad residual o un legado que haya perdurado por inercia a lo largo del tiempo a través de sucesivas generaciones. Es una realidad creada por la decisión explícita de agentes gubernamentales, con la participación de propietarios, gestores o partícipes de los elementos culturales preservados. La intervención de agentes externos al Estado se da en mayor o menor grado y de formas variadas, según el contexto político en que este proceso ocurra. Mi segundo parámetro es que las negociaciones entre órganos de preservación y agentes locales cuentan históricamente con la creciente intermediación de intelectuales, activistas y agentes económicos, entre otros. Esos agentes participan de procesos decisorios en la resolución de conflictos, en condición de especialistas y asesores de instituciones gestoras o de activistas en defensa de los bienes significativos para la memoria, la identidad y los derechos de grupos sociales específicos. El tercer punto es que las acciones desencadenadas para la preservación producen efectos reflexivos. Estas introducen cambios en los bienes y prácticas sociales a los que son dirigidos —conservación, restauración y recualificación en el caso de artefactos y salvaguardia en el caso de elementos intangibles—2 e interfieren en los espacios donde ocurren afectando valores y

prácticas a ellos asociados por sus habitantes o gestores. El cuarto se refiere a la dimensión temporal del proceso. La declaración oficial por sí sola —sea a través de la inclusión de elementos culturales en listas o su eliminación o registro— solo extiende al bien la protección del Estado y crea el compromiso formal entre entes públicos y privados (propietarios, ejecutores, etc.) de salvaguarda compartida del bien. Las consecuencias prácticas de ese acto jurídico-administrativo dependen, en gran medida, de los usos que sean dados a los bienes preservados y del modo como se configure su transmisión. En el caso del patrimonio intangible —que es entendido en los medios oficiales como “patrimonio vivo”— presupone transformaciones a lo largo del tiempo, e incluso la extinción de la práctica protegida luego de la declaración oficial. En lo tangible, entretanto, lo anterior se da en sentido contrario: hay restricción explícita de que las intervenciones y los usos futuros se contrapongan a la continuidad de los valores (históricos, estéticos, paisajísticos, etc.) que hayan sido oficialmente atribuidos al bien protegido. El aspecto transformador del uso y la transmisión de los bienes patrimoniales, que en el primer caso es entendido como inherente a la realidad preservada es, en el segundo caso, interpretado como destructivo y, por tanto, entendido como indeseable. Es de no-

1 Sobre estos marcos de interpretación véase, entre otros, Arantes (1984, 2009a, 2009b, 2010), Durham (2013), Gonçalves (1996,

2005), Magnani y Morgado (1996), Rodríguez (1996) y Velho (2007). 2 Utilizo el término “salvaguardar” tal como está definido por el Glosario (UNESCO, 2002), a saber: “adoption de mesures destinées à

assurer la viabilité du partimonine culturel inmmatériel. Ces mesures comprennet l’identification, la documentation, [la protection,] la promotion, la revitalisation et la transmission des aspects de ce patrimoine”.

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tar, sin embargo, que los dos casos se refieren a la tensión entre valores (positivos o negativos) socialmente atribuidos al bien preservado y a los adquiridos como resultado de la protección oficial. Finalmente, la quinta hipótesis es que esas acciones, intermediaciones y negociaciones explicitan y, a veces, exacerban diferencias de valores y visiones del mundo relativas a modos de organización política, concepciones acerca del derecho y estrategias frente al futuro. La profundidad de estas diferencias puede dar margen a procesos efectivamente interculturales, sobre todo cuando involucran relaciones entre el Estado y las poblaciones indígenas, tradicionales o inmigrantes, y se refieren a derechos culturales y territoriales.

Foto: Juca Martins. Proyecto Vesperal paulistânea. Condephaat, São Paulo, 1983.

Dibujo: Jackson de Oliveira, Proyecto Construindo a democracia, Fundação Rockefeller, São Paulo, 1992.

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PARTE I

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El problema

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ivir en un sitio patrimonial significa con frecuencia insertarse en una trama de espacios, accidentes geográficos, edificios y monumentos protegidos, sin conocer necesariamente el sentido de lo que se preserva o compartir las razones que justifican esa protección. No estoy sugiriendo que la gente común sea indiferente a los elementos que forman el espacio habitado, ni a las fiestas y celebraciones que allí tienen lugar. Innumerables investigaciones han demostrado que los grupos humanos atribuyen significados importantes al espacio natural o edificado donde viven, apropiándose de él a través de sus prácticas cotidianas o rituales. Esos significados y el espacio vivido son, de hecho, realidades no indisociables una de otra, dos caras de una misma moneda cuyo valor se transforma según el uso que se les da. Valores de naturaleza referencial, testimonial, estética, política, religiosa o cosmológica, que se forman en la vida social y se enraízan en ella, transforman espacios y estructuras físicas en lugares, esto es, en tierra habitada, trabajada y vivida, en soportes concretos de sentimientos compartidos de pertenencia. Sin embargo, lo que se denomina patrimonio cultural en el ámbito de las políticas de preservación, no se confunde con esas construcciones simbólicas inherentes a la vida social (Arantes 2009a: 11). Tampoco tendría sentido la idea de preservar, si es aplicada a la totalidad de las referencias culturales socialmente compartidas por cualquier grupo social en la comunidad cultural. Sería una ficción conservadora, necesariamente antagónica con la emergencia inevitable del futuro en el presente. El patrimonio puede ser considerado fenómeno de segundo orden, que se forma a partir de algo anterior, resultante de la suma de sentidos y regulaciones específicas sobre hechos sociales preexistentes y de otro orden; en suma, se trata de una realidad meta-cultural. Me refiero no solo a los ritos y ceremonias, sino también al manejo tradicional de la biodiversidad, a las prácticas adivinatorias y de cura, o a los eventos musicales y coreográficos que pueden ser registrados como patrimonio cultural intangible. Pero también a las obras de arte y edificaciones que, sin haber sido necesariamente creadas como patrimonio, se tornan protegidas al ser identificadas como portadoras de un valor social diferenciado. La distinción sobre la cual insisto en este preámbulo, entre realidades culturales enraizadas en la vida social y el patrimonio oficialmente protegido, puede parecer obvia con relación al estado en que se encuentran los estudios sobre el asunto, más no cuando se observa la acción de muchas instituciones de preservación y el discurso de numerosos grupos preservacionistas que, con frecuencia, enuncian la condición patrimonial, ese valor social diferenciado, como si fuese un atributo inherente a la naturaleza del objeto que ha sido, o que será, oficialmente preservado. Esta distinción es crucial para comprender el sentido de la preservación en cuanto hecho social complejo y evaluar sus consecuencias, tanto con relación a la dinámica cultural, como desde el punto de vista de la gestión patrimonial. La transición de una condición preliminar de la realidad local (de naturaleza tangible o intangible), hacia la “condición sui generis de integrar

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representaciones simbólicas de identidad, que al mismo tiempo son autodeclaradas y oficialmente reconocidas” (Arantes 2009a: 12), propicia la inserción del objeto preservado en rutas de circulación mercantil y simbólica, efectivas o virtuales, que se extienden mucho más allá de las fronteras geopolíticas, sociales, económicas y de comunicación originales. Me refiero tanto a la venta de artefactos y la ejecución de prácticas patrimoniales en muestras, ferias, exposiciones, festivales u otras actividades promocionales, como al estímulo a los emprendimientos económicos, inclusive turísticos, que buscan atraer personas y capitales hacia expresiones culturales y lugares preservados. La ampliación de esos espacios sociales y económicos propicia y cataliza la transformación de los sentidos simbólicos y valores vigentes en los contextos de origen. Como consecuencia de ello, los artefactos y las prácticas patrimoniales se encuentran en tensión entre, por un lado, las condiciones sociales y materiales que son necesarias para su producción, circulación y disfrute, así como sus sentidos originales y, por otro lado, las nuevas condiciones materiales de producción y los sentidos que adquieren al insertarse en circuitos vinculados con el sello patrimonial. Al tratar del enraizamiento social del patrimonio, es necesario considerar también sus relaciones con la memoria y el lugar. Esa trilogía —patrimonio, memoria y lugar— permite apoyar esta reflexión conceptual en la idea de sitio patrimonial, que es el espacio y el ambiente donde florecen las prácticas y donde se crean los objetos cuya permanencia y continuidad pueden ser considerados —en otros lugares y por otros— como dignos de protección. Los lugares son espacios apropiados por la agencia humana. Ellos, al mismo tiempo, son realidades tangibles e intangibles, materiales y simbólicas. Pueden ser interpretados como agregados de referencias espacio-temporales; son el dónde/cuándo los grupos humanos desarrollan actividades cotidianas o rituales como el comercio y el intercambio, los juegos y las sociabilidades, los cultos religiosos, las celebraciones y manifestaciones políticas. Como argumentó Bosi (1979:366-367), la memoria social, así como la personal, presenta puntos de amarre, o sea, experiencias compartidas, en que varias generaciones conservan los recuerdos de los lugares en que vivieron, y que son inseparables de lo que ocurrió en ellos. A mi entender, esos puntos de amarre son los núcleos focales de los lugares; son piezas clave en la formación de sentidos de localización y pertenencia, esenciales para demarcar la conciencia de sí y la diferencia con relación a los otros. Ese anclaje del patrimonio en la memoria y en el lugar es fortalecida por el concepto de patrimonio ambiental urbano, entendido aquí en su triple dimensión, o sea, como artefacto, como campo de fuerzas sociales y como agregado de representaciones simbólicas (Bezerra de Meneses 2006: 36-39). Esta concepción favorece una comprensión holística del patrimonio, asociando los elementos culturales preservados a la realidad social y territorial en que se insertan. Contribuye también a incorporar a la reflexión los sentidos psicosociales de los elementos culturales protegidos, es decir, tratándose de espacio, los procesos por los cuales los agentes sociales construyen los sentidos del lugar que nutren y orientan la experiencia de habitar el sitio preservado.

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Bajo la óptica de los lugares, el patrimonio se vuelve habitado y se valorizan inevitablemente los usos y los valores que le son atribuidos socialmente. Esta óptica permite cuestionar la práctica de preservación realizada como la sumatoria de acciones desconexas: unas centradas en los bienes de cal y piedra y otras en realidades intangibles. Esta mirada permite caminar hacia una comprensión holística de la preservación. Por otro lado, en los actuales tiempos, de gran movilidad espacial, conflictos sociales, guerras y desplazamientos forzados, el sentimiento de ocupar posiciones reconocibles en mapas sociales marcados territorialmente, gana una nueva significación e importancia, la condición de “estar” en alguna parte gana preeminencia sobre la de haber nacido en ella (Arantes: 2000). En este contexto, las demandas por experiencias localizadas, que frecuentemente se desvían en busca de lo exótico y de lo pintoresco, se vuelven opciones de inversión económica altamente rentable, y generan una oferta de bienes y servicios en la que los sentidos del lugar son construidos a partir del valor agregado, cultural o patrimonial. He aquí un ejemplo del desplazamiento de sentidos al que me referí anteriormente. De hecho, con frecuencia, el valor agregado por la preservación es apropiado por la lógica de mercado e incorporado a la producción y la oferta de bienes y servicios de base patrimonial, productos que pueden enriquecer a algunos y empobrecer a muchos.

Foto: Paolo Gasparini. Proyecto Construindo a democracia. Fundação Rockefeller. São Paulo, 1997.

Foto: Paolo Gasparini. Proyecto Construindo a democracia. Fundação Rockefeller. São Paulo, 1997.

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Sentidos desencajados

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as políticas de patrimonio no han asimilado lo suficiente los sentidos y valores compartidos por la población, tanto en la elección de qué preservar, como en el modo de hacerlo. Desde este punto de vista, es relevante que etnólogos, que estudian cuestiones relativas al patrimonio cultural en sociedades amerindias, así como entre pueblos de África o del Pacífico,3 usen con cierto énfasis e ironía el neologismo patrimonializado para designar lo que aquí identifico como transformación de la cultura corriente en meta cultura patrimonial, o patrimonializada. Se sabe, por ejemplo, que el acceso a conocimientos y lugares sagrados es frecuentemente regulado por interdicciones morales y por la noción de secreto, que se contraponen al ideal preservacionista de hacer el patrimonio de algunos, accesible a todos. También es digno de señalar que existen significados y sentidos localmente atribuidos a aspectos tangibles e intangibles de los bienes culturales que no encuentran un equivalente exacto en la mentalidad que informa y estructura los instrumentos y procedimientos de salvaguarda, como explican los fuertes debates sobre la noción de propiedad intelectual, cuando esta se aplica a conocimientos y a expresiones culturales tradicionales.4 La no traductibilidad de concepciones y sentidos enraizados en deter-

minados bienes y prácticas culturales, es un problema para la comprensión, que para muchos puede parecer indiscutible, de que el patrimonio cultural, siendo objeto de protección por el Estado, deba pertenecer a todos y ser conocido por todos. De hecho, la promoción, que ha sido adoptada como instrumento importante de la preservación, puede resultar antagónica frente a cosmologías y formas de organización social vigentes en numerosos pueblos contemporáneos.

Grupo de investigadores indígenas en seminario sobre la traducción del concepto de propiedad intelectual para la lengua Wajãpi. Tierra Indígena Wajãpi (Lugar de Aramirã). Foto: Antonio A. Arantes. Ver Arantes 2013b.

3 Una visión panorámica de la producción intelectual reciente, relativa al patrimonio cultural intangible en Asia y el Pacífico, es

ofrecida por los registros de reuniones técnicas patrocinadas por las siguientes instituciones: IRCI, ICHCAP y CHIHAP, centros categoría 2 de la UNESCO localizados, respectivamente, en Japón, en Corea del Sur y en China. Se sugiere ver también la revista Historic Environment, del ICOMOS, Australia. 4 En Brasil, un buen ejemplo es ofrecido por los Wajãpi, pueblo cuyo territorio se localiza en la frontera de Brasil con Guyana Francesa

y cuyas teorías acerca de la relación entre imagen y persona plantean problemas complejos frente a la divulgación de sus grafismos, que fueron declarados Patrimonio Cultural de la Humanidad por la UNESCO. Ver Arantes 2013b.

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Deliberación en un seminario con investigadores indígenas sobre la traducción del concepto de propiedad intelectual para la lengua Wajãpi. (Lugar de Aramirã). Foto: Antonio A. Arantes. Ver Arantes 2013b.

Toda vez que la preservación no es pautada por valores inherentes a las formas de vida por ella afectadas, sino por aquellos derivados de teorías e investigaciones académicas, principalmente de la historia social, arquitectura, urbanismo y museología, no sorprende que sus parámetros y procedimientos no sean automáticamente aceptados por la población. Al contrario, tienden a volverse objeto de reinterpretaciones y de la atribución de nuevos sentidos inherentes a la dinámica cultural tout court (Arantes 2007). Este desencaje entre valores socialmente atribuidos a los elementos formadores de los modos de vida y del ambiente habitado, y los que tales elementos adquieren como consecuencia de su protección por el Estado, pone en jaque a concepciones simplistas acerca del enraizamiento de la práctica institucional de preservación en la vida cotidiana de los habitantes de sitios patrimoniales. Uno de los grandes desafíos para la obtención de su consentimiento y efectiva participación en los programas gubernamentales, deriva del hecho de que esos grupos se estructuran social y políticamente, de modo incompatible con las exigencias jurídicas y administrativas derivadas de la preservación. Esta dificultad se vuelve mayor cuando los criterios de protección afectan las condiciones del habitar, y no la producción de la subsistencia de los habitantes de sitios preservados. De esta forma, cuanto más cercanas y sensibles estuvieren a las políticas patrimoniales de la diversidad efectivamente existente en la sociedad, sus instrumentos jurídico-administrativos (tales como convenciones internacionales, leyes, códigos, modelos de contrato) deberán servir para la mediación entre universos culturales distintos y no raramente conflictivos. Se sabe que la producción del patrimonio es, fundamentalmente, una cuestión de atribución de valor y de construcción de sentido. Pero para entender bien la eficacia simbólica de esta práctica, es necesario matizar la comprensión de sus efectos sobre la formación de la nación y de la ciudadanía, puesto que aunque la preservación pueda legitimar los marcos y símbolos de los que se apropia, no lo hace automáticamente. En contextos políticos autoritarios y en sociedades jerárquicas, desiguales en cuanto a la distribución de la renta y étnicamente diferenciadas, el

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rechazo silencioso por parte de la población hacia las cuestiones de patrimonio, frecuentemente disfrazada de desinterés, o la confrontación abierta con sus instituciones de preservación, son indicios de ese hecho. El problema no ha pasado desapercibido por los gestores del patrimonio, aunque frecuentemente ha sido mal interpretado. De hecho, las agencias de preservación han desarrollado acciones educativas y de promoción con el propósito de hacer menos discrepante y menos conflictiva la interfaz entre la vida cotidiana en los sitios patrimoniales y las innovaciones creadas por la expertise patrimonial a nombre de la continuidad de la tradición. Por medio de acciones educativas, los argumentos y valores que justifican la inclusión de artefactos y prácticas en listas de bienes protegidos pueden ser comprendidas por el público en general. Además, los propios criterios de selección adoptados en la formación de esas listas pueden ser validados por esa vía ante la opinión pública. Sin embargo, algunos problemas quedan sin solución. Teniendo en cuenta que la dialéctica de afirmación y contestación de hegemonías constantemente modifica, rehace y desplaza las identidades, y que la creatividad humana reinventa incesantemente lo social, es de esperar que la protección oficial no llegue a garantizar a los elementos culturales protegidos un lugar seguro en el panteón cultural. El patrimonio puede ser integrado a las culturas locales o ser rechazado por ellas. Puede ser olvidado, reencontrado, rehecho, reinventado, o desencadenar la construcción de sentidos simbólicos y prácticos inesperados. Este es un desafío perenne y estructural para las instituciones encargadas de la protección, la conservación y el uso de esos tesoros oficialmente protegidos.

Preservación cultural: una tradición inventada

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a preservación es una actividad selectiva que se fundamenta en ciertos criterios validados por el conocimiento académico. Por eso, no sorprende que haya espacio para polémicas en el interior del mismo campo patrimonial. Tómese, por ejemplo, la lúcida declaración de Carlos Lemos (Hoja de São Paulo 12.07.13) quien calificó como equivocación del Instituto de Patrimonio Histórico y Artístico Nacional interpretar —en un país de inmigrantes de varios orígenes como es Brasil— la palabra nacional como brasileño. Según el arquitecto, esa comprensión acarreaba el menosprecio de la arquitectura ecléctica de origen italiano, que marcó tan fuertemente el paisaje urbano de la ciudad de São Paulo entre los siglos XIX y XX. Ejemplos como este se multiplican cuando se analizan críticamente las listas de bienes protegidos por el IPHAN, así como por otras instituciones afines (Rubino 1992). Hasta los años 1980 por lo menos, los cientistas sociales contribuyeron relativamente poco al desarrollo de la reflexión sobre el patrimonio, sobre todo con relación a cuestiones prácticas instaladas por la actividad de preservación. Predominó hasta entonces entre sociólogos, antropólogos y cientistas políticos una postura intelectual distanciada que, por esta misma razón, pro-

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dujo contribuciones importantes para el entendimiento y la crítica del conservadurismo político presente en esta práctica, y su papel en la construcción de naciones, nacionalidades y nacionalismos. Por otro lado, esa misma postura crítica permitió entender que la construcción de símbolos nacionales comprometidos con los intereses de las clases dominantes y con los rituales a ellos asociados no son indisociables de la idea de patrimonio cultural, y problematizó la correlación simplista, basada en preconceptos y bastante difundida entre conservación patrimonial y conservadurismo político. De hecho, al focalizarse en los procesos formadores de ese campo, así como la trayectoria de figuras destacadas en esa área, diversos investigadores5 identificaron fisuras y nuevos usos para la preservación. Al reflexionar sobre los parámetros conceptuales puestos en marcha por las instituciones de preservación a lo largo de los últimos 70 años, tanto en el Brasil como internacionalmente, se observa que han ido incorporando, aunque de manera tímida y en sentido contrario a las opiniones mayoritarias, la perspectiva de los sujetos para quienes o con quienes se preserva. La inclusión de las ideas de significación cultural en la Carta de Venecia, aunque no sea explícitamente definida en aquel influyente documento, o de valor social en la de Burra, no llegan a formar una tendencia consistente. Entretanto, esos hechos sugieren que la preocupación sobre temas de naturaleza sociológica y económica han sido crecientes en las instituciones de preservación. Esa tendencia es corroborada también por las áreas temáticas cubiertas por las comisiones del ICOMOS, particularmente con la inclusión de temas relativos al patrimonio intangible en sus actividades, lo cual tiene en su origen el reconocimiento del valor patrimonial por la propia comunidad. Los cambios conceptuales que han favorecido una tímida incorporación de agentes sociales en las cuestiones focales de preservación,6 alimentaron y han sido alimentados, por la formación y fortalecimiento de organizaciones de la sociedad civil en la esfera de las políticas culturales. La movilización alrededor de la elaboración e implantación de la Convención de la UNESCO de 2003, por ejemplo, así como de la defensa de derechos intelectuales asociados a conocimientos y expresiones culturales tradicionales ante la OMPI (Organización Mundial de la Propiedad Intelectual), son fenómenos que indican la presencia de cambios bastante innovadores en ese campo. No me refiero solamente a la ampliación de la gama de la pluralidad cultural, como consecuencia de elementos culturales intangibles en el conjunto de bienes protegidos, lo cual ya es una innovación importante que hay que reconocer, sino también a la adopción de elementos culturales de fuerte contenido étnico como representaciones nacionales en la esfera pública cultural mundial: la creciente y frecuente valorización de representaciones de la nación de base, explícitamente étnica, es una novedad que merece atención. Además, cabe destacar el estímulo de las poblaciones tradicionales que asumieron la posición de protagonistas en el proceso de salvaguarda, al establecer su consentimiento libre e informado como condición previa de la protección patrimonial tanto en la legislación internacional como en la de diversos

5 Fonseca (1997), Gonçalves (1996), Santos (1992) y Rubino (1992), entre otros. 6 La legislación y normas adoptadas en el campo de la preservación para la UNESCO están disponibles en el portal de aquella

institución y en la publicación UNESCO, 2007, entre otras. Para una versión en lengua portuguesa de tal legislación, inclusive de las normas jurídico-administrativas adoptadas en Brasil, véase Cury. I. 2000, IPHAN.

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países. Esta postura ha sido reforzada por la adopción de métodos participativos de identificación de elementos a ser protegidos, lo que inevitablemente requiere de la colaboración de agentes institucionales, titulares del patrimonio e intermediarios, y presupone que estos profesionales se encuentren intelectual e ideológicamente preparados para los diálogos interculturales necesarios para hacer frente a cuestiones teóricas y prácticas que son consecuencia de lo que aquí denomino desencaje de sentidos.

Sheik e intérprete en audiencia pública sobre los resultados del proyecto “Inventario de Patrimonio Cultural Intangible Makuwa Nahara.” Foto: Ernesto Matzinhe, Isla de Mozambique, 2012. Ver Arantes 2012.

Halifas dirigiéndose a la audiencia pública sobre los resultados del proyecto “Inventario de Patrimonio Cultural Intangible Makuwa Nahara.” Foto: Ernesto Matzinhe, Isla de Mozambique, 2012. Ver Arantes 2012.

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Los inventarios participativos originan importantes desafíos teóricos y prácticos, y enseñan muchas lecciones, entre las cuales destaco: (1) La gran amplitud del universo de elementos culturales potencialmente necesitados de protección. (2) La polisemia de esos fragmentos de realidad y su consecuente fluidez frente a categorías de clasificación y tipos de valor que se les pueda atribuir. (3) La diversidad de estrategias posibles de mapeo cultural. (4) La amplia base social y la diversidad de dominios a los que la preservación puede servir. (5) La rigidez de los instrumentos de investigación y de gestión en uso, inclusive los de carácter normativo.7 Las transformaciones aquí mencionadas con relación a la trayectoria de la preservación llevaron a los agentes institucionales al reconocimiento de un hecho innegable: que los elementos culturales protegidos pertenecen a grupos humanos específicos antes de que eventualmente se convirtieran en símbolos de interés generalizado, nacional, regional o mundial. Se trata de agentes y grupos que pueden ser de base académica —hasta ahora hegemónicos en este campo— aunque también étnicos, profesionales, religiosos y otros. Este supuesto conduce necesariamente a admitir que, siendo soportes de identidades sociales en mutación, los bienes patrimoniales son realidades psicosociales y que su historia —su conservación, transformación o abandono— gana fuerza y sentido pleno en las aspiraciones y proyectos de futuro de quienes los detentan. Es decir, el patrimonio —tangible o intangible— se vuelve finalmente un objeto con sujeto, y la pregunta ¿patrimonio de quién?, deja, poco a poco, de sonar como una cuestión obtusa, una pregunta fuera de lugar en los círculos patrimoniales.

Desencaje y exclusión

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os derechos culturales inherentes al hecho de habitar lugares patrimoniales —que, teniendo en cuenta la magnitud de los desplazamientos de la población en la actualidad, tienden a prevalecer sobre el hecho de haber nacido necesariamente en determinado lugar— necesitan salir del papel, para que los valores de la cultura común ganen legitimidad frente a los de naturaleza académica y el patrimonio protegido pase a reflejar y fortalecer la condición y cultura ciudadana, en su heterogeneidad. Las cuestiones de naturaleza jurídica e ideológica están conectadas con exclusiones de naturaleza política y económica. De hecho, se ha ampliado la inversión en la recualificación y la rehabilitación de edificaciones y sitios preservados, con frecuente apropiación de áreas y edificaciones de valor patrimonial por agentes públicos o económicos, con el propósito de desarrollar infraestructuras urbanas, así como bienes y servicios que capitalizan el valor cultural agregado por la preservación. Este proceso, no solo provoca la eventual sustitución de las poblaciones residentes de los sitios

7 Es el caso de las Directrices Operacionales (UNESCO, 2012) adoptadas por el órgano gestor de la Convención de la UNESCO de

2003 (Arantes 2013a).

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preservados por moradores o empresarios de clase media o alta, nacionales o extranjeros,8 sino que también induce a la formación de redes sociales que tienden a ser excluyentes, asociadas al desarrollo de estilos de vida y patrones de consumo de las clases más ricas (Rubino 2009: 31). A veces, se llega a agregar efectos de autenticidad a los bienes y servicios ofrecidos a consumidores foráneos, incluyendo en esas redes a alguna gente del lugar, que pueda dar calor y alimento nativos a sus negocios de siempre. La problemática generada por la recualificación de bienes patrimoniales tangibles, también tiene su contrapartida en la esfera de lo intangible, pues en ese dominio también son crecientes las inversiones en la reinvención de la diversidad cultural, especialmente por las llamadas industrias creativas que se apoderan de conocimientos y expresiones estéticas propios de las religiones, artes y oficios tradicionales, y los recualifican según patrones de gusto mundializados. Al responder, en primer lugar, a las expectativas de ganancia vislumbradas por los inversionistas, la hipervalorización del aspecto estético del patrimonio, sea de naturaleza tangible o intangible, es un elemento más a contraponerse a los intereses, necesidades y posibilidades de sus detentores, colocando también cuestiones espinosas en la agenda contemporánea de la preservación.9 Me refiero tanto al alto costo de mantenimiento de edificaciones e infraestructuras urbanas renovadas, según patrones de consumo ajenos a la realidad y posibilidad de la población afectada; como a la presión por transformar lo que es parte integrante de modos de vida en objeto de consumo masivo; así como a temas asociados a los derechos intelectuales, a saber, derecho de imagen, de intérprete, de autoría de los detentores del patrimonio cultural, cuando no de patentes y secretos de fabricación relativos a sus productos (Arantes 2013b). Es necesario enfatizar que el patrimonio, en cuanto bien económico, no se encuentra necesariamente vinculado a la especulación. Cierto es que los mega emprendimientos urbanísticos y turísticos se valen de esos recursos y los estimulan, a veces con consecuencias desastrosas para la continuidad el desarrollo sustentable de tales recursos, pero también es verdad que los programas de generación de renta, de consolidación de la cultura pública y de la ciudadanía se nutren y buscan eficacia en el involucramiento directo de la población en obras de conservación de lugares protegidos, así como en el fortalecimiento de todo aquello que la población pueda hacer con los conocimientos y recursos materiales e inmateriales de que dispone y que acumuló en los lugares donde vive.10 La utilización de recursos patrimoniales tangibles e intangibles puede ser positiva para el desarrollo sustentable de las ciudades, y puede generar también —por qué no— buenos negocios. El desafío es encontrar el punto de equilibrio entre la conservación, la salvaguarda, y la destrucción que muchas veces prevalece en esos emprendimientos. Se trata, en síntesis, de construir la sustentabilidad de la preservación, atendiendo sus aspectos simbólicos, económicos y socioambientales de modo integral.

8 Ver Fortuna (1997), Proença Leite (1997), Rubino (2009), Smith (1996), Zukin (1991) y entre otros. 9 Arantes (2000a); Proença Leite (1997). 10 El programa de desarrollo social a través del apoyo y la recualificación del artesanado de tradición en Brasil desarrollado por Arte

Sol-Artesanado Solidario es un excelente ejemplo. Para más información vea www.artesol.org.br.

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La percepción de la sustentabilidad como factor determinante en la eficacia de las políticas patrimoniales, se ha fortalecido con la ampliación de la participación de los pueblos indígenas, poblaciones tradicionales y sectores populares en la elaboración de políticas de preservación. Como se sabe, las culturas son realidades vivas y mutables, y su producción, continuidad y cambio dependen de la disponibilidad de recursos, así como de condiciones históricas y socioambientales específicas. En su relación con el patrimonio cultural intangible, sustentabilidad se refiere a la conservación y acceso a los recursos de todo orden, que sean necesarios para la reproducción y, en especial, para el desarrollo y transmisión de las formas de expresión y de los conocimientos salvaguardados por determinadas poblaciones. Esta condición se impone en el caso del patrimonio intangible, pero no se aplica solo a ese caso dado que es notoria la fragilidad de las edificaciones y lugares preservados, en especial los que están dentro o cercanos a las altamente densas áreas urbanas de la actualidad, o expuestos al turismo de masa. En todos esos casos, la integración de las políticas de salvaguarda a la vida social, a la política y a la economía se volvió una condición necesaria para su viabilidad, pues gran parte de los bienes protegidos se localizan en áreas de extrema pobreza y precarias condiciones de vida. No hay forma de salvaguardar el patrimonio cultural sin mejorar las condiciones de vida de sus detentores. He ahí un desafío importante de la agenda patrimonial contemporánea. Pero el desafío también se plantea inversamente, pues en foros internacionales se reconoce también que no hay desarrollo sustentable sin el concurso de la dimensión cultural, en especial del patrimonio. Sobre este asunto afirma, por ejemplo, la Directora General de la UNESCO respondiendo a la decisión del “Millenium Development Goals Summit de 2010” de ampliar el enfoque conceptual de la agenda pos-2015; “development must be about human potential and capacity (…). Culture is an enabler and a driver for sustainable development. It has also an inherent, unquantifiable, value as a source of strength and creativity essential for every individual and every society” (Bukova 2013:3).

Foto: Paolo Gasparini. Proyecto Construindo a democracia. Fundação Rockefeller. São Paulo, 1997.

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Finalizando

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as cuestiones abordadas en este ensayo, aunque resulten de una reflexión conceptual y hayan sido presentadas en forma abstracta, son relevantes en la práctica. Ojalá merezcan la atención de los gestores del patrimonio.

Como afirmé anteriormente, especialistas en políticas sociales se han mostrado receptivos frente a la tesis de que la protección, la valorización y la promoción del patrimonio cultural contribuye a la innovación y al desarrollo humano. Entretanto, es imprescindible no minimizar la importancia de los límites inherentes a las configuraciones sociales, así como a los bienes edificados y naturales afectados por el nuevo contexto y misión de la preservación cultural. Sin duda, se presentan grandes desafíos teóricos y prácticos a la gestión del patrimonio cuando se reconocen los derechos, intereses y proyectos de las poblaciones afectadas. Pero vale recordar que el paso adelante que ahora se impone no significa otra cosa que transformar en realidad lo que ya determinan diversos instrumentos jurídicos nacionales e internacionales vigentes, como por ejemplo, en Brasil, la Constitución Federal de 1988 y, con referencia al patrimonio cultural intangible, la Convención de la UNESCO de 2003 en los 155 países que hasta esta fecha la ratificaron. Se trata de un desafío de orden pragmático: tomar la decisión de hacer y proceder con cautela, pues es el modo de gestión del patrimonio lo que hace o no viable vivir y desarrollar emprendimientos sustentables en lugares patrimoniales. En cuestiones de cultura, el cómo es en general mucho más importante que el qué se hace. El desarrollo de las políticas de salvaguarda depende de cómo se articulan la investigación académica, las prácticas de gestión y las aspiraciones de las llamadas comunidades culturales o patrimoniales. Invertir en su perfeccionamiento, al margen de esa triple articulación, no es el camino más adecuado para alcanzar los objetivos de una salvaguarda sustentable y socialmente justa, pues es en las interfaces de esos dominios que se presentan los principales desafíos y aparecen las posibilidades que vienen dinamizando y transformando el campo del patrimonio cultural y su inserción en la esfera de las políticas sociales en décadas recientes. El conocimiento académico y la expertise profesional, ofrecen instrumentos y parámetros que permiten ubicar problemas, proponer soluciones y realizar intervenciones adecuadas en los bienes protegidos, pero las raíces de dichas cuestiones surgen directamente de la experiencia de habitar el lugar patrimonial o de la práctica de los conocimientos y expresiones culturales integrantes del patrimonio intangible. Siguiendo la línea de pensamiento desarrollada en este ensayo, el principal desafío que enfrentan los investigadores y gestores, son los desencajes entre los valores atribuidos por las comunidades culturales a los elementos tangibles o intangibles formadores de los lugares donde viven y que son parte indisoluble de su vida cotidiana, de sus proyectos y aspiraciones, y los adquiridos por esos elementos cuando son protegidos en nombre del interés público y justificados por teorías que se pretenden universales. O, planteado a la inversa, la distancia entre los valores aca-

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démicos y técnicos que justifican la conservación de espacios, edificaciones y bienes muebles, independientemente del consentimiento expreso de las comunidades afectadas, y los enraizados en los modos de apropiación social de esos mismos bienes. Al reflexionar sobre la lengua hablada en el Brasil —que es una buena metáfora para el patrimonio —el poeta contemporáneo Oswald de Andrade se declaró, en el Manifiesto de la Poesía Pau-Brasil (Correio da Manhã: 18.03.24), a favor de la contribución millonaria de todos los errores. Afirmó también: Cómo hablamos. Cómo somos. De hecho, en esta segunda década del siglo XXI, esa palabra de orden continúa siendo oportuna y apropiada, pues cuando nos preguntamos lo que alimentan los choques y debates suscitados por la problemática del patrimonio, nos acercamos al núcleo irreductible de los sentimientos, sensibilidades y pasiones; del sustrato que alimenta los sentidos mutables y mutantes de localización, pertenencia e identidad, que son inherentes a la condición humana. En este dominio no puede haber lugar para desencajes y exclusiones.

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POLÍTICAS DE PATRIMONIO Y PROCESOS DE GENTRIFICACIÓN/ RECUALIFICACIÓN: NEGOCIACIONES Y TENSIONES ENTRE LA ESTÉTICA PATRIMONIAL Y EL CAMPO PÚBLICO DE LO SOCIAL Mónica Lacarrieu Universidad de Buenos Aires, Argentina

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n las últimas décadas se produjeron cambios con relación al campo del patrimonio, particularmente en lo que se refiere al surgimiento de nuevos patrimonios, pero también con respecto al lugar que este adquirió en el ámbito de las políticas y la planificación urbana. Sin embargo, esta relación, aparentemente transformadora, que vincula al patrimonio con los espacios y procesos urbanos, que suele mostrarse homogénea y como resultado de diferentes etapas que, según algunos autores (cfr. Capron y Monnet 2003), desembocan en la gentrificación/recualificación, no es lineal, ni replicable, más bien es particularmente producida en torno de cambios relativos. Algunos contextos localizados en ciudades latinoamericanas como los ejemplos de los barrios de San Marcos y San Roque, en Quito (a los que llegamos a continuación del Foro realizado en 2013 y del cual se desprende la publicación de este libro),1 los lugares recualificados como el Pelourinho

en Bahía y/o patrimonializados como el Centro Histórico de Natal en Brasil, así como los entornos patrimoniales de la ciudad de Valparaíso o las luchas por la defensa del patrimonio en barrios históricos de Santiago en Chile, mirados desde los procesos que tienen lugar en la ciudad de Buenos Aires, expresan contrastes complejos en su discernimiento. Es evidente que el asombro que deviene de estas diferencias es el producto de la mirada del experto que espera encontrarse, ya sea por consenso o disenso, con imágenes e inscripciones naturalizadas no solo intelectualmente, sino también corporalmente. Si bien, el asombro es parte de la pregunta antropológica, al decir de Esteban Krotz (2002), el mismo puede construirse ya sea desde lo esperable o lo obvio, como desde lo imprevisto o inesperado. Eso me ha sucedido en los encuentros próximos con esos lugares de nuestras ciudades. La llegada al barrio de San Marcos, imaginado como un espacio periférico al Centro Histórico, no obstante, estetizado por los mismos vecinos, según una lógica recualificadora mezclada con bienes patrimoniales como las placas adheridas a los muros de las casas en las que se construye un relato alternativo al patrimonio monumental, al mismo tiempo que retoma su expresión; produjo una reacción de sorpresa como el arribo al mercado de San Roque, aún mas periférico y marginal, nada embellecido según la lógica mencionada, en cuyo entorno ante la pregunta a una vendedora sobre su gusto o disgusto respecto del Centro Histórico, la respuesta fue de consenso con las políticas de recualificación –aunque obviamente construida en la distancia y la movilidad hacia el barrio en el cual no reside–. La antropóloga esperaba malestar social ante el avance de la exacerbación de la monumentalidad en un centro patrimonializado por UNESCO, y por el contrario, en un caso se encontró con cierta aprobación hacia estos procesos, mientras en el otro, con el relativo deseo de que los mismos continúen. El experto de las ciencias sociales discute con estos asuntos y espera que los sujetos locales y localizados respondan en el mismo sentido, tal vez por ello es que al llegar al Pelourinho de Bahía, el grado de asombro sea menor, en tanto la recualificación ha funcionado casi como el movimiento de las agujas de un reloj: entre la estetización, la expulsión de población afrodescendiente, la delimitación material y simbólica, la valorización del patrimonio material e inmaterial, e incluso ciertas tensiones sociales que se diluyen, se minimizan por efecto de ese proceso. Sin embargo, no ocurre lo mismo cuando la antropóloga arriba a Natal una semana después de que el IPHAN2

1 Foro Latinoamericano “Habitar el Patrimonio” desarrollado en la ciudad de Quito en setiembre de 2013, coordinado académicamente

por Lucía Durán, Eduardo Kingman y Mónica Lacarrieu y organizado por el Instituto de Patrimonio de Quito, Ecuador. 2 Instituto de Patrimonio Histórico y Artístico Nacional, Brasil.

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ha declarado a su Centro Histórico como patrimonio nacional y casi con desesperación procura rastrearlo para no perderse aquello que aparentemente es digno de recorrerse. Con el peso de la expectativa construida en relación a otros centros patrimonializados como el Peló o incluso el Centro Histórico de Quito, pregunta a las diferentes personas nativas por el lugar, quienes un tanto desconcertadas indican una ubicación ambigua, a la que luego llega junto a un taxista que sirve de guía y que erráticamente muestra un Centro Histórico desordenado, caótico, des-patrimonializado, un “lugar fuera del lugar patrimonial”, de difícil comprensión según la perspectiva naturalizada. Momentos en que el antropólogo descree del patrimonio, cuando por ejemplo en Valparaíso frente a la catástrofe reciente provocada por un incendio, la patrimonialización hace evidente la vulnerabilidad de quienes no fueron alcanzados por la misma, al mismo tiempo en que pone de manifiesto su incapacidad para la resolución del conflicto ordinario. O bien situaciones en las que las poblaciones locales de ciudades patrimonializadas expresan necesidades de las que el patrimonio solo participa en último término, o de centros históricos (como en Buenos Aires) en que los actores sociales ligados a organizaciones sociales solo piensan en el patrimonio como ámbito de afectación social, como parte de un mapa de conflictos que alertan sobre procesos de gentrificación que excluyen a los sectores desposeídos del habitus patrimonial. Efectivamente, regresando al inicio del texto, cada uno de estos ejemplos permiten decir que hubieron cambios –aunque no producidos ni procesados homogéneamente– que han mostrado al patrimonio como un ámbito hacedor de las ciudades contemporáneas. Particularmente visibles en América Latina, en tanto las políticas de patrimonio vieron la luz en los comienzos del siglo XX, a distancia de los fenómenos urbanos, definidas desde los estados con el objetivo de conformar naciones, sin embargo, localizadas territorialmente, también en ciudades, aunque solo en aquellas que pudieron ser atravesadas por la lógica monumental. No obstante, transformaciones relativas, pues como Monnet (1996:226) señalara, la “protección del patrimonio” también fue parte de políticas constituidas como “verdaderos instrumentos de gestión de las ciudades”, y mirado desde su contracara, como en el caso de la ciudad de Natal, aún en el presente es la institución nacional la que decide, nomina, declara y activa el patrimonio antes negado o relegado, en busca de nuevos consensos sociales para la construcción de la Nación. ¿Qué es, entonces, lo que cambió?, ¿la visibilización del patrimonio en lugares donde antes era invisible?, ¿el lugar de trascendencia obtenido por efecto de procesos contemporáneos urbanos, en los que el patrimonio se ha vuelto un recurso de excelencia?, ¿la posibilidad de visualizar políticas patrimoniales donde antes solo podíamos ver estrategias conservacionistas despolitizadas, instrumentos de planificación urbana?, o bien, ¿la emergencia de un contexto de traspasamiento que comunica el campo de la política y la gestión de la ciudad con el del patrimonio cultural? La mayoría de los autores consideran que las transformaciones se alojan en nuevos consensos que colocan al patrimonio como un objeto deseado y deseable, no solo en el campo de la política pública urbana, sino también en los ámbitos en que los sujetos y grupos sociales diversos, antes desconfiados, renuentes a la llamada “conciencia patrimonial”, hoy se expresan ávidos de patrimonializaciones y demandantes de más patrimonio. Así, para una parte de los expertos, el patrimonio llega a las ciudades de la mano de procesos de gentrificación y/o re-

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cualificación instalándose en el punto mas alto de los objetivos de la planificación y gestión de las ciudades. Mientras para otros, la idea de consenso social que subyace desde sus orígenes a la noción de patrimonio, por fin se vuelve parte de una visión basada en el “interés público que justifica el intervencionismo de los gobiernos… en nombre de todos los ciudadanos”, más allá de “disensiones políticas entre distintos partidos” (Capron y Monnet 2003:7-8). En las ciudades con “exceso” de patrimonio, muchas de ellas legitimadas no solo por los estados nacionales, sino también por los organismos internacionales como UNESCO, es la primera cuestión la que se observa como factor de cambio. En las urbes menos patrimonializadas, en las que la modernidad le ganó la batalla a la conservación, tales como Santiago de Chile y Buenos Aires –por solo poner dos ejemplos–, aunque la gentrificación/recualificación no deja de ser parte del discurso y de la invención urbana cotidiana, es en las demandas y reclamos sociales que colocan en primer plano al patrimonio, que se observan las innovaciones. Sin embargo, como hemos visto, no siempre el patrimonio está en primer plano: algunas de nuestras ciudades no parecen proclives a procesos de recualificación, mientras en otras los sujetos y grupos sociales reclaman necesidades sociales básicas o se constituyen entre el alerta que pueden generar aquellos procesos, y las demandas fundadas en problemáticas diversas relacionadas con deterioros y complicaciones propias de ámbito urbano. En este orden de cuestiones, podemos especular con que el patrimonio se ha vuelto no solo un recurso de interés público, sino un problema social legitimado públicamente, en otras palabras, un asunto público. ¿Pero efectivamente el patrimonio urbano se ha vuelto un objeto socialmente reconocido como un asunto capaz de movilizar intereses y organizar conflictos en la arena pública (González Bracco 2013)? En caso que esto fuera así, ¿para quiénes y en qué sentido se volvió asunto clave de la agenda pública urbana? Aparentemente el patrimonio en/de la ciudad ha transitado hacia esa conversión, cuestión que admite su “descubrimiento”, reconocimiento y legitimación como tal desde diversos actores –no solo funcionarios, autoridades, gestores o expertos–, provocando que este nuevo lugar comience a impactar en debates y temas de la agenda pública urbana contemporánea. Sin embargo, aún continúa reproduciéndose en torno de procesos incompletos antes que de productos totales y ubicándose a distancia de los usos y apropiaciones sociales y de las disputas por los espacios de las ciudades. Es decir, que se ha vuelto asunto público con relación a demandas de patrimonio histórico, monumental, arquitectónico que, aunque exceden el campo de la política pública, se instalan en la lógica de la expertise institucional activándose según el encuadre clásico institucional. El foro, a partir del cual se produjo esta versión del texto, se constituyó como un espacio de debate sobre los cambios y los nuevos paradigmas que circulan en torno de los especialistas, pero que sobre todo, ingresan en el campo de las políticas públicas. En pos de esos cambios, que muchas veces ya damos por supuestos y que como planteamos en el inicio de estas páginas, deben rediscutirse, es que procuramos avanzar sobre los mismos e incluir una arista escasamente abordada en el terreno de lo patrimonial: habitar el patrimonio. Pero, ¿por qué es necesario hablar del patrimonio en términos del habitar? Porque continúa produciéndose como un menú de bienes y/o expresiones reificados, que en múltiples ocasiones contribuye a la creación de paisajes reificados (territorios, barrios), y que incluso ante la emergencia del patrimonio inmaterial, los

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sujetos y grupos ingresan al campo patrimonial en tanto comunidades reificadas, por fuera de la vida cotidiana. En suma, podemos decir que el patrimonio es un ámbito de constantes reificaciones en tanto productor y reproductor de “lugares fuera de lo común”, de bienes objetivados en la excepcionalidad y de sujetos y grupos extraídos de sus contextos sociales, nunca pensados siendo parte o habitando los espacios y tiempos de la patrimonialización. Tal vez suene extraño reflexionar sobre habitar el patrimonio en vínculo con procesos de gentrificación y/o recualificación que tienen lugar tanto en centros históricos legitimados incluso a nivel de la humanidad –como Quito–, como en barrios históricos de menor porte en cuanto a dicha legitimación –como en Buenos Aires o Santiago de Chile–. Particularmente, porque la visión asociada a dichos procesos supone habitar en espacios des-habitados, consecuencia de vaciamientos expulsivos de pobladores sin capital y habitus patrimonial, o bien en contextos inhabitables por efecto de recreaciones estéticas patrimoniales constituidas a distancia del campo social, las que ejercen control sobre lo intocable, por ende aquello que no puede habitarse. No obstante ello, es nuestro objetivo reflexionar críticamente sobre los vínculos que se establecen entre políticas de patrimonio y procesos de gentrificación/recualificación que, en las últimas décadas, con el patrimonio como recurso, han tomado cuenta de centros históricos y otros lugares de las ciudades latinoamericanas. Considerando que estos procesos son maleables, con características diversas dependiendo de las historias urbanas locales, las preguntas claves son: ¿qué entendemos por “habitar el patrimonio”? y ¿qué significa “habitar el patrimonio” en contextos de gentrificación/recualificación?, a las que podríamos agregar: ¿es la demanda, el reclamo, el renovado interés público de los habitantes urbanos por el patrimonio, lo que contribuye a pensar que es posible reflexionar sobre el sentido de habitar el patrimonio?

1. “Patrimonio sin autor”:3 claves para reflexionar críticamente sobre las nuevas “políticas de lugares” gentrificados/recualificados “QUE LA GENTRIFICACIÓN NO SEA INVISIBLE A TUS OJOS” (Relevamiento colectivo+más investigación+acción, Distrito Tecnológico de Buenos Aires). Espacio Chico Mendes, Geoide en revolución, Destapiadas.org, Buenos Aires, 2013.

El campo del patrimonio fue clausurado en torno a totalidades que, para la mayoría de los especialistas, son productos modernos, asociados a la conformación de los estados nación y que, como señala Salgado Gómez (2008:21), constituyen “tecnologías clasificatorias que han estructurado una manera moderna de mirar, comprender y aprehender el mundo”. En este sentido, se ha naturalizado como un ámbito cargado de estatalidad, particularmente producido y analizado con relación a los “usos del pasado” –una temporalidad desprocesuada a partir de la cual no solo existe, sino también se ha explicado el patrimonio, antes respecto de la dimensión espacial–. Aún en la actualidad es un campo de producción y reproducción de esencialidades y de cristalización de lugares constituidos entre bienes y sujetos. Los cambios que se supone han llegado a este ámbito no logran, sin embargo, acabar con las activaciones resultantes de la expansión abusiva de reificaciones que se producen en el campo estrecho de la inercia patrimonial –antes solo

3 Tomamos prestado el concepto de “cultura sin autor” desarrollado en el texto de Nicolás Bautes.

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institucional, ahora también social–, asimismo, reproducible mas allá de los tintes políticos de los distintos gobiernos. Recientemente, Antonio Arantes4 ha expresado que el patrimonio no es tan solo una palabra o un concepto, sino una construcción histórica que asume diferentes contornos según los contextos en los que se produce. No obstante, como señala Prats (2005:23-25), se trata de un campo que se constituye entre lo local y lo localizado y en su relación con la “externalidad cultural”. Esta apreciación sirve para entender por qué algunos lugares patrimoniales son mas atractivos por fuera de su lugar, mientras otros son particularmente valorados por su comunidad, con escaso interés más allá de las mismas. Claro que si algo preocupa a Prats, tanto como a Arantes, es la imposibilidad del patrimonio de conectar con los sujetos y grupos sociales en sus lugares y tiempos cotidianos, aún en el caso del patrimonio inmaterial. Creemos que este es un tema importante para nuestro objetivo, pues las políticas conservacionistas, tradicionalmente las que operaron sobre el patrimonio histórico, monumental y arquitectónico y que en el presente son convocadas incluso por pobladores de barrios amenazados por la demolición y el negocio inmobiliario, entre otras razones, produciendo un “urbanismo conservador” justificado en razones progresistas (Capron y Monnet 2003:2); tienden a crear apropiaciones institucionales de centros históricos o de “barrios patrimoniales” desvinculados de las bases sociales que dan sentido a esos lugares (Arantes 2014). Hasta aquí el problema parece ser de activaciones que se producen en el marco de las instituciones que, evidentemente, no dejan de estar presentes en las decisiones que se toman al acotar lugares que se gentrifican y/o recualifican, los que se constituyen como “lugares vacíos de sujetos” aunque siempre en contradicción con el discurso que proviene de los expertos, pero sobre todo de quienes conforman las administraciones y gestiones de gobierno. Es llamativo que los decisores construyen un relato patrimonial con incorporación de los actores sociales involucrados, pero en la práctica hay barrios que, aunque históricos, pintorescos y típicos, no encajan en dicho relato: es el caso del barrio de La Boca en Buenos Aires para el cual hace muchos años se preparó un expediente de creación de Área de Protección Histórica (APH) que nunca salió de los cajones de la oficina de planeamiento urbano, sin aparentes razones, aunque con motivos encubiertos vinculados a la población de sectores pobres que habitan los conventillos de chapa y madera construidos sobre fines del siglo XIX y principios del XX. Así es que La Boca podría ser parte de una activación patrimonial que convirtiera al barrio en zona típica y tradicional bajo el carácter preservacionista de ese tipo de vivienda,5 sin embargo, solo pareciera ser posible en la medida en que los sectores que residen y circulan por el lugar, fueran extraídos de ese contexto. Y aún más sorprendente es que cuando son los habitantes de barrios quienes demandan y reclaman patrimonio, regresan sobre el consabido relato patrimonial, actuando sobre pedidos de activación que desvinculan el lugar y los bienes de determinados

4 Apreciaciones vertidas por el autor en el marco de la Mesa Redonda “O estatuto da nocao de lugar nas investigacoes sobre os

patrimonios” desarrollada en ABA, Natal, Brasil, el 6 de agosto de 2014. En dicha mesa participaron como ponentes, la autora de este texto e Izabella Tamaso y como comentarista Antonio Arantes. 5 En la década de los 90 hubo un intento de rehabilitación de la “vivienda típica” de La Boca con radicación de la población

existente. Esa fue una época en que hubo intentos de conservación, incluso en zonas no monumentales, sin embargo, la radicación era posible debido a que no se trataba de políticas de preservación patrimonial, sino de rehabilitación urbana. En cualquier caso, el intento fue fallido.

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sectores sociales –puede que la diferencia con las decisiones institucionales se encuentre en que los vecinos comprometidos con estos reclamos también deciden quienes serán activados en el mismo proceso–. En el barrio Floresta de la ciudad de Buenos Aires, hace unos años, los vecinos residentes reclamaron al gobierno local una APH para el entorno de casas construidas a principios de siglo XX, consideradas por ellos como históricas y características del lugar, si bien la demanda estaba fundada en la necesidad de expulsión de cierto tipo de población que comenzaba a circular e incorporarse, incluso en las casas, que una vez vendidas se convertían en talleres clandestinos donde trabajaban sobre todo bolivianos. Este resulta un ejemplo interesante en la medida en que los actores “ennoblecidos” y asociados en el bien común y público del patrimonio, contribuyeron con el reclamo a denostar la ilegalidad del trabajo informal que ocurría y aún ocurre en talleres donde existe la explotación y esclavitud, no obstante, esa “buena razón” acababa inevitablemente en el vaciamiento parcial y relativo de sujetos constituidos como indeseables.

La Boca. Fotografía: Mónica Lacarrieu.

Estos son los primeros síntomas que nos hablan de cambios menores, siempre direccionados o enmarcados en la lógica patrimonial clásica y en que puede empezar a verse el lugar contradictorio que posee el habitar un lugar patrimonial, incluso más allá de la institucionalidad gubernamental. Esta lógica se fortalece cuando observamos los procesos que provienen del campo del urbanismo, no obstante, retomando estrategias patrimoniales. En el seno de una retórica espacio-culturalista del lugar, hoy transnacional, que reenvía al “pensamiento sustancialista de los lugares” (Bourdieu 1999:119) se imprime potencia a espacios específicos en los que sujetos y grupos suelen autorepresentarse como “ser de un lugar” y como “estar en un

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lugar”. Esos sentidos de lugar fundados en la ancestralidad del mismo, retoman la concepción cultural-patrimonial desde la cual dichos recursos toman vida propia, levitan por encima de las cosas, y se imponen mas allá de los sujetos, adhiriéndose a los objetos, aparentemente, sin mediar apropiación alguna por parte de aquéllos. Esta visión institucionalizada, a veces consensuada y negociada con los pobladores, permite recrear “paisajes culturales”6 o los también llamados “distritos culturales”7 “barrios patrimoniales”, “zonas típicas”8 los que “implican una esencialización o uniformización del otro desde arriba” (Lins Ribeiro 2005), garantizando acumulación de recursos y poder. Todas las denominaciones, nada inocuas ni neutrales, que garantizan la creación del “espíritu de lugares” caracterizados por la selección de referentes materiales e inmateriales que sintetizan una imagen del espacio y contribuyen a la identidad de un sitio. La nueva colonización de las ciudades se realiza a través de procesos de gentrificación y/o recualificación9 que introducen lugares significados bajo rótulos como los mencionados, constituyendo un ejemplo bien interesante de esta generación de “lugares de consenso”. Los espacios urbanos son definidos por una cultura-identidad que implica la captación del espíritu trascendental del sitio y la sensibilidad que se desprende del lugar y respecto de la cual solo ciertos sujetos pueden asociarse. La categoría de “barrio sensible” que utiliza Sylvie Tissot (2013), aún desplazada de su sentido original10 puede servir para explicar esta noción en términos de acción pública. Diversos autores describen esa síntesis desde el cruzamiento de miradas –de los organismos, gobiernos, disciplinas y habitantes– que operan sobre la condensación de dimensiones estéticas, culturales, espirituales.

6 La categoría de “paisaje cultural” ha sido legitimada desde el discurso de UNESCO, de allí que hay varias activaciones vinculadas

al patrimonio mundial que se han adjetivado con esta noción (el caso de la Quebrada de Humahuaca en Argentina es una, pero también la ciudad de Buenos Aires quiso ser declarada como Paisaje Cultural en uno de sus recorridos mas “tradicionales”). 7 El gobierno de la Ciudad de Buenos Aires se encuentra en un franco proceso de acumulación de distritos característicos. La mayoría

de ellos están definidos en torno del concepto de cultura, otorgando mayor validez al patrimonio o al arte: Distrito de las Artes (La Boca-Barracas), Distrito Audiovisual (Chacarita, Palermo, Colegiales), Distrito patrimonial (San Telmo). 8 En Santiago de Chile, los barrios históricos defendidos hoy por sus propios habitantes, son activados en su patrimonio por la

denominación institucional de “zona típica”. 9 La gentrificación, tal como fue definida originariamente, posee algunos rasgos intrínsecos como el que mas se ha enfatizado: el

desplazamiento y recambio poblacional. No obstante, estos rasgos no siempre se completan o no se producen en los términos que tuvieron lugar en las ciudades anglosajonas, donde surgió el término. La ambigüedad que comporta la idea de gentrificación, sobre todo en ciudades como las de América Latina –en ocasiones fundada en el recambio clasista, otras en la cuestión economicista, etc.–, simultáneamente taxonomizada, ha llevado a explorar otros términos en relación a procesos que aparentan similitudes, pero que sin embargo, tienen especificidades. La recualificación es uno de esos términos que se ha expandido y fortalecido, particularmente en el campo académico, aunque también en el de la política y la gestión pública. La recualificación es pensada como proceso y situación que tiende a resolver la mejora de los espacios públicos, no obstante, bajo el parámetro de la estética y el estilo de vida, en relación al cual la cultura en su integralidad –incluyendo la idea de creatividad– aparece como recurso. En algunos de estos procesos hay efectos que se observan como propios de la gentrificación, nos referimos al desplazamiento y recambio poblacional, si bien esta no es siempre consecuencia de la recualificación. Asimismo, hay procesos de gentrificación que sí están marcados por este tipo de impactos, pero que al mismo tiempo retoman aspectos claves de la recualificación: de hecho, Zukin (1996), quien fue una de las autoras con mayor presencia en las reflexiones sobre la gentrificación, habla también de “paisajes culturales” como “nuevos lugares” que se consumen visualmente. Asumimos junto con Jacquot (2010) que es la “de-cualificación”, como déficit de valor de cierto espacio, a su vez incompatible con la cultura, y en particular con el patrimonio, desde donde podríamos pensar la recualificación. 10 La autora habla de “barrio sensible” en relación a la construcción que, desde la acción pública, se hace de determinados barrios

desfavorecidos, con problemas sociales.

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De acuerdo a esta retórica y lógica transnacional que opera fuertemente en los llamados fenómenos de regeneración urbana, la creación de un “barrio/distrito cultural” es el resultado de la exaltación de un menú de características, vistos por Montgomery (2003: 295) como indicadores de un “buen barrio cultural”/”buen lugar urbano” –indicadores de actividad económica, cultural y social, formas de relación entre lo edificado y los espacios y significatividad (sentido del lugar histórico y cultural)–. El “barrio cultural/patrimonial” se revela a la ciudad como un territorio aparentemente natural, genéticamente determinado por esa tipología idealizada, cristalizado y rotulado como tal a nivel de lo local, si bien con aspectos que provienen de esa lógica transnacional planteada. Quienes dan conformidad a esta forma de segmentar la ciudad son ajenos a esos procesos de capilarización y condensación o bien de “acumulación de capital simbólico en una zona determinada” (Uldemollins 2008: 181). No necesariamente un espacio con obras patrimoniales mecánicamente se convertirá en un “barrio patrimonial”, sino que tiene que haber procesos de capitalización y valorización de los bienes y objetos considerados en ese sentido, por ende, exaltados en su condición de patrimoniales. Sin embargo, como lo estamos mencionando, los nuevos fenómenos de recualificación urbana tienden a provocar la existencia de un territorio idiosincrásicamente visto como cultural o patrimonial, mediante mecanismos de supuesta visibilización de espacios con características preexistentes. Los lugares interpelados por lo patrimonial tienden a ser visibilizados como espacios circunscriptos y fijos, aún en contextos de renovación de nociones y formas de gestión. Como señala Augé (1993), los “lugares antropológicos” y patrimoniales –no por ello necesariamente constituidos así por antropólogos– son producto de una invención, sin embargo, ligada a la idea naturalizada del lugar cerrado, dentro del cual los sujetos se sienten próximos y bajo una misma perspectiva –la denominada por Bourdieu (1999: 120) “frontera natural” sería el mecanismo de cerramiento–. Son lugares –tanto centros históricos, como barrios patrimoniales, paisajes culturales o comunidades con PCI– que producen expectativas vinculadas a una idea de patrimonio. No solo el planificador, el gestor patrimonial, sino incluso el antropólogo académico espera encontrar un lugar patrimonial ordenado, uniforme, controlado, delimitado. De allí que los mismos sujetos y grupos involucrados procuran ser parte de esa idea. Como se observa en el inicio de este tópico cuando retomamos el discurso de asociaciones locales y vecinales de barrios de Buenos Aires, la invención de la gentrificación –y nótese que esta categoría es la que se legitima socialmente, no así la de recualificación– se ha vuelto un discurso de autoridad que autoriza una “verdad” sobre los nuevos procesos urbanos en los cuales el patrimonio se vuelve recurso. La eficacia del discurso sobre la gentrificación proviene de la eficacia de las agencias patrimoniales y urbanísticas en su implantación (en una perspectiva que la construye “desde arriba” y como “ideas fuera de sus lugares” (Lins Ribeiro) y de su interpretación que luego es reinterpretada por otros grupos de interés convertidos en mediadores entre los sujetos locales y las instituciones (por ejemplo asambleas vecinales).

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Caminito. La Boca. Fotografía: Mónica Lacarrieu.

La representación asociada a la gentrificación es una construcción simbólica que procura materializarse a través de “figuras/formas/imágenes a partir de las cuales la sociedad actual, o por lo menos una parte de ella, concibe la presencia de elementos materiales o culturales”. vinculados a la idea que se ha naturalizado sobre ella. Estas figuras, formas e imágenes vinculadas al imaginario patrimonialista de la gentrificación, se despliegan a través de referencias materiales constituidas en las figuras de faroles, adoquinados, rejas, monumentos, viviendas típicas, en las formas de estéticas y estilos arquitectónicos/artísticos, en las imágenes de colores, expresiones culturales inmateriales como el tango, el candombe y las llamadas de tambores afro en Buenos Aires, fiestas populares de inmigrantes, de indígenas urbanos, desplazados, etc., en otras ciudades. Se trata de un imaginario resultado de objetos y símbolos con agregado de valor, o como señala Coelho (2008:25, n/traducción) con “densidad identitaria” reafirmada en un “valor trans-histórico”, no siempre producido en la continuidad de aquellos: es el caso de los conventillos en La Boca, convertidos en “viviendas típicas”, en tanto objetos y símbolos de mediación para la transformación del espacio en lugar, no constituidos –como refiere este autor en relación a las casas blancas de Ibiza– desde “ningún patrón estético o cultural intrínseco de la comunidad”. En términos probablemente subjetivos, dicha representación objetivada mediante dimensiones y elementos que condensan materialmente el proceso, se constituye como la “gentrificación deseada” como completa, casi totalitaria, por pobladores locales, algunos que negocian y otros que consensuan estos procesos. De allí que, aún cuando la gentrificación se promueva como acción urbanística completa y acabada desde los agentes públicos, privados locales y transnacionales, en la práctica se habite y experimente como “gentrificación incompleta” y “en mosaico” (Jacquot 2010:32, n/traducción). Como es observable, no solo es deseable para quienes escogen moverse a estos barrios, sino también para quienes residen desde hace tiempo, y no siempre lo es para las clases medias acomodadas, también puede serlo para clases medias-medias, e incluso para sectores populares.

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Entonces, ¿cuál es el lugar que el patrimonio ocupa dentro del campo de las políticas urbanas contemporáneas? En relación a estos nuevos procesos y en pos de intentar una respuesta, es necesario considerar algunos aspectos claves y estructuradores de los mismos. En primer lugar, ya no basta con vivir en barrios, sino que además esos barrios y/o los lugares de los mismos deben ser “pintorescos”. No cualquier lugar –barrio, calle, pasaje, etc.– cuenta con los componentes materiales y simbólicos necesarios para convertirse en pintoresco. En palabras de Bourdieu (1997:169-71), podríamos especular con la necesidad de una especie de “alquimia simbólica” que produzca “actos de eufemización, de transfiguración, de conformación de un capital de reconocimiento” desde el cual generar consecuencias simbólicas. La conversión del “barrio” en “paisaje cultural” (Zukin 1996), requiere de esa “alquimia simbólica” según la cual habrá ciertos grupos con recursos y “categorías de percepción y valoración idénticas” y desde las cuales podrán producirse intercambios de bienes materiales y simbólicos. En La Boca, es posible que esa transformación sea el resultado de una readquisición de “accidentes de la historia” (Coelho 2008). Las casas coloridas (conventillos) que han producido una imagen tradicional del lugar, no obstante producto de una invención cultural que se asumió originaria y con continuidad histórica, constituyen un buen ejemplo de reproducción cultural en torno de la cual se producen las recualificaciones. Mediante ese proceso, es posible imprimir principios de reconocimiento y de desconocimiento acerca de lo “pintoresco/típico” como eje de comunicación acerca de qué lugar exhibir, y de “dominación simbólica” respecto del “lugar vivido”. Esta especialización se supone que produce una ciudad mas consensuada sin conflicto que se vincula a procesos de resistencia. Sin embargo, el barrio ha quedado suspendido en la tensión entre la recualificación de un “recorte espacial” y la relegación social de un vasto territorio, en la que el conventillo ha sido el recurso y el antirecurso al mismo tiempo. Mientras Caminito se asume como espacio de “rentabilidad cultural”, paisaje basado en el “derecho a la belleza” en tanto monumentalización de la “cultura popular y tradicional”, que solo pueden poseer los contempladores del sitio y no los habitantes cotidianos, se han constituido procesos y espacios de disputas por el conventillo en tanto bien material y simbólico. Las disputas permiten observar que la recualificación se monta de condiciones preexistentes a nivel cultural/patrimonial, pero no siempre obtura procesos de reproducción social previos que requieren del conventillo como recurso de esa reproducción y no como bien patrimonial. El “elemento estético” interfiere abruptamente en la estética de la vida cotidiana (“adornos estéticos” en tanto acciones simbólicas) y el rigor estético tiene influencia sobre patrones éticos. En segundo lugar, la recualificación opera en mayor grado sobre los espacios públicos que sobre el habitar, la habitabilidad y la vivienda –es decir que aunque se espera que estas acciones con la cultura como recurso intervengan sobre lo social, normalmente esta esfera es relegada–. La centralidad de los espacios públicos es un aspecto que se ha visto con claridad en la rehabilitación de Puerto Madero –quienes planificaron este lugar desde el inicio, plantearon que esta forma de “limpieza” de los espacios públicos, implicaría “nuevos roces” entre las personas, es decir, la conformación de una “nueva urbanidad” basada en una moral urbana que, sin embargo, es selectiva–. Así, uno de los cambios centrales de estos procesos es la importancia dada a los

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espacios públicos como si desde su acceso y su potencialidad para ser transitados, fuera posible la democratización y la inclusión social. La valorización de los espacios públicos de algunos lugares se construye según el poder dado a la refuncionalización del pasado (Peixoto 2001:214, n/traducción). La misma se produce en relación a dos aristas: por un lado, persiguiendo la continuidad de ciertas modalidades contemporáneas del higienismo (estrechamente vinculado a la modernidad urbana cuando la gentrificación no era un asunto crucial de la dinámica de las ciudades); por el otro, retomando “cierto grado de inercia” acerca de reanimar y revivir asuntos trascendentales de la cultura –como el patrimonio o el arte–, así como de volver a usos, costumbres y modos de vida vinculados al pasado. Como señala el autor (Op.cit: 214-15), se trata de “reactivar algo que ya existía, pero que habiendo dejado de estar integrado en las prácticas cotidianas es redescubierto para nuevas funciones”, tanto articuladas a sociabilidades de espectacularización, de plusvalía estética, como de una relativa urbanidad vinculada a la idea de interacciones desde las que se producen prácticas y relaciones sociales que convierten un espacio cualquiera en un espacio público cargado de determinada estructura de sentidos, en los casos que estamos tratando vinculada a una “retórica de sustentabilidad de la cultura urbana” (Op.cit.: 214) desde la visión recualificadora. La recualificación tiende a gestar procesos de revitalización de espacios, sin embargo como dice Rubino (2009:34, n/ traducción), desde una perspectiva temporal (el renacimiento del pasado aparece en consonancia con ello). Pero se trata de revitalización de los acontecimientos que se producen en la vida y espacio público, no así de aquella en relación a la “des-vitalización” de procesos habitacionales vinculados a su propio déficit. En tercer lugar, accionar sobre los espacios públicos implica generar una visión asociada a la contemplación y a la circulación, antes que a la apropiación social. Esta visión asociada a la contemplación, consideramos que se vincula al supuesto según el cual la gestión pública actual focaliza su accionar en el sujeto “en tránsito” (que no se traduce necesariamente en sujeto inmigrante), priorizando la movilidad antes que el sujeto residente, local y localizado. La contemplación que, según Gravari-Barbas (2005), puede traducirse en derecho a la mirada, un derecho que estaría vinculado al derecho a la belleza que postulara Amendola (2000). La puesta en escena del recurso patrimonial, sin duda, impone una normalización de la estética y de un fachadismo que suele imperar en los lugares recualificados, naturalmente “bonitos”, sin embargo, bellos para pocos. La mirada parece ser una cualidad y hasta un capital (en el sentido de Bourdieu) con el que cuentan mas los expertos que quienes habitan los lugares. Desde la recualificación es posible observar este asunto: el Centro Histórico es más visible y comprensible para los patrimonialistas (que no solo son académicos o gestores del patrimonio, sino también grupos sociales que han adquirido ese capital) que para quienes procuran invisibilizarse en viviendas ocupadas ilegalmente o vinculadas a la pobreza. La primacía dada a la circulación y la contemplación está ligada a la visibilidad-invisibilidad en que se producen los espacios objeto de recualificación, donde el “derecho a la belleza” (una estética autorizada) produce una “inclusión parcial basada en la observación” –la idea del “derecho a la belleza” se produce a contrapelo del “derecho a la centralidad” para los sectores populares–. La centralidad, aunque construida de manera

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ambivalente –entre lo positivo y lo peligroso–, suele ser forjada representacionalmente como espacio clave de definición de las ciudades contemporáneas: es por ello que ante determinados contextos históricos, sociales y políticos, se espera que sea desde el centro que irradie la belleza, el higienismo y el orden urbano. Esto se ha hecho muy visible en la ciudad de Buenos Aires, aunque siempre con oscilaciones relativas a momentos políticos diferentes. Sin embargo, pueden observarse en muchas de las gestiones urbanas, tendencias proclives a disminuir la pobreza y expulsar a los sectores pobres del centro –es decir a desdensificar a fines de vaciar espacios y extraer la pobreza y desde allí generar procesos de embellecimiento–.11 Es evidente que los escasos habitantes que pueden tener acceso y apropiación del “derecho a la centralidad” son quienes poseen capital y habitus ligado a la cultura como recurso. No obstante, como se puede observar en Buenos Aires, este modelo de ciudad siempre está tensionado por los propios sectores que se quieren excluir. Los tres ejes mencionados parecen resultar en procesos capitalizados por “pocos”, particularmente por aquellos que pueden contar con recursos y capital cultural/simbólico en relación, por un lado a la centralidad, por el otro, a la representación cultural, patrimonial y artística. La exaltación de un “buen/exitoso barrio cultural” implica la necesidad de lugares de consenso, en términos de espacio, pero sin duda siempre complementados por “buenas convivencias sociales” marcadas por “buenos vecinos” caracterizados por un orden y una moralidad de la diversidad eufemizada mediante discursos igualitaristas (Tissot 2011). Es un tema de retórica ligado a los discursos y acciones de las políticas públicas donde “la diversidad funciona como una categorización implícita de lo espacial que determina…[dichas] políticas públicas territoriales y las condiciones de la participación o de la movilización de los actores sobre la escena política urbana”. En este sentido y de acuerdo a las cuestiones desarrolladas, el patrimonio, por un lado, parece persistir en su carácter progresista propio de la modernidad y de su función utópica. Todavía y a pesar de los aparentes cambios, seguimos preguntándonos si debemos elegir entre el progreso o el atraso en nuestro habitar de las ciudades, aún valorando la obra monumental traducida en casas, edificios, bienes históricamente relevantes, los que cuentan con posibilidades de ser congelados en sus usos o funciones y al mismo tiempo volverse inhabitables por “gente común”. Solo desde esta perspectiva, el patrimonio puede volverse un recurso progresista, no como obstáculo o atraso, requerido incluso por pobladores, siempre y cuando el patrimonio pueda servir a los objetivos de los mismos –incluso en los pedidos de no demolición de casas visualizadas como históricas–, pero siempre bajo el parámetro civilizatorio que subyace a la visión patrimonialista. Desde estas perspectivas, se evidencia que el patrimonio se viene insertando, con más frecuencia, en el campo de lo urbano. No obstante, esa inserción no implica necesariamente un diálogo complejo y hasta conflictivo con lo urbano.

11 El taller “Gentrificación no es un nombre de señora”, realizado por el colectivo Left Hand Rotation creó una plataforma de

colaboración llamada “Museo de los Desplazados” construida según un registro de estos procesos donde solo algunos parece que pueden afincarse.

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2. Del “patrimonio sin autor” a los procesos de negociación y/o disputas por el lugar patrimonial: ¿es posible habitar el patrimonio? Los procesos de gentrificación y/o recualificación cultural se constituyen en base a dos utopías y/o ideales urbanos. Por un lado, el recambio poblacional suele asentarse en el potencial vaciamiento del espacio público intervenido. Incluso quienes promueven este tipo de acciones, consideran necesario que se produzca ese vaciamiento de personas inaceptables para el desarrollo de las mismas, en pos del arribo de nuevos sectores sociales –sin embargo, resulta llamativo que algunos espacios públicos vaciados se constituyan así en contradicción con sus propias historias, o resulta interesante que otros casos, como Puerto Madero o San Telmo en Buenos Aires, demuestran tanto la necesidad idealizada de la urbanidad, en el primer caso, como la imposibilidad de vaciar espacios públicos cruciales en la recualificación, como en el Centro Histórico la presencia masiva de vendedores ambulantes en determinados días y en el contexto de la calle con mayor funcionalidad en el proceso–. Por el otro, la renovación asociada al problema de “vivir juntos” en las ciudades contemporáneas, coincide con la búsqueda de procesos que, como estos, procuran la atracción de “buenos vecinos”12 y el ordenamiento, no solo de los espacios públicos, sino también de las diferencias a través de la construcción de “mixturas sociales” –es evidente que en Buenos Aires, este prototipo se ha hecho mas visible en Puerto Madero que en otros lugares–. Son utopías que focalizan una manera de observar e implementar estos procesos por relación a los actores sociales involucrados. La primera cuestión alude al sentido dado a los objetos en dicho contexto. La recualificación cultural dice mas de los “objetos restaurados” que de los “beneficiarios de la restauración”, en ese sentido “la restauración de los objetos viene acompañada de una desapropiación de los sujetos”, volviendo los espacios “objeto de contemplación” y como señala De Certeau (1996) “sustrayendo a usuarios de lo que presenta a los observadores” (citado en Tamaso 2006:4, n/traducción). La segunda, estrechamente asociada a la mencionada, habla de la tensión entre la “cultura exhibida” y la “cultura vivida/habitada”. En sintonía con ello, Peixoto (2005: 159, n/traducción) dice: “Cualquier objeto al ser patrimonializado es encarado como elemento basado en una lógica de una cultura de exhibición. Es en ese proceso que tiende a ser desligado de las dinámicas cotidianas en las que se integraba y vinculaba a una cultura vivida y compartida”. En síntesis, los recursos asociados a la recualificación tienden a exaltarse por fuera de los usos cotidianos de quienes los viven, experimentan, habitan y usan. Esta cuestión lleva a la tensión mencionada para quienes deben “aprender a saber vivir” nuevamente, pero también a potenciales recambios de actores y grupos relacionados con estos procesos. Ambas utopías se construyen desde los registros de visibilidad/invisibilidad dados a ciertos actores, que como hemos mencionado anteriormente, suelen dejar afuera a sujetos no deseados, generalmente disociados de la “riqueza patrimonial”, aunque potencialmente convertidos a la misma cuando se adquieren recursos de exaltación y de valor patrimonial en clave institucional –por ejemplo los bolivianos del barrio Floresta no logran ese carácter patrimonial, en tanto se constituyen como trabajadores esclavos, no obstante, es

12 Carmen Bernand señala que las relaciones sociales en diferentes formas de habitar lo urbano, se constituyen entre “buenos y

malos vecinos, caracterizando a los primeros como: “….el buen vecino es, en muchos casos, con quien se puede intercambiar una conversación neutra, donde no es cuestión ni de sexo, ni de política, ni de religión. En un extremo, el buen vecino es un vecino inexistente”.

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probable que muchos de ellos, desencajados de dicho barrio y de los talleres donde trabajan, y puestos en la escena de la fiesta de la Virgen de Copacabana, más aún cuando la misma se desarrolla en la Avda. de Mayo y en la 9 de Julio en el centro de Buenos Aires, se traduzcan como “sujetos objetivados” desde la lógica patrimonial–.

Fiesta boliviana en la Avda. de Mayo. Fotografía: Mónica Lacarrieu

En este sentido, la idea de habitar o de habitabilidad asociada al patrimonio, ha estado vinculada a políticas y acciones de protección, preservación y/o rehabilitación que, en determinadas etapas del urbanismo, han focalizado en la vivienda y los usos sociales de la misma (ya hemos comentado el caso de La Boca). Desde esta perspectiva, habitar el patrimonio implica radicar, fijar y colocar el eje en la residencia y el residente del Centro Histórico o del barrio patrimonial. De hecho, en la visión de Gravari-Barbas (2004), proteger el patrimonio significa ocuparlo, darle una función y un uso social, integrarlo a la sociedad en el sentido de habitarlo. Es evidente que, como se observa en el ejemplo del ex Padelai (Patronato de la Infancia ubicado en el Centro Histórico de Buenos Aires), pareciera haber una sola forma de pensar el habitar y generalmente vinculado a la casa, la residencia y el sujeto que la ocupa. El Padelai que fuera ocupado en los 80 por aproximadamente 300 familias, se convirtió en un caso paradigmático de ocupación ilegal de vivienda, con el agravante de que se localiza en el Centro Histórico de la ciudad. El reclamo habitacional construido por esas familias junto a organizaciones sociales se produjo centralmente en los 90, con la intención de negociar un lugar “digno” en relación a los vecinos patrimonialistas, pero sobre todo una vivienda donde residir. Varios años después y, aun producida la negociación con el gobierno local, fueron desalojados en pos de una creciente recualificación del lugar, constituyendo al espacio en sitio del Centro Cultural España, un recurso más de ese proceso que, sin embargo, se vio nuevamente discutido cuando algunas de las familias desalojadas volvieron con un reclamo diferente, aunque no tanto: ellos decidieron defender la ocupación desde el lugar patrimonial del edificio, haciendo del mismo una “cosa pública” que, sin embargo, requiere de uso, apropiación y demanda cotidiana.

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El ejemplo referencia la problemática crucial que conlleva la idea de habitar el patrimonio: entre la posesión y desposesión del mismo, quienes lo habitan o quienes pretenden habitarlo, como señala Gravari-Barbas (2004), lo hacen de manera ambigua y ambivalente, sobre todo cuando se trata de sectores sociales vulnerables. Ellos deben habitar un lugar prestigioso, contemplado con un mirar específico que solo poseen quienes portan ese capital material y simbólico de lo patrimonial, que opera con restricciones y controles sobre aquellos que, como los ocupantes del Padelai, no cuentan con recursos como para implicarse en la protección y salvaguardia de ese patrimonio. Es por ello que no alcanza con colocar en discurso el reclamo sobre el patrimonio, cuando las necesidades se constituyen en otros campos de la vida cotidiana, del mismo modo, en que es más posible que los habitantes de Floresta respondan a las imposiciones y normativas del patrimonio que aquellos vulnerabilizados socialmente incluso por estos sujetos que consensuan la representación patrimonial. Ahora bien, ¿es esta la forma de entender el habitar el patrimonio?, o ¿es la impuesta desde el marco político-institucional? Desde estas páginas proponemos pensar este habitar en el sentido dado por Giglia (2012), es decir como ”un conjunto de prácticas y representaciones que permiten al sujeto colocarse dentro de un orden socio-temporal, al mismo tiempo reconociéndolo y estableciéndolo. Se trata de reconocer un orden, situarse adentro de él y establecer un orden propio. Es el proceso mediante el cual el sujeto se sitúa, con su percepción y su relación con el entorno que lo rodea”. Esta perspectiva procura trascender la idea de habitar relacionado exclusivamente a la vivienda, o de ocupar la casa, desconsiderando el entorno, la movilidad, la circulación y particularmente las apropiaciones y disputas que los diversos sujetos ponen en juego, en ocasiones mediante procesos de negociación, otras tantas en situaciones de conflicto y confrontación. Un ejemplo interesante en este sentido lo constituye la demanda que hace unos años realizara un grupo de afrodescendientes –autodenominados Movimiento Afrocultural– contra el desalojo de una vivienda en el barrio Constitución, de Buenos Aires, donde realizaban actividades culturales y patrimoniales, pero donde también habitaban sectores afro en situación de emergencia habitacional. En tanto dicho local no pertenecía al movimiento, el propietario solicitó su salida y los afrodescendientes iniciaron un reclamo ante la Legislatura de la ciudad de Buenos Aires y ante el Gobierno de la Ciudad, en pos de obtener la radicación. Con el objetivo de reclamar reinventaron un relato acerca de sí mismos y el lugar: plantearon que se trataba del “último quilombo urbano”, por ende que ameritaba no perder el último “territorio negro” que quedaba en la ciudad, enfatizando en la identidad negra, en una Buenos Aires que tendió a blanquear su población. Su reclamo incorporó incluso la reivindicación patrimonial del quilombo y las expresiones culturales que ellos desarrollan, pero sobre todo implicó una expansión de la demanda hacia el Centro Histórico, donde ellos, dicen, tuvieron su origen. El reclamo originó una disputa por el “lugar” (el Centro Histórico no solo en términos de espacio territorial) que involucró a varios actores. Ya que no pudo radicarse a la gente en el viejo local de Constitución, el gobierno local ofreció trasladarlos al Espacio Cultural Defensa (centro cultural bajo la órbita del Gobierno) existente en pleno corazón de San Telmo. Dicho traslado fue conflictivo, en la medida en que el centro cultural ya estaba en uso por parte de vecinos de San Telmo y las actividades institucionales fuertemente

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centradas en el tango. Algunas reuniones previas a la instalación afro preanunciaron una disputa que continuaría con posterioridad: en una de ellas, los vecinos plantearon que si los afro querían vivienda –como necesidad insatisfecha y por ser pobres– ellos los apoyarían en su reclamo, pero que si el mismo era una demanda cultural-patrimonial, no serían acompañados debido a que cultural y patrimonialmente (no olvidar que el tango es patrimonio de la humanidad y que San Telmo es Centro Histórico de la ciudad), el espacio era de ellos. Dicha controversia dio lugar a un amparo judicial, mas allá de que los afro se trasladaron y al día de hoy se han hecho cargo del centro cultural.

Fotografía: Mónica Lacarrieu

Pero en lo que aquí nos interesa destacar, parece muy interesante que el movimiento afrocultural decidiera dar una disputa por el territorio en tanto lugar, con y más allá del centro cultural, y sobre todo por habitar el lugar patrimonial, en el sentido planteado previamente. Si observamos el siguiente testimonio, queda claro que ellos no solo reclaman una “cultura-identidad”, o un “patrimonio”, o incluso un espacio cultural donde desarrollar sus actividades, sino también un lugar y un sentido atribuido por ellos al mismo con todas las implicancias que ello supone. Desde su perspectiva: El lugar digamos la zona de San Telmo lo que significa para nosotros más o menos allí quedó reflejado, de porqué ya estando nuestros ancestros acá anteriormente, bueno estamos cerca del río también. En este lugar en particular más que nada es el espacio donde estamos preservando la cultura. Puede ser, ahora estamos acá como estuvimos en Herrera y podemos estar dentro de lo que es la zona de San Telmo, a lo mejor si nos quedamos acá en este lugar, bienvenido sea pero que sea dentro de los límites donde nosotros creemos que está parte de nuestro pasado, que está nuestro presente y futuro. Para la pregunta que hizo la señora sobre por qué es importante este espacio para nosotros. Es importante porque este espacio es, hablo del espacio, me refiero al movimiento, a la asociación porque el espacio es circunstancial, el espacio no me va hacer pensar, no me va generar conciencia pero este espacio es importante

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porque es una escuela, no es como la universidad a donde usted va a aprender derecho o lo que quiera aprender, esta es nuestra universidad, nosotros vamos a aprender de nuestra cultura, de formarnos sobre nuestra identidad, recuperarnos de nuestra identidad, ¿no?...La casa tiene que estar, es muy importante, que esté la casa pero más que la casa, es ese espíritu ¿no? esa memoria. Esa memoria, eso, la casa es circunstancia pero es necesaria. Este testimonio da cuenta de la complejidad de la disputa en un espacio en el que el poder público y privado han intentado resolver una “paisaje cultural” en el sentido estético ya planteado. La disputa por el lugar retoma viejas hostilidades sufridas por los negros en San Telmo: durante años y hasta el presente, en ciertas ocasiones, vecinos y policías acusaron y aún acusan a ellos de generar caos y desorden debido a que templan tambores con fuego en las calles y a que hacen ruido cuando desarrollan las llamadas. De allí, que en los últimos años han construido un relato subsumido en diversas prácticas, desde el cual se resalta la relevancia de un territorio marcado por la confluencia de factores históricos, culturales y sociales, con contundente objetivo político. Ellos, en la disputa, producen esa matriz del lugar, centralmente, a partir de la memoria histórica, por un lado, y por el otro, desde la constitución de la comunidad y la centralidad del candombe como expresión crucial de ese grupo. Es decir, en primera instancia la Plaza Dorrego (considerada el centro del Centro Histórico) es observada por ellos como el lugar de subasta de esclavos, es decir de sus ancestros que, por ende, consideran debe volver a visibilizarse en relación a la negritud –no solo en relación a los bares, la feria de antigüedades y el turismo– a través del candombe y las llamadas. Ellos dicen: es un lugar que está ubicado estratégicamente para nosotros poder dar visibilidad a lo que no se ve. Entonces, este lugar está ubicado estratégicamente para dar visibilidad a todas esas, a toda esa comunidad, a todo ese potencial que está ahí y no es tan escuchado... La disputa no es solo por el territorio y la plaza, sino sobre todo por el lugar de la visibilidad social, cultural y política de los negros, que puede resultar en un habitar el lugar patrimonial mas allá de los edificios históricos o de los monumentos. La plaza así es convertida en el centro de la memoria, a la cual se llega mediante un recorrido que ellos mismos han producido como histórico y vinculado a la memoria de los ancestros. Por el otro, el lugar se disputa como “comunidad” promoviendo efectos similares en cuanto a la visibilidad de los negros. Pero en este caso resulta sumamente interesante como el espacio en tanto tal, deja de tener relevancia para convertirse en un recurso que se constituye desde el conflicto y la disputa por la presencia/existencia de los negros. Ellos dicen que el espacio no se define por el local en el que desarrollan sus actividades –puede estar en Constitución o en San Telmo–, sino por el “lugar” en tanto confluencia de elementos que hacen a la “comunidad” tal como ellos la imaginan y practican. Así, dicen que el “lugar” se define en “puntos de encuentro” manifiestos en el territorio pero definidos por el candombe, el tambor y obviamente como ya vimos el recorrido y la Plaza Dorrego (las llamadas salen de allí, donde se templan los tambores, y toman un recorrido de calles que ellos han definido como característicos de su comunidad, hasta el Parque Lezama en el casi fin del Centro Histórico). La resistencia que según ellos dieron por su cultura desde el “conventillo” donde vivían, se veían, compartían y no estaban dispersos en otros tiempos, y desde la práctica del tambor, debe ser reavivada con la generación de otros “puntos de encuentro” vinculados a lo espacial, sin embargo, en pos de una disputa por la visibilidad.

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La tensión que establecen con el gobierno local, es parte de una disputa por el Centro Histórico, y sobre todo por el merecimiento del lugar. Las disputas por el lugar, en ciertas ocasiones, no son necesariamente producidas en relación a procesos de tensión. Los grupos afrodescendientes pueden volverse “funcionales” al “paisaje cultural” del Centro Histórico, cuando las prácticas desarrolladas exotizan el mismo recorrido u otros, vistos como necesarios a fin de la visibilización y expansión de la “cultura negra”. De hecho, en el último año y como parte de un programa del gobierno nacional, el movimiento junto a otros colectivos han participado de recorridos ligados al Carnaval Afrodescendiente, instituidos como tales por el poder público. Los afrodescendientes participan de estos eventos y en ese sentido, no solo se vuelven funcionales al “lugar extraordinario”, sino también producen disputas en torno del “lugar del reconocimiento de la negritud”.

Fotografía: Mónica Lacarrieu

El proceso descrito permite observar cómo los sujetos y grupos habitan el patrimonio haciendo y siendo parte de permanentes ajustes, adaptaciones, transacciones y negociaciones. Como señala Gravari-Barbas (2004), reconocer el Centro Histórico como lugar patrimonial, pero también como territorio de diferencias y desigualdades fundadas en el campo del patrimonio, asimismo, reconocer sus prácticas culturales como parte de un potencial patrimonio constituido en la ambivalencia del sentido “tradicional” del mismo, puede influir en el cómo habitarlo. Así, pensar sobre el habitar el patrimonio, no implica solo ocupar y llenar casas históricas a fin de protegerlas y de incorporar población funcional a los lugares patrimoniales. Históricamente esta ha sido la argumentación política progresista del patrimonio, pero también la de los académicos contrarios a la visión institucionalizada y normalizada del patrimonio nacional. Muchos de nosotros, pero también urbanistas, historiadores e incluso funcionarios y agentes gubernamentales colocados en las antípodas de la idea conservadora, hemos creído que incorporando los usos sociales a las catalogaciones de los edificios históricos, o bien que reco-

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nociendo grupos sociales antes relegados del campo patrimonial, estaríamos resolviendo las acciones compulsivas vinculadas a desalojos y exclusiones de los lugares patrimoniales. Por el contrario, estas normativas o procesos institucionalizados no han servido a los efectos del habitar en sentido integral, porque aún cuando generen integración social en las viviendas, acaban excluyendo otros sujetos constituidos en el entorno y por fuera de las viviendas. Pensamos desde aquí, en los vendedores ambulantes, un sujeto diverso, pero siempre proclive a ser expulsado del lugar patrimonial, pero que, sin embargo, en contextos como el del Centro Histórico de San Telmo, han logrado persistir en su ocupación conflictiva mediante negociaciones constantes que llevan a cabo con el gobierno, con vecinos “históricos”, generalmente anclados en razones de crisis socio-económica, antes que en argumentos patrimoniales, pero a partir de las cuales se apropian, conflictivamente, del habitar desde un lugar más amplio: ellos cuentan con capacidades de interpretación, modificación, simbolización y hasta de transformación del espacio público. Aunque ese habitar se construye ambiguamente y en el contexto de un terreno resbaladizo, siempre problemático, ante los embates de los potenciales planes de recualificación, puede aportar en otra mirada, superadora de la de simplemente (aunque no desmerecida) fijar población a su vivienda.

3. Algunas palabras finales: ¿Cuál es el sentido de habitar el patrimonio? A lo largo del texto hemos dado cuenta de la relevancia que el campo del patrimonio ha adquirido entre fines del siglo pasado y las primeras décadas de este. Ya sea por el incremento de procesos de gentrificación/recualificación que han tenido lugar en las ciudades latinoamericanas –incluso en algunas en las que no se preveía como el caso de La Habana, en Cuba–, como por la visibilización de reclamos sociales por parte, mayoritariamente, de clases medias urbanas que,  acontecieron primero en algunas ciudades (como en Río de Janeiro, Brasil, o en México DF donde ya en la década de los 90 había grupos asociativos que demandaban al gobierno por la patrimonialización de sus casas con relativa historia patrimonial); los expertos en este tema han aumentado, preocupados por una potencial “ciudadanía patrimonial” que estaría en condiciones de discutir el poder de las instituciones y las elites que contribuyeron a la construcción del patrimonio nacional. Claro que muchas de estas inquietudes provienen mayormente de ciudades “empobrecidas” patrimonialmente –como Buenos Aires y Santiago de Chile–, o así leídas durante muchos años, aunque no por ello no forman parte de dichas preocupaciones otras ciudades que, como Quito, son Patrimonio Mundial con todo el peso que eso significa para su sociedad –no es casual la realización de este foro y la necesidad de reflexionar sobre estos temas, justamente en Quito, a 35 años de su patrimonialización–. Vale decir que para algunos autores, como Rojas Alcayaga, antropólogo que trabaja en los barrios históricos de Santiago, la aparente inclusión de “más patrimonio”, podría redundar en mayor componente ciudadano, pero también en el propósito de la población por habitar el patrimonio. Querer habitar en lugares patrimoniales también parece ser el objetivo de asociaciones vecinales que se conformaron en Buenos Aires en relación a barrios como Barracas, Caballito, Floresta, entre otros. Sin embargo, no solo esta mirada nos lleva a orientar nuestras perspectivas hacia la de los movimientos sociales y la ciudadanía, desde nuestro parecer un tanto erráticamente, sino que

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también nos conduce por el camino de pensar en vecinos que se han amigado con la idea de patrimonio, que ya no lo ven como un rival y enemigo a los fines de progresar urbanísticamente, sino todo lo contrario. En contraste con ello, postulo que estas visiones nos alejan de otras posibles como la de que a más requerimiento de patrimonio, puede producirse “menos patrimonio”, pero sobre todo, que estos incrementos pueden redundar en patrimonios y ciudadanías patrimoniales de “baja intensidad”. Habitar el patrimonio, como señala Gravari Barbas (2004:15-17, nuestra traducción), no es una situación neutra. Habitar es también cohabitar, coexistir, y compartir un espacio que parece común e integrador, pero que al mismo tiempo revela conflictos y tensiones vinculados a cambios propios de la patrimonialización, agravados en contextos de recualificación, contracturados por la institucionalización de estos procesos. Habitar los lugares patrimoniales es también reinterpretar los sentidos de los mismos y como postula la autora, ubicarse “entrelugares” intersectados entre el habitar y el estar habitado.

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LA GESTIÓN DEL CENTRO HISTÓRICO DE LA CIUDAD DE MÉXICO: 1980-2012 Eduardo Nivón Bolán y Delia Sánchez Bonilla Departamento de Antropología, Universidad Autónoma Metropolitana, México

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Introducción

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n 1978 la UNESCO publicó los nombres de los primeros monumentos que integrarían la lista de Patrimonio Cultural de la Humanidad. Se trató de 32 bienes presentados por países que habían ratificado la Convención de Patrimonio Mundial aprobada por la Asamblea General de la organización, en 1972. Dos ciudades tuvieron el honor de ser las primeras en ser distinguidas como Patrimonio de la Humanidad: Cracovia y Quito, en esta última ciudad la preocupación por los bienes culturales contaba ya con una cierta tradición. En efecto, en 1967 se desarrolló en Quito una discusión continental sobre la conservación y utilización del patrimonio monumental que dio origen a un documento conocido como “Normas de Quito”, el cual, a casi cincuenta años de su formulación, es aún un texto lleno de actualidad. Diez años más tarde, en una nueva reunión convocada, esta vez por la UNESCO, y que por lo tanto tuvo una dimensión mundial, se realizó un Coloquio sobre la preservación de los Centros Históricos ante el crecimiento de las ciudades contemporáneas1 en donde se definió la noción de

Centros Históricos de la siguiente manera: “aquellos asentamientos humanos vivos, fuertemente condicionados por una estructura física proveniente del pasado, reconocibles como representativos de la evolución de un pueblo. Como tales se comprenden tanto los asentamientos que se mantienen íntegros desde aldeas a ciudades, como aquellos que a causa de su crecimiento, constituyen hoy parte de una estructura mayor. Los centros históricos, por sí mismos y por el acervo monumental que contienen, representan no solamente un incuestionable valor cultural sino también económico y social. Los Centros Históricos no solo son patrimonio cultural de la humanidad sino que pertenecen en forma particular a todos aquellos sectores sociales que los habitan.”2

Varios son los elementos claves que deben destacarse de esta definición: el carácter “vivo” de los centros históricos, su vinculación con una “estructura física proveniente del pasado”, su conexión con la “evolución de un pueblo”, la consideración integral tanto de su valor cultural como de lo económico y social, y el que “pertenecen” tanto a la humanidad como a los sectores sociales que los habitan. El documento Conclusiones, al que nos estamos refiriendo, también resume los problemas principales de los centros históricos y ofrece algunas consideraciones sobre su conservación. De entre los primeros señala los siguientes: • Fuerte movilidad y segregación social con alternativas de hacinamiento y abandono de estas áreas. • Conflicto entre las estructuras y dimensión de las vías públicas y las de los nuevos sistemas de transporte.

1 (UNESCO/PNUD, QUITO, ECUADOR, 1977). Las conclusiones de este coloquio se pueden leer en el documento titulado Normas de

Quito http://ipce.mcu.es/pdfs/1967_Carta_de_QUITO.pdf 2 Ídem

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• Realización de obras públicas inadecuadas. • Inmoderada expansión de las actividades terciarias. Entre las consideraciones sobre la conservación integral de los centros históricos destacan los siguientes puntos: • La conservación de los centros históricos debe ser una operación destinada a revitalizar tanto los inmuebles como la calidad de vida de quienes los habitan. • La rehabilitación debe realizarse respetando y potenciando la cultura. • La revitalización supone un enfoque de planeamiento, es decir, debe integrársela en los planes directores de desarrollo urbano y territorial. Para el año en que este documento fue redactado (1977), resulta sorprendente la previsión de las medidas más significativas para el éxito de las acciones de revitalización. En forma más precisa se propone que las tareas de rescate del patrimonio histórico atiendan los siguientes principios: integralidad de los programas de vivienda con los de conservación del patrimonio, diversificación de los mecanismos de financiamiento, inclusión de los distintos actores en los procesos de toma de decisión, intervenciones meditadas y racionales basadas en el estudio y planeación de los procesos de intervención, formación de especialistas en la gestión de las diversas actividades que se realizan como parte de los programas de conservación, y, amplias campañas de información y concienciación de la importancia de los centros históricos. Es muy notable la coincidencia de las medidas tomadas por los organismos responsables de la preservación del Centro Histórico de la ciudad de México, con las recomendaciones que desde muy temprano formuló la UNESCO, y también son fácilmente observables las diferencias dado que cada ciudad es obviamente distinta. Sin embargo, aún en el caso del reconocimiento de la especificidad del Centro Histórico de la ciudad de México, debido a la historia y a las pautas políticas con que se rige, pueden distinguirse algunos elementos útiles para otros contextos. En el trabajo que ahora presentamos van a ser destacados algunos de estos elementos propios de la preservación del Centro Histórico de nuestra ciudad capital, los mismos que pueden ser explicados a partir de elementos históricos, de las formas políticas a partir de las cuales se relacionan las instituciones públicas y los ciudadanos y de los ordenamientos legales que rigen las políticas de patrimonio en México. Ponemos a consideración de los lectores los siguientes elementos:

1. Claridad de las causas del deterioro urbano El deterioro de los centros urbanos es un fenómeno común, tanto que algunos autores hasta le han asignado una carga psicológica: una especie de “parricidio”, en este caso, urbano (Ca-

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rrión, 2007:10). Sin embargo, a pesar de que puede tratarse de una trayectoria compartida por muchas ciudades, tan importante como las medidas que se toman para la conservación o la rehabilitación de los centros históricos, es el estudio de los procesos que llevaron a estos espacios a su alarmante declinación. En el caso del centro de la ciudad de México, es indudable que el deterioro del centro histórico estuvo asociado a cierta pérdida de su centralidad. Por ejemplo, a partir de los años treinta se hace evidente la “huida” de la zona central de la ciudad de importantes instituciones: varias secretarías e instituciones del Estado mexicano construyen sus sedes en terrenos relativamente alejados de ciudad central (la Secretaría de Salud a la entrada de Chapultepec, la Secretaría de Defensa en la zona próxima a las Lomas de Chapultepec, la de Comunicaciones y Obras Públicas en la colonia del Valle, la de Recursos Hidráulicos en la zona del Paseo de la Reforma, el Seguro Social en el eje Reforma, etcétera); una moderna Ciudad Universitaria levantada a más de 10 kilómetros al sur del centro histórico impone el vaciamiento de escuelas y facultades, así como de todos los servicios que comúnmente se asocian a ellas; las casas matrices o las direcciones de las grandes compañías buscaron espacios más prestigiosos al poniente de la ciudad, como también lo hicieron muchos centros de ocio o diversión. Pero aunado a que el centro de la ciudad empezó a ser disfuncional para la realización de muchas funciones burocráticas y de servicios, la zona vivió un evidente proceso de deterioro a partir de un factor político: los decretos de congelación de rentas de los años cuarenta, el último de los cuales se prorrogó durante casi cuatro décadas. Es importante tomar en cuenta esta medida, pues es el resultado de la confluencia de varios objetivos. Los decretos de congelación de alquileres fueron el inicio de la política estatal en materia habitacional ya que hasta ese momento el gobierno no tenía una política de construcción de vivienda y, por otra parte, también fueron una concesión al naciente sector popular del partido que a la postre resultó el más numeroso y de gran influencia política (PRI). En este sentido, la política de congelación de renta atrapó al gobierno federal y local en un círculo vicioso: fue la expresión de una política social en favor de los sectores populares del centro de la capital y también un instrumento de control político, de modo que en tanto la base popular del partido y los dirigentes políticos se enredaron con esa política, la vivienda popular en el centro histórico se deterioró inevitablemente. Más aún, la falta de reconocimiento de la importancia del patrimonio monumental por grandes sectores de la población, mantuvo un centro histórico vivo pero con condiciones de habitabilidad precarias; a la zona solo se acudía por ser sede de actividades comerciales que eran muy apreciadas por los sectores populares o porque, hasta mediados de los años setenta, fue el punto a partir del cual se organizaba prácticamente todo el transporte público. Tal vez lo más notable en la historia del centro histórico, es que a pesar de la precarización de la vivienda de alquiler, del crecimiento de los actividades terciarias, de los problemas de tráfico ocasionados por los trasportes públicos y privados, y del abandono del centro por parte de instituciones; alrededor de los cuales se desarrollaban actividades de servicio y apoyo, el centro histórico de la ciudad mantuvo su alto valor político-simbólico, aunque su imagen fuera muy cuestionada por los sectores medios y altos de ciudad.

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Los gobiernos federal y local (que eran prácticamente uno en la medida en que el presidente gobernaba al Distrito Federal, a través del “jefe del departamento”) realizaron desde los años sesenta importantes estudios para impulsar la renovación del centro. Jorge Legorreta consigna el documento Renovación Urbana México de 1970 en el que se propone una política de reconstrucción total del área que fue denominada “herradura de tugurios”, una enorme zona urbana que iba desde los talleres de los ferrocarriles en Nonoalco hasta la colonia Morelos, y que giraba hacia el sur, cubriendo las zonas de la Merced y la Candelaria y volvía hacia el poniente abarcando lo que ahora se conoce como Alameda Sur hasta llegar al Eje de Paseo de la Reforma. Entusiastas arquitectos de la talla de Mario Pani, impulsaron el proyecto que “solo” quedó en la construcción de la Unidad Nonoalco-Tlatelolco y que previamente supuso la demolición de cientos de viviendas, incluida la destrucción de la traza urbana. Al arquitecto Legorreta este proyecto le evocaba la reconstrucción de las ciudades destruidas durante la segunda guerra mundial (Legorreta 2001) y la recuperación de una imagen de lo que hubiera significado este proyecto en la transformación de la panorámica del centro en la que las calles de Ángela Peralta y López aparecen convertidas en una avenida semejante a 20 de Noviembre.

2. La construcción de una narrativa compartida En este trabajo asumimos que el patrimonio es una noción con múltiples significados. Es, desde luego, una relación social, una galaxia de objetos plenos de significación a partir de los cuales los miembros de la sociedad nos relacionamos para identificar el pasado y encontrar vías para transitar hacia el porvenir. Es también, un conjunto de objetos que se ha decidido separar de los demás, preservarlos mediante técnicas de conservación, utilizarlos como recurso de identificación y que son objeto de una normatividad precisa. En la irrenunciable consideración de estas dos perspectivas, la social y la legal o técnica, encontramos un puente que nos ayuda a comprender mejor el despliegue y la originalidad de nuestra política de patrimonio. Los bienes que decidimos excluir de su ciclo de desgaste y deterioro mediante diversas técnicas de intervención, requieren ser incluidos en una narrativa que permita distinguirlos, llenarlos de sentido, asignarles un valor, imaginarlos formando parte de un porvenir. Recurrimos a diversas estrategias para formular estos relatos: su sentido originario (el centro de la ciudad de México es la cuna de la civilización mexica, pero también el lugar —en una sola calle— en que se fundaron la primera universidad, la primera imprenta y la primera academia de artes de la América continental); el lugar donde se acumulan bienes inmuebles que han estado en contacto con personajes de relevancia histórica (los monumentos reciben un valor social por haber sido lugar de residencia, trabajo o estudio de algún o algunos personales históricos); espacio donde adquieren “materialidad” relatos míticos (el lugar donde hubo un islote donde se expresó el mito cosmogónico de la eterna lucha entre el sol —el águila— y la tierra —la serpiente—), territorio en el que se observa la permanente dialéctica entre el recubrimiento del patrimonio de un aura de sacralidad laica semejante a la de los objetos religiosos. Al identificar algo como patrimonio hacemos muchas cosas: expresamos nuestro sentido de pertenencia y también miramos nuestro pasado eligiendo momentos primigenios en detrimento de objetos o sucesos que nos recuerdan épocas menos gloriosas.

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Estas mismas contradicciones se observan en el ámbito internacional. Si el patrimonio supone la activación de medidas alrededor de objetos simbólicos cuyo valor se sostiene en su importancia para el arte, la ciencia o la naturaleza, resulta difícil comprender por qué se asigna valor patrimonial a un campo de exterminio e infamia como Auschwitz o por qué convertimos en México el lugar de una matanza, como la Plaza de Tlatelolco, en un sitio que rinde homenaje a toda una generación. La clave está en que la asignación de valor a objetos, monumentos o lugares se define a partir de lo que tiene sentido para un determinado grupo. Como señaló Ana María Rosas hace veinte años a partir de un estudio sobre el público asistente al museo de Sitio del Templo Mayor: la eficacia de la institución se encuentra en la identificación de los asistentes con los mexicas y en la forma como estos son mitificados al grado de proyectar las expectativas, frustraciones y sueños aunque no siempre sea producto de un mejor conocimiento histórico del grupo mexica, sino posiblemente de lo contrario. Estos procesos, concluye Rosas Mantecón a partir de su estudio, nacen fuera del museo, tal como evidencia el que “dos terceras partes del público mostraron una imagen idealizada de los mexicas, y declararon como fuentes principales de su conocimiento la escuela y los libros” (Rosas Mantecón, 1993: 231). En el caso del Centro Histórico esta narrativa nace en la segunda mitad del siglo XX, cuando la ciudad inicia su proceso de metropolización y también cuando intelectuales y artistas, preocupados por las incesantes intervenciones aplicadas a la zona desde hacía muchos años, decidieron no solo poner un hasta aquí –como fue el caso del rechazo a la ampliación de la calle Tacuba a inicio de los sesenta- sino impulsar una política de verdadera recuperación del Centro Histórico.

3. La política de patrimonio Las políticas culturales en todos los campos han tenido como impulsor clave organismos internacionales, iniciando por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación la Ciencia y la Cultura (UNESCO), pero es muy común también que las orientaciones de este organismo sufran un proceso de apropiación y adaptación que a veces ocurre de manera muy lenta. México es un caso especial en esta materia. Los estudios de Cottom3 muestran que el interés del Estado mexicano por legislar en materia de patrimonio son muy antiguos, pero uno de los momentos decisivos ocurre en los años treinta cuando la Ley sobre Protección y Conservación de Monumentos y Bellezas Naturales de 1930 y la Ley sobre Protección y Conservación de Monumentos Arqueológicos e Históricos, Poblaciones Típicas y Lugares de Belleza Natural de 1934, abrieron la puerta a considerar el “aspecto típico y pintoresco de las poblaciones”, aunque la definición de poblaciones típicas y pintorescas no fuera precisa. En 1972 esta idea quedó plenamente establecida en la vigente Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Históricos y Artísticos que definió zona de monumento histórico como aquella área “que comprende varios monumentos históricos relacionados con un suceso nacional o la que se encuentre vinculada a hechos pretéritos de relevancia para el país” (art. 41). Hacemos estas referencias porque fue muy importante que antes que la UNESCO aprobara la Convención sobre la protección del patrimonio mundial, cultural y natural afines de 1972, el país ya contara con un instrumento para la defensa de zonas de monumentos como el Centro

3 Son muchos los trabajos de Cottom sobre esta materia. Puede encontrase una visión muy completa sobre este tema en Cottom, 2008.

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Histórico. Tal vez esto explique la tardanza de México en incorporarse a la Convención (12 años y fue el septuagésimo segundo país en hacerlo) y que en cambio fuera la declaratoria del Centro Histórico como zona de monumentos en 1980 la que iniciara seriamente el proceso de salvaguarda y recuperación de nuestro centro. Antonio Arantes,4 antropólogo brasileño comprometido con la política de su país sobre el patrimonio inmaterial, encontró un parecido entre los casos de Brasil y México en este aspecto. El gran país sudamericano legisló sobre el patrimonio inmaterial antes que la UNESCO promulgara en 2005 la Convención sobre la protección y promoción de la diversidad de las expresiones culturales, y “tardó” en adherirse a ella más de un año (fue el cuadragésimo país en hacerlo). Estas diferencias que no son exclusivas de México o Brasil, sí son en cambio indicativas de un cierto predominio de la legislación interna sobre las orientaciones internacionales y, sobre todo, de la importancia de los actores y contradicciones internos. Las instituciones responsables del patrimonio en México aprovecharon inmediatamente la normatividad sobre zonas de monumentos contenida en la Ley de 1972 y lograron establecer algunos protocolos de actuación e intervención en dichas áreas que a la fecha suman más de sesenta. Por otra parte, las políticas de patrimonio siguen cursos de numerosos meandros. ¿En qué consiste el patrimonio monumental del Centro Histórico? En el caso de esta zona de alrededor de nueve kilómetros cuadrados, el trabajo de los especialistas en arte colonial, principalmente arquitectos, se vio acompañado por el de los historiadores que contaban con estudios muy cuidadosos de la ciudad del siglo XIX, tanto desde el punto de vista de los procesos como del territorio. A la conjunción de estos dos tipos de estudiosos se unieron los trabajos puntuales de rescate arqueológico que se sucedían casi siempre a la realización de alguna obra de infraestructura. Patrimonio arqueológico e histórico, este último colonial y republicano, se encontraban en toda la zona en un número de 1 500 bienes catalogados. Sin embargo, no fue el patrimonio en general lo que disparó la política de rehabilitación del centro, sino el hecho fortuito del descubrimiento del monolito de la Coyoxautli el último día de febrero de 1978. El suceso dio origen a ese gesto fáustico de José López Portillo de “descubrir, sacar a la luz: darle otra vez dimensión a las proporciones centrales de nuestro origen. Abrir el espacio de nuestra conciencia de nación excepcional. Y pude hacerlo. Simplemente dije: exprópiense las casas. Derríbense. Y descúbrase, para el día y la noche, el Templo Mayor de los aztecas”.5 Lo paradójico es que siendo el descubrimiento del Templo Mayor el motor de las políticas de rehabilitación del centro, la zona delimitada por el decreto de 1980 y la mayoría de los monumentos que contiene, corresponden a la época de la República hasta 1900 y de entre estos solo eran considerados valiosos los grandes palacios y casas señoriales, no así la vivienda vernácula.6 Es

4 Comunicación personal. 5 El texto es citado por Ana Rosas Mantecón, 1993: 202 y corresponde al prólogo del libro El Templo Mayor, México, Bancomer, 1981,

25-27. 6 El 9 de abril de 1980 se emitió un decreto presidencial que declaró la creación de la Zona de Monumentos Históricos denominada

“Centro Histórico de la Ciudad de México”. De acuerdo a los lineamientos establecidos en la Ley Federal sobre Monumentos y Zonas Arqueológicos, Artísticos e Históricos, en aquel decreto se delimitó un polígono de 9.1 kilómetros cuadrados constituido por 668 manzanas y se enlistaron 1 436 edificios como monumentos históricos (construidos entre los siglos XVI y XIX) para ser protegidos por el Instituto Nacional de Antropología e Historia. Dentro de la zona se estableció la creación de dos perímetros: el “A”, con 3,2 kilómetros cuadrados y en el que se encuentra la mayor concentración de monumentos, y el “B” con 5,9 kilómetros cuadrados, que funcionaría como zona de amortiguamiento del primero. http://sic.conaculta.gob.mx/documentos/573.pdf

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parte de los mitos levantados alrededor del patrimonio en México, suponer que nuestro Centro Histórico es colonial y mucho menos indígena. Pero a partir de esa mezcla de elucubraciones se ha construido la legitimidad, el prestigio y sobre todo el aprecio por el centro viejo de la ciudad de México.

4. Dos proyectos claros de salvaguarda del Centro Histórico En el caso del Centro Histórico de la ciudad de México es indiscutible la claridad con que se confrontan dos proyectos de conservación. El primero fue el presentado por el economista José Iturriaga y cuenta entre sus méritos, no solo el de ser el primer programa consistente e integral de protección del Centro Histórico, sino el de haber aglutinado en su entorno a prominentes figuras de las artes, las letras y las finanzas de nuestro país. Su nombramiento como presidente honorario vitalicio del Consejo Consultivo para el Rescate del Centro Histórico en 2001, fue totalmente meritorio así como la publicación homenaje que hizo la LXI Legislatura de sus ideas sobre el Centro Histórico y su rescate (Iturriaga 2012). Sin embargo, es indudable que en la visión de Iturriaga predominaba una preocupación estética y turística del Centro Histórico y su proyecto exigía el relevamiento de los sectores populares de la zona. El otro proyecto se hizo evidente a partir de la catástrofe de los sismos de 1985. Los años de abandono de la vivienda popular y la fuerza de la naturaleza se conjuraron para destruir grandes áreas de la zona central de la ciudad. Con ello, los movimientos populares urbanos que se habían gestado desde la década anterior se hicieron visibles en el centro y la demanda de muchos de los pobladores de “cambiar de casa, pero no de barrio” marcó una línea a seguir por parte de los defensores del patrimonio, de los movimientos sociales y de los gobernantes de la ciudad. No es ninguna novedad decir que el Centro Histórico es un espacio conflictivo, pero sí lo es posiblemente que se manifieste esta confrontación en dos proyectos claramente definidos. Emilio Padilla en su texto “La participación popular en la reconstrucción del Centro Histórico de la ciudad de México” (1995) hace claros los desencuentros entre el proyecto popular de recuperación del Centro Histórico y el proyecto elitista. Sin embargo, la puesta sobre la mesa de proyectos alternativos de recuperación del Centro Histórico no ha significado rupturas irreparables. En este punto encontramos tres factores explicativos: que la narrativa de recuperación del Centro Histórico ha podido integrar a casi todas las voces que se han expresado sobre este objetivo destacando las propuestas positivas e integradoras y ha marginado las que no conducían a consensos; que se han diseñado instrumentos normativos que abarcan casi todos los problemas que interesan a los actores del Centro Histórico: ordenamiento del comercio en la calle, limpieza, basura, subsuelo, atención al patrimonio, la señalización, la peatonalización, etcétera. Y en tercer lugar nos parece importante poner a la vista que los principales gestores del centro, actuales y de períodos pasados, gozan de un prestigio derivado del compromiso que diversos gobiernos con la reconstrucción y con la defensa del patrimonio: René Coulomb, Alejandro Suárez Pareyón, Alejandra Moreno Toscano, Inti Muñoz7 y muchos otros funcionarios públicos e intelectuales. Sería difícil que un diseñador urbano o un promotor del patrimonio sin la experiencia de haber estado cerca

7 Los mencionados han sido académicos, funcionarios públicos y asesores/participantes de movimientos urbanos que laboraron como

funcionarios del Fideicomiso del Centro Histórico, Autoridad del Centro Histórico o planificadores urbanos.

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de los movimientos sociales en el Centro Histórico pudieran alcanzar éxito en la gestión de este. La opinión de los que elaboramos este documento, es que la capacidad de los gestores del Centro Histórico de la ciudad de México de producir una narrativa que integra los dos proyectos de recuperación –el elitista y el popular– es lo que ha permitido intervenciones que garanticen la habitabilidad del centro, el ordenamiento de los comerciantes en la vía pública, el crecimiento de la dotación de su infraestructura cultural al lado de los servicios necesarios para la vida cotidiana, la inversión en la conservación del patrimonio y la modernización de los servicios públicos, el mantenimiento del Centro Histórico como símbolo político y su conversión en un paseo al que acuden alrededor de un millón de personas los fines de semana.

Énfasis en los instrumentos de gestión del centro urbano Gobierno Federal Predominio de ordenamientos sobre gestión del patrimonio Declaración como Z. de M.H.

Patrimonio Mundial.

Fideicomiso del CH

Terremotos

1980

1985

1987 1990

Etapa de estudios y planeación

Etapa de intervenciones mayores Creación Autoridad del CH

Primer gobierno elegido del DF.

1997 2000

2006 2007

2012

2013...

Gobierno del Distrito Federal

Etapa de definición de actores y objetivos

Predominio de ordenamientos sobre gestión urbana y gestión administrativa Fuente: Elaboración propia.

5. La institucionalización de aparatos de gestión del Centro Histórico Desde 1980 el Centro Histórico ha contado con dos tipos de instituciones de “gobierno”. El Decreto de Creación de la Zona de Monumentos de 1980 estableció, en su artículo 7, la creación del Consejo del Centro Histórico de la Ciudad de México, el mismo que estaría integrado, según el siguiente artículo del decreto, por cinco personas que serían los titulares de otras tantas instituciones. Vale la pena observar que dos de estas eran claramente académicas, la UNAM y el INAH (que también tenía atribuciones técnicas), dos eran responsables de la gestión urbana: la Secretaría de Asentamientos Humanos y Obras Públicas y el Departamento del Distrito Federal (cuyo titular presidía el Consejo), y una más, la Secretaría de Educación Pública, parecía tener la misión

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de servir de bisagra entre los dos pares de instituciones. No había ningún organismo de carácter económico, ni mucho menos alguna representación de la sociedad civil. En 1984 este organismo fue modificado quedando conformado por “los secretarios de Programación y Presupuesto, Desarrollo Urbano y Ecología, Educación Pública y de Turismo; el jefe del Departamento del Distrito Federal quien lo presidía, así como por el rector de la Universidad Nacional Autónoma de México y los directores generales de los Institutos Nacionales de Antropología e Historia y de Bellas Artes y Literatura”. Como se observa, fue integrada una institución académico-técnica (el INBAL), otra de gestión, la secretaría de Turismo, y otra más que podría considerarse de importancia para la gestión económica del Centro Histórico, la Secretaría de Programación y Presupuesto. El peso del gobierno federal en la gestión del Centro Histórico era evidente. Además, la verticalidad del sistema político mexicano hacía muy difícil que los organismos que dependían de él actuaran con autonomía. Esto explica la enorme crisis que vivió el Instituto Nacional de Antropología e Historia durante el conflicto derivado del intento de construcción de la línea 8 del metro en 1983, pues aun siendo evidente la violación de la normatividad sobre los monumentos y zonas de monumentos, solo los trabajadores y no las autoridades protestaron por el inicio de las obras.8 Visto en retrospectiva, el Consejo del Centro Histórico adolecía de muchos defectos como para calificarlo de instrumento de gobierno, pues estaba totalmente subordinado al ejecutivo federal, carecía de capacidad de iniciativa y de recursos propios. Con la modificación del sistema de gobierno del Distrito Federal y la elección de sus autoridades por los habitantes de la ciudad, hubo un cambio en los modos de gestión del Centro Histórico. En 1990 el gobierno de la ciudad creó el fideicomiso del Centro Histórico como una entidad privada. Los diversos trabajos que emprendió a lo largo de los noventa fueron muy importantes en términos de estudio, pero poco notables en lo que toca a la gestión y obras públicas. Tal vez por ello en los primeros años del siglo XXI se hizo evidente que era necesario dotar al fideicomiso de una institucionalidad que representara su bien ganado liderazgo y por tanto fue convertido en un aparato público. En la página web del fideicomiso9 se encuentra publicado el contrato que lo rige, del que destacan funciones de carácter operativo, caso muy diferente de la autoridad del Centro Histórico. Esta última fue creada en enero de 200710 y, a diferencia del fideicomiso, sus facultades son propositivas y de coordinación en los temas de gobierno, desarrollo urbano y vivienda, desarrollo económico, medioambiente, obras y servicios, desarrollo social, transportes y vialidad, turismo,

8 El conflicto estalló cuando en ese entonces el Departamento del Distrito Federal, es decir el gobierno de la ciudad, inició la

construcción de una nueva línea del metro que cruzaría por el subsuelo el Centro Histórico y haría correspondencia con la estación Zócalo en la gran plaza principal del país. La acción violaba totalmente la normatividad, puesto que no se había sometido el proyecto a la autorización del Instituto Nacional de Antropología e Historia, órgano responsable de los monumentos históricos y arqueológicos. En años todavía de autoritarismo priísta y de ejercicio de lo que el historiador Enrique Krauze llamó la “presidencia imperial”, una oposición a tal medida constituía una falta de disciplina institucional, a pesar de su carácter ilegal. Fueron los trabajadores del INAH los que se movilizaron en defensa del patrimonio y de la normatividad. La confusión y la protesta fue tan grande, que el Departamento del Distrito Federal se vio obligado a suspender la obra temporalmente y luego en forma definitiva. El conflicto fue analizado por Ana María Rosas Mantecón (1994). 9 http://www.centrohistorico.df.gob.mx/fideicomiso/contrato_constitutivo.pdf 10 http://www.autoridadcentrohistorico.df.gob.mx/noticias/articulos/acuerdo.pdf

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cultura y seguridad pública. La Autoridad es “el órgano administrativo de apoyo a las actividades de la Jefatura de Gobierno en el Centro Histórico de la Ciudad de México” (artículo 1) y las diversas entidades de gobierno están obligadas a entregar a esta instancia la información que requiera para desarrollar su actividad. Se cuenta entonces con dos órganos de gobierno con funciones bien delimitadas: el Fideicomiso de índole ejecutiva y el segundo de coordinación; el primero trata con los ciudadanos o con personas morales de la sociedad civil, el segundo con las dependencias de gobierno; el Fideicomiso es la entidad responsable ante la UNESCO del cumplimiento de las responsabilidades de su inclusión en la lista de Patrimonio Mundial.11 La autoridad es la responsable de la gestión del perímetro A de la zona de monumentos; el Fideicomiso define de una manera muy interesante su área de responsabilidad que abarca los dos perímetros del Centro Histórico pero hace alusión directa y preferencial a los ciudadanos y no a los monumentos: “CLÁUSULA DÉCIMA PRIMERA: Los propietarios, promotores, arrendadores, ocupantes, prestadores de servicios, y/o usuarios de inmuebles localizados dentro del perímetro de la zona del Centro Histórico de la Ciudad de México, definido según Decreto publicado el 11 de abril de 1980 en el Diario Oficial de la Federación, que cumplan con las condiciones que se establezcan en virtud de este contrato…”.12

Todas estas atribuciones le imponen al fideicomiso el tener que gestionar mayores recursos que con los que cuenta la autoridad del Centro Histórico y una constante y delicada atención a los ciudadanos del centro.

6. Objetivo clave: la habitabilidad del Centro Histórico A lo largo de este documento se sostiene que el objetivo más relevante de las políticas emprendidas para la recuperación del Centro Histórico de la ciudad de México, es el mantenimiento y mejoramiento de la habitabilidad del mismo. Hay varios aspectos que conspiran para hacer inhabitables los centros patrimoniales, uno de ellos es la contradicción entre el discurso de legitimación del patrimonio que lleva a hacer relevante alguna característica del mismo, su unicidad, su valor estético, científico, histórico o natural y el mantenerlo activo para que lo disfruten las generaciones actuales y futuras. Esto se deriva de que la acción patrimonial es un proceso de legitimación que supone romper el ciclo “natural” de los bienes culturales de modo que lo que estaba destinado a acabarse, destruirse por el uso o simplemente terminar la función o vida útil por la que fue creado, sea conservado mediante un proceso de intervención. Conservar el patrimonio implica acometer una tarea de preservación para poder mantenerlo en uso y así tenerlo disponible en el tiempo de una manera artificial. Por otra parte, habitar en el pleno sentido de la palabra, es vivir o morar. Y tras esa palabra se esconden varias cualidades, la primera es que implica poseer las condiciones que permitan la reproducción física de un individuo y su entorno familiar: techo, agua, condiciones para preparar

11 De hecho el único informe presentado al Comité del Patrimonio de la Humanidad sobre el Centro Histórico de la Ciudad de México

ha sido elaborado por el fideicomiso. 12 http://www.centrohistorico.df.gob.mx/fideicomiso/contrato_constitutivo.pdf

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alimentos, etc. En segundo lugar, supone contar con todo aquello que tiene que ver con la reproducción social del grupo doméstico: educación, abasto, servicios de salud, esparcimiento, trabajo, reunión. Habitar en un medio urbano es también acceder a lo más básico de la vida en ciudad: movilidad, sociabilidad, reconocimiento, ciudadanía. Por último, pensamos que en el siglo XXI la habitabilidad implica condiciones de respeto al medio en que nos encontramos de modo que las generaciones que aún no han nacido puedan disfrutar de los elementos básicos que hoy tenemos. En otras palabras, habitar es vivir, reproducirnos socialmente, ejercer derechos de ciudadanía y sustentabilidad. ¿Puede el patrimonio urbano garantizar la habitabilidad hoy día? o, más bien, ¿nos estamos proponiendo un oxímoron, es decir,una contradicción en sus propios términos? La habitabilidad de los centros históricos despierta la imagen de la paradoja de Heisenberg o principio de incertidumbre: de igual modo que no podemos conocer la posición de una partícula subatómica con precisión porque su velocidad nos lo impide, no podemos preservar algo usándolo, porque al momento de hacerlo transformamos el objeto que queremos preservar. Observar un electrón impone modificar un átomo; conservar un edificio supone transformarlo para que se mantenga en el tiempo. Pero a diferencia del problema de Heisenberg nos encontramos con un hecho definitivo: los centros históricos estuvieron, están y muy deseablemente estarán habitados en el futuro y es necesario definir políticas para poder mantenerlos de esa forma. Estas políticas exigen cada día mayor refinamiento porque la congelación de rentas nos mostró qué errores se pueden cometer en caso de irnos más hacia un lado que a otro. Teniendo como ejemplo el caso del Centro Histórico de la ciudad de México, recuperamos cuatro elementos que pensamos que han sido claves para sostener su habitabilidad: • La producción de un discurso aceptado por la mayoría de los actores sociales. • El diseño de un plan o programa con los medios administrativos para alcanzarlos. • La elección de las medidas más importantes para garantizar un medio sustentable. • La definición de instrumentos culturales, políticos y financieros que tomen en cuenta a la comunidad local.

7. Gentrificación, elitización, boutiquización, recualificación Desde la Carta de Quito (1977), se han desplegado muchas políticas en los centros históricos de todo el mundo que han dado pie a críticas de los habitantes de los centros históricos, los gestores de los mismos y de los especialistas en conservación. Al “inyectar” grandes cantidades de dinero en una zona por lo general degradada de la ciudad, surgen inmediatamente proyectos de “recuperación” que las convierte en zonas atractivas, lo que puede dar lugar, según Fernando Carrión, a convertir el centro histórico “en un factor de gentrificación que conduzca a un recambio poblacional o, aún más, a una boutiquización que elimina la población residente para dar paso a

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los usos del suelo más rentables y exclusivos (comercios, hoteles, restaurantes, bajo la lógica boutique)” (Carrión, 2007:10). Otra posibilidad, sin duda enmarcada en una política de planeación y desarrollo social discutida democráticamente, es convertir las grandes inversiones y las ganancias que ellas producen en recursos que son redistribuidos para beneficio de la población. Los estudiosos de los centros históricos han usado el concepto acuñado por el arquitecto y exdirector general de urbanismo de Madrid José María Ezquiaga de “recualificación”, para señalar que no toda renovación supone el relevamiento de la población o la museificación de las zonas centrales: “Se entiende por recualificación la posibilidad de intervenir la ciudad con criterios transformativos, a partir de una aproximación estratégica más sensible al aspecto heterogéneo que le es propio a la urbe de hoy. Esta visión dinámica permite una intervención simultánea y coordinada en las grandes áreas en las cuales han sido individualizados los problemas, entre otros, el caso del tejido central con problemas de saturación y congestión, o de degradación y marginación, situaciones todas que demandan intervenciones integradas. Esto es, según una estrategia territorial eficaz que consienta coordinar las escalas específicas de intervención, las acciones de varios actores del sector público y privado, así como las diversas políticas sectoriales que interesan a la organización del territorio.”13

Ezquiaga sostiene que no toda planificación urbana debe pensarse como una política agresiva a los sectores de bajos ingresos, que susciten por tanto, reacciones defensivas. Coloca en el centro la acción planificadora conducida por el sector público que tome en cuenta la necesaria transformación de áreas obsoletas de las ciudades mediante operaciones urbanísticas puntuales, pero apoyadas en un programa de desarrollo y que respondan a los problemas que impiden poner en valor “oportunidades implícitas en la ciudad” (Ezquiaga 2004: 08).

Población del perímetro A del Centro Histórico 60,000

Habitantes

50,000 40,000 30,000 20,000 10,000 0 1990

Fuente: Autoridad del Centro Histórico

1995

2000

2005

2010

Población total

13 Citado por Martínez Delgado (2004:18) y corresponde al texto Ezquiaga, José María (1997) “La riqualificazione nelle aree

metropolitane: il caso di Madrid”. Paola Falin, comp. I territori della riqualificazione urbana. Università degli Studi di Roma “La Sapienza, Roma: Officina Edizione, 53-68

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De este modo, la polémica sobre los efectos de las intervenciones en el Centro Histórico que han dado lugar a cuestionamientos que sostienen que tales inversiones conducen a la gentrificación o elitización de la zona pueden ser reexaminados. Los responsables de la gestión del centro sostienen que las intervenciones —que ahora podemos llamar de recualificación— no han implicado el relevamiento de población que supone la gentrificación y fundan su argumento en que las políticas aplicadas en el Centro Histórico han posibilitado que lleguen nuevos habitantes sin relevar a los habitantes antiguos. Próximos estudios comprobarán la veracidad de estas afirmaciones. Sin embargo, para los autores de este documento, el concepto de recualificación sin elitización se ajusta en forma muy adecuada a las medidas que se han tomado. Sostenemos este criterio en tres factores: las inversiones en la zona son ampliamente diversificadas, se han distribuido democráticamente en el territorio y los diversos actores sociales tienen vías de participación que impiden marginar un sector o una zona de los beneficios de la conservación del centro.

8. “Dime quién financia el centro histórico y te diré qué centro histórico es”14 El tema de la financiación del centro histórico por lo general ha pasado a un segundo plano en favor de las definiciones políticas pero, como sostiene Fernando Carrión, “el financiamiento de la centralidad histórica se ha convertido en uno de los elementos claves y determinantes del accionar público. Por la vía de los recursos entra uno de los elementos de cambio en la planificación urbana de los centros históricos de las ciudades, en tanto cobra relevancia la lógica de proyecto por encima de la búsqueda de una cierta racionalidad venida de la “voluntad consciente de un sujeto social específico”; es decir, la planificación. También detrás del financiamiento penetran en una doble dimensión las lógicas de recuperación de las inversiones realizadas: primero nos encontramos con la obligatoriedad de la instancia pública de garantizar su devolución y, segundo, con la necesidad de que los sujetos beneficiados restituyan los recursos recibidos directa e indirectamente” (Carrión 2007: 9s).

El estudio de Manuel Perló y Juliette Nonaffé, publicado en 2007, en el que se analiza el financiamiento del Centro Histórico de la ciudad de México, refiere a que la zona se ha financiado de manera mixta, es decir, con recursos provenientes del sector privado y público. Aunque en el momento en que ellos realizaron su trabajo la intervención en el centro de la Fundación del Centro Histórico de la Ciudad de México AC., que a su vez pertenece a la Fundación Carlos Slim, parecía implicar un giro hacia un modelo de financiación predominantemente privado. En efecto, en esos años la fuerte inversión inmobiliaria por parte de Carlos Slim parecía ser arrasadora en la zona. Los autores de este estudio hemos encontrado dos tipos de intervenciones financieras en el Centro Histórico. Las que se refieren a acciones inmobiliarias como la soñada política que diseñó José Iturriaga a principio de los sesenta, consistente en la creación de una empresa inmobiliaria que sostuviera las acciones de recuperación del centro, o el sistema de transferencia de potencialidad acordado en 1988 y que aún sigue vigente.15 Estos dos sistemas, el primero solo una propuesta y el segundo un pro-

14 Es el título de un texto de Fernando Carrión al que se alude más adelante.

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yecto todavía en marcha, se proponen la transferencia de recursos provenientes del sector privado al Centro Histórico, destinados fundamentalmente a la rehabilitación del patrimonio. Es claro que una política de este tipo no tendría capacidad ni posiblemente la intención de invertir en el espacio público. El otro sistema de financiamiento se ha sostenido en la aplicación de recursos presupuestales federales y locales que a la fecha ya alcanzan montos muy grandes y que, según afirman los responsables de la gestión del Centro Histórico, se han distribuido equitativamente por todo el territorio. Aunque los que firmamos este documento no tenemos evidencia de esto último, es muy probable que así haya sido, porque la inversión pública en el Centro Histórico está básicamente en la infraestructura subterránea de la zona y en obras de transporte y vialidad que obviamente no se pueden reducir a una parte de este lugar de la ciudad. El provocador reto que formula Fernando Carrión sobre el financiamiento de los centros históricos: “Dime quién financia el centro histórico y te diré qué centro histórico es” (2012: 517552) menciona varios sistemas de financiamiento que se han sucedido o acompañado en los centros históricos: el mecenazgo privado, la cooperación técnica internacional, la contratación de créditos internacionales y el mejoramiento de la recaudación que produce flujos locales mayores y más equilibrados (donde la formalización de las actividades económicas y la modernización del catastro pueden ser algunas de estas medidas). Cada una de estas líneas de acción suponen problemas y límites, pero lo más relevante es cómo se orientan los presupuestos y se garantiza la transparencia. La importancia de la gestión de los centros históricos, o al menos en la ciudad de México, es que su carácter central, en todos los sentidos de la palabra, impone una visible rendición de cuentas y cualquier desequilibrio en el gasto es observado con facilidad.

9. Del espacio disputado al espacio compartido Emilio Duhau y Ángela Giglia (2010), definen varios tipos de espacios y de orden urbano en la ciudad. El centro histórico y otros espacios de la ciudad con características semejantes, son denominados por estos dos autores como “espacios disputados”. Se caracterizan por ser las partes más urbanas de la ciudad donde el urbanismo moderno resultó el más coherente y completo. Son también las que están mejor ubicadas, cuentan con los servicios más completos y diversificados y con una traza urbana que es resultado de un proceso de planeación. Al conservarse como espacios habitados la conflictividad urbana se torna evidente y la amenaza por la renovación de esos espacios es temida por residentes y usuarios, puesto que supone una revalorización de los precios del suelo. Estos espacios se vuelven muy relevantes para el conjunto de la ciudad y sus dinámicas conflictivas repercuten en el conjunto de la urbe. Nadie puede negar que el centro de la ciudad tenga muchas de estas características. Tampoco podrá evitarse la reflexión sobre la fragilidad de estas políticas y que esté latente su reversibilidad.

15 En realidad es el Sistema de Transferencia de Potencialidad es un sistema público, pues los recursos que se invierten en la zona

proceden de las transferencias de potencialidades de usos del suelo definidos por el gobierno de la ciudad, pero es “privado” en tanto que son normalmente empresas de ese carácter las interesadas en hacer uso del mencionado mecanismo.

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El día a día en el centro histórico es de una lucha constante, de la amenaza del comercio ambulante por volver, de comercios establecidos que disfrutan de las muchas mejoras en el centro que han permitido recuperar la centralidad, pero también de que la protesta social puede volver inviables algunos negocios. El centro histórico es ciertamente un espacio disputado pero también puede ser un espacio compartido. Los inevitables conflictos sociales le han acompañado por años y seguramente estarán presentes en el futuro, pero corresponde a las autoridades, los gestores, la sociedad civil y los habitantes garantizar la viabilidad de un maravilloso centro histórico. La gestión del Centro Histórico de Ciudad de México ha logrado garantizar su habitabilidad frente a los afanes de elitización. El plan de manejo16 cumple con las recomendaciones de la UNESCO17 y ha sido un instrumento que permite la vigilancia de todos los actores sociales, la transparencia de las acciones realizadas y traza una línea a seguir para los próximos años: planeación, implementación, evaluación, el monitoreo de la construcción de capacidades, los impactos de las intervenciones y la asignación de recursos necesarios. Por último, presentamos algunas recomendaciones para la gestión resumidas en cuatro puntos: Conservación integral. Crear las condiciones para la habitabilidad —vivienda, servicios, movilidad, administración— y armonizarlas con el conjunto de políticas urbanas —planeación, políticas de seguridad, sostenibilidad, de desarrollo social, de cultura, etc.—. Trabajo comunitario. Involucrar a las comunidades locales en los procesos de planeación, diseño, conservación y gestión. Narrativa compartida. Es necesario generar un discurso que llegue a las comunidades locales, para trabajar con significados atribuidos al centro histórico. Para ello es necesario identificar a los actores involucrados, los conflictos y los recursos:18 producción e interpretación de significados, recursos históricos u otros, inversionistas, residentes, visitantes y autoridades. La participación19 puede analizarse en niveles de información, consulta, decisión, ejercicio y apoyo. Métodos de evaluación. Es importante incluir en el plan de manejo instrumentos de retroalimentación para los métodos participativos y los proyectos efectuados.

16 Publicado en la Gaceta Oficial del Gobierno de la ciudad y disponible en línea http://www.autoridadcentrohistorico.df.gob.mx/

noticias/articulos/plan_de_manejo.pdf 17 UNESCO/WHC (2012: 11) 18 Lezama-López, 2009. 19 Basado en David Wilcox (1994) The Guide to Effective Participation Brighton: Partnership Books y Sherry Arnsten (1969) “A ladder of

Citizen Participation”. Journal of the American Planning Association, 35 (4): 216-224.

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participacion%20pop%20en%20la%20r.pdf. En el CV de E. Pradilla se refiere su publicación en Memorias del Encuentro Internacional “Rehabilitación de los barrios del Tercer Mundo”, Universidad Central de Venezuela, Caracas, Venezuela. 24-29 noviembre 1991, y bajo el título de “Reconstrucción del Centro Histórico de la Ciudad de México”, en Ciudades, No. 17, eneromarzo 1993, Red Nacional de Investigación Urbana, México DF, México. Rosas Mantecón (1993) “La puesta en escena del patrimonio mexica y su apropiación por los públicos del Museo del Templo Mayor” en Néstor García Canclini, coord. El consumo cultural en México, CNCA, Colección Pensar la Cultura, 197-231. Rosas Mantecón, Ana María (1994) “Qué es el patrimonio cultural y por qué defenderlo. Elementos para una discusión a través del análisis del conflicto en torno a la línea 8 del Sistema de Transporte Colectivo (Metro) en Jaime Cama y Rodrigo Witker, Coords., Patrimonio y política cultural para el siglo XXI , México, Instituto Nacional de Antropología e Historia, 35-42. UNESCO/WHC Operational Guidelines for the Implementation of the World Heritage Convention, http://whc.unesco.org/archive/opguide12-en.pdf. Wilcox David (1994) The Guide to Effective Participation. Brighton: Partnership Books

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ENTRE EL ESPECTÁCULO, EL ESTIGMA Y LO COTIDIANO: ¿ES POSIBLE HABITAR EL PATRIMONIO? MIRADAS DESDE LOS BARRIOS DEL CENTRO HISTÓRICO DE QUITO Lucía Durán Ecuador

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Resumen

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n este texto discutimos el carácter ambivalente de un tipo de discurso patrimonialista y sus efectos sobre los mundos cotidianos de sectores populares y medios que habitan los barrios de los centros históricos. A partir del proceso de recualificación del Centro

Histórico de Quito, planteamos que los relatos dominantes han naturalizado la idea de un pasado “digno” de la ciudad, ligado a lo hispano y a la narrativa de la modernidad. Al mismo tiempo, han producido la invisibilización –por vía de la estigmatización territorial y otras estrategias y tácticas del poder– de un pasado reciente “indigno”, aquel de los sectores populares que han habitado los barrios del Centro Histórico de Quito desde la segunda mitad del siglo XX hasta el presente. En este contexto, los habitantes desarrollan estrategias en las que la representación deviene un recurso central en la disputa por la visibilidad y la audibilidad, dando lugar a la circulación de otras memorias e imágenes de alteridad.

1. Introducción: ¿es posible habitar el patrimonio?1 La pregunta anterior aparece en una de las salas de la exposición “La Ronda: esos otros patrimonios”, inaugurada en noviembre del año 2012 en el Museo de la Ciudad de Quito.2 Esta fue el resultado de un trabajo de memoria de varios años y de una curaduría colaborativa junto a quienes habitaron un pequeño barrio popular del Centro Histórico de Quito en la segunda mitad del siglo XX e inicios del XXI.3 La exposición propuso una reflexión crítica –desde los mundos cotidianos y la memoria social– sobre el patrimonio, la identidad y las formas contemporáneas de hacer ciudad. Por efecto de décadas de relegación y de una intervención urbano arquitectónica concebida en el marco de los procesos de recualificación cultural4 (Lacarrieu 2010; Girola et al. 2011) en el Centro Histórico de Quito, el barrio de La Ronda se transformó en el año 2006 en una concurrida calle quiteña, visita obligada en los itinerarios turísticos de la ciudad. En este lugar se asientan hoy cerca de 36 casonas, un tercio de ellas coloniales, diezmadas de habitantes, flanqueadas por dos viejos puentes y resguardadas por policías y guardias de seguridad privada.

1 Algunas ideas aquí desarrolladas forman parte de una etnografía y tesis realizada por la autora en FLACSO Ecuador, así como de

otras experiencias de investigación y activismo con habitantes de los barrios del Centro Histórico de Quito. 2 El proceso de memoria y la exposición temporal fueron una iniciativa de antiguos y actuales habitantes del barrio y de la

organización Interculturas, de la que formamos parte. Contó con la participación y apoyo del Museo de la Ciudad, la Fundación Museos de la Ciudad y la Fundación Holcim Ecuador. 3 El barrio de La Ronda fue un antiguo chaquiñán (camino prehispánico) ubicado al sur del Centro Histórico, sobre el que se montó una

curva calle colonial que escapa al damero de la ciudad española. 4 Girola et. al. (2011) definen la recualificación como intervenciones (llamadas también regeneración, revitalización o reconversión)

sobre áreas que se consideran degradadas o devaluadas, a través del reordenamiento o recomposición de sus espacios, su población y sus imágenes, con la finalidad de transformarlas en “atractivos sitios de entretenimiento, consumo visual y estético” (27).

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Imágenes de La Ronda por la noche. Fotografía: Fabricio Maldonado. Interculturas 2012.

Experiencias como esta expresan una tendencia –con distintos matices y escalas observable en otros barrios y centros históricos latinoamericanos como Lima; La Candelaria, en Bogotá; Cartagena de Indias; Las Peñas, en Guayaquil; el Pelourinho, en Salvador de Bahía; San Telmo, en Buenos Aires; México DF; Valparaíso, en Chile; y otros tantos. Estos procesos de patrimonialización y recualificación han sido estudiados desde perspectivas urbanas, socio-antropológicas e históricas,5 que muestran la forma cómo ciertas intervenciones, aun cuando expresen intencionalidades democratizadoras, terminan por privilegiar el volverlos redituables para la inversión turística e inmobiliaria, dando la espalda a lo social. La práctica central en estos proyectos, sobre todo a partir de la década de los noventa, ha sido el uso de la cultura y el patrimonio como recursos (Yúdice 2002) para la producción de la ciudad, sea como escenografías aparentemente homogéneas para el turismo (Kirschenblatt-Gimblett 1998, Augé 2003) o como polos de desarrollo de la industria inmobiliaria y de las industrias culturales. Son estrategias complejas que no se articulan exclusivamente con el fenómeno de mercantilización de las ciudades (Delgado 2007), sino, como ha demostrado Kingman (2004, 2008, 2012a, 2012b), con históricos proyectos político-ideológicos, con la seguridad y la administración de poblaciones. La contracara de la recualificación en muchos centros históricos ha sido el desplazamiento/disciplinamiento de sujetos y prácticas: vendedores, artesanos, trabajadoras sexuales, personas en situación de calle y habitantes de los lugares intervenidos.

Imágenes de La Ronda de día. Fotografías: Lucía Durán.

5 En el caso del Centro Histórico de Quito, los procesos de recualificación han sido sobre todo analizados desde perspectivas

urbanísticas, arquitectónicas y de planificación (Carrión 2007; Carrión y Hanley 2005; Del Pino 2010,), también desde la historia crítica urbana (Kingman 2008, Salgado 2004) y, más recientemente, desde aproximaciones socio-antropológicas.

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El Centro Histórico de Quito fue imaginado y construido como patrimonio monumental universal a lo largo del siglo XX a partir de tradiciones hispanistas locales y con relación a las lógicas transnacionales del campo urbano-patrimonial y turístico. Incluso antes de 1978, año de su declaratoria junto a Cracovia como primer Patrimonio Cultural de la Humanidad, la relación patrimonio-planificación urbana6 estuvo marcada por una fuerte normatividad tendiente al ordenamiento, regulación y definición de usos, a través de la producción de normas, ordenanzas, planes y la creación de órganos especializados, con apoyo de la cooperación técnica y financiera internacional.7 Tras el terremoto ocurrido en 1987, las intervenciones sobre el Centro Histórico se enfocaron en la recuperación de edificios monumentales civiles y religiosos, plazas, calles y espacio público, destinando millonarias inversiones y posicionando a Quito como el centro histórico mejor conservado de Latinoamérica y un caso emblemático de gestión del espacio público. En la década del 2000, intervenciones monumentalistas y espectaculares en el Centro Histórico de Quito suscitaron un amplio consenso en tiempos celebratorios8 mostrando la cara más culturalista del proyecto. En Guayaquil, como en otras ciudades latinoamericanas, sucedió lo mismo con intervenciones urbanas emblemáticas como el Malecón 2000 y el barrio Las Peñas que insertaban a la ciudad moderna en el panorama turístico global. El anterior enfoque continúa hasta la actualidad aunque con acciones desde el Estado y el Municipio tendientes a su revitalización y repoblamiento.9 Se destinan espacios para universidades, se rehabilitan edificaciones para convertirlas en embajadas, se abren y consolidan espacios culturales y nuevas plazas se inauguran ahí donde se derrocan edificios modernos considerados prescindibles desde la racionalidad técnico-estética del proyecto oficial. Al mismo tiempo, son acciones que se producen en tensión con otras políticas llevadas adelante por las instituciones cuya intención ha sido ampliar y democratizar el campo patrimonial. Cierto énfasis “espectacular”, en el sentido dado por Débord (1992) se ha expresado como una representación que tiende a expulsar el pasado reciente, la experiencia ordinaria así como las prácticas más cotidianas y comunes de los heterogéneos mundos populares (De Certeau, 2000). Espectacularización conflictiva, que Kingman explica desde la persistencia de “la economía popular, las relaciones campo-ciudad y la tradición en el contexto de una modernidad periférica” (2012b:132).

6 Un hito reconocido como fundacional en la relación patrimonio/planificación urbana, es el Plan Regulador de Quito de Jones

Odriozola 1942-1944, que plantea la descentralización de las funciones del centro urbano y establece una primera referencia a los límites del área histórica en función de ciertos elementos monumentales. 7 En el año de 1987 se creó el Fondo de Salvamento del Patrimonio de Quito que durante dos décadas se financió fundamentalmente

por vía de pre-asignaciones tributarias y que, en el año 2010, debido a reformas constitucionales que las eliminaron, se transformó en el Instituto Metropolitano de Patrimonio de Quito. A inicios de los noventa se había creado la Administración Zonal destinada al Centro Histórico, luego se creó la Empresa de Desarrollo del Centro Histórico que contó con financiamiento del Banco Interamericano de Desarrollo y que luego se convirtió en la Empresa de Desarrollo Urbano de Quito INNOVAR. Hacia el 2003, el Municipio de Quito y la Junta de Andalucía diseñaron el Plan Especial de Desarrollo del Centro Histórico de Quito, documento orientador de buena parte de las intervenciones urbanas. En distintos momentos de este proceso, participaron con apoyos técnicos y económicos la cooperación española, belga, italiana y francesa. 8 Quito Capital Americana de La Cultura, Bicentenario de la Independencia, Aniversario de la 25 Declaratoria de Patrimonio,

entre otras. 9 Dicha noción ha sido reapropiada en oposición al sentido negativo de otras formas de nombrar la intervención sobre los centros

históricos como “regeneración.” Actualmente, el interés por la revitalización del CHQ se intensifica por la preocupación de un decrecimiento poblacional o de la reducción del uso residencial del CHQ: 50 982 habitantes en el año 2001 a 40 587 en el año 2010, según una presentación del 2012 del Ministerio de Desarrollo Urbano y Vivienda.

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En el Centro Histórico habitan cerca de cuarenta mil personas. Los barrios de San Juan, San Marcos, San Roque, San Sebastián, La Ronda, El Panecillo, San Diego, La Victoria, El Tejar, Toctiuco y otros, están conformados por sectores populares y medios y muchos se ubican en los límites del núcleo central que concentra la monumentalidad religiosa y civil, que ocupa aproximadamente el 20 % de las 376,12 hectáreas del Centro Histórico. Aunque no todos ellos hayan sido objeto de grandes intervenciones, estos barrios han estado inmersos en las dinámicas de un proyecto monumentalista/espectacular que imprime su huella sobre los mundos cotidianos y los transforma. Los habitantes se debaten entre el imaginario local del turismo como una fuente de oportunidades y empleo para los propietarios y para los jóvenes y la especulación inmobiliaria que ejerce presión sobre propietarios e inquilinos. Debido a lo expuesto, el debate sobre lo patrimonial excede hoy ampliamente las lecturas clásicas/ técnicas sobre la conservación y protección del patrimonio material. No sería posible debatir sobre lo patrimonial únicamente en términos disciplinares o desde las categorías clasificatorias de organismos internacionales, aun cuando estas ciertamente desarrollen miradas más integrales sobre los lugares y las nociones de patrimonio material/tangible, inmaterial/intangible, paisajes culturales y otras sean reapropiadas por los sujetos. Tampoco sería posible mirarlo únicamente en términos culturalistas, es decir, en su relación con ciertas nociones esencialistas de cultura, identidad, diversidad o tradición en singular, conceptos que han sido objeto de intensos debates en las ciencias sociales desde hace décadas, aunque continúan siendo usados de manera desproblematizada en la esfera pública y en los discursos institucionales y mediáticos (Wright 1998, Andrade 2002). De hecho, el “abuso de memoria” (Todorov 2008) o de patrimonialización ha resultado problemático cuando se ha concebido desde las anteriores nociones, produciéndose intervenciones sobre lugares, prácticas y cuerpos que los objetivan, llegando en no pocos casos a ejercer formas de violencia simbólica (Bourdieu 2000), lo cual ha puesto en escena la posibilidad de pensar en la despatrimonialización.10 Hemos descrito una noción objetivada de patrimonio, aquella que nos retrotrae de manera desproblematizada a la forma o a las categorizaciones disciplinares, a la identidad estática y a la cultura única, conscientes de que el patrimonio tampoco es concebido de manera unívoca y que el campo patrimonial está siendo renovado tanto desde las miradas institucionales como desde las prácticas de los sujetos. Nuestro acercamiento entonces no es al patrimonio como campo profesional específico, política o acción estatal. Proponemos desplazar la mirada y pensar en el discurso patrimonialista en el sentido dado por Foucault (1992), como aquel universo de sentidos generador de saberes y prácticas que no se agota en la noción de “patrimonio”, sino en lo que esta hace en la vida de los sujetos. Como propone Salgado (2008:15), se trata de “un poderoso dispositivo simbólico y disciplinario de exclusión social y cultural.”

10 Se trata de un debate sobre todo en el campo de la crítica patrimonial pero también de algunas ciudades. Plantea que ciertas

prácticas han perdido vitalidad o que la regulación excesiva ha impedido resolver temas fundamentales en términos de necesidades de los ciudadanos como vivienda y transporte, con lo cual debería ser posible revisar y flexibilizar los procesos patrimonialistas o incluso volverlos temporales y reversibles.

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Como discurso hegemónico construido históricamente o como “marco común material y significativo” (Roseberry 2002:220) no es homogéneo ni impone sus verdades y sentidos de manera unívoca. Se nutre de varios relatos que actualiza en función de contextos históricos y proyectos ideológicos. Tampoco son homogéneas las formas en que los sujetos en posición de subalternidad tienden a confrontarlo, resistirlo o negociarlo. En este sentido, nos ha interesado acercarnos, desde las representaciones y prácticas sobre y desde los habitantes de los barrios del Centro Histórico de Quito, a las formas en que un tipo de discurso patrimonialista dominante es problematizado y debatido en el presente.

2. Relatos de dignidad: (re)invenciones y disputas por el pasado La temprana conciencia sobre el Centro Histórico de Quito como espacio museal, dado el carácter de “reliquia arquitectónica” que advirtieron en él los hispanistas en las primeras décadas del siglo XX (Capello 2004:72), fue configurando la idea de Quito como eje de una nación hispana, católica y moderna, en un contexto de disputas regionales por el poder11 y del incipiente desarrollo del turismo. El autor menciona que en el año de 1938 un periódico neoyorkino publicaba una imagen del centro histórico monumental con la frase “A Bit of Spain in South America” (Un pedazo de España en Sudamérica)(2004:72).

LA CIVDAD I AVDIENCIA DE QVITO. Felipe Guamán Poma de Ayala.
 Primer nueva crónica y buen gobierno (1615/1616). Facsimil de Det Kongelige Bibliotek/ Biblioteca Real de Dinamarca.

11 En este sentido, Kingman (2009) observa la polarización entre Quito, la capital, la ciudad recoleta, en donde se realiza el proyecto

hispanista en oposición al indigenista y en donde la cultura política tiene bases conservadoras y Guayaquil, la del puerto principal, la ciudad prospera, del progreso.

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En el momento actual, al carácter hispanista/monumentalista central en la producción del pasado en el campo patrimonial quiteño, se suman nuevas asignaciones de sentido producto de un contexto global memorialista, de la influencia de las ideas poscoloniales y decoloniales en la revisión de la historia y de los debates del periodo bicentenario, en un contexto de progresiva articulación patrimonio-mercado. Inciden en la producción actualizada de relatos e imágenes sobre la ciudad y la nación que apelan a la autenticidad, a la tradición, a los barrios libertarios y luchadores y sus vecinos. Son relatos de intensa circulación que la publicidad y el turismo han sabido sedimentar junto a dispositivos pedagógicos desarrollados desde las instituciones educativas, las conmemoraciones públicas de la ciudad, la acción de las instituciones culturales y medios quiteños, entre otros. Volviendo al caso de La Ronda, la (re)invención del pasado fue indisociable del gran relato de la quiteñidad12 y se producía a partir de una selección de anecdotarios nutridos de relatos, voces e imágenes de las más variadas fuentes: históricas, fotográficas, literarias, artísticas, periodísticas, orales, entre otras. En los relatos oficiales se incorporaban elementos relativos a un tipo de prácticas sociales ligadas a la bohemia y que tenían en la poesía y el pasillo13 sus formas de expresión privilegiadas. En el contexto bicentenario, los relatos se ampliaban a partir de representaciones de héroes y heroínas, mestizos e indígenas que nutrían el repertorio del lugar turístico. Por vía de su repetición y circulación en diversos ámbitos, una versión del pasado del barrio se tornaba hegemónica. Todos los barrios son interpelados por este tipo de producción del pasado y algunos habitantes participan en ella a través de programas públicos y privados que recurren a la memoria individual y colectiva y en los que mediadores barriales y funcionarios, de la mano de historiadores y gestores, registran lugares, personajes, hechos históricos y leyendas que luego ponen en circulación como la “memoria histórica” de un barrio. Otros participan en programas institucionales que les invitan a la recreación coreográfica de rutas bicentenarias en el contexto de masivos eventos, reproduciendo el discurso de la quiteñidad y sus repertorios estables, actualizados a partir del carácter luchador, rebelde y libertario de los vecinos de Quito y sus barrios. Aquello que desde la mirada institucional puede ser visto como formas de apropiación del patrimonio y de participación barrial, desde la mirada de algunos habitantes es un espacio de debate sobre el pasado. Se cuestiona la “expulsión de los vecinos de la historia”, según afirmaba un joven del barrio de San Juan o “la historia de siempre, pero cambiando los nombres” como la calificaba una vecina en San Marcos. A propósito del trabajo sobre memoria realizado con antiguos habitantes del barrio de La Ronda, una antigua vecina planteaba esta disputa en los siguientes términos: Hay músicos, gente conocida, que ya tienen su historial. El propósito de este trabajo es sobre nosotros. Anécdotas de La Ronda de arriba y de La Ronda de abajo, no de quienes ya son conocidos, sino de nosotros. Lo que queremos rescatar es lo que vivimos, lo que pasamos en nuestra

12 Relatos identitarios como la “quiteñidad’, siguiendo a Hall, tienen la apariencia de una continuidad histórica, aunque en

realidad “tienen que ver con las cuestiones referidas al uso de los recursos de la historia, la lengua y la cultura en el proceso de devenir y no de ser”. Es decir, que son identidades construidas “dentro” del discurso y el juego de la interpelación (2003: 17,18,23). 13 Género musical híbrido, que incorpora lo andino, heredero del vals europeo a fines del siglo XIX (Guerrero y Mullo 2005).

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Ronda. Ellos tienen su libro. Ahora es tiempo de rescatar todo lo que nosotros, los vecinos, hemos vivido. (Testimonio, 2012)

“Casa adentro”, el proyecto se debate en términos de lo que muchos ven como la invisibilización de su condición presente en el relato sobre el Centro Histórico o su visibilización estratégica primordialmente como vecinos auténticos, dando lugar a disputas por la identidad y la memoria. Un sujeto patrimonial/espectacular es producido en el marco de programas institucionales o privados que apelan a la tradición, identidad y cultura popular, sobre todo en cuanto a artesanías, gastronomía, celebraciones y rituales religiosos. Se trata de representaciones ennoblecidas en las que los sujetos se nombran, fotografían y existen sobre todo por vía de su relación con la tradición y el patrimonio (Lacarrieu 1998). Las dinámicas dominantes de monumentalización/espectacularización en el Centro Histórico de Quito han tendido a producirse de espaldas a lo cotidiano y lo popular, a la vida en los barrios. Con pocas excepciones, los relatos que entran en circulación sobre ellos clausuran la historia barrial hacia mediados del siglo XX. Su pasado reciente es por lo general también el de la tradición, incluso cuando los relatos aparecen como heterogéneos y particulares al caracterizar a cada barrio de determinada manera: barrio rebelde, artesanal, bohemio, cultural, artístico u otros apelativos. Al mismo tiempo, parecería ser que la historia se suspende de la mano de la salida de las élites del lugar. Como en otros centros históricos latinoamericanos, en la segunda mitad del siglo XX no solo se consolida su salida, sino la llegada a la capital de poblaciones del campo y de ciudades de provincia, en búsqueda de fuentes de trabajo y educación, proceso de migración intensivo que transformó las dinámicas urbanas y sociales de una ciudad en vías de metropolitanización. Las casonas del centro histórico se transformaban en fragmentados espacios de inquilinato nombrados “tugurios”, en comercios, tiendas, negocios varios y bodegas. Los barrios quiteños considerados más tradicionales como San Marcos, San Roque, La Ronda o San Sebastián veían nacer generaciones de nuevos “quiteños” hijos de inmigrantes. Nuevos barrios como La Colmena, Toctiuco y El Panecillo se consolidaban a través de la autoconstrucción, de redes de solidaridad y trabajo asociativo.

Club Deportivo La Ronda, del álbum de la familia Segarra.

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Imagen de la exposición “La Ronda: esos otros patrimonios”. Fotografía: Lucía Durán.

La “toma del centro por sectores populares”, como la llama Kingman (1996:42), trae aparejado un imaginario sobre el “deterioro” o “degradación” del lugar. Imaginario problemático debido a que sus usos exceden la mirada urbanística, arquitectónica o incluso ambiental, aludiendo, de manera textual o a través de la circulación de imágenes, a la “degradación” social y moral: redes delincuenciales, trabajo sexual, venta callejera, situaciones de calle y la “cultura de la pobreza” (Lewis: 1966) asociada al habitar. Como veremos más adelante, estas representaciones han sido sistemáticas y ambivalentes y se presentan como formas de violencia material y simbólica. Las representaciones del pasado dan legitimidad al orden social presente (Connerton 1989). La historia de los barrios de la segunda mitad del siglo XX, populares, artesanos, comerciantes, migrantes, indígenas, campesinos, ha tendido a volverse inaudible e invisible y su pasado no solo ha entrado en suspenso sino que, en algunos casos, incluso se ha reducido a lo “indigno”.

3. Lo indigno: estigmatización territorial e invisibilización

Imagen de la exposición “La Ronda: esos otros patrimonios”. Fotografía: Lucía Durán.

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En un artículo previo sobre este tema (Durán, 2014), discutíamos el carácter paradójico y ambivalente de los discursos sobre el pasado reciente de los centros históricos: deterioradas ruinas del progreso (Benjamin 2008) y monumentales espacios de tradición. La representación dominante de los centros históricos contiene e imbrica al mismo tiempo imágenes de “dignidad”, ligadas al patrimonio y la alta cultura o a la historia fundacional de las ciudades que hemos visto, e imágenes de “indignidad”. Si las primeras son ciudadanizadoras, productoras de “distinción” (Bourdieu 1998) y suelen tener un efecto de valorización económica sobre el recurso patrimonial, las segundas aparecen como ruinosas representaciones –en lo material y lo moral– del abandono, el deterioro y el arruinamiento, de aquello que, si hoy se valora socialmente, se regenera o revitaliza, en distintos momentos y con diversas motivaciones, la ciudad plantearía que hay que dejar atrás, relegar u olvidar. En el fondo, subyace una lógica de expropiación del lugar de aquellos sectores populares percibidos como “indignos” de habitarlo y usarlo (vendedores, personas en situación de calle, comerciantes indígenas, trabajadoras y trabajadores sexuales y amplios sectores populares), cuyo pasado también “indigno” se instituyó como verdad. Los procesos de “estigmatización territorial” (Wacquant 2007, 2008, 2010) han sido estudiados en América Latina sobre todo con relación a la segregación-socioespacial y étnica en barrios marginalizados de grandes ciudades como Rio de Janeiro, Sao Paulo (favelas) o Buenos Aires (villas). Wacquant retoma a Goffman asociando el estigma racial al territorio como en el caso del ghetto, analizando las formas en que ciertos lugares considerados degradados, violentos, peligrosos14 transfieren a quienes los habitan esa misma posición de marginalidad. Se trata de una forma de violencia simbólica (Bourdieu 2000) que opera a través de la marcación de sujetos, ubicándolos en un papel de inferioridad por vía de atributos desacreditadores que definen su identidad social (Goffman 2003). En los centros históricos, la noción de estigmatización territorial es útil para pensar la producción de la imagen de un tipo particular de territorio que, aunque no únicamente articulada al racismo, posibilita y legitima socialmente intervenciones sobre los lugares y las prácticas de heterogéneos sectores populares. En barrios como La Ronda, San Roque, 24 de Mayo o El Panecillo, la estigmatización territorial es un proceso de décadas en que las imágenes ocupan un papel medular. Llama la atención la intensa circulación, sobre todo desde los años ochenta, de un corpus de imágenes que aparecen reiterativamente en medios, informes técnicos, planes y proyectos de recualificación a nivel local y global, constituyéndose en relatos e imágenes dominantes del pasado indigno de lugares dignos, tanto en Quito como en otras ciudades de América Latina.

14 Wacquant llama la atención sobre el caso de Oporto en Portugal, relatando como el estigma construido sobre el barrio Sao Joao de

Deus como un “hipermercado de las drogas”, legitimó la renovación urbana que “con enormes esfuerzos de musculosos policías, busca esencialmente expulsar y dispersar a los drogadictos, squatters, desocupados y otros desechos locales a fin de reinsertar a ese barrio en el mercado inmobiliario de la ciudad, sin preocuparse por la suerte de los miles de habitantes así desplazados.”(2007: 300)

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Recortes de prensa de archivo de antiguos dirigentes de La Ronda.

En el caso de los barrios del Centro Histórico estigmatizados como “zona roja” o lugares delincuenciales, observamos cinco tipos de imágenes dominantes15 –por fuera de la postal turísticopatrimonial y el folclorismo– producidas con relación a los espacios barriales y públicos: a) imágenes del hábitat tugurizado y la “cultura de la pobreza” (Lewis 1966); b) aquellas que apelan al vacío, a parajes desolados y al abandono; c) las que remiten a la suciedad del mercado, la informalidad, la mendicidad y el desorden en las calles; d) imágenes de inseguridad, delincuencia y trabajo sexual; e) edificios coloniales y republicanos en estado de deterioro. Ni la mirada ni la producción de imágenes visuales son actos plenamente libres. Existen, como demuestra Bourdieu (1979), normas y esquemas que organizan la forma como capturamos y apreciamos el mundo. Estos a su vez están asociados a los valores de una cierta clase, campo profesional o disciplinar. De ahí que las imágenes que hemos descrito deban ser interpeladas dentro del discurso que las posibilita. Buena parte de las imágenes del tugurio, vacío, caos e inseguridad, no solo describen situaciones de pobreza también observables en otros espacios de la ciudad, sino que lo hacen de manera explícita con relación a la nostalgia del lugar, los personajes y hechos de la historia y el valor arquitectónico y simbólico que está en riesgo. No se trata de formas inocuas de nombrar o mostrar una realidad determinada sino de discursos reiterativos y ambivalentes,16 que se incorporan al sentido común ciudadano. Como toda representación, no solo es una poética sino también una política, es decir un “trabajo” (Hall 2001) que produce efectos materiales y simbólicos sobre la vida de los sujetos, afectando sus mundos cotidianos en diversos sentidos. Estas representaciones han sido disputadas de varias maneras por los habitantes, a través de la lucha de las organizaciones barriales y sus negociaciones con el Estado, pero también desde las formas en que los sujetos habitan o hacen uso de los espacios colectivos y públicos y de los modos en que narran su pasado y construyen sus identidades, como analizaremos en el apartado siguiente. En el caso del Centro Histórico de Quito, habitantes junto a quienes hemos trabajado en los barrios de La Ronda, San Sebastián, 24 de Mayo, San Marco y San Roque relatan las formas en que la representa-

15 Imágenes fotográficas y audiovisuales. Para un análisis en profundidad ver: Durán 2013, 2014. 16 Para Bhahba (1994), en contextos coloniales, construyen la “otredad” y resultan centrales en el ejercicio del poder discriminatorio

basado en los estereotipos.

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ción dominante sobre el lugar que habitaban les era transferida y operaba sobre sus mundos cotidianos. Hemos podido observar cómo, habitar un lugar relegado, estigmatizado como “zona roja” o delincuencial y ser estigmatizado por habitarlo, provoca efectos en diversos ámbitos, algunos coincidentes con los señalados por Wacquant (2007) para otros territorios estigmatizados y otros particulares para los casos que analizamos: a) debilita vínculos de amistad o familiares por efecto del distanciamiento físico y simbólico; b) limita las posibilidades de acceso a servicios de transporte como taxis o servicios financieros como créditos bancarios o hipotecas; c) obliga al desenraizamiento, a cambiar de vivienda en otros lugares dentro o fuera del centro histórico; d) frena oportunidades de inserción laboral sobre todo en las y los jóvenes; e) limita el acceso de las mujeres, niños/as y adultos/as mayores al espacio público; f) altera las dinámicas de las organizaciones barriales que abandonan un cierto sentido cohesionador para entrar en las dinámicas de la lucha por la seguridad; g) reformula las sociabilidad a través de pequeños y débiles pactos cotidianos que habilitan la convivencia con el trabajo sexual o los actos de delincuencia; y h) intensifica las dinámicas de la violencia simbólica como el racismo. Uno de los efectos más violentos de la estigmatización y relegación es el desplazamiento17 de habitantes. La salida de los sectores populares, migrantes, campesinos, inquilinos que llegaron en la segunda mitad del siglo XX se produce de manera discontinua aunque se intensifica con las intervenciones como en el caso de La Ronda y la Av. 24 de Mayo y las proyectadas para otros barrios como San Roque o San Sebastián, así como con las dinámicas de la especulación inmobiliaria, la adquisición de viviendas por parte del municipio y actores privados. Hemos podido observar cómo las imágenes del vacío, tugurio, caos e inseguridad, de sujetos que ciertos sectores consideran indignos del lugar, preceden a las intervenciones solidificándose durante décadas e intensificándose en los momentos en que se consolidan los proyectos e inician las intervenciones sobre los lugares. A este propósito es interesante el reciente trabajo de Kingman (2012a:192) sobre el barrio de San Roque en dónde plantea que la estigmatización mediática “antecede y acompaña políticas concretas de seguridad, en el sentido de baja policía, neohigienismo y limpieza social.” Es un juego de amplificación perverso: nunca un lugar es más degradado que en los momentos en que está en juego alguna intervención, llegando incluso a extremos ficcionales que aparecen legitimando la recualificación (Durán 2013).

4. Imágenes de subalternidad y visibilización Los relatos y representaciones dominantes del pasado del lugar y los proyectos ideológicos que los sostienen son disputados en el presente por quienes habitaron y habitan los barrios del Centro Histórico de diversas formas. Quienes están en una posición de subalternidad, afirma Roseberry (2002: 215-216), son conscientes de ello y lejos de “consentir esa dominación”, desarrollan “sutiles modos de soportarla, hablar de ella, resistir, socavar y confrontar los mundos desiguales y cargados de poder en que viven.” En los foros de memoria que realizamos con antiguos habitantes del barrio de La Ronda luego del proceso de recualificación, el relato del deterioro moral era fuertemente disputado. Para quie-

17 Hablamos de desplazamiento ya que nos parece que el concepto de gentrificación asociado a un sentido de clase social no puede

aplicarse a todas las dinámicas del Centro Histórico de Quito que son heterogéneas y discontinuas.

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nes lo habitaron, no existía tal degradación social. Era un barrio de clase trabajadora y popular que fue objeto, a partir de los años noventa, de un sistemático abandono por parte del Estado, como lo demostraban con copiosos archivos de solicitudes de atención estatal que no tuvieron respuesta. Las casonas no eran “tugurios” ni en ellas se reproducía la pobreza, sino complejos, conflictivos y afectivos espacios de sociabilidad productores de redes de solidaridad, amistad y organización popular. Los efectos de dicho abandono fueron para ellos la piedra de toque que fue paulatinamente expulsando a sus habitantes durante al menos veinte años.

Imágenes del proceso de memoria barrial con ex habitantes de La Ronda. Interculturas. 2012.

La memoria es una práctica activa del recuerdo, nos recuerda Kuhn (2007), sujeta a reinterpretaciones y, por tanto, performativa. No se clausura una vez que el relato ha sido narrado. Al contrario, el pasado se actualiza con cada acto de memoria mostrando la inestabilidad del recuerdo. A diferencia de otro tipo de producciones de memoria oficial que hemos analizado antes, estas tendrían más bien un sentido performativo y polifónico. Son memorias construidas desde el debate y con relación a las formas de dominación que experimentan los sujetos en el presente. Si las imágenes son centrales en los procesos de producción del Centro Histórico, tanto del lugar digno/patrimonial como del lugar indigno/estigmatizado, lo son también en las disputas por la

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instalación de relatos subalternos que cuestionan las representaciones dominantes. El campo visual se ha convertido en un espacio privilegiado por grupos y colectivos contemporáneos para disputar los sentidos del pasado (Jelin 2002). Así, algunos vecinos del centro histórico, organizados en grupos y asociaciones vecinales o colectivos culturales de distinta índole, han trabajado de la mano de organizaciones culturales privadas e instituciones como los museos y centros culturales municipales18 para plantear otros sentidos del pasado. A través del recurso a sus álbumes familiares y a los archivos barriales contenedores de recortes, cartas, diarios, actas y un sin fin de fragmentos de la vida asociativa barrial, de trabajos de activación de memorias, encuentros, foros reflexivos, investigaciones colaborativas y otras estrategias, reconstruyen otro tipo de memorias, producen relatos e imágenes, documentales, textos y exposiciones que circulan en los más diversos espacios, desde los locales vecinales, pasando por los espacios culturales institucionales, hasta los parques y graderíos barriales.

Imágenes del trabajo de memoria del Colectivo Cultural San Marcos. Fotos: Colectivo.

18 Estos espacios han sido en los últimos años espacios renovadores de la política cultural municipal. Junto a ciertas acciones

desarrolladas desde las instituciones encargadas del patrimonio, han dado lugar a la inclusión de voces críticas, memorias e imágenes diversas.

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Por ejemplo, en El Panecillo, un barrio estigmatizado como peligroso y delincuencial desde hace décadas, como lo fue La Ronda o lo es incluso hoy San Roque, el colectivo barrial “Gestores culturales del Panecillo”, reconstruía entre los años 2009 y 2010 la memoria social del barrio a través de la construcción de un álbum colectivo.

Álbum Panecillo. Gestores Culturales del Panecillo e Interculturas. 2010.

Este álbum fue producido a partir de intervenciones en el espacio público y la participación de vecinos y vecinas. Resaltaba las formas de participación, la lucha social y la vida asociativa en diversas dimensiones. El lugar de enunciación era el de los propios sujetos, expresado con afecto y humor, en jerga local, construido con relación a los personajes del pasado y del presente. La exposición sobre La Ronda, desarrollada en los años 2012-2013, buscó restituir las memorias debatidas y las imágenes familiares de los sectores populares al gran relato de la quiteñidad, poniendo en discusión los efectos del proceso de recualificación. Son acciones que no solo densifican y pluralizan la historia urbana, sino que hacen visibles los complejos entramados de poder que dan lugar a lo urbano. La publicación sobre la memoria barrial de La Ronda que acompañó a la exposición no tenía un sentido turístico, aunque luego el mercado se pueda apropiar de los relatos en un sentido anecdótico como suele suceder, sino de poder hablar y mostrar su propia interpretación del pasado barrial, muchas veces frente a la indignación que les producía el relato oficial. Así fue experimentada por quienes participaron en el proceso, por otros colectivos barriales que debatieron la exposición y por sujetos críticos que la visitaron.

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Imagen de la instalación de videos con testimonios de antiguos habitantes. Exposición “La Ronda: esos otros patrimonios.” Fotografía: Lucía Durán.

En San Marcos, un grupo de gestores culturales, el Colectivo Cultural de San Marcos, disputaba entre los años 2011 y 2013 la lógica monumental/espectacular y la invisibilización de la vida cotidiana, instalando en las paredes de las viviendas baldosas con imágenes del álbum familiar y textos escritos por los vecinos, resultantes de procesos colaborativos de activación de memorias barriales. Si una lectura superficial habla de un código musealizado, una mirada más profunda entiende que son puntos de fuga pues irrumpen en el espacio público desde los mundos privados e íntimos de los habitantes, desde el álbum familiar antes que desde el archivo histórico, desde el recuerdo y el afecto antes de la prueba histórica; la fotografía junto al relato narrado en primera persona y escrito con una grafía imperfecta adquiere no solo valor anecdótico sino de presencia de los sujetos en un contexto de disputas por el lugar. Se instituyen como una manera de llamar la atención sobre sus mundos invisibilizados en el relato oficial de la quiteñidad y amenazados por los procesos de recualificación.

Imágenes del Paseo de la Memoria Barrial. Colectivo Cultural San Marcos. Fotos: Colectivo.

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En El Panecillo la circulación de los relatos e imágenes se daba en el ámbito familiar, barrial y también virtual a través de un blog, permitiendo que otros actores densifiquen el relato. En cambio, en San Marcos las imágenes y los relatos se inscribían en la fachada por ser el ícono del proyecto monumentalista y espectacular y desde ahí su circulación se abría hacia otros soportes y lugares como las fotografías tomadas por habitantes y visitantes. La exposición de La Ronda se instaló temporalmente en el museo, como queriendo interpelar el relato cerrado de la quiteñidad en uno de los lugares que, al mismo tiempo que lo produce, abre vías para su densificación. De hecho, simultáneamente, otra sala del mismo museo planteaba otra propuesta temporal, una exposición sobre Quito en la primera modernidad.19 Si lo hacen desde la formalidad de la apariencia o un lenguaje establecido es por ser también un código de audibilidad y visibilidad, pero sus sentidos son diversos. La memoria, afirma Candau (2008), es la “identidad en acto.” Estas estrategias de los colectivos son también procesos de construcción identitaria. En los actos performativos de memoria, producción, selección y puesta en circulación de relatos e imágenes, los sujetos construyen sus identidades como vecinos en una relación de alteridad con otros habitantes, barrios y ciudadanos.

5. Reflexiones finales

Imagen de la exposición “La Ronda: esos otros patrimonios”. Fotografía: Lucía Durán, 2012

Los centros históricos se producen en medio de tensiones y conflictos, entre un proyecto de ciudad de tipo monumental/espectacular20 y la vida cotidiana de quienes habitan estos lugares. En el caso del Centro Histórico de Quito, la tendencia de este proyecto ha sido imaginar el lugar y proyectarlo de espaldas a lo cotidiano. Al mismo tiempo se ha privilegiado formas de producción del pasado asociadas a discursos históricos hegemónicos y ambivalentes para dibujar un lugar digno/patrimonializado y al mismo tiempo indigno/estigmatizado.

19 La exposición “Los Durini: artífices del rostro moderno de Quito.” 20 Entre los años 2012 y 2014 se produjo un giro en la política patrimonialista de Quito que dio lugar a problematizar la mirada

hegemónica y a incorporar otros relatos e imágenes patrimoniales más allá del patrimonio inmaterial. Queda pendiente observar si fue una excepcionalidad o si efectivamente es un gesto de inclusión que tendrá continuidad como política.

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Aun cuando en apariencia el espectáculo aparezca como productor de homogeneidad, incide en las formas en que los sujetos reconstruyen relatos sobre sí mismos y sobre los otros tanto en condiciones de subalternidad como de alteridad. Siguiendo a Rancière (2000), los sujetos son capaces de transformar la representación en experiencia y, al hacerlo, intervienen y transforman los mundos que habitan. En un contexto de invisibilización del pasado reciente y de formas de violencia simbólica que atraviesan la vida cotidiana de las personas, habitantes de los barrios del Centro Histórico producen otras lecturas sobre el pasado. Estas toman distancia del anecdotario de tradiciones barriales inscrito en el gran relato naturalizado de la quiteñidad, –aun cuando este se haya incorporado en el sentido común de los ciudadanos–. Son lecturas del pasado en que la imagen ocupa un lugar central, por ser el campo visual y la producción y circulación de imágenes centrales en los procesos de construcción de identidades y memorias en el mundo contemporáneo. En este sentido, las imágenes del mundo privado y barrial, de la ciudad popular, migrante, mestiza, indígena parecerían querer escapar a la fijeza del relato oficial, incorporando lo cotidiano, la memoria individual y colectiva, otras estéticas y formas, la fotografía familiar, aquel “lazo vivo de las generaciones” (Halbwachs citado en Candau 2008:135) a manera de un “debate del recuerdo” (Didi Huberman 2005). Es decir, en términos de una conciencia compartida sobre el pasado (Halbwachs 1994) que está siempre en tensión, siendo actualizada, reinterpretada, reelaborada y resistiendo al congelamiento del pasado en relatos unívocos. En la medida en que los grandes proyectos continúen siendo pensados desde lo espectacular, desde lo “que va a construirse por entero”(Foucault 2006), desde lo extracotidiano, las intervenciones pueden terminar por reforzar narrativas hegemónicas del pasado, contribuyendo a la invisibilización y exclusión de sujetos, prácticas, estéticas, memorias e imágenes de alteridad. De ahí que no sea suficiente en términos de inclusión y democratización pensar el patrimonio, como decíamos al inicio, solo en términos técnicos sino también políticos y observar las representaciones y prácticas que el discurso produce sobre la vida de los sujetos para desde este lugar pensar y posibilitar transformaciones sociales.

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SER VECINOS: “RESCATE” Y DISTINCIÓN DE CLASE EN EL CENTRO HISTÓRICO DE LA CIUDAD DE MÉXICO Alejandra Leal Martínez Universidad Autónoma Metropolitana, México

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Introducción

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or fin establecimos contacto con los jóvenes de la vecindad de la esquina”, me dijo Mónica, una joven escritora de veintiocho años, mientras platicábamos una noche, a principios de 2007, en un bar de la zona surponiente del Centro Histórico de la Ciudad de México, que tenía fama de ser peligrosa. De atmósfera relajada y bohemia, luces tenues y paredes cubiertas con parafernalia taurina y pinturas abstractas, el bar en el que nos encontrábamos era un punto de encuentro para jóvenes artistas y promotores culturales que habían llegado a vivir a esa zona de la ciudad en el contexto del más reciente proyecto de renovación del Centro Histórico, que se conocía localmente como “el rescate”. El “contacto” al que Mónica se refería había tenido lugar unas noches atrás, mientras estaba en ese mismo bar tomando cervezas con su amigo Pedro, un poeta de alrededor de 30 años, quien

además era dueño del establecimiento, y con otros amigos artistas. Pasada la medianoche, un adolescente vestido de pantalones huangos y playera blanca había entrado al bar y caminado directo a la barra. Lucía confundido y parecía haber consumido chemo, un solvente industrial que se utiliza como droga barata. Mónica, una persona desinhibida que entre sus amigos tenía la reputación de ser algo imprudente, lo invitó a sentarse en su mesa. El joven les contó que se llamaba Manuel, tenía 19 años y vivía en “el 32”, la vecindad más deteriorada de la cuadra, en la que se rumoraba que se vendían drogas. Después de un rato de plática entrecortada y silencios incómodos, Manuel señaló con un gesto que se iba, y Mónica le preguntó si podía acompañarlo. Tenía ganas de conocer el interior de su edificio, le dijo. Manuel accedió. Caminaron los 20 metros que separaban el bar de la vecindad en absoluto silencio y se sentaron en un patio interior del inmueble, dilapidado y oscuro. Aproximadamente 15 minutos después Manuel la acompañó de regreso al bar y se marchó. Cuando Pedro me contó su versión del incidente, me confesó que le había incomodado mucho la conducta de Mónica. Le parecía sumamente imprudente que su amiga hubiera entrado a la vecindad, especialmente a altas horas de la noche. Sus amigos y él se habían quedado preocupados y se habían sentido responsables por lo que hubiera podido pasarle. Y además, me dijo, “¿que voy a hacer si Manuel regresa?” Me aseguró que no sabría cómo manejarlo y que no lo quería en su bar bajo la influencia del chemo. Pero Mónica no estaba de acuerdo. Ella veía el encuentro con Manuel como una gran oportunidad para llegar al grupo más hostil y vulnerable de la zona: los jóvenes. Tal como Pedro temía, Manuel comenzó a frecuentar el bar de manera regular. Eventualmente le pidió trabajo, el cual Pedro no estaba dispuesto a proporcionar. Así que Mónica y él encontraron una solución: involucrar a Manuel en uno de sus proyectos culturales, al que llamaban “Poesía y combate”. Este consistía en diseminar poesía en el Centro Histórico mediante la impresión de poemas cortos en objetos cotidianos, por ejemplo, en las bolsas del pan de la panadería de la esquina. A Manuel le pidieron distribuir poemas en su vecindad. Tenía que obtener la firma de los vecinos por cada poema que entregara, por lo cual recibiría una pequeña compensación. Mónica estaba muy entusiasmada con el plan. Decía no querer perder a Manuel una vez que había establecido el contacto. “Quiero cimbrar un poquito las barreras”, me comentó, “aunque sé que no

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podemos cambiar su vida, eso es imposible a estas alturas”. A pesar del entusiasmo de Mónica, Manuel mostró poco interés en el proyecto y dejó de frecuentar el bar. Con base en el relato de este y otros incidentes, el presente artículo analiza la manera en que los jóvenes artistas y promotores culturales que se han establecido en el Centro Histórico en el contexto del “rescate” —jóvenes como Mónica y Pedro— producen y experimentan fronteras de clase en sus encuentros cotidianos con los llamados “sectores populares” que también habitan este espacio. Más específicamente, examino la manera en que la proximidad entre distintos sectores sociales en un espacio patrimonializado en proceso de transformación genera la ilusión de una colectividad incluyente o un “nosotros” (los habitantes del Centro Histórico, los habitantes de la nación) y al tiempo desestabiliza la posibilidad de este nosotros. Basado en 18 meses de investigación etnográfica con nuevos residentes de la zona, mi argumento es que las formas habituales de interacción entre distintos sectores sociales en una ciudad profundamente desigual y estratificada, como es la Ciudad de México, se suspenden fugazmente en el actual Centro Histórico. Aquí, diferentes grupos sociales se encuentran como vecinos, lo cual permite imaginar formas de ser en común y a la vez señala los límites de las mismas. En las páginas que siguen presento, en primer lugar, una breve discusión sobre mi uso del concepto de distinción de clase para entender tanto las interacciones, como los procesos de diferenciación que tienen lugar en mi zona de estudio. Prosigo con una introducción al Centro Histórico de la Ciudad de México, así como al proyecto de renovación que se lleva a cabo desde mediados del año 2001. Finalmente regreso a la esquina surponiente de este espacio para analizar la manera en que los artistas y promotores culturales con quienes llevé a cabo mi investigación, navegan las tensiones entre un deseo de habitar una ciudad densa y socialmente mezclada, así como de pertenecer a una colectividad incluyente, por un lado, y su propia inserción en las jerarquías de clase en México, por el otro.

Proximidad y distinción de clase

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ás que para delimitar a actores con perfiles socioeconómicos claramente definidos, utilizo el concepto de “distinción de clase”, tomado del trabajo de Pierre Bourdieu, para entender los mecanismos mediante los cuales los sujetos ubican “su lugar” en una determinada realidad social, así como el lugar de “los otros”. Para Bourdieu la distinción de clase esta íntimamente vinculada al gusto y a su reproducción, entendiendo a este último como un componente del habitus, es decir, como una serie de estructuras sociales internalizadas que operan fuera del alcance de la conciencia y del lenguaje y mediante las cuales los sujetos clasifican sus mundos sociales. En palabras de Bourdieu: [El gusto funciona] como una especie de sentido de la orientación social, ‘un sentido del lugar de cada uno’; orienta a los ocupantes de un determinado lugar en el espacio social hacia las posiciones sociales adecuadas a sus propiedades y hacia las prácticas o los bienes que les corresponden.” (Bourdieu, 1984: 466, traducción de la autora).

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Desde esta perspectiva, las disposiciones estéticas, así como la manera en que los sujetos se conducen en el espacio, sus gestos y sus hábitos corporales (por ejemplo, su manera de caminar o de comer) proyectan un estatus social específico y, al hacerlo, los diferencian de otros sujetos en el espacio social (tanto aquellos que se ubican en estratos inferiores como superiores). Siguiendo los planteamientos teóricos de Bourdieu, la antropóloga Donna Goldstein (2003) analiza la producción y reproducción de la distinción de clase en la ciudad de Río de Janeiro, prestando especial atención al lugar que tiene el humor en dicho proceso. De manera particular, Goldstein analiza el papel del humor en las relaciones entre trabajadoras domésticas y las mujeres de clase media que las emplean, sobre todo aquellas situaciones en que el humor de las primeras es percibido como inapropiado o fuera de lugar por las segundas. En la interpretación de Goldstein, el humor juega un papel fundamental en la formación y reproducción de las distinciones y las jerarquías de clase. De acuerdo con las patronas, las trabajadoras domésticas carecen de las competencias culturales necesarias para actuar adecuadamente en ciertos espacios y ante ciertos signos sutiles. El trabajo de Goldstein ofrece, entonces, una aproximación etnográfica a estas relaciones íntimas, en donde la distancia y la distinción se producen en interacciones cotidianas, lo cual contribuye a naturalizar las diferencias sociales. De manera similar al trabajo de Goldstein, en el libro La reglas del desorden (2008), Emilio Duhau y Angela Giglia reflexionan sobre la posibilidad de lo que ellos llaman los “diferentes y desiguales” que se encuentren en la Ciudad de México en espacios compartidos. Más allá de retomar de manera acrítica el ideal normativo de la ciudad como espacio de encuentro entre extraños, examinan la experiencia concreta de actores específicos. Los autores sostienen que las diferencias y las desigualdades forman parte de la experiencia cotidiana de los habitantes de la ciudad de México, tanto en el ámbito privado como en el público. El primero hace referencia a la vida doméstica, en donde históricamente las clases populares han entrado en contacto con las clases medias y altas a través de relaciones de servidumbre que han tomado la forma de relaciones patrón-cliente. En el ámbito público, los sectores populares se encuentran también en relaciones de servicio y de subordinación con respecto a los consumidores de clase media y alta, desde los cajeros del supermercado, los empacadores, los vigilantes, los cuidadores de coche y los valet parking. Lo que caracteriza a estas relaciones es su carácter efímero, y su dependencia en relaciones y negociaciones personales, en ocasiones situacionales y en ocasiones duraderas: Todas estas figuras de servidores y ayudantes llenan la experiencia de la metrópoli de relaciones de desigualdad declinadas bajo la forma de cliente-prestador de servicio. Tanto en el ámbito doméstico como en los lugares de uso público, como supermercados o restaurantes, la enorme desigualdad que caracteriza estas relaciones de servicio es vivida como inevitable y casi natural por ambas partes, pasando a formar parte de los que es tan obvio que se vuelve invisible (Ibid: 38).

En el Centro Histórico de la Ciudad de México estas formas esperadas, incluso codificadas, de relación entre clase se suspenden por dos razones fundamentales. En primer lugar, en el surponiente del Centro Histórico distintos sectores sociales se encuentran como vecinos. Como veremos más

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adelante, en esta zona los edificios remodelados que ofertan departamentos tipo loft a artistas y jóvenes profesionistas se ubican junto a vecindades dilapidadas, habitadas por residentes de clase media baja, trabajadores, secretarias, comerciantes, obreros. Aquí los “diferentes y desiguales” se encuentran en la tienda de abarrotes, o en la tortillería, o en la banqueta, o en el centro cultural del vecindario. Esto nos lleva al segundo punto. La contigüidad residencial entre diferentes sectores sociales se hace posible no únicamente por un proyecto inmobiliario que podría ser entendido desde la lógica de la gentrificación (la inversión en bienes raíces en espacios dilapidados, el consecuente incremento de las rentas y la expulsión de los sectores populares) (Smith, 2002), sino por un proyecto de recuperación del espacio patrimonial más importante de la ciudad y del país: el Centro Histórico. En efecto, el proyecto de renovación es presentado, diseminado e interpretado por distintos actores —funcionarios públicos, inversionistas, nuevos y viejos residentes— como un proyecto público nacional cuyo objetivo es restaurar la dignidad perdida del corazón simbólico de la nación. Como veremos más adelante, para los jóvenes con quienes llevé a cabo mi investigación vivir en el Centro Histórico no solo implica una experiencia de ciudad asociada con otras grandes capitales internacionales como Nueva York o Barcelona (densidad, mezcla, capacidad de ser peatón), sino, de manera muy importante, entraña formar parte del rescate del patrimonio nacional, incluyendo mejorar la calidad de vida de todos los habitantes de la zona. Estas particularidades hacen que los encuentros entre los “diferentes y desiguales” en el surponiente del Centro Histórico, carezcan de referentes claros para los nuevos residentes con quienes llevé a cabo mi investigación.

Al “rescate” de un espacio patrimonial

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onocido simplemente como “el centro” por muchos habitantes de la ciudad, este vasto y heterogéneo espacio fue constituido oficialmente como el Centro Histórico de la Ciudad de México mediante un decreto presidencial emitido en 1980. Esta legislación designó un área de 9,2 kilómetros cuadrados (la totalidad de la ciudad hasta mediados del siglo 19) como una “zona de monumentos históricos” (Monnet, 1995). Utilizando el ­argumento de la importancia de este espacio en la historia de la nación, el decreto posicionó toda la zona, y no únicamente monumentos aislados, dentro de la categoría de patrimonio. En este sentido colocó al Centro Histórico dentro de un régimen de valor excepcional y lo invistió de un aura de autenticidad y profundidad histórica (Melé, 1995). Esta excepcionalidad fue reafirmada por la declaratoria del Centro Histórico como patrimonio de la Humanidad por la UNESCO: el Centro Histórico no era ya únicamente un bien de la nación, sino también un bien de la humanidad en su conjunto. El discurso del actual proyecto de rescate ha enfatizado el carácter patrimonial del Centro Histórico, representándolo como un espacio que posee una dignidad inherente, la misma que ha sido violentada por prácticas indignas de las cuales debe ser recuperado. En efecto, cuando a mediados de 2001 el entonces jefe de gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador, anunció que su administración se daría a la tarea de “rescatar” el Centro Histórico de la Ciudad de México en estrecha colaboración con el empresario Carlos Slim, el magnate de las telecomunicaciones y uno de los hombres más ricos del mundo, esta era una zona poco frecuentada por

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las clases medias y altas de la ciudad. Si bien seguía siendo un importante destino comercial y turístico, y un importante punto para el abasto popular, el Centro Histórico tenía el estigma de ser un espacio peligroso y caótico que presentaba altas tasas de criminalidad y que había sido “tomado” por los vendedores ambulantes y los manifestantes políticos. A diferencia de anteriores proyectos de renovación del Centro Histórico que se habían centrado sobre todo en la restauración de los monumentos más importantes, este proyecto fue presentado al público como un rescate integral.1 Según sus impulsores, tanto en el gobierno local —a través del Fideicomiso Centro Histórico— como en la iniciativa privada, el objetivo del proyecto no era únicamente restaurar edificios y plazas, sino reactivar la economía de la zona y hacer del Centro Histórico un espacio seguro y habitable. Para ello, además de la remodelación de fachadas, calles y plazas, el gobierno local introdujo un ambicioso programa de seguridad pública que incluyó nuevas unidades policíacas, con mejores entrenamientos y mejores salarios, así como una sofisticada tecnología de vigilancia modelada, entre otras cosas, en el enfoque de “tolerancia cero” implementado en Nueva York por el exalcalde Rudolph Giuliani (Davis, 2007; Leal Martínez, 2012). Se instituyeron también incentivos fiscales para la inversión privada, y se apoyó la renovación de edificios para vivienda.2 Carlos Slim, quien había adquirido un número importante de inmuebles en la zona a través de una compañía inmobiliaria, comenzó a ofertar departamentos remodelados, sobre todo para los sectores de ingresos medios y altos, a partir de 2002. Al mismo tiempo, Slim se dio a la tarea de apoyar proyectos artísticos, sociales y culturales en la zona a través de la Fundación del Centro Histórico, una institución sin fines de lucro encargada de promover el proyecto de recuperación, especialmente la revitalización y el repoblamiento de la zona (Leal Martínez, 2012).3 En el surponiente del Centro Histórico, una zona de aproximadamente 9 manzanas que combinaba funciones habitacionales y comerciales, los impulsores del rescate propusieron establecer un corredor cultural a partir del 2003 (Ibarra, 2006; Leal Martínez, 2007).4 La inmobiliaria del empresario Carlos Slim renovó varios edificios para habitación en esta zona, que estaban mayoritariamente dirigidos a artistas, promotores culturales y estudiantes. Los jóvenes que llegaron a vivir a estos edificios, quienes oscilaban entre los 25 y los 40 años, se caracterizaban por cultivar estilos de vida alternativos, así como por poseer un alto capital cultural. Se sentían atraídos a esta zona del Centro Histórico no solo por la accesibilidad de las rentas y la posibilidad de vivir entre artistas, sino también por el “carisma” de este espacio (Hansen and Verkaaik, 2009), es decir, por

1 Es importante aclarar que durante el período en que llevé a cabo mi investigación (de enero de 2006 a mayo de 2007) el proyecto

de recuperación del Centro Histórico no consistía en un conjunto coherente de proyectos específicos o de políticas públicas claras, sino en la combinación, a menudo en tensión, entre diferentes proyectos y visiones de la ciudad, diversos intereses económicos y políticos, políticas públicas aisladas y soluciones “ad hoc” a los problemas que se iban presentando. 2 Al tomar posesión como jefe de gobierno del Distrito Federal Marcelo creó la Autoridad del Centro Histórico (ACH). Este órgano

se ha encargado de ampliar y extender los alcances del proyecto de recuperación del Centro Histórico desde principios de 2007. Entre otros programas, las autoridades locales han apoyado de manera importante el proyecto del “corredor cultural” en la zona surponiente. Asimismo, en octubre de 2007 se llevó a cabo el retiro de alrededor de 25 000 comerciantes ambulantes de la zona. Estas y otras muchas transformaciones del Centro Histórico realizadas durante la Jefatura de Gobierno de Marcelo Ebrard no forman parte de mi proyecto de investigación. Para esta etapa de la recuperación ver: ( 2007) (Silva Londoño) 3 Durante los primeros años del proyecto de recuperación, Carlos Slim tuvo un papel más visible del que tiene en la actualidad.

Durante mi trabajo de campo era común leer en la prensa o escuchar en presentaciones del proyecto o conversaciones informales que la presencia de Slim garantizaría la viabilidad del mismo. 4 Durante mi trabajo de campo la promoción del “corredor cultural” estaba sobre todo en manos de la Fundación del Centro Histórico.

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su carácter patrimonial, su densidad histórica, su multiplicidad de usos, sus “personajes”. Esta imagen idealizada del Centro Histórico era, sin embargo, indistinguible de la percepción del mismo como un espacio problema: descuidado, caótico y peligroso. Cuando empecé a frecuentarlo a principios del año 2006, el surponiente del Centro Histórico tenía un aspecto descuidado. Con pocos peatones y escaso tránsito vehicular, sus calles contrastaban con el ajetreo de otras calles cercanas que tenían un intenso comercio callejero. Su arquitectura era una combinación de diferentes estilos, períodos y orígenes, y a excepción de una iglesia y convento del siglo XVII, ilustres ejemplos del período barroco, carecía de edificaciones monumentales. La mayoría de sus inmuebles habían sido construidos a finales del siglo 19 y principios del 20 y consistían en grandes edificios de dos o tres pisos originalmente construidos como residencias unifamiliares. Casi todos estos edificios habían seguido un patrón de deterioro y sustitución de inquilinos. Cuando las clases medias los habían dejado atrás, sobre todo durante la segunda mitad del siglo 20, se habían convertido en vecindades. La mayoría de los edificios combinaban viviendas en los pisos superiores con usos comerciales en la planta baja, sobre todo pequeños negocios como tiendas de abarrotes, talleres de reparación de calzado, una peluquería, una sastrería y una carnicería que servían a la población local. Un viejo callejón en el corazón de la zona resaltaba la impresión de deterioro. Era el lugar en donde mucha gente tiraba su basura, misma que podía permanecer ahí durante días. Era frecuentado por indigentes y alcohólicos, así como por los distribuidores de droga de la zona. En ese contexto, tanto los edificios recientemente remodelados para vivienda, con fachadas restauradas y recién pintadas, como un centro cultural llamado Espacio Vecino, destacaban del resto de las construcciones. Este último había sido inaugurado a mediados del 2005 como un proyecto de la Fundación del Centro Histórico. Según los promotores culturales que ahí trabajan, entre ellos Mónica y Pedro, los jóvenes que introduje al inicio de este artículo, el centro cultural había sido creado a partir de algunos incidentes violentos con el objetivo de establecer puentes entre los “vecinos”, es decir, los viejos habitantes de la zona, y los jóvenes artistas, estudiantes y promotores culturales que habían llegado a vivir ahí a partir del rescate. En las siguientes secciones analizaré cómo en este contexto, los nuevos residentes experimentaban la relación de vecindad con los sectores populares del Centro Histórico.

Sobresalir en el vecindario

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l bar de Pedro, en donde tuvo lugar el incidente que narré al principio de este artículo, se localizaba en la planta baja del edificio que albergaba a Espacio Vecino. Poco después de ser inaugurado hacia finales de 2005 se convirtió en sitio de encuentro para el personal del centro cultural, así como para los nuevos residentes de la zona. Con una estructura abierta hacia el exterior y ubicado en la esquina del callejón mencionado arriba, el bar proporcionaba a Pedro un punto privilegiado desde el cual observar los movimientos de la calle, recibir toda clase de rumores y chismes, y atestiguar los cambios graduales traídos por el rescate. Durante uno de mis primeros encuentros con Pedro, a principios de 2006, este me dio una larga

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descripción de lo que llamó “la situación” en el surponiente del Centro Histórico. Me habló del “32”, a la que describió como la vecindad más agresiva de la zona y como el centro de operación de los vendedores de droga del vecindario, un grupo de jóvenes entre los 15 y los 25 años. Me explicó que estos jóvenes también controlaban el callejón, por lo que me aconsejó nunca atravesarlo sola, sobre todo de noche. Mencionó también algunos incidentes en los que los habitantes de varios edificios renovados habían sido robados o atacados agresivamente, pero me aseguró que ese tipo de acontecimientos iban disminuyendo poco a poco. En palabras del propio Pedro: Esos chavos no han hecho una presentación formal, no han presentado su identidad, no se acercan al bar o a Espacio Vecino. [Pero] creo que ya nos hicieron su “rito de iniciación” sin que nos diéramos cuenta, creo que ya nos aceptaron como parte de la calle.

En efecto, a lo largo del relato, Pedro recalcó que él creía que los jóvenes de la vecindad se habían comenzado a acostumbrar a los recién llegados: “ya nos ubican, y ya no nos hacen nada,” me dijo. Según él, la clave para ser aceptados como parte de la zona era negociar con los vecinos. Como dueño del bar, él procuraba ser respetuoso manteniendo bajo el volumen de la música o cerrando las puertas del establecimiento si las fiestas se prolongaban hasta la madrugada, y me expresó entusiasmado que algunos vecinos comenzaban ya a frecuentar su negocio. Pero si bien Pedro insistía que los nuevos residentes ya habían sido aceptados en el vecindario, sus palabras expresaban ansiedad sobre la posibilidad aún latente de ser objeto de agresión.5 “No han revelado su identidad”, aseguró, lo cual sugería que él no podía saber a ciencia cierta quiénes eran “ellos”, o cuáles eran sus intenciones. Pero su explicación sobre “la situación” indicaba que había algo más en su sensación de vulnerabilidad. Si bien Pedro no podía saber quiénes eran “ellos”, no ocurría lo mismo en el sentido inverso. “Nos ubican”, me dijo, “y por eso no nos hacen nada”. Esta afirmación contenía la posibilidad de que era precisamente porque “ellos” los ubicaban que podían hacer algo a los recién llegados. En otras palabras, la ansiedad de Pedro surgía de una sensación de ser observado por un nebuloso “ellos” y de no poder saber (y mucho menos controlar) lo que veían o proyectaban en él. Muchos meses después, Pedro me contó que le preocupaba que por saber que era dueño del bar algunos vecinos podrían pensar que tenía mucho dinero, cuando de hecho había meses en que apenas ganaba lo suficiente para pagar la renta. La sensación de ser observado, de sobresalir en el vecindario, expresada por Pedro en más de una ocasión, aparecía constantemente en los relatos de los nuevos residentes con quienes llevé a cabo mi investigación. Por ejemplo, a principios de 2006, Bernardo, un artista del performance que además de vivir en un edificio remodelado en el surponiente del Centro Histórico trabajaba en Espacio Vecino, me narró un par de incidentes de ataques intimidatorios y robos a nuevos residentes: Te voy a decir la verdad. Hay chavos a los que los han asaltado y se han ido corriendo, o simplemente los han intimidado y se van. Y es que vivir en el centro es una cuestión de actitud. No puedes pretender que estas en la “Condechi” (la Condesa), es decir, si traes a tres argentinas, y haces mucho ruido en la calle, llamas la atención, no estas respetando el territorio. O caminan con miedo, y entonces los asaltan. Los asaltos no son violentos, son para amenazar. A un vecino

5 Para un análisis de la figura de la vecindad (cortico) en imaginarios del miedo en Sao Paulo, Brasil ver: (Caldeira, 2000)

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lo asaltaron afuera de mi casa: “A ver güerito,6 dame tu chamarra”. Otro iba llegando con su laptop, le dicen algo así como: “¿De dónde eres, [de este edificios renovado o de aquel edificio renovado]? Ni digas nada porque nos apoyan los policías de la cuadra y te vamos a estar viendo güerito.” Al día siguiente se fue.

La narración de Bernardo resuena con la preocupación de Pedro de ser observado. Sus palabras sugieren que en el surponiente del Centro Histórico uno no se puede esconder. Como los edificios que habitan, los nuevos residentes sobresalen del resto del vecindario. Una frase que escuché frecuentemente es que esto se debía a que los nuevos residentes habían llegado a un barrio,7 en donde todos se conocen y sospechan de los recién llegados. Pero las referencias a “sobresalir” sugerían que había algo más que simplemente ser nuevo. Los personajes de la historia de Bernardo mencionados arriba, eran de un tipo particular de recién llegados. El hombre que caminaba por la calle con “tres argentinas” atraía innecesariamente la atención. Pero también lo hacían otros, por su forma de caminar o de vestir, lo que los hacía vulnerables a ser agredidos. Si bien era claro para los renuevos residentes que no todos los vecinos se dedicaban a actividades ilegales, lo que les preocupaba era su propia incapacidad para entender las reglas no escritas y los códigos del vecindario, así como para ubicar el origen del peligro. En otras palabras, les preocupaba ser observados por “ellos” y no saber, ni controlar, lo que veían. “Ellos” era un pronombre ampliamente resbaladizo en este contexto. En primer lugar hacía referencia a los jóvenes “del 32”, que Pedro describía como hostiles, peligrosos y posiblemente criminales. De este modo, “ellos” parecían ser claramente distinguibles de “los vecinos”, quienes aparecían en los relatos como personas con las que se podía hablar y negociar, personas a las que Pedro podía recibir en su bar y que podían participar en las actividades de Espacio Vecino. Pero como lo ejemplifica el caso de Manuel con el que abrí este artículo, la distinción entre el (buen) vecino y el otro amenazante, era en realidad porosa e inestable. Los jóvenes como Manuel no eran externos, sino parte del vecindario. Tenían padres y madres, hermanos y amigos, algunos de los cuales, como el mismo Manuel, estaban involucrados en las actividades de Espacio Vecino. Para personas como Pedro, el término “vecino” oscilaba entonces entre lo conocido y lo desconocido, lo seguro y lo peligroso, lo amistoso y lo hostil. La incapacidad de los nuevos residentes de localizar claramente a “los vecinos” en sus geografías sociales se debía, en gran medida, a que en el surponiente del Centro Histórico los recién llegados se enfrentaban a una proximidad residencial con los sectores populares que es cada vez más poco habitual en la Ciudad de México. Esta proximidad no implicaba relaciones de dependencia jerárquica del tipo patrón cliente (la forma más común de relación entre distintos sectores sociales), sino una relación de vecindad, lo cual, desde la perspectiva de los nuevos residentes, los posicionaba en un lugar de vulnerabilidad. Pero al mismo tiempo, como mencioné al principio del artículo, la dificultad de los jóvenes con quienes llevé a cabo mi investigación para ubicar socialmente a los “vecinos” se debía al carácter patrimonial del Centro Histórico, así como a su propia participación del discurso redentor del proyecto de rescate.

6 Un término con connotaciones raciales y de clase, güero designa a personas con tez clara y apariencia de clase media. 7 El término barrio se utiliza en la Ciudad de México en referencia a vecindarios populares en donde la gente tiene una fuerte

identidad colectiva.

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“Rescate” y redención

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l discurso del rescate del Centro Histórico (conformado por reportes de expertos, programas de planificación urbana, declaraciones públicas y artículos de prensa) representaba a los viejos habitantes del Centro Histórico como beneficiarios del proyecto (desde las mejoras a la infraestructura hasta los proyectos culturales) y, al mismo tiempo, como aquellos de lo que el Centro Histórico tenía que ser recuperado. Los nuevos residentes, y sobre todo los artistas y promotores culturales involucrados con Espacio Vecino, reproducían esta ambivalencia. Por ejemplo, al hablar de la misión del centro cultural Bernardo enfatizaba que tenía como objetivo “sanear” a un vecindario violento mediante la oferta de actividades culturales. Su estrategia era ofrecer talleres de artesanías dirigidos a los niños, porque, según sus propias palabras, “una vez que te ganas a los niños llegan las familias”. Como vimos en el relato con el que abrí el artículo, Mónica compartía esta visión y celebraba la posibilidad de incidir en la vida de un joven como Manuel y con ello “cimbrar un poquito las barreras”. Pedro estaba menos convencido. La idea de que la cultura vendría a redimir a los habitantes del vecindario le parecía sumamente naïve y consideraba que la apertura de espacios culturales no iba a resolver los problemas de la zona, como la falta de oportunidades y el resentimiento social. A pesar de estas discrepancias, los nuevos residentes coincidían en ver a los viejos habitantes de la zona como una “comunidad”, es decir, como un grupo homogéneo de personas que se conocían, que eran herméticas e incluso hostiles a los de afuera. Los veían como familias de escasos recursos y pocas oportunidades que estaban unidos por lazos de solidaridad. Pero los habitantes de esta zona del Centro Histórico provenían de distintos contextos sociales. Según datos censales, estos pertenecían a “la clase media baja”, lo cual es una descripción correcta pero incompleta (2000). El surponiente del Centro Histórico estaba habitado por una gran variedad de familias. Algunos eran dueños de pequeños establecimientos, como restaurantes, tiendas de abarrotes o talleres de reparación de calzado. Había choferes, albañiles, policías, costureras, secretarias, obreros. Algunos se dedicaban al comercio informal, especialmente a la venta de comida. Una familia, por ejemplo, vendía tamales todas las noches, otra vendía jugos por las mañanas. Un hombre que recientemente había perdido su trabajo como conserje de un edificio, se dedicaba a vender elotes. Había jerarquías y diferencias claras al interior de los viejos habitantes de la zona, que de alguna manera coincidían con diferencias entre los edificios. La diferencia más clara se encontraba entre las vecindades con un estatus legal claro, que fueron renovadas durante el programa de reconstrucción de vivienda que siguió al sismo de 1985, cuyos habitantes eran dueños de sus viviendas, y otros edificios a punto del derrumbe que carecían de un estatus legal claro.8 Esta di-

8 El sismo que sacudió a la Ciudad de México el 19 de septiembre de 1985 causando gran devastación material en el Centro Histórico

afectó a muchas vecindades de la zona surponiente que ya se encontraban en una situación de deterioro. Muchas de estas vecindades fueron reconstruidas por el programa Renovación Habitaciones Popular que fue creado por el gobierno federal después de la catástrofe. El estado expropió y reconstruyó cientos de viviendas para aquellos que pudieran demostrar que ahí vivían antes del sismo. De este modo muchas familiar pasaron de ser arrendatarios de viejos cuartos de vecindad a dueños de sus propias viviendas. Ver: (1987)

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ferencia correspondía con la distinción entre las familias que habían vivido en el Centro Histórico por décadas, y que expresaban nostalgia por la dignidad perdida del vecindario y los migrantes recientes. Asimismo, la zona carecía de cohesión o de asociaciones vecinales o identificaciones locales fuertes, por lo que estaba muy lejos de constituir una “comunidad”.9 La heterogeneidad del vecindario se expresaba también en la multiplicidad de reacciones ante el “rescate” y la apertura de Espacio Vecino. Algunos agradecían la iluminación, la presencia policial y las nuevas actividades culturales, y habían establecido relaciones amistosas con los jóvenes artistas. Otros expresaban recelo ante los edificios renovados y sus habitantes, y enfatizaban su exclusión de las actividades culturales, los eventos artísticos y los nuevos espacios de consumo, como el bar de Pedro. Muchos de los que eran propietarios de sus viviendas celebraban el incremento del valor de sus departamentos, en contraste con aquellos que rentaban o cuyas viviendas carecían de estatus legal claro, y que temían ser desalojados. Lo que me interesa destacar es que toda la complejidad, diferencias, jerarquías y tensiones entre los habitantes del surponiente del Centro Histórico pasaban desapercibidas en el término “vecinos”. Para los recién llegados estos oscilaban entre ser personas de bajos recursos que serían redimidos a través del arte y la cultura, y ser figuras resentidas que reaccionaban violentamente a la transformación de su vecindario. Es claro que, como en el caso de Pedro, muchos de los artistas que trabajaban en el centro cultural, o que habitaban los edificios remodelados, expresaban su incomodidad, o incluso su franco desacuerdo, con el lenguaje pedagógico del rescate y de Espacio Vecino. Sin embargo, incluso al rehusarse a utilizar este lenguaje se relacionaban con los vecinos desde una lógica pedagógica. Veamos por ejemplo el caso de Alfonso, un funcionario público de casi 30 años, y de Marisol, una estudiante de arte de 24, quienes eran una pareja casada recientemente que vivían en un edificio remodelado ubicado frente a Espacio Vecino. A diferencia de otros habitantes de su edificio, Alfonso insistía en que no había que relacionarse con la gente del vecindario, pues le parecía sumamente peligroso hacerlo, como lo expresó durante una entrevista: “[Mi] primo es muy dado a que viene medio pedo y saluda a la gente de ahí y todo de repente, ¿que pasó compadre? a los chavitos de enfrente, y habla con ellos y todo, y yo se lo dije muy claro, “no quiero que hables con esos güeyes (…) y mucho menos quiero que en ningún momento los vayas a invitar a pasar, jamás, jamás, esos güeyes son personas que viven en la misma calle y tienen su lógica, y yo no quiero involucrarlos acá porque entonces al rato van a estar adentro del edificio, y eso no esta bien para nosotros, porque el edificio no está hecho para eso, no tiene puertas seguras, no, o sea, no.”

Si bien Alfonso no quería cercanía con la gente del barrio, en sus interacciones cotidianas reproducía el discurso pedagógico del rescate, como lo ejemplifican un par de encuentros con la dueña de una tienda de abarrotes localizada junto a su edificio, que me contó durante la misma entrevista:

9 Mientras que las movilizaciones que siguieron al temblor de 1985 generaron integración colectiva en el surponiente del Centro

Histórico, esta fue desapareciendo paulatinamente.

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Alfonso:

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Mi primer contacto, mi primer roce con la gente del barrio fue con la señora de la tienda (…) Fui una vez y entonces compré unas caguamas, y yo sabía cuánto costaban las caguamas, y la señora a todas las cosas les subía dos o tres pesos más de lo que costaban, entonces me dice, “no pos es tanto”, y le digo: “¿Por qué tan caro? Si cuesta tanto”. Y me dice: “No así cuesta siempre aquí”. Y le digo: “O sea que usted tiene sus propios precios?” “Sí.” Y le digo: “¿Y nunca la ha visitado la procuraduría? Habría que hacer una recomendación al respecto”. (…) Y fíjate que ayer pasó una cosa muy interesante. Íbamos llegando [del cine, como a las 10 pm] y entonces Marisol me dice…

Marisol:

Y le digo, estaba un chavo así afuera como de su carro viéndolo y todo, le digo “ay, le dieron un cristalazo a ese chavo en su carro, hay que denunciarlo o algo”. (…)

Alfonso:

Estaban todos los vidrios rotos en la calle. (…) Entonces digo “que mala onda” y empezamos a caminar y entonces a mí se me ocurre, porque pues estaba casi enfrente de la tienda (…) Y además ellos siempre están así sentados afuerita de la tienda. Y entonces dije “estas cosas no tienen porque pasar en esta calle, y la forma en la que tenemos que evitarlo es entre todos.”

Marisol:

¡Denunciarlo!

Alfonso:

Entonces me volteo a la tienda y le digo a la señora: “¿Ya vio que le dieron un cristalazo a este compa?” “Ay, no, no me di cuenta a que hora a de haber sido.” (…) Y dije pues está cañón que pasen estas cosas aquí y que no nos demos cuenta. Como diciendo “oiga pues no chingue, si ve que alguien le pega un cristalazo a un coche, haga algo.”

Alejandra: ¿Tú crees que sí se dieron cuenta? Alfonso:

No, no lo sé, y no me interesa además saberlo, eso no es, ese no es el punto. El punto es que hay que también involucrar a la gente de manera muy política pero consistente…

Alfonso y Marisol intentaba mantener distancia y una relación cordial con sus vecinos del vecindario que a la vez conservara el anonimato, lo cual, sobra decirlo, caracteriza muchas de las relaciones de vecindad en el contexto urbano. Pero en el caso particular de la vecindad con personas como la señora de la “tienda de la esquina”, estos jóvenes cultivaban una distancia por sentirse vulnerables a la agresión y al resentimiento o, en otras palabras, por no poder ubicar claramente a sus vecinos en las geografías sociales con las que estaban familiarizados. Al mismo tiempo, reproducían el lenguaje y el impulso pedagógico del rescate, lo cual aumentaba la diferencia social. En este caso, Alfonso y Marisol expresaban frustración ante la indiferencia y falta de deber cívico de sus vecinos, que no reportaban las agresiones que presenciaban en la calle, como un cristalazo a un vehículo estacionado. Asumían entonces el deber de educar a los habitantes del barrio aún si, en última instancia, dudaban de la redimibilidad de los sectores populares y de su capacidad de habitar dignamente el patrimonio. El carácter incluyente del espacio patrimonial y del proyecto de “rescate”, la posibilidad de producir un

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nuevo “nosotros”, se deslizaba entonces hacia su sentido opuesto al tiempo que reproducía y naturalizaba la distinción de clase.

Conclusión

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n este artículo he argumentado que “los vecinos”, término con que los nuevos residentes se referían a los habitantes de las viejas vecindades de la zona, encarnaban una doble imagen del Centro Histórico. Eran por un lado idealizados por los recién lle-

gados como pertenecientes a un barrio, a una “comunidad” caracterizada por la solidaridad y por las relaciones cara a cara. Pero por otro lado, estos mismos “vecinos” eran vistos como responsables del deterioro del Centro Histórico, incapaces de valorar y cuidar el espacio patrimonial por falta de educación o de interés y, en última instancia, eran percibidos como amenazantes. En su mayoría pertenecientes a la clase media educada y a la clase media alta, los nuevos residentes se enfrentaban a un contexto particular de vecindad con los sectores populares del Centro Histórico. En la “tienda de la esquina” o en la tortillería o en el centro cultural, se encontraban con estos últimos como vecinos, situación que les resultaba difícil de negociar cotidianamente. Buscaban “cimbrar las barreras” que los separaban de personas como Manuel o la señora de la tienda, y así establecer nuevas posibilidades de sociabilidad. Al mismo tiempo, se encontraban inmersos en las tensiones y las jerarquías de clase en México, en donde los encuentros cotidianos entre las clases medias educadas y los sectores populares urbanos suceden por lo general en relaciones de dependencia jerárquica, es decir, en situaciones de servicio o empleo, sobre todo en el ámbito doméstico. En la situación particular del Centro Histórico, en donde el encuentro entre clases sociales no tomaba de entrada la forma mencionada, los nuevos residentes se relacionaban con “los vecinos” en términos pedagógicos, buscando, como en el caso de Mónica y Pedro con el joven Manuel, integrarlo a proyectos artísticos, o como en el caso de Alfonso y Marisol inculcar valores cívicos. Al hacerlo, reproducían la distinción y la distancia de clase. En última instancia, la figura de “los vecinos” se deslizaba hacia un significado negativo: aquello de lo que el Centro Histórico debía ser rescatado y, por tanto, se ponía en duda la posibilidad de que una colectividad incluyente habitara el corazón simbólico de la nación.

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LA CANDELARIA “DE PUERTAS PARA ADENTRO” PATRIMONIO CONSTRUIDO Y ACTORES URBANOS 1 EN EL CENTRO HISTÓRICO DE BOGOTÁ Thierry Lulle y Amparo de Urbina Facultad de Ciencias Sociales y Humanas, Universidad Externado de Colombia

1 Este texto se refiere a resultados de la investigación: “Patrimonio de uso residencial en el Centro Histórico de Bogotá. Prácticas

de los habitantes y políticas públicas”, la cual ha sido realizada entre 2009 y 2011 con el apoyo de Colciencias y la Universidad Externado de Colombia (Lulle y De Urbina 2011). Han colaborado a la investigación y a la redacción de partes de este texto las investigadoras Amparo De Urbina, María Clara van der Hammen, Dolly C. Palacio y Gina P. Sierra, todas miembros del mismo grupo de investigación: “Procesos sociales, territorios y medio ambiente” de la Universidad Externado de Colombia.

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Resumen

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l Centro Histórico de Bogotá es actualmente objeto de varias dinámicas socio-espaciales: mientras las políticas urbanas y de conservación del patrimonio arquitectónico tendrían un efecto contraproducente sobre sus estructuras físicas cada vez más deterioradas, la composición socio-económica de la población se vuelve cada vez más compleja. En este contexto se necesita conocer mejor las formas de apropiación del patrimonio por parte de los habitantes, sus prácticas espaciales y representaciones del mismo patrimonio, así como del Centro Histórico y la ciudad. En este texto se presentan algunos resultados de una investigación interdisciplinaria en la cual se combinaron los enfoques cuantitativo y cualitativo, sobre el patrimonio de uso residencial en el Centro Histórico y sus habitantes.

Introducción

S

e vuelve cada vez más necesario contribuir a la evaluación de las políticas de conservación del patrimonio arquitectónico. Inicialmente estas políticas buscaron repeler procesos de renovación inscribiéndose en la lógica de mantener viva cierta memoria, pero poco a poco se han articulado a la doble lógica de museificación y mercantilización. Hoy en día se constata que su aplicación ha tenido generalmente un impacto negativo en el patrimonio arquitectónico, pues no han logrado evitar procesos de deterioro físico, especialmente en propiedad privada, evidenciando que cierta gestión de la conservación puede volverse contra-producente. Además, tienen efectos preocupantes en las dinámicas sociales, culturales, económicas y políticas que se desarrollan en estos mismos centros, mientras la ciudad no ha dejado de crecer demográfica y espacialmente, hablando en algunos casos de metropolización, es decir, de doble proceso de expansión y densificación. Frente a esta situación, es necesario que el sector público desde sus distintos niveles, entable un acercamiento distinto a las comunidades residentes, ya no de prohibición o restricción, sino de acompañamiento e incentivo, de tal suerte que los distintos actores involucrados interactúen al servicio de la construcción de un patrimonio vivo. En efecto, poco se tiene en cuenta las voces de los habitantes de estos lugares “patrimonializados”. Obviamente, no se trata de una sola voz, ni de un discurso homogéneo, sino múltiple dado que los perfiles de estos habitantes son cada vez más diversos en su composición socio-demográfica y económica, y por lo tanto en sus intereses, prácticas y representaciones del patrimonio y Centro Histórico. Puede ser que se presenten ciertas contradicciones, más todavía cuando no se han promovido procesos de concertación en torno a un proyecto común sobre el devenir del Centro Histórico. En este texto se trata precisamente de dar a conocer estas voces en su pluralidad y confrontarlas con los discursos de la planeación y gestión, con el propósito de aportar elementos que permitan reorientar el diseño e implementación de las políticas de conservación, así como para la valora-

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ción del patrimonio. Para poder identificar y analizar estas dinámicas y relaciones entre habitantes y patrimonio o, en otros términos, las formas de construcción de este “lugar patrimonio” (Parias Durán & Palacio Tamayo 2006), se necesita recurrir a un trabajo de tipo pluri e interdisciplinario, tal como nos propusimos en la investigación de referencia. A continuación, después de señalar los cambios físico-espaciales y sociales que se observan en el centro y las políticas y normas urbanas y de conservación, presentamos algunos resultados en torno a las formas de apropiación del patrimonio de uso residencial por parte de los habitantes2 y a sus prácticas y discursos con respecto a estas mismas políticas y normas. Estos últimos resultados derivan del componente cualitativo de nuestro estudio.

1. Transformaciones socioespaciales su patrimonialización

del

centro

de

Bogotá

hasta

Para la fundación de Santafé de Bogotá se implantó el modelo general conocido como el modelo de la ciudad indiana, el cual consistía básicamente en un trazado vial en damero y una plaza mayor, alrededor de la cual se concentran los poderes administrativos y eclesiásticos. Sin embargo, a lo largo de los siglos posteriores la geometría al interior de las manzanas ha cambiado con la subdivisión o parcelación de las mismas. Este largo proceso de “compactación urbana” se intensificó con el incremento de población en la ciudad a finales del siglo XIX y principios del XX. En la década de 1940, el hoy Centro Histórico de Bogotá fue objeto de discusiones por parte de arquitectos y urbanistas, pues el modelo existente implantado a mediados del siglo XVI estaba desajustado frente a las nuevas necesidades de la ciudad. En medio de estas discusiones, ocurre el 9 de abril de 1948, día en el que fue asesinado el líder del Partido Liberal, Jorge Eliécer Gaitán, generando una protesta civil muy fuerte y graves incendios en el centro de la ciudad. Para algunos autores esta tragedia no solo marcó un hito en la vida política nacional, también es el punto de partida de nuevos conceptos urbanísticos; la destrucción de construcciones antiguas del centro solucionó en un día el problema de múltiple propiedad que obstaculizaba una intervención urbana de fondo. En un contexto de afirmación de la modernización, esta destrucción parcial de bienes en el centro favoreció una renovación urbana de construcción en altura, de verticalización, predio a predio, según la estructura predial del sector. Al lado de este tejido antiguo, apareció un nuevo tejido de edificios de altura variable, de tal forma que el proceso de hibridación arquitectónica se afirmó, y con él, los usos se diversificaron y los reusos se multiplicaron.

2. Políticas públicas y normas en torno a la conservación del patrimonio Los primeros intentos de protección jurídica de patrimonio en Colombia se dieron a través de la Ley 14 de 1936 en la que se incorporaron los principios de la Conferencia de Atenas de 1931, y de la Ley 5 de 1940 que permitió al Gobierno Nacional declarar inmuebles con valores históricos y artísticos como de utilidad pública para su protección. La legislación caracterizó, delimitó y pro-

2 El centro y en particular el Centro Histórico está usado diariamente por una muy importante población flotante, la cual tiene también

relaciones con el patrimonio; sin embargo, no abordamos este aspecto en este texto.

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tegió el Centro Histórico entre 1959 y 1963. Un hito en la historia reciente de Bogotá y su Centro Histórico fue la creación, a principios de los años 80, de la Corporación La Candelaria (Instituto Distrital de Patrimonio Cultural - IDPC desde 2006). Dicha entidad, a través de la aplicación de una normativa arquitectónica especial para el sector, se encargó de la conservación del Centro Histórico fomentando la actividad residencial y cultural, y promoviendo el mejoramiento y adecuación de la infraestructura urbana. A partir de ese momento podemos decir que las políticas públicas y la normatividad que concierne al Centro Histórico y los bienes de interés cultural se inscribieron tanto en el campo cultural como urbanístico, así como desde el ámbito nacional y distrital (no sin divergencias a veces fuertes). Para el año 2000, el Plan de Ordenamiento Territorial3 reconoció el patrimonio como un elemento estructurante del territorio y encargó a la Corporación (luego el IDPC) de la conservación del mismo, teniendo a su cargo los procesos de planeación, manejo, intervención y preservación del patrimonio construido (Murcia Ijjasz 2008). Adicionalmente a los controles y entidades mencionadas, cualquier intervención en el centro debía tener en cuenta el decreto 678 de 1994 que define las categorías de tratamiento de todos los inmuebles ubicados en La Candelaria4 (Murcia Ijjasz 2008); ese listado definió la categoría A como monumento nacional y con protección de orden Nacional (3 % de los inmuebles), la categoría B como de conservación arquitectónica cuya protección es de orden distrital (67 % de los inmuebles), la categoría C como inmueble reedificable y lote no edificado (30 % de los inmuebles). A cada categoría correspondía no solo un tipo de tratamiento, sino también el procedimiento para sus autorizaciones respectivas. Al lado de estas normas restrictivas, se implementaron algunas medidas incentivas: por ejemplo, se adoptaron varias exenciones a las que tienen derecho los propietarios de bienes de interés cultural del Centro Histórico (categorías A y B), una de ellas siendo la disminución en tarifas de servicios públicos, equiparando las tarifas a los estratos más bajos.5

3. El Centro Histórico durante los últimos quince años: variaciones en los usos y tensiones entre fachadas e interiores Por su localización dentro de la ciudad y relevancia, el Centro Histórico tiene las condiciones ideales para la localización de actividades terciarias, más precisamente comercial, educativa y cultural, institucional (ilustración 1). La actividad comercial que predomina en el sector junto con la institucional se concentra en los barrios occidentales, donde se ubican los edificios de mayor altura. En los barrios orientales se concentra la actividad residencial, donde pueden diferenciarse tres sectores con particularidades específicas, condiciones y demandas de espacios que responden a las necesidades de los residentes del sector. En este mismo sector residencial existe una presencia importante de instituciones educativas, especialmente de universidades privadas que han construido sus campus en el borde oriental del Centro Histórico. La consolidación de esta actividad ha generado procesos de terciarización relacionados con economías locales que

3 Desde el Plan de Ordenamiento Territorial [POT], aprobado en 2000, ajustado en 2004 y reformulado en 2013, se determina la

destinación general del suelo teniendo en cuenta la vocación del territorio. 4 La Candelaria, una de las 20 localidades del Distrito Capital de Bogotá, corresponde al Centro Histórico. 5 Existen para Bogotá seis estratos socioeconómicos; a mayor estrato, mayor tarifa de servicios públicos domiciliarios; los estratos 1 y 2

correspondiendo a las tarifas más económicas.

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presionan la actividad residencial y las estructuras arquitectónicas; esto ha detonado procesos de deterioro físico constante. Esta situación se acentuó en la década de los años 1990, período durante el cual se hizo evidente un déficit de equipamientos básicos de barrio (comercio, salud, educación primaria y secundaria, etc.) para la población residente (Zabala Corredor 2005).

Ilustración 1. Destinación catastral de los inmuebles del Centro Histórico de Bogotá por sector

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Fuente. Elaboración propia a partir de datos del Observatorio Inmobiliario Catastral (Unidad Administrativa Especial de Catastro Distrital, 2010).

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Es así como al interior de los inmuebles se han venido dando ciertos cambios de uso que afectan su estabilidad constructiva y determinan ciertas dinámicas urbanas. Teniendo en cuenta el estado general de las construcciones —las variables de estructura y terminados— (plano 1), el 59 % de los metros cuadrados construidos están en buen estado general, el 31% en estado regular y el 10 % en mal estado general (De Urbina & Lulle, 2011). Aunque desde las fachadas la situación general de las construcciones parece buena, de puertas para adentro la situación es bastante distinta. En el sector predominan las fachadas sencillas (83 %), es decir que están en un buen estado general, no tienen mayores lujos, con terminados en materiales económicos y en general en estado aceptable; esta situación contrasta con el estado de las estructuras, de las cuales el 81 % está en mal estado de conservación, la mayoría de uso residencial (De Urbina & Lulle, 2011).

Plano 1. Puntaje general (ajustado) por predio de las construcciones del Centro Histórico de Bogotá en 2010

Fuente. Elaboración propia a partir de Observatorio Inmobiliario Catastral (Unidad Administrativa Especial de Catastro Distrital, 2010).

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Definitivamente los cambios de uso y modificaciones interiores que se han hecho en las estructuras de uso residencial afectan su integridad física; según Samuel Jaramillo el impacto de estas dinámicas las pone en peligro pues “el cambio de uso de áreas centrales, tanto en el interior del centro tradicional como en su expansión, a menudo se hace sobre un parque inmobiliario que no fue construido para esos fines y lo somete a una gran tensión con resultados con frecuencia muy destructivos tanto sobre los inmuebles mismos como sobre el espacio público” (Jaramillo 2006: 16). Quienes toman finalmente las decisiones sobre estas construcciones, en el caso de la actividad residencial son sus propietarios, arrendatarios y poseedores. ¿Quiénes habitan estas estructuras residenciales? ¿Qué pasa con la población residente en medio de toda esta dinámica?

4. Los habitantes del vivienda patrimonial

Centro

Histórico

y

su

relación

con

la

Las principales tendencias socio-poblacionales del centro (considerando aquí las dos localidades que conforman el centro llamado tradicional, La Candelaria, es decir el Centro Histórico, y Santafé) durante las últimas décadas son las siguientes:6 disminución de la población (La Candelaria perdió la mitad de su población entre 1973 y 2005), aunque este proceso tendría a frenarse recientemente; disminución de la presencia de menores de 15 años, aumento de las personas mayores, número importante de hogares de una y dos personas (casi la mitad de los hogares), y una “complejización” de la composición socioeconómica: menos pobres pero empobrecimiento de los que siguen presentes, más clases medias, sin cambio con respecto a las clases altas (Dureau et al. 2013); de tal suerte que se presenta una coexistencia de clases diferentes, es decir, una proximidad espacial de personas con distancia social grande, llevando a la conformación de lo que se puede llamar un “mosaico” socio-espacial. Una de las dinámicas socio-espaciales es la gentrificación7 que se da en ciertas zonas del centro y con varias modalidades: se inició en los años 1970 pero puntualmente en el Centro Histórico en edificios de conservación con la llegada de artistas e intelectuales, luego en zonas de renovación o en su cercanía ubicadas en otras partes del centro; más recientemente se da con más intensidad en el Centro Histórico a través de la llegada de extranjeros (generalmente europeos). Mientras tanto, llegan también al Centro Histórico migrantes nacionales que proceden de territorios alejados (minorías étnicas) así como estudiantes, lo cual es un fenómeno nuevo. Y se sigue desarrollando en nuevas zonas de renovación del centro. Esta configuración en mosaico se traduce claramente en la identificación de los espacios de vida cotidiana de cada uno de estos grupos sociales que viven en el centro (no solo el histórico). En otra investigación sobre las prácticas de los habitantes de Bogotá,8 a partir de encuestas, entrevistas y mapas mentales, se diferencian claramente estos espacios de vida según el perfil de los

6 No se dan datos precisos aquí pero estas tendencias se destacan a partir de los censos de población de 1973, 1985, 1993 y 2005; las

encuestas de Calidad de Vida en La Candelaria; así como las encuestas del proyecto METAL (ver nota siguiente). 7 El concepto de gentrification proviene del contexto europeo y norteamericano de 1960, pero se ha transpuesto (e hispanizado en

su formulación volviéndose “gentrificación”) al contexto latinoamericano, lo cual pudo generar cierto debate en cuanto a su uso con respecto a unas realidades social, económica, cultural y política distintas a las iniciales. 8 El proyecto METAL (Metrópolis de América Latina en la mundialización: reconfiguraciones territoriales, movilidad

espacial, acción pública), bajo la dirección de F. Dureau y financiado por la ANR y la AIRD (Francia).

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habitantes: las clases medias altas que han llegado más recientemente, tienen espacios de vida muy amplios, es decir, que frecuentan tanto el barrio como otros sectores de la ciudad e incluso sectores mucho más alejados por motivos laborales, familiares o recreativos. Mientras tanto, al otro extremo, los grupos sociales de bajos recursos viven en espacios bastante reducidos, teniendo espacios de vida muy auto-centrados. Aquí es importante resaltar que el centro fue objeto de estigmatización entre los años 1960 y 1990: época en la que dominaba un discurso en las élites que se habían ido del centro y despreciaban la llegada masiva de las clases populares, para quienes el centro significa una concentración de oportunidades. Este discurso negativo generó un imaginario colectivo en torno a la inseguridad; al tiempo que se observó un cierto descuido de los espacios públicos. En el 2000 el sector público promovió algunas intervenciones (discutibles) para la recuperación física del centro y un cambio progresivo, pero todavía no unánime, de los discursos y las prácticas en torno al centro.

4.1 El papel del patrimonio en la elección del Centro Histórico como lugar de residencia Para conocer la relación que tienen los habitantes del Centro Histórico con el patrimonio, el cual es un concepto polisémico en general y en especial cuando se aborda desde la perspectiva de los habitantes, recurrimos a la realización de entrevistadas a profundidad.9 Pocos de los entrevistados dicen vivir en el Centro Histórico por haber buscado y valorar su carácter patrimonial. Sin embargo, quienes sí lo hacen, hablan de haber querido vivir en el Centro Histórico por ser un lugar impregnado de “historia, la personalidad, la identidad, el núcleo de la ciudad” y por otra parte por “unos espacios y modo de vida distinto a los comunes”. Tendríamos en este segundo caso la búsqueda de una cierta “distinción” en el sentido adoptado por Bourdieu. ¿Cómo estas personas hablan del patrimonio? En sus discursos cruzan varios aspectos: el estético, el placer de los sentidos que suscitarían estos espacios cargados de historia, lo cual sería más bien un gusto intelectual. En el caso de los entrevistados con perfil de larga trayectoria en el centro, a veces por haber nacido en él, siendo más bien de bajos recursos u origen popular, se resalta también el legado de los padres y madres trabajadores que dejan una propiedad, o la importancia del espacio vital cotidiano que les brinda la vivienda. Es decir, que se trata bien de patrimonio pero entendido en el sentido económico, familiar y afectivo. Muchos sí son conscientes del carácter patrimonial, dicen valorarlo, pero que lo pueden valorar mejor por haberle hecho las adecuaciones necesarias para un modo de vida moderno y con mayor confort. Estas personas son más bien “gentrificadores”, intelectuales, artistas, es decir, con cierto capital cultural y, a veces, económico.

9 Se realizaron entrevistas con cerca de 60 hogares, no representativas de la población de La Candelaria pero sí ilustrativas de

sus distintos componentes. Durante estas entrevistas se procedía al levantamiento de la vivienda, se pedía al entrevistado dibujar su vivienda indicando los cambios que había hecho y los elementos considerados por él como patrimoniales; la entrevista se desarrollaba en torno a los temas de los usos, las representaciones de la vivienda, el patrimonio, así como la normatividad de la conservación.

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Menos numerosos todavía son quienes se han organizado y movilizado por su defensa y protección. Cuando estos lo han hecho, fue a través de una organización antigua (“Los amigos de La Candelaria”) a la cual se le reconocen altibajos, o a través de peticiones, demandas, querellas, a nivel de la alcaldía local, lo cual es más bien una iniciativa individual. Excepcional es el caso de una persona que reivindica el paso de su casa actualmente clasificada como bien de interés cultural (BIC) de categoría B a la A. Es importante resaltar aquí como las narraciones de estos habitantes transmiten unos conocimientos, unas memorias muy interesantes en términos de patrimonialización, más que las estructuras arquitectónicas que se mencionan como patrimonio, pues de estas estructuras originales en muchos casos poco o nada queda, en la medida en que han sido adecuadas a lo largo del tiempo a las necesidades que los habitantes tienen para habitar su vivienda.

4.2. Los motivos del vivir en este lugar son numerosos Ahora bien, encontramos gente que, si bien valora el Centro Histórico por su “patrimonialidad”, también ve en él otras ventajas, en algunos casos inclusive más, importantes: • Espacios aptos para talleres: la vivienda que ocupan —generalmente en este caso una casa del tipo “colonial”,10 es decir con uno o dos patios— tiene mucho espacio, el cual le sirve para sus propias actividades laborales o sociales (taller de pintor, de ceramista, estudio, etc.). • Tener todo a la mano: el centro concentra muchas actividades: institucionales, culturales de las cuales estas personas aprovechan, pero también económicas, por lo que una parte de ellas trabaja allí mismo; la reconstrucción de los espacios de vida cotidianos de los entrevistados muestra claramente cómo ellos desarrollan la gran mayoría de sus actividades (trabajo, estudio, consumo, recreación) en el centro mismo. • Por poca plata se consigue un espacio agradable: el aspecto económico que pudo ser determinante en el pasado (pero ya no tanto hoy día) En efecto, algunos compraron una casa con áreas amplias y otras ventajas “agradables” como los patios, el solar o por lo menos algún árbol o frutal, etc. a bajo precio, si bien generalmente se necesitó una inversión adicional para remodelarla cumpliendo o no con la norma (generalmente renovación del tejado, instalación de baños y cocina, apertura de ventanas o claraboyas para tener más luz, redistribución espacial con la ampliación o, al revés, división de ciertos espacios, etc.). • Espacios amplios que permiten la generación de ingresos adecuándolos para una actividad lucrativa (actividad cultural, artesanal, comercial, en este último caso, a menudo relacionada con la presencia de universidades o con la venida de cada vez más visitantes) o alquilando cuartos, especialmente a estudiantes. • Vivir a escala humana: un aspecto que algunos (más bien entre los gentrificadores intelectuales y artistas, a veces extranjeros, instalados en el Centro Histórico desde

10 Sabemos que muy pocas lo son literalmente pero se usa comúnmente esta expresión.

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hace cierto tiempo) valoran y dicen justificar su gusto por vivir en el Centro Histórico, es el ambiente “pueblerino”, es decir, una escala tanto espacial como social que generaría más proximidad entre los habitantes en el sentido de una mejor solidaridad. De hecho, varios entrevistados tienen una lectura de las dinámicas sociales y culturales de este supuesto pueblo bastante clara, diferenciando grupos y subgrupos, cambios, lo cual tendría a mostrar que de todas formas sí hay una escala propicia a la percepción de un “conjunto”, de un “todo”. Sin embargo, esta idealización se entiende desde un sentimiento de lugar, pero no se soporta desde las redes sociales que articulan esta misma clase de habitantes a ámbitos más amplios; es así como las relaciones sociales propias del supuesto pueblo son más bien reducidas. En cambio, desde los habitantes tradicionales menos pudientes, se siente una cierta nostalgia por la pérdida de redes sociales, muchos de sus conocidos se han ido y las construcciones han sido objeto de cambios en el uso.

4.3. Otras relaciones con el patrimonio, relaciones con otros patrimonios Encontramos otro tipo de relación con el patrimonio, una relación muy distante, inclusive casi un desconocimiento o indiferencia, mantenida por personas de distintas clases pero que sí valoran mucho vivir en el centro por motivos parecidos a los evocados anteriormente. Pueden ser personas de bajos recursos de larga trayectoria en el centro (por ej.: el caso de la administradora de un inquilinato) o incluso estudiantes (es decir personas con un supuesto nivel educativo y cultural propicio a valorar el patrimonio) que no son bogotanos; en este caso, privilegian por un lado la proximidad de su lugar de estudio, de sitios culturales o de diversión (todo a pie con ahorros de transporte), pero también la red social inscrita allí mismo. Otro aspecto que pudo surgir en algunos casos, es cómo el patrimonio puede ser percibido con alguna connotación negativa. Eso se expresa cuando se describe el patrimonio como algo que, por ser muy antiguo, es susceptible de ser poco sólido y por lo tanto peligroso. El patrimonio inmaterial, el cual el IDPC trata de rescatar y promover, también está ausente en los discursos como un valor adicional del habitar en el Centro Histórico. Igualmente, son pocas las menciones al patrimonio natural (presente en los cerros contra los cuales se apoya el centro de la ciudad).

4.4. El manejo de la estigmatización y la inseguridad del Centro Histórico en la relación con el patrimonio ¿Cómo se posicionan los habitantes frente a las dinámicas “negativas” que tiene supuesta o realmente el Centro Histórico? y ¿cómo se articulan estas opiniones con el tema patrimonial? La cantidad de querellas interpuestas en el Centro Histórico es mayor que en otras zonas de la ciudad, pero estos conflictos se refieren poco a amenazas que tendría el patrimonio, más bien a problemas de la vida cotidiana destacados por muchos residentes: la contaminación sonora (ruidos de los bares y discotecas frecuentados por los estudiantes), visual (grafitos), olfativa (orina de

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los estudiantes en las paredes y basuras recolectadas en horarios inadecuados, este último tema siendo invocado con frecuencia), las amenazas de ruina; son problemas que afectan la recuperación del espacio público y/o la protección del espacio privado. Aquí es importante abordar el tema de la inseguridad, pues es un aspecto que se invoca cuando se caracteriza el centro y que de alguna manera vendría a contradecir el tema anterior. Sabemos que este tema ha alimentado mucho la estigmatización del centro, la cual se enuncia desde hace mucho tiempo, aunque con matices variables. Muchos habitantes cuentan cómo sus familiares o amigos, residentes en otras partes de la ciudad o fuera de la ciudad, dudan mucho en visitarlos por este mismo problema (además por las dificultades de acceso vial o de parqueo de un vehículo), es decir, que habría en el resto de Bogotá un discurso negativo sobre el centro por su inseguridad. Es interesante ver cómo, si bien de hecho, la mayoría de los habitantes han sido víctimas (atracos en la calle, robos en la casa), generalmente dicen haber superado este problema y saber manejarlo hoy. Por ejemplo, algunos pretenden explicar las causas de este problema, describir su evolución e identificar los tipos de delincuentes, identificados como personas que no pertenecen a la zona. Estamos hablando hasta ahora de una población que tiene cierta antigüedad en el centro (generalmente una primera etapa como inquilina en varios lugares y otra etapa como propietaria de una casa o un apartamento). Es difícil diferenciar en este discurso lo que releva de una minimización del problema frente a un entrevistador susceptible de tener esta percepción estigmatizadora como lo evocado anteriormente, o de una efectiva superación del problema; en todo caso, pocas veces este problema parece debilitar el apego de los habitantes al Centro Histórico.11 Ahora bien, aunque no se puede negar la existencia de este fenómeno, hay que relativizarlo pues si se compara La Candelaria con otras localidades, vemos que el fenómeno es proporcionalmente menos importante y que es de otra naturaleza (son sobretodo actos de pequeña delincuencia) (Alfonso, 2012).

4.5. Las formas de apropiación de la vivienda patrimonial Si bien muchos entrevistados señalan en primera instancia no haber transformado la vivienda,12 en el transcurso de la conversación surgen las pequeñas o grandes transformaciones llevadas a cabo. Llama la atención que, al comparar el estado actual con el que permitía conocer un levantamiento planimétrico realizado en 1993, la mitad de las casas muestran algún tipo de cambio en los últimos 15 años. En algunos casos se describen transformaciones a lo largo de varias décadas, mostrando cómo se ha pasado de viviendas de condiciones precarias, piso de tierra, estufa de carbón, cerca de guadua, a una vivienda más acorde con estándares de confort contemporáneos. Prácticamente en todos los casos las transformaciones implican cambios en cocina y baño, adecuaciones para usos específicos, como espacios de estudio, ampliación de espacios para lavaderos, adecuaciones para tener una terraza, o espacios aptos para el trabajo. En otros casos,

11 Obviamente no hay que desconocer que un cierto número de habitantes del Centro Histórico se ha ido por este motivo. 12 Probablemente por temer que el entrevistador sea algún funcionario del IDPC con la intención de detectar cambios no

autorizados.

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la vivienda ha sido completamente transformada, dejando la fachada intacta, pero por dentro se han ido construyendo viviendas que permiten la entrada de la luz, espacios con mucho diseño contemporáneo, manteniendo tan solo algunas referencias simbólicas al patrimonio histórico buscando lo que podríamos denominar el ‘patrimonio loft’. Esta necesidad de lograr cierta distinción, no es compartida por todos los habitantes y está más relacionada con aquellos que se pueden reconocer como gentrificadores. En cambio, los habitantes más tradicionales y de menores recursos expresan menos necesidades de transformar la vivienda, más allá a algunas mejoras en las cocinas y baños, o unos cambios que aumenten la seguridad de la vivienda. De hecho, varios entrevistados expresaron no necesitar ningún cambio en su vivienda. De esta manera se pueden ver transformaciones que responden a nuevas formas de interpretar y aprovechar los espacios, y es por esta vía que se llega al patio-restaurante, el cuarto- fotocopiadora, y se pasa del zaguán a los cupos universitarios, del patio al espejo de agua, o del solar al jacuzzi. Todas estas transformaciones no afectan en principio el aspecto de la fachada, no se mencionan, por ejemplo, la factura de ventanas hacia la calle, y de esta manera se mantiene el carácter de espacios muy “introvertidos” y “auto-centrados” (en eso el espacio del patio o los patios es determinante) con el que fueron construidos. Por un lado, se debe al control por parte de las autoridades de mantener al menos las fachadas, por el otro responde a esfuerzos por mantener un bajo perfil hacia fuera por razones de seguridad. Al tratar de entender mejor la vivencia misma de la patrimonialidad, preguntamos por el lugar patrimonial dentro de la vivienda. Aquí vemos que la comprensión de la noción es muy variable y que, sobre todo, poco corresponde con la noción usada en el discurso técnico o el que se reconoce como sabio. Es decir que, como lo vimos anteriormente, el patrimonio se define desde los afectos, la historia personal, desde el ámbito más íntimo, corporal, hasta aquello que se ha logrado transformar en la vivienda, es decir el toque personal: la cama, el sofá, hasta el baño, pasando por la ventana con vitrales, el patio o el balcón, las mejoras en la circulación y en la iluminación natural, todos estos elementos pueden ser valorados como patrimonio; pocas veces la gente se va a referir, por ejemplo, a un elemento arquitectónico de la casa con características de diseño, material o forma particular desde una connotación estética y/o histórica. Para algunos es lo que no se puede tocar dentro de la casa por haberlo aportado ellos mismos. Esto muestra que para valorar un espacio, poderlo habitar, es necesario apropiárselo, mediante acciones de transformación. Lo que muestra que el patrimonio es vivo, se transforma, se tiene que ajustar a las necesidades de los habitantes del momento. También obviamente el patrimonio puede ser entendido como el bien de uno, el que se va a transmitir a sus propios herederos. Hay que subrayar aquí que estas percepciones son muy comunes incluso en personas cuyo nivel educativo es alto o cuya vivienda es fuertemente patrimonial. Así que el desfase entre el discurso técnico y el discurso común puede ser muy grande y es importante evidenciarlo, sobre todo cuando se trata de mejorar la comunicación entre expertos y habitantes.

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4.6. El patrimonio de fachada: la relación ambigua con la norma Un aspecto que afecta directamente a los habitantes es la normatividad existente para las viviendas declaradas patrimonio o un BIC. Encontramos generalmente un discurso negativo acerca de estos temas y sobretodo del manejo que se hace de ellos. Si bien la mayoría de los entrevistados reconocen la necesidad de conservar, y por lo tanto adoptar y aplicar normas, reprochan por un lado normas demasiado estrictas en cuanto a las adecuaciones internas necesarias para lograr las expectativas de un cierto confort o una seguridad física y, por el otro, la ausencia de un real seguimiento de los procesos de cambios (por ej.: el aprovechamiento por algunos especuladores de bienes abandonados o en fuerte deterioro para la construcción o reconstrucción ostensibles de edificios que no cumplirían con estas mismas normas). Ello los lleva a sospechar —sin mayor dificultad en un medio que tradicionalmente desconfía de los funcionarios públicos— que hay ciertas prácticas de corrupción, las cuales podrían amenazar fuertemente la conservación. Obviamente la posición de los habitantes entrevistados puede ser ambigua en la medida en que pueden contrastar su discurso y sus prácticas (por ej.: es el caso de algunos dueños o poseedores de edificios inicialmente unifamiliares que han transformado con ánimo de lucro desde hace tiempo en inquilinatos (los cuales tendrían a disminuir), o más recientemente en “inquilinatos estudiantiles” o en hostales con condiciones muy precarias. Sin embargo, no deja de impactar cierta unanimidad ante el tema de la norma. También quienes dicen conocer los planes (principalmente el Plan Zonal del Centro, muchos han oído hablar de él, opinan al respecto, pero pocos los conocen realmente), lo critican al considerar que, por pretender favorecer la llegada de inversiones y habitantes de estratos medios o altos, puede favorecer también la salida de los habitantes tradicionales, lo cual parece ser lamentado por muchos habitantes, incluso por quienes su llegada se inscribe en esta misma lógica de cambio socioeconómico de la población del centro. A veces hay discursos muy fuertes que responsabilizan la debilidad del sector público en las dinámicas “colonizadoras”, “invasoras”, que pueden tener algunos actores privados, en especial las universidades. Hay también entrevistados que dicen no conocer las normas, no saben que viven en un BIC, etc. Este último aspecto de la percepción de la normatividad y su aplicación, es muy importante en la perspectiva que tenemos de evaluar las políticas públicas, no solo en sí mismas, sino también a la luz de las prácticas y representaciones de los beneficiarios de estas mismas políticas. En efecto, si bien sabemos que siempre existe un desfase entre estos dos niveles, se trata de caracterizarlo y así tener elementos para contribuir a su reducción. La administración pública sin lugar a dudas hace grandes esfuerzos, inversiones para una mejor planeación y gestión; sin embargo, desde distintos puntos de vista (las concepciones que tiene del patrimonio y las de su conservación, la articulación entre las actuaciones de las distintas instancias involucradas en los procesos, etc.), podemos resaltar ciertas dificultades, en especial en la comunicación con la población que provendría de una deficiencia, no solo en la información, sino también en la participación más directa de los habitantes en los procesos de toma de decisión.

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La administración pública ha tomado medidas restrictivas y también incentivas, como lo fue en el pasado el subsidio a los servicios públicos o más recientemente el apoyo a la pintura de las fachadas; sin embargo, estas medidas están ajustadas (la estratificación socioeconómica ya no es 1 sino 2 y 3 para la mayoría de los predios) o no tienen el éxito esperado.

Conclusión

M

ientras desde hace casi veinte años se ha definido un área y unas herramientas normativas para su conservación, los bienes de interés cultural de uso residencial ubicados en el Centro Histórico de Bogotá están en mal estado. Si las fachadas de

las edificaciones parecen ser conservadas, es mucho menos el caso de las estructuras físicas mismas. Es decir, que la normatividad vigente parece no estar cumpliendo con su objetivo, y por lo tanto tiene que ser cuestionada. Por otro lado, si bien varios estudios han demostrado desde hace tiempo que no se puede pensar en el presente y el futuro del patrimonio cultural construido sin “su” gente, es decir, sin quienes lo ocupan, usan o habitan, pelean, olvidan, desconocen, sueñan, desean; parece que sigue dominante la idea de que es un objeto en sí, con sus rasgos arquitectónicos y un valor propiamente histórico, estético o económico, pero no construido social, cultural o políticamente. Es como si se siguiera considerándolo deshumanizado, desvinculado de los procesos de construcción de “lugar” o “territorio”. Frente a la diversidad de percepciones, múltiples acciones y formas de apropiarse las viviendas patrimoniales y el Centro Histórico desde todos los actores que allí viven, conviven, coexisten, definitivamente se plantea un desafío importante de planificación y gestión. Es tiempo de promover nuevas pistas para pensar de otra manera el futuro del patrimonio. Sabemos que es un tema complejo para la acción pública por varias razones, unas de ellas siendo las ambigüedades mismas de la “conservación del patrimonio” pues no siempre está claro qué se entiende por patrimonio, qué patrimonio queremos, qué es conservación y en qué sirve al patrimonio. Nuestros resultados nos permiten afirmar con profunda claridad y convicción que es desfasada e infructuosa cualquier política pública que no integre una visión incluyente. El reto consiste en la construcción de una política innovadora e incitativa que potencia la convivencia de todos los actores sociales allí presentes. Se busca entonces, hacer escuchar las voces de este coro no bien definido de habitantes para plantear alternativas creativas sobre el futuro del Centro Histórico.

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URBICIDIO O LA PRODUCCIÓN DEL OLVIDO Fernando Carrión FLACSO, Ecuador

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Introducción

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unca como ahora había estado tan presente el tema del patrimonio en la agenda de los medios de comunicación, en el espacio de los especialistas y en el escenario de la ciudadanía patrimonial. Sin duda que esta visibilidad y posicionamiento no es casual: ¡nunca se había destruido tanto patrimonio como ahora!

El proceso de destrucción selectivo y masivo del patrimonio se ha desarrollado sin el impedimento de los sujetos patrimoniales institucionales -nacionales e internacionales- encargados de velar por su salvaguarda, tanto que no han reaccionado frente, por ejemplo, al derrocamiento de la biblioteca de Alejandría, al bombardeo de Bagdad, a la invasión turística en Venecia, a la construcción de las grandes torres habitacionales en Santiago Centro o al vaciamiento de la sociedad en el Centro Histórico de Quito.1 Es más, en muchos casos, sus propias acciones han sido las que han deteriorado el acervo acumulado. Esta debilidad institucional pone en cuestión su condición estructural y también los paradigmas tradicionales con los que han abordado la temática.2 En otras palabras la destrucción patrimonial, la debilidad institucional y la obsolescencia conceptual —en el marco de la globalización— configuran una coyuntura patrimonial signada por la producción de olvido, que bien podría caracterizarse como una crisis global del patrimonio; muy similar a la que se produjo luego de la Segunda Guerra Mundial,3 con la diferencia de que ella estuvo localizada en Europa y la actual, se despliega de manera generalizada en el territorio y de forma ubicua;4 lo cual es posible porque se ha producido la globalización del patrimonio, gracias a la revolución científico-tecnológica en el campo de las comunicaciones, a las declaratorias de patrimonio de la humanidad,5 al peso de la cooperación internacional y al turismo homogeneizador que rompe fronteras. Es que ahora el patrimonio se revela como una construcción social y, por lo tanto, como un fenómeno histórico que muta constantemente; por eso existen coyunturas particulares de transformación de sus modos de (re)producción. Este es el caso de toda crisis, porque se convierte en un parte aguas, que divide e integra momentos distintos. La crisis patrimonial es una oportunidad que se empieza a sentir como un punto de partida de una nueva realidad: nace de la queja social en crecimiento, de la reivindicación ciudadana que presiona y, sobre todo, del aparecimiento de ciertos atisbos de proyectos colectivos alternativos.

1 En 1990 la población del Centro Histórico fue 81 384 habitantes, 20 años después se redujo a 40 913 (Del Pino, 2013). 2 Los paradigmas hegemónicos han sido funcionales a estos procesos, por ejemplo, gracias a las políticas de turismo, de gentrificación

y de conservación, entre otras. 3 Situación muy parecida se vivió con la Segunda Guerra Mundial en Europa, que dio lugar justamente a un impulso muy fuerte de las

tesis de la restauración y la reconstrucción monumental. 4 Tres grandes coyunturas patrimoniales ha vivido la humanidad: la primera con la primera modernidad, la segunda con la guerra

mundial y ahora con la globalización. 5 Al momento son 187 ciudades consideradas patrimonio de la humanidad, las que deciden conformar la Organización de Ciudades

Patrimonio de la Humanidad (OCPM), para intercambiar experiencias, difundir conocimientos, generar asistencia técnica, entre otras (http://www.ovpm.org/main.asp). Además se debe señalar que actualmente (año 2013) están catalogados 981 sitios: 759 culturales, 193 naturales y 29 mixtos, en 160 países del mundo entero.

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En esa perspectiva, y en esta coyuntura, se vive la confrontación de dos modelos de gestión que buscan la salida a la crisis: uno, bajo la égida del mercado (acumulación) y otro, desde el peso de lo público (democratización); pero no es solo en el ejercicio de gobierno, sino también en la concepción del patrimonio, lo cual le pone al concepto, por primera vez, en una doble condición creativa: superar el fetichismo patrimonial y aceptar la condición polisémica que tiene. Con este trabajo se quiere aportar al conocimiento de esta coyuntura patrimonial, mediante un giro metodológico: a la visión monopólica del patrimonio como bien depositario de la memoria (monumento),6 se busca oponer el sentido de la producción del olvido; de tal manera de reconstruir el equilibrio en la ecuación patrimonial entre: la acumulación del pasado (acervo) y la destrucción del presente (despilfarro), pero desde sus procesos sociales constitutivos. Si tradicionalmente se han resaltado los atributos del bien patrimonial —vinculados generalmente a lo monumental— hoy lo que está en discusión son las relaciones sociales que explican la pérdida del acervo continuamente acumulado a lo largo de la historia.7 En otras palabras, concebir al patrimonio menos a partir de los atributos y más desde relaciones sociales que lo constituyen. Pero también se trata de llamar la atención desde el ángulo inverso a la cantidad de memoria acumulada; esto es, desde las lógicas y formas de producción del olvido, de tal manera de entender los procesos de generación patrimonial por sus orígenes (económicos, culturales, políticos), y menos a partir del objeto de la destrucción (monumento); para construir nuevas maneras de producir sustentabilidad en la acumulación histórica del patrimonio (valor de historia). Este giro metodológico permitirá curar con el ejemplo, pero al revés: mirar desde lo que se pierde, a través de un balance entre lo que se recupera y se destruye, en aras de supuestos “valores superiores” provenientes de la política, de la guerra o de la economía, que terminan por subsumir a las propias instituciones destinadas a mitigar el olvido. El concepto urbicidio es central en la comprensión de este proceso, porque ayuda a entender lo que se pierde y, a partir de ello, lo que se debe mantener y también construir.

Lo patrimonial: polisemia y fetichismo

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egún el diccionario de la Academia de la Lengua, la palabra patrimonio viene del latin y se compone, por un lado, de patri que significa padre, y por otro, onium que quiere decir recibido, es decir: es recibido por línea paterna. De allí que sea una definición altamente dinámica que entraña un proceso histórico que tiene actores explícitos: los que reciben (es recibido por) y el que transmite (por línea paterna); es decir, actores que interactúan a la manera de sujetos patrimoniales en relación a la disputa de la heredad (Carrión, 2010).

6 Por monumento se entiende según el DRAE: “Obra pública y patente, como una estatua, una inscripción o un sepulcro, puesta

en memoria de una acción heróica u otra cosa singular. Construcción que posee valor artístico, arqueológico, histórico, etc.” (resaltado nuestro). 7 Acervo: conjunto de bienes morales o culturales acumulados por tradición o coherencia.

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Esta noción de patrimonio no define bienes o cosas (cosifica) —sean materiales, inmateriales o espirituales— sino una relación que delimita un ámbito particular del conflicto social: el legado o la herencia, y lo hace según la correlación de fuerzas de los sujetos patrimoniales en un momento y en lugar particular; que es, finalmente, la que define la condición de poder de cada uno de ellos, porque sin apropiación —como base del poder— no hay patrimonio. Es en el contexto de los mecanismos de transmisión del patrimonio —propios del procesamiento del conflicto— que se logra la sustentabilidad histórica del proceso, situación muy similar a lo que ocurre al interior del núcleo familiar entre el padre y sus hijos. O sea que el patrimonio genera un poder que nace de la propiedad y del peso que los sujetos patrimoniales tienen en su interacción: alguien debe apropiarse para que exista el patrimonio y, sin duda, la propiedad es una relación social históricamente constituida. De esta manera, lo patrimonial es el resultado del proceso histórico de acumulación continua de tiempo y, a su vez, es un mecanismo productor de historia; todo ello gracias a la transformación constante de la masa patrimonial (acervo) mediante la transmisión del patrimonio entre los sujetos, bajo una doble situación: democratización del patrimonio (propiedad y poder) e incremento del valor de historia (añade tiempo al pasado); que en nada tienen que ver con las políticas de conservación. Esta historicidad de la relación social —que define la heredad productiva— niega el fetichismo patrimonial así como las prácticas de contención de la historia en su único momento: el origen. En última instancia el patrimonio entraña, por un lado, una propiedad que le otorga al sujeto patrimonial un poder. Y, por otro, una transferencia o heredad que —por más familiar y privada que sea— debe ser ventilada por el sector público, en tanto son: las cortes de justicia (marco institucional público) y la normativa del código civil (pacto social) los que determinan el protocolo que debe seguirse. Lo patrimonial en el ámbito de la sociedad no es muy distinto: el conflicto debe ser procesado con normas jurídicas, instituciones y, también, con políticas públicas porque, caso contrario, será el mercado que lo haga desde su propia lógica; mucho más si —como ahora ocurre— existen procesos de desregulación que tienen como fundamento atraer capitales (condiciones generales) que transforma el patrimonio en capital físico. El patrimonio solo puede ser concebido históricamente porque existe una lógica de poder sustentada en las relaciones de los sujetos patrimoniales que lo (re)producen, transfieren y consumen. Si esto es así, se pueden encontrar tres grandes coyunturas patrimoniales a lo largo de la historia: la primera vinculada a la modernidad, cuando el Estado se apropia del patrimonio (patrimonio institucional), para concebirlo como un “aparato ideológico” que construye y legitima la historia oficial, gracias al disfrute que genera su espectacularización y a la masificación de su consumo contemplativo,8 venido de la hiper urbanización de la población. En este momento —característico como coyuntura patrimonial— se produce el hecho fundacional del nacimiento del patrimonio histórico —porque el patrimonio no ha existido siempre— a

8 Posteriormente adquirirá un peso singular el valor de cambio, justamente cuando el modelo capitalista se consolida y cuando el

turismo y el sector inmobiliario le dan una nueva connotación al patrimonio: capital físico que puede generar altas utilidades a quien lo posea o explote económicamente.

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partir de dos vías constitutivas: por un lado, de los monumentos construidos con una función social relevante, como puede ser la misa (valor de uso), pero que requieren su perdurabilidad en el tiempo, como testimonio de una época sea por la importancia de la función que desempeñaba o por la riqueza de su producción material. En este caso lo que se tiene es el incremento a su cualidad funcional (valor de uso) la necesidad del sentido de memoria (valor de historia). Y por otro, por la necesidad que existe por hacer público un hecho histórico del ayer,9 a través de la construcción explícita de un nuevo bien patrimonial (monumento) que desde el principio nazca con valor de historia, como si fuera su valor de uso. En este momento se diferencia patrimonio como valor de usos, del patrimonio histórico como valor de historia. La siguiente coyuntura está relacionada con el período de la primera y segunda guerras mundiales, cuando se producen destrucciones significativas del patrimonio histórico europeo, localizado en las ciudades más emblemáticas. A partir de este momento Europa se convierte en el espacio principal de irradiación del pensamiento —sobre todo— de las políticas del patrimonio que se universalizaron acríticamente.10 Para formalizar estas propuestas se utilizaran las denominadas Cartas —que adoptaran el nombre de la ciudad donde se las redacta—11 y las Convenciones, las dos bajo el principio de la conservación monumental en sus distintos grados, que fueron incapaces de comprender la riqueza de los fenómenos particulares y, mucho menos, de detener los procesos destructivos. La condición histórica del patrimonio supera aquel paradigma12 dominante de lo patrimonial sustentado en la devoción por ciertos bienes —como objetos esenciales, sean tangibles o intangibles, materiales o inmateriales— que devino en el fetichismo patrimonial,13 en tanto deja por fuera las relaciones sociales que: las (re)producen o las esconden tras los atributos del bien. Esta visión histórica14 se concreta en la producción social del patrimonio, ocurrida en momentos, en lugares y en sociedades particulares. Los centros históricos, por ejemplo, fueron concebidos como un bien físico que tenía ciertos atributos (conjunto monumental) y no relaciones. Por eso cuando a los centros históricos se los analiza históricamente, como producción social, la cualidad central —que es una definición relativa— se hace líquida; y la condición histórica se reduce a encontrar el momento de su génesis para aplicar las políticas de conservación. De esta manera se lo vacía de historia y se llena de fetichismo: por eso, la conservación produce la negación de la condición histórica del centro

9 Tanto el uno como el otro producen “historia oficial”. 10 La segunda guerra mundial destruyó de un día para otro el patrimonio de las ciudades, mientras en América Latina la erosión vino de

las condiciones socio-económico y de las características de la urbanización. 11 La Carta de Atenas (1931) fue redactada solo por especialistas europeos, en la de Venecia (1964) participaron tres “extraños”

provenientes de Perú, México y Túnes y luego en 1972 se realizó la primera Convención sobre la protección del patrimonio mundial, cultural y natural con la participación de cerca de 80 países del mundo. 12 Según Tomas Kuhn, el paradigma hace referencia al “conjunto de prácticas que definen una disciplina científica durante un período

específico” 13 En mucho se acerca a la propuesta de Marx (2000) respecto del sentido y contenido del “fetichismo de la mercancía”. 14 Aquí se inscribe esa definición del “patrimonio monumental colonial” como determinación de existencia de un centro fundacional de

valor en América Latina que, incluso, termina por definirlo como un centro homogéneo y colonial (casco colonial, estilo colonial) que se proyecta. Lo colonial no fue homogénea, sino de la imposición de la cultura, la economía de los conquistadores a los conquistados. Si bien fue una fase histórica que no se puede olvidar, ello no puede conducir a sublimar.

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histórico; tanto que al poner en valor el bien patrimonial producido durante la conquista española, realza la dominación colonial a través de los atributos que se le asignan al monumento -o al conjunto monumental- y congela la historia en el momento de su origen, lo cual niega el proceso continuo de acumulación del tiempo en el pasado, que permite múltiples y simultaneas lecturas provenientes de tiempos distintos bajo la forma de un palimpsesto (valor de historia). De esta manera la condición histórica se licúa cuando lo monumental se convierte en el elemento determinador de la existencia del patrimonio y no al revés: lo patrimonial es una herencia o transmisión creativa que produce un incremento del valor de historia del bien. Por eso no aceptan que, por ejemplo, la demarcación de un centro histórico nazca de la política urbana y de la correlación de fuerzas de los sujetos patrimoniales y si creen que la delimitación viene de un demiurgo creador que cae del cielo, encarnado por una deidad o por un técnico. Como reacción a este fetichismo patrimonial han aparecido dos visiones. La una, entendida como capital físico que debe reproducirse y acumularse, de tal manera de obtener ganancias económicas significativas (valor de cambio); en esa perspectiva el turismo es gravitante, aunque también lo es lo comercial y el sector inmobiliario (BID). Y la otra, que empieza a dar sus primeros pasos desde el concepto de patrimonio como capital social, en tanto permitiría fortalecer las instituciones y mejorar la cohesión social. El patrimonio histórico es además, en la actualidad, una definición polisémica15 porque tiene múltiples y plurales formas de concebirlo, tanto que rompe con definición hegemónica inscrita en la lógica del pensamiento único, que no acepta disidencias. A continuación podemos ver varias entradas que nos muestran esta realidad: • El itinerario histórico —propio del transcurrir de los tiempos— que da lugar a una secuencia que, según Choay (2009), transita de la connotación familiar (patrimonio familiar), a la economía (patrimonio económico), al campo jurídico16 y luego sigue por al ámbito político (patrimonialismo),17 todas ellas con un peso singular del sentido propiedad. Patrimonio es, entonces, lo que se posee bajo diferentes formas que el derecho termina por formalizarlas. • La fragmentación en tipos patrimoniales se expresa bajo tres situaciones: la una, vinculada a su carácter dicotómico, material o inmaterial, así como tangible o intangible; la segunda, relacionada con el ámbito sectorial del patrimonio: industrial, cultural, militar, arquitectónico, musical; y la tercera, referida a lo que Bourdieu (1999) denominó el “efecto lugar”, que plantea un universo patrimonial según el espacio donde se construya. Como históricamente el concepto nace en Europa —en la modernidad— es este el punto de partida desde donde se irradia al mundo; cosa que ahora no es posible por la

15 Como también lo son los conceptos de democracia, desarrollo y descentralización, entre otros. 16 Este reconocimiento de lo jurídico tiene dos implicaciones muy importantes: primero, se ubica en el campo del derecho y,

segundo, lo convierte en un proceso público que está normado —a través de un pacto social: eso es una ley—, que son formas de procesar el conflicto de la heredad. 17 Se refiere a los sujetos patrimoniales (patriarcales) que consideran como propios los bienes públicos, es decir, se apropian de lo

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emergencia de nuevas realidades a nivel planetario;18 este es el típico caso del sentido de la glocalización —definida por Robertson (1992)— del patrimonio, que lo pluraliza. La riqueza del universo patrimonial radica en su acumulación (noción de antigüedad) y en su diversidad. • Las posiciones teórico-metodológicas definen las características del objeto de pensamiento: la visión tradicional pone énfasis en el denominado bien patrimonial, sea material o inmaterial, que es probablemente la más extendida. Esta visión está en franco cuestionamiento a partir de tres posiciones que se empiezan a trabajar: la una, que surge de la definición del capital físico que debe reproducirse con altas tasas de ganancia (BID, Turismo), la otra desde lo que significa el capital social que fortalece las instituciones y la cohesión social. Adicionalmente se encuentra la que se concibe como un escenario de conflicto entre sujetos patrimoniales alrededor de la transmisión sustentable de la herencia. Así como lo polisémico es un avance, también lo es la superación del fetichismo patrimonial, uno y otro inscritos bajo una condición histórica. Pero también es el hecho de que el proceso de urbanización de la sociedad ha determinado que la ciudad sea el espacio con más alta densidad de patrimonio, tanto que todo lo que contiene una urbe es patrimonial, porque la totalidad de la ciudad y sus partes, tienen un valor de uso. Sin embargo, solo algunas partes adquieren la condición de patrimonio histórico, gracias a la acumulación continua del valor de historia. Por eso el urbicidio puede actuar sobre el patrimonio, el patrimonio histórico o sobre los dos; dependiendo las estrategias diseñadas.

1. URBICIDIO: producción social de olvido El concepto urbicidio nace en la década de los años sesenta de la mano de Michael Moorcock en el ámbito de la literatura (1963). Debieron pasar unos años más para que se lo empiece a utilizar en el campo de los estudios de la ciudad, a través de dos entradas metodológicas distintas: la primera, relacionada a los efectos devastadores que producen las guerras en las ciudades y la segunda, vinculada explícitamente a los impactos que genera la refuncionalización de las ciudades, sobre todo en aquellos lugares donde habitan los sectores populares, como ocurrió en Nueva York (Bronx) o en Chicago. Después de estos dos intentos —el uno en que la ciudad actúa como escenario y el otro como parte constitutiva de la ciudad— el concepto prácticamente desapareció por la supuesta falta de comprensión de la realidad urbana. Sin embargo, esta noción debe trabajarse porque tiene una riqueza muy grande para explicar algunos de los fenómenos propios del urbanismo neoliberal que viven las ciudades de América Latina, y, mucho más si se lo vincula al concepto de patrimonio, que en este contexto histórico se transforma en capital físico. De allí que alrededor de la relación entre urbicidio y patrimonio sea factible encontrar la riqueza de su formulación.

18 “Mi labor en el continente americano durante más de veinte años, en contraste con el trabajo en mi país y resto de Europa, me ha

hecho observar que para resolver el problema de la conservación del patrimonio cultural americano es necesario un planteamiento diferente al europeo, en muchos aspectos. (...) Aunque la filosofía de los criterios restauradores tenga una unidad original en todo el mundo, no se pueden olvidar las características diferenciales entre el patrimonio cultural europeo y el americano” (González de Valcárcel,1997).

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El urbicidio es un neologismo que encarna una palabra compuesta por: urbs que es sinónimo de ciudad y cidio, de muerte: esto es, la muerte de la ciudad.19 Pero así como el homicidio expresa el fallecimiento de una persona, el femicidio, de una mujer por razones de género o el suicidio, de un ser humano de forma auto infligida, el urbicidio no es la muerte de todas las urbes, ni tampoco el fin de la ciudades como realidad compleja, sino, más bien, del asesinato de una ciudad en particular o de ciertos componentes esenciales de ella, por procesos claramente definidos. Se puede afirmar que se trata de un concepto en construcción que tiene que ver con el asesinato litúrgico de las urbes cuando se producen agresiones y acciones con premeditación, orden y forma explícita. Es decir, se trata del asesinato o de la violencia en contra de la ciudad por razones urbanas. En principio son acciones militares, económicas, culturales o políticas que: i) Acaban con la identidad, los símbolos y la memoria colectiva de la sociedad local concentrada en las ciudades; así como cambian el sentido de la ciudadanía por el de cliente o consumidor (civitas); ii) Privatizan, concentran o subordinan las políticas y las instituciones públicas a los intereses del mercado o del poder central, perdiendo las posibilidades del auto gobierno y de la representación (polis); y iii) Arrasan con los sistemas de los lugares significativos de la vida en común, como son las plazas, los monumentos, las infraestructuras (puentes, carreteras) y las bibliotecas (urbs). Para ilustrar esta afirmación y, a manera de ejemplo, se pueden señalar los siguientes casos emblemáticos de producción social del urbicidio: a. Probablemente lo más evidente tenga que ver con las guerras y las luchas fratricidas desarrolladas a lo largo del mundo entero y desde tiempos inmemorables, aunque hoy con el añadido de que su escenario principal, por la urbanización planetaria, son las ciudades. Sin retrotraerse mucho en el tiempo están los siguientes casos de este tipo de devastación de ciudades: • La emblemática ciudad de Guernica —destruida en 1937— es importante porque fue un ensayo de los bombardeos masivos que vendrían después, en la Segunda Guerra Mundial. Pero adicionalmente porque se trató de una incursión aérea devastadora, ejecutado por fuerzas italianas y alemanas en el marco de la Guerra Civil Española. Los puntos estratégicos que debían ser aniquilados eran: el puente, la estación de ferrocarril y la carretera del este de la ciudad, supuestamente para contener a las fuerzas vascas. Sin embargo el objetivo real fue el de la destrucción de la ciudad de Guernica, por su condición de capital cultural e histórica del país Vasco y por ser un santuario de afirmación de su libertad y de su democracia; contrarios al poder monárquico, centralizado y fascista encarnado por Franco. Allí la explicación de más del 7 % de la población muerta, del 74 % de los edificios destruidos y de la reducción de la moral de los vascos • Los impactos que se produjeron en la Segunda Guerra Mundial, entre muchas ciudades que pueden mencionarse, están Varsovia, Berlín, Tokio y, sobre todo, Hiroshima

19 Término que viene del latín: urbs, ciudad; caedere, cortar o asesinar y occido, masacre.

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y Nagasaki. Las primeras ciudades citadas sufrieron hechos de violencia militar en tanto escenario de la guerra o como ciudades de la guerra a las que había que destrozarlas; mientras las dos últimas fueron arrasadas como parte de una ofensiva que buscaba mostrar la supremacía de un país sobre el resto del mundo, justo cuando la guerra llegaba a su fin. • A partir de la década de los años noventa del siglo pasado se desarrollan nuevas guerras en dos escenarios: la de los Balcanes, que como señala el exalcalde de Belgrado, Bogdan Bogdanovic, explícitamente fueron anti urbanas, destinadas a socavar los valores culturales concentrados en las ciudades. Allí están las urbes de Sarajevo, Belgrado, Móstar, Grozni. Pero también están las ciudades que fueron el epicentro de la escisión de la Unión Soviética y de la conformación de la Federación Rusa, en las que sobresalen las naciones de Chechenia y Georgia, entre otras. • Luego vinieron las guerras “preventivas” impulsadas por George Bush, presidente de los EE. UU. o las “guerras necesarias” generadas por el Premio Nobel de la Paz, Barack Obama, que utilizaron el pretexto del aleve ataque de los talibanes —el 11 de septiembre de 2002— a Estados Unidos en los lugares con la mayor carga simbólica de ese país: las Torres Gemelas de Nueva York como expresión del poderío económico, el Pentágono en Washington lugar del Departamento de Defensa y la Casa Blanca, que no llegó a concretarse, como expresión del poder político de los EE. UU. La reacción inmediata fue la invasión a Irak y a Afganistan, donde las ciudades emblemáticas de Bagdad, capital de Iraq, como Kabul, capital de Afganistán, entre otras, sufrieron la destrucción del patrimonio por medio de sanciones, saqueos y ataques militares. • No se puede dejar de mencionar las conflagraciones acontecidas en la zona árabe; allí los casos más significativos son los de Libia (Trípoli, Bengasi) y Siria (Damasco, Alepo), además de los países inscritos en la llamada primavera árabe como: Túnez, con la capital que lleva el mismo nombre, y Egipto con El Cairo y Alejandría. • Se deben resaltar los conflictos que tienen larga duración, como son los ejemplos de los casos: Árabe-Israelí, en que Jerusalem, Haifa, Gaza y tantas más sufren los efectos culturales de la guerra permanente. Tampoco se debe dejar pasar por alto el conflicto interno colombiano, al que se han sumado los ingredientes provenientes de las economías ilegales (drogas, armas, precursores químicos, tratas) para destruir ciudades de manera terrorista. Y mucho menos olvidar los efectos de la guerra civil libanesa, de los ataques israelíes y de la confrontación interna entre cristianos y musulmanes que dejaron en soletas al patrimonio milenario de la ciudad Beirut y a sus habitantes. En general estos casos presentan el enfoque militar de estrategias y tácticas para someter a las ciudades adversarias —física y moralmente— mediante: el asesinato de personas (selectivo, masivo), el aislamiento (aeropuertos, puentes), la restricción de los servicios (energía eléctrica, agua potable), el bloqueo del abastecimiento (comida, repuestos) y, además, la acción exclusivamente

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simbólica sobre los monumentos, los lugares de encuentro, las iglesias, las mezquitas y las bibliotecas, todos ellos signos urbanos de la vida en común. b. Un elemento productor de urbicidio —que no se puede dejar de mencionar— es la violencia urbana, sobre todo porque en estos últimos 20 años, al menos en América Latina, ha existido un aumento considerable de homicidios en las ciudades.20 Si antiguamente se creía que la ciudad era una causa de la violencia —por la vía de la etiología— hoy se puede afirmar que mucho más impactos negativos produce la violencia en la ciudad, tan es así que la violencia objetiva (los hechos producidos) y la violencia subjetiva (el temor) se han convertido en principios urbanísticos que tienden a negar la ciudad bajo la modalidad del urbicidio. • La violencia urbana se despliega en el tiempo bajo una lógica temporal claramente marcada: el calendario cultural hace que cada semana sea diferente, los fines de semana sean distintos a los días laborales; las horas de la noche difieran a las del día. Claramente hay una cronología delictiva que le afecta a la dinámica urbana y a la ciudad en sí misma, tanto que en términos generales se observa una reducción significativa del uso de la ciudad: ya no existe una ciudad de 365 días, 54 semanas o de 24 horas. • La violencia en la ciudad tiende a desarrollarse en el espacio, pero bajo una lógica urbana explícita que afirma la existencia de una geografía delictiva que —poco a poco— se toma la ciudad, sea con la percepción de inseguridad o con los diversos hechos delictivos. La percepción de inseguridad es difusa y ubicua, aunque afín a los estigmas territoriales; mientras la realidad de los hechos delictivos se origina en la fragmentación urbana existente: se roban bancos donde hay bancos, la criminalidad del centro es distinta a la de la periferia, la violencia en el espacio público difiere a la del espacio privado. • Adicionalmente la violencia en las ciudades, como parte de la interacción social, produce efectos devastadores en la convivencia social y en la vida cotidiana, tanto que se reducen las condiciones de solidaridad y se amplían las múltiples modalidades de justicia por la propia mano, que van desde adquirir armas, aprender defensa personal, linchar personas y convertirse cliente de la boyante industria de la seguridad privada. Pero también, porque todo desconocido se convierte en un potencial agresor y porque el espacio público es considerado un espacio fuera de control (Carrión, 2009). Sin duda que la violencia urbana reduce sus bases esenciales: el tiempo, el espacio y la ciudadanía y también, por la falta de respuesta positiva, las instituciones y las políticas se desacreditan. Esto es, el urbicidio tiene en la violencia una fuente de existencia importante, porque —simultáneamente— construye el olvido y destruye la memoria.

20 Si se mide por la tasa de homicidios se tiene que en 1980 era de 12 por cien mil habitantes, cosa que para 2006 subió a 25,3

(Klisberg, 2008).

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c. Uno de los impactos más significativos provienen de la economía y el emplazamiento de la lógica de la ciudad neoliberal. • La modificación y el desplazamiento de las condiciones generales y estructurales de la acumulación producen, por ejemplo, la crisis irreversible de la ciudad de Detroit.21 El cambio global del modelo de producción de una ciudad inicialmente nacida y desarrollada alrededor de la industria automotriz —cuando este poderoso sector de la economía se amparaba en una forma de producción concentrada en un espacio específico— cae en una profunda depresión debido a la descomposición y a relocalización del conjunto de los procesos de producción a nivel planetario, con lo cual la urbe queda por fuera de los nuevos circuitos económicos, tal cual se describe en el siguiente gráfico:

Estructura productiva de General Motors

Fuente: Celata F. (2007)

21 La población se ha reducido a la mitad en los últimos 50 años, el desempleo es el triple del año 2000, el 47 % de las propiedades no

pagan los impuestos municipales, existe una deuda municipal cercana a los 19.000 millones de dólares, entre otros indicadores.

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• Por otro lado y desde una perspectiva microeconómica e intraurbana, también se producen procesos de urbicidio, gracias a los siguientes elementos: i. Al crecimiento del peso que tiene el capital de promoción inmobiliario dentro de la economía urbana; ii. A la presencia de los grandes proyectos urbanos (GPU) venidos de la crisis de la planificación urbana y de la demanda del sector inmobiliario; y iii. A la transformación de la ciudad segregada por la ciudad fragmentada —propia de la “ciudad insular” (Duhau)—, que genera una constelación de espacios discontinuos constituidos con “lugares de excepción” o “zonas francas” donde el urbanismo de productos —que responde a los negocios privados— se instala para colonizar el espacio y expulsar a la población de bajos ingresos bajo la lógica de la gentrificación. • Estos lugares de excepción se nutren del urbanismo a la carta que genera una normativa pública afín a las reivindicaciones del sector inmobiliario que se formalizan en los eufemismos de los planes parciales, de las fórmulas de desregulación del mercado del suelo e inmobiliario o de los incentivos tributarios. Finalmente se expresan en cambios de los usos del suelo, en la modificación de las densidades, de las alturas de las edificaciones, así como en la exención impositiva y la generación de créditos subsidiados, formando un verdadero enclave que rompe con la lógica del espacio público, de la prestación homogénea de los servicios y de la expulsión de la población de bajos ingresos; fortaleciendo la segregación urbana, erosionando el capital social y debilitando el gobierno de la ciudad. d. No se puede desconocer la lógica de la innovación que reina mundialmente y que proviene de la revolución científico-tecnológica en el campo de las comunicaciones. Es, obviamente, contraria a la conservación y a la memoria, porque a la par viene con la tesis de que el éxito depende de la velocidad del cambio; por eso todo termina por volverse obsoleto en plazos muy cortos y hace que lo viejo ceda a lo nuevo. e. Finalmente un elemento que debe ser considerado como urbicidio tiene que ver con el cambio climático y las secuelas urbanas que está produciendo. La vulnerabilidad del planeta ha crecido y lo ha hecho de manera desigual en términos sociales y territoriales. Los casos de los terremotos y tsunamis en Chile y Haití; de los ciclones en Centro América y Filipinas; las inundaciones en China y Nueva Orleans y las sequías en Australia están produciendo efectos devastadores en las ciudades y en las poblaciones que las habitan. En definitiva, el urbicidio hace referencia, por un lado, a las prácticas destinadas a la producción del olvido; cuestión que en la actualidad se enmarca en el llamado choque de civilizaciones. Se trata de procesos y no de hechos puntuales, que se inscriben en contextos muchos más amplios. Se busca destruir la memoria histórica de la ciudadanía que opera como mecanismo de cohesión social y de identidad colectiva (civitas) para someter a esos pueblos a las lógicas de sociedades supuestamente más desarrolladas.

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Pero también, por otro lado, el urbicidio vinculado principalmente a la economía urbana conduce a la erosión de la institucionalidad y del autogobierno (polis) mediante las privatizaciones o la corrupción, así como el deterioro de la base material de una ciudad (urbs), en aras de un supuesto desarrollo urbano inscrito en la lógica de la ciudad neoliberal.

2. (In)Conclusiones No se trata de presentar conclusiones en este trabajo, porque es un tema abierto y en proceso de construcción. Sin embargo, si se debe señalar que el patrimonio como el urbicidio son construcciones sociales y por lo tanto históricas. Esta primera constatación conduce a la afirmación de que el patrimonio se revela en esta coyuntura como una definición polisémica y como un concepto que supera al fetichismo patrimonial, que lo caracterizó desde su inicio y que lo condujo al vaciamiento de la sociedad. La lógica del monumento sin historia o del patrimonio sin sociedad es una realidad que no puede seguir siendo aceptada y que debe ser superada. No es posible que a la memoria —que es un espacio de confrontación— la vaciemos de historia (¿el fin de la historia que algunos pregonaban?) cuando lo que hay que hacer es todo lo contrario: sumarle todos los tiempos, incluso el sentido de futuro a la manera de un objeto del deseo y distribuirla equilibradamente en la sociedad. Para ello es imprescindible construir un proyecto colectivo del patrimonio, con los sujetos patrimoniales más significativos y desarrollar visiones integrales y multidisciplinares, que vayan más allá de los cónclaves y de las tecnocracias tradicionales. La ciudad es el lugar que mayor cantidad de población concentra en el mundo, es el espacio con la más alta densidad de patrimonio del planeta y también es el territorio donde se expresa su mayor diversidad medida por el valor de uso (patrimonio), valor de historia (patrimonio histórico) y valor de cambio (patrimonio económico); por eso la producción social del urbicidio conduce a la pérdida de la memoria y a la producción de olvido del conjunto de la humanidad. Además, como el patrimonio es la esencia de la cohesión social y de las identidades múltiples que adornan a la ciudadanía universal, no podemos seguir siendo indolentes ante estos delitos atroces de lesa humanidad que están ocurriendo alrededor del mundo. El patrimonio es un asunto de ciudad de notable importancia y las centralidades urbanas (que todas son históricas) es el espacio de la urbe con mayor carga de patrimonio histórico; motivo por el cual es imprescindible desarrollar políticas urbanas. Pero como el urbicidio se nos presenta desde varias matrices (guerra, economía), es ineludible construir ciudades para la paz, economías urbanas sólidas y bien distribuidas, políticas culturales que respeten la diversidad, políticas que incorporen la tecnología de punta y políticas ambientales que contengan el cambio climático global, entre otras. El urbicidio aparece para dar cuenta de la necesidad de reivindicar el derecho a la ciudad y de producir un urbanismo ciudadano, porque la democratización del patrimonio es una forma de democratizar la ciudad. Más aún si se tiene en cuenta que se está produciendo urbanización sin

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ciudad, que hay procesos urbanos que niegan la ciudad y que el espacio público termina siendo guarida antes que interacción. Por eso no se puede dejar de plantear la disyuntiva respecto del patrimonio: ¿es de la humanidad o del mercado? Y tampoco dejar de afirmar que el antídoto al urbicidio es el derecho a la ciudad, porque la ciudad y sus partes son patrimoniales.

Bibliografía Bourdieu, Pierre (1999): La miseria del Mundo, Ed. Akal, Madrid Carrión, Fernando (2010): El laberinto de las centralidades históricas en América Latina, Ed. Ministerio de Cultura, Quito. Celata, F. (2007) Choay, Francoise (2007): Alegoría del Patrimonio, Ed. Gustavo Gili, Barcelona. Del Pino, Inés (2013): “Impactos del turismo en sectores patrimoniales”, ponencia presentada en: La intervención urbana en centros tradicionales con enfoque social, Bogotá. Marx, Carlos (2000): El Capital, Ed. Fondo de Cultura Económica, Ciudad de México. Klisberg, Bernardo (2008): “¿Cómo enfrentar la seguridad ciudadana en América Latina?, en: Revista Nueva Sociedad No 215, Ed. Fundación Ebert, Buenos Aires. Robertson, Roland (1992): Globalization: social theory and global culture, E. Sage. Londres. Tomas Kuhn (1971), La estructura de las revoluciones científicas, Ed. Fonde Cultura Económica, México. Rojas, Eduardo (2004): Volver al Centro: la recuperación de la áreas centrales. Ed. Bid, Washington

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a noción de patrimonio se ha institucionalizado en América Latina, como en Europa, al punto que resulta difícil pensar en términos de políticas culturales fuera de ello. La razón es hasta cierto punto lógica: la mayoría de los recursos públicos destinados a la cultura pasan por los institutos de patrimonio, los cuales están directa o indirectamente relacionados con el conjunto de instituciones especializadas en la intervención urbanística. Al mismo tiempo, el patrimonio ha pasado a ser parte importante de los “actos de glorificación” del Estado. El objetivo de esta ponencia es discutir, en términos conceptuales y empíricos, la relación entre ámbitos aparentemente neutros, ubicados fuera de toda conflictividad, como la memoria y el patrimonio con la economía o de manera más precisa con la economía política. Si bien el referente empírico de este trabajo es local, nos interesaría inscribirlo dentro de una perspectiva conceptual más amplia. El patrimonio ha estado relacionado con acciones de salvaguarda y conservación de espacios construidos con “valor histórico”, intervención en áreas deterioradas, renovación de espacios públicos y cambios en los usos del suelo. La ampliación reciente de la esfera de lo patrimonial hacia “lo intangible”, ha obedecido a la misma lógica conservacionista. Aunque estas acciones se presentan como parte de campos especializados como los de la arquitectura, el urbanismo o la museografía, permanentemente se ven atravesadas por una economía política, esto es con la problemática generada por la renovación urbana, la especulación inmobiliaria, la sectorización y la diferenciación de espacios, la gentrificación y la expulsión de poblaciones. Pero, además, habría que tomar en cuenta aspectos relacionados con lo que Rancière llama partición de lo sensible: la repartición de espacios, de tiempos y formas de actividad, así como con la determinación de quienes definen y participan de ese reparto. No solo se ha incrementado la renta del suelo en las llamadas zonas históricas, contribuyendo a modificar sus usos, sino que esto ha llevado a rediseñar las formas de relacionamiento social, modificando el modo como los espacios y sus pobladores son percibidos, clasificados y ocasionalmente intervenidos. Al mismo tiempo, la especulación inmobiliaria y los cambios en los usos del suelo han marcado, en casos como Guayaquil, Medellín, Lima, Santiago y otras ciudades latinoamericanas, muchas de las acciones relacionadas con el desplazamiento de grupos humanos. En lo que se refiere a la memoria, las políticas del patrimonio han activado un determinado tipo de narrativas, dejando de lado otras memorias posibles. La memoria ha dejado de ser un medio para interpelar el pasado y demandar al presente para pasar a convertirse en un recurso retórico. Expresiones materiales de ese tipo de memoria son la multiplicación de monumentos, fachadas, espacios públicos vaciados de vida. En la medida en que a la memoria y al patrimonio se los vincula con la cultura, concebida en términos estéticos, de buen gusto y alta cultura; se deja de lado su ligazón (no siempre evidente) con los cambios que se han dado en los últimos años, tanto en términos de manejo de poblaciones como efecto del desarrollo de la policía, la biopolítica y el biopoder. Existe una relación (no necesariamente evidente), entre las transformaciones que se están produciendo en la cotidianidad, debido a la generalización de la economía del consumo y las formas como nos relacionamos con

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el entorno social, natural y construido. Al mismo tiempo, el patrimonio, al igual que la ampliación del consumo o el espectáculo, no son asumidos de manera pasiva por la población, como trataremos de plantear en la parte final de este artículo. Walter Benjamin (2005) mostraba como en el París del siglo XIX el despliegue del mundo de las mercancías había sumergido al conjunto de pobladores en un sueño onírico. Ese sueño inaugural se hacía manifiesto en los pasajes y las exposiciones universales. La humanidad estaba pasando a ser parte de un sueño del que era necesario despertar. Todo esto lo pensaba en el contexto de derrota de los movimientos progresistas, el ascenso del fascismo, el exterminio de poblaciones y la guerra, así como del desarrollo de la cultura de masas. Actualmente asistiríamos a otros peligros, iguales o posiblemente mayores, relacionados con el nuevo reparto del mundo, la destrucción del planeta y el retroceso de la política. El sueño en el que nos hallamos sumergidos, y del que debemos despertar, sigue siendo en el fondo el mismo: el provocado por la cultura de los escaparates, la ideología del progreso y el desarrollo, solo que para cuando escribía Benjamin (2005), no se trataba de un fenómeno generalizado, o por lo menos no se había generalizado aún a espacios periféricos de Asia, África, América Latina. Solamente, desde hace unas pocas décadas, países como Ecuador o Perú comenzaron a vivir en toda su extensión y crudeza los cambios generados por la profundización de la sociedad de mercado. Solo que no nos damos cuenta. Esos cambios están modificando la forma como nos relacionamos con el pasado, pero también nuestras formas de percepción y recepción de ese pasado. A lo que se asiste es a una ideologización del pasado, a su conversión en monumento o en mercancía y a una ruptura con sus aspectos más significativos, esto es lo que el mismo Benjamin (2005) llamaba la tradición. A una nostalgia de pasado, pero vaciado de contenidos (Lowenthal 1985).

Patrimonio y espacio público

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unque el patrimonio es un fenómeno contemporáneo, que acompaña al proceso de urbanización generalizado, al desarrollo del turismo y la especulación inmobiliaria, no se define únicamente con relación al presente. En primer lugar, porque tiene que ver con un conjunto de elementos provenientes del pasado a los que se considera dignos de ser realzados, protegidos y conservados en oposición a otros asumidos como poco nobles o poco estéticos y, en segundo lugar, porque acciones parecidas (aunque no necesariamente iguales) se dieron hace tiempo, bajo figuras como las del ornato y el embellecimiento urbano (Kingman, 2006). Existe una relación entre el discurso de la ciudad letrada, constituido a lo largo de la Colonia y el siglo XIX, y las transformaciones urbanas más recientes. La figura del archivo y del cronista, como los lugares desde donde se genera el mito de origen, antecede a las políticas del patrimonio y en parte las justifica. Hacia 1934, con motivo de la celebración de los cuatrocientos

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años de la fundación española de Quito, se instituyó el discurso del hispanismo. De acuerdo con Guillermo Bustos, hasta ese momento las celebraciones cívicas se habían centrado en los mitos de la Independencia. “La construcción de la memoria pública de la fundación de Quito se vio atrapada por los significados que la perspectiva del hispanismo logró imponer. Este proceso contó con el concurso fundamental de los historiadores pertenecientes la Academia Nacional de Historia y un público que adoptó esta visión. Al actuar en la esfera pública, estos intelectuales se convirtieron en agentes activos y autorizados de la memoria histórica y en guardianes simbólicos de lo que se consideró un pasado plausible” (Bustos, 2007: 130).

Si pensamos desde el presente, el hispanismo constituyó una forma de purificación de la “violencia fundadora” (Ricoeur, 2003:112), con la que los ciudadanos legítimos se vieron, de uno u otro modo, comprometidos. En medio de la naciente modernidad lo que se buscaba era encontrar puntos de engarce con el pasado; pero ese pasado no era otro que el de la “ciudad letrada”. Nos referimos a la búsqueda de lo ibérico y de las huellas de Europa en América, así como a una suerte de nostalgia por los vínculos patriarcales y patrimoniales concebidos de manera mitificada, como formas armónicas de relación entre las clases y entre los individuos. El hispanismo constituyó uno de los operadores simbólicos más importantes en la formación de identidades urbanas en los Andes. Buena parte de las acciones relacionadas con el patrimonio y con el discurso identitario de la quiteñidad, se fundamentaron, hasta hace no mucho, en la idea de la ciudad supuestamente armónica del pasado. Aun cuando temporalmente se ha producido una separación con respecto a las vertientes más conservadoras de la tradición, al momento de intervenir en las zonas céntricas se sigue esgrimiendo la imagen de la ciudad tradicional a la que se debe volver o a la que se debe rescatar. Algo semejante ha pasado en el caso de Guayaquil con el imaginario de la ciudad patricia, desarrollado desde hace más de un siglo, en oposición a la ciudad plebeya. Este imaginario tomó nuevas formas en el escenario de la renovación urbana y de la seguridad, y en medio de las nuevas disputas simbólicas por la hegemonía entre el poder central y el poder local, pero el eje de esas disputas siguió siendo la oposición binaria entre patricios y plebeyos, leída ya sea en clave oligárquica o en clave populista. La historia de Guayaquil ha sido concebida por las élites locales más tradicionales como un proyecto liberal autónomo, anticentralista y evolutivo, marcado por la idea del progreso, en un ‘continuum’ que va desde las gestas de la independencia de la ciudad hasta los alcaldes Febres Cordero y Nebot, pasando por las revoluciones liberales. Se trata de un imaginario cívico, fuertemente masculinizado y autoritario organizado alrededor de la figura heroica y emprendedora de sus patriarcas (a la que se suma, de manera subordinada, la figura de las mujeres benefactoras). En esa perspectiva, la historia cumple una función pedagógica, incorpora las masas urbanas a su proyecto. Olmedo, por ejemplo es el gran tribuno de la libertad y del republicanismo guayaquileño: “y el cual, en la dimensión social de su pensamiento, es imprescindible mantenerlo vivo, actuando y actuante en la escena histórica de ayer y hoy. ¿Por qué? No solo porque su decisión es de

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constante compromiso con Guayaquil, la patria y el país, sino también porque su pensamiento es permanencia y energía vital que contribuyó a construir y cristalizar el Guayaquil anticolonial, autonómico y republicano. Por eso aún está vivo y actuante. Todavía hay en él la explicación y la orientación de cómo, solidariamente, se puede hacer un ¡Guayaquil por la patria!”1

Buena parte de los mitos fundacionales se generaron en la modernidad temprana, cuando se redefinieron las naciones bajo formas poscoloniales. En el caso del hispanismo, este se desarrolló en oposición al indigenismo y fue concebido como retomo a una cultura política de base conservadora; en Guayaquil, en cambio, los referentes identitarios estuvieron directamente relacionados con las figuras de los próceres, la masculinidad y con el clima de prosperidad generado por la dinámica económica de la época cacaotera. Si en Quito los hitos fueron las edificaciones religiosas y estatales, capaces de mostrar la centralidad de la nación, en Guayaquil los hitos han sido el Municipio, la Gobernación, el Club de la Unión, la Junta de Beneficencia, el Malecón 2000 y la Rotonda, la arquitectura bancaria, como expresión de una dinámica local en la que lo público estaría imbricado con los requerimientos privados (Muratorio, 1994). En términos conceptuales esto nos remite a otros juegos relacionales, más complejos, entre economía, cultura y política, y a los desplazamientos que se producen en su interior. Algunos estudios sobre Quito, ponen en cuestión las llamadas políticas de rescate de los espacios públicos y de readecuación del comercio popular desarrolladas por anteriores administraciones municipales. De acuerdo con uno de estos estudios, el principal beneficiario de esas políticas fue el turismo. “Está muy claro que el turismo era el pilar fundamental que sostenía el proceso de renovación urbana de la ciudad y que toda la inversión municipal para la reubicación de los comerciantes era parte del proceso de creación de la imagen de una ciudad espectacular que pueda ser visitada y admirada. (…) El patrimonio fue concebido en términos espaciales antes que sociales y estuvo orientado a la creación de espacios controlados y “civilizados”, en donde la rentabilidad del mercado turístico e inmobiliario ha sido el interés “no explícito”, pero fundamental en la formulación de las políticas que se implementaron” (Granja, 2010:109).

Pero, además, la “recuperación de los espacios públicos” ha contribuido a la producción de un nuevo tipo de fetichismo urbano (Gorelik, 2008). Por un lado, era posible retomar la idea decimonónica de ciudad como espacio ordenado, en donde pudieran darse otro tipo de relacionamientos entre las clases, por otro, la ciudad se abría como un escaparate al mundo de las mercancías. La patrimonialización se desarrolla por avanzadas sucesivas, conquistando espacios y modificando sus usos. En medio de ese proceso se reinventa la memoria de una plaza, un barrio, una calle; se ubican las casas en las que habitaron los próceres o los poetas (y se olvida los nombres de los artesanos y gente común, como en el caso de la calle La Ronda en Quito o La Candelaria en Bogotá).2 Si queremos entender las relaciones prácticas y discursivas entre ámbitos aparentemente

1 Wellington Paredes, “El pensamiento político y social de Olmedo” en Vigencia y Permanencia de Olmedo, José Antonio Gómez y

Wellington Paredes (editores) Guayaquil: Club de la Unión; Archivo Histórico del Guayas, Fundación Malecón 2000. 2 Sobre la calle La Ronda, ver el estudio de Lucía Durán (2014). “La Ronda: olvidar el barrio, recordar la calle”. Quito: FLACSO

Sede Ecuador.

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no relacionados como el patrimonio, el turismo y las acciones de limpieza social, deberíamos desarrollar nuevos marcos conceptuales que vayan más allá de lo establecido. Existe una tensión entre el imaginario de lo público y los requerimientos de rehabilitación, inversión y desplazamiento de poblaciones. Se ha hablado mucho sobre el Malecón de Guayaquil como un espacio vigilado, pero no lo suficiente acerca de la colonización de la memoria a partir de ese espacio. Cuando se hace un recorrido turístico en las lanchitas que parten del malecón, la información que se recibe por parte de los guías es la diseñada por el Municipio y las empresas que manejan buena parte del patrimonio por delegación del Municipio, esto es de una ciudad cuyos gestores históricos son la empresa privada y la acción desinteresada de los patricios guayaquileños. Más no es el único ejemplo. El caso de la plaza de San Francisco, en Quito —sobre el que poco se dice, en la medida en que forma parte de un tipo de “intervenciones cultas”—, no es menos significativo. San Francisco, cuya área fue desde antes de la Colonia un importante centro de intercambio material y simbólico de los pueblos de la región de Quito, ha sido objeto en los últimos años de un proceso embozado de limpieza social, así como de extirpación cultural. Ese proceso incluye aspectos como los siguientes: a) La salida de los puestos de venta de imágenes y objetos relacionados con la religiosidad popular del atrio de la iglesia. b) El confinamiento de las vendedoras de imaginería religiosa en los antiguos baños de San Francisco, rompiendo, de ese modo, con un rico espacio relacional que incluía imagineras, yerbateras, devotos. c) La transformación paulatina de la iglesia y el convento en un museo y en un espacio turístico antes que de oración. d) La conversión de la plaza en un espacio vigilado y la eliminación por separación de las llamadas lacras sociales. e) Los cambios en los usos del suelo, que van desde la construcción de un hotel de cinco estrellas, un museo y centro de alta cultura hasta la eliminación paulatina de las antiguas abacerías o bodegas coloniales, puestos artesanales y de ventas de imágenes, comedores y basares populares o, su conversión en muestrarios para el turismo. f) La redefinición de los usos de la plaza como espacio de relacionamiento público. g) Los avances escalonados de la patrimonialización desde esta plaza hacía las zonas adyacentes, como la plaza de Santa Clara, el mercado de San Roque, el Penal, la calle Rocafuerte. La intervención patrimonial en lugares significativos no solo provoca la expulsión de los antiguos habitantes y usuarios, sino procesos de fragmentación y pérdida de la memoria social. Lo que llamamos memoria de la ciudad se convierte en una colección de imágenes, y de espacios vaciados de cualquier relación con la memoria de la gente. Las políticas de patrimonio, tal como se han dado, han promovido una relación conmemorativa con el pasado mediante la “puesta en valor” de hitos o referentes de una supuesta “historia en común”, dejando de lado otras memorias para-

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lelas. Se trata de una instrumentalización de la memoria en función de la identidad de la nación o de la ciudad, ya que incluso cuando pretende incluir la diversidad lo hace neutralizando sus contenidos, invalidando su sentido más político.3

¿Memorias múltiples o institucionalización de la memoria?

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n Nostalgia de la Luz, Patricio Guzmán pone en juego distintas memorias: no solo integra su memoria personal con la memoria social de Chile, sino la memoria arqueológica de los transhumantes, la memoria del siglo XIX, la memoria de los desaparecidos por la dictadura con la memoria de la formación del universo. De acuerdo con el mismo Guzmán, buena parte de lo que llamamos nuestro presente es pasado, o está condicionado por el pasado. “El calcio de las estrellas es el mismo de los huesos”. Se entiende que toda narrativa histórica debe plantearse como un ejercicio abierto a distintas miradas, pero todas se encuentran de uno u otro modo conectadas. El papel del cineasta como del historiador es encontrar (y en parte imaginar) estas conexiones. En la medida en que la memoria se construye de manera fragmentaria no podemos hablar de la misma sin referirnos a su carácter plural, al mismo tiempo que diverso y contradictorio. La memoria puede servir, en este sentido de matriz a la historia, pero además puede dar paso a una ontología que va más allá de lo humano, incluyendo los objetos, el planeta, los astros. Sin embargo, la tendencia dominante desde las instituciones (incluidas las instituciones del saber), es la construcción de memorias únicas, hegemónicas, asumidas desde criterios de autenticidad y veracidad, aparentemente neutros, o desde una teleología, lo mismo de derecha que de izquierda, orientada por la idea del progreso. Sabemos que la memoria se genera con respecto al pasado y que ese pasado constituye nuestro “horizonte de experiencia”, pero la forma como nos relacionamos con él depende tanto del presente como de nuestro “horizonte de espera” (Koselleck, 1993). En medio de este juego de relaciones se potencia la conciencia histórica, o por el contrario se ve empobrecida. Se parte del supuesto de que es posible y necesario alcanzar una identidad local, fundamentada en unos orígenes. La historia de la ciudad es pensada como el resultado de aproximaciones sucesivas al conocimiento de un pasado que la antecede y predefine. Se trata, por lo general, de un acercamiento pedagógico y de la afirmación de un consenso ciudadano, promovido por la publicidad, cerrado a la discusión y al análisis, pero sobre todo se trata de una acción muda en la que las edificaciones, centros de convenciones, malls, espectáculos, son, junto al despliegue de las mercancías, los nuevos actores. Uno de los efectos de las políticas de la memoria es justamente generar la ilusión de comunidad, ahí donde, por el contrario, se

3 Ejemplos de ello son la incorporación de la identidad montubia a la guayaquileñidad, así como la memoria de los barrios, oficios

y personajes populares, impulsadas por algunas municipalidades, como forma superficial de incorporar la memoria de los otros, desactivando sus contenidos políticos.

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ha marcado la separación entre lo que Milton Santos (1994) llama áreas luminosas (ordenadas y controladas) y zonas opacas (precarias, peligrosas). Los lugares de la memoria, concebidos a partir de Pierre Nora (2008) como maneras de significar los espacios, son transformados en “espacios conmemorativos” desprovistos de interés, cuyos únicos referentes son los institucionales, sin que se tomen en cuenta las huellas o marcas hechas por la población que los usa, habita y transforma. Por lo general, el Estado y los gobiernos locales, cuando no la empresa privada, han redefinido el significado de los lugares a partir de la “puesta en valor” de una plaza, una edificación, o la construcción de un monumento (Sirveira: 2005). En otros casos, las acciones patrimoniales desarrolladas desde una vertiente populista, han reemplazado celebraciones y rituales populares e indígenas como el Inti Raymi con representaciones folklóricas en donde las comunidades han pasado a convertirse en espectadoras. De este modo, las maneras de ser y hacer cotidianas han sido sustituidas por su caricatura. Se trata de una “ilusa ciudadana”, que toma forma, sobre todo en los espacios públicos, capaz de incorporar, en un solo movimiento, la diversidad y la banalidad. Hace relativamente poco tiempo, pasamos en América Latina por un nuevo ciclo celebratorio: el de los bicentenarios de las independencias. Como en todo momento celebratorio se produjo una activación de la memoria. ¿Pero de qué tipo de memoria se trataba? La mayoría de los actos de cara al público estuvieron dirigidos a construir memorias protagónicas. Los protagonistas fueron, en unos casos los héroes, en otros las masas y en otros las ciudades. Lo que estaba en juego era la reinvención de imaginarios nacionales, de espaldas a los procesos reales de desnacionalización de la economía y la política. A la obsesión patrimonialista se ha sumado la obsesión conmemorativa, de la que hablaba Pierre Nora (2008). Hay quienes defienden esas acciones como formas de construir comunidad de sentido en el contexto de un mundo globalizado, ¿pero no se lo hace de espaldas a las formas cotidianas como la gente construye y ha construido sentidos? Se trata de una dinámica que se inscribe en los procesos de institucionalización de la memoria impulsados por los estados, independientemente de las formas que tomen: conservadoras, liberales o “revolucionarias”. Estas acciones se orientan a la producción de una ideología nacional, dominada por la idea del progreso, dentro de la cual la reinvención de identidades juega un papel importante. Lo que unifica a los distintos proyectos es la falta de interés por entender los procesos en su complejidad, así como la ausencia de respuestas frente a los problemas de inequidad y ausencia de democracia. Es tan fuerte esta tendencia que las propias disputas por la memoria social terminan formando parte de proyectos hegemónicos, sin importar si son de izquierda o de derecha. En la medida en que la vida social va siendo desarticulada, la memoria pasa a convertirse en un ejercicio vacío, o en un recurso para la construcción de hegemonía. Ricoeur se pregunta si la perennización del pasado generada mediante el ritual no hace de las conmemoraciones el acto más extremadamente desesperado para contrarrestar el olvido (Ricoeur, 2003: 67). Solo que muchas veces el olvido pasa, justamente, por acciones conmemorativas. En realidad todo acto conmemorativo se levanta sobre un campo de fuerzas en donde

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es mucho más lo que se olvida que lo que se actualiza mediante el trabajo de la memoria. Lo que ha caracterizado a las instituciones no ha sido tanto la memoria como el olvido. La memoria institucional conjuga la construcción de monumentos con el olvido. Todos somos convocados a grandes actos celebratorios, pero además, todos somos llamados a olvidar. A formar parte de la gran maquinaria del olvido. El espacio patrimonial es revalorizado por las conmemoraciones, asumido como lugar de glorificación del pasado, y como espacio de alta cultura; percibido como algo único e irrepetible y por tanto sagrado. Los monumentos contribuyen a acentuar el sentimiento de continuidad, de refundación y de retorno a los verdaderos orígenes (“volver a tener patria”). Al mismo tiempo, el patrimonio está organizado como escaparate, espectáculo, fachada y, por tanto, sujeto a un proceso de banalización, desgaste interno, conversión en ruina. A todo esto hay que añadir otras disputas más terrenas, relacionadas con la renovación urbana, la seguridad, la construcción de parques temáticos. En el espacio universitario, el cine y el arte contemporáneo se han dado, por lo contrario, algunos cuestionamientos del campo semántico y de producción de significados que dan coherencia y respetabilidad a los actos celebratorios, el archivo, el museo. Lo que está en discusión no es tanto la mayor o menor veracidad de la información relacionada con las celebraciones, como el sentido mismo de cualquier celebración, concebida como reafirmación de los momentos inaugurales de una nación o de una ciudad; esto es el tipo de relación nuestra como seres presentes, con un pasado. Parafraseando a Nietzsche (en la lectura de Vattimo; 2002), se podría decir que lo que está en cuestión es la forma misma como nos relacionamos con el pasado. Si hablamos de historia, esta tiene sentido en términos de deconstrucción o de genealogía. La memoria, por otra parte, no nos muestra nada por sí sola, si se activa y adquiere fuerza y significado es en relación a la historia, pero un tipo de historia “a contra pelo” o intempestiva. Lo que busca la perspectiva patrimonialista, es la neutralización de cualquier ingrediente libertario, su institucionalización, en nombre de ideales abstractos, aparentemente neutros, como la democracia, el progreso, la revolución. El trabajo genealógico se orienta, por el contrario, a la búsqueda del punto de partida de lo que somos, esto es de nuestra modernidad o de nuestra civilidad, como momentos donde surge y se desarrolla el poder o donde se naturaliza nuestra condición histórica. No busca la invención de monumentos, sino mostrar la falta de fundamento de todo proyecto monumental. Tampoco intenta acumular imágenes sobre el pasado, a manera de inventario, sino introducir la multiplicad de las imágenes ahí donde predomina la unicidad (Nietzche, 2008).4 La genealogía, como oposición a la metahistoria, no está interesada en la búsqueda de los orígenes, o en la sustitución de unos orígenes por otros (ya no lo hispano, sino lo libertario; ya no lo libertario, sino lo auténticamente nuestro) como parte de un círculo en donde se escamotea lo principal; esto es el entendimiento de la dinámica histórica como un campo de fuerzas en el

4 “Nietzche, la Genealogía y la Historia” en Microfísica del Poder, Ediciones La Piqueta, Madrid, 1980, pp. 7-29

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que hay vencedores y vencidos, espacios incluyentes y excluyentes, memorias hegemónicas y memorias emergentes, y en donde todo esto que aparentemente solo se relaciona con el pasado forma parte de nuestro presente. La memoria tiene una relación directa con la forma como se resignifica el presente. La historia patria, tal como fue concebida en el siglo XIX y la primera mitad del XX, hizo de la memoria un uso retórico, mientras que lo que caracteriza a sus usos actuales es su ausencia de contenidos. Una historia critica buscaría, por el contrario, hacer de la memoria un recurso para mostrar las fisuras del pasado, reflexionar sobre el presente y tomar posiciones hacia el futuro dentro de un campo de fuerzas.

Las otras memorias posibles

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ajo qué condiciones se podría desarrollar otro tipo de relación con la memoria? Para trabajar sobre la memoria se requiere de archivos, fondos documentales, formación de colecciones, grupos de investigación. Para activar ese proceso, el

Estado debe garantizar recursos que sean manejados de manera autónoma por las universidades y centros de reflexión. Igualmente los historiadores, antropólogos, artistas, cineastas han incorporado la memoria como una de las matrices de su trabajo, contribuyendo a la formación de una escena pública en la que ésta se convierta en uno de los ejes de los debates sobre temas como la salvaguarda y protección de archivos, las políticas de la verdad relacionadas con la violencia de Estado y el patrimonio. Frente a la memoria instrumental, es necesario dar paso a otras memorias capaces de generar un sentido crítico. ¿Pero es realmente, posible desarrollar políticas que operen en ese sentido? En principio, toda política de la memoria tiende a ser unilateral en la medida en que parte de un diseño institucional en el que no participan todos los involucrados. En la búsqueda de nuevos referentes, la UNESCO introdujo la distinción entre patrimonio tangible e intangible, incluyendo en este último la memoria social. Se trata, en ese sentido, de una apuesta progresista orientada a incorporar nuevos elementos al patrimonio, rompiendo con la hegemonía de lo monumental: no solo lo popular y la cultura popular, sino lo intangible pasaba a ser parte del patrimonio. El modelo de la UNESCO ha servido de base a la innovación de las políticas patrimoniales en todo el mundo. Sin embargo, la lógica que continúa operando es la misma que inauguró el coleccionismo en el siglo XIX: la del inventario y la formación de un acervo. En términos estéticos, se puede hablar de una ampliación de la idea de monumento, incluyendo la diversidad, mientras que desde la acción política del Estado hay un intento por conjugar los objetivos del desarrollo (o del desarrollismo, ya que se trata de una política) con la reinvención de una tradición nacional-popular acorde con esos objetivos. Del mismo modo, como todos los recursos van a ser incorporados al desarrollo nacional, las manifestaciones culturales

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de los pueblos y nacionalidades que integran una nación pasan a ser inventariadas como parte del patrimonio. Aunque nadie puede poner en duda la necesidad de políticas públicas capaces de garantizar la intervención del Estado, creando condiciones para la protección de archivos, edificaciones, sitios arqueológicos e históricos, apoyando la investigación histórica, arqueológica y antropológica, así como las iniciativas de las comunidades en relación a sus recursos culturales, el problema es saber si en medio de ese proceso se produce o no una neutralización de contenidos, antes que a una revitalización de las culturas en su riqueza y diversidad. En oposición a lo que se piensa, la tendencia a incluir todo dentro del patrimonio, lejos de ser un indicador de revitalización cultural, constituye un problema. En primer lugar por su carácter indiscriminado, ya que lo mismo se puede declarar patrimonio a un ballet folklórico que cosifica los rituales populares, o a un luchador social como monseñor Leonidas Proaño. En segundo lugar, y esto es lo realmente importante, porque la patrimonialización tiende a deshistorizar los procesos y las propuestas sociales, monumentalizándolos o, en otros casos, convirtiéndolos en piezas de museo o en espectáculo. La memoria, la religiosidad y la cultura popular, pasan a ser, de ese modo, parte del archivo, con todo lo que esto supone en términos de registro y clasificación dentro de un orden jerárquico preestablecido. Con esto, los bienes y recursos culturales son descontextualizados mientras que la memoria pierde, en la mayoría de los casos, su potencial crítico y desestabilizador. Si bien se trata de la legitimación de otras memorias, se lo hace como parte de un proceso de incorporación de la diversidad a la centralidad. No desde lo múltiple, sino desde lo único. El coleccionismo del siglo XIX estaba dirigido a alimentar los museos y colecciones europeas, incluyendo la producción cultural de los países coloniales y poscoloniales como folklore, mientras que lo que se persigue actualmente se inscribe dentro del multiculturalismo, como una de las formas globalizadas de incorporación y administración de las culturas. Es cierto que para países como los nuestros, en los que buena parte de la cultura material de los pueblos ha sido devastada, tienen gran interés las medidas de protección y puesta a valor generadas desde los estados, sin embargo en la mayoría de los casos las acciones son poco respetuosas, limitadas y más bien discursivas. El inventario, por otra parte, no es algo nuevo. Responde a una nostalgia imperialista frente a lo que se va perdiendo con el avance “inevitable” del progreso. La antropología cultural se propuso, en la primera mitad del siglo XX, hacer un mapeo de la diversidad cultural del mundo: la función de los etnólogos era realizar un registro de las culturas “tal como realmente existen”. José María Arguedas asistió hace medio siglo al XXXVII Congreso de Americanistas e intervino en las discusiones sobre la llamada Antropología de Urgencia, que era una derivación de la propia Antropología Cultural.

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“Se denominó Antropología de Urgencia el estudio que debía hacerse de los grupos étnicos que, a causa de la penetración de la cultura llamada occidental, están sometidos a un proceso de cambio tan violento que existe el riesgo de que desaparezcan (...). Se consideró urgente que la etnología dejara una imagen lo más completa posible de estos pueblos, del conjunto de sus creaciones, de sus normas de vida, de sus concepciones del mundo, etc., a fin de que quedara ese testimonio para la ciencia y para las artes en el inmenso fichero de la variedad de la cultura humana” (Arguedas, 2004: 549).

La posición de Arguedas es interesante, no solo para el contexto en la que fue producida, sino para el debate contemporáneo, ya que a diferencia de los antropólogos de los países centrales, lo que él concibe como Antropología de Urgencia no tiene que ver tanto con el registro de lo que inevitablemente va a desaparecer con el avance de la cultura occidental (una suerte de fatalidad cínica), sino con proteger el potencial de culturas que considera vivas y de las que él mismo se siente parte: “Hice notar cómo, en los casos de Perú y Bolivia, la llamada Antropología de Urgencia no podía tener un objetivo limitado al registro. Se trata de pueblos con varias decenas de ejercicio de la inteligencia y la habilidad física ilimitada del ser humano, que en los casi cinco siglos de dominación política y económica no habían sido avasallados, ninguno de los métodos empleados para reducirlos a la condición de simples instrumentos tuvo éxito y se mantuvieron durante el coloniaje más rigurosos, como un pueblo creador (...). Puse a consideración de los colegas que una cultura superviviente a pesar de varios siglos de vasallaje absoluto de sus portadores bien podría ofrecer valores y elementos que siguieran influyendo y acaso convendría que persistieran, por lo mismo que la cultura de los grupos dominantes tenía, sin duda, rasgos y características feas y crueles” (Arguedas, 2004: 524).

Se trataba y se trata de una propuesta de actualización de las culturas de esos pueblos, no como folklore o como diferencia, sino como posibilidad abierta a nuestro propio futuro como naciones. Lejos de apuntar a la ideología del progreso, la apuesta de Arguedas estaba orientada a activar en el presente los valores y las apuestas de culturas supuestamente superadas o en proceso de superación. En un momento en el que la idea de progreso, nuevamente activada en el contexto del capitalismo tardío, nos lleva a un callejón sin salida, de destrucción de la naturaleza, el planeta y el propio género humano, la utopía del retorno a formas de vida y sociabilidad más armónicas toma un nuevo sentido. En la misma perspectiva, los trabajos relacionados con la memoria están signados por la urgencia, no solo porque buena parte de los archivos, fondos audiovisuales, bienes culturales que ahora existen están en peligro de desaparecer, sino porque es necesario retomar la memoria como uno de los recursos que nos permitan redefinir nuestro presente en términos de pluralidad. En oposición al proyecto hegemónico del progreso, dentro del cual la historia ocupa un lugar importante, necesitamos dar paso a un nuevo tipo de reflexión, capaz de poner en cuestión los mitos fundacionales, construyendo un proyecto alternativo al consumismo, la práctica de destrucción de la naturaleza y el llamado desarrollo.

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Patrimonio y administración de poblaciones

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o que buscamos es pensar el patrimonio desde sus puntos de quiebre o de fuga, despojándolo del sitial que le han atribuido los expertos. El propio título del encuentro donde fue presentado esta ponencia, “Habitar el patrimonio”, buscaba introducir una diferenciación con respecto a nociones con fuerte sentido excluyente como las de “recuperación del centro” o “volver al centro”: como si esos espacios hubiesen estado vacíos o fuesen tierras de nadie. Pero, ¿qué significa “habitar el patrimonio”?, ¿quiénes han de habitarlo y bajo qué condiciones? La primera imagen que se nos viene es la del centro de la ciudad como espacio hospitalario o que ofrece hospitalidad, como un lugar donde se reúne y circula la gente, lo siente como suyo, participa de sus problemas, forma parte de un vecindario, en oposición a la idea del centro como un espacio purificado, no habitado, pulcramente vacío, parque temático, ámbito de museos, hoteles, embajadas o, en otros casos, espacio que deben ser inventariados, intervenidos y “rescatados”. Algunos lugares emblemáticos del centro de Bogotá, Lima o Guayaquil se asemejan a muestrarios o lugares de exhibición, ordenados y uniformes, en contraste con el desorden del conjunto de la ciudad.

Espacio patrimonializado en Cartagena de Indias. Imagen tomada del artículo “Alerta por construcciones en Cartagena” en www.euniversal.com.co, 7 de noviembre de 2011.

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Los primeros atisbos en el rediseño de las ciudades, se dieron en los Andes hacia la primera mitad del siglo XX, conforme iban cambiando los pobladores de las áreas centrales y se incrementaban los trajines populares. Al cambiar el tipo de habitantes en los centros históricos, las antiguas casonas pasaron a percibirse como espacios ruinosos. En las dos últimas décadas, a la noción de ruina se ha sumado la de peligrosidad, esto es de lugares difíciles, por los que no se puede transitar y en los que es necesario intervenir. El patrimonio ha sido concebido, en este sentido, como regreso a un pasado ordenado. Como posibilidad de actualizar un pasado aparentemente idílico en donde lo nuevo, en el sentido de confort y seguridad, se conjuga con “lo más auténtico”, con los orígenes o con la tradición. Solo que la tradición a la que se hace mención nunca existió, a no ser como parte de un ideal aristocrático al que se sumaron las clases medias. Si algún orden había en las ciudades del pasado, era el que se derivaba del peso de la hacienda en la vida cotidiana. Pero ese peso tenía sus propios contrapesos. En realidad se trataba de ciudades estamentales y jerárquicas, pero que al mismo tiempo estaban cruzadas por una dinámica social vinculada a los oficios y el comercio callejero, en la que participaban tanto gente de la ciudad como del campo. Todo esto daba un brillo particular a las urbes y conducía a un relativo desdibujamiento de las fronteras étnicas que se expresaban, sobre todo, en las calles y en las plazas como espacios de intercambio material y simbólico. De alguna manera, Bolívar Echeverría (1994) había reflexionado sobre esto para el siglo XVII, incorporando una entrada filosófica a los avances realizados por los historiadores mexicanos, pero hablaba de un encuentro civilizatorio (como mestizaje, o como forma de constituir una Europa americana) entre el mundo blanco mestizo y el mundo indígena. A nosotros nos da la impresión de que, por lo menos para el siglo XIX (y aún antes, para la segunda mitad del XVIII), el proyecto barroco había sido abandonado por las élites, asumiendo, por el contrario, los dispositivos de distinción y separación social signados por el ornato. Sin embargo, durante largo tiempo, elementos del barroco siguieron reproduciéndose, en particular en relación a la fiesta y la religiosidad, bajo la forma de barroco popular; esto es como un sistema de pliegues, yuxtaposiciones, incorporaciones y puntos de fuga que atravesaban en mayor o menor medida el cuerpo social (Kingman, 2006). Todo esto tuvo además como base una economía popular, ligada sobre todo a los abastos, que hacía de umbral entre la ciudad y el campo. No estamos hablando de espacios idílicos, sino paralelos en el contexto de desarrollo de la modernidad temprana. En términos históricos, la modernidad de la primera mitad del siglo XX fue, ante todo, un fenómeno urbano relacionado con el crecimiento y expansión de las ciudades, dinamización de la vida económica y social, y cambios en la vida cotidiana. Esto no significó necesariamente la construcción de instituciones modernas o de un sujeto moderno, ya que se trataba de sociedades fuertemente corporativas y patrimoniales, pero sí la incorporación de parte de la población a una dinámica provocada por el intercambio. Es cierto que la urbanización no terminó con la servidumbre, pero amplió los lazos clientelares y de dependencia mutua más allá de los círculos restringidos de la dominación doméstica. Al mismo tiempo, dio lugar a nuevos sectores sociales ligados al mercado, los servicios, la construcción y algunas actividades productivas. La

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ampliación de los flujos, la diversificación del mercado y del consumo, la movilidad social y de poblaciones, generó nuevos juegos de relaciones en los que participaron activamente mestizos e indígenas. Aun cuando las ideas de orden, de ornato e higiene, buscaban marcar separaciones dentro de la vida social, diferenciando, entre otras cosas, los espacios, en el mundo de los mercados, los oficios y los trajines callejeros, pero también de la religiosidad y de los festejos populares, eso no se efectivizó necesariamente. Estos espacios a los que hacemos referencia no estuvieron exentos de violencia, pero funcionaron como circuitos paralelos en los que se dio cabida tanto al comercio como al consumo popular. Al mismo tiempo, los sectores medios desarrollaron sus propias disputas por el reconocimiento (Goetschel, 2007). A pesar de ser ciudades estamentales, estamos hablando de momentos de relacionamiento y de accionar propios, que permitieron distintos lenguajes, aunque bajo condiciones de subalternidad. Es este tipo de tradición la que nos interesa reconstruir, porque nos devuelve una imagen dinámica de la ciudad, en la que entran en oposición (en términos de Rancière, 2006) la política con la policía. Ahora bien, desde hace relativamente poco tiempo, los habitantes de áreas globalmente periféricas como las de los Andes, vivimos un proceso distinto, de cambios culturales profundos, provocados por una modernización tardía, despiadada e hiriente. Estos cambios se generaron a partir de la segunda mitad del siglo XX, pero solo tomaron fuerza en las dos últimas décadas. No se relacionan tanto con la búsqueda de respuesta a los problemas centrales de nuestro desarrollo en términos de equidad y democracia, como con una incorporación acelerada al consumo global y a los efectos de la especulación financiera, el neoextractivismo, la economía paralela del narcotráfico. Esto se mide tanto en términos económicos y sociales como simbólicos. Quien haga un recorrido por ciudades como Medellín, Quito, La Paz podrá formarse imágenes de distintos momentos de esa dinámica. Este proceso se ha acelerado en el último lustro y ha tomado la forma de urbanización generalizada, colocando en condiciones críticas lo que quedaba de formas productivas anteriores, particularmente artesanales y campesinas, colonizando la vida cotidiana y desplazando otras formas de vida. En medio de todo esto se producen cambios en nuestra constitución como sujetos, así como en la forma como nos relacionamos con el entorno. Todo hace pensar que hasta el momento no hemos caído en cuenta de la dimensión de estos cambios aunque se han generado una serie de protestas relacionadas, sobre todo, con los daños ecológicos. Por un lado hemos pasado a un momento de desarrollo de la competencia y de lucha por la competencia. A diferencia de la antigua sociedad estamental, en donde el peso muerto de la estructura hacendaria sobre la vida cotidiana y las mentalidades era notorio hasta hace apenas tres o cuatro décadas, hoy la existencia social parece estar marcada por el consumo y el cálculo. Aparentemente, la vida de la gente ya no está predeterminada socialmente, ya que todos tienen la posibilidad de alcanzar el éxito en base al esfuerzo y al mérito. En realidad se ha instaurado una nueva escala de valores basada en el beneficio, que funciona tanto dentro de la esfera pública como privada,

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que coloca bajo otras condiciones el problema de desigualdad y la inequidad, sin superarlos. Es evidente que si bien se ha ampliado la masa de competidores, no todos están en capacidad de competir en condiciones de igualdad e inclusive de intentar competir. A las fronteras étnicas se han sumado otro tipo de fronteras mucho más modernas, las que se generan desde una ciudadanía diferenciada, dentro de lo que García Canclini (2012), desde una perspectiva distinta a la nuestra, llama “consumidores ciudadanos”. A diferencia de lo que sucedía en el pasado, donde los gustos estaban diferenciados de acuerdo a estamentos, ahora existe una tendencia a su nivelación a la escala del mercado. No es que se eliminen las manifestaciones propias de las culturas subalternas, pero se ven colonizadas por lo que constituye la cultura dominante, esto es la cultura de la producción de masas y el consumo masivo. En realidad asistimos a un nuevo corte-aguas, esta vez entre distintos tipos de ciudadanos y entre ciudadanos y no ciudadanos, al punto que hay una inmensa capa de población excedente. Una población que no está en condiciones de ser incorporada a la dinámica del progreso en situación de igualdad y cuyas formas de vida, sistema de valores, creencias han perdido significado en el mercado de bienes simbólicos. No interesan o interesan muy poco. Estamos pensando, por ejemplo, en la población indígena que llega a las ciudades, o las poblaciones campesinas desplazadas por la violencia o por el hambre. Una parte de esa población proviene de las regiones más pobres o más conflictivas de América Latina e incluso de África y Asía. El uso de la violencia cotidiana contra esas poblaciones por parte de la policía, bandas delincuenciales o guardias privados, se encuentra naturalizado. Todo esto coloca sobre un nuevo plano las relaciones que se establecen con el pasado. En la medida en que la mirada social está puesta en el progreso, el pasado no importa. El pasado no es algo que se interroga, sino algo que se ha superado o va a ser superado, o algo que se nos ofrece como en un altar de hechos simbólicos, gestados por nuestros padres para que sirvan de asidero a la construcción, tantas veces postergada, de la nación. El pasado se olvida o se plasma en una memoria gloriosa, en realidad vaciada de contenidos, superficial y banal. Toma la forma de imágenes publicitarias que sirven de fundamento a las nuevas utopías desarrollistas. A diferencia de lo que sucedía hasta una época reciente, esto no se relaciona con las fundaciones, sino con las gestas libertarias. Ahora bien, la memoria no es solo algo que se recuerda del pasado, a lo que es posible volver, reconstruyendo sus escenarios. De uno u otro modo nos vemos atravesados por la memoria colectiva, incluso cuando nos negamos a reconocerlo. Hay una memoria corporal, pero también una memoria de las edificaciones, de las plazas y calles, de los espacios interiores relacionados con la vida cotidiana. La memoria de nuestra infancia se desarrolla necesariamente en lugares, al igual que los sueños, pero también la memoria de un barrio o de una ciudad tiene que ver con determinados hitos, colores, sabores. La plaza de San Francisco, en la ciudad de Quito, por ejemplo, conserva los olores de las abacerías, su atrio el de los inciensos. Incluso cuando las plazas se vacían, mantienen las huellas de la gente que cruzó por ellas o se reunió en ellas. Se trata de supervivencias que continúan actuando sobre el presente. Al borrar sus elementos

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sensibles se borra buena parte de su historia. Eso sucedió, por ejemplo, cuando hace casi una década una ordenanza municipal ordenó sacar los letreros pintados por artistas populares a la puerta de las zapaterías, sastrerías, peluquerías. Ya no podemos volver sobre ellos, es como si nunca hubieran existido. Las políticas de patrimonio, cuando son mal llevadas, tienden a borrar la memoria de la gente, pero también las huellas de la gente en los objetos, en las edificaciones. Eso fue lo que condujo a que hacía los años 1960-1970 se destruyera buena parte de la arquitectura que no obedecía a los cánones de lo monumental en las ciudades latinoamericanas. Esto es, igualmente, lo que conduce a que se deje de lado toda la imaginería popular, no se la proteja ni incentive, como ha venido planteando Blanca Muratorio.

Conclusiones

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n este estudio hemos intentado ubicar la problemática del patrimonio dentro de un contexto político y social más amplio del acostumbrado. El patrimonio se define en términos estéticos, como una forma de partición de lo sensible, como diferenciación entre los que hacen un buen uso del patrimonio y por ende están legitimados para habitarlo, intervenirlo, modificar sus significados y los que no, como es el caso de la población migrante, particularmente indígena, relacionada con los antiguos mercados populares, invisibilizada por las políticas de patrimonio. Pero por otro lado, el patrimonio no es ajeno a un proyecto, aparentemente distinto, de incorporación de la población a que podríamos llamar modernidad, esto es a un tipo de habitus, gustos, comportamientos, concebidos como urbanos o como ciudadanos. Se trata de una pedagogía diseñada desde arriba, que acompaña al proceso de regeneración urbana y que utiliza al patrimonio como soporte, orientada tanto a la reglamentación como a la uniformización. Se trata, si se quiere, de generar un consenso ciudadano, concebido en términos abstractos a partir de determinados valores, pero del que son excluidos, en la práctica, los ciudadanos de segunda y los no ciudadanos. Este proyecto de ordenamiento social y espacial, no elimina las grandes separaciones históricas, pero las coloca en un nuevo plano: el del espectáculo, el control y la seguridad. Todo esto corresponde a lo que Rancière (2006) llama la policía, como algo distinto a la política. Por el contrario, si concebimos el patrimonio como un campo de fuerzas y no como algo estático, predefinido solo desde el poder, podemos apreciar momentos en los que la propia gente afectada por la renovación se apropia de su discurso para defender sus derechos, ser visibilizada o reconocida, o para demandar que se reconozcan sus puntos de vistas o su producción cultural en condiciones de igualdad. Un ejemplo reciente, en el caso de Quito, ha sido la oposición de los pobladores del barrio La Chilena a ser desplazados para que sus casas se conviertan en embajadas, o la toma de concien-

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cia de muchas comunidades indígenas en los Andes a la conversión de sus lugares sagrados en centros turísticos. En todos estos casos la noción de patrimonio ha sido utilizada en un sentido distinto al oficial. Los estudios de Francisca Márquez sobre Santiago de Chile igualmente muestran estos nuevos usos. Por otro lado, el patrimonio ha sido un recurso en los “combates por la memoria”, desarrollados por víctimas de la violencia o familiares de desaparecidos, particularmente en el cono sur, como muestran los trabajos de Elizabeth Jelin. Esto puede ser, además, percibido como memoria viva en la vida cotidiana. Es la presencia de la población migrante la que da un colorido especial a los centros históricos, como puede observar cualquiera que camine por el centro de Lima o de la Paz o por la Carrera Séptima de Bogotá. El patrimonio se ha convertido en un medio importante para la construcción de un pasado emblemático, en la medida en que nos remite a los orígenes, “lo más auténtico” o lo que da fundamento. Al mismo tiempo esos significados han perdido fuerza y sentido, se han convertido en banales y superfluos, han pasado a formar parte de la inmensa producción de imágenes que caracteriza a la sociedad contemporánea, (Dèbord, 2011). Si pensamos en el caso de los Andes, se trata de un fenómeno reciente, de no más de dos décadas que ha tomado fuerza en estos últimos años. El motor del mismo no es, en sentido estricto, el patrimonio sino la incorporación creciente a la globalización, la generalización del consumo, el turismo y los escaparates como fenómenos globales. La memoria patrimonial ha pasado, en este contexto, a cumplir una función instrumental, celebratoria y retórica. En oposición a este tipo de perspectiva, se trata de desarrollar un tipo de reflexión estrechamente relacionado con las necesidades de la gente, capaz de devolver a la investigación su sentido crítico y contribuir a la definición de esta problemática en términos políticos. La historia, como la antropología, debe pasar a constituirse en un ejercicio laico (en la óptica de Said, 2012) al margen de cualquier compromiso con el poder. Una de las funciones de la historia, concebida como genealogía, es la desacralización de los orígenes. Como acercamiento de las cosas a nuestro tiempo, como conversión del pasado en algo vivo, rescatándolo de su condición de monumento, como practica de desnaturalización y recontextualización de la memoria. La crítica al patrimonialismo no significa perder de vista las luchas de la propia población porque se reconozca su santuario o su barrio como patrimonio. Muchos lugares patrimoniales (plazas, edificaciones, hitos naturales), pueden adquirir nuevos significados como resultado de la acción social, independientemente de los usos que les haya asignado el Estado. Lo que hace la población, en estos casos, es dotar de contenidos y dinámicas vivas a lo institucionalizado. El patrimonio y la memoria social constituyen campos de fuerzas, y el papel del investigador es contribuir a la clarificación y al debate, desde una posición autónoma, incorporando en sus narraciones la polifonía (Clifford, 1988: 66).

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MARCAS TERRITORIALES, PATRIMONIO Y MEMORIA ¿CONSERVAR O TRANSMITIR? Elizabeth Jelin CIS / CONICET – IDES Buenos Aires, Argentina

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Introducción

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ste trabajo se propone analizar los procesos sociales de memoria involucrados en establecer y mantener marcas territoriales ligadas al pasado social. Parte de tomar los espacios físicos y los lugares públicos como punto de entrada para analizar las luchas por las memorias y los sentidos sociales del pasado, concentrando la atención sobre las formas de conmemorar en el espacio los acontecimientos y procesos ligados a la violencia y la represión estatal del pasado. El tema se vincula con la preocupación por el patrimonio ya que todo proceso de patrimonialización implica mirar al pasado, otorgándole valor y sentido en tiempos posteriores. Tiene también una dimensión de futuro, ya que quienes emprenden tales proyectos lo hacen con la expectativa de que, a través de las marcas y de los rituales que las acompañan, se transmitan mensajes y sentidos a las generaciones futuras Luego de presentar un marco analítico general para comprender el tema, el trabajo se concentra en algunos casos específicos de procesos de construcción de símbolos territorializados, para preguntarse sobre la lógica de los actores que los promueven y los efectos o impactos en el futuro.

Las marcas territoriales como nexo entre el pasado y el presente De manera análoga a las fechas de conmemoración o a los registros y archivos (Jelin, 2002a, Jelin 2002b, Da Silva Catela y Jelin 2002), los procesos de marcación pública de espacios territoriales han sido escenarios donde se han desplegado, a lo largo de la historia, las más diversas demandas y conflictos. Las luchas por establecer monumentos, museos, memoriales y placas recordatorias se despliegan abiertamente en el escenario político mundial. Se trata de gestos y afirmaciones, una materialidad con significado político, público y colectivo. Son también intentos de reafirmar sentimientos de pertenencia colectiva y una identidad enraizada en una historia de fracturas y conflictos. Su sentido político es triple: primero, porque su instalación es siempre el resultado de luchas y conflictos políticos; segundo, porque el sentido que se instala conlleva siempre múltiples silencios sobre otros acontecimientos y otras interpretaciones políticas del pasado; tercero, porque su existencia es un recordatorio de un pasado político conflictivo, que puede disparar nuevas olas de conflictos sobre el sentido del pasado en cada generación o período histórico (Jelin y Langland 2003). Para que se concreten estas iniciativas promovidas por individuos y grupos, deben convertirse en colectivas y públicas. Deben también involucrar decisiones y recursos gubernamentales. Una vez establecidas, los lugares pueden funcionar como medios de la transmisión intergeneracional de continuidades y rupturas históricas, aunque esta transmisión y sus significados no pueden estar asegurados de antemano.

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Sitios, lugares, espacios, marcas, son las palabras en juego. Lo que intentamos comprender son los procesos sociales y políticos a través de los cuales los actores del presente (o sus antecesores) inscribieron los sentidos en esos espacios –o sea, los procesos que llevan a que un “espacio” se convierta en un “lugar” marcado, y también la multiplicidad de sentidos que diversos actores otorgan después a esos lugares. Construir monumentos, marcar espacios, respetar y conservar ruinas, son procesos que desarrollan en el tiempo, que implican luchas sociales, y que producen (o fracasan en producir) esta semantización de los espacios materiales. Implican también luchas acerca de los criterios estéticos para lo que se va a construir o preservar. La representación del horror no es lineal y sencilla. ¿Cómo representar en el espacio los huecos, lo que ya no está? ¿Cómo representar a los/as desaparecidos/as? Si hablar y decir es difícil, los emprendimientos que intentan marcar el espacio físico parecen ser al mismo tiempo más fáciles y más difíciles. Más fáciles porque en muchos casos hay rastros, ruinas y restos; hay una materialidad que, para muchos, “puede hablar por sí misma”. Más difíciles porque al no tratarse de marcas personales y grupales o con sentido privado e íntimo sino a espacios físicos públicos, requieren el reconocimiento del Estado y la autoridad legítima. El otorgamiento y la transformación de sentidos nunca son automáticos o productos del azar, sino de la agencia y la voluntad humana. Implican siempre la presencia de emprendedores de memoria, de sujetos activos en un escenario político del presente, que en su accionar lo ligan con el pasado (rendir homenaje a víctimas) y el futuro (transmitir mensajes a las “nuevas generaciones”). Sin embargo, aun cuando los promotores y emprendedores traten por todos sus medios de imponerlos, los sentidos nunca están cristalizados o inscriptos en la piedra del monumento o en el texto grabado en la placa. Como “vehículo de memoria”, la marca territorial no es más que un soporte, lleno de ambigüedades, para el trabajo subjetivo y para la acción colectiva, política y simbólica, de actores específicos en escenarios y coyunturas dadas. No todos son iguales o equivalentes. Están los espacios físicos en los cuales ocurrieron los acontecimientos y prácticas represivas del pasado reciente –campos de detención, lugares donde ocurrieron matanzas, edificios donde actores socio-políticos del pasado fueron reprimidos. Estos espacios se convierten en escenarios de luchas entre quienes intentan transformar su uso y, de esa manera (o para), borrar las marcas identificatorias que revelan el pasado, y otros actores sociales que promueven iniciativas para establecer inscripciones o marcas que los conviertan en “vehículos” de memorias, en lugares cargados de sentidos. Villa Grimaldi transformada en el Parque de la Paz en Santiago (Lazzara 2003) es un claro caso de este tipo de iniciativa. También lo son las iniciativas que se desarrollan en Buenos Aires por recuperar el predio de la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada), donde funcionó el conocido centro clandestino de detención durante la dictadura militar, y la política estatal oficial de marcar de manera pautada y uniforme los sitios de detención clandestina, caso que presentaremos más abajo. Están también las iniciativas que buscan honrar y conmemorar los eventos y actores del pasado a través de establecer monumentos, dar nombre a calles y plazas, construir memoriales y museos, no necesariamente en los lugares físicos en los que ocurrieron los eventos aludidos. Por supuesto, a menudo hay oposición a ambos tipos de iniciativas, con intentos de borrar los vestigios materiales y simbólicos del pasado, como si al cambiar la forma y función de un lugar la memoria de lo que allí ocurrió también será borrada (Achugar 2003).

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Hay casos en que un grupo (o grupos) logró marcar un espacio con un cierto conjunto de significaciones que han perdurado en el tiempo; en otros, el grupo humano puede perder la batalla por la marca, sea por las contra-marcas de otros grupos o por el rechazo de la legitimidad de la demanda por parte del Estado. Este lenguaje de “éxito” y “fracaso” pone énfasis en la intencionalidad de los esfuerzos por marcar espacios con memoria. Sin embargo, sabemos que dada la historicidad de estos procesos, lo que puede ser vivido como “éxito” o “fracaso” en un momento puede cambiar con posterioridad, dependiendo de las interpretaciones que las generaciones futuras darán a lo que se está conmemorando, al sentido que adquiere el lugar para otros proyectos, incluyendo la posibilidad de indiferencia u olvido. En efecto, tanto los acontecimientos y actores que se propone rememorar como los lugares específicos están inscriptos en un devenir históricotemporal, y su significado depende de los contextos políticos y sociales.1 Aunque quienes proponen la marca puedan tener un mensaje claro y unívoco de lo que quieren transmitir, normalmente hay múltiples voces, áreas de conflicto y ambigüedades: los/as sobrevivientes y protagonistas de los conflictos del pasado, las víctimas de la represión, los organismos de derechos humanos, artistas y profesionales de la documentación y conservación, nuevas generaciones que tratan de encontrar raíces de sus proyectos y proclamas actuales en el pasado, grupos sociales y políticos que intentan “usar” el pasado como parte de sus planes, deseos y utopías para el futuro.2 Además, con el paso del tiempo habrá nuevas interpretaciones, con lo cual surgirán cambios en las narrativas, y nuevos conflictos sobre sentidos y significados.3 Puede no tratarse de intentos de construir algo nuevo, sino de agregar nuevas prácticas a los rituales de un lugar, prácticas que agregan una nueva capa de sentido a un lugar, ya cargado de historia, de memorias, de significados públicos y de sentimientos privados. Puede no haber un proyecto de rememoración explícitamente formulado, sino un devenir de la acción humana que incorpora nuevos rituales y nuevos significados al ya cargado “lugar”. La Plaza de Mayo, en Buenos Aires, es un ejemplo emblemático de esta superposición de sentidos. A lo largo de toda su historia, la Plaza ha sido el espacio físico y simbólico donde se escenifica la relación entre las autoridades nacionales y las fuerzas populares. La historia política del país puede leerse desde el embaldosado de sus senderos y el verde de sus canteros. Coexisten en la plaza capas y niveles de historia y de sentidos del pasado, como significante que fue acumulando una pluralidad de sentidos (Sigal 2006).

1 Los periódicos de todo el mundo reportan permanentemente movimientos y demandas de cambios en los “monumentos

nacionales” existentes, debido a los cambios en la interpretación del pasado y a la incorporación de nuevos actores con voz en la esfera pública. Para dar solamente algunos ejemplos recientes, hay demandas en Estados Unidos por eliminar las estatuas de los militares vencedores de sus guerras con México que resultaron en la incorporación de un vasto territorio (y su población), y hay demandas de eliminar las estatuas al General Roca (vencedor de las campañas en contra de los pueblos originarios de la zona) en el sur de Argentina. Sturken (1997) analiza los conflictos ligados al Memorial de Vietnam en Washington, que llevaron a la construcción de estatuas adicionales en respuesta a demandas específicas de categorías sociales que no se sintieron representadas en el Memorial original. La destrucción de estatuas de héroes del pasado acompaña siempre los procesos de cambios de régimen político, como ocurrió en los países de Europa Central y del Este después de la caída de los regímenes comunistas. 2 El caso de las demandas de recuperación del sitio donde había funcionado la Unión Nacional de Estudiantes en Río de Janeiro,

incendiado el día del golpe militar de 1964, como emblema del resurgimiento del movimiento estudiantil a partir de los años ochenta es analizado en Langland (2013). 3 Koonz analiza el debate continuo sobre los memoriales de campos de concentración en Alemania y Europa del Este,

mostrando cómo las luchas se intensifican, más que acallarse, a medida que pasa el tiempo y se dan cambios políticos en la región (Koonz 1994).

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A su vez, el debate estético es parte constitutiva de los proyectos de marcas, monumentos y memoriales. ¿Existe una estética más “apropiada” que otras para representar el horror? ¿Quiénes serán los que van a decidir las maneras de hacerlo? Está en juego el debate entre lo representacional y lo performativo (van Alphen 1997) y las expectativas acerca de la participación de la sociedad en ese espacio público (Young 2000). Si bien el monumentalismo realista de los héroes nacionales ha ido dejando su lugar a formas de representación más diversas, el tema de la “literalidad” está muy presente en este campo, y a menudo hay luchas por el poder “estético” entre emprendedores de los proyectos (por lo general, víctimas, sobrevivientes y actores del movimiento de derechos humanos), los expertos (curadores, artistas, museólogos, etc.) y la acción gubernamental. Los mensajes y objetivos de este proceso pueden ser muy claros y explícitos, anclados en una estética figurativa, realista, descriptiva o literal. Alternativamente, pueden estar formulados de manera más ambigua, dejando abierta desde el proyecto mismo la inevitable subjetividad de la interpretación de quien “recibirá” el mensaje o visitará el lugar.4 Siempre, inevitablemente, el paso del tiempo, la presencia de nuevos sujetos y la redefinición de escenarios y marcos interpretativos traerán nuevos sentidos –a veces inclusive contrarios a los originarios. Otras veces, la indiferencia será el destino de esa marca, a veces tan laboriosamente conseguida. Sin embargo, aun cuando el monumento “realista” intenta cristalizar en la piedra y en la inscripción el sentido que sus constructores le quieren dar, naturalizando la narrativa que intentan transmitir, está claro que esta ilusión no se mantiene en el tiempo, ya que la subjetividad de quien se encuentra con esas piedras le dará sus propias interpretaciones y sentidos. La cuestión estética de esta época es, entonces, cómo incorporar en el diseño de la marca territorial esa misma posibilidad de reinvenciones de sentido y la ambigüedad que invita al trabajo activo de la memoria y la sensibilidad de quien se acerca a ella (Young 2000, Huffschmid 2012, Hite 2013). Una vez que un lugar se convierte en convocante, el juego de memorias sobre memorias se torna central. La Plaza de Mayo recuerda la represión que ocurrió en distintos lugares del país (y quizás para muchos se ha tornado un lugar de memoria “ejemplar” y universal), pero también es memoria de la propia Plaza de Mayo –tanto de las violencias que ocurrieron allí como de la sucesión de protestas y marchas en las que cada uno de quienes se juntan allí participó - o que se transmiten de los “viejos” a los “nuevos” partícipes de la comunidad que se gesta en la propia acción. A su vez, las prácticas establecidas en un lugar se pueden transportar a otros espacios, inclusive a otros países o ciudades. Hay marchas de madres en muchas plazas en ciudades y pueblos de Argentina, y también en muchas ciudades del mundo. Hay procesos

4 La territorialidad puede no ser un “lugar” físico específico, sino un espacio virtual como el que se analiza más abajo, pero también

un trayecto, un itinerario, una manera de enunciar y denunciar en una práctica que se desarrolla en un territorio de memoria (Da Silva Catela 2001), o un flujo de agua (Schindel 2012). Por ejemplo, de origen religioso y ligada al papel protagónico que en el proceso histórico ha tenido el Obispo de Neuquén, la marcha que recorre y marca lugares recuperando la peregrinación y las “paradas” de las prácticas populares católicas –más que cada lugar en sí mismo—se convierte en la manifestación, siempre renovada, de una doble memoria ritualizada en Neuquén: la de los acontecimientos que se quieren recordar, y la de la marcha y el recorrido mismo, con su carga de práctica anclada y de acción colectiva recreadora de comunidad y de identidad colectiva (Mombello 2003).

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de generalización (metafóricos, diría Huyssen) y de “emblematización” de sentidos ligados a pasados dolorosos y represivos que se comunican y equiparan en el mundo entero. Las marcas territoriales son, por su propia naturaleza, locales y localizadas. Están en un espacio delimitado y específico. Sin embargo, sus sentidos son de distinta escala y alcance, tanto en lo que hace a lo/as emprendedoreas que lo proponen y luchan como para lo/as “otro/as” – coetáneos o de generaciones y tiempos posteriores. Así, el monumento Tortura Nunca Mais en Recife tenía incorporada una vocación universal, rechazando la tortura en todas sus formas y todos los lugares, desde su propia concepción y diseño (Brito 2003).5 En otros casos, lo que comienza siendo algo muy local, que afecta e involucra a grupos específicos en espacios comunales, cobra sentido para otros muy lejanos, a través de complejos procesos de identificación y de reconocimiento. En esto, sin duda, tienen un papel importante los medios de comunicación, la ficción cinematográfica, el turismo cultural y otra multiplicidad de canales que permiten identificaciones, acercamientos y rechazos virtuales. Los y las protagonistas de la memoria, entonces, se amplían.

Espacios para la memoria I. Berlín

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arto del memorial en Berlín, que recuerda a las víctimas homosexuales del exterminio nazi. El memorial consiste en un cubo ligeramente inclinado (¿desestabilizante?) de unos cuatro metros de altura, ubicado en el Tiergarten, al otro lado de la calle del monumental Memorial a las víctimas judías. Hay un tercer memorial, también en el parque, en recordación de las víctimas roma-sinti.

Memorial de Berlín.

5 El memorial de Hiroshima ¿es un homenaje a los residentes de la ciudad que fueron víctimas de la bomba atómica? ¿O es un

memorial con un sentido universal de “nunca más” o de exhortación a la paz? (Yoneyama 1999). Igualmente, Huyssen sostiene que el Holocausto se ha convertido en un “tropos universal” (Huyssen 2000).

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En la actualidad es un lugar de conmemoración de diversos eventos, especialmente ligados con la homosexualidad:

Cintas conmemorativas de los verdes berlineses y víctimas lesbianas del nacionalsocialismo.

Este memorial tiene una ventana por donde se puede mirar hacia adentro, y lo que se ve allí es un video. En los últimos meses, el video es un sinfín de una colección de besos.

Imágenes de la proyección de video al interior del cubo.

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¿Por qué elijo este memorial para hablar sobre el sentido de los espacios de memoria en la sociedad? Son varios los motivos. El primero tiene que ver con el enorme impacto emocional que me provocó la visita. Sencillo, pocas palabras, mucho mensaje. Hay un par de motivos adicionales, importantes cada uno de ellos, que generan preguntas abiertas a la reflexión, al diálogo y también a la controversia.

Placa del Memorial.

La placa que acompaña al Memorial da cuenta de su sentido: En la Alemania Nazi la homosexualidad fue perseguida en una magnitud desconocida hasta entonces en la historia. En 1935, el Nacional-Socialismo promulgó una orden por la cual la homosexualidad masculina se convirtió en un crimen; las normas que definían la conducta homosexual, regidas por la ordenanza 175 del Código Penal, fueron expandidas de manera significativa y hechas más estrictas. Un beso se tornó motivo suficiente para ser perseguido. Hubo más de 50 000 condenas. El castigo era la cárcel; en algunos casos, los condenados eran castrados. Miles de hombres fueron enviados a campos de concentración por ser gay; muchos de ellos murieron allí. Murieron de hambre, enfermedad y abuso, o fueron víctimas de asesinatos planificados. Los Nacional-Socialistas destruyeron las comunidades de hombres y mujeres gay. La homosexualidad femenina no fue perseguida, excepto en la anexada Austria. Los Nacional-Socialistas no la concibieron tan amenazante como la homosexualidad masculina. Sin embargo, las lesbianas que se opusieron al régimen fueron reprimidas con encono. Bajo el régimen Nazi, los hombres y mujeres gay vivían con miedo y bajo una constante presión que los llevaba a ocultar su sexualidad. Durante muchos años, las víctimas homosexuales del Nacional-Socialismo no fueron incorporadas a las conmemoraciones públicas –ni en la República Federal ni en la República

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Democrática Alemana. Tanto en el Este como en el Oeste la homosexualidad continuó siendo perseguida durante muchos años. En la República Federal, la sección 175 siguió vigente sin cambios hasta 1969. Debido a su historia, Alemania tiene una responsabilidad especial para oponerse activamente a la violación de los derechos humanos de los hombres gay y de las mujeres lesbianas. En muchas partes del mundo, se sigue persiguiendo a la gente por su sexualidad, el amor homosexual continúa siendo ilegal y un beso puede ser peligroso. Con este memorial la República Federal Alemana intenta honrar a las víctimas de la persecución y el asesinato, mantener viva la memoria de esta injusticia, y crear un símbolo duradero de la oposición al odio, la intolerancia y la exclusión de hombres gay y mujeres lesbianas.

El memorial se inauguró en 2008, casi setenta años después de los acontecimientos. Un par de meses después de su inauguración -en agosto de 2008 y nuevamente en diciembre de 2008- el vidrio que cubría la ventana apareció roto. La información periodística señaló que alguien tiró piedras y rompió ese vidrio, y hubo actos de desagravio en los que participaron autoridades oficiales, abiertamente homosexuales. Quedaba claro desde el comienzo la oposición de quienes siguen pensando que la homosexualidad es una desviación. Pero la cuestión es más compleja. Inicialmente, el beso era entre dos hombres, jóvenes, blancos, rubios. Inmediatamente surgieron voces de protesta. Los grupos de mujeres lesbianas reclamaban igualdad, visibilidad y reconocimiento de su opción sexual. La respuesta estatal fue la decisión de que cada dos años el video iba a ser reemplazado por otro, alternándose el beso de hombres y el beso de mujeres. El primer cambio iba a ocurrir en mayo de 2010. Inmediatamente se alzaron voces en contra, especialmente entre “expertos” sobre el nazismo y la Shoah: en tanto las mujeres lesbianas no fueron un objetivo explícito de la política Nazi, incluirlas en pie de igualdad con los hombres gays es una distorsión de la historia. El video del beso entre dos hombres blancos y jóvenes se mantuvo hasta abril de 2013, cuando fue reemplazado por otro en el que hay besos entre hombres mayores y jóvenes, entre mujeres jóvenes y mayores, más rubios/as y más morenas/os. Hay varios ejes de conflicto y controversia implícitos en este memorial. ¿Se trata de debates históricos sobre el pasado o de cuestiones que aluden a marginalidades, discriminaciones y prejuicios de hoy? No resulta imaginable un memorial de este tipo construido a pocos años del final de la guerra y la caída del nazismo. Porque, como dice el texto de la placa, la persecución de la homosexualidad no terminó con el nazismo sino que siguió mucho tiempo más, y sigue todavía. Las persecuciones del pasado se inscriben en memorias más largas, que anteceden al acontecimiento memorializado y se extienden hacia el presente y el futuro. Y hay momentos y coyunturas en que diversos grupos sociales luchan por presentar en la esfera pública lo que ha estado silenciado y oculto. En este caso, si se quiere, hay un “uso” del pasado que permite revelar conflictos y controversias duraderas, del pasado y del presente.

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Frente a estas situaciones, quienes pretenden una representación o reproducción literal del pasado quedan descolocados. La decisión de las autoridades de Berlín fue tomar partido por el presente, en el marco del pasado. Sostuvieron que mostrar el amor lesbiano en el memorial no pretende igualar la persecución de hombres homosexuales con la de mujeres lesbianas bajo el nazismo. Más bien, la concepción original del memorial consiste en referirse a la discriminación de lesbianas y gays en el presente, y al mismo tiempo reconocer la persecución de homosexuales en el nazismo.6 Vuelvo al texto de la placa. Su mensaje amplía el sentido específico y literal de las víctimas del nazismo. A través de él, se le concede a Alemania una responsabilidad frente a la humanidad en su conjunto, sin restringirla a sus víctimas directas. Y quizás este sentido más universal, orientado a los debates del presente y al horizonte de futuro, más que a la reiteración del pasado, es el que, a la larga, se manifiesta una y otra vez en los diversos y múltiples “espacios para la memoria”. El memorial está en un parque, frente al memorial a las víctimas judías del Holocausto, que es mucho más grande y conocido. No es el lugar donde ocurrieron los hechos, sino un pedazo de espacio público urbano, céntrico, a un par de cuadras de la emblemática Puerta de Brandemburgo. La pregunta se impone: ¿qué diferencia hace que el lugar elegido haya o no sido “el lugar de los hechos”? ¿Es necesario o importante sacralizar los espacios o lugares específicos donde ocurrieron los hechos? ¿Se necesita la literalidad, la ruina, el testimonio intransferible, o valen también los espacios simbólicos?

Espacios para la memoria II. Los Centros de Detención Clandestina en Argentina

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n los primeros años de la década del 2000, y especialmente después de 2003, se activó en Argentina una forma particular de territorialización de las memorias: los intentos de “recuperación” de excentros clandestinos de detención. Se trataba de señalizar, marcar y salvaguardar los edificios y predios donde habían funcionado lugares de tortura, reclusión clandestina y asesinato. En su mayor parte, esos lugares seguían en poder de las Fuerzas Armadas o de Seguridad que los habían utilizado durante la dictadura, a pesar de los proyectos presentados por organismos de derechos humanos a las legislaturas provinciales y al Congreso Nacional para que esos sitios dejaran de pertenecer a dichas fuerzas. A partir de 2007, la Secretaría de Derechos Humanos de la nación, a través del Archivo Nacional de la Memoria, tomó la iniciativa de “marcar” territorialmente los sitios de detención clandestina que funcionaron en el país. En realidad, la confección de mapas y registros cartográficos ya se

6 La información oficial sobre el memorial, incluyendo los dos videos, está en http://www.stiftung-denkmal.de/denkmaeler/denkmal-

fuer-die-verfolgten-homosexuellen.html#c948 (accedido el 3 de enero de 2014). Se encuentra información sobre este tema en diversos sitios de Internet. Por ejemplo, en http://www.dailymail.co.uk/news/worldnews/article-1260917

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habían iniciado antes (por ejemplo, en las iniciativas de la organización Memoria Abierta). La justificación está explícita en la página web del Archivo:7 Con la identificación externa de los predios e inmuebles utilizados como centros clandestinos de detención se busca visibilizar la función que tuvieron estos espacios para el plan sistemático de tortura, exterminio y terror social implementado desde el Estado durante la última dictadura (1976-1983) y sus antecedentes en la represión ilegal. La marcación progresiva de los más de 500 excentros del horror en todos y cada uno de los lugares del país donde se desplegaron, se propone interpelarnos como sociedad, promover la reflexión crítica e incentivar la construcción de memorias democráticas que tengan en cuenta la historia y las experiencias de nuestro pasado reciente y sus vinculaciones con el presente.

La manera de marcar los sitios es uniforme para todo el país:

Marca oficial de Centro Clandestino de Detención en Argentina.

La marcación externa es una estructura de hormigón compuesta por tres pilares de dos a siete metros de altura -variables según el lugar donde se instale-, cada uno de los cuales representa la MEMORIA, la VERDAD y la JUSTICIA. Los pilares están unidos por una viga horizontal que tiene grabado en letras de gran tamaño el texto: Aquí funcionó el centro clandestino de detención conocido como “... (nombre)” durante la dictadura militar que asaltó los poderes del Estado entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983. Al dorso de los pilares se ubican tres placas: una, con información sobre el funcionamiento del campo de detención; otra, con un mapa de la Argentina, de la provincia donde se hace la marcación y de los centros clandestinos de reclusión identificados hasta la fecha; la tercera, con los fundamentos de la Resolución

7 Ver http://anm.derhuman.jus.gov.ar/sm_señalizac.html, accedida el 3 de enero de 2014.

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1309/06 del Ministerio de Defensa, que autorizó el señalamiento de los predios pertenecientes a las Fuerzas Armadas (únicamente en los casos en que se trata de unidades militares).

La existencia de políticas estatales explícitas de marcación de espacios es una señal central de legitimidad de sus demandas. La acción estatal es el punto central del proceso de legitimación. No es lo mismo la baldosa conmemorativa colocada por los vecinos8 que el cemento de la marcación oficial. Desde el Estado, la marcación trata de “visibilizar el funcionamiento de esos lugares como centros clandestinos de detención”. Hacerlo no es un acto gratuito, sino que tiene dos objetivos: - Interpelarnos como sociedad, promover la reflexión crítica e incentivar la construcción de memorias democráticas que tengan en cuenta la historia y las experiencias de nuestro pasado reciente y sus vinculaciones con el presente. - Contribuir a la reparación del daño ocasionado a las víctimas del plan sistemático de exterminio y al conjunto del tejido social afectado por el terror estatal. ¿Sabemos algo sobre estas afirmaciones? Sabemos que se trata de actos y gestos políticos: su instalación es siempre el resultado de luchas llevadas adelante a partir de iniciativas de grupos sociales, especialmente de sobrevivientes y familiares ligados a cada uno de los sitios en cuestión. En cada uno de los lugares, el protagonismo central para poder llegar a saber cómo funcionaban esos centros es de los y las sobrevivientes, ya que –a diferencia de lo ocurrido en otros lugares del mundo con sitios que han cumplido funciones similares– se ha podido encontrar muy poca documentación que detalle este funcionamiento. Es la acumulación de testimonios personales lo que permite elaborar un itinerario y una descripción de lo que pasaba en cada uno de los lugares: la ESMA, el Olimpo en Buenos Aires, la D2 en el centro de Córdoba, el Campo de la Ribera en esa ciudad y La Perla en las afueras de Córdoba, el Pozo en Rosario o Guerrero en Jujuy.9 A su vez, la existencia de estas marcas es un recordatorio de un pasado político conflictivo, que puede funcionar como homenaje a las víctimas y como huella de las prácticas represivas. Puede también disparar nuevos conflictos sobre el sentido del pasado, tanto en el momento de su instalación como en períodos históricos posteriores.

8 Ver, por ejemplo, http://www.culturaymedios.com.ar/nota56.html, accedida el 3 de enero de 2014. 9 Los testimonios y descripciones del funcionamiento de estos sitios se multiplican. Entre otros, ver los trabajos incluidos en

Huffschmid y Durán 2012. Calveiro (1998) ofrece una detallada descripción y análisis de las modalidades de represión y tortura en ese sitio. En el predio de la D2, junto a la Catedral de Córdoba, funcionó durante la dictadura el Departamento de Informaciones de la Policía de la Provincia de Córdoba. Actualmente es la sede de la Comisión y del Archivo Provincial de la Memoria. El Archivo tiene a su cargo la recopilación de documentos de la represión dictatorial, un archivo de historia oral, y la concreción de otras iniciativas tales como los “álbumes de vidas para ser contadas”. Ver http://www.apm.gov.ar La historia del campo de la Ribera se encuentra en Molas y Molas (2010). Un testimonio de la apertura del Campo de Guerrero en Jujuy está registrado en Becerra y Da Silva Catela (2010). La historia del “Pozo” de Rosario y su transformación en el actual Centro Popular de la Memoria, se halla en Bianchi et al. 2008.

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Para buena parte de la sociedad, que se siente ajena a lo recordado, puede convertirse en un mobiliario más del paisaje urbano o del tránsito en una ruta. O sea, la cuestión acerca de si estas marcas y recorridos podrán o no ser apropiados y significados por la ciudadanía en su conjunto, por quienes no han tenido una relación personal con cada uno de los sitios, es difícil si no imposible de prever, y necesariamente queda abierta (Jelin y Langland 2003; Jelin 2013). Como nota al pie, cabe mencionar que no ha habido reacciones negativas o de protesta por parte de las instituciones o autoridades militares frente a la instalación de estos memoriales. Lo que puede suceder, como en el caso de la Base Aérea en Mar del Plata, es la incorporación de otros mobiliarios urbanos –paradas de autobuses, otras marcas contemporáneas de los actores (como un avión) que interfieren, ocultan o quitan protagonismo a la marca memorial.

Espacios para la memoria III: Facebook y el vacío

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aso a otro espacio y otra modalidad, de la que no soy parte ya que no participo en facebook. Lo que sigue se lo debo al análisis de Agustina Triquell (2013). Se trata de uno de los movimientos que se realizó como acción conmemorativa del 24 de marzo de 2010

en Facebook. La acción consistió en la propuesta de remover la foto de perfil de cada uno de los usuarios, dejando un “perfil vacío”. Solo quedaba la silueta sin identidad, a la que algunos usuarios agregaron la frase “Nunca más” con la tipografía de la tapa del libro de la CONADEP. Al colocar esta proposición en el muro, quedaba visible para toda la red de contactos del usuario, que era incitada a hacer lo mismo para lograr la difusión en un segundo conjunto de usuarios, y así sucesivamente. Otro de los mensajes que circuló en el marco de la misma convocatoria era el siguiente: “Hasta el 24/3 saquemos nuestra foto del perfil, recordemos a los que ya no están… 30 000 desaparecidos PRESENTES, AHORA Y SIEMPRE.”

A su vez, existía en el sitio una página de referencia en donde se desarrollaba con más detalle en qué consistía la acción:

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Capturas de la acción en Facebook.

La propuesta ponía en escena la dicotomía presencia-ausencia, el borramiento de la imagen fotográfica como contrapunto a la desaparición física de las personas durante el terrorismo de Estado, una identificación simbólica en la cual la marca, era el vacío. No fue la primera vez que la representación de la desaparición es el lugar vacío. El antecedente más importante está en el “Siluetazo”, iniciativa de un grupo de artistas plásticos, en septiembre de 1983, cuando miles de manifestantes participaron de la producción de siluetas humanas como forma de representar la presencia de una ausencia. La idea era elaborar miles de siluetas vacías, representando la masividad de la desaparición, una reproducción vacía pero a escala “real” de lo

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que sería si los y las ausentes estuvieran de cuerpo presente. En esa ocasión, hubo discusiones sobre si las siluetas debían quedar acostadas en el piso o estar paradas (la primera forma reitera el mecanismo policial de dibujar la silueta en el pavimento cuando hay un asesinato; a la segunda se la significó como siluetas que están presentes y caminan junto a los y las manifestantes). Las siluetas, así como las manos y en alguna ocasión las máscaras blancas vacías, fueron las formas de representar la desaparición, sin personalizar, de modo masivo y total (Longoni y Bruzzone 2008).

Esta manera de marcar espacios reales y virtuales, la Plaza o Facebook, contrasta con la modalidad más identificatoria y personalizada de la foto usada por familiares de desaparecidos o el número tatuado en el brazo de quienes sobrevivieron a la Shoah como permanente y persistente recordatorio del horror. Imposible de borrar, la marca corporal es prueba, símbolo y recuerdo personal. La fotografía de los/as detenidos/as-desaparecido/as ha estado presente desde el comienzo, cargada en el cuerpo de quienes reclaman de manera más persistente: los familiares, especial pero no exclusivamente las madres. Hay normas y rituales: alguien que no es familiar directo podrá llevar una foto en una pancarta, pero nunca en el cuerpo. La foto está personalizada, tiene nombre, tiene ubicación y lugar en la trama y en el cuerpo familiar (Da Silva Catela 2009). Las dos formas –la fotografía y la silueta o el lugar vacío—parecen responder a dos órdenes diferentes: lo personalizado y específico por un lado; lo masivo y general por el otro. Sin embargo, muy pronto las trayectorias que empezaron en puntos distantes, inclusive opuestos, se iban a encontrar, o aún a cruzar. Con las fotos, hubo un proceso de “normalización”: fotos del mismo tamaño, fotos de una misma forma corporal (los rostros, las imágenes identificatorias similares a las de los documentos de identidad), fotos que pudieran ponerse juntas en paneles y paños.

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Con las siluetas, en el mismo momento de su confección comenzó el proceso de darles identidad, de preparar siluetas “especiales” de embarazadas y de niños y de incorporar inscripciones –nombres, pertenencias, lugares, rasgos de identidad personal, específica.

En el caso de Facebook, analizado por Agustina Triquell, alguien recupera del perfil de otro usuario la imagen, considerándola una “falta de respeto”.

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Para esta persona, la imagen desvirtúa la acción política propuesta. Se genera entonces un debate en torno a la idea de diversidad. La “cultura rasta”, como es allí denominada, viene a mostrar los modos en que esas siluetas -al igual que en el siluetazo- comienzan a adquirir rasgos propios. Sin embargo, los rasgos allí reproducidos no aluden a las particularidades físicas de cierto sujeto desaparecido, sino a las particularidades del sujeto que enuncia. La polémica que este usuario instala es entonces la siguiente.

Capturas de la disputa en Facebook.

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La irrupción del particularismo en la representación estandarizada de la silueta es vista como “una falta de respeto”, más allá de la valoración social de la así llamada cultura rasta. Luego la discusión deviene en definir “la argentinidad”, pensar si la cultura rasta debería o no incluirse bajo este concepto y si en definitiva, puede irrumpir en el espacio solemnizado que el homenaje pretende tener. Al igual que en los siluetazos, la imagen anónima y estandarizada comienza a incluir particularismos. La ausencia, entonces, puede rememorarse con el vacío, con la presencia, con el homenaje, con la identificación que significa ponerse en el lugar de (el perfil de Facebook, servir de modelo para la silueta…). Dejo para otros y otras el análisis de qué es Facebook, como espacio, como red, como territorialidad con muros y “posteados”. ¿Son solo metáforas de la espacialidad y la territorialidad material? ¿O estamos hablando de una nueva realidad en la que la materialidad es la virtualidad?

La marca y su desestabilización ¿Por qué estos casos? Podrían agregarse muchos más, en muchos lugares del mundo. ¿Qué se puede decir sobre esta multiplicación de modalidades de marcar territorialmente las atrocidades del pasado? ¿Por qué hacerlo? Un primer comentario se refiere a lo que muestran y a lo que silencian. Presenté ejemplos y casos donde lo mostrado y lo mostrable son las atrocidades y la valorización de las víctimas. Tema anclado en el paradigma vigente hoy en día, el de los derechos humanos, que pone en el centro los derechos y la dignidad de las víctimas. Para el pasado más antiguo, por lo general la memorialización y la patrimonialización muestran y marcan las bellezas y los logros –casi siempre de los vencedores-, y las ruinas o silencios ligados al proceso de destrucción de lo que existía en épocas anteriores.10 Volvamos al presente y a la centralidad que en la lucha del movimiento de derechos humanos tiene el reconocimiento y el homenaje a las víctimas. Las víctimas fueron personas insertas en redes y estructuras sociales, no seres anónimos despojados de identidad. Los intentos represores llevaron adelante el despojo –el número tatuado en el brazo en vez de un nombre, las tumbas colectivas NN, las desapariciones sin rastros).11 Frente a estos intentos, las conmemoraciones intentan recuperar la personificación, en la foto llevada en el cuerpo de familiares que se apropian de su pérdida y su víctima, única, imposible de ubicar en una serie o una masa. Pero la violencia fue masiva, y la representación de la masividad asume dos formas: la identificación de los nombres –las piedras en el Ojo que llora en Lima, los muros con nombres en el Memorial de Vietnam, el Memorial del Cementerio en Santiago, o el Parque de la Memoria en Buenos Aires (Hite 2013)o la masividad e igualación de las víctimas, como en las siluetas, la normalización de las columnas

10 Pensemos en la construcción de la catedral en el centro de México, hecha sobre las ruinas del templo anterior que solo fueron

excavadas hace pocas décadas. También en la usurpación de territorios o en el trabajo esclavo y servil utilizado para las patrimonializadas construcciones coloniales. 11 El libro de Jacobo Timerman, sobre su experiencia como desaparecido en Argentina se llama Preso sin nombre, celda sin número

(Timerman 2000 (1982)).

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de cemento o, en una modalidad societal, el vacío de la silueta en Facebook. Las marcas, en ese caso, son de huecos y vacíos, y ponen en escena la dicotomía presencia-ausencia –el borramiento de la imagen fotográfica como contrapunto a la desaparición física de las personas durante el terrorismo de Estado, una identificación simbólica en la cual la marca es el vacío.

Nombres de víctimas en memoriales.

Tanto las iniciativas sociales como las estatales han partido de un principio imperativo; el “deber de memoria”. Este imperativo moral supone la transmisión de un relato específico, que ancla su legitimidad en el sufrimiento, en el dolor y en la figura de las víctimas. El resultado son políticas de reparación y de homenaje, con una tendencia a la identificación y la marcación de todos y cada uno de los lugares o sitios donde ocurrieron los acontecimientos. Cabe entonces reiterar la pregunta: ¿qué diferencia hace que el lugar elegido haya o no sido “el lugar de los hechos”? ¿Es necesario o importante sacralizar los espacios o lugares donde ocurrieron los hechos? ¿Se necesita la literalidad, la ruina, el testimonio intransferible, o valen también los espacios simbólicos? Los y las emprendedores/as luchan “contra el olvido” y por la recuperación de la memoria. Como el pasado fue conflictivo, el presente de los intentos de marcación también lo es. Son conflictos y luchas entre distintas interpretaciones del pasado: memoria contra memoria, no memoria contra olvido. Las marcas y relatos tienen silencios y ocultamientos, a menudo como producto de negociaciones políticas en el momento de su instalación (por ejemplo, las decisiones sobre cuál es la fecha de inicio de los procesos que se van a conmemorar, tan conflictivas en Argentina, Chile o Uruguay).12 En períodos postdictatoriales o después de las grandes masacres y violencias, la lucha está anclada en una convicción, indiscutida por parte de los actores involucrados, de que solo a través

12 Elegir una fecha y no otra es una manera de distribuir responsabilidades históricas y culpas. Esta elección es objeto de disputa

y, en sí misma, es una afirmación política. En el memorial de las víctimas en el Parque de la Memoria en Buenos Aires, ¿a quiénes incorporar? ¿Qué límite poner a las fechas de los actos represivos que se van a conmemorar? Las fechas de cambios políticos – golpes de estado y similares—no marcan los inicios y fines de la represión. De manera análoga, ¿por qué iniciar el relato del Museo de la Memoria en Santiago el día 11 de septiembre de 1973? ¿No hay que decir nada de los proyectos y disputas antes de esa fecha?

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del recuerdo permanente de lo ocurrido se puede construir una barrera contra la repetición de atrocidades similares. Una certidumbre de que el “Nunca más” en el futuro se deriva del recuerdo y la rememoración del pasado. De ahí los esfuerzos realizados por conmemorar y elaborar diversos vehículos de memoria; de ahí los esfuerzos por conseguir que el Estado lleve adelante políticas específicas sobre el tema. La existencia de políticas estatales explícitas de marcación de espacios es una señal central de la legitimidad de sus demandas, ya que la acción estatal es el punto central del proceso de legitimación. Sin embargo, en tanto se trata de conflictos vivos, del presente, la controversia persiste, incluso con actos de vandalismo (en el memorial de las víctimas homosexuales en Berlín; en la pintura roja derramada sobre el Ojo que llora en Lima). Se trata de conflictos abiertos y reabiertos, más que de cierres históricos por la marcación territorial o la patrimonialización –es sabido que estos procesos de patrimonialización no cierran los debates sobre el pasado ni aseguran consensos sobre lo patrimoniado. Hay una distancia entre la legitimidad de las demandas y el sentido pedagógico que las intenciones de marcación tienen. Todos estos esfuerzos e iniciativas ¿han involucrado cambios en las interpretaciones predominantes del sentido del pasado?, ¿han permitido incorporar nuevas visiones de futuro?, ¿implicaron el desarrollo de una “política estatal de memoria”? ¿Cómo saberlo? ¿Cómo saber si los intentos de construcción de un “patrimonio democrático” llega a producir una “memoria democrática”? La cuestión acerca de si estas marcas y recorridos podrán o no ser apropiados y significados por la ciudadanía en su conjunto, por quienes no han tenido una relación personal con cada uno de los sitios, es difícil si no imposible de prever, y necesariamente queda abierta. Y queda abierta la cuestión de si la memoria está ligada o no a la construcción de democracia (Jelin 2014). ¿Cuál es el sentido de la expresión “memoria democrática”?. Los nombres y los adjetivos que los califican -memoriales, señalamientos y mapas, itinerarios, museos- ¿son memoria? La historia de cualquier ciudad está llena de nombres conmemorativos en sus mobiliarios, pero la vida cotidiana transcurre de manera habitual. El mobiliario urbano es parte del paisaje, sin los significados que se les dio en su momento. ¿Cuántos sabemos quién fue la persona conmemorada en el nombre de la calle en que vivimos? Entonces, el acto de conmemoración central ocurre en el momento de la instalación, porque las acciones políticas en esos momentos no solo tratan sobre debates históricos sobre el pasado, sino también a cuestiones que aluden a marginalidades, discriminaciones y prejuicios de hoy. Las memorias, recuerdos, silencios y olvidos son subjetivos, nos suceden como seres humanos. Las materialidades (y ahora también las virtualidades) son vehículos, son instrumentos para la conciencia, para la reflexividad, para la “educación ciudadana”. Pero no son memoria en sí mismos. Aunque se quiera cristalizar en la piedra o en la ruina preservada, aunque la materialidad de la marca se mantenga en el tiempo, no hay ninguna garantía de que el sentido del lugar se mantenga inalterado o sea el mismo para diferentes actores. Siempre queda abierto, sujeto a nuevas interpretaciones y resignificaciones, a otras apropiaciones, a olvidos y silencios, a una incorporación rutinaria o indiferente en el espacio cotidiano, a un futuro incierto, a nuevas enunciaciones y nuevos sentidos. Esta apertura del sentido de las marcas territoriales en el espacio público, sin embargo, no es azarosa, sino que es parte de luchas ideológicas, proyectos políticos y disputas por la hegemonía.

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PODER Y DISPUTA EN LA MONUMENTALIDAD DE LA NACIÓN: 1

BUENOS AIRES, BRASILIA Y SANTIAGO

Francisca Márquez Departamento de Antropología Universidad Alberto Hurtado Santiago de Chile

1 Este artículo presenta resultados preliminares de la Investigación Fondecyt n. 1120529, y cuenta con la colaboración de los

arquitectos Valentina Rozas, Rodolfo Arriagada y el sociólogo Alexis Cortés.

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El hombre que aspira a lo grande, si es que necesita del pasado, se apodera de este por medio de la historia monumental. Quien, por el contrario, anhela permanecer dentro de lo habitual y añejo, cuida del pasado a modo de un historicista anticuario y solo aquel que está oprimido por un malestar presente, y que desea desembarazarse de esa carga, siente necesidad de una historia crítica. Es decir, de una historia que juzga y condena. Friederich Nietzche, 1874

Resumen

E

ste texto propone comprender los procesos de construcción y disputa de la monumentalidad histórica y nacional en tres ciudades latinoamericanas. La investigación parte de la premisa de que la definición e instalación de la monumentalidad contiene

en sí, los idearios y discursos de la nación. Tarea que ha sido históricamente privilegio y tarea del Estado y su institucionalidad, tendiendo así a una narrativa monolítica y homogénea de la nación. La investigación concluye, sin embargo, que dichos artefactos culturales —porque se emplazan en el espacio público y sus formas son grandes y bellas— detonan prácticas y representaciones sociales que los resignifican en su vocación primera. A través del uso que de ellos se hace, de las celebraciones, marcas y trajines que los rodean, los monumentos se visten y trasvisten de otros idearios, de otras memorias. Se indaga justamente en este ejercicio de representación y subversión del proyecto histórico contenido en la forma monumental de tres ciudades capitales.

1. Introducción En toda ciudad existen lugares que guardan huellas de la historia que se quiere recordar. Los Monumentos Históricos y Nacionales (MHN) constituyen el objeto y el testimonio de aquello que la nación no quiere olvidar. Históricamente, ha sido tarea del Estado y su institucionalidad, la definición e instauración de este corpus patrimonial. A través de su materialidad arquitectónica, dicho corpus contribuirá a imponer una cierta forma al ordenamiento urbano, a los cuerpos, a las ideas y al pasado. No obstante, toda ideación e instauración de lo patrimonial y monumental, conlleva siempre una disputa por su resignificación y reescritura. Por su misma condición —por su historia, por su grandeza o pequeñez, su belleza o fealdad—, el monumento es siempre provocación. Esta condición controversial del “significado de la forma” nos lleva a la pregunta por su incorporación a una historia compartida. El patrimonio monumental, en estos términos, no es unívoco, sino una construcción social y un campo de disputa de ideologías y prácticas sociales históricamente situadas.

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A modo de hipótesis, se plantea que dicha tensión y disputa se actualizaría en la celebración, la conmemoración y el uso de dicha monumentalidad. Las fiestas, las marcas y la praxis que envuelven al monumento, nos instruyen y a la vez nos invitan a reimaginar esa verdad histórica. En estos términos, la construcción de dicha verdad está siempre sometida al riesgo empírico. La nación se encuentra o desencuentra, al final del ejercicio de la nacionalidad. Lo que trataremos aquí de comprender es justamente dicha disputa y actualización de la monumentalidad en tres ciudades latinoamericanas: Buenos Aires de Argentina, Santiago de Chile y Brasilia de Brasil. Las tres ciudades nacen en tiempos y contextos diferentes del proyecto, de un centro urbano donde situar el poder político que devele los intereses de la nación. La investigación aborda esta monumentalidad, histórica y nacional, en su emplazamiento territorial, en su forma, en sus usos y resignificaciones.

2. Utopía(s) e historia en la forma urbana Decíamos que a toda historia urbana subyace una idea y una forma de ciudad. La ciudad —a través de la plaza, las calles, los monumentos públicos— centra y orienta, tanto el conjunto de los cuerpos en el espacio, como los afanes políticos y cotidianos. En esta forma se da así cabida a la construcción utópica e histórica de cada ciudad y su destino. En Mesoamérica y América Latina, las ciudades nacieron de ideas y formas diferenciadas, pero siempre de un ideario y una utopía de ciudad ideal (Márquez, J. 2008). En Santiago y Buenos Aires, el trazado del damero o la grilla fue la estrategia formal de la conquista y la fundación de la ciudad ideal. Representación que a su vez, dio cuenta del ejercicio de ordenamiento hegemónico de la conquista hispana (Gorelik, 1998). Ordenamiento coercitivo y ordenamiento semántico del damero que actuó y modeló las relaciones de poder y sus representaciones. El trazado de las manzanas —siempre ajustado a la sinuosidad de la geografía— fue cuadrado, acercándose así a una geometría más cercana a la perfección. En Santiago, la cuadrícula fundacional debió abrirse paso entre las condicionantes del territorio. Apoyado con un conjunto de calles, que reflejaban un reconocimiento de la topografía, el damero se emplazó entre la falda andina y el paso del río Mapocho. Ciudad proveedora y sostenedora de la conquista, lugar de refugio, recreo y descanso, Santiago ciudad centro, se convirtió desde el siglo XVI, en el arquetipo de tranquilidad, el lugar más seguro del Reino (De Ramón, A., 2007). No fue sino hasta fines del siglo XIX, que se dio inicio a la primera remodelación global de Santiago, separando la ciudad patricia de la popular por medio de un “Camino de Cintura”. Se dio así inicio a una incipiente segregación urbana y a un ideario de ciudad blanca y culta que mirará a Europa como su norte en la construcción de sus parques, edificios y monumentos.

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Cuadro N. 1 Santiago, plano de Santiago, 1873, Museo Británico

Fuente: Croquis J. Márquez según el original del Museo Británico, 1973.

Aunque los orígenes fundacionales de Buenos Aires tuvieron similitudes con la ciudad de Santiago, así como con otras ciudades latinoamericanas, la capital argentina se constituyó como metrópolis en la tensión de la grilla, que con su infinitud propuso la conquista de la pampa, y el parque que se sitúa como el lugar social de la creación de comunidad y sentido (Gorelik, 1998; Outtes, 2002; Pírez, 1994). Ambas figuras, la grilla como conquista del territorio de la pampa por el poder homogeneizante y el parque como el lugar de los relatos y redes de sentido, dieron forma al ideario que constituyó a la Buenos Aires metropolitana (Idem 1998: pp. 25; Welch 2005). Si la cuadrícula fue la manera de poner en caja a propietarios de la tierra y a proletarios, proyectándolos como ciudadanos, el parque fue el modelo de comunidad que tales ciudadanos debían formar (Gorelik, p.45, 46). La hegemonía desplazada desde los españoles a las élites extranjeras, transformó a Buenos Aires —entre los siglos XIX y XX— en el depositario de sus anhelos europeos, convirtiéndola en el fragmento occidental y desarrollado de una América en proceso de civilización. “Erizada de torres” (Sarlo, 2009), la ciudad se proclamó tempranamente en metrópolis a imagen y semejanza de cualquier metrópolis europea. La grilla y el parque a su vez, sirvieron de soporte simbólico y material de las estructuras básicas del espacio público metropolitano de Buenos Aires; fue allí donde se desplegaron las intervenciones o representaciones como monumentos o instituciones. Fue allí donde se materializaron los modelos de Estado y sociedad siempre en pugna.

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Cuadro N. 2 Buenos Aires, plano de la división civil de la ciudad.

Fuente: Croquis de R. Arriagada según Nicolás Grondona, 1870. Fotografía: Revista La Nación. Un siglo en sus columnas, diario La Nación, Buenos Aires, 4 de enero 1970.

Brasilia, en cambio, con su trazado de múltiples lecturas —éjido fundante, pájaro, avión, flecha y arco—, subvirtió y dio la espalda al viejo mundo, recluyéndose en el corazón del continente. Brasilia se volvió así, inalcanzable al poder colonial y al orden de la cuadrícula. Inaugurada en 1960 y construida en menos de cuatro años, la “capital de la esperanza” —como la definió André Malraux— fue un monumento al desarrollismo latinoamericano (Cortés, 2012). Ciudad que disputó la condición de capital a Río de Janeiro, y con ello rompió con el imaginario colonialista que identificó a Brasil con el litoral tropical. Brasilia nació en un momento de arranque nacionalista y desarrollista que propugnaba la construcción de una nueva nación a partir de su interior, de su centro. La ciudad tomó forma de la mano de Lucio Costa, planificador socialista, Oscar Niemeyer, arquitecto comunista, el liderazgo de un presidente bossa-nova, Juscelino Kubitschek y sus constructores, 60 000 candangos2 venidos del nordeste. El proceso de cons-

2 Trabajadores rurales provenientes de la empobrecida región Nordeste del país; designación que los africanos daban a los

portugueses. Fueron tratados como “pioneros” del desarrollo. Sin embargo, Lins Ribeiro (2006) llamó la atención acerca de la contradicción por la cual no se permitió a los constructores permanecer en la ciudad una vez terminadas las obras y se violaron sistemáticamente las leyes laborales.

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trucción de Brasilia, fue presentado como un proceso civilizador y heroico de avance hacia el oeste, apelando a una actualización de la narrativa del bandeirantismo de tiempos coloniales, cubriendo así de mística nacionalista y redencionista al proceso histórico de interiorización económica que tuvo lugar en el país desde tiempos remotos (Lins Ribeiro, 2006). Ciudad planificada y posimperial, ella fue única en esta conjunción de utopía modernista e identidad nacionalista emancipada de los poderes coloniales. La concepción urbana de la ciudad contempló en su Plan Piloto cuatro escalas distintas: la monumental, la residencial, la gregaria y la bucólica. Una ciudad que a la vez instruyó e informó sobre la utopía que allí se anida, posibilitando una nueva geopolítica integracionista, un patrimonio de facto. Y a pesar que Brasília, a capital, deverá manter-se “diferente” de todas as demais cidades do país, según Lucio Costa, ella tomó distancia de la utopía original. Transformada en Patrimonio Mundial (1987), el cordón de pobreza la rodea como a muchas otras ciudades latinoamericanas.

Cuadro N. 3 Brasilia, trazado fundacional.

Fuente: Croquis R. Arriagada, Fondecyt nº 1120529.

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3. Construir y declarar monumentalidad Los Monumentos Históricos Nacionales no siempre fueron construidos con el objetivo de transformarse en testimonio de un momento privilegiado y singular de la historia de la nación. Sin embargo, lo cierto es que en las tres ciudades analizadas, los MHN corresponden a objetos singulares (Baudrillard y Nouvel, 2007), esto es, a formas arquitecturales que contienen en sí mismas verdades que no se quisieran olvidar. Los monumentos históricos de la ciudad de Buenos Aires, fueron construidos mayoritariamente a partir del siglo XVIII en adelante; pero su declaratoria patrimonial se concentra en la primera década del siglo XX. Estos monumentos sirvieron de antesala al centenario de la Revolución de mayo. A partir de la década de los sesenta en adelante, el ejercicio de declaratoria a nivel de la nación pareció perder fuerza en pos de una mayor presencia del gobierno de la ciudad, así como de las organizaciones de derechos humanos, que siguieron su propio curso en el ejercicio patrimonial. Las declaratorias patrimoniales en la ciudad de Buenos Aires, comenzaron con bastante anterioridad a las declaratorias ocurridas en la ciudad de Santiago. En Buenos Aires se dio inicio a la patrimonialización oficial en 1938. El año 1942, durante el gobierno del presidente radical Roberto Ortiz, el poder Ejecutivo argentino declaró (Decreto Nº120412) una cantidad significativa de monumentos. Una segunda oleada de declaratorias se observó a partir de los años noventa de siglo XX; siendo alentado por el incipiente gobierno de la ciudad de Buenos Aires. Importante es observar que en Buenos Aires, los MHN no necesariamente se amparaban en un decreto ley. Una parte de ellos también fue definida como tal sin gozar de un decreto que lo signe, bastaba el gesto político o ciudadano. Hoy, Buenos Aires cuenta con un total de 122 Monumentos Históricos Nacionales reconocidos oficial o legalmente por la nación. En el caso de Santiago, ciudad de terremotos, la construcción de las edificaciones reconocidas como monumentos, se concentra significativamente en la segunda década del siglo XX (19201930). Del total de edificios, solo se observan dos monumentos que fueron construidos a comienzos del siglo XVII, ambos correspondientes a iglesias. Pero la gran mayoría de los MHN fueron construidos después de las celebraciones del centenario de la Primera Junta Nacional de Gobierno. De hecho, una mayoría significativa de los monumentos reconocidos en Santiago pertenecen al estilo neoclásico y afrancesado, que reafirma el relato de una ciudad que en su centenario se deseaba moderna y culta, a semejanza de la ciudad de las luces, Paris. En síntesis, tanto en Buenos Aires como Santiago, la mayor parte de los edificios patrimoniales fueron construidos en tiempos del centenario y oficializados como monumentos desde mediados del siglo XX en adelante.

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Cuadro N. 4 Monumentos Históricos Nacionales en Buenos Aires y Santiago. Histogramas según año de construcción.

Buenos Aires 20 15 10 5

Fuente: R. Arriagada, Fondecyt n° 1120529.

0 1600

1700

1800

1900

2000

1700

1800

1900

2000

Santiago 20 15 10 5

Fuente: R. Arriagada, Fondecyt n° 1120529.

0 1600

En la ciudad de Santiago, el reconocimiento patrimonial de monumentos comenzó a ocurrir a mediados de 1950, esto es, en el gobierno del general Carlos Ibañez del Campo. Pero alcanzaron una mayor concentración en los años ochenta del siglo XX, período de la dictadura y el discurso nacionalista. A partir del retorno a la democracia, años noventa, fueron los memoriales de violaciones a los derechos humanos, los que aumentaron significativamente el ejercicio de monumentalización histórica.

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Cuadro N. 5 Monumentos Históricos Nacionales en Buenos Aires y Santiago. Histogramas según año de declaratoria.

Buenos Aires 20 15 10 5

Fuente: R. Arriagada, Fondecyt n° 1120529.

0 1940

1960

1980

2000

1960

1980

2000

Santiago 20 15 10 5

Fuente: R. Arriagada, Fondecyt n° 1120529.

0 1940

La condición de Brasilia como capital federal y, a su vez Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, la hace diferente a las ciudades de Buenos Aires y Santiago. Desde su construcción, a través del artículo 38 de la Ley n° 3.751 de 1960, el presidente Juscelino Kubitschek logró la temprana preservación de la concepción urbanística de Brasilia. En estos términos, la ciudad nació monumental y protegida. En 1987, Lucio Costa publicó su texto Brasilia Revisitada, con objeto de definir las cuatro escalas del Plan Piloto y su concepción urbanística: la escala monumental, residencial, gregaria y bucólica. Este texto fundante, permitió al gobierno del Distrito Federal, mediante el Decreto n° 10.829 de 1987, reglamentar definitivamente la preservación del Plan Piloto de Brasilia. Y con ello se abrió en 1987, el camino a la declaratoria de la UNESCO como patrimonio de la humanidad. La preservación del Plan Piloto de Brasilia —conforme fue definida en la maqueta 1/20000, en el Memorial Descriptivo y en las ilustraciones de Lúcio Costa— fue

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asegurada mediante el resguardo de las características esenciales de las cuatro escalas en las que se tradujo la concepción urbana de la ciudad. En Brasilia, la construcción de los edificios monumentales —la mayoría de ellos emplazados justamente en el eje monumental— se concentró en los años sesenta, de manera simultánea a la construcción de la ciudad. En Brasilia, los monumentos adquirieron simultáneamente un valor de uso y un valor simbólico, integrándose de manera racional y planificada, al ordenamiento territorial.

Cuadro N. 6 Monumentos Históricos Nacionales en Brasilia. Histograma según año de construcción

15

10

5

Fuente: R. Arriagada, Fondecyt n° 1120529.

0 1960

1960

1980

1990

2000

En Brasilia la declaratoria patrimonial estaba referida al Plan Piloto de Lucio Costa, es decir, todas las construcciones que dicho plan contenía al interior de su polígono. En la versión final del catastro patrimonial de Brasilia se contabilizaron 66 Monumentos Históricos Nacionales. Para la categorización, existen dos grandes grupos: aquellos pertenecientes al Plan Piloto Inicial y por tanto reconocidos por la UNESCO; y otro grupo declarado mediante “tombamento federal”, es decir, por el Gobierno local.

4. El monumento histórico emplazado en la forma urbana El emplazamiento de los monumentos en la traza urbana, y en especial aquellos que se dicen históricos y nacionales, no es anodino. El emplazamiento habla y significa. En estos términos, el Monumento Histórico Nacional no designa solo un edificio singular, aislado del contexto edificado en el cual se inserta, sino que por el contrario, su significado se completa justamente por

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su emplazamiento en la escenografía urbana. La ciudad así leída, desde el emplazamiento de sus monumentos, habla de su momento fundacional, pero también un tejido viviente cuyos artefactos monumentales lo rememoran. En Santiago, desde mediados del siglo XIX, el ejercicio de patrimonialización monumental en torno al casco histórico y civil, introdujo con fuerza el imaginario de una ciudad europea y moderna. En Buenos Aires, la monumentalidad de sus edificios —concentrada en la grilla fundacional y los parques—, celebraba y anunciaba que el sueño y la utopía de ciudad moderna se convirtieron en el fragmento occidental y desarrollado de una América en proceso de civilización (Gorelik, 2008). De allí que no ha de extrañarnos que, tanto en Santiago como en Buenos Aires, la gran mayoría de los MHN se encuentre emplazada y atiborrada en el caso histórico y fundacional de la ciudad. Aspecto congruente con el carácter histórico y cívico de dicha monumentalidad; y que como una nube, se difumina a mayor distancia del centro fundacional.

Cuadro N. 7 Planos de Santiago y Buenos Aires. Distribución de los MHN y límites del casco histórico.

Fuente: Rodolfo Arriagada, Fondecyt n° 1120529.

En la ciudad de Brasilia, en cambio, dichos artefactos se agolpan en el eje denominado sugerentemente “eje monumental”. Se impone así, la fuerza de la forma y la belleza monumental, en el vacío del paisaje. En esta ciudad —en relación a Buenos Aires y Santiago— la planta y el trazado fundante pareciera sostenerse sobre la monumentalidad.

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Tal como muestra la literatura (Lins Ribeiro, 2006), Brasilia no solo disputa la condición de capital a Río de Janeiro, ella también marca una ruptura explícita con el imaginario colonialista que identifica a Brasil con el litoral tropical. De allí que Brasilia no pudiera sino ser monumento en su totalidad; y sus edificios, nodos emplazados en el eje de la monumentalidad, que recuerdan su vocación primera.

Cuadro N. 8 Plano de Brasilia. Distribución de los MHN en el Plan Piloto y fundacional.

Fuente: R. Arriagada, Fondecyt n° 1120529.

5. Monumentos históricos, el poder de la forma El Monumento Histórico Nacional es aquel objeto y artefacto edificado que interpela y representa aquella verdad que se desea histórica y nacional (Choay, 2007). Estos son los monumentos que el habitante encontrará diseminados a lo largo de la ciudad, y en especial, en aquellos lugares del centro histórico y cívico de la nación. Muchos de los MHN, sin embargo, no han sido estrictamente creados con el fin de testimoniar y rememorar esa verdad histórica, dicha tarea se adquiere a posteriori.3 Otros sin embargo, nacen

3 Este texto no comparte la distinción radical y antinómica entre monumento y monumento histórico realizado por F. Choay (2007).

Al primero le otorga el carácter simbólico, erigido exnihilo para fines de rememoración y por ende de carácter universal; al segundo en cambio, correspondería a una invención occidental, un “concepto exportado y difundido con éxito fuera de Europa a partir dela segunda mitad del siglo XIX”. (p. 18). Sin querer confundir ambos monumentos, lo cierto es que el segundo, siendo un monumento históricamente situado, comparte del primero, la capacidad de mnemotécnica y mímesis que permite a quien lo observa, identificarse y sumergirse en su forma para rememorar un pasado histórico. La relación con el tiempo, y la conservación de su forma, participa también de algunas de las características que Choay reivindica para el monumento como memorial, y no como testigo de la historia.

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como creación cuyo destino es a priori, la conmemoración. En uno u otro caso, sin embargo, el valor histórico del monumento pareciera asociarse de manera indisoluble al valor estético de su forma. El patrimonio está ahí, no solo por su capacidad de “instruir” en el deseo y utopía que perfila la forma monumental, sino también por y gracias a su belleza arquitectónica y artística. Podríamos decir que la utopía de políticos y agentes públicos, pareciera corresponderse con el formalismo de arquitectos, estetas y artistas. El caso de Brasilia es buen ejemplo de un proyecto político y refundacional de la nación, moldeado a la manera de la arquitectura moderna y la sinuosidad de un paisaje exuberante en sus curvas y líneas (Niemeyer, 2005). La coexistencia ecléctica que se observa en este moldeamiento de la arquitectura modernista a la forma monumental, es lo que le posibilitará esa impronta de utopía única, abierta a la refundación nacional (Cortés, 2012).

Catedral de Brasilia, Museo Nacional, Universidad Nacional de Brasilia. Imágenes: Francisca Márquez, Valentina Rozas, 2013.

No es de extrañar que belleza, estética, arte y política hayan estado históricamente vinculadas al ejercicio de la monumentalización.4 Las formas de la monumentalidad deben ser bellas e instruir sobre el sentido de lo bello. Es allí donde reside su capacidad de “encantar” y contagiar en esa verdad histórica de quienes la designaron y clasificaron como tal. Así ha ocurrido en la historia política de Latinoamérica, Europa y el mundo. El arte, como exigía la estética clásica, complace, pero sobre todo instruye (Todorov, 2012). La conmemoración de los centenarios de nuestras repúblicas, permitieron justamente construir de la mano de las artes y la arquitectura, un relato que junto con complacer, instruirá al ciudadano.5

4 Gorelik (2011), citando a Aloïs Riegl, advierte una contradicción insoluble entre tres tipos de valores monumentales: el valor de

la antigüedad, ruina y pátina; el valor histórico o carácter de documento, recuerda y enseña; y el valor artístico, la capacidad del monumento de convocar emociones en el público a través de un reconocimiento estético que solo puede producirse si responde al estado del gusto contemporáneo. En este artículo no se parte de esta oposición, sino más bien, de la necesidad del valor histórico de valerse de su antigüedad y valor artístico para actualizar su función recordatoria y pedagógica. 5 Es la “pedagogía de las estatuas” (Gorelik, 2011).

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Museo de Bellas Artes, Catedral de Buenos Aires, Casa Rosada, Buenos Aires. Imágenes: Francisca Márquez, Valentina Rozas, 2013

Y aunque el monumento no es por definición un “agente de embellecimiento y de magnificencia” en las ciudades que habita (Choay, 2007, p.13), tal belleza y grandiosidad se muestra públicamente porque conviene a la magnificencia de esa historia. La forma es el lazo que amarra al pasado, en un sutil pero eficaz ejercicio de transposición. Despertar la sensibilidad estética en estos términos,6 no es un objetivo en sí, sino el medio a través del cual se simboliza la utopía, se construye el relato de nación, y por cierto, se construye la identidad nacional. A partir de ese momento, el monumento se vuelve en sí mismo metáfora y vasija que contiene los símbolos de la nación, del poder y de la disputa terrenal y celestial. Así ocurre con las catedrales, emplazadas siempre en el centro fundacional y recubiertas de oro o delicada y excepcional decoración, anunciando de esta manera su singular adscripción supraterrenal. Belleza que naturaliza su presencia, su fuerza y trascendencia como objeto que no obedece a la lógica histórica, sino atemporal de todo monumento. Porque como monumento, siempre generalizará y unificará, atenuando así la heterogeneidad de los motivos y sentidos de esa historia, para presentar como ejemplar su effectus monumental (Nietzche, 1987:35). Es esta abstracción de las causas la que hace de la historia monumental una colección o serie de acontecimientos que siempre surtirán los mismos efectos. Algunos monumentos “conmemorativos” de la historia nacional, sin embargo, no requieren operar desde la “alegoría de la creación artística”. Bastará la simple operación metonímica, la mímesis con los cuartos vacíos del ex centro de tortura Londres 38, Santiago; con el espacio desolado y ruidoso del antiguo centro de tortura El Atlético o los subterráneos de la antigua ESMA, Buenos Aires; o con la oscuridad sepulcral del memorial de JK, para gatillar el aprendizaje e identificación

6 A diferencia de lo que señala Choay, 2007.

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con las víctimas de violación de los derechos humanos, en un caso, y el padre de la épica historia brasiliense, en el otro.7 El peso de la forma asociada a los sucesos conmemorativos, puede ser más poderoso que cualquier símbolo (Choay, 2007).

Universidad de Chile y Andrés Bello, Museo de Bellas Artes, Catedral de Santiago. Imágenes: Gonzalo Peña, Cristián Ureta, 2013.

6. Monumentos y actualización de la historia Decíamos que la historia monumental se corresponde siempre con una colección o serie de acontecimientos que informan y buscan generar un mismo efecto. Lo que se celebra en el ejercicio patrimonializante que llena el frontis y los interiores de los monumentos, es justamente una serie de acontecimientos que invitan a la contemplación y celebración de la historia monumental. Cuando ello ocurre, nos advierte Nietzche, es la propia historia la que sufre perjuicios, enormes partes de ella se ven destinadas al olvido y al desprecio, desvaneciéndose como un raudal, mientras que solo se destacan, como islas, algunos hechos decorados. Ciertamente, la historia puede ser ordenada y transmitida por cada cultura de determinadas formas; pero también es cierto que la actividad creativa de los actores y sujetos sociales siempre actualizará el contenido histórico de los monumentos en tanto artefactos de dicha cultura (Sahlins, 2008). En cada visita, paseo de domingo, en cada tour, en cada programa de restauración, en cada día del patrimonio y en cada afiche conmemorativo, la historia contenida en dicha monumentalidad se actualiza. Caminar por la ciudad y rozarse o detenerse a la sombra de una escultura, aún sin saber a quién ella representa, es una forma de “tomar nota” que ella está ahí, para ser leída, olvidada, rayada. Mediante la utilización evocadora de la forma, de la curva, de la línea,

7 Sepulcro que bien podría transformarse en un memorial, comprobado el asesinato del expresidente Juscelino Kubitschek en 1976,

por parte de la dictadura militar (1964 a 1985).

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del color, de la materialidad, la obra patrimonial, el monumento pareciera no solo instruir, sino también activar los sentidos, poner en marcha los dispositivos de interpretación simbólica, de ensoñación y por cierto de subversión de esa verdad histórica.

Visitas a los monumentos: Teatro Colón de Buenos Aires; Teatro Municipal de Santiago; Concha Acústica de Brasilia. Imágenes: Valentina Rozas, Matías Ocaranza, 2013

Cada uno podrá reexaminar y leer creativamente estas formas monumentales. Pugna siempre inacabada, entre el relato histórico ordenado y escenificado en la forma monumental y las prácticas y representaciones que moldean, reafirman o transforman, las estructuras de estas formas patrimoniales y culturales. En Santiago, una mujer observaba el Palacio Pereira —emblema de la riqueza del período del salitre— y se maravillaba de la ruina señalando en tono de admiración, así vivía antes la gente en esta ciudad; así eran las casas… palacios hermosos. Mientras, dos jóvenes estudiantes, rayaban sobre las paredes del palacio, apelando por una educación gratuita y de calidad. Ajenos a la ruina y sus significados históricos, los muros derruidos servían de pizarrón a los imaginarios diversos que la ciudad contiene. En Buenos Aires, tres mujeres visitaban durante la noche de los museos la catedral. Admiradas, señalaban que ese edificio es el lugar que acoge al padre de la patria, San Martín, héroe masón; sus restos yacen en el panteón. Desde cerca, otros dos visitantes, replicaban que esa es la casa de los católicos, y recuerdan que si la noche de los museos se lo abre y visita, no es sino para celebrar la inauguración de un museo en honor al recientemente proclamado, papa Francisco. En Brasilia, ciudad monumental por definición, y en cuyo eje monumental el vacío se impone, los cuerpos ciudadanos apenas se dejan ver. Sin embargo, rampas, explanadas y pastizales servían

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de soporte al reclamo que se expandía a través de graffitis, globos, performances diversas, como señal que ni el vacío, ni la gran bóveda azul que es el cielo inmenso sobre la ciudad, acallará la memoria y el reclamo ciudadano.

8. Subversión y conmemoración Señalábamos que aun cuando todo monumento contiene un orden significativo en la acción y en las prácticas que allí se despliegan, los significados siempre corren un riesgo. Dicho en otros términos, en cada acto de ocupación y uso de dichos monumentos, los individuos someten sus categorías culturales e históricas a riesgos empíricos (Sahlins, 1988). La mayor o menor perdurabilidad y vigencia del monumento en tanto símbolo y testimonio de ese tiempo históricos, dependerá de la capacidad de dichas prácticas de resignificarlos. Compleja interacción entre el orden político instituido y los significados e idearios de los actores. En estos términos, el acto performativo como la visita, el rayado o la conmemoración, siempre crea una relación significativa con esa historicidad monumental. De allí la importancia no solo del emplazamiento público del monumento, sino también de la forma y las circunstancias contingentes que posibilitan esos órdenes performativos. Irrupción que nos recuerda que el destino de todo monumento no es ser simplemente la proyección del orden existente. Sin embargo, sabemos que dicha realización interpretativa es siempre situacional, coyuntural, de acuerdo con la acción interesada de los agentes históricos. En Santiago, la fachada de la Universidad de Chile, inaugurando el siglo XXI, habla justamente de la transformación de dicha actualización interpretativa. Mientras el ejercicio patrimonializante celebra la arquitectura y “unidad estilística” del edificio; las fotografías de comienzo del siglo XXI, muestran dicha fachada cubierta de un gran lienzo por la educación gratuita y la escultura de su primer rector, Andrés Bello, encapuchado a la usanza de los estudiantes movilizados.

Universidad de Chile, fachada con lienzos y escultura de Andrés Bello,encapuchado con molotov y lienzo, Santiago. Imágenes: http://www.flickr.com/photos/elyguajardo/6005511765, http://www.flickr.com/photos/deoxy/78, 2013

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En Buenos Aires, la Casa Rosada, monumento del poder Ejecutivo, rodeada de rejas y vallas pareciera querer protegerse de la proximidad ciudadana. Mientras las rejas metálicas se cubren de los escudos de las 23 provincias argentinas; las otras, improvisadas en malla y madera, en torno a la Plaza de Mayo, se transforman en un gran pizarrón para los reclamos de una ciudadanía que se pregunta a quienes protegen y que ocultan estas vallas si los muertos son del pueblo.

Casa Rosada, rejas y escudos; vallas y grafittis, Buenos Aires. Imágenes: Laura González, Francisca Márquez, 2013.

En Brasilia, el eje monumental y su arquitectura modernista, blanca y pulcra, contrasta con las lanzas y tocados de cientos de indígenas que se agolpan en la Plaza de los Tres Poderes, para recordar que las urgencias no están en el Mundial de Fútbol, sino en el respeto a sus derechos sobre la tierra y las aguas. En el mismo vacío del eje, frente a la blanca cúpula del Museo Nacional, una muchedumbre de jóvenes y verdes globos, se agolpan para reivindicar la despenalización del consumo y la producción de marihuana.

Brasilia, eje monumental, marcha por la marihuana, marcha por la garantía de los derechos indígenas. Plaza de los Tres Poderes. Imágenes: J. Pimienta Veiga, 2014.

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Ciertamente, los procesos históricos construyen una valorización de las categorías significantes allí instaladas; pero las experiencias e intereses sociales construyen también significados diferenciados. Lo que para uno es un monumento a las bellas artes, para otros, no es sino el apertrechamiento de unos y la exclusión de los otros. “Esto es patrimonio”, rezan los carteles a lo largo del Parque Forestal de Santiago, exhibiendo los cuadros de la colección permanente del Museo de Bellas Artes. Los graffitis de sus paredes, sin embargo, nos advierten que las bellas artes no son tan bellas “a la vena”.

Museo de Bellas Artes. Pancarta del museo en el frontis y graffitis en su fachada. Imágenes: Francisca Márquez, 2013.

En este enfrentamiento entre actores y monumentos, sin embargo, los signos podrán ser siempre reclamados y contestados por los poderes originales. La limpieza semanal de las paredes y el blanqueamiento de los grafittis apostados en los muros de la monumentalidad, así lo indican. Pero así como jamás se tiene la completa libertad de nombrar las cosas como se quiera, así tampoco, se puede hacerlo exactamente como son. Ciertamente las formas institucionales de la monumentalidad ordenan las prácticas, las “formatean” e invitan a disposiciones y lenguajes específicos. Pero si el patrimonio genera una “audiencia cultural”, como se le ha llamado recientemente, prescribiendo la relación; dicha audiencia y sus prácticas también hacen patrimonio. En estos términos, en la provocación de la monumentalidad, también está la posibilidad del cambio cultural. La conmemoración permite un ejercicio de des-substancialización, restándole al acontecimiento (y al monumento) una suerte de materialidad simbólica per se. La celebración patrimonial irrumpe en la significación histórica (y épica) escenificándola como inevitable, pero al mismo tiempo como discurso performativo, producto y productor de identidades, rompe la rigurosidad empírica del relato histórico. Como en el mito, lo que importa no es la empíria de la fidelidad, sino su canto y su grito (Barthes, 2009).

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Izquierda: Buenos Aires, Plaza de Mayo, cruces por los caídos en las Malvinas. Imagen: Francisca Márquez, 2013. Derecha: Plaza de Mayo, frontis Catedral, Marcha Indígena a la ciudad capital, conmemoración bicentenario. Imagen: Liliana Tamagno,8 2010.

Si los mitos, metáforas y rituales entran en juego en esta celebración de la monumentalidad histórica, no es porque el corpus testimonial del monumento carezca de “efectos de realidad”. Por el contrario, estos “efectos de realidad” son los que posibilitan que el disenso se torne eventualmente posible. ¿Podría la estatua encapuchada y una molotov, encontrar un edificio más emblemático para su despliegue, que el de la Universidad de Chile, apostada en plena Alameda? ¿Podrían las excombatientes de las Malvinas apostarse en otro espacio que no sea el frontis de la Casa Rosada? ¿Podrían los indignados y los pueblos originarios de Brasilia, convocarse sino en la Plaza de los Tres Poderes?

Santiago, Frontis Palacio La Moneda, Marcha 12 de octubre. Imagen: Azkintuwe, 2011.

Frontis Biblioteca Nacional, Marcha Orgullo Gay. Imagen: Roberto Fernández, 2011.

8 Liliana Tamagno, directora Laboratorio Investigaciones Antropología Social LIAS, Fac. Ciencias Naturales, Universidad Nacional de La

Plata, “Identidad, etnicidad, interculturalidad. Indígenas en ciudad”.

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Sin ignorar las relaciones entre mito e ideología, ni que la religión civil de la nación posee un grupo de productores simbólicos, la conmemoración y la fiesta someten las categorías de la monumentalidad a revalorizaciones prácticas; es el riesgo de las categorías en acción (Sahlins, 1988).

9. Historia monumental y memorias ¿Hay una verdad en el monumento? ¿Se agota el Monumento Histórico Nacional en sus referencias históricas, en sus finalidades de instruir en la religión civil, en sus conmemoraciones patrimoniales? Bien podríamos concluir que no es el sentido monumental, formal y arquitectónico lo que cultiva al ciudadano, sino la historia y las utopías que ellos expresan. Enriquecido por la mimesis identificatoria con la forma, la monumentalidad abre siempre la posibilidad de identificación con la épica histórica de la nación y los grandes designios públicos. También podríamos concluir que la verdad del monumento está justamente en el origen y destino suprasensible de su materialidad, de su forma y del espacio que construye en el entorno público. Pero lo cierto es que en las formas monumentales se sintetizan los discursos de la nación; y es allí donde reside su poder, su capacidad de seducción y provocación. Pero los monumentos de la historia de la nación poseen filtros, capas de historia que se le superponen como pátinas, y que le otorgan la profundidad de campo para que cada uno lea desde donde puede y desea. Ese desvío que provoca la forma sobre la percepción de lo sensible, pasa y afecta también el relato histórico y el discurso de la nación. Es lo material y lo inmaterial que hablan entre sí (Mukarovsky, 2011:5). Es entonces que la verdad del monumento deja de ser una sola, y se transfigura en un campo de disputa de la historia y el discurso allí contenido. En este sentido, podríamos decir que no es el sentido monumental, formal y arquitectónico lo que provoca la disputa en torno al objeto, sino los designios y discursos del poder que este expresa y encarna emplazado en el espacio público. Es allí, en esas arenas del espacio público, que la verdad histórica del monumento y el discurso de la nación, pierde esa pátina que lo endurece en su verdad. Transgredir y valerse de los monumentos, es siempre un pequeño acto heroico de enfrentamiento al discurso y al poder de la nación. Batallas hechas de graffitis, lienzos y cuerpos apostados frente/bajo/sobre la historia monumental y que nos recuerdan que el futuro de la nación solo será posible si se nutre de esos cuerpos, de esas identidades y de esas memorias históricamente olvidadas.

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LA MEMORIA INSOLENTE LUCHAS SOCIALES EN CENTROS HISTÓRICOS Manuel Delgado Ruiz Universitat de Barcelona / Institut Català d’Antropologia Barcelona, España

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1. La expulsión de la historia de los centros históricos ¿Qué es un “centro histórico”? En la declaración final del Coloquio sobre la preservación de los centros históricos ante el crecimiento de las ciudades contemporáneas latinoamericanas, celebrado en Quito, en marzo de 1977, se postulaba una definición que remitía a “todos aquellos asentamientos humanos vivos, fuertemente condicionados por una estructura física proveniente del pasado, reconocibles como representativos de la evolución de un pueblo”. Se insistía en que “tal formación plantea como uno de los requisitos esenciales de los centros históricos que incluyan un núcleo social y cultural vivo”. Semejante acepción descartaba que un centro histórico pudiera devenir un área museificada, es decir una parcela de la ciudad de la que la vida real sistemática y continuada hubiera quedado retirada. Ni siquiera era indispensable que hubiera fragmentos dotados de valor arqueológico o “histórico”, es decir relativo a “grandes acontecimientos” del pasado. Lo que verdaderamente hacía reconocible un centro como dotado de valor protegible no era solo la nobleza cultural o artística de sus componentes o del conjunto, sino que estuviera vivo, es decir que tuviera pasado, pero también presente; que allí pudieran percibirse, como en un nicho geológico, los diferentes estratos del desarrollo de una comunidad urbana, el último de los cuales debía estar todavía activo. En las conclusiones de aquel encuentro se convocaba a proteger los centros históricos, pero no de sus habitantes y usuarios, sino de la desfiguración de que podían ser víctimas como consecuencia de actuaciones determinadas “por razones turísticas de coyuntura política o conmemorativa y de catástrofes naturales, aplicando criterios limitados que van desde la conservación de monumentos aislados hasta maquillajes escenográficos”.1 Han pasado más de siete lustros y esa definición está muy lejos de haber orientado los criterios que jerarquizan los espacios de una ciudad para destacar alguno como tesoro. La perspectiva experta establece que un centro histórico es un conglomerado monumental promocionable en virtud de ciertos valores abstractos de los que supone que es condensación. Una vez así considerado, el centro es tatuado como riqueza cultura y se constituye en una especie de área protegida en la que recibe derecho a existir una cierta verdad que, si no fuera por el recinto reservado en que se la confina, peligraría por causa de los factores depredadores –intereses económicos, apropiaciones prosaicas o el simple paso de los años– que la acechan. Ahora bien, sabemos que esos espacios, por así decirlo, “indultados” de la acción humana y del tiempo existen como contribuciones estratégicas a procesos que suelen ser, al mismo tiempo, de legitimación simbólica de las autoridades políticas que los patrocinan, al servicio de la ilustración de identidades e idiosincrasias impostadas afines a sus intereses y de promoción en el mercado internacional de ciudades, todo ello en el marco general del ciclo actual de globalización económica, política y cultural.2

1 Cf. http://ipce.mcu.es/pdfs/1967_Carta_de_QUITO.pdf. Las Normas de Quito de 1977 son una proyección al contexto latinoamericano

del plan de recuperación del casco viejo de Bolonia de 1970, centrado en conservar la condición viviente del centro histórico. Esta línea —denominada de conservación estructural— será formalizada en el Congreso de Ámsterdam de 1976 y la “Carta de Venecia”, y asumirá como sus objetivos principales sustraer el patrimonio edificado de las especulaciones del mercado inmobiliario y asegurar el mantenimiento de la actividad social y la población residente en los núcleos urbanos con valor histórico. 2 Hace tiempo que colegas míos bien cercanos —en el Departament d’Antropologia Social de la Universitat del Barcelona y en el

Institut Català d’Antropologia— están desarrollando líneas de trabajo que muestran como ninguna activación patrimonial puede ser considerada al margen del papel que juega en dinámicas de acumulación y expansión de capital a nivel ya planetario. Me refiero a los profesores Joan Frigolé, Camila del Mármol, Xavier Roigé, Llorenç Prats, Oriol Beltrán, Ferran Estrada o Marc Morell. Al respecto, asumo tanto sus presupuestos teóricos generales (Prats 1997) como las conclusiones de sus investigaciones empíricas (cf., por ejemplo, Del Mármol, Frigolé y Narotzky eds. 2010).

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Detectada la naturaleza última de la acreditación de “autenticidad” de centros históricos como elemento clave al servicio de lógicas generadoras de plusvalías económicas y simbólicas, solo queda reconocer sus efectos sociales, que con tanta frecuencia implican la expulsión de vecinos o usuarios considerados como incompatibles con la “calidad” que se busca obtener de esos núcleos urbanos singularizados. Estos procesos se están produciendo en centros históricos latinoamericanos, objeto de intervenciones que han intentado imitar el modelo europeo de turismo cultural (Gutiérrez 2009),3 preservándolos de los desmanes producidos anteriormente por intereses económicos que todavía no habían reparado en la industria turística como fuente de beneficios y rescatando lo que había sobrevivido a una antihistoricidad de un movimiento moderno que había dejado casi sin edificios antiguos a ciudades como São Paulo o Buenos Aires, por mucho que algunas ciudades —como el caso de Brasilia (Aragão Costa 2001)— hicieran de su modernidad la base de su singularización. Aunque, en realidad bien podría decirse que los centros proclamados como “históricos” no encarnan el pretérito, como pretenden, sino el porvenir, puesto que lo que hacen es escenografiar un determinado proyecto de lo que las elites quisieran que fueran las ciudades que dominan y administran. En efecto, en tanto que mecanismo pedagógico que aspira a ser, la especialización como “históricos” de ciertos centros urbanos ilustra a la perfección lo que Margaret Mead (1970 [1997]: 95-125) definió como naturaleza prefigurativa de la cultura occidental contemporánea, en la que lo que se da en legado de generación en generación, lo que se hereda —es decir, su patrimonio—, no es tanto el pasado como el futuro. En las ciudades latinoamericanas la función que habían asumido las plazas centrales como núcleos ceremoniales, religiosos, gubernamentales, comerciales, pero también de y para la interacción social, incluyendo aquella en la que se expresaban contenciosos colectivos, se está viendo transformada por su reconversión en espacios disecados a disposición preferentemente del mercado turístico. En todos los casos, la actuación consiste en generar meros circuitos por los que se hace transitar a los forasteros, desconsiderando cualquier elemento humano o urbano ajeno al relato simplificador que narran. Centros históricos como los de Cartagena de Indias, Cuzco, San Juan de Puerto Rico o Antigua Guatemala ya son paradigmas de esa producción de ambientes tematizados para su exhibición turística. A veces, la actuación puede implicar la generación de auténticas impostaciones, como el falso centro del siglo XVII en Santo Domingo. Ese destino puede traer consigo una determinada oferta residencial en “marcos incomparables”, en los que el inquilino o propietario podrá disfrutar de un “entorno incomparable”, un escenario cargado de prestigio. En algunos casos, tales procesos gentrificadores pueden implicar la destrucción de barrios antiguos considerados no lo suficientemente venerables y su sustitución por edificios de nueva planta destinados a estratos sociales altos, como es el caso de lo que fue Santa Barbara, hoy Nueva Santa Fe, en Bogotá. La reconfiguración como decorado turístico es, a su vez, compatible con un modelo de entorno atemperado, previsible y libre de sobresaltos, al que la clase media local puede también acudir a pasear o de compras.

3 Lo que, por cierto, da la razón a quienes ven en cierto tipo de intervenciones de reforma urbana hoy en ciertos países como una

forma de continuidad y renovación de las raíces coloniales del urbanismo desarrollado en los países llamados del “tercer mundo” (cf. Porter, 2007).

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Para tales finalidades se promueven actuaciones gestoras y urbanísticas cuyo fin es “liberar” los antiguos centros urbanos de lo que se supone que son sus factores de devaluación, siempre derivados —se sostiene— de su “usurpación” por parte de sectores sociales insolventes o problemáticos y por ello indignos de la consideración especial que merecen esos espacios por causa de su valor arquitectónico, histórico o cultural. Entre esos estudios de caso uno de los más conocidos sea el provisto por Setha Low (2000) sobre el Parque Central y la Plaza de la Cultura en San Juan de Costa Rica. Disponemos de un buen número de otras aproximaciones a ejemplos concretos de cuáles son las consecuencias sociales de los procesos de patrimonialización, como, por citar alguna más, el del centro de Coyoacán, en México DF (Ramírez Kuri 2006), o del de Valparaiso, en Chile, luego de su declaración como Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO (Guerrero Valdebenito 2011). El barrio de San Roque, en Quito, sería otro caso (Kingman Garcés, ed. 2011), como lo sería también el de la reconversión del de Abasto, en el centro de Buenos Aires, para convertirlo en una especie de parque temático gardeliano (Carman 2006). Los modelos desarrollados en diversas ciudades mexicanas —México DF, Puebla, Guadalajara y Monterrey— han sido analizados de manera conjunta desde la perspectiva de la gestión pública (Melé 1998). También podemos referirnos a excepciones escasas, pero significativas —La Habana Vieja o la Ciudad Vieja de Montevideo—, en las que, acorde con las Normas de Quito y su orientación social, las actuaciones de preservación de centros históricos han sido compatibles e incluso ha animado a la rehabilitación de viviendas populares y el mantenimiento de poblaciones que en otros contextos hubieran sido deportadas, al mismo tiempo que se estimulaba el comercio y se ampliaba las cualidades de versatilidad y heterogeneidad que ya eran características de los lugares intervenidos (Bagnera 2009). Son solo algunos ejemplos de cómo se ha abordado la pluralidad de acciones y actores involucrados en la reorganización de ciertos núcleos de ciudad como consecuencia de su etiquetado como históricos. Pero estos últimos ejemplos son ciertamente excepcionales. En el resto de casos, tras los rimbombantes epítetos de “rehabilitación”, “higienización”, “esponjamiento”, lo que se oculta o disimula muchas veces es el acoso contra pobres, prostitutas, comerciantes informales, disidentes o cualquier otro elemento que pudiera afear el producto buscado, que no es otro que el de un decorado para prácticas sociales rentables y debidamente monitorizadas. Por ello, en no pocas ciudades el casco viejo patrimonializado aparece vedado a actos de protesta y fortificado ante su proximidad. Por citar solo ejemplos circunscritos al verano de 2013 y relativos a tres conjuntos declarados Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, hemos visto que así ha sido en el caso de la Plaza Mayor o la Plaza San Martín, emplazamiento de las manifestaciones de protesta en Lima, clausurado ante las convocatorias de #Tomalacalle; el de la Plaza Grande en la ciudad de Quito, cerrada a las manifestaciones antigubernamentales contra la iniciativa Yasuní-ITT, mientras se permitía el acceso a las concentraciones de apoyo al gobierno; por último, es también el caso de todo el centro histórico de la capital federal mexicana, que quedó literalmente blindado —lacas metálicas protegiendo numerosas fachadas— ante las concentraciones derivadas de la huelga nacional de maestros.

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Es con tales fines de “pacificación” que se promulgan medidas, normativas o legislaciones que dejan en manos de la policía la garantía última de que el uso —aunque sería más propio decir consumo— de esos espacios se vaya a llevar a cabo sin alteraciones de ningún tipo. Planteándolo con claridad: en la inmensa mayoría de casos, se habla de “revitalización” de cascos históricos, pero no se está pensando en otra cosa que en su reapropiación en clave empresarial. En orden a habilitar esos barrios céntricos rigurosamente vigilados, reservados a vecinos y usuarios considerados “dignos”, exclusivos —y por tanto excluyentes—, lo que se acaba generando es una paradoja insalvable: su enaltecimiento en tanto que “históricos” requiere expulsar antes la historia de ellos. La exaltación de una cierta memoria —real o impostada, pero ante todo coherente y sin fisuras— es, simultáneamente, máquina de olvidar todo aquello que, presente o pasado, desmienta o contradiga la ilusión que se espera suscitar de una identidad que todos los segmentos sociales presentes —incluyendo aquellos que mantienen entre sí contenciosos emergentes o crónicos— deben acatar como ecuménica, en principio a nivel local y, si es posible —y esa es su máxima ambición—, universal, si la UNESCO les concede la pertinente homologación. En efecto, la simplificación y la homogeneización que se persigue de ese espacio exigen que las dinámicas sociales reales –las que hilvanan la vida cotidiana y la historia— hayan quedado como en suspenso, anuladas, contenidas más allá del perímetro de seguridad y contención que se ha levantado a su alrededor. Ha sido enaltecido y puesto entre comillas para mostrarlo como proscenio del consenso y la reconciliación entre sectores sociales con intereses e indentidades incompatibles, que asumen —muchas veces por la fuerza— la unificación afectual que supone la realización escenográfica de presuntas certezas históricas o culturales compartidas. Para cumplir su misión sedante, todo centro marcado como histórico en guías o inventarios exige mantener alejada la vida real con todos sus ingrediente de inestabilidad y desasosiego, incompatibles con la tematización —léase falsificación, simulacro o parodia— de que es objeto ese territorio para su puesta en venta. El espectáculo que las promociones inmobiliarias o turísticas han prometido, exige una total puesta bajo control de lo que es ya un puro parque temático o un centro comercial al aire libre, de los que debe quedar desterrado todo atisbo de complejidad y, por supuesto, de conflicto. Conviene, por tanto, deshacer lo que había sido la frecuente coincidencia entre centro histórico y centro urbano: todo centro proclamado histórico debe dejar de ser, para ello y de inmediato, no solo, como ha quedado dicho, histórico, sino también propiamente urbano.

2. Centro histórico y centralidad urbana ¿Qué es un centro urbano, en el sentido de espacio dotado de centralidad? En el plano funcional, se entiende que la centralidad de un área urbana debe propiciar una serie de relaciones eficientes entre los elementos que componen una determinada estructura territorial, para lo cual da forma y condensa una amplia gama diferenciada, pero articulada, de entidades, dispositivos y actividades. Esa extraordinaria heterogeneidad implica una cierta idea de simbiosis, es decir de funciones en espacios reducidos, con escasos efectos perturbadores y un gran número de

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efectos complementarios. El centro urbano cargado de centralidad es el escenario de las formas más fragmentarias, impersonales, efímeras y anónimas de vínculo humano; campo de confrontación de diferencias y de apropiaciones compartidas. En lo que inglés se conoce como downtown se da una compleja red por la que circulan, de manera constante y generalizada, intercambios e interacciones. Es también un polo saturado de valores compartidos o compartibles (Castells 1971; Álvarez Mora y Roch 1980). A pesar de los esfuerzos por desactivarlos, los centros históricos suelen coincidir con los centros provistos de centralidad urbana, tal y como acaba de ser descrita. Esos esfuerzos consisten en intentar aislar los cascos antiguos de las ciudades para recrear en ellos una cierta atmósfera de autenticidad, lo que requiere trasladar funciones y dinámicas que conceden centralidad fuera de ellos, incluso a la periferia. En eso han consistido la políticas urbanísticas de dispersión en el territorio de organismos, servicios y actividades que generaban centralidad: las “ciudades” sanitarias, judiciales, universitarias, lejos del centro; los grandes malls comerciales en nudos de autopistas; la expulsión de las cárceles fuera de los cascos urbanos; las ciudades-dormitorio que permitían exiliar a una clase obrera siempre dispuesta a convertir los barrios populares céntricos en fortines de resistencia; los espacios abiertos y alejados destinados a grandes concentraciones lúdicas o festivas —el caso del sambódromo en Río de Janeiro. Es también el caso de las “nuevas centralidades” en áreas subutilizadas, obsoletas o en decadencia, como las concebidas o en marcha para los planes de crecimiento urbano en Santiago de Chile, Quito, México, Bogotá y acaso en todas las ciudades en expansión de América Latina y del mundo. Esa voluntad de extirpar la centralidad de los centros históricos, para consagrarlos al simple consumo de pasado, puede ser del todo explícita. Así, uno de los artífices del supuesto “modelo Barcelona”, Oriol Bohigas, escribía: “Nuestras ciudades necesitan una doble intervención simultánea y coordinada: rehabilitar el centro histórico, actuando en ellos a fondo y dar ‘centralidad’ —urbanidad, identidad, monumentalidad, espíritu colectivo, participación politica— a la periferia” (Bohigas 1997: 163). Al respecto, cabe decir que esa meta de desproveer a las ciudades viejas de centralidad no siempre se ha obtenido o se ha conseguido solo parcialmente, es decir para ciertos recintos acotados. Es obvio que los avances en la tematización turística y consumista de los centros monumentalizados han neutralizado muchas de sus antiguas cualidades de centralidad, pero no por ello ha conseguido siempre esconder su ingrediente fundamental, que no es otro que la condición intrínsecamente alterada y conflictiva de la vida urbana. Como es sabido, en las ciudades latinoamericanas numerosos centros urbanos con la consideración de históricos son desarrollos de lo que fueron las plazas mayores o de armas características de la planificación colonial-misional. Heredan de ellas su papel de módulos en torno a los cuales, y desde un principio —a diferencia de las plazas renacentistas españolas—, se organiza toda la trama urbana, con la tarea de expresar y aplicar la dominación de una minoría sobre la mayoría, concretada en la suntuosidad de los palacios de gobierno o de justicia y de las catedrales o templos principales que rematan tales escenarios. Por supuesto que hay mucho en los centros urbanos actuales que reedita la misión de control del urbanismo de los conquistadores en América: resumen ideológico de las relaciones de sumisión que debe mantener una determinada comunidad urbana respecto de los funcionarios gubernamentales y religiosos y de las castas

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sociales hegemónicas; vocación de centralización administrativa y comercial; imposición de un modelo de ciudad en que se manifiestan jerarquías emanadas trascendental o sobrenaturalmente; esquematización espacial de unas relaciones sociales idealizadas en la utopía de un ciudad hiperordenada. (Rojas-Mix 1978). Luego, como consecuencia de las dinámicas de crecimiento urbano asociadas a la modernización capitalista, esos centros conocen sucesivos procesos de abandono por parte de las clases acomodadas, de cambios en la composición del vecindario, de tugurización y marginalidad social, de instalación de pequeñas industrias, de paulatina terciariazación. Pero todas esas etapas no dejaron en ningún momento de conocer formas de apropiación social que no podían estar hechas más que de lo mismo con que están hechas las sociedades que las protagonizaban: regularidades, pero no menos espasmos, improvisaciones, sacudidas, que en su conjunto implicaban el ininterrumpido paso del centro como centralización al centro como centralidad. La centralidad de los centros urbanos latinoamericanos no difiere de la que podemos encontrar en cualquier otra ciudad como la fuente fundamental de sentido en la configuración de cualquier sociedad urbana. En efecto, el centro con centralidad encarna el apogeo espacial de la acción social urbana, aquella que cualquier orden político querría sometido a constante escrutinio, pero que en la práctica se convierte en el escenario asiduo de todo tipo de desobediencias, desviaciones o indiferencias respecto de los códigos dominantes. A su vez, si lo contemplamos desde la perspectiva de la segregación espacial, y aunque se antoje un contrasentido, los centros urbanos pueden ser o incluir barrios marginales, aunque al mismo tiempo, o luego de determinadas intervenciones político-urbanísticas, sean el marco de la máxima especulación inmobiliaria, donde los precios del suelo son más elevados y donde el valor de cambio parece ser el único lenguaje aplicable. En cuanto a las prácticas usuarias que en ellos se registran, casi siempre se desentienden de la voluntad de sus diseñadores, puesto que son proscenio natural que cobija todas las variables de sociabilidad que un universo complejo como el urbano puede generar, entre ellas las vinculadas a su dimensión más conflictual, derivada de la existencia de segmentos sociales con intereses e identidades enfrentados y no pocas veces antagónicos. Las calles y plazas en que se despliega la centralidad urbana se perciben como espacios significativos para casi la totalidad de la población ciudadana, que acude allí para llevar a cabo todo tipo de actividades: burocráticas, profesionales, cívicas, religiosas, lúdicas, de aprovisionamiento, etc. El centro es pues un atractor de y para todas las gravitaciones sociales, lugar hipersocializado, marco de una actividad múltiple, paraje permanentemente fiscalizado, pero en el que es imposible evitar que proliferen las indisciplinas más imprevistas; donde puede pasar cualquier cosa en cualquier momento; donde es posible experimentar los encuentros más insólitos a cualquier hora del día o de la noche, puesto que el distanciamiento entre los desconocidos que concurren y coinciden puede conocer desarrollos inopinados que habrán de tener importancia vital para sus protagonistas. El centro es también el territorio en que las grandes instituciones tienen su sede. Allí están los palacios, las catedrales, los museos, los centros financieros, las sedes administrativas. También se levantan los monumentos más representativos, aquellos cuya función es que no se olviden los

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motivos fundacionales básicos de la sociedad, al menos desde el punto de vista de sus elites. El centro hace tangible la condición heterogenética, escindida y contradictoria de la vida urbana, aunque también su capacidad integradora. Es realmente el corazón de la ciudad, y lo es en doble valor metafórico que contiene la analogía orgánica: músculo que impulsa y recoge los flujos urbanos y lugar que acoge los sentimientos básicos de los habitantes de la ciudad. Eso es un centro urbano: el lugar de la centralidad no de la ciudad, sino de lo urbano como forma de vida. Esa naturaleza se intensifica a su máximo nivel cuando el nudo de funciones y actividades que conforma la centralidad no solo dimensional sino también funcional coincide con la acumulación de testimonios del pasado, como ocurre en los cascos viejos, en los que proliferan volúmenes de alta representatividad histórica, política, religiosa o cultural, que al margen de la autoridad trascendente que presumen encarnar, son también el fondo de decorado de espacios por los que, al pie de la letra, ha transcurrido y transcurre la vida de la gente, tanto en su vida ordinaria —trabajo, diversión, encuentro, paseo, avituallamiento—, como para la coincidencia multitudinaria cuando la ocasión lo requiere. Es la coordinación de tales atribuciones lo que hace que la centralidad de un centro urbano sea no solo social, económica, de comunicación, política, ceremonial, sino también, y en resumen, simbólica (Monnet 2000). La calidad especial de determinados lugares no resulta de una mera adición de rasgos morfológicos o funcionales, sino de que se les reconoce o se les pretende un valor añadido en tanto que lugares-símbolo, entendiendo símbolo como lo hace la antropología simbólica, lo que es del todo pertinente considerando la naturaleza sagrada de todo espacio monumentalizado, la que lo distingue por su capacidad de hipostatar los axiomas de los que se supone que depende la pervivencia de una determinada comunidad humana, en este caso la urbana. Las propiedades que asignan centralidad simbólica a un centro urbano son las mismas que, por ejemplo, Victor Turner (1967 (2005):30-31) atribuye a los símbolos rituales: condensación y unificación de significados dispersos y múltiples, y polarización de sentido, esto es síntesis en que se reúnen rasgos sensoriales, físicos y formales susceptibles de producir emociones y deseos de un lado y, del otro, valores y principios morales socialmente estratégicos y las normas que aseguran su acatamiento por parte de los individuos. Se hace preciso remarcar esa naturaleza ritual que viene conferida a ciertos lugares urbanos a partir de la eficacia simbólica que se les presume o se les reconoce. Ello implica que, en última instancia, tanto los conjuntos espaciales como sus elementos nodales maquetan un cierto orden social, ya sea deseado por una minoría social con control sobre la producción de significados, ya sea proyectado por sectores sociales subalternos que también se reconocen en la elocuencia de un determinado paisaje urbano. Esa plusvalía simbólica atribuida por unos o por otros a un parte de la trama urbana resulta de reconocer en ella conglomerados congruentes de símbolos en condiciones de provocar en los individuos algún tipo de reacción emocional y, en consecuencia, determinados impulsos para la acción, a la manera de una especie de reflejo condicionado culturalmente pautado. Tenemos entonces que la función que cumplen los espacios rituales —y un centro histórico lo es o quisiera serlo— es a la vez posicional —relativa a cuál es el lugar estructural de cada cual en relación con los demás—, conductual —cuál es el comportamiento adecuado para cada eventualidad— y emocional, es decir relativa a los sentimientos que cabe

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albergar ante cada avatar de la vida social, saturados como están de unas cualidades afectivas que impregnan de sentimientos gran cantidad de conductas y situaciones. Esa condición múltiple como quintaesencia de la vida social, condensadores simbólicos y espacios con valor ritual es la que convierte a los centros urbanos en la arena ideal que los segmentos con contenciosos activos —de los minoritarios o marginales hasta los que consiguen congregar grandes muchedumbres— ocupan con tal de llamar la atención no solo de los gobiernos que tienen allí su domicilio, sino del conjunto de la ciudadanía y de los medios de comunicación. Como ha escrito Pere López, “lo que se presenta como lugar para el control y en contrapartida puede ser también el lugar de la deserción, donde emergen comportamientos antagónicos con capacidad de hacer otro uso del espacio” (López Sánchez 1986: 12). Las luchas colectivas —del tipo que sean— encuentran en el centro urbano el marco idóneo en que amplificar sus contenidos vindicativos, hacer palpables conflictos cuya presencia irrumpe e interrumpe la vida ordinaria de las ciudades. Cada una de esas ocasiones demuestra cuán ficticia es la regularidad que se supone rigiendo la actividad de una ciudad, alterada por constantes espasmos de los que las fiestas ya eran anuncio y previsión. No hay metrópolis que no ofrezca un ejemplo de esa funcionalidad del centro urbano como escenario para que la sociedad se ofrezca los mejores espectáculos de sí misma, aquellos que la fiesta y su pariente mayor, la revuelta, le deparan. Es por esa tarea que desempeñan como espacios naturales para el conflicto que los centros urbanos son siempre, por definición, centros históricos. No en el sentido de catalogados por especialistas como tales, sino, como se ha dicho, en el de que allí se amontonan los acaeceres más aparentemente triviales —aunque acaso no lo sean para quien los vive—, pero también aquellos otros excepcionales que pueden hacer temblar una estructura social o un orden político y que a veces los transforman. Puesto que son verdaderamente históricos, los centros urbanos están saturados de rastros en los que una sociedad encuentra las huellas de sus propios pasos, los que vinculan su pasado con su presente y donde se ensayan los futuros, es decir todo lo que le proporciona una idea de consistencia y continuidad a una determinada comunidad urbana. Por ello un centro urbano está siempre rebosante de memorias, entre ellas las de todos los combates sociales que ha conocido y que, de algún modo, continúan allí, impregnando las piedras y el ambiente. En ese sentido, bien podría decirse que las manifestaciones de descontento social en las calles serían un paradigma perfecto —aunque por supuesto que no reconocido por la UNESCO— de lo que hoy se da en llamar patrimonio inmaterial o intangible, aunque sea por su pertenencia a la misma familia de formalizaciones expresivas colectivas a la que pertenecen las fiestas populares, de las que no dejarían de constituir una variante.4 El caso latinoamericano no tiene nada de excepcional al respecto. Todas las ciudades conocen plazas y calles indicadas para la fiesta y la lucha social, tecnologías ambas a disposición de colectividades que, de pronto, han decidido existir al pie de la letra, es decir como compactaciones humanas que actúan al unísono sobre un espacio que proclaman propio y a disposición de su expresividad. Esas alteraciones de la vida cotidiana son sin duda celebraciones en que determinada

4 Ha habido ensayos de inventariar la acción colectiva en centros urbanos como bien patrimonial intangible, precisamente por

su condición de parte de una determinada cultura tradicional y popular. Véase, al respecto, el estudio sobre las apropiaciones simbólicas de la trama urbana en Barcelona destinado al Inventari del Patrimoni Etnològic de Catalunya (Delgado, dir. 2004).

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parte de la trama urbana, reconocida como dotada de centralidad neurálgica y sentimental, es convertida en cartografía simbólica, con sus puntos fuertes en los que reunirse o ante los que detenerse y senderos rituales por los que circulan grandes coaliciones peatonales que se desplazan del lugar marcado de partida al lugar marcado en el que está previsto desembocar. Las imágenes que ilustrarían esa persistencia de las fracciones sociales discoformes con su situación a la hora de escoger sus querencias territoriales son fácilmente reconocibles. Lo hemos vuelto a ver en los primeros años de la década de 2010: Plaza de Armas en Chile, con motivo de las protestas estudiantiles; en la Plaza Bolívar, en Bogotá, en solidaridad con el paro agrario; todo tipo de protestas en la Plaza Murillo de La Paz, en el Zócalo de México DF, en la Plaza de Mayo de Buenos Aires, lugares a los que corresponde del todo la calificación de tradicionales por la fijación social por emplearlos para la expresión vehemente de reclamaciones colectivas. La antropología urbana y los estudios culturales nos ha provisto de algunos estudios sistemáticos valiosos a propósito de la dimensión ritual de las manifestaciones de protesta y la manera nada arbitraria que tenían de escoger sus escenarios en centros históricos, no solo por su historia, sino también por su centralidad. Son los casos de Medellín (Bolívar, 1994), México DF (Cruces 1998), o Buenos Aires (Entel 1996). Por su exhaustividad, merita subrayarse el estudio de Rubén Cantú Chapa (2000) sobre el Centro Histórico de México DF. Porque es realmente histórico, el centro urbano es un bien patrimonial, no de las instituciones que relatan a través suyo su propio pasado, ni de las iniciativas mercantiles que quisieran verlo traducido en negocio, sino de la sociedad que lo habita y lo emplea y, por descontado, de los colectivos que encuentran en él, el marco en que proclamar que existen y no callan sus agravios. Es la sociedad en su conjunto, y en especial sus fracciones más dinámicas y creativas históricamente, la que toma de manera cotidiana o excepcional un espacio que consideran su patrimonio, entendiendo patrimonio en su sentido estricto, lo que una generación hereda de la que le precede y le permite reproducirse; también lo propio, en tanto que apropiado y apropiable; lo que se posee por derecho, en este caso por el derecho adquirido que concede su usufructo intenso y continuado.

3. El papel de los centros históricos en los movimientos sociales Hemos visto que los centros urbanos encuentran en su naturaleza de escenarios para la confrontación social una de las claves de su centralidad simbólica. Es a ellos a los que segmentos sociales acuden para expresar ante los poderes, y ante el conjunto de la sociedad, sus quejas y reclamaciones. Contamos con muestras recientes de hasta qué punto permanece vigente la naturaleza de los centros urbanos como patrimonio social —es decir, como espacio de proliferación e intensificación de sociabilidades— y como barrios históricos —es decir, como espacios de y para el conflicto—. En efecto, desde 2011 se han reproducido a lo largo y ancho del planeta una serie de movilizaciones sociales que han sido tipificadas como “indignadas” y que han alcanzado un elevado grado de repercusión política y mediática. Siguiendo el referente que les prestaba el 15M en España u Occupy Wall Street en Estados Unidos, hemos conocido variantes específicamente latinoamericanas, como #TomaLaCalle en Perú, #YoSoy132 en México, Passe Livre en Brásil, Movimiento de los Pingüinos en Chile, expresiones locales de lo que se ha etiquetado como #GlobalRevolution.

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Estas corrientes de acción colectiva han tenido motivaciones distintas en contextos diferenciados, pero todas han compartido rasgos distintivos que les proporcionaban un carácter propio e inédito. Uno de esos elementos de originalidad es que el protagonismo le ha correspondido tanto a los movimientos en sí, como a los escenarios que escogían para escenificarse y cuyo valor simbólico aparecía sobremanera enfatizado: centros urbanos con elementos patrimoniales oficialmente reconocidos como tales —edificios singulares, puntos de atracción turística por su pintoresquismo, núcleos con valor artístico o cultural—, que eran vindicados por sectores en conflicto en términos litigantes y haciendo un uso polémico de ellos. En todos los casos se ha tratado no de ocupaciones transitorias que obedecían el formato tradicional de la marcha o la concentración, sino de auténticas tomas de larga duración, que se planteaban más bien como reapropiaciones, es decir, recuperación de espacios que consideraban propios —en tanto que de todos— y que rescataban de su enajenación o usurpación por las instituciones, la especulación inmobiliaria, la zonificación consumista o/y el turismo de masas. El formato ya estaba prefigurado en alguna de las llamadas “revoluciones de colores” en la Europa del Este, consistentes en una ocupación persistente de un centro urbano, como en los casos de la Trg Republike de Belgrado en el año 2000 o de Maidan Nezalezhnosti Kiev en 2003. Tal modelo se generalizó en los primeros años de la década siguiente y se concretó en los campamentos de protesta levantados en la plaza Sintagma, en Atenas; la plaza Al Tagir, en Saná; la plaza Tahrir, en El Cairo; la Puerta del Sol, en Madrid; ante la catedral de Saint Paul, en Londres; Gezi Park, en Estambul; la Praça do Rossío, de Lisboa; la plaza Habima, de Tel Avi; Zucotti Park, en Chicago; etc. Esta reinterpetación de los centros históricos en clave vindicativa, ha tenido también expresiones significativas en Latinoamérica, como lo demostrarían los plantones de indignados mexicanos —Parque Centenario de Coyoacán; Zócalo de DF o de Puebla; Parque de la Revolución de Guadalajara; Paseo de los Héroes en Tijuana; Plaza Lerdo en Veracruz, etc.—, o la acampada en Cinêlandia, en Rio de Janeiro.5 Pero hubo más en este tipo de apropiaciones insolentes de centros urbanos. No se trataba, como tantas veces antes, de repetir la apropiación civil y con frecuencia inamistosa de un centro urbano para hacer de él un telón de fondo sobre el que ejercer la libertad de expresión, obteniendo eco político, ciudadano y mediático. Ahora, los lugares en que se emplazaban los campamentos de protesta asumían el papel de auténticas entidades políticas autónomas y soberanas, a las que se conferían funciones interlocutoras y negociadoras propias a través del sistema asambleario de que se dotaban. Era como si el papel principal no le correspondiera tanto a comunidad social reunida, como al espacio en que se habían fijado. Los centros urbanos involucrados—siempre incluyendo atractivos patrimoniales y turísticos— ya no eran meros receptáculos o contenedores de una contestación social, sino instituciones súbitamente vivificadas que convertían a sus ocupantes en instrumentos al servicio de una indignación que ya no era de los ciudadanos, sino de la ciudad misma. La palabra no era la de los congregados en la plaza, sino de la propia plaza como reificación espacial de la sociedad civil en su conjunto.

5 Como se observará, la selección de ejemplos prescinde de la motivación concreta de la movilización y su significado político

para reclamar la atención sobre su condición de recurso consistente en llenar un centro urbano emblemático y con frecuencia monumental con una masa de usuarios que se asientan de manera prolongada en él para subrayar su valor simbólico como espacialización del conjunto de la sociedad o de un segmento importante de esta.

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Esa operación de reconquista del centro histórico para que se convirtiera de veras y hasta las últimas consecuencias en histórico lo era también de patrimonialización, esto es de requisa por parte de quienes lo consideraban herencia recibida de otros y otras que, antes y allí mismo, demostraron que la historia es la historia de las luchas sociales. Se ponía de manifiesto hasta qué punto es el espacio urbano, y en especial sus áreas centrales, las que se estaban convirtiendo en mucho más que escenarios pasivos a los que la historia sale o de los que es expulsada o mantenida a raya. Ahora son esos mismos centros históricos los que se convierten en campos de batalla simbólicos en lo que se dirime la cuestión esencial, no solo de para qué sirven y de quién son, sino sobre todo qué es lo que significan y para quién. Si las fracciones política y económicamente hegemónicas hacen de esos centros el lugar de su triunfo sobre el conflicto —tan anhelado como imposible—, el conflicto acredita su perseverancia volviendo una y otra vez a recuperarlo para imponer su propia recomposición socio-espacial, que también es, a su manera, de patrimonialización. La apropiación se impone entonces ya no molecularmente, como de ordinario, sino ahora masivamente sobre la propiedad y nos es dado asistir a una apoteosis, tan momentánea como rotunda, del valor de uso del espacio sobre su valor de cambio. Esa manera de reclamar como propio —en el sentido de apropiado y apropiable— un centro urbano para convertirlo en lo que se dice que es —histórico— advierte también de cómo el concepto de patrimonio —de vocación pacificadora y destinado a atenuar el ruido semántico propio de la vida urbana y calmar su tendencia natural a devenir polémica— puede acabar convirtiéndose él mismo en conflictivo. No son solo las instituciones las que pueden imponer sus criterios de recalificación de ciertas áreas urbanas homologándolas como “de interés”, es decir de interés para los intereses que representan y ejecutan. También los sectores más inquietos —y por ello más inquietantes para según quien— de la sociedad pueden tener su propia idea de en qué consiste revalorizar y considerar “históricas” ciertas calles, plaza y avenidas. La irrevocabilidad y la transmisibilidad de un espacio urbano no vienen dadas solo por un procedimiento jurídico-administrativo o un dictamen experto que deciden etiquetarlo como proteger al fin y al cabo de sí mismo, es decir de las dinámicas que lo convierten en espacio viviente. Los propios actores sociales pueden considerar que esos lugares son los marcos de su memoria colectiva, pero también de la grandeza microscópica de su vida ordinaria o de sus despliegues tumultuosos en la fiesta y la revuelta. En eso consiste entender el valor de un patrimonio al que le convendría un calificativo que nunca le acompaña, que es el de “social”. Es así que esa otra definición de patrimonio —lo que Michel Rautenberg (2003) llamaría “la ruptura patrimonial”— le permite a los lugares a los que se atribuye una eficacia simbólica no aplicarla en el sentido oficialmente esperado —puesta a distancia del pasado y anulación del presente y el futuro en un espacio sin tiempo—, sino en el contrario: invasión constante, molecular o masiva, del acontecimiento; memoria no momificada, sino activa, vigente, actual; anuncio de que el futuro ya ha llegado y está entre nosotros. Se confirma con ello la intuición de Henri Lefebvre a propósito del espacio monumental, que es, para quien lo monumentaliza —sea el poder político, un sector o clase social o cada individuo—, el resumen enaltecido y radical de su propia espacialidad, es decir de su capacidad o de su voluntad de congregar lo pensado, lo vivido y lo percibido; los gestos, las palabras y los

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sueños; todo lo que hace o quisiera hacer del monumento “un horizonte de sentido” (Lefebvre, 1974 [2013: 264]). Espejo colectivo en que se refleja o se querría ver reflejada la totalidad del espacio o el espacio como totalidad. Es en función de quién y para quién ese espacio aparezca saturado de valor que allí podremos reconocer bien la descontextualización absoluta proyectada por las instituciones y los intereses económicos, bien la hipercontextualización que supone la pluralidad inmensa de las actividades societarias reales. Frente a las calificaciones y clasificaciones jurídico-administrativas que embalsaman los centros históricos para convertirlos en oferta de consumo, muchas veces o de vez en cuando, se levanta el desacato innumerable de las prácticas y las poéticas ordinarias o excepcionales, molares o moleculares, de una sociedad real que una y otra vez hace suyos, porque son suyos, muchos de esos puntos resaltados en los mapas turísticos y en los catálogos de bienes culturales, los apea de su solemnidad, los desviste de su arrogancia, les arranca de su pedestal, los emancipa de quienes, afirmando preservarlos, los tenían secuestrados.

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CENTRO HISTÓRICO, CASAS Y BARRIOS OBREROS EN LIMA HABITANDO EL OLVIDO: VIVIENDA POPULAR COMO PATRIMONIO HISTÓRICO Wiley Ludeña Urquizo Director Revista URBES, Lima, Perú

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Resumen

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l artículo aborda una de las cuestiones menos conocidas y valoradas de la realidad del Centro Histórico de Lima: el caso de los ‘barrios obreros’ y ‘casas de obreros’ edificadas entre la segunda mitad del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX. La mayoría de ellos se ubican dentro o al borde de lo que hoy se delimita como el Centro Histórico de Lima. Constituye un extraordinario fondo patrimonial material e inmaterial que representa, no solo los inicios de una transformación industrial del país y su impacto en la ciudad, sino que ha sido marco propiciatorio del surgimiento de una cultura obrera moderna en Lima. A diferencia de la experiencia internacional y no obstante existir ejemplos de extraordinaria y original factura proyectual y constructiva, ninguno de estos barrios han sido reconocidos como “patrimonio histórico”. En la actualidad este importante legado se encuentra en el olvido, degradado y en sistemática desaparición.

1. A modo de introducción ¿En qué casas de la dorada Lima vivían los obreros que la construyeron? Bertolt Brecht Preguntas de un obrero ante un libro (1934)

Las señales de precariedad de los centros históricos como Lima, revelan que gran parte del fondo residencial degradado lo constituye no solo parte de las imponentes casonas señoriales de los tiempos de la colonia, sino fundamentalmente la riada de viviendas individuales o colectivas construidas desde el siglo XIX para ser adquiridas o alquiladas a los sectores populares y de trabajadores. Con diversas denominaciones empleadas en América Latina, se trata de una excepcional serie edilicia conformada por callejones, casas de vecindad, corralones, cités, residenciales, cortiços, así como casas obreras, quintas obreras o barrios obreros, entre otras tipologías y designaciones de aquello que a fines del siglo XIX se conocía como las ‘habitaciones populares’. Un rasgo característico de esta serie edilicia popular lo constituye el hecho que la gran mayoría de estas viviendas, construidas básicamente entre la segunda mitad del siglo XIX y primera mitad del siglo XX, se encuentra ubicada en lo que hoy se reconoce como el área central de la ciudad y, en algunos casos, en el mismo Centro Histórico patrimonializado. Este es el espacio tensional en el que se construyeron estas viviendas y que registra en su piel todas las operaciones de subversión, ruptura o innovación que tuvieron lugar sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX, entre la ciudad de herencia colonial y el nuevo formato de metrópoli moderna del capitalismo dependiente en permanente subdesarrollo. Tal vez uno de los capítulos más complejos y fascinantes de la historia urbana de las grandes ciudades de América Latina tenga que ver en gran medida con este período complejo de construcción de las nuevas repúblicas. Período que se procesaría exactamente en los intersticios de una ciudad decimonónica que insur-

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ge al siglo XX en medio de las oposiciones barbarie/civilización, Colonia/República, dictadura/ democracia o tradición/modernidad, entre otras. ¿Qué hacer con este fondo residencial de viviendas y urbanismo popular histórico que para cierto discurso oficial y conservador se halla desprovisto en la mayoría de los casos de aquellos valores ‘artísticos’ y de monumentalidad característicos de la serie edilicia del poder religioso, militar o civil? ¿Qué hacer con un patrimonio edilicio de por sí precario, pero que encarna de manera vital no solo la identidad morfológica y cultural de muchas ciudades y sus centros históricos, sino la memoria histórica de un vasto sector de la población, cuya contribución desde la política, la música, la literatura, el baile y hasta la gastronomía, ha sido esencial? Más allá de la experiencia internacional que ha registrado desde hace décadas procesos de revalorización de este patrimonio edilicio popular y obrero, con destacados ejemplos en América Latina como es el caso de las cités en Santiago de Chile o algunos cortiços en Río de Janeiro, lo cierto es que esta cuestión continúa siendo un problema no solo irresuelto en el área central de Lima, sino que tampoco ha sido considerado como un tema inherente a los discursos de valorización del patrimonio y las preexistencias históricas. El período de registro del presente texto se extiende desde el inicio del primer ciclo de expansión económica experimentado alrededor de la década del cuarenta del siglo XIX hasta fines de la década del treinta del siglo XX. El período de cierre es 1940, año del devastador terremoto de Lima que trajo como consecuencia cambios sustanciales en los modos tradicionales de producir la vivienda obrera y popular. En adelante desaparecería prácticamente no solo la denominación de ‘vivienda obrera’, sino la responsabilidad del Estado respecto a ella. Surge la barriada como el nuevo destino residencial de los trabajadores y los cientos de miles de migrantes andinos que empezaron a llegar masivamente a Lima. Es el fin de una época, pero el inicio de otra. Desde el punto de vista de la preeminencia de uno u otro tipo edilicio y urbanístico, el período 1845-1940 comprende tres grupos de solución que registran una cierta especificidad en función de las características sociales y tipológicas de la vivienda obrera y popular ubicada en el área central histórica de Lima: • Callejones, solares y casas de vecindad convertidas. Primeras migraciones 1845-1900. • Casas obreras o quintas obreras y casas de vecindad de origen. Entre Estado paternalista, negocio inmobiliario y urbanismo social: inicios de una tradición. 1900-1915. • Barrios obreros. Entre filantropía oligárquica y Lima del capitalismo industrial moderno. 1928-1940. En el caso peruano, la producción de esta serie edilicia de vivienda popular y obrera en el área central de Lima está vinculada en su origen, funcionamiento y promoción a alguno de estos tres sistemas de producción de la vivienda: el que corresponde a las iniciativas privada, estatal y comunal. A su vez han generado aquello que se ha denominado las tres tradiciones del urbanismo peruano: la del urbanismo privado, el urbanismo estatal y el urbanismo de barriadas (Ludeña 2004: 44-48).

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2. Vivienda popular en la Lima de la bonanza guanera: 1845-1900 La imagen de una Lima en ruina económica y casi en anomia total tras la Declaratoria de la Independencia ha construido la idea, con repercusiones incluso en la historiografía urbana académica, que hasta mediados del siglo XIX no pudo erigirse casi ninguna nueva edificación. Como reafirmando esta percepción, José García Bryce, sostiene: En cuanto a la casa solariega, su arquitectura, en Lima, se mantuvo prácticamente inalterada hasta la década de 1870, y hasta comienzos del presente siglo en otros lugares. No solo son similares a sus antecesoras virreinales las casas del siglo XIX, sino, además, un considerable número de ellas son realmente casa coloniales refaccionadas o ampliadas (García Bryce, 1980: 94).

Esta es una afirmación cierta. Sin embargo, es parcialmente correcta porque al no mencionar otras posibilidades de vivienda construida, podría entenderse que en Lima, hasta antes de 1870, no hubo construcción de vivienda nueva o que todo fue objeto solo de formas de renovación y ampliación de las ya existentes. En términos absolutos, entre las 10 597 unidades registradas en 1836 por el primer censo republicano de Lima (Córdova y Urrutia 1839: 49)1 y las 13 093 unidades registradas en 1857 (Fuentes 1858: 653) existe una diferencia de 2 496 edificaciones nuevas construidas en el lapso de 18 años, a un promedio de 138,6 edificaciones por año. Lima contaba en 1836 con 55 627 habitantes, mientras que en 1857 la población se había incrementado a 94 195 habitantes. En relación a la vivienda, de las 3 376 viviendas (casas grandes y pequeñas) registradas en 1836 se pasó a 5 426 viviendas en 1857, un incremento del 60,72 %. Si bien en este rubro se percibe un incremento considerable, lo es mucho más en relación a la ‘vivienda popular’. En este caso, el número de callejones registrado en 1836 pasa de 247 unidades a 466 unidades en 1857, un incremento de 88,66 %. Si al rubro callejones se suman los otros tipos identificados con la vivienda popular como los corralones o altillos, este incremento se hace notorio. En el censo de 1857 aparecen los altillos (324 unidades), tipo de edificación que no estaba considerado en el censo de 1839. Se percibe igualmente un incremento en el rubro de las ‘casas pequeñas o medianas’ típicas de la clase media de entonces. Se produce un incremento del 24,5 % respecto a las 2 105 unidades registradas en el censo de 1836. Es evidente que el mayor crecimiento de obra nueva construida a nivel de la vivienda se registró en el sector del hábitat popular. En la mayoría de los casos se trató de la construcción de vivienda de alquiler. Es posible que pocas veces como en este período, se haya producido una cantidad apreciable de vivienda de alquiler para los sectores menos favorecidos de la población, todo ello en el marco de una inversión eminentemente especulativa. Es en este período donde tuvieron su implantación inicial o una posibilidad de recreación tipológica todas las versiones de vivienda de alquiler que aparecieron posteriormente en Lima: desde el callejón en versión más depurada hasta las ‘casa de vecindad’, pasando por las hileras de casas-cuarto con frente a la calle.

1 Los resultados de este censo dirigido por José María Córdova y Urrutia han sido cuestionados.

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El incremento de la serie de vivienda popular registrado durante el período comprendido entre 1836, ad portas del inicio del boom guanero, y 1908, cercano a inicio del siglo XX, la tasa de crecimiento puede considerarse notoria. En el rubro callejones, de los 247 callejones registrados en 1836 se pasó a 664 unidades en 1908 (Ministerio de Fomento Dirección de Salubridad Pública 1915: 1013). Esto significa un incremento de 37,19 %. Pero este es un dato que no demuestra el incremento real de unidades de habitación registradas bajo el rubro callejones. En 1908 el número de cuartos registrados en el conjunto de las 664 unidades sumaba la cifra de 13 018. La población residente alcanzaba la cifra de 34 343 habitantes con un promedio de 50,7 habitantes por callejón. Para este año el censo registró 978 casas de inquilinato con un total de 36 103 habitantes y 18 247 cuartos. Significa que en 1908, el 50 % de la población, 70 446 habitantes, habitaban en callejones y casas de inquilinato. Si a esta cifra se añade la población que residía en los solares, corralones y otras tipos del hábitat popular, la cifra resulta semejante a ese 74,5 % de la población pobre que en 1903 habitaba Lima en condiciones de precariedad. Si se observan los porcentajes de cada tipo edilicio de la vivienda en el conjunto del fondo residencial, resulta que mientras en 1836 el número de callejones representaba el 2,82 %, en 1908 constituía el 5,48 % del total edificado. En cambio, si en 1836 la casa familiar individual representaba el 38,53 %, en 1908 constituía el 47,67 %. Esto significa que entre 1836 y 1908 el rubro callejones se incrementó en un 52 %, mientras que las casas unifamiliares apenas en un 20 % (Tabla 1). Es interesante advertir dos fenómenos singulares pero objetivos a inicio del siglo XX: por un lado, el significativo número de casas desocupadas y, por otro, el surgimiento de las casas de inquilinato o casas de vecindad de origen. Este fenómeno puede explicarse tanto por el éxodo masivo de numerosas familias de elite debido al impacto de la epidemia de peste bubónica de 1903-1904, cuanto por el creciente prestigio social que iba ganando el suburbio sur de Lima (Chorrillos, Miraflores y Barranco) como lugar especial de residencia. El surgimiento de las casas de inquilinato de origen, una especie de casa urbana colectiva de cuartos seriados de relativa mejor calidad e imagen que los callejones y solares, obedece al incremento de la demanda de vivienda de alquiler por parte de la creciente “clase media” (empleados y obreros calificados) beneficiada por el ciclo de expansión económica y prosperidad que se experimentaba entonces. Pero también al ingreso de un nuevo contingente de inversores al negocio inmobiliario de vivienda de alquiler, como serían los representantes de la colonia italiana, quienes impusieron este nuevo tipo edilicio en las zonas de Barrios Altos, el Rímac, Monserrate y La Victoria. Junto a este tipo edilicio de vivienda colectiva fomentada por los promotores italianos, habría que sumar las ‘villas’, una especie de vivienda individual familiar con puerta a la calle, pero con un componente lateral o posterior de cuartos o ‘departamentos’ seriados. El otro tipo edilicio seria el chalet urbano y suburbano (Panfichi 1995: 15-42, Bonfiglio 1995: 43-73).

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Tabla 1. CONSOLIDADO POR TIPOS DE VIVENDA GENÉRICOS. LIMA CERCADO. Porcentajes en función del total residencial, no del total edificado.

1836

TIPOS DE VIVIENDA

Número

Casa familiar individual

1857 %

3 376 38,53

Número

%

%

5 775

47,67

711

5,80

Casas de inquilinato

978 247

2,82

Solares

250

2,85

Corralones

47,92

Número

1913

Casas desocupadas Callejones

5 426

1908

466

4,12

96

0,85

167

1,47 45,64

Tiendas

4 890 55,80

5 168

Total uso residencial

8 763

11 323

Número

%

7 573

67,99

8,07

755

6,78

664

5,48

671

6,02

267

2,20

3 719 30,70

2 139

19,20

12 114

11 138

Nota: Bajo el rubro “casas familiar” se ha juntado lo que en los censos diverso se denominan casas y casitas (1836), casa grande, casa chica (1857), casas altos, casas bajos (1908). Fuente: Córdova y Urrutia 1839, Fuentes 1858, Concejo Provincial de Lima 1914, Ministerio de Fomento - Dirección de Salubridad Pública 1915.

El incremento de la demanda habitacional por parte de la población migrante y pobre de Lima desde mediados del siglo XIX, siguió el curso cíclico de la economía peruana y la dinámica crecientemente especulativa del negocio de bienes raíces. El alquiler de las casas y los callejones experimentaron un crecimiento de 8 % al 10 % anual entre 1855 y 1869. Una casa de 8 a 10 habitaciones cerca a la Plaza de Armas podía ser vendida entre 8 000 y 9 000 pesos, y alquilada a 100 pesos mensuales. Las habitaciones interiores se pagaban entre 7 y 8 pesos por pieza. Los cuartos de callejones costaban igual y, de 4 a 7 pesos, fuera de la Plaza de Armas. En suma; el alquiler de viviendas estaba equiparado al de las tiendas comerciales (Basadre 1983: 160-161).

3. La Lima de la “vivienda obrera”. Primeras intevenciones. Entre el miedo social y razón política 1900-1915 El advenimiento del siglo XX coincidió con el desarrollo del segundo gran ciclo de expansión económica de la historia republicana del Perú. Lima volvió a crecer en términos físicos y de población: de los 103 956 habitantes registrados en 1891, se produjo un ‘salto demográfico’ al alcanzar en 1908 los 140 884 habitantes (Rottenbacher 2013, Torrejón 2006, Ministerio de Fomento Dirección de Salubridad Pública 1915). Sin embargo, no obstante a estos cambios y tiempos de prosperidad, la calidad de vida y las pésimas condiciones de las ‘habitaciones populares’ no solo no mejoraron, sino que se tornaron cada vez más críticas.

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Alrededor de 1900 la situación parecía ser insostenible. Entre 1900 y 1902 la magnitud y persistencia de las huelgas y reclamos laborales era de tal grado que incluso se había propuesto hacer un registro de obreros a efectos de controlar sus actividades. Posteriormente, en 1905 se formaron entre los obreros los primeros círculos anarquistas. Y en ese mismo año, durante el desfile del 1 de mayo aparecieron las primeras banderas rojas y se produjo una importante huelga en el Callao, la cual terminó en una masacre policial contra los huelguistas. Y en 1907 tuvo lugar la primera huelga general en Vitarte, el núcleo obrero de la Lima de entonces. Sin embargo, esta creciente movilización popular generada como expresión directa de las pésimas condiciones de vida, no era la única señal visible de una situación social que requería cambios perentorios. El otro signo obvio tuvo que ver con la situación sanitaria francamente deplorable en la que estaba inmersa la población trabajadora. La terrible epidemia de peste bubónica de 1903, no hizo más que confirmar de modo dramático este hecho. En todo caso no fue sino la continuación de una serie de epidemias crónicamente instaladas entre los pobres de Lima (Cueto 1997, Lossio 2002). Ante un contexto de intranquilidad política que podía desestabilizar al régimen oligárquico y con el peligro sanitario que ya había demostrado no reconocer fronteras sociales, diversos sectores de la opinión pública empezaron a plantearse seriamente la necesidad de mejorar las condiciones de vida de la población trabajadora. Alrededor de 1900 empezó a registrarse un intenso debate público sobre el particular liderado por los primeros ‘higienistas’. De ellos surgieron las críticas y propuestas más ‘audaces’ como las planteadas por los doctores Rómulo Eyzaguirre y Enrique León, así como los ingenieros Pedro Paulet y Santiago Basurco entre otros destacados profesionales y reformadores urbanos, cada quien con visiones políticas distintas. El discurso higienista del novecientos parte de un convencimiento de base: que la causa de todas las enfermedades que asolaban a Lima permanentemente tenían una relación directa con las lamentables condiciones de higiene y confort de la vivienda de los trabajadores. El examen de Santiago Basurco sobre la situación existente tiene un sesgo inevitablemente ingenieril: No se necesita pensar mucho, que en nuestras habitaciones de obreros llamados callejones, la prescripción que se sigue invariablemente, es la de dar la menor extensión posible a cada habitación, a fin de sacar el mayor provecho del terreno; el aire y la luz son factores que no tienen absolutamente en cuenta; la vida del inquilino poco importa (Basurco 1905: 55-83).

No siendo ingeniero y arquitecto, el doctor Rómulo Eyzaguirre en su estudio sobre las cifras del censo de 1903, estableció por vez primera una identificación entre las características de la vivienda obrera y su influencia en los comportamientos sociales y las altas tasas de mortalidad existentes en la población pobre de Lima:

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Es cosa bien averiguada y puesta ya fuera del campo de la discusión seria, que la calidad del alojamiento desde el punto de vista de sus condiciones hígidas (sic), es un factor que interviene poderosamente en la conservación de la salud y consecutivamente en la prolongación de la vida, pues que el buen modo de alojarse, significan para el individuo: aire, luz, calor, buena ventilación, buen soleamiento, buen terreno, buena agua, alejamiento de contagio, elementos todos de vida, si se ha admitir que esta no es más que una resultante de condiciones (Eyzaguirre 1906: 23-52).

Una de las conclusiones que mencionaba arriba el doctor Eyzaguirre, entre otras tantas, era que Lima padecía de déficit de vivienda, un serio problema de sobrepoblación (o hacinamiento) en el caso de las viviendas del tipo callejones y casas de vecindad. Finalmente al establecer una relación entre tipos de vivienda, superpoblación y mortalidad propuso un mapa de Lima con el registro de las zonas más insalubres en las que se requería una urgente intervención para el “saneamiento y la higienización”. Ciertamente, la primera década del siglo XX fue un período intenso en debates y discusiones sobre el tema de las condiciones higiénicas de la ciudad de Lima y, en particular, sobre la calamitosa situación de la vivienda obrera. Probablemente la terrible epidemia de peste bubónica que asoló Lima en 1903 haya sido el marco dramático que sirvió de motivación para una discusión pública sin precedentes hasta entonces. Debate público contrapuesto que sirvió para conocer propuestas como la de los barrios obreros o la de los servicios comunales, formuladas por el doctor Enrique León García. Como también conceptos como los de la “City-jardín” (sic), en expresión de Pedro Paulet, quien, además, estableció por vez primera una clara distinción entre “vivienda obrera” y “vivienda barata” (León García 1906: 53-83, Paulet: 1910). La consecuencia práctica de todo este debate y la crítica a la lenidad del Gobierno y otras instituciones en la solución de las condiciones miserables del hábitat popular, fue que se presentaron enseguida medidas en diversas instancias. Por un lado, la Municipalidad de Lima, con la alcaldía de Guillermo Billinghurst, decidió financiar la construcción de viviendas para ser repartidas entre los obreros más ‘destacados’ de Lima. Por otra parte, la Municipalidad del Callao, formuló en 1910 un “Proyecto de Reforma Urbana” que incluyó entre otras cosas, la remoción de todas las viviendas insalubres, para su renovación o construcción nueva. Asimismo, la Sociedad de Beneficencia Pública de Lima [SBPL] decidió reorientar sus actividades a la construcción de viviendas colectivas de distinto formato a las casa de vecindad o callejones. Los obreros, por su parte, empezaron a unirse en distintas formas de organización —como la llamada Congregación San José— para la construcción de viviendas para sus miembros. Finalmente, lo construido en número de viviendas no guardó ninguna proporción con la gravedad del problema y las carencias. El Estado construyó en 1912 algunas casas seriadas en Malambo concebidas por el ingeniero del Estado, Enrique Silgado, con el sistema constructivo Bianchi. La Municipalidad hizo lo mismo en la Victoria entre 1909 y 1910. La SBPL llegó a construir tres edificios, dos de ellos dirigidos al alojamiento de la clase media baja y el otro a un sector más o menos solvente de los obreros limeños. Mientras tanto, la congregación San José inauguró 24 casas en 1911, de las 64 previstas.

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Las ‘casas de vecindad’ de origen. Innovaciones tipológicas en el infierno Las casas de vecindad constituyen un producto edilicio promovido por el capital rentista como parte del boom de la vivienda de alquiler destinado a los estratos bajos que se produjo en la Lima del novecientos. “La historia de las casas limeñas de vecindad aún no ha sido escrita”, sentenció Hernán Revoredo Castañón en 1981 en la introducción de uno de los primeros registros efectuados de las casas de vecindad de origen (Revoredo 1981). Otra investigación que consigue formular una sistemática preliminar de variantes e invariantes tipológicas de estas casas de vecindad, es el estudio de Arturo Ruiz y Julio Torres Casas de vecindad de Lima. Período 1850-1930 (2006). No obstante estos aportes los vacíos de cocimiento sobre este tipo edilicio persisten aún en muchos sentidos. La necesidad de seguir explorando continua vigente.

Casas de vecindad de origen

De arriba a abajo y de izquierda a derecha: Casa de vecindad – Barrios Altos. Casa de vecindad, Rímac - Jirón Trujillo (demolido). Casa de vecindad – Barrios Altos. Casa de vecindad – Barrios Altos. Dibujos: Wiley Ludeña Urquizo 2013

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Las casas de vecindad de origen son una forma de vivienda colectiva de inquilinato concebidas como tales desde el inicio como una edificación por lo general de dos niveles (existiendo algunos de tres y, excepcionalmente, cuatro niveles). Poseen un número de unidades de vivienda que puede oscilar entre 16 a 108 unidades. No existe un formato exclusivo para la constitución típica de una casa de vecindad. Su capacidad de adaptación a terrenos de distinta forma y dimensión ha sido tal que es posible encontrar una variedad importante de soluciones. Sin embargo es posible advertir no solo algunas constantes, sino también variancias desde la casa de vecindad más cercana al tipo de un callejón, pero en este caso de dos pisos, hasta la versión clásica de la casa de vecindad limeña: un complejo de dos pisos con hileras de vivienda adosadas lateralmente (algunas veces bajo el sistema back-to-back) con circulaciones externas (balcón corrido) y pasadizos internos. La casa de vecindad puede ser considerada como una experiencia límite en el que convergen diversos tipos edilicios vinculados a la tradición de la vivienda colectiva, como las rancherías, el callejón o las casas de tres o cuatro familias coloniales. La presencia de estas citas resulta mucho más evidente que la igualmente importante filiación de la casa de vecindad limeña con la casa de vecindad inglesa de mediados del siglo XIX como las diseñadas y construidas por la sociedad de Lord Ashley y por Henry Roberts, interesados en construir viviendas nuevas para familias de trabajadores. Las casas de vecindad de origen continuaron construyéndose aproximadamente hasta fines de la década de los treinta. Su gradual disminución no solo tuvo que ver con las demandas de una vivienda con mejores estándares de habitabilidad, sino también con el desarrollo de las pautas iniciales de un urbanismo que empezaba a privilegiar el lote y la vivienda individual como patrón de crecimiento residencial de la ciudad.

Estado, filantropía y urbanismo social: ‘Casas obreras’ y ‘Quintas obreras’ Hasta la asunción de Guillermo Billinghurst a la alcaldía de la Municipalidad de Lima (1909-1910) el Gobierno de la ciudad no se ha había planteado como suya la responsabilidad de proponer una política pública de vivienda social y, por tanto, participar activamente en la promoción y construcción de viviendas para la población obrera y pobre de la ciudad. Se trata del primer alcalde en involucrar al Municipio en una política de compromiso con la resolución de las principales demandas del proletariado limeño de entonces. Billinghurst no fue un socialista convencido, pero tenía muy claro sus objetivos: higienizar las habitaciones del pueblo y construir nuevas casas para los que trabajan. A pesar de la oposición de los sectores más conservadores y no obstante las limitaciones financieras, la administración municipal de Billinghurst propuso en 1910 la construcción en la zona de Santa Sofía, La Victoria, de viviendas obreras como parte de un proyecto urbanístico mayor. Programa y proyecto que no solo recibiría mayor apoyo, sino intentaría ser ampliado al acceder Billinghurst a la presidencia del país (1912-1914).

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Las ‘casas para obreros’ construidas por la municipalidad intentaron ser una puesta ejemplar de nuevas concepciones y métodos constructivos desconocidos hasta entonces en Lima para el caso de la construcción de viviendas obreras. El diseño de las viviendas, tal como quedó registrado en el plano original publicados en El Comercio del 28 de Julio 1910 y en la revista Variedades nº 124 del mismo mes y año (El Comercio 1910: 5; Variedades 1910: 876877). Fue elaborado por el ingeniero Pedro E. Paulet, director de la Escuela de Artes y Oficios. Se trataba de dos tipos de vivienda de 75 m2 de área y concebidas para ser construidas en un lote de 15 m por 5 m. Estas casas, que luego fueron asignadas por sorteo entre los obreros registrados en la Asamblea de Sociedades Unidas y la Confederación General de Artesanos, se concibieron como “casas modelos” del también “barrio obrero modelo” a ser construido por la Municipalidad. El complejo debía constar de 100 unidades de vivienda y todos los servicios comunales necesarios. La autoría del diseño del barrio estuvo a cargo igualmente del ingeniero Pedro E. Paulet. Otra de las experiencias importantes desarrolladas en materia de vivienda obrera durante este momento, tiene que ver con la continuación del plan propuesto por Congregación de Artesanos de San José en 1896 para la construcción de 24 casas para sus miembros, en el distrito de La Victoria. Estas viviendas podían ser adquiridas por los obreros bajo el sistema cooperativo y mediante el pago por diez años de una cotización mensual de 6 soles.2

Las ‘casas obreras’ de la Sociedad de Beneficencia Pública de Lima Tras la serie de cuestionamientos a la SBPL, esta institución decidió desde 1904 involucrarse directamente en la construcción de viviendas destinadas a la población de bajos recursos. Con la activa participación del arquitecto francés Claudio Sahut, entre los años de 1908 y 1913, la SBPL desarrolló tres proyectos de indudable impacto en términos de la opción constructiva y urbanística adoptada. La primera obra fue un edificio de viviendas ubicado en el jirón de La Unión nº 428-442, empezado a construirse en 1908. No fue precisamente concebida para ser un lugar de residencia para obreros, sino para las familias de clase media. El edificio se resuelve como una especie de moderna casa de vecindad con un primer nivel destinado a comercios. Esta opción combinada y legitimada por un diseño solvente será uno de los primeros ejemplos realizados en Lima.

2

Una amplia información se encuentra publicada en El Comercio del 06 y 12 de marzo de 1911.

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Casas de obreros – Sociedad Beneficencia Pública de Lima

De arriba abajo y de izquierda a derecha: Casa de Obreros nº 1, elevación de la fachada principal. Casa de Obreros nº 19, elevación de la fachada principal. Casa de Obreros nº 21, elevación de la fachada principal. Casa de Obreros nº 15, elevación de la fachada principal. Casa de Obreros nº 22, patio principal. Digitalización María Angela Mejía 2013. Dibujo: Wiley Ludeña Urquizo 2013.

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La llamada Quinta Los Huérfanos fue otra obra financiada por la SBPL y diseñada asimismo por Claudio Sahut. Empezada a construir en 1911 y ubicada en la calle Azángaro 755-756, rodeando a la Iglesia de Los Huérfanos, se trataba de una obra con claras implicancias urbanas respecto a la obra anterior. Conjunto de viviendas que se resolvió como una trasgresión creativa entre las experiencia de las casas de vecindad sujetas al perfil urbano preexistente y la idea de diferenciación espacial entre la calle y el espacio interior. Si la Quinta de Los Huérfanos fue la versión neoaristocratizante de la exclusiva Quinta Heeren, la Quinta La Riva, diseñada igualmente por Sahut, resultó la versión popular de esta. Empezada a construir en 1812, esta quinta se destinó exclusivamente para ser habitada por obreros. Estaba constituida por unidades pequeñas de vivienda de tres habitaciones como promedio. Todas estas unidades se ubicaban en torno a un patio central y otras en torno a un pasadizo posterior. Debido al retiro del arquitecto Sahut de la SBPL en 1913, la obra fue concluida posteriormente por el arquitecto Rafael Marquina, quien dispuso una serie de modificaciones. La obra fue concluida en 1916. Ciertamente las obras de la SBPL no implicaron revoluciones tipológicas en materia de urbanismo y vivienda social, pero sin duda se trató de una síntesis creativa entre la tradición local y un discurso arquitectónico urbanístico más ligado a la experiencia europea y académica. Lo confirmaría luego la enorme influencia de estas quintas iniciales tanto en la serie de las 21 casas de obreros que luego construyó la SBPL, como en otras soluciones adoptadas en la arquitectura residencial limeña. Es evidente que la serie de obras emprendidas por las diversas instituciones durante las primeras dos décadas del siglo XX apenas representaban una mínima fracción de todo lo que faltaba aún por hacerse. En realidad no resolvieron absolutamente ninguno de los graves problemas existentes al respecto. Es obvio que los resultados no podían ser distintos ni ir más allá: la persistencia de un Estado comprometido con las banderas del liberalismo económico más recalcitrante y la ausencia de una real voluntad política y económica, fueron, entre otras causas, las razones por las cuales no hubo mejora absoluta en las deplorables condiciones de vida de las “clases laboriosas”, como solía decirse entonces. El único momento en el que alguien que como Guillermo Billinghurst, quien no era precisamente un socialista convencido, trató desde la Presidencia de la República de ejecutar una política populista en favor de la plebe para continuar con la obra que como alcalde de Lima había desarrollado en este sentido, fue derrocado por esa misma oligarquía que lo había designado como presidente del Perú. Con excepción de las casas de obreros que la SBPL continuó construyendo a partir de 1928, el Estado se desatendió totalmente de la promoción directa de obras destinadas al hábitat obrero. Solo a partir de inicio de la década de los treinta, con la construcción de los llamados barrios obreros y, posteriormente, con el programa de los barrios fiscales, el Estado peruano trató de ocuparse de manera más extensiva en la resolución de los problemas de la vivienda obrera en Lima.

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4. Casas y barrios obreros. Entre filantropia y represion política 1930-1940 Para una economía peruana tan dependiente del capitalismo estadounidense y, en especial, de los dineros provenientes de su banca financiera, el crack de 1929 tuvo efectos particularmente desastrosos. La ciudad de Lima fue afectada con la misma intensidad y proporción que había sido beneficiada durante el oncenio leguiísta. Se paralizaron casi todas las obras financiadas con dineros públicos afectando así a más del 70 % de los obreros de construcción civil (Cotler 1978: 227-228). El desempleo en la ciudad alcanzó casi a la cuarta parte de la población trabajadora. Según los informes de la Junta Pro-Desocupados, en 1932 habían inscritos 8 737 trabajadores desempleados, cifra desde ya poco confiable porque solo registraba el desempleo formal. La economía urbana limeña se halló de pronto en la más completa bancarrota. Todo esto provocó la reducción ostensible de los salarios y el empobrecimiento mayor de las clases populares y sectores medios, así como la ruina económica de algunos de los grandes propietarios terratenientes y la pequeña burguesía urbana. El edificio y la ciudad leguiísta se habían derrumbado.

Barrios obreros

De izquierda a derecha: Barrio Obrero nº 1 (1936). Perspectiva del conjunto. Fuente: El Arquitecto Peruano 1939. Figura 11. Barrio Obrero nº 1 (1936). Vivienda. Dibujo: Wiley Ludeña Urquizo

En materia de vivienda obrera, la década de los treinta representó un extraordinario episodio en la historia del urbanismo residencial limeño. No solo por la cantidad de viviendas construidas para los sectores populares, sino por la diversidad de formatos y tipologías ensayadas. Probablemente no exista otra etapa a lo largo del siglo XX —considerando las proporciones de población y territorio— donde se haya construido más viviendas para la clase trabajadora como las que se produjeron en la década de los treinta, paradójicamente promovidas por gobiernos conservadores, casi fascistas y represores.

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El programa de los barrios obreros no fue, ciertamente, el único programa implementado por el Ministerio de Fomento y Obras Públicas. A través de la SBPL continuaron con la construcción de 22 grupos de casas de obreros ubicados principalmente en el área de central, Barrios Altos y el Rímac. El otro programa implementado por el Estado durante la década de los treinta fue el de los barrios fiscales, de los cuales se construyeron 12 conjuntos ubicados en diferentes lugares de Lima. ¿Cómo se explica este inesperado y persistente interés de los gobiernos de Luis M. Sánchez Cerro (1931-1933) y, principalmente, de Oscar R. Benavides (1933-1939) por el problema de la vivienda obrera? Es obvio que no se trató de gobiernos de representación obrera. Tampoco consecuencia del asistencialismo paternalista que pusieron en práctica los gobernantes del momento al lado de una violenta represión popular. Este comportamiento es efecto y no causa de una situación histórica-social en la que el dilema revolución / contrarrevolución se había puesto a la orden de la coyuntura entre 1930-1933, tal como la historiografía social y política del Perú ha señalado. Urbanismo y represión popular fue la respuesta elegida por el gobierno para evitar así una posible revolución aprista o comunista. Se trataba de desactivar, a través de la urgente mejora de las entonces escandalosamente deplorables condiciones de vida de la población obrera, los posibles focos de insurrección social y política. “Arquitectura o revolución” había planteado Le Corbusier como una advertencia a la burguesía europea en medio de las amenazas de una posible revolución socialista. La alternativa corbusiana de optar por la arquitectura para evitar la revolución había sido esta vez aplicada con celeridad en el Perú. Según el censo de 1931, la población total de Lima y Callao era de 443 300 habitantes. En el censo de 1940 alcanzaría la cifra de 520 529 habitantes. Es decir, 77 229 habitantes más, el 17 %. El mayor incremento se produjo en relación a la población de la ciudad de Lima (Cercado-La Victoria-Rímac) que de 272 742 habitantes registrados en 1931, pasó a contar con una población de 402 976 habitantes, un incremento de 130 234 habitantes, un 47,74 %. Sin embargo, esta última cifra no alteró el hecho de que durante la década del treinta y en comparación a la década precedente, se produjo una sensible desaceleración del flujo migratorio y por tanto del incremento global de la población.

5. A modo de conclusiones Sería inimaginable (o irreconocible) un Centro Histórico de Lima premunido solo de la magnificencia de las viejas casonas coloniales y republicanas, o de aquella serie de edilicia especial constituida por la arquitectura religiosa colonial. Este centro no solo no existe, sino que tampoco ha existido nunca. Si algo queda como un hecho inequívoco es que el urbanismo y la vivienda destinada desde los tiempos de la Lima colonial para la plebe (conformada de artesanos, la población indígena, esclavos, obreros e incluso la “clase media pobre”), la cual fue edificada en los dominios del hoy considerado área central histórica de Lima, constituya un fondo urbanístico y edilicio que por su

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cantidad, extensión y características morfológicas es un factor indiscutible de cualificación y configuración de esta área y el propio Centro Histórico. Paradoja previsible: este nivel de importancia discurre en sentido inversamente proporcional al interés asumido por este fondo urbanístico y edilicio popular por parte de la investigación urbana y por quienes se encargan de santificar o cualificar (desde la academia hasta los diferentes niveles de gobierno) el valor histórico de los objetos y la realidad material e inmaterial del Centro Histórico. Los rasgos de identidad inherentes al paisaje arquitectónico y urbanístico del área central histórica de Lima, están definitivamente impregnados de la visualidad y singularidad morfológica emanada de los cientos de callejones y solares que subsisten en Barrios Altos, el Rímac y Monserrate. Así como de la serie de casas de vecindad de origen que perfilan el horizonte del Centro Histórico desde Barrios Altos y Monserrate o La Victoria. Pero también de las decenas de casas o quintas obreras que procrean un ritmo especial urbano en Barrios Altos, el Rímac o el propio Centro Histórico. Lo mismo puede argumentarse para el caso de las decenas de casonas de inquilinato que subsisten en el Centro Histórico en medio de la total degradación y el hacinamiento. Podría añadirse a este registro a los cientos de los ‘cuartos con puerta a calle’ o las ‘villas’ de cuartos de alquiler construidos para familias de bajos recursos en las zonas de Barrios Altos, el Rímac y La Victoria. Aún cuando escapan en cierto modo a la lógica de estructuración morfológica de la arquitectura colonial y republicana del Centro Histórico, también los barrios obreros ‘modernos’ de los años treinta del siglo pasado, constituyen en su singularidad y contraste factores que refuerzan esa identidad compleja y contradictoria con la que ha sido construida históricamente el área central de Lima. Más allá del destino social previsto para los barrios obreros ubicados en el área central y los barrios fiscales como el de Piedra Liza, la importancia de los mismos transciende la propia fisicidad de los conjuntos para sugerir lecturas ideológicas donde las relaciones entre poder y urbanismo o las oposiciones entre tradición y modernidad alcanzan un punto de realización significativo. De una u otra forma esta serie edilicia expresa las posibilidades y limitaciones de una primera puesta moderna en la cultura urbanística y la base productiva de esta en el país. De ahí que se constituye en el primer referente orgánico de un proyecto de modernización de la ciudad y las condiciones de vida de la población a partir del urbanismo. Aquí reside la importancia y el valor histórico que poseen estos barrios: no pretendían ser solo una puesta nueva en términos de urbanismo y arquitectura, sino algo esencial al discurso del proyecto moderno: encarnar una nueva forma de vida, una nueva cultura. Para el caso de Lima algunos callejones y solares, como las casas y quintas obreras, así como los barrios obreros y barrios fiscales carecen de algún tipo de reconocimiento como patrimonio histórico. Como tampoco poseen tal reconocimiento la serie de instalaciones de servicio (comedores populares, teatros o espacios de recreación de la época) que formaban parte de la cotidianeidad obrera y popular. Con perdón de Bertolt Brecht: ¿En qué casas viven (y continúan viviendo) los obreros que construyeron la dorada Lima? Si alguna vez lo fue.

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PATRIMONIO, CONCEPTO Y ALTERNATIVAS Xavier Andrade FLACSO, Ecuador

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Introducción

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ste documento recoge discusiones contemporáneas sobre patrimonio en la antropología social y tiene como principal referente el caso ecuatoriano y específicamente el manejo de lo patrimonial en la ciudad de Guayaquil. La discusión comprende dos secciones. La primera, patrimonio: concepto y política, precisa un punto de partida crítico que cuestiona la supuesta neutralidad del mismo a través de la inscripción de la cuestión patrimonial sobre paisajes de poder en el que los sentidos políticos de dicha definición se efectúan. Para ello, a partir de una panorámica conceptual, intento ubicar los desafíos claves para repensar los sentidos de lo patrimonial en el Guayaquil contemporáneo. La segunda parte introduce una serie de nociones alternativas —concretamente las de “ruinas”, “cultura material” y “apropiación”— para repensar una articulación que aparece neutralizada por el discurso dominante: la relación entre sentidos patrimoniales y la lucha política en la esfera pública. Por “sentidos patrimoniales” se entiende en este documento a la necesidad de integrar las dinámicas de apropiación por parte de diferentes colectivos sociales frente a aquello de la vida social que es considerado como potencialmente significativo, esto con el propósito de trascender los paradigmas que ven a lo patrimonial de manera cosificada o meramente en función de ideologías gobernantes antes que en su calidad interpelante, dinámica y constructora de selecciones sobre identidad en el presente. Algunos temas que informan este ejercicio son la importancia que se brinda al pasado en la vida cotidiana (Rosenzweig y Thelen 1998, sobre el uso popular de la historia en la Norteamérica contemporánea, Sutton 1998, sobre la relevancia del pasado en el presente). Igualmente relevantes son los estudios sobre la manipulación del pasado en proyectos para la construcción del Estadonación (Bhabha 1994). Crecientemente, y ciertamente clave para la coyuntura actual, el turismo se ha convertido en el principal paraguas para discutir la pertinencia de lo patrimonial como forma de generar recursos y vender el país en el mercado global, de ahí la pertinencia de discusiones sobre la conversión de ruinas arqueológicas o paisajes naturales en atractivos turísticos (Castañeda 1996), sobre la conversión del pasado en dispositivos museales, el turismo y la reconfiguración de identidades (Augé 1998, sobre el papel de las imágenes turísticas, Benavides 2004, sobre las interpretaciones turísticas del pasado arqueológico en Ecuador). Finalmente, son igualmente relevantes para entender el Ecuador contemporáneo, temas como la transformación de objetos y personas en mercancías para el consumo global como parte de los discursos sobre servicio y hospitalidad derivados del desencuentro desigual que caracteriza al turismo (Clifford 1997, para la discusión teórica más general, Castañeda 2001, sobre las lecturas del pasado a través de la visita a las ruinas arqueológicas), y el papel de los museos como ejercicios situados de representación sobre la otredad (Karp y Lavine 1991, para una discusión colectiva sobre la relación entre museos y comunidades, misma que se ha puesto sobre la discusión reiteradamente desde la reingeniería institucional de la gestión cultural en el país).

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Informado por el conjunto de esta literatura, el objetivo de este artículo es proponer formas analíticas para trascender los anquilosamientos que devienen de un concepto que, como el de patrimonio, se halla anclado en un uso político complejo, necesariamente esencialista, íntimamente vinculado a operaciones ideológicas, y, por tanto, no democratizante.1

Patrimonio: concepto y política

“P

atrimonio” es uno de aquellos conceptos que, como el de “cultura”, circulan en la esfera pública con apariencia poco problemática aunque su uso oficial resulte más bien de amplia vaguedad. Así, por ejemplo, uno de los documentos rectores del actual debate en Ecuador, la Agenda del Consejo Sectorial de Patrimonio Natural y Cultural 2008-2010, formulado por el Ministerio Coordinador sobre el tema en 2008, en su interés por sobrepasar miradas que privilegian la cultura material —claramente desde el modelo arquitectónico y arqueológico dominante históricamente entre las instituciones del Estado— como el locus principal de la gestión patrimonial, proclama un interés holístico que, por una parte, extiende la noción hacia la naturaleza, pero, por otra, la restringe hacia el plano de lo simbólico, reeditando, así, dicotomías entre lo material y lo simbólico criticadas ampliamente en la antropología (Barth 2001). El problema, evidentemente, no es de índole teórico sino práctico y político, y de cómo ciertas conceptualizaciones tradicionales sobre “cultura” se reducen fácilmente a aquellas formulaciones que brindan mayor peso a lo simbólico, operación siempre útil a la hora de instrumentalizar ciertas formas de gestión. La supuesta neutralidad del concepto de patrimonio, y las alianzas afectivas que crea, da cuenta del pesado legado que las instituciones heredan para la formulación de políticas que afectan directamente a las formas de producción, circulación y consumo de lo que una población hace según lo considerado por reconocimiento estatal —vía decretos— como patrimonial. Un ejemplo claro de ello —para el contexto ecuatoriano en el escenario político de los años más recientes, desde la emergencia de un gobierno que proyecta una imagen de su quehacer como “revolucionario”— es la persistencia de tradicionales sentidos dominantes de lo patrimonial, por ejemplo en relación a la distribución de fondos de las entidades estatales ancladas en los paradigmas arquitectónicos y arqueológicos, a pesar del interés por ampliar exponencialmente el registro de aquello que no encaja en este mismo esquema mediante un ejercicio de levantamiento micro a nivel provincial, regional y nacional como parte de la encuesta resultante del Decreto de Emergencia del Patrimonio Cultural (2007). Evidencias de aquello se encuentra en la distribución de fondos estatales otorgados a las entidades de salvamento arquitectónico, el anclaje y la dependencia del discurso sobre tradición y generación de divisas en las lógicas comerciales del turismo, y la persistencia de una clase gerencial en entidades culturales claves del país que sostienen visiones conservadoras sobre lo que constituye o no “patrimonial”.

1 Para la elaboración de este trabajo se realizó una búsqueda de fuentes secundarias en las mayores revistas especializadas en

antropología con la finalidad de situar esta discusión apropiadamente para el caso ecuatoriano, especialmente en lo concerniente a la trama conceptual que caracteriza a los documentos oficiales, véase por ejemplo: Agenda del Consejo Sectorial de Patrimonio Natural y Cultural 2008-2010 ( Ministerio Coordinador de Patrimonio Natural y Cultural 2008), y, Sistemas de Gestión de Bienes Culturales, Memorias del Seminario Internacional (MCPNC 2008).

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El “patrimonio” en tanto concepto, entonces, dista de ser aséptico pues que en el ejercicio práctico de su administración institucional reposa una forma de operar sobre sujetos y formaciones sociales concretas. De hecho, para el caso ecuatoriano, como bien lo señala Eduardo Kingman (en este volumen), ello ha redundado en prácticas exclusionarias que se expresan mayormente mediante el quehacer del museo citadino como dispositivo privilegiado para concentrar espacialmente la activación de determinadas formas de memoria social en desmedro de otras posibles. En un ámbito como el ecuatoriano en el que sentidos diversos sobre memoria han sido secuestrados por la falta de infraestructura y políticas destinadas a fomentarla, el museo citadino ha asumido aquella tarea en un terreno poco o nada contestado en el país hasta recientemente.2 El hecho de que en Ecuador —a pesar de la emergencia de movimientos indígenas en la esfera pública, desde hace dos décadas atrás, que lograran cuestionar efectivamente el carácter mestizo y racista del Estado-nación en el ámbito político— persista la ausencia de un debate sobre la repatriación o relocalización de la cultura material, discusión que ha prosperado en otras fronteras, y, que no se hayan dados procesos radicales de cuestionamiento sobre el origen y la historia de la adquisición de los bienes culturales que reposan en los museos, ilustra el poder de la sacralización institucional sobre el tema y los efectos del poder del discurso museal. A ello se debe sumar la todavía escasa presencia de museos comunitarios y museos de sitio, siendo su consecuencia una concentración de lo patrimonial en el aparato institucional del Estado y los gobiernos locales, de su manejo por parte de burocracias mestizas más o menos especializadas, y, de una anulación de la discusión sobre las definiciones, los usos y los posibles escenarios del patrimonio en la esfera pública. Evidentemente, la falta de problematización sobre lo patrimonial se expresa también en otras dimensiones de la esfera pública. La propia academia, desde la historia principalmente, da cuenta solamente de esfuerzos puntuales por avanzar discusiones renovadoras sobre el tema, con artículos sueltos y sin un esfuerzo analítico sistemático sobre temas relacionados tales como el problema del coleccionismo. A este panorama precario, hay que sumar otros adicionales que se derivan de la instrumentalización de las discusiones sobre patrimonio al interior de carreras emergentes en la universidad ecuatoriana, concretamente aquellas que lidian con “gestión cultural” o “turismo cultural”, las mismas que se caracterizan por formar profesionales en roles de administración en función de la industria turística y de burocracias estatales en desmedro de la distancia crítica que el tema merece. Si solamente ciertos sectores de la propia sociedad civil son los principales beneficiarios del discurso dominante, y si no hay una respuesta crítica sostenida ni desde la academia ni desde los movimientos sociales sobre lo patrimonial, el resultado es una profundización de las formas de interpretación que han construido un territorio supuestamente neutral de debate, que ha favorecido políticas selectivas y lecturas exclusionarias. Por ello, fijarse en la vida social de los conceptos amerita un espacio. El primer problema conceptual es la asociación inmediata entre dos categorías contestadas en la antropología contemporánea: “patrimonio” y “cultura”. No casualmente, dentro de la estructura

2 La certera reflexión de Kingman (op.cit.) abunda en las consecuencias de esta línea de pensamiento.

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del Estado, se ha contado históricamente con una entidad rectora que lleva la denominación de Instituto Nacional de Patrimonio Cultural, creada en 1978. Esta operación discursiva tiende, precisamente por la asociación entre estos dos conceptos, a rodearla de un aura autoevidente —sobre la asociación entre nación y cultura, y nación y patrimonio, por ejemplo— misma que dista de tenerla. De hecho, bajo la actual formulación respecto de la nueva institucionalidad del Sistema Nacional de Cultura, aunque la operación automática entre “patrimonio” y “cultura” tiende a desplazarse mediante la inclusión del primero bajo el, así denominado, Subsistema de la Memoria y el Patrimonio, la tendencia hacia la reificación del mismo hacia lo arquitectónico y arqueológico vuelve a instaurarse estructuralmente, encontrando su renovado nicho precisamente en el Instituto Nacional de Museos, Sitios y Espacios Patrimoniales. Museos de todo tipo, sitios arqueológicos y paisajes patrimoniales señalan, si se toma en serio a los organigramas institucionales, una agenda de trabajo que coincide con los dispositivos —la institución museal y un breviario— la arqueología, de larga data en la gestión del Estado. Fieles a la tradición, las tareas de administración y preservación predominan en este esquema, al que se le añade un componente específico de investigación.3 No hay nada natural, no obstante, en la asociación entre “patrimonio” y “cultura”. Ella es el resultado de una determinada construcción de un campo de debate que, a su vez, alimenta el ejercicio de prácticas institucionales, las pasadas y, probablemente si se considera el nuevo organigrama propuesto por el Estado, también las nuevas. La primera tarea analítica, por lo tanto, es desmontarla con la finalidad de argumentar nuevas entradas conceptuales que pudieran tener consecuencias sobre las formas en que la sociedad dialoga con sentidos patrimoniales emergentes.

1. Cultura y patrimonio La politización del concepto de “cultura” es ineludible a la hora de tener un punto de partida dentro de los debates propios de la antropología contemporánea. Para fines de los noventas, una serie de procesos enrumbaron la discusión hacia los efectos de la libre circulación del mismo en la esfera pública y entre diferentes campamentos académicos. La primera dimensión —los usos públicos del concepto de “cultura”— fueron debatidos con fuerza debido a la influencia ejercida por el documento máximo de la burocracia internacional sobre políticas culturales a nivel global: el reporte Our Creative Diversity/Nuestra Diversidad Creativa, publicado por la UNESCO en 1995. La segunda dimensión, aunque con trayectorias de debate académico que varían entre los países industrializados y los nuestros, guarda relación con la emergencia de movimientos inter y transdisciplinarios, especialmente los Estudios Culturales, cuya mera denominación reintroduce teóricamente el concepto de “cultura” como primordial para la comprensión de la realidad social.

3 Esta información se deduce del proyecto de Ley de Cultura enviado por el Ministerio del ramo a la Asamblea Nacional en

septiembre de 2009. Las dos líneas matrices del SNC, de acuerdo al esquema propuesto, son el Subsistema de Fomento a la Creación, y el Subsistema de la Memoria y el Patrimonio. Evidentemente, el trabajo institucional en gestión cultural se complejiza en la medida que priman intereses gremiales y/o generacionales que tienden a imponer su propia dinámica a la gestión estatal (Andrade 2004).

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Una breve discusión de la primera dinámica se precisa para luego situar apropiadamente las consecuencias que ella tiene sobre lo que se entiende institucional y cotidianamente como “patrimonial”. La segunda dinámica, si bien interesante para propósitos de clarificación sobre territorios intelectuales en disputa, resulta de menor relevancia para los propósitos del presente artículo, aunque participa de la discusión pública sobre “cultura” en Ecuador, por lo tanto, la asumiremos dentro del ámbito de la circulación de los usos públicos de este concepto y sus consecuencias prácticas para la discusión y la ejecución sobre lo patrimonial. Aunque el documento referido fue ampliamente debatido entre la comunidad antropológica (para ejemplos sustantivos, véase la crítica seminal de Fienkelkraut 1987 sobre la UNESCO, y específicamente sobre el texto en mención: Wright 1997, Arizpe 1998, y Eriksen 2001), continúa siendo la principal referencia en la discusión sobre cultura y desarrollo, tal y como se traduce en las instituciones estatales en Ecuador y la mayoría de países en Latinoamérica. Un breve sumario de sus conclusiones se precisa para situar apropiadamente la disputa. El principal acuerdo es que: mientras la diversidad cultural es un hecho a nivel global, se precisa el desarrollo de una ética igualmente global que repose básicamente en los valores comunes que subyacen a la mayoría de las religiones, especialmente el respeto y la tolerancia. La diversidad cultural, por lo tanto, es algo a estimularse, defenderse y preservarse a través de modelos políticos que fomenten los mencionados valores básicos. Desde esta perspectiva, la diversidad opera creativamente si, además, se pone en el centro de la cuestión al tema de la igualdad entre géneros y edades para la realización del potencial creativo del conjunto social. Los efectos homogenizantes de la globalización deberían ser paliados mediante medios masivos que fomenten la cultura local. Para efectos de la discusión patrimonial, la “herencia cultural” (concepto dominante en este discurso), también debe ser respetada: las minorías lingüísticas y étnicas deben protegerse y tienen derecho a su unicidad cultural.4 Fraseada la cuestión de los derechos culturales de esta manera (acceso, protección, reconocimiento), parecería no haber lugar a la discordia. De hecho, concepciones vigentes en la esfera pública en Ecuador sobre la cuestión cultural, emanadas desde las más diversas fuentes —desde el Estado hasta las propias minorías— coinciden en estos puntos básicos y han servido para anclar movimientos de reconocimiento o resurgencia étnica —desde indígenas y minorías sexuales hasta organizaciones con reivindicaciones identitarias montubias o cholas en la región costeña—.5 No obstante, debido a la tensión implícita en la concep-

4 Evidentemente, del discurso proteccionista a las prácticas de “protección” puede haber una distancia enorme, el mejor ejemplo

de ello es brindado por el manejo de los, irónicamente así llamados, “pueblos no contactados” en la Amazonia ecuatoriana, desplazándolos administrativamente hacia la gestión ambiental del Estado mientras son aplastados por las más voraces fuerzas capitalistas. 5 Estos últimos movimientos han sido apropiados por intereses políticos de naturaleza diversa en los años más recientes, y nos

hablan de la necesidad de volver sobre la dimensión política de lo cultural como algo intrínseco, y del patrimonio como un concepto políticamente cargado. Si bien, por un lado, se puede analizar a estos movimientos como expresiones de procesos de construcción étnica, cuya dependencia económica frente a iniciativas de turismo comunitario las volvería problemáticas, por otro lado, se ha asistido a una adscripción de fracciones representativas de estos como volátiles fuerzas políticas y de apoyo al gobierno local y al estatal. Esta última dimensión llama la atención sobre el carácter situado de la construcción de identidades étnicas al tenor de la fuerza adquirida por debates sobre multiculturalidad y plurinacionalismo en la última Asamblea Constituyente, donde estos sectores abogaron por su reconocimiento ancestral al mismo nivel del resto de pueblos originarios reconocidos con anterioridad.

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ción de la UNESCO entre clamores universalistas y relativismos particularistas, a las historias de la gestión cultural en contextos particulares, y a ciertos hechos políticos cruciales, se abre una serie de posibilidades para repensar este marco conceptual general para los casos ecuatoriano y guayaquileño en particular. A nivel conceptual, existe una tensión entre dos nociones de “cultura” que compiten entre sí y que, de hecho, permean el lenguaje común de la burocracia estatal en Ecuador. Que universalismo y relativismo formen parte de un continuo conceptual tiene algunas consecuencias. Primero, hay una colusión entre cultura como trabajo artístico y cultura como modo de vida. Si lo segundo, cultura es prácticamente toda actividad humana, desde una perspectiva que nos devuelve a la problemática encontrada en la antropología norteamericana en los años cincuentas cuando la obra clásica de Kroeber y Kluckhon (1952) iluminara 164 definiciones de lo que se concebía a mediados de siglo como “cultura”. Por otro lado, el reporte de la UNESCO enfatiza la diferencia, por lo cual los procesos de mezcla, hibridación y transformación que han constituido históricamente a las sociedades quedan en segundo plano, y, al mismo tiempo, una instancia de reificación de las identidades como claramente delimitadas, respira en el argumento. Si la cultura es tomada como arte, el documento reinstaura el sentido de diferencia mediante ejercicios de contraste que enfatizan en lo exótico, esto es, en la espectacularidad que deviene de la multiplicidad de producciones humanas que se cobijan bajo el paraguas de la creatividad y la destreza. Aunque la tensión mencionada puede, en principio, no ser muy políticamente cargada en contextos particulares, pone sobre el tapete, a su vez, la potencial disolución del concepto de “lo patrimonial” sobre la base de que todo está cargado de significados para una sociedad dada. Nótese al respecto la coincidencia con el tipo de fraseos que permean el documento matriz de la gestión sobre el tema patrimonial para el caso ecuatoriano gracias a su énfasis integrativo, de acuerdo con el cual, muchas veces, se puede leer que “patrimonio” es prácticamente todo, como lo fuera “cultura” en su acepción decimonónica. De hecho, el documento referido maneja 18 definiciones del primer término: “arqueológico”, que reinstaura la idea del vestigio del pasado como locus central de la gestión; “arquitectónico”, que refuerza la idea de edificios de “destacado interés” (la pregunta obvia es para quien); “bibliográfico”, que amplia el concepto de lo textual para considerar lo audiovisual; “científico”, que pone al mismo nivel a “lugares, inmuebles, objetos y conocimientos” de interés; “cultural”, que enfatiza en las nociones de disfrute y legado simultáneamente, quizás para dar cabida al énfasis turístico que tienen las propuestas de otros sectores —económicamente claves y hegemónicos— para el desarrollo económico y corporativo; “cultural inmaterial”, que hace la sumatoria de lo simbólico con lo material; “cultural subacuático”, para distinguir “los rastros de la existencia humana” en agua; “documental”, para diversas formas de textos; “eclesiástico”, los pertenecientes a la Iglesia; “etnográfico”, que va desde bienes inmuebles, pasa por experiencias, y habla de aspectos materiales, sociales y espirituales pero, al mismo tiempo, restringe todos estos aspectos a la, así llamada, “cultura tradicional”; “integral”, naturaleza y cultura en una sumatoria de partes; “intelectual”,

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las “creaciones de la mente” que se expresan predominantemente en formas artísticas —como si alguna de las anteriores no fuera resultado de selecciones intelectuales—; “nacional”, para los bienes estatales; “natural”, para monumentos, formaciones y lugares con “valor universal”; “religioso”, lo propio pero aplicado a “la historia religiosa” en singular; “rural”, para todo (“paisajes, asentamientos, edificaciones, objetos y conocimientos”) lo relativo al mundo rural; “urbano”, lo mismo pero aplicado al mundo de las ciudades como si ambos modelos estuvieren enteramente separados. La lista estaría incompleta, por supuesto, sin la noción de “patrimonio de la humanidad”, directamente extraído del lenguaje de la UNESCO para “la obtención de la máxima rentabilidad cultural, y también económica”.6 Mientras que una concepción omnipresente de “cultura” tiene un efecto paralizante sobre la operación de nuevos sentidos patrimoniales no es coincidencia que sea precisamente la visión de la UNESCO la que consagre paralelamente los grandes esquemas para la nominación de locaciones como “patrimonio de la humanidad”, directamente asociados a la evidencia arqueológica y/o arquitectónica, y/o “patrimonios naturales”, que activa directamente la demanda del mercado turístico global: aquella que busca “paisajes” como “cosas” —bienes de consumo—, confirmando de hecho la desviación exotista que deviene del énfasis en las políticas de la diferencia y de una concepción de cultura que induce a pensar en patrimonios autocontenidos (Eriksen 2001, 1993).

2. Poder y patrimonio La tensión entre los valores universalistas de respeto y tolerancia, y los usos particularistas de lo cultural, es crucial a la hora de entender la política de la cultura en el caso guayaquileño, y el papel del patrimonio dentro de ello. Así como lo cultural no puede ser visto fuera de los usos políticos que se hacen de dicho concepto, lo patrimonial forma parte de un ejercicio de representación que es ejercido por el Estado y, crecientemente desde los años noventas, por los gobiernos locales, para la construcción de nociones restringidas de ciudadanía funcionales a las políticas privatizadoras del espacio. La conexión entre patrimonio y poder, por lo tanto, es ineludible. Para el caso concreto de Guayaquil, esto se expresa como efecto de una amplia inversión simbólica desatada desde la administración local para construir sentidos de autenticidad histórica y pertenencia identitaria que se contraponen a la narrativa dominante del Estado-nación, señalando al mismo tiempo los límites de la representación “nacional” al apuntar a los fragmentos de su constitución histórica. La articulación política de este tipo de discurso depende de la oposición entre “guayaquileñidad” y “centralismo”, que, apelando a una tradición de oposición de larga data, encuentra su formulación más acabada durante los gobiernos locales del Partido Social Cristiano (en el poder de la Alcaldía consecutivamente desde 1992 hasta el presente, y de la Prefectura Provincial durante 16 años).7 Una forma de entender críticamente la transformación de la ciudad y la ciudadanía desde los tempranos noventas hasta la actualidad, es mediante el análisis de los efectos sociológi-

6 Agenda del Consejo Sectorial de Patrimonio Nacional y Cultural 2008-2010 (pp. 130-132). 7 Evidentemente, la lucha contra el centralismo es asumida desde diversos contextos provinciales y regionales, no obstante, la

movilización desde las elites políticas de Guayaquil constituye el factor más visible de reivindicaciones contra estatales en el Ecuador contemporáneo.

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cos promovidos por la renovación espacial de Guayaquil, los mismos que pueden resumirse bajo algunos ejes: la producción de un reordenamiento espacial dirigido a satisfacer demandas del turismo global y local en franjas organizadas bajo la lógica de pasarelas comerciales, la construcción mediática de una imagen postal de la ciudad, la construcción de formas de ciudadanía dependientes e infantilizadas, y, la homogenización de la esfera pública (Zerega 2007, Andrade 2007ª y 2006). Menos estudiado todavía ha sido el efecto de estas políticas sobre el plano de la gestión cultural (Andrade 2004), siendo la emergente escena de arte contemporáneo —concretamente en las artes visuales— aquella que, con relativa consistencia, ha comentado sobre el devenir de la ciudad (Kronfle 2007, Andrade 2008). No obstante, la agenda socialcristiana ha dependido fuertemente tanto de una concepción culturalista sobre identidad y política cuanto de formas específicas de producción patrimonial que tienen como una de sus instancias principales de producción al propio espacio público. La noción de “guayaquileñidad” ha servido efectivamente para hacer una colusión de los dos conceptos, apelando a nociones de identificación local que movilizan valores relativos a autenticidad de natalicio, adscripción racial blanco/mestiza, significados de género dependientes de nociones derivadas de la masculinidad hegemónica, y pertenencia a valores políticos que coinciden con una agenda conservadora y neoliberal. Dicho de otro modo, la “cultura” y el “patrimonio” forman una dimensión clave de la coreografía del poder establecida por parte del gobierno local (Derby 1998). De hecho, la renovación urbana ha generado nuevas formas patrimoniales, empezando por los espacios mismos que fueran objetos de intervención, particularmente importante siendo el malecón como epítome de sentidos espaciales emergentes que tienen como referente la privatización y la vigilancia de los mismos para fomentar la protección colectiva y el espíritu cívico. Algunas de ellas operan bajo estrategias de sacralización del pasado católico, patriarcal y patricio de la ciudad mediante, por ejemplo, la glorificación de los monumentos pre-existentes para héroes —siempre mestizos— de la “guayaquileñidad” en plazas y parques, y/o su relocalización (como en el caso del monumento a José Joaquín de Olmedo). Otras son el resultado de nuevos dispositivos espaciales como parte del proyecto de renovación mediante la creación de espacios definidos para los antiguos presidentes ecuatorianos nacidos en Guayaquil (la Plaza Cívica del malecón, la propuesta erección del monumento al expresidente León Febres Cordero), y, la renovación de la nomenclatura oficial de ciertos edificios o locaciones que son considerados de trascendencia (el “nuevo” aeropuerto, el “paseo” Febres Cordero dentro del propio malecón, la crítica pública al legado “anti guayaquileño” de Simón Bolívar). Adicionamente, algunos otros dispositivos de disciplina ciudadana que permiten entender el modus operandi del proyecto socialcristiano se ejercen desde el ámbito educativo mediante publicaciones históricas o manuales educativos destinados a afianzar ciertas nociones restringidas de ciudadanía (Andrade 2007b). Al igual que aquellas regulaciones que imponen códigos de vestido y supervigilancia corporal en los espacios semipúblicos de la renovación. Las instituciones de gestión cultural han tenido, de hecho, un papel importante en brindar evidencias para los reclamos identitarios que se hacen desde el discurso político. Así, las tareas de rehabilitación y salvamento de los bienes inmuebles de Las Peñas y el Cerro Santa Ana han sido

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explotados como un logro propio del gobierno local, desplazando de esta manera la contribución del gobierno central al propio proceso de renovación urbana, el mismo que es representado por las autoridades locales como generado endémicamente para apuntalar la adscripción a una cierta agenda política independiente. Las prácticas patrimoniales oficiales, así, han sido fácilmente cautivas de la ideología socialcristiana sobre los bienes culturales. El resultado es complementario a la aniquilación de la esfera pública de debate sobre el destino de la ciudad, signada por el espíritu celebratorio de la renovación urbana, o sea la ausencia de discursos alternativos sobre cultura y patrimonio que puedan movilizar efectivamente otro tipo de adhesiones y despertar otras formas de memoria que no dependan de la versión patriarcal y patricia que se ha impuesto eficazmente. Dicho de otra manera, el patrimonio ha sido incorporado al cuerpo político delineado desde la Municipalidad, un cuerpo que encuentra su expresión privilegiada en los espacios semi-públicos y privatizados que fueron creados, y que es activado mediante la maquinaria de las celebraciones cívicas, incluyendo los despliegues a manera de desfiles cívicos que incorporan construcciones folklóricas de la “guayaquileñidad” y periódicas marchas políticas. La ecuación ideológica sobre “guayaquileñidad”, siendo un agregado histórico, se ha convertido en el discurso oficial de la ciudad según un compuesto culturalista que incluye, además de los mencionados, algunos otros elementos centrales: el lugar de natalicio como certificado de autenticidad, la adhesión a una visión estrecha sobre el desarrollo urbano que se conjuga bajo el slogan de “más ciudad”, la glorificación de una memoria fundamentada en lo heroico, el blanqueamiento frente a la diversidad cultural, y la apropiación de un repertorio patrimonial que sirve exclusivamente para apuntalar la interpretación histórica dominante bajo una amplia dependencia monumental, y, en segundo plano, arqueológica y arquitectónica. En definitiva, la versión hegemónica de patrimonio ubica a Guayaquil como un panteón patricio, masculino, blanco-mestizo, “anti-centralista”, y “auténtico”. La música tradicional ha sido captada reiterativamente por este discurso elevándola a un nivel hímnico para conjugar ilusoriamente una imagen del guayaquileño cuyo espíritu autonomista está hecho de “madera de guerrero”, no por coincidencia, el nombre del movimiento político creado por la propia Alcaldía en años recientes. De hecho, la conversión de un actor político históricamente autoritario, como el alcalde Jaime Nebot, en un representante “demócrata” por excelencia, ha sido fundamentada en establecer vínculos claros con una tradición histórica de mando que caracterizaría a “lo guayaquileño”. En la esfera de la gestión cultural pública, tres instituciones tienen un peso relativo frente al poder mediático, que, a su vez, ha celebrado la narrativa referida y ha articulado perfectamente la reforma espacial para propagandizar a la ciudad como destino turístico: el Museo Municipal de Guayaquil, el Museo Antropológico y de Arte Contemporáneo (actualmente Centro Cultural Simón Bolívar, como resultado de la lucha por la nomenclatura de parques establecida entre la Municipalidad y el gobierno central en meses recientes), y la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas. La primera institución apuntala la matriz ideológica referida mediante sus exhibiciones permanentes de arqueología y publicaciones históricas destinadas a la educación ciudadana. El segundo museo ha articulado de mejor manera la versión dominante del patrimonio arqueológico situando al pasado en función de nociones requeridas para consagrar sentidos “guerreros” (cacicazgos, mercantilismo, centralidad regional). Finalmente, la tercera ha brindado palestra para consagrar

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la producción literaria endógena (de tono principalmente costumbrista, útil para la afirmación de entidades étnicas propias a la región. Todas las instituciones referidas, a través de exhibiciones y salones, privilegian sistemáticamente a la pintura como referente de alta cultura, incluyendo reglamentos que prohíben la presentación de obras “con contenido sexual”. La colusión descrita entre patrimonio, cultura y poder político marca al Guayaquil de las últimas dos décadas. Los efectos de aquella colusión son descritos por el discurso de la alcaldía y los medios masivos como “auto-estima”, un préstamo de la psicología popular y la literatura de gestión corporativa que da cuenta del tono celebratorio y la consistente acogida electoral que el proyecto socialcristiano ha tenido entre el conglomerado urbano a nivel de adhesiones a las políticas de gestión local.

Nociones críticas

S

i el espacio ha sido el eje de la quirúrgica del poder político en el Guayaquil contemporáneo —el propio Alcalde usa la escalofriante metáfora de “metástasis” para referirse a la supuesta diseminación de los efectos ampliados de la reforma en la trama urbana—

se requiere, como punto de partida, formas de repensarlo que habiliten lecturas subordinadas sobre patrimonio y sociedad a partir del desarrollo de nuevas miradas sobre lo arquitectónico en particular, y el espacio social en forma más amplia. Para ello, y dada la complejidad de la colusión heredada entre patrimonio y cultura, se impone pensar otro tipo de conceptos que, potencialmente, permitan despertar una mirada diferente sobre el legado comunitario, una mirada que parta del reconocimiento de una diversidad fluida y que reivindique aquellas historias que han sido suprimidas por el discurso oficial. Categorías tales como “ruinas”, “cultura material” y “apropiación”, tomadas de debates actuales en antropología, ayudan potencialmente en esta tarea.

1. Ruinas El desafío para repensar la ciudad y su legado debe partir de la consideración, apropiada desde la historia y la sociología urbanas, de que “ningún espacio desaparece por completo, sin dejar huella alguna” (Lefebvre 1991). El espacio es una producción y, a su vez, las comunidades producen espacio. En una sociedad diezmada por una forma de poder delegativo que promueve conceptos menores de ciudadanía, restringiéndola en la práctica a ver solamente las obligaciones de los habitantes y no sus derechos sobre el destino de la ciudad, una tarea urgente es de tinte arqueológico: mirar a las ruinas del entorno urbano, dejar respirar las historias sumidas por la arquitectura —metáfora usada por el artista catalán Antoni Muntadas—, y ubicar la memoria social en planos que cuestionen la ecuación espacio renovado-historia-ciudadanía. Las ruinas son, entonces, lugares privilegiados para examinar la interpenetración entre espacio, historia, y memoria (Gordillo 2004). Si la versión oficial de la ciudad ha construido una cierta narrativa que desplaza la memoria hacia espacios renovados, plazas y parques intervenidos bajo un lenguaje turístico cosmopolita, es necesario mar-

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car nuevas ruinas en la tarea de despertar conexiones alternativas para el reconocimiento de las formaciones sociales como comunidades. Al mismo tiempo, si el discurso arqueológico dominante ha servido para generar narrativas manipuladas sobre la cultura material en función de agendas políticas del presente (Woodward 2001, para el caso ecuatoriano, Benavides 2006), se impone la necesidad de repensar lo arqueológico bajo nuevas miradas y otras estrategias para su apropiación por parte de comunidades diversas. La distinción entre “ciudad oficial” —aquella que prima en las construcciones políticas y de consumo turístico que privilegia la alcaldía, y, “ciudad vivida”— que recoge las prácticas cotidianas de los habitantes, viene al caso. Conceptualmente, la categoría de “ruinas” debe ser liberada de su asociación inmediata con la arqueología para sobrepasar las taras derivadas del paradigma dominante sobre patrimonio en el país. De hecho, interesan tanto los vestigios arqueológicos como los restos físicos de la modernidad, las materializaciones y evidencias modernas de las rupturas físicas y sociales de los proyectos capitalistas, estatales e imperiales (Stoler 2008, Buck-Morss 1991). El concepto de ruina ha variado históricamente, desde repositorio de conocimiento escrito en el Renacimiento, pasando por su calidad de evidencia visual de desastres naturales y catástrofes de la historia en el siglo XVIII, símbolo de creación artística en el Romanticismo, hasta su significación sublime, única, a pesar de ser repetible como efecto de las dislocaciones y disrupciones en la modernidad (Dillon 2005). En cualquier caso, las ruinas no hablan por sí mismas, distintas agencias las hacen hablar, y esta constatación es aplicable tanto a la arqueología cuanto a las disrupciones que aparecen en la ciudad moderna (Clifford 1997, para el caso ecuatoriano, Benavides 2004). Si una relectura crítica de la arqueología está pendiente para la democratización de su conocimiento, en el sentido de que la gestión del patrimonio debe servir igualitariamente a comunidades diferencialmente constituidas, y que la arqueología académica debe ser entendida como una forma de conocimiento que compite con muchas otras que son generadas por formaciones sociales particulares o a la cultura popular traducida ya desde el conocimiento científico (Holtorf 2007:122), la mirada sobre las ruinas del mundo urbano puede ayudar a equilibrar la balanza de las representaciones que se hacen sobre los sentidos de la ciudad, especialmente en términos del reconocimiento de la diversidad que ha sido soterrada o, en el mejor de los casos, folklorizada por el aparato ideológico del gobierno local. En el Guayaquil contemporáneo, a la vez que se blanquea oficialmente a la ciudadanía al afiliarla a nociones mañosas de “guayaquileñidad”, proliferan las marchas y desfiles que redifican la diversidad cultural y el pasado prehispánico tratando de integrarlo en un continuo histórico de pertenencia local tipificada por el carácter mercantilista y guerrero de sus nativos. La “presentación del pasado”, por lo tanto, da cuenta de una homogeneidad de lecturas sobre ella que es operada desde las instancias dominantes del poder político y desde aquellos sectores económicos que guardan inversiones (Silverman 2002), una lectura que coincide con el relato modernista de “protección”, desplazando la posibilidad de múltiples usos locales.

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Una forma de articular nuevas comunidades interpretativas, por lo tanto, es a través de una relectura de la geografía y el paisaje urbano a partir del saber social que actualmente se halla disperso y que, además, encuentra difícilmente cabida en las instituciones. La identificación de espacios físicos, edificios, calles y/o paisajes significativos, como resultado de los usos locales que potencialmente se puede hacer de las ruinas a través de intervenciones que marquen las historias olvidadas de la clase obrera, de las comunidades migrantes e inmigrantes, de la contribución de las mujeres y las minorías sexuales, de la presencia indígena y afroecuatoriana, de las comunidades barriales, puede catalizar efectivamente la socialización de nuevos saberes sobre la ciudad y su historia, y, así, romper con el monopolio de la representación que se ha establecido con particular fuerza en el puerto principal y las idealizaciones que devienen de una comunidad imaginada solamente bajo las lecturas del gobierno local, las instituciones de gestión cultural y los medios masivos, promoviendo así geografías “criollas” que interactúen efectivamente a nivel barrial y local, otorgándole nuevos afectos a estas ruinas, y, potencialmente, nuevos sentidos de identidad, localidad y nacionalidad más allá de las oficiales (Massa 1998). Sin la identificación pública ni la valoración afectiva de ellas, difícilmente se pueden nutrir sentidos alternativos de patrimonio. De hecho, el valor de las ruinas, la apuesta sobre determinados afectos sobre algunos circuitos urbanos o restos materiales, implica generar procesos de adjetivación positiva por parte de la gente más allá de la cartografía oficial de la ciudad y de la industria turística. Ello supone, evidentemente, activar lecturas críticas sobre el paisaje creado, lecturas que, partiendo del reconocimiento de los derechos de la ciudadanía para apropiarse —física pero también simbólicamente— del espacio público, propongan, sobre la base de las memorias, elementos a ser reconocidos para la formulación de una geografía cultural diferente e inclusiva.

2. Cultura material Trascender el paradigma del “patrimonio” como categoría funcional a las visiones dominantes en la gestión cultural sobre el legado de una sociedad exige, además, fijarse en aquellas dinámicas o circuitos de producción simbólica que han sido sistemáticamente excluidos por aquél, tomando en cuenta —como advierte la antropología neomarxista— que ninguna discusión sobre lo cultural puede abstraerlo de sus formas y usos: “la forma y el uso [de la cultura] nos habla de coyunturas económicas, políticas y sociales específicas” (Roseberry 1989, mi traducción). Por lo tanto, aquellas producciones o artefactos que han sido degradados o marginados, cobran renovada importancia para evidenciar valores preexistentes que, generalmente, han encontrado su realización en circuitos no suficientemente reconocidos. En este contexto, si el museo como institución ha servido para fomentar una visión sobre la historia del alto arte y el pictocentrismo que la caracteriza para el caso guayaquileño, las estéticas domésticas y la gráfica popular, por ejemplo, sirven como evidencia de legados paralelos y subordinados. Las colecciones importantes, desde esta perspectiva, son aquellas que están por fuera de las instituciones oficiales, difuminadas en un espectro amplio que otorga una vida social específica a los objetos. En parte, los esfuerzos del actual gobierno por mapear aquello que puede considerarse

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como “patrimonial” aportaría eventualmente pistas para expandir esta noción de cultura material, pero la vida social de las cosas ofrece un punto de partida para entender etnográficamente el papel de las mismas para diversas comunidades. Así, la lógica del inventario nacional que fuere desarrollado por el actual gobierno en su búsqueda por nuevas formas patrimoniales que se hallan entrampadas en lo que es concebido como “tradicional”, corre el riesgo de evacuar de la discusión aquellos elementos que constituyen formas vivas e íntimas de valoración cultural. El sentido primordial de la cultura material, por tanto, reposa en la interacción que se establece entre personas y artefactos, mediada por nociones de funcionalidad, gusto y distinción pero también de memoria individual, familiar y colectiva (Bourdieu 1984, Appadurai 1986). Estos objetos constituyen un reservorio contrario precisamente a los “semióforos”, que son aquellos elementos clásicos de montajes que se hacen en contextos institucionales y que carecen de un uso práctico pero mantienen un significado al representar lo invisible y lo trascendente (Pomian 1990). La cultura material comprende un amplio repertorio de cosas e imágenes. Debido a ello, tiene un carácter productivo que es asible en la medida que la gente misma encuentre una valoración compartida por el Estado sobre sus opciones de consumo estético y utilitario. Así, las colecciones particulares —en un rango amplio que van desde las fotografías de álbumes familiares hasta aquellas desarrolladas como parte del trabajo artesanal de los rotuladores populares— tienen el potencial de hilvanar historias peculiares pero al mismo tiempo compartidas que hablan más de cerca de nociones de identidad cultural que subyacen al membrete de “lo guayaquileño” como un todo monolítico, compartido y fuera de conflictos, resistencias y contestaciones. La identificación de espacios físicos, edificios, calles y paisajes significativos, como resultado de los usos locales que potencialmente se puede hacer de las ruinas a través de intervenciones que marquen las historias olvidadas de la clase obrera, de las comunidades emigrantes e inmigrantes, de las múltiples contribuciones de las mujeres y las minorías sexuales, de la presencia indígena y afroecuatoriana, de las comunidades barriales y de los legados mutuos interregionales. El valor que deviene de las políticas curatoriales que enmarcan objetos de arte o artesanía como tales —tradicionalmente reducido como ejercicio que emana desde el anquilosado museo y las escasas galerías del medio— puede, entonces, entronizarse en las propias comunidades a partir del reconocimiento y privilegio de otros valores y, literalmente, de otras cosas que constituyen el acerbo material vivo de aquellas formaciones sociales. La mirada de la antropología, por lo tanto, es útil para comprender “el significado y el valor que el patrimonio cultural reviste para los sujetos sociales” a partir del conocimiento desde el terreno sobre las “prácticas concretas de uso, funcionalización y semantización” de objetos e imágenes por parte de los actores sociales (Massa, 1998). La atención a la cultura material no se limita, no obstante, a un nuevo coleccionismo de artefactos todavía no sancionados como valiosos para el conjunto social, su activación y su reconocimiento. La materialidad alude también a espacios —coincidente con la discusión planteada más arriba sobre ruinas— y cuerpos. Como sostienen los aportes posfeministas, la materialidad no es

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solamente materia ni superficie, sino el proceso de materialización que estabiliza a lo largo del tiempo nociones fijas sobre fronteras ciudadanas, étnicas, de género y de clase (Butler 1993). Por lo tanto, la noción misma de ciudad puede movilizarse como efecto del trazado de comunalidades emergentes que tienen como práctica común ciertas formas de consumo y su correspondiente despliegue en el espacio social. La muestra más evidente de estos procesos son las diferentes formas constitutivas de la juventud (con expresiones de estilo tales como música y moda, las mismas que han sido reificadas generalmente por quienes defienden la noción de “culturas juveniles”) que, a pesar de las restricciones sobre el espacio público impuestas como norma por la Municipalidad y sus políticas privatizadoras, continúan forjando sentidos de comunidad mediante la habilitación de flujos de información, y circuitos virtuales y sociales paralelos. Desde la perspectiva de la cultura material, no obstante, el interés radica en inscribir estructuralmente estas formaciones sociales y en alimentar aquellos diálogos que se establecen con sentidos de cultura popular que tampoco son fijos ni autocontenidos.

3. Apropiación A las nociones de “ruinas” y “cultura material”, propongo agregar la de “apropiación” para describir una estrategia productiva a la hora de la incorporación de nuevos sentidos patrimoniales entre comunidades heterogéneamente constituidas, y, así, evitar las reificaciones que devienen de las visiones sobre “cultura” y “patrimonio” que se han criticado más arriba. Tomando como referencia discusiones pertinentes a la relación entre antropología y arte contemporáneo para la producción de representaciones sobre diversidad cultural, la noción de “apropiación” va más allá de las afinidades formales o transferencias fragmentarias entre sentidos diferentes de otredad —o, si se quiere, entre una “cultura” y otra— implicando, en su defecto, las selecciones “de un contenido percibido como simbólico, ritual o religioso” resultante de encuentros sociales marcados por flujos e intercambios (Schneider 2006). Aunque evidentemente de orden desigual, al fijar la discusión en torno a las políticas de la representación, estos encuentros han operado históricamente a favor de la fácil mercantilización de la otredad, especialmente cuando los elementos seleccionados son recontextualizados desde la óptica de la sociedad dominante con miras a ser estabilizados en el espacio y en el tiempo, y, así, brindar repertorios sobre la “cultura” como un ente diferenciado, autónomo y, de una u otra manera, autocontenido, a pesar de las dinámicas de traducción y selección que se hacen patentes.8 El sentido productivo de “apropiación”, por lo tanto, incluye —al tenor de la advertencia que se hiciera más arriba sobre las formas y los usos de “cultura” y la necesidad de anclarla en función de las dinámicas, políticas y sociales— atención primordial a las prácticas de intercambio. Nuevamente,

8 Nuevamente, el museo etnográfico sirve para reproducir la demanda por lo exótico al presentar a las otredades —siempre con

marcas étnicas diferenciables— a la manera de vitrinas separadas unas de otras a pesar de una historia común que informa el contexto histórico. Un ejemplo de esta estrategia es el Museo Etnográfico del Banco Central del Ecuador, en Cuenca. Otro ejemplo, pero esta vez para dar cuenta de la integración de partes en una sumatoria que configura un todo armónico, es el del Museo de la Historia de Guayaquil, que empieza en la etapa prehispánica y deviene teleológicamente en la etapa “Más Ciudad”, slogan político de la administración socialcristiana, con la finalidad de situar a esta última como paradigma evolutivo, borrando, así, las diferencias y las relaciones desiguales de poder en el control de la representación, y convirtiendo al propio museo en mera propaganda política.

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como los conceptos de “cultura” y “patrimonio”, este tampoco es neutral puesto que presupone una cierta dinámica de relacionamiento entre otredades, pero —a diferencia de ambos— pone sobre el tapete una dimensión relacional en la construcción de identidades, relaciones entre ideas y objetos. Para clarificar esta discusión: por una parte, las prácticas de las elites, por ejemplo, tienden al uso folklórico del otro —claramente ejemplificado por la defensa de lo montubio en función de la retórica anti-centralista de la guayaquileñidad—, el panfleto turístico que lo presenta como una cosa de consumo, la ridiculización de lo étnico por parte de los medios televisivos a través de seriales de comedia según fórmulas reiterativas de representación de la otredad en tanto un estadio perenne de incivilidad, o la representación caricaturesca en marchas, carnavales y desfiles. Por otra parte, existen todos aquellos flujos y circuitos de intercambio que se construyen más o menos horizontalmente gracias a la apropiación de elementos que dan cuenta de la identidad como un proceso dinámico y flexible. De hecho, si se piensa en distintas dimensiones de lo que constituye “lo popular” en Ecuador, se pueden distinguir con facilidad algunas capas que, históricamente, lo han ido constituyendo a manera de flujos que se cristalizan de mejor manera en ciertos tiempos: desde el sustrato prehispánico que se presenta con mayor fortaleza en regiones con fuerte composición étnica pero que, igualmente, coexiste entre la población inmigrante urbana, pasando por el sustrato de mexicanidad que ha estimulado, a partir del desarrollo de las industrias culturales, nuevas formas de “lo popular” desde los cuarentas del siglo pasado, hasta los múltiples flujos sur-sur que se condensan en expresiones tales como la música chicha, la tecnocumbia, el bolero o el propio rock latino. “Apropiación”, por lo tanto, es un concepto que habla de flujos de doble vía que pueden adquirir, no obstante, caminos divergentes: desde la incorporación a narrativas homogenizantes a costa del potencial expresivo de lo apropiado, hasta la modificación sustantiva del complejo cultural que constituye lo identitario. La primera dinámica es la que ha encapsulado lo patrimonial en el lenguaje del capitalismo tardío: aquel que busca inventariar evidencias de distinta índole con la finalidad de ampliar el repertorio de lo consumible y que, por tanto, somete lo patrimonial a los intereses económicos, especialmente aquellos que derivan de los intereses turísticos y las compulsiones de consumo que imponen a distintas facetas de la vida social. De hecho, el encapsulamiento de las discusiones sobre patrimonio dentro de la lógica del discurso turístico debe problematizarse, pues el propio turismo impone de partida formas de consumo de la otredad que tienden a ser verticales y dependientes exclusivamente de factores mercantiles. Por lo tanto, la asociación entre turismo y patrimonio, frecuentemente presentada por el gobierno actual como armónica y no problemática, encierra un universo de competencias complejo y contradictorio, especialmente si se considera que un parámetro prominente del éxito de las declaraciones patrimoniales sobre objetos, paisajes y destinos es precisamente aquella que deviene del flujo turístico: de personas buscando, en definitiva, un consumo fácil de repertorios locales. Para un país tan pequeño en extensión geográfica como Ecuador, de hecho, resulta preocupante pensar, por ejemplo, al inventario de bienes lanzado por el Estado como una máquina de levantamiento

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de datos a ser canalizados, en la práctica, principalmente por la industria turística, industria que, además, se ha convertido históricamente en un mercado organizado estructuralmente de formas desiguales. Cuando el “destino es la cultura”, para parafrasear el influyente estudio de Barbara Kirshenblatt-Gimblett (1991) sobre estos temas, siempre se corre el riesgo de disminuir la profundidad etnográfica de aquellos elementos que son consagrados localmente al pasar al consumo del escaparate turístico, amén de que la propiedad de saberes y bienes se convierten, por la lógica del discurso corporativo bajo la que opera la industria turística, en meros “servicios”, esto es en una relación inequitativa de poder. Esto, evidentemente, para no mencionar el patrón dominante de ciertas formas de desarrollo patrimonial, como los centros históricos, que comprenden procesos de reingeniería social destinados a desplazar a colectivos sociales que, históricamente, hicieron una contribución enorme a esos espacios, les imprimieron de una cierta dinámica identitaria, deviniendo excluidos solamente en mérito a una forma de leer el flujo turístico: el de la ciudad postal (sobre Quito, Kingman 2006, y sobre Guayaquil, Andrade 2006).9 La segunda dinámica de incorporación cuestiona nociones estáticas de autenticidad, situando, por lo tanto, a lo patrimonial en un terreno de competencias cuya resolución es tan abierta como las posibilidades de intercambio que, especialmente como efecto de la globalización, se destapan. En definitiva, etiquetar a algo como patrimonial va a ser constantemente modificado y superado por el propio efecto del movimiento de ideas, conocimientos y objetos. La diferencia estriba en aquello que, por una u otra razón histórica, frecuentemente política, termina cuajando como “propio” a pesar de que, en otro momento o contexto de la historia, quizás hasta cercano, haya sido considerado claramente como foráneo o exógeno. La distinción radica en el tipo de traducciones locales que se hacen de tales flujos y la forma en que ellas informan a nuevas nociones de identidad. Si las dinámicas mercantiles son el fundamento de la apropiación turística dado el tipo de relaciones sociales que fomentan —y que, dicho sea de paso, son sancionadas positivamente como política patrimonial global por parte de organismos internacionales, tales como la UNESCO— las formas de apropiación de índole horizontal suponen desplazar el consumo mercantil de la otredad hacia un segundo plano, reinstaurando el respeto al significado íntimo de aquello que puede ser considerado como patrimonial como esencial a las ecuaciones de intercambio. Este tipo de óptica, evidentemente, tiene efectos sobre el tratamiento de lo patrimonial, más allá de la lógica del consumo y más centrado en el intercambio de prácticas, conocimientos y significados.

9 En este sentido, es significativo el hecho de que el Directorio del Instituto Nacional de Artes (que agrupa a toda práctica que no

sea la cinematográfica), a crearse según la nueva Ley, incluya entre los delegados gubernamentales al Ministro de Turismo. Esta disposición, más allá de lo anecdótico, deja todavía una puerta abierta a la ingerencia de tinte corporativista que ha sido aquí descrita. Contrariamente a lo esperado, sin embargo, esa misma articulación no aparece en otras instancias consultivas previstas por la Ley de Cultura.

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REFLEXIONES DE UNA ETNÓGRAFA SOBRE EL TEMA DE PATRIMONIO Blanca Muratorio University of British Columbia, FLACSO Ecuador

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Introducción

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n estos comentarios intentaré incorporar algunas de las nuevas —y viejas—1 ideas y conceptualizaciones sobre las políticas y prácticas de patrimonio que fueron expuestas en el foro por los especialistas en este tema. Mi convocatoria como etnógrafa a este espacio es haber sido testigo de 35 años de cambios en las políticas de patrimonio en el Centro Histórico de Quito mientras trabajaba en otros temas en la Sierra y la Amazonía. Mi primera incursión en la antropología urbana data de la década del 2000 con una investigación y curación museográfica sobre religiosidad popular en el Centro Histórico realizada conjuntamente con un grupo de académicos ecuatorianos. Pero además, algunos acontecimientos políticos, sociales y culturales, de los que fuimos testigo precisamente en los días en que se llevó a cabo el foro, meritan también un examen crítico sobre el tema de patrimonio, aunque no podamos presentarlos aquí más que dentro de breves viñetas etnográficas.2

El péndulo del otro Foucault: de deshabitar a habitar el patrimonio en el Centro Histórico de Quito Esta irónica imagen es la primera que me vino a la mente cuando leí el título del programa del foro: “Habitar el patrimonio”. En Ecuador, en estos últimos 10 años, el eje del péndulo de poder se ha movido desde un neoliberalismo conservador y elitista a un populismo “ilustrado” con una marcada tendencia al autoritarismo. En términos de patrimonio, es un péndulo inestable que va hacia los extremos: de excluir, enrejar, limpiar, gentrificar y “ornamentar” (en el sentido de clase que le da Kingman 2006) el Centro Histórico a abrir, incluir, dialogar, patrimonializar sin tregua y sobre todo conseguir con “urgencia” la participación de aquellos que siempre, de una manera u otra, son “elegidos” como representantes de la categoría de sujetos cuyas memorias merecen ser activadas. Estos son entonces “educados” para “apreciar” el patrimonio que les corresponde y para convertirse en sus “guardianes.”3 En resumen, como anota Delgado (en este volumen), las políticas de patrimonio sirven de legitimación simbólica de las autoridades que las legislan y las implementan.

1 Queremos aquí recuperar la memoria histórica ya que, por lo menos en mi experiencia, desde el 2003, muchas de estas mismas

ideas fueron objeto de debate, discusión, acción, y trabajos escritos por antropólogos e historiadores en el ámbito de Flacso y del Museo de la Ciudad. (ver Kingman 2004, 2011, Salgado 2008, Muratorio en prensa). 2 Me refiero primero a una polémica en el Centro Histórico entre dos sectores de autoridades con respecto a la nueva política de

“habitar el patrimonio”. Segundo, a una visita guiada organizada por una fundación privada de turismo al convento de clausura de las Monjas de Santa Catalina de Siena, importante hito del patrimonio religioso del Centro Histórico. Y tercero, a la reversión de una política estatal de protección del parque Yasuní, una joya dentro del patrimonio natural del Ecuador, para permitir la explotación petrolera en una zona de extremo riesgo para sus poblaciones originales. 3 En el número especial conmemorativo de los 35 años de patrimonio de la Revista Q de la Ciudad, se dice que los vecinos del Museo

del Alabado (museo privado de arte precolombino) “entran al Museo como casa propia” (2013, No.42:22). Mi experiencia en una visita a ese mismo Museo, con un colega historiador, no corrobora la universalidad de esta afirmación. Una mujer indígena que encontramos en una de las salas, y cuya belleza era muy semejante a una de las piezas precolombinas que contemplábamos, estaba con un trapo limpiando una de las vitrinas. Cuando conversando con ella le preguntamos de su relación con el museo nos dijo como asombrada: “no, nadie visita aquí, este es un lugar donde solo vienen turistas”.

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Al poder de las instituciones culturales de cambio y gestión siempre hay actores nacionales e internacionales con el suficiente capital cultural, o al menos capital social (en el sentido de Bourdieu, 1980), a quienes se les permite decidir estrategias y se les provee del capital económico para implementar las políticas culturales que entran dentro de los lineamientos de la ideología dominante. En el presente esta exige la “participación popular” y la “apertura” para tratar de borrar de alguna manera el elitismo cultural y social de administraciones anteriores. La meta última general de democratización del patrimonio no puede cuestionarse pero sí, las estrategias y las formas en que se quiere llegar a ella. Todos los patrimonios están inmersos en las políticas de cada momento histórico y estos también condicionan las posibilidades dialógicas entre pobladores, agentes culturales y académicos. No todos poseen el mismo capital cultural ni social, sobre todo aquellos actores que todavía se consideran carentes de la “calidad” y “rentabilidad” de lo que se quiere mostrar en el Centro Histórico y que todavía siguen siendo excluidos. Los diálogos nunca suceden en un vacío de poder. En mi opinión, el péndulo ideológico y de poder con respecto al patrimonio no parece poder equilibrarse en una posición que se pregunte, por ejemplo, a quiénes se “deshabitó” cuando se limpiaron las plazas, calles y viviendas del Centro Histórico en el 2003-2004 y con quiénes se quiere “habitar” en el presente. Se deduce claramente de algunas de las ponencias (Durán en este Volumen, Kingman 2012 y en este Volumen) que todavía continúan políticas contradictorias de discriminación étnica y de clase que no han cambiado mucho en estos simbólicos 35 años. Actualmente estas aún tienen, por ejemplo, el poder económico y político de seguir definiendo que un “vecino” (en el sentido colonial del término) o las “embajadas” y los “servicios universitarios” ( Revista Q 2013, pp. 24-25 ) son más “rentables” (en términos económicos y simbólicos) de habitar el patrimonio que otros vecinos indígenas o en situaciones de pobreza e informalidad laboral, cuyos barrios se están convirtiendo en patrimonio mientras los habitantes experimentan distintas formas de exclusión (Durán, Kingman, Op. Cit.). Pero como se ha señalado en este foro reiteradamente, los espacios patrimoniales son focos de alta conflictividad y el Centro Histórico de Quito no es una excepción. Aún las dos autoridades urbanas competentes parecen no estar de acuerdo con respecto a las nuevas políticas de expropiación para “recuperar en el Centro una vocación residencial… a través de la inversión privada (Revista Q, 2013, No 42:24-25). Mientras el Ministro de Vivienda pretende expropiar predios habitados, el Alcalde le sugiere que “revise su lista” y no los expropie. Mientras tanto, como se publica en el diario El Comercio (septiembre 11, 2013), los vecinos de la edificación de los Patiño, una de las más antiguas, sostienen que “son patrimonio intangible y que tienen derecho a quedarse en sus lugares.” Es decir, los vecinos antiguos, simbólicamente declarados “patrimonio” por las políticas municipales de inclusión patrimonial, resignifican su estatus como una forma de protesta para impedir la exclusión real de sus espacios patrimoniables por otra de las autoridades de turno. Creo que este acontecimiento reciente demuestra la capacidad de la cultura popular para resistir y resignificar los discursos hegemónicos de patrimonialización y globalización. (Ver Delgado, Durán, Márquez y Kingman en este volumen). También este ejemplo sirve para ilustrar las contradicciones sociales y culturales que surgen cuando se quiere hacer de los centros históricos lugares igualmente “adecuados” para un turismo de lujo4 y para aquellos que supuestamente van a tener una “vocación residencial permanente”.

4 En la actualidad hay varios hoteles boutique de 5 estrellas en el Centro Histórico. Si uno va a la página web del Hotel Gangotena, por

ejemplo, construido en una antigua “casa patrimonio” ubicada en la tradicional Plaza de San Francisco y mira la imagen de esa plaza desde el balcón del hotel, se puede dar cuenta perfectamente porqué las empresas de turismo y otros agentes económicos y de seguridad de esa área tienen interés en mantenerla “limpia de los informales” (www.casagangotena.com).

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La violencia hacia el patrimonio religioso

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n su breve discurso de apertura del foro el Alcalde de Quito se refirió a los cambios en el proceso de “rehabilitación” del Centro Histórico en la última década, como “desprovistos de violencia”. Esta afirmación está llena de olvidos. Tal vez cumple con los deseos imaginados de gran parte de la clase media y alta de Quito que siempre vio la “limpieza” del Centro Histórico como una necesidad social. Pero ciertamente esta afirmación no hace justicia a todos aquellos que en el 2003 todavía habitaban el Centro Histórico haciendo de este espacio una “comunidad imaginada” en el sentido en que Anderson usó este término para conjurar la idea de nación (1993). O en una referencia más local, con esta idea de “no violencia”, el alcalde ciertamente excluye a todos las personas que entonces convertían a este espacio patrimonial en un “lugar” en el sentido en que Augé usa el término, es decir, un espacio donde todavía podían descifrarse las relaciones sociales cotidianas de los habitantes (2013). Desde el 2003 las mujeres y hombres que vendían sus productos y desplegaban sus coloridas imágenes y texturas, los olores de los inciensos y las fritadas, los sonidos de sus charlas y pregones y los gustos de sus comidas en las calles y plazas del Centro Histórico, han sido excluidas o confinadas al olvido de los “no lugares”, tales como los antiguos baños públicos debajo de San Francisco o los “centros comerciales populares de cemento.” Quiero aquí referirme específicamente a la violencia real de exclusión física, simbólica y estética que se ejerció principalmente contra aquellas mujeres que mantenían el patrimonio que hacía posible la religiosidad popular en el Centro Histórico. Aunque todavía se la usa frecuentemente (ver varios trabajos en este Volumen), si queremos tratar el patrimonio desde una perspectiva socio-antropológica, creo que es necesario olvidarse de la distinción puramente semántica entre patrimonio material e inmaterial. No hay iglesia sin culto, ni hay fiestas sin espacios sagrados ni hay lenguas (en peligro de extinción, o no) sin personas que las hablen y espacios donde se con-versen. En el caso de la religiosidad popular, que quiero examinar aquí, se vio muy claro cómo el desconocimiento de esta estrecha relación entre lo material e inmaterial en el período entre el 2003 y el 2007, llevó por un lado a la restauración gloriosa del patrimonio barroco de la iglesias y, por otro, a la destrucción y desaparición del aspecto más importante de ese patrimonio: las formas de religiosidad que lo embellecían y lo nutrían con sus usos cotidianos y el desplazamiento de las personas que lo usaban y sostenían. Este ejemplo de la religiosidad en el Centro Histórico demuestra claramente que lo importante no son los monumentos y los edificios patrimoniales sino el uso que se hace de ellos, como se subrayó reiteradamente en este foro. La religiosidad popular es una forma intelectual y expresiva de acercarse a lo religioso, que comparten simbólica y espacialmente miembros de distintas clases sociales y de distintos grupos étnicos. Es una relación espontánea, personal, casi familiar y a menudo lúdica de acercarse a lo sobrenatural. En estas prácticas y expresiones cotidianas, los objetos sagrados adquieren sentido y, a su vez, ayudan a dar sentido a la vida a través de todas las experiencias sensoriales: el oír la música, el olor de los cirios y el palo santo, pero sobre todo la visión cercana

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de la imagen, y la capacidad de tocarla, de incorporarla a la intimidad del cuerpo. Todo esto constituye un sistema de representación, un lenguaje simbólico que incluye la imaginería y los rituales del arte popular. Las políticas de restauración de todo el Centro Histórico, y especialmente de las Iglesias, contribuyó espacial y simbólicamente a regimentar, impedir, cortar, controlar y disciplinar esa espontaneidad religiosa creando barreras simbólicas y físicas -rejas literalmente-, bajo el cuestionable pretexto de restaurar, recuperar y preservar el patrimonio religioso. Irónicamente, mientras los museos del Centro Histórico se están abriendo cada vez más a la participación activa de los ciudadanos y tratando de deconstruir la autoridad absoluta de sus expertos,5 los lugares patrimoniales de culto ya se han convertido en “espacios indultados” (Delgado en este volumen) con un criterio estético excluyente que solo privilegia los sistemas simbólicos coloniales barrocos para ciertos aspectos arquitectónicos, a la vez que en términos de la religiosidad popular destruye las expresiones del arte popular y las reemplaza con la imaginería plástica “made in China” y las decoraciones y barreras internas para los santos al estilo Miami, sin ninguna vergüenza estética.6 Restaurar patrimonios monumentales puede significar destruir otros aún más valiosos desde el punto de vista social, ético y estético. Es el precio que se paga por aceptar el autoritarismo de los expertos en “restauración” que todavía plantean el acceso a lo religioso como un problema arquitectónico y no social y cultural. En Ecuador el arte popular aún no ha alcanzado el privilegio de convertirse en “bien patrimonial”, sobre todo si pertenece al olvidado siglo XX. En Quito no existe ningún museo de arte popular (que sigue confundiéndose despectivamente con la artesanía) y sus muy diversas y ricas expresiones, desde la imaginería religiosa hasta la gráfica de los antiguos carteles pintados de las peluquerías, se esconden en muy pocas colecciones privadas o ya han salido comercialmente del país.

La historia como escenografía patrimonial

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i bien todavía se sigue usando el símil (en varias ponencias del Foro y Augé 2013), sugiero que los centros históricos no se están convirtiendo en museos, a menos que sigamos viendo a estos como templos de historia cosificada o como escenografías congeladas en el tiempo, apreciaciones ya insostenibles desde el punto de vista académico.7 Más bien, los centros históricos se están convirtiendo progresivamente en parques temáticos de diversiones

5 Ponencia de Ana Rodríguez en el Foro Latinoamericano. 6 En una interesante investigación y exhibición sobre los efectos que las políticas de patrimonio tuvieron en la tradicional Calle

del Algodón en el Centro Histórico, Eduardo Kingman (2003) enfatiza estos mismos argumentos. Kingman demuestra cómo la “limpieza” social de esa calle de los vendedores informales que históricamente la ocupaban, hizo desaparecer también las formas estéticas que los distintos comerciantes usaban para armar sus instalaciones. Estos creaban altares callejeros que arreglaban cuidadosamente cada día. Lo que desapareció es una estética popular de colores y sabores que cubre una economía familiar y una red de solidaridad entre los comerciantes que ayudaba a hacer de la calle del Algodón un espacio social y no solo una calle, un espacio vacío, un no lugar. 7 Ponencia de Ana Rodríguez en el Foro Latinoamericano.

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(Ver Salgado 2008, Muratorio 2008, Delgado en este Volumen). Como ejemplo etnográfico examinaré brevemente un acontecimiento nocturno en el Centro Histórico de Quito. En septiembre de 2013 participé como espectadora en una visita al Convento de Clausura de las Monjas de Santa Catalina de Siena, guiada por un “barbero de Sevilla del siglo XVIII,” quien pretendió explicarle a un público mayormente local la historia y vida de las monjas en un discurso banal que trivializa el trabajo diario de esas mujeres (como de otras monjas de clausura) desde la Colonia en crear, preservar y nutrir el patrimonio religioso del Centro Histórico.8 No podemos cínicamente minimizar la importancia de esta forma de hacer historia con tradiciones inventadas por la academia del turismo. Es una historia falsamente consensual, desprovista de todo conflicto de clase o de género y dirigida principalmente a un público local, pero también turístico que, en su mayoría, no posee el capital cultural para cuestionarla. Sabemos, por ejemplo, que muchas investigaciones realizadas en lugares como Disneylandia, visitada por millones de niños estadounidenses, muestran que las historias allí contadas por medios comerciales se convierten para estos niños, y también para sus padres, en una de las principales fuentes del conocimiento de la historia de su país. Y esta instancia turística en el convento de Santa Catalina es solo una de las tantas de un ciclo de visitas a sitios patrimoniales llamado “Quito Eterno”,9 “interesante” título para entender la dinámica de la historia contemporánea. Es muy difícil luchar contra estas tendencias de comercialización de la historia porque con frecuencia también son apoyadas por las mismas instituciones que quieren lograr lo que ahora se define como “participación popular auténtica”. De esta manera hay un riesgo en que los museos y otras instituciones culturales oficiales confundan su misión académica y educativa con los objetivos comerciales de las ONG de la cultura. La línea divisoria es en la actualidad muy tenue y confusa. Un museo no puede al mismo tiempo “abrirse a la diversidad” y “construir ciudadanía” y “cerrar sus puertas a las colecciones de grandes familias o de grandes grupos de poder” (Ana Rodríguez, ponencia en el foro) como si en la actualidad política unos fueran más ciudadanos que otros. Las ONG responden a ideologías propias y hacen uso de técnicas de mediación comunitaria que son más apropiadas para el entrenamiento de ejecutivos en empresas10 que para “activar las memorias” de habitantes de los barrios de Quito.

8 En el curso de 2001 a 2003 en colaboración con la historiadora Rocío Pazmiño, quien organizó el archivo histórico del

convento, realicé varios meses de observación participante en todas las actividades diarias de las Monjas Catalinas. Puedo por lo tanto dar testimonio del rol que estas monjas de clausura han cumplido y siguen cumpliendo en referencia al patrimonio religioso, desde los bordados para cubrir las imágenes de vírgenes y santos hasta la fabricación de vino y hostias para el culto. En relación a este ejemplo se ve la importancia de incorporar una visión de género cuando se habla de los usos y mantenimiento social de distintos patrimonios. 9 Desde 2002. “Quito Eterno” es una fundación privada que hace visitas guiadas “por personajes de la historia y la memoria

de la ciudad” a sitios patrimoniales. Promueve el “disfrute lúdico” de los “sitios patrimoniales del Centro Histórico tales como conventos, museos y barrios” para el aprendizaje de los “usuarios”. Promueve además la “construcción de ciudadanía y la convivencia social”. También organizan “tertulias de memoria” y van a “replicar sus experiencias a nivel nacional y regional”. (www.quitoeterno.com). 10 Estas técnicas de recoger memorias en reuniones o tertulias fueron demostradas por las ONGs en la Mesa de debate del Proceso

Patrimonio-Comunidades en este Foro. Todos aquellos que hemos trabajado con memoria en historias de vida sabemos que el consentimiento informado de los sujetos es una relación social muy compleja y que necesita un tiempo distinto del instante de las tarjetas de memoria que allí se presentaron.

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Las vicisitudes de los patrimonios amazónicos

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a selva amazónica es el patrimonio “natural” simbólicamente más significativo para el Ecuador. El lema “Ecuador es y será un país amazónico” está desplegado como la marca patrimonial de identidad nacional por excelencia. Pero desde el punto de vista de la antropología, sabemos que la selva no es un lugar salvaje sino domesticado por sus habitantes originales desde milenios (Ver Descola 1994 entre otros). La erosión y destrucción de uno produce inevitablemente la desaparición del otro. Por eso se declaran los parques como el Yasuní —la joya de la Amazonía— patrimonios protegidos. En el 2013, el gobierno del presidente Correa tomó la decisión de revertir su política anterior de protección del Yasuní y sus habitantes originarios para abrir un espacio importante del parque a la explotación petrolera. Este es un ejemplo claro de los peligros de dejar un patrimonio tan importante para la identidad nacional librado a las políticas de turno. Las poblaciones indígenas, en las áreas de explotación, desaparecieron de los mapas oficiales que antes los mostraban orgullosamente. El presidente justificó su arbitraria decisión con afirmaciones populistas sobre “pequeñas intervenciones” en el Yasuní para lograr resolver el problema de la pobreza en el resto del “cuerpo” nacional.11 En el caso de la Amazonía, la destrucción del patrimonio natural puede significar no solo el olvido simbólico de su patrimonio humano en los mapas, sino también su desaparición física.12 Otro ejemplo menos dramático del cambio histórico en las nociones de patrimonio, es el destino de la ayahuasca. En la década de los 80, un intento de comercializar la ayahuasca por una compañía extranjera originó una protesta masiva de las organizaciones indígenas en su contra y la declaración de la ayahuasca como “patrimonio ancestral” de las poblaciones indígenas de la Amazonía para su exclusivo uso cultural. En 2013 el ecoturismo y la globalización ya han cambiado casi radicalmente ese patrimonio. En una visita al Centro Histórico recogí una tarjeta de publicidad turística a la Amazonía con la dirección www.ayahuasca.com. Entre los “productos” ofrecidos se hace un uso comercial de la ayahuasca muy distinto al uso cultural que promovían los que la patrocinaron originalmente como patrimonio de las etnias amazónicas. Este no es un fenómeno aislado ya que hay muchas ofertas semejantes en Internet. La ayahuasca ha pasado a formar parte de movimientos internacionales de espiritualismo tipo New Age, que ahora muchas etnias amazónicas incorporan y explotan para su propio beneficio.

11 Un programa de la televisión auspiciado por el Gobierno mostraba a un bebé en brazos de su madre recibiendo una vacuna.

La propaganda comparaba el pequeño pinchazo de la vacuna para el bien del cuerpo total del bebé con la mínima perforación petrolera en el Yasuní para salvar al total de la población pobre del Ecuador. Por otra parte, la plaza patrimonial de la Independencia en el Centro Histórico fue cerrada a las protestas contra el gobierno por esta decisión y abierta a los simpatizantes del gobierno traídos en buses para el efecto de apoyarla (Ver también Delgado en este volumen). 12 Quiero también anotar aquí, que en el espacio de este foro no hicimos ninguna reflexión, ni menos protesta, sobre un

acontecimiento tan importante en detrimento de este patrimonio natural del Ecuador. Más aún, al mismo tiempo que el foro, pero independiente de él, se desarrolló en la Flacso, sede Ecuador, un “Encuentro Internacional de Arqueología Amazónica” auspiciado por el Ministerio de Cultura y Patrimonio, universidades, embajadas y la compañía petrolera Repsol. En este foro, también se ignoró totalmente la realidad de lo que estaba pasando con el patrimonio Amazónico, principal tema de la conferencia. Cabe aquí preguntarse qué está pasando en estos momentos con el “patrimonio” de una academia crítica y comprometida.

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Memoria y patrimonio La memoria y la historia se nutren de los objetos como rastros o vestigios tangibles de un pasado que frecuentemente distintos grupos humanos tratan de “recuperar” para luchar contra la “amnesia post-moderna” (Lowenthal 1985: 23) generada por la globalización. Pero los objetos no son inmediatamente transparentes, necesitan de análisis e interpretación desde un presente para revelar sus distintos significados culturales y sociales. Los objetos como monumentos, memoriales, museos y otros espacios públicos están implicados en intrincadas relaciones de poder y en luchas por establecer la jerarquía de las memorias sociales, la historia oficial y el patrimonio. ¿Cómo y por qué alguno de estos objetos son “depositarios” de memorias biográficas e históricas y pasan a formar parte de un patrimonio familiar y social y a veces son “sacralizados” en museos? En distintos tiempos históricos, las élites con el suficiente capital cultural, social y político han tenido el poder de decisión, pero siempre han existido memorias diversas y alternativas, voces y manos que recuperan, incorporan y resignifican memorias con éticas y estéticas diferentes. Podemos preguntarnos cómo y quién decide que un dibujo de un chamán en una vasija precolombina pertenece al patrimonio nacional de “arte” en el museo de la Casa de la Cultura y un mismo chamán en una pintura de Tigua pertenece a las “artes menores” o “artesanías” a ser desplegada bajo carpas en el parque El Ejido. Como ha señalado Appadurai (1996: 76), los objetos deben ser mantenidos y manejados semióticamente, deben ser guardados, restaurados y desplegados en contextos “apropiados”, sean estos parques, plazas o museos. Al prestarle “atención” y “manipular“ a ciertos objetos y “olvidar” a otros, ayudamos a cambiar sus significados para descartarlos en el olvido del tiempo o para rescatarlos, valorarlos y guardarlos como parte de un patrimonio familiar, nacional o universal. En las controversias por la restauración del Centro Histórico de Quito, por ejemplo, ¿qué memorias, de quiénes y de qué tiempo se quieren “restaurar”? ¿Quién decide que ciertos objetos y ciertas estéticas son “auténticos” y otros deben ser desplazados al olvido de los “no espacios” de cemento? ¿Cuál es la relación de poder entre memoria y olvido en este caso? ¿Qué voces tienen el poder de ser oídas, publicadas o financiadas? Parafraseando a Lowenthal (1985:4) podemos decir que en este caso también el pasado es un país extranjero porque no podemos revivirlo, pero la nostalgia de un grupo específico logra transformarlo en un pasado con un exitoso mercado turístico. Las nostalgias producen y venden reliquias, suvenires y mementos. El patrimonio es una construcción social que fija historias y memorias en el tiempo y olvida otras. Pero también descarta vidas posibles para promover otras y a veces hace trizas las memorias. En Ecuador estos procesos no han sido ni siguen siendo desprovistos de consecuencias sociales. Todavía la mayoría de las mujeres que vendían velas y santos siguen en los antiguos baños en las covachas de San Francisco y la Plaza está limpia de los informales aunque estos siguen luchando por su espacio público. Las memorias siempre son disputadas y hay una multiplicidad de memorias posibles (Jelin, Kingman en este volumen).

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Reflexión final “Un lugar es un espacio en el cual se pueden descifrar las relaciones sociales que están inscriptas allí… un no lugar es un espacio en el cual ese desciframiento es imposible.” (Augé 2013).

Augé vuelve a estas dos antiguas definiciones del espacio urbano para repensar la ciudad contemporánea. Y siguen siendo útiles también para repensar el espacio patrimonial siempre que tengamos en cuenta la advertencia de Augé de que nunca hay lugares y no lugares en el sentido absoluto del término. En el caso del Centro Histórico de Quito se encuentran dos fuerzas que chocan inevitablemente. Por un lado la modernidad de la globalización, o el “mundo ciudad” como lo llama Augé, que lleva a ciertas políticas de participación controlada, uniformización simbólica, reificación de la historia y dysneificación de la cultura. Pero por otro, como hemos tratado de examinar aquí, siempre sigue viva la capacidad de las clases subordinadas de incorporar lo moderno para resignificar lo hegemónico. Quisiera terminar con una breve anécdota etnográfica que irónicamente ejemplifica esta dualidad de la realidad social. En este foro, Delgado (en este volumen) analizó cómo el movimiento político de “los indignados” en España logró resignificar las plazas y otros lugares patrimoniales para la protesta social. Mientras tanto, durante el transcurso del Foro, en un conocido barrio del Centro Histórico de Quito había un grupo de “voluntarios indignados” españoles supuestamente ayudando a los habitantes locales a indignarse. Mientras tanto, en los negocios de caretas de ese mismo centro ya estaban expuestas las conocidas caretas blancas de los indignados para vender en el próximo Carnaval.

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Bibliografía Anderson, Benedict Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. México. Fondo de Cultura Económica. 1993. Appadurai, Arjun ed. The Social Life of Things. Commodities in Cultural Perspective. New York. Cambridge University Press. 1988 Augé, Marc “Cómo repensar la ciudad” en Ñ Revista de Cultura No. 535. Diario Clarín 28/12/2013. Bourdieu, Pierre “Le Capital Social” Actes de la Recherche en Sciences Sociales. No. 31, 2-3 1980. Diario El Comercio 11 de setiembre 2013. Kingman, Manuel La Calle del Algodón. La Selecta 2003. www.laselecta.org Kingman Garcés, Eduardo “Patrimonio, políticas de la memoria e institucionalización de la cultura” en Iconos, 20 Setiembre 2004: 26-34. Kingman Garcés, Eduardo La Ciudad y los Otros. Quito 1860-1940. Higienismo, Ornato y Policía. Flacso, Sede Ecuador. Universidad Rovira y Virgili. Quito, España. 2006 Kingman Garcés, Eduardo “¿Podemos pensar el patrimonio? Políticas del patrimonio y la seguridad”. Arxu d’ Etnografía de Catalunya N0- 11- 2011: 231-253. Kingman Garcés, Eduardo (coord.) San Roque: Indígenas urbanos, seguridad y patrimonio. Flacso, Sede Ecuador y Heiffer. Ecuador 2012. Programa general Foro Latinoamericano Habitar El Patrimonio. Quito, Setiembre 4 ,5, y 6, 2013. Revista Q. La Revista de la Ciudad No. 42. 35 Años siendo patrimonio. Setiembre 2013. Lowenthal, David El pasado es un país extraño. Madrid. Ediciones Akal. 1998 Muratorio, Blanca “Memorias alternativas: Las cajoneras de los portales” capítulo en Eduardo Kignman y Blanca Muratorio, Los Trajines Callejeros. Historia y Vida Cotidiana. Quito siglos XIX al XXI. En prensa. Salgado Gómez, Mireya “Patrimonio cultural como narrativa totalizadora y técnica de gubernamentalidad” en Centro.h Revista de la Organizaciónn latinoamericana y del Caribe de Centros Históricos. No. 1 Agosto 2008 pp.13-25.

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LA PRODUCCIÓN DE LA OTREDAD “AFRO” Y LA (IM)POSIBILIDAD DE PATRIMONIALIZACIÓN EN LAS ÁREAS DE PROTECCIÓN HISTÓRICA DEL CENTRO DE BUENOS AIRES Soledad Laborde Universidad de Buenos Aires, Argentina

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Resumen

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a Ciudad Autónoma de Buenos Aires se construyó históricamente desde una centralidad territorial y a su vez simbólica en torno a una identidad europea, blanca y moderna, siendo “lo afro” una construcción emergente de la otredad en la ciudad.

Se analiza la producción de “lo afro” en el casco histórico de la ciudad a partir de la práctica cultural de los afrocandomberos uruguayos, quienes se legitiman enlazándose con el pasado colonial y fundacional en la centralidad de la ciudad. Además, se presenta el reciente proceso de “puesta en valor” del Parque Lezama —emblemático parque Monumento Histórico Nacional del Centro Histórico— para reflexionar sobre la compleja relación entre la gestión del patrimonio, las actuales políticas de identidad, los procesos de recualificación urbana, la inclusión/exclusión sociocultural y las implicancias de las distintas fuerzas de poder en el campo del patrimonio.

Introducción “La voluntad de ser negro en un país masivamente blanqueado, radicalmente homogeneizado, es la voluntad de ser otro”. (Segato, 2009).

Este trabajo se propone pensar la construcción de “lo afro” en la ciudad de Buenos Aires, como un proceso de reafricanización y reetnización que se enlaza con las configuraciones de las identidades en el espacio urbano. Se enfatiza en la creciente visibilización y posicionamiento de lo “afro” en el Centro Histórico como parte y contra cara de la configuración histórica estructural de la ciudad y del actual proceso de recualificación de dicho lugar. Proceso que implica una activación de la retórica patrimonialista como estrategia de los actores para negociar inclusiones socioculturales —estableciendo una relación con los procesos de patrimonialización propuestos por los organismos internacionales— y a su vez, una superposición con las estrategias y los modos en que el patrimonio consagrado opera en el ordenamiento urbano del Centro Histórico en términos no solo legales y jurídicos, creando tensiones entre diversos actores que manipulan el patrimonio como un recurso para construir un derecho, para establecer un ordenamiento, para constituir formas de ciudadanía. Una salvedad importante a considerar es que debido a la complejidad histórica de negación, invisibilización y blanqueamiento que condenó a la consolidación de un “mito” de desaparición, o a la inexistencia de los negros en la Argentina y en especial en Buenos Aires, no podemos afirmar que exista la conformación reconocible de una “comunidad afro” —si es que es posible identificarla tan fácilmente en otros casos—. Retomando el planteo de Frigerio y Lamborghini (2012), el problema de la denominación de lo “afro” se vincula con lo heterogéneo

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de los colectivos, ya sea por las procedencias geográficas, generacionales, las cuestiones de género, clase, apariencia, adscripción ideológica y cultural.1 La falta de la “comunidad” o la complejidad de determinarla, la fragmentación, la superposición de construcciones identitarias múltiples y de políticas de reconocimiento diversas y dispares desde el Estado, pueden ser algunos de los primeros indicios de la imposibilidad, hasta el momento, de construir políticas de patrimonio en torno a la cuestión de los afrodescendientes en la ciudad de Buenos Aires. A su vez, “lo afro” entra en conflicto con conceptos centrales y operativos del patrimonio en el contexto local, en especial por la relevancia dada a la idea de comunidad desde UNESCO, con énfasis a partir de la Convención de Salvaguardia del Patrimonio Inmaterial de 2003 (ratificada en Argentina en 2006). De allí que encontramos una tensión entre los reconocimientos y las imposibilidades actuales de construcción de ciudadanía —y de derechos particulares— a través categorías étnicas vinculadas a lo “afro”. De esta forma, nos preguntamos: ¿pueden las políticas de patrimonio construir relecturas de los procesos patrimoniales, en diálogo con el reconocimiento de los impactos de la relación colonial en la construcción de lugares y otredades, y su actual vinculación con el proceso de recualificación urbana? A partir de la investigación etnográfica, analizaremos primero algunos ejemplos del proceso de producción de “lo afro” en el Centro Histórico de la ciudad y luego expondremos la reciente disputa por el emblemático Parque Lezama, Monumento Histórico Nacional del Centro Histórico y lugar referenciado como “sitio de memoria” afro de la ciudad,2 en torno a su transformación por parte del proyecto de “puesta en valor”, como parte de las formas que adquiere la recualificación urbana del Centro Histórico. Buscaremos indagar si en la cuestión de protección patrimonial, se está poniendo en juego un ideal en términos de ordenamiento del espacio y de las prácticas culturales, más que del orden de la conservación y la protección patrimonial, desde un concepto de orden y valor de estética sociocultural en términos de embellecimiento y diseño, que nos permitan pensar en las mutaciones de las formas de higienismo que operan en torno al patrimonio, el espacio público urbano y por lo tanto en las formas de construcción de ciudadanía y de la otredad “afro”. Prestaremos atención a las estrategias de los sujetos que habitan dicho lugar. Nos preguntamos si estas propician una alianza y, a la vez, una tensión entre los usos del patrimonio, ya sea como articulador de los espacios particulares de territorialización de la diversidad cultural que detentan los afrodescendientes, o como recurso de las activaciones organizacionales de las asambleas de

1 Lo “afro” en la ciudad envuelve un amplio universo de quienes la habitan y se vinculan a dicha “matriz-raíz”, entre estos

encontramos a: inmigrantes afrodescendientes de países limítrofes (Brasil, Uruguay), inmigrantes llegados desde África, descendientes de personas esclavizadas en el territorio argentino (autodenominados algunos como afroargentinos de tronco colonial) y descendientes de inmigrantes africanos y afrodescendientes de países limítrofes nacidos en Argentina (también llamados por algunos afroargentinos). Aunque también, “la cuestión afro” incluye a otros sujetos de la ciudad que adscriben a ciertas prácticas culturales consideradas expresiones de dicha matriz, a pesar que no tengan una construcción identitaria directa en torno a la africanidad o la negritud. 2 El Parque Lezama fue incluido como sitio de memoria en la publicación de la Unesco “Huellas e identidades. Sitios de memoria y

culturas vivas de los afrodescendientes. Argentina, Paraguay y Uruguay”, 2011.

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vecinos que diputan “espacio público para todos” y de las formas de gestión del espacio urbano desde el área gubernamental; todos ellos implicados en un proceso de ordenamiento y estetización mayor del espacio urbano por momentos negociado y por otros disputado. Proponemos pensar los procesos empíricos analizados como muestras de la tensión entre la reconstrucción del espacio público —en crisis del sentido moderno y democrático— y la superación del metarelato del Estado-nación (Proença Leite, 2009).

La producción del patrimonio y de la centralidad

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lo largo del desarrollo del campo de la antropología, podemos llamar la atención sobre cómo la disciplina ha colaborado, por un lado, en identificar y ordenar los objetos y bienes de patrimonialización —desde una perspectiva más folclórica vinculada a paradigmas hoy cuestionados— pero también, en las últimas décadas, cómo ha contribuido a pensar de manera crítica el patrimonio. En este sentido, al ritmo que la ciencia ha problematizado a la cultura, la identidad y la sociedad, la categoría de patrimonio fue observada por su sentido esencialista y ordenador, relacionado principalmente a la construcción de los Estados-nación y por lo tanto, a la creación de representaciones y homogeneidades idealizadas. Pensar el patrimonio desde la noción de campo —en términos bourdeanos—, nos permite abordar las distintas fuerzas que actúan, sin ponderar un sentido exclusivo, sino por el contrario, una vinculación y una relación entre el aspecto del patrimonio en tanto política pública, política internacional, como instrumento técnico de gestión, y por el modo en que opera ordenando, interviniendo y transformando las relaciones sociales y la producción de espacialidad e imaginarios. Podemos afirmar que “el patrimonio designa de hecho construcciones ideológicas —o representaciones— que requieren ellas mismas de explicación” (Arantes, 2009) y que se distinguen del conjunto de representaciones, expresiones, costumbres, imaginarios y prácticas simbólicas de la vida cotidiana, ya que “el patrimonio cultural strito sensu es instituido por un complejo proceso de atribución de valor que ocurre en la esfera pública, entendida como un conjunto de instituciones de representación y de participación de la sociedad civil en el espacio político administrativo del Estado” (Arantes, 2009). En estas relaciones, se destaca el aspecto político de los procesos de patrimonialización (Lacarrieu, 2004), debido al gran interés otorgado al patrimonio para la construcción de lo público. Asimismo, en consideración de su condición representacional, donde el espacio institucional es lo que lo consagra como tal, su producción implica una fuerte relación entre las políticas de patrimonio con las políticas de identidad y de ciudad. Si nos situamos en la ciudad de Buenos Aires, en Argentina, debemos atender al proceso constitutivo fundacional en contexto colonial de la ciudad y el proceso de constitución del Estado-nación que se enmarca en la ideología de los nacionalismos del siglo XIX. Buenos Aires fue pensada dentro

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de los “activos centros de europeización del país” (Romero, 1987), las huellas de dicho proceso histórico —con el impulso singular que dio la generación del 80— se establecen en el paisaje urbano y también en las representaciones e imaginarios de una identidad atravesada por la relación histórica constitutiva del nosotros-otros en la ciudad de Buenos Aires, siendo especialmente el aporte europeo lo que dio el carácter dominante de un “nosotros”. De este modo, la construcción identitaria y socioterritorial, implicó la consolidación de una “etnicidad ficticia” (Segato, 2009) fuertemente racializada operando en la configuración también del ideal de la planificación y de la producción del espacio público urbano. La ciudad de Buenos Aires se construyó desde la época colonial con una concentración territorial de los poderes políticos, económicos y religiosos, tal como lo expresa la emblemática Plaza de Mayo. Diversos procesos de configuración territorial establecieron la producción, en tanto lugar, de dicha centralidad urbana, como símbolo de progreso de la nación y del relato hegemónico de la construcción de una identidad “porteña” blanca, europea y moderna (Segato, 2009; Frigerio y Lamborghini, 2009; Lacarrieu, 2007). Esta “doble” centralidad está hoy en disputa a partir de la creciente visibilización (y revalorización) de ciertos colectivos portadores de otredades que conversan con dicha producción e imagen de la ciudad. Podemos decir que la construcción de la diversidad —visibilización administrada y negociada— se realiza en la centralidad urbana e histórica de la ciudad. La declaración de ciertas áreas de la centralidad, en especial de los barrios de San Telmo y Monserrat como Centro Histórico de la ciudad, se realizó en la década del 70 en contextos de dictadura militar, luego, en la reconfiguración neoliberal acontecida en los 90 se reafirmó la rehabilitación de dichos barrios a través de la creación de APH (Áreas de Protección Histórica, entre otras activaciones) y, a partir del 2003, con la creciente importancia del boom turístico e inmobiliario en la zona, ocurrió toda una transformación basada en “recursos propios de un urbanismo escenográfico que, a partir de intervenciones en el espacio público, procuraron transformar lo existente en términos de imagen-espectáculo, pasado-patrimonio y arte-cultura” (Girola, Yacovino y Laborde, 2011). Podemos decir que el Centro Histórico de Buenos Aires está inmerso en un proceso de recualificación (Lacarrieu, et al., 2011) que se diferencia de la mera rehabilitación urbana, ya que implica una especial atención al espacio público y al entorno para la reconversión funcional de dicho espacio (Peixoto, 2009); un refuerzo de construcción de una centralidad que tendrá la operación simbólica de elaborar, no solo el relato fundacional e identitario de la porteñidad de la ciudad, sino también de narrativas en torno a la nación. Esta narrativa tendrá continuidades de acuerdo al contexto global. A partir de la década del 90 se establece una activación de políticas de multiculturalismo urbano destinadas a dar algún tipo de solución al problema de la “nueva diversidad” en la ciudad ante el incremento de inmigrantes y/o la visibilización-valoración de la diversidad cultural (Wrigth, 1998; Yúdice, 2002).3 El inmigrante, el indígena y el afrodescendiente entran en la categoría perfecta del reparto de otredades producidas desde la “colonialidad del poder” de los Estados-nación —en especial para América

3 La cuestión cultural se torna central, tal como plantea Lins Ribeiro (2000): “El idioma “cultura” se tornó un medio de negociar poder

en ausencia de un discurso no-racializado en el cual clase y acceso diferenciado al poder podrían ser abiertamente debatidos” (Lins Ribeiro, 2000).

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Latina— conjugando “raza” y “color” (Segato, 2009). En la actualidad, lejos de de haberse superado dicha operatoria, se revitaliza y transforma desde las nuevas prácticas de gobernanza estatales y las disputas en la ciudad actual. Esta cuestión revela, tal como plantea Segato (2009), un imperialismo moral de las políticas de identidades globales.4 Planteamos, entonces, que el multiculturalismo urbano de la ciudad contemporánea no puede desprenderse de sus condiciones de producción histórica como contraparte del proceso de constitución del Estado-nación moderno y, por lo tanto, tampoco del proceso de recualificación urbana que utiliza a la cultura como un recurso central. Encontramos que el proceso de multiculturalismo y las políticas de identidad en el plano de la ciudad, impactan en una fuerte visibilización de otredades, nos preguntamos entonces, cuál es el impacto o su vinculación con el campo del patrimonio en la producción del espacio urbano. La activación patrimonialista en la ciudad de Buenos Aires —propiciada a partir de mediados del siglo XX— tuvo a lo largo de los años la impronta y el sesgo dominante de la preservación arquitectónica y monumental. Sin embargo, en los últimos años, con el ascenso mencionado de la diversidad cultural a nivel mundial —acompañada de las políticas internacionales impartidas principalmente por la UNESCO y a partir de la intervención de dicho organismo en los países—, Buenos Aires establece en 2004 la Ley N.º 1535 orientada al patrimonio inmaterial en congruencia con la Convención de Patrimonio Inmaterial de la UNESCO (2003). Las iniciativas vinculadas a los patrimoniales inmateriales no han tenido un gran despliegue en el “hacer de la ciudad” y, actualmente, las escasas activaciones se encuentran avocadas en legitimaciones de expresiones centrales de la identidad porteña y de la construcción de una marca turística —tal como lo expresa la Declaración del Tango como Patrimonio de la Humanidad—, contribuyendo quizá al proceso de espectacularización asociado a la recualificación urbana del centro.

Re-africanizando el centro histórico de la ciudad La construcción de lo “afro” en el casco histórico de la ciudad, a partir del proceso de visibilización del colectivo afrodescendiente en la centralidad, implica un andamiaje conceptual, de prácticas y de imaginarios que vincula los barrios de Monserrat y San Telmo con la construcción histórica de la ciudad y de la nación —en especial dentro de los barrios, ciertos lugares y recorridos como la Plaza Dorrego, la calle Defensa, la calle Balcarce y el Parque Lezama—. El imaginario acerca de dichos barrios, retoma la notoria presencia de la población negra en la época colonial y su caracterización como “barrio del tambor” por la práctica de los bailes de dichas familias, llamados en ocasiones candombes desde algunas fuentes históricas como la revista Caras y Caretas. Este arraigo al pasado colonial es retomado desde el colectivo de afrodescendientes en el mundo contemporáneo. Parte de este colectivo lo conforman familias afrouruguayas, uruguayas y descendientes, quienes llegaron a Buenos Aires hace más de tres décadas, en su mayoría exiliadas

4 El nombrar es una de las cuestiones centrales de las políticas de identidad y trae con ello la demarcación de un sujeto colectivo de

demandas que se transforma en una comunidad política y puede presentarse y reclamar desde algún lugar.

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de la dictadura militar uruguaya, quienes en algunos casos comenzaron a residir en los barrios del centro-sur (Monserrat, San Telmo, Barracas y La Boca), y empezaron a realizar las llamadas de candombe estableciendo un recorrido por las calles con el toque de tambores y danza desde la Plaza Dorrego hasta el Parque Lezama pasando por la tradicional calle Defensa, reconociendo así la importancia de la continuidad con dicho lugar en tanto espacio de memoria del colectivo y del relato fundacional del barrio y la ciudad. La legitimación del tambor nuevamente en los barrios históricos —luego de su discontinuidad en las calles por prohibición y persecución de la práctica de manera sistemática—5 surge a partir de esta activación que ya lleva más de treinta años y que ha cobrado gran magnitud a través de la extensión de la práctica del candombe más allá del colectivo afrodescendiente.

Temple de tambores de candombe en el Pje. San Lorenzo, donde se dice que vivió el primer negro liberto. Imagen: Soledad Laborde.

El proceso histórico de blaqueamiento y de construcción de la ciudad implicó la negación y prohibición de dichas expresiones culturales. La disputa por la reparación histórica y el reconocimiento de la matriz afro ha sido impulsada en parte desde el Movimiento Afrocultural -entre sus fundadores se encuentran miembros de algunas de las familias exiliadas del Uruguay-. El Movimiento Afrocultural funciona en un espacio cultural que se encuentra en la calle Defensa, en el barrio de Monserrat, en lo que era la Plaza Defensa; lugar que fue otorgado al movimiento mediante la orden de un juez en contexto de conflicto de desalojo sufrido en su espacio de Barracas. Este espacio ganado en la centralidad del casco histórico, implicó una fuerte resistencia a través de la práctica del candombe y otras expresiones de matriz afro para la legitimación del espacio. Esta estrategia se debe comprender en un contexto más amplio de clima favorable a nivel regional y transnacional y un contexto reciente en referencia al proceso de patrimonialización en la región, ya que mientras en Uruguay se declaraba al candombe como Patrimonio de la Humanidad, la sede del movimiento era desalojada por el gobierno de la ciudad de Buenos Aires. En

5 Ver trabajo de Lea Geler “Andares negros caminos blancos” (2010) y Alejandro Frigerio “Cultura negra en el conosur:

Representaciones en conflicto” (2000).

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dicha declaratoria, se observa la valorización de ciertos candombes surgidos de los conventillos de tres barrios considerados en desaparición física, recortados en el tiempo y el espacio —en concordancia con la condición que la UNESCO daba a la salvaguardia en relación a culturas en riesgo de extinción— lo cual nos permite comprender las estrategias desplegadas por los afrodescendientes en la ciudad de Buenos Aires, en tanto exaltación de la memoria del “barrio del tambor” y de denominarse el “último quilombo urbano”.

“El candombero” y la entrada al Movimiento Afrocultural. Imagen: Soledad Laborde.

El museo del candombe en el Movimiento Afrocultural. Imagen: Soledad Laborde.

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Asimismo, durante estos años se estableció como práctica afro las “llamadas tradicionales de candombe” que tienen lugar los días feriados y sin ningún tipo de intervención gubernamental. Es un recorrido por las calles que va desde la Plaza Dorrego hasta el Parque Lezama. Desde hace aproximadamente ocho años, en especial por el crecimiento de la comunidad candombera, comenzaron a realizarse llamadas de comparsas de candombe de San Telmo, a través de un desfile de comparsas. La práctica de las llamadas en la construcción de la centralidad, fue impulsada desde los colectivos afrodescendientes y la comunidad candombera. Adquirieron gran legitimación pese a las denuncias, restricciones, desprecios, confrontaciones y oposiciones de muchos vecinos y actores claves de la zona —entre ellos las asociaciones vecinales patrimonialistas, comerciantes y la iglesia ortodoxa rusa—. Algunas llamadas de desfile de comparsas lograron el apoyo del gobierno local con una fuerte impronta de espectacularización. Tal como detalla Fernández Bravo (2013), la institucionalización de iniciativas destinadas a la población de origen africano no llegó hasta entrado el siglo XXI, en ya un contexto crítico del multiculturalismo. Podemos mencionar entre estos hitos, el Bicentenario de la nación, donde se estableció de manera contundente una nueva narrativa que propuso dejar atrás el “crisol de razas” para hablar de una nación donde lo “afro es representado” como la tercera raíz, antes negada y ahora reivindicada. Desde el compromiso realizado en Durban en 2001, el Estado debía encargarse de destinar políticas específicas de reparación histórica a la población afro. Diez años después, el contexto de mandato internacional se refuerza cuando la UNESCO declaró el 2011 como el “Año Internacional de los Afrodescendientes”, instando a los gobiernos a hacer efectiva dichas políticas. En este marco, todos los Ministerios de la nación tuvieron que comenzar a pensar políticas destinadas a dicha población —cuestión que todavía sigue siendo dispersa, no efectivizada y errática—. En parte, se ejemplifica en diversas iniciativas llevadas a cabo desde el Gobierno de la nación, entre las que se destacan: la incorporación de la categoría de afrodescendiente en un muestreo del Censo poblacional realizado en 2010, la creación del Programa Afrodescendientes bajo la Secretaría de Cultura de la Nación en 2011, la celebración del Bicentenario de la Asamblea del Año XIII en 2013 en la emblemática Plaza de Mayo, entre otras. Diversos eventos se desplegaron para estas nuevas visibilizaciones, tomando especialmente el Centro Histórico de la ciudad a fin de retratar esta nueva significación.6 A su vez, se sanciona en 2013, el 8 de noviembre como “Día del Afro Argentino y la Cultura Afro” en honor a María Remedios del Valle, la descendiente de esclavos africanos que participó en las luchas por la Independencia y a quien el prócer Manuel Belgrano nombró como “la Capitana”, dicha conmemoración y celebración tuvo lugar en el Parque Lezama. La escala socio-espacial en la producción del espacio público (Ramírez Kuri, 2007), que se establece a partir de la esfera de producción y práctica del candombe en los barrios céntricos del sur, en especial San Telmo y cierta zona lindante de Monserrat, involucra una fuerte identificación de “lugar” que apela a la idea de una comunidad candombera y desde los propios sujetos “de la morenada”, esto sucede porque la práctica misma del candombe habilita la posibilidad de

6 Es importante destacar la actual disputa de poder entre el Gobierno Nacional y el Gobierno de la ciudad. El primero responde al

partido del Frente Para la Victoria, conocido como “Kirchnerismo” por los mandatos consecutivos desde 2003 de Néstor Kirchner y luego de su esposa, Cristina Fernández de Kirchner, actual presidenta. Y el Gobierno local de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires donde desde 2007 se encuentra el Partido PRO con Mauricio Macri como Jefe de Gobierno.

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inscribirse en el espacio a través de la repetición y permanencia de su transitar -de sus paradas y elevaciones de toque en espacio específicos simbólicos-, por las re-significaciones de los recorridos y la posibilidad de construir ciertas relaciones que podrían considerarse más cotidianas y barriales en un contexto espacial por fuera del lugar de residencia. Dicha inscripción es en términos de la calle y no desde la propuesta de consumos de los nuevos servicios y oferta de mercancías propuesta en el turístico San Telmo, ni tampoco de acceso al “nuevo” tipo de vivienda que establece este tipo de recualificación urbana que comprende dicha zona. La posibilidad de construcción en dicho espacio, por parte de este colectivo, se debe a la cuestión simbólica y a la identificación con el lugar desde las subjetividades que reconocen “el lugar colonial en relación con Montevideo”, lugar de la “morenada” o como antiguo lugar de residencias de algunas de las primeras familias inmigrantes de estas generaciones del 70, por lo tanto, no implica que dicho lugar de visibilización y territorialización se corresponda con el lugar de residencia, aunque si su proximidad geográfica y su afectividad en términos de marco de referencia con los lugares de origen.7 Entonces, observamos que aquí se conjuga un imaginario de vinculación de paisaje histórico y el imaginario de ese pasado colonial de estos barrios —retomado por la población y los gobiernos— con el proceso de recualificación del Centro Histórico donde ese pasado y el sentido popular son también retomados.

Pintada sobre una pared de un bar de la Calle Chile en San Telmo. Imagen: Soledad Laborde.

Si observamos el proceso de transformación de dicha zona con las ferias en la calle Defensa, las casas de anticuarios, la proliferación de hoteles boutiques y casas de diseño, el desembarco de cadenas internacionales de comida; encontramos que si bien el proceso va in crescendo, no implicó la segregación de estos grupos como parecía que ocurriría años previos cuando desalentaron la práctica en la calle por las denuncias. Es interesante destacar que actualmente, a pesar de estar lejos el desacelere del proceso de recualificación del Centro Histórico, y concretamente

7 Muchas de las familias en la actualidad han sido desplazadas hacia zonas más periféricas y empobrecidas de La Boca, Barracas e

incluso el conurbano bonaerense.

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de los espacios que recorren los candomberos superponiéndose con el recorrido turístico y recualificado, los afrouruguayos se construyen como “comunidad afrocandombera” en este mismo proceso y lograron su máxima visibilización justamente en los años de transformación socioespacial. Las prácticas candomberas, además de persistir, se multiplicaron en el Centro Histórico -consolidando un nuevo espacio de identificación para cierta comunidad afrodescendiente posada sobre redes de parentesco y amistad de uruguayos y descendientes-.

Las nuevas generaciones de afrodescendientes bailando en una “llamada de comparsas de candombe” por la calle Defensa. Imagen: Soledad Laborde.

Si bien la acción multiculturalista pudo hacer efecto en cierta legitimación —tal como lo muestra la organización de la llamada de comparsas con apoyo del gobierno local o nacional o los distintos eventos de temática afro impulsados por el gobierno nacional— es importante destacar los reiterados intentos cotidianos de correr a esta población, focalizando en la molestia del tambor

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por cuestiones de urbanidad tales como el ruido o el uso indebido del espacio público al prender fuego para templar los tambores o al transitar por la calle. En realidad son la parte superficial de diferentes expresiones donde podemos afirmar que lo que está operando es un carácter moralizante y racializante del ideal de espacio público. Esta cuestión queda revelada en el relato de un candombero afrodescendiente joven y de un candombero joven: “El otro día cuando salíamos por acá (refiriéndose con los tambores de candombe por la calle Defensa) una señora hizo gesto como que vomitaba y nosotros tenemos que acostumbrarnos a poner una sonrisa y mirar para adelante, ya estamos acostumbrados” (Notas de campo: junio 2013). “Un sábado íbamos por Balcarce y una vieja salió con una cruz a apuntarnos (se ríe), dejamos de caminar y (la bailarina) se puso a bailar “afro” (notas de campo: charla con joven candombero septiembre de 2012). Algo que es objeto de desprecio, en términos urbanos, es negociado en términos culturales, pero afectando así cierto carácter de la práctica y estableciendo nuevos ordenamientos impulsado desde determinados sectores afrocandomberos a partir de: no tomar alcohol en la calle, no generar peleas, esperar a salir en horarios de noche cuando ya se levantan los puestos de los feriantes, no quedarse hasta tarde tocando o “haciendo esquina” y “no molestar a los vecinos”, cuidar la imagen, etc. Este aspecto ascético de la práctica, es impulsado por algunos referentes afrocandomberos a fin de que no se estigmatice la práctica y se afecte la imagen del componente “afro” con atributos que se suelen asignar como de “falta de civilidad” —quienes tienen estas actitudes indeseables están siendo señalados e identificados negativamente por la propia “comunidad”, generando nuevas asimetrías en sujetos que ya expresan altos niveles de marginalidad—. En la construcción de la visión patrimonialista que se tiene sobre el candombe, estas “irregularidades” quedan por fuera y por lo tanto, si se quiere enlazar estratégicamente al relato patrimonial de San Telmo, deben ser eliminadas: “y el hecho que el candombe sea patrimonio de la humanidad significa que no es solo de los negros es de la humanidad, es para todos… entonces la cuestión es que lo que hay que hacerse cargo, es que nos pertenece y enseñar a respetar el candombe de alguna manera”. (Activista del movimiento afrocultural, abril 2012). Con la declaratoria del candombe por la UNESCO, podemos decir que en Buenos Aires ocurre tal como plantea Ferreira (2013) para el caso Montevideano una “oportunidad de control de la legitimidad y de definición de su capital cultural y simbólico, así como un mayor posible caudal de capital económico”. Este aprendizaje es captado por los referentes del candombe en Buenos Aires, que si bien habrá indicios de querer lograr dicha legitimación, no tendrá viabilidad por el momento debido a que la declaración los deja por fuera, sumado al escaso apoyo institucional para ello y por la diversidad y la heterogeneidad de la conformación de la comunidad donde no habría una claridad sobre quienes podrían ser los referentes portadores del “bien”.8 Por el contrario, hay más que nada “reincorporación hegemónica” (Ferreira 2013) ya que siguen siendo convocados gratuitamente o a bajos pagos —que se cobran meses después— en grandes

8 En términos de gestión de patrimonio a nivel local, el Movimiento Afrocultural con la ayuda en la presentación de un experto de

Cultura Nación, solamente ha logrado en 2012 la obtención de uno de los fondos concursables para Salvaguardia del Patrimonio Cultural Inmaterial otorgados por Crespial (dependiente de la Unesco) y en 2013, la comparsa África Ruge ha concursado y ha ganado un nuevo proyecto considerando que en su composición se encuentran algunos de los referentes mayores de la comunidad. Estos antecedentes se explican más por la presión internacional y la capacidad aprendida por ciertos activistas del colectivo, que por la voluntad política patrimonial local.

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eventos costosos, generando hasta el momento una tibia producción de mercado de inserción en tanto productores culturales —dictado de talleres de candombe, venta de tambores, eventos como músicos, organización de pequeñas fiestas, etc.—. Encontramos, entonces, que la legitimación se construye a partir de poder movilizar la otredad en términos de la visibilidad cultural e invisibilizar las ilegalidades e irregularidades del colectivo, ya sea por su condición de precariedad en vivienda, o estar en situación de calle, con problema de adicciones, con situaciones de precariedad laboral, de condición ilegal jurídica como inmigrantes, falta de escolarización o con antecedentes penales o conflictos legales. Esta visibilización no es operada solo desde la “comunidad”, sino también desde el propio Estado y desde una escala micro-local, es decir desde las relaciones sociales vinculadas con otros actores tales como organizaciones barriales o vecinos que facilitan, de esta manera, estrategias para poner en valor dichos aspectos culturales y reconocimientos de afrodescendencia, mientras que son escasos los esfuerzos en trabajar dichos aspectos de vulnerabilidad de dicha población, y por el contrario, se generan actos de deslegitimación desde aspectos morales. Los afrodescendendientes solo se convierten en sujetos concretos pasibles de una política de gestión, a través de la visión culturalista que coincidentemente opera en el contexto urbano con el ordenamiento y la administración de lo admisible en tanto sujeto deseable-indeseable. Las formas de apropiación y construcción del espacio público subvierten desde la práctica pero tienen el ordenamiento inherente en su interior: el “correrlos” a espacios temporales (de la noche) o incluso que sea una práctica fugaz, en movimiento, afirma la posibilidad de negociar de manera menos conflictiva su presencia.

“Debajo del adoquín”. Bailarín de la Escuela de Candombe Bonga del Movimiento Afrocultural en la conmemoración del Bicentenario de la Asamblea del año XIII. Imagen: Soledad Laborde.

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Parque Lezama: tensión entre el espacio público, el lugar del patrimonio y la inclusión sociocultural

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n los últimos años, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el Ministerio de Espacio Público y Ambiente ha tomado gran protagonismo a través de obras en los parques y en los espacios públicos.9 conquistando notoria visibilidad10 y relevancia ya que se establecieron como un eje para disputar la ciudad, construir imagen de ciudad, instalar la marca de gobierno, fijar un mercado de obra pública y de explotación para el sector privado. Asimismo, este avance implicó el resurgimiento del reclamo por su “acceso y uso” por parte de diversos sectores de la ciudadanía. Podemos observar que esta tensión tomó un carácter particular en el Centro Histórico de la ciudad a partir del conflicto suscitado en relación a la “puesta en valor” del Parque Lezama, ubicado en el barrio de San Telmo, límite con los barrios de La Boca y Barracas —barrios caracterizados por la presencia de sectores populares e incluso por la problemática de la precariedad de vivienda con conventillos y casas de pensión y de alquiler que se encuentran bastante deterioradas—. Las obras de “puesta en valor” del Ministerio de Espacio Público y Ambiente se enlazan a las formas que adquieren los planeamientos urbanos de la ciudad contemporánea, donde el espacio público toma especial sentido como objeto para la cualificación urbana y en esta área, un carácter estéticolegal para la configuración del Centro Histórico de protección patrimonial. El Parque Lezama es uno de los parques de mayor extensión en la zona centro-sur de la ciudad y tiene una particular conformación socio-histórica, cultural, ambiental y patrimonial material e inmaterial. Allí se reconoce desde distintas versiones la primera fundación de Buenos Aires, en 1536 sobre la barranca del Río de la Plata, alberga un importante yacimiento arqueológico, en su interior funciona el Museo Histórico de la Ciudad y se desarrollan allí numerosas actividades recreativas, sociales y culturales. En 1997 fue declarado por decreto nacional Monumento Histórico Nacional perteneciendo en su administración patrimonial a la Comisión Nacional de Museos, Monumentos y Lugares Históricos (CNMM y LH) y a su vez, en la jurisdicción local corresponde al Área Protección Histórica 1 gestionada por el Área de Casco Histórico. Además de la relevancia para la memoria, y como sitio histórico de toda la sociedad, el parque es de gran importancia para los afrodescendientes ya que lo consideran como un lugar de memoria y sagrado, pues allí fueron esclavizados sus antepasados durante el siglo XVIII por los asientos de las compañías esclavistas. Dicha retórica simbólica es a su vez reactualizada de manera cotidiana en la actualidad a través de la práctica del candombe detallada anteriormente.

9 Por ejemplo, los planes de peatonalización y puesta en valor de calles de la centralidad y de corredores comerciales, el “plan de

movilidad” que incluyó bicisendas o los carriles exclusivos para ómnibus denominado “Metrobus” —siendo esta última de carácter monumentalista, transformando la fisonomía de la emblemática avenida porteña 9 de julio del centro porteño— y también, el endurecimiento del control de uso del espacio público. 10 Se destaca el conocido desalojo de familias —muchas de ellas de la colectividad boliviana— que se habían instalado en el Parque

Indoamericano en reclamo de vivienda acompañado con declaraciones xenófobas del jefe de gobierno y el resistido enrejado del Parque Centenario en el que intervino la policía metropolitana.

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Desde comienzos de 2013 —año de elecciones legislativas— la ciudad se llenó de obras en parques para su remodelación, teniendo como denominador común el establecimiento de rejas y un esquema de acceso restringido de manera espacial y temporal. A partir de esta experiencia, y de otros avances sobre el espacio público, se da a conocer que el Parque Lezama comenzaría una “puesta en valor”, por lo cual, de manera auto-convocada un grupo de vecinos y organizaciones barriales se nuclearon en la Asamblea del Parque Lezama bajo el lema: “el parque libre, sin rejas” y una puesta en valor que no los expulse. Las organizaciones barriales integrantes tenían en común antecedentes de conflictos con el proceso de recualificación de San Telmo, La Boca y Barracas —ya sea por intentos de desalojos ante el avance de proyectos de shoppings, estacionamientos y obras vinculadas a la configuración del barrio en clave turística y de entretenimiento—, entre estas organizaciones se encuentra el Movimiento Afrocultural como participante en la Asamblea y parte del proceso de disputa.

Corte de calle en defensa del Parque Lezama. Imagen: Soledad Laborde.

La estrategia de resistencia llevada a cado por la Asamblea del Parque Lezama, fue visibilizarse con una fuerte ocupación intensiva del espacio desde la diversidad de organizaciones participantes y establecer una disputa del espacio público a través de cortes de calle, festivales culturales y con la participación de abogados —vinculados a otros procesos de conflictos urbanos similares nombrados anteriormente—. El momento culmine fue con los cortes de calle y el abrazo de más de mil personas al parque con la participación de diversos sectores de los barrios, de legisladores y organizaciones civiles. Entre ellas, un grupo de candomberos realizó un toque y danza de candombe en llamada minutos antes del abrazo e integrantes del Movimiento Afrocultural tomaron la palabra en un momento del evento:

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“No puede haber más un atropello a la cultura, a los espacios abiertos, a los espacios que toda la ciudad de Buenos Aires merece y que todos merecemos estar en una ciudad libre, como afrodescendientes y sabiendo que el Parque Lezama fue el primer lugar donde traían a nuestros hermanos ancestros esclavizados y esclavizadas y después los engordaban y los llevaban a la Plaza Dorrego y los comercializaban. Creemos que acá, en este parque, está toda nuestra cultura, debajo de este parque hay personas que fueron esclavizadas, sometidas, lastimadas y esas personas eran nuestros ancestros, como afrodescendientes luchamos y no queremos un parque con rejas por eso estamos acá” (Activista del Movimiento Afrocultural, notas de campo, 14/07/2013).

Además de la Asamblea Parque Lezama (con la adhesión de las múltiples organizaciones barriales), se estableció como interlocutor con el Gobierno en el conflicto por la “puesta en valor”, la Asociación Civil “Mirador del Lezama” —asociación conformada hace diez años en el que se agrupan vecinos, en su mayoría frentistas del parque—. La Asociación no se sumó al espacio asambleario, sino por el contrario, activó su visibilización como “vecinos legítimos y genuinos”, evocando una idea de importancia de la residencia próxima por sobre los que habitan desde otro sentido el barrio o de usuarios del parque. El recorte se llevó desde el aspecto de defensores “exclusivos” del parque y de no militancia barrial en términos políticos partidarios con el objetivo de establecer así una diferencia en cuanto a los medios de protesta y de organización asamblearia pública en el parque o las formas de identificación por fuera de la categoría de “vecino”. En este contexto, esta Asociación movilizó su reclamo por las obras del parque con un discurso fuertemente patrimonialista basado en el aspecto tradicional monumental y material —usual para el barrio—, y en términos de paseo y contemplación: restaurar monumentos, plantas y árboles de acuerdo al paisajismo histórico propuesto por el reconocido paisajista Thays y un ordenamiento de usos a través de la eliminación de la feria de objetos y de barato, de las canchitas de fútbol improvisada por las familias del barrio, de las actividades de festivales vinculados a causas políticas en el anfiteatro, desalojar las personas viven en el parque e impedir los ruidos molestos de los tambores de candombe, argumentando la instalación de las rejas como un método necesario para la preservación patrimonial y de la puesta en valor, así como para eliminar el “vandalismo e inseguridad” vinculado a dichas actividades y sujetos. El conflicto del Parque Lezama, pone a la vista la complejidad del proceso de embellecimiento del espacio público vinculado al patrimonio y su concepción ordenadora en contexto de recualificación urbana: la especulación en torno al negocio del espacio público, el conflicto de quienes son los “vecinos” que pueden habitarlo, el concepto de disfrute y goce contemplativo en detrimento de las prácticas culturales y sociales, las carencias y falencias de dicha zona en términos habitacionales y de espacio de disfrute por parte de los sectores populares, así como de espacios de consumo y esparcimiento destinados a esta población, y los conflictos en torno a la apropiación del lugar en términos de simbólicos identitarios. Observamos, asimismo, que la cuestión patrimonial y la representación en términos de identidad nacional y porteña se establecen como puntos de conflicto para su gestión por sus efectos ordenadores y morales que conlleva. Por ejemplo, la visibilización del Parque Lezama en términos “afro” se establece, además de la apropiación de los afrodescendientes, a través de la organización de diversas presentaciones y eventos en el anfiteatro del parque y en el Museo Histórico Nacional

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—destacándose la particularidad que la actual directora del Museo se autodeclara afrodescendiente—, activados a partir de la alianza de organizaciones civiles afro y el gobierno nacional. Como muestra de apertura y la nuevas políticas de inclusión de lo afro en términos de nación, se llevaron a cabo en el lugar: el encuentro para la discusión de políticas afrodescendientes, el evento de danzas de matriz afro, el primer festejo de la reciente Ley sancionada del “Día de los afroargentinos y la cultura afro” en el anfiteatro del parque y la instalación de una la placa conmemorativa en el parque. Este último hecho, suscitó la queja de la Asociación del Mirador del Lezama porque la misma se colocó sobre un montículo de cemento donde debía estar la placa de homenaje a Ernesto Sábato —ilustre escritor argentino que sitúa en dicho parque una de sus más conocidas novelas—, la cual hacía tiempo que había sido robada. Si bien la diputada de la ciudad, miembro del bloque partidario que responde al gobierno nacional y que encomendó la placa, aclaró que fue por un error de quién tenía que llevar a cabo la tarea, queda este hecho significativo como una muestra de los distintos niveles de disputa implicados: la falta de mantenimiento del parque, la improvisación de las políticas de visibilización y de reconocimiento de los afrodescendientes y en especial, que se estableció en un primer momento el cambio de uno por otro sin posibilitar la coexistencia de uno al lado de otro como modos diversos de representar y conmemorar a través de la inscripción en el espacio del parque.

Candombe en el anfiteatro del Parque Lezama en el Día de los Afroargentinos y de la Cultura Afro organizado por Cultura Nación. Imagen: Soledad Laborde.

En términos de gestión patrimonial, el Parque Lezama tiene una superposición de competencias entre el gobierno de la ciudad y de la nación —los cuales responden a gobiernos de poderes opositores—. De esta forma, la disputa también cobró una puja por las competencias de los gobiernos y las posibilidades de apropiación y de cumplimiento de la normativa de Área de Protección Histórica de la Ciudad y por otra parte, el Decreto 437/97 que establece el Parque Lezama como Monumento Histórico Nacional en el que se establece que cualquier cambio u obra debe ser supervisada por la Comisión Nacional de Museos y de Monumentos y Lugares Históricos (CNMMYLH). Tanto la Asociación Mirador del Lezama, con sus arquitectos patrimonialistas, como la Asamblea del Lezama con integrantes conocedores del área de patrimonio, establecieron también un reclamo en esta esfera. Ambas estaban de acuerdo en la necesidad de la puesta en valor,

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pero la diferenciación se enfatizó sobre los procesos de organización y participación, y el carácter que debe tener la gestión del patrimonio del parque, excluir o no ciertos sujetos y prácticas. En la disputa por la cuestión jurisdiccional patrimonial del parque, una diputada nacional presentó un proyecto —recientemente aprobado en una de las cámaras— para que el decreto de declaración del Parque Lezama como Monumentos Histórico Nacional sea una ley y se refuerce el poder de la CNMMYLH así como la catalogación de sus bienes. Esta presentación contó con el aporte de una organización vinculada al Gobierno Nacional: “Observatorio de Patrimonio” y el visto bueno de la Comisión —integrada principalmente por arquitectos patrimonialistas—, sin consulta de los vecinos, de la Asociación ni de la Asamblea vecinal. Finalmente, la Ley refuerza el carácter patrimonial material del parque y es llamativo cómo se excluyen las expresiones inmateriales, entre ellas, las vinculadas al colectivo afrodescendiente —omitiendo el pedido de la Asamblea del Parque Lezama—.11 Queda a la vista una contradicción entre la estrategia de disputa legal establecida por el gobierno nacional en torno al patrimonio del parque, su gestión, y la vinculación con las acciones afirmativas impulsadas por el reconocimiento y visibilidad del posible patrimonio afro. ¿Por qué finalmente se activa el patrimonio pero no la cuestión de la expresión de la inmaterialidad del parque? ¿Por qué no se activó “lo afro” en términos patrimoniales desde lo legal cuando habría una comunidad reconocida para ello, un pedido hecho y proceso abierto de participación política y de salvaguarda que lo requería? Uno de los abogados que asiste y patrocina a la Asamblea del Parque Lezama —joven reconocido por su militancia y por ser defensor de casos de conflictos urbanos ante el avance del modelo privatista— remarcó en su armado de la defensa del parque que “el patrimonio inmaterial es un argumento débil”. Esta posición expresa el estatus que el patrimonio inmaterial tiene actualmente y el peso dominante del patrimonio material en el campo jurídico. Sin embargo, el Parque Lezama en tanto Monumento Histórico Nacional está siendo subvertido también desde el imaginario “afro” que se establece como un marco de referencia para la resistencia de procesos mayores de representación y de procesos de constitución del espacio público: “Por eso les pedimos y creemos que esta lucha es unida, todos somos vecinos, y todos somos parte de la libertad y la libertad que no puede ser avasallada con rejas y nuestros ancestros saben muy bien los que son las rejas y que son las cadenas. Y nosotros no podemos permitir eso, no queremos saber que son las cadenas y mucho menos las rejas” (palabras de una activista afrocandombera del Movimiento Afrocultural, 14/07/2013). Las acciones van en sentidos distintos, el reclamo de los afrodescendientes y de la Asamblea no fue retomado por los gestores patrimonialistas, ni por los funcionarios políticos implicados en el patrimonio. En este caso, la cuestión legal patrimonial (material) corrió por su camino y en cambio, fueron las protestas y las visibilizaciones las que permitieron establecer un marco de negociación

11 Se debe hacer la salvedad que en 2014 asumió un nuevo presidente de la CNNMYLH, quién comenzó a establecer una conversación

con la Asamblea del Parque Lezama y a revalorizar que la cuestión patrimonial no tiene que ir en detrimento de las formas populares de uso –sin mencionar la particularidad de la cuestión afro-. Igualmente, dicha asunción es muy incipiente y por ahora, solo queda en el marco de una carta declarativa y una auditoria de las obras del parque en términos de lo que establece la Ley que se basa en la cuestión patrimonial material.

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con el Gobierno local —si bien fue en contexto de elecciones—, parando el inicio de obras y consiguiendo que el jefe de gabinete del gobierno local se comprometa a que las obras del Parque Lezama se desarrollen sin el enrejado y sin los cambios en la disposición del anfiteatro. Queda la interrogante si el efecto legal de esta acción patrimonial, vestida ahora de posible ley pueda ser un argumento fuerte para reforzar la administración y ordenamiento de las formas que adquieren esos imaginarios y prácticas vinculados al espectro afro en el Parque Lezama.

Palabras finales

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l proceso de multiculturalismo expresado en las políticas de identidad que se enmarcan en la ciudad de Buenos Aires, denota una fuerte visibilización de otredades, entre ellas la producción de la otredad afro, sin embargo, como contra cara de los altos niveles de exaltación culturalista, las expresiones de dicho colectivo afrodescendiente en el Centro Histórico de la ciudad no lograron un proceso de institucionalización en el campo del patrimonio. Asimismo, encontramos que hay un desfasaje entre lo jurídico-político del patrimonio —en especial del patrimonio en torno a la preservación arquitectónica— y la activación impartida desde diversos sujetos a partir del reconocimiento de políticas patrimoniales internacionales más amplias orientadas a la diversidad cultural. A nivel local, la carga representacional del patrimonio no ha incorporado por el momento las iniciativas de las políticas de identidad, mostrando su aspecto fuertemente institucionalizado y poco dinámico para la adaptabilidad que requiere la gestión y elaboración de políticas de patrimonio vinculadas a las “nuevas otredades” producto de los procesos coloniales —ya sea en tanto inmigrantes y en tanto afrodescendientes—. Mientras este campo de acción siga así, en términos patrimoniales los monumentos seguirán teniendo la exclusividad de ser objetos de derechos. Cambiar esta situación requiere una conversación crítica e intensa al interior del campo del patrimonio que actúe a favor de reparar las desigualdades construidas históricamente en torno a las formas dominantes del Estado-nación y de la ciudad. Asimismo, la falta de interrelación consistente entre un campo crítico del patrimonio y la vinculación con la gestión del mismo, lleva a la exacerbación de impactos de otros procesos urbanos que operan en la modelización que adquieren las disputas patrimoniales en el contexto urbano en torno a la acción recualificadora del espacio público y la presión moralizante de la urbanidad —entendida esta última como el complejo de relaciones que una sociedad establece con su modo de vida urbano, de los códigos de convivencia, la manera de vivir en la ciudad (Monnet, 1996) que tienen su correlato en determinadas formas urbanas y dispositivos de organización del espacio urbano—. En este sentido es que la lección otrificadora opera para poder encontrar (nos) con un otro, y el espacio público de la mano del multiculturalismo en contextos de espectacularización y recualificación urbana, carga con ese efecto moderador, ordenador, que esconde las relaciones de dominación social, las asimetrías y la hegemonía plasmada incluso en la estructura de la ciudad. Es en el Centro Histórico de la ciudad donde la nación y la ciudad se reconstruyen diversas pero también donde se establece la administración de la otredad posible.

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MERCADOS DE QUITO MEMORIA COLECTIVA Y PATRIMONIO Erika Bedón FLACSO, Ecuador

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INTRODUCCIÓN

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a intención de este artículo es presentar una aproximación crítica al debate, en torno al tema del patrimonio y las prácticas de la vida cotidiana o los usos sociales de estos espacios de la ciudad que son considerados patrimoniales. Para abordar este tema dirijo mi atención al Centro Histórico de la ciudad de Quito y, más específicamente, a los mercados de la ciudad, como escenario donde diferentes actores constantemente ponen en juego y disputan varios discursos y representaciones sobre un universo simbólico que se materializa en los usos y los significados que se atribuyen a estos espacios de acuerdo con diferentes experiencias e intereses (Kingman (2011); Salgado (2008); Delgado (1999)). Este debate nos abre un campo de análisis para entender las especificidades en las formas de constitución y uso de estos espacios, así como la construcción de una memoria colectiva que se configura en estos procesos de disputa. El acercamiento a estos espacios de la ciudad, que han tenido especial relevancia por su dinámica y trayectoria, permite ver el entramado de relaciones y las diferentes formas en que estos son percibidos. Me interesa poner en diálogo, el uso de una memoria oficial en la construcción de discursos patrimoniales alrededor de los mercados de Quito, en cuanto depositarios de un “patrimonio alimentario” y la memoria social de estos espacios, que toman un matiz especial por ser en algunos casos espacios patrimoniales habitados. Al mismo tiempo, por medio de la recuperación de una memoria social, como construcción de una memoria colectiva de quienes han vivido estos espacios, mostrar las formas de constitución y representación en el espacio público como formas de visibilización y reconocimiento. García Canclini (1987) analiza cómo el patrimonio constituye un espacio de disputa económica, política y simbólica, donde las contradicciones en su uso están dadas o modificadas por la interacción entre tres tipos de agentes: el Estado, el sector privado, y los sectores sociales en sus diferentes períodos. En este sentido, al analizar el patrimonio es necesario verlo a la luz de las formas de apropiación y ello implica estudiarlo no solo como cohesionador nacional, sino también como espacio de enfrentamiento constante y negociación social. En este debate la memoria juega un papel fundamental, el discurso normalizador de la “memoria institucional” (Richard 2010) ligado al de patrimonio, desdibuja las voces de quienes dotan de significados a estos espacios y les atribuyen de sentidos como espacios de vida cotidiana que han sido construidos en un proceso histórico de luchas y negociaciones.

Contextualización

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ara abordar el tema de los mercados de la ciudad de Quito debemos tener presente el contexto histórico en el que se configuraron estos espacios. No es posible entender las dinámicas de las ciudades andinas, como Quito, por fuera de las relaciones entre campo ciudad y de las dinámicas comerciales en diferentes momentos. La ciudad misma fue constituida en un punto de encuentro entre diferentes asentamientos indígenas que mantuvieron un

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contacto permanente con la ciudad, ya sea viviendo en poblados y caseríos cercanos a Quito, trabajando en diferentes actividades relacionadas con el aseo de la ciudad y mano de obra, y manteniendo relaciones comerciales y todo tipo de trabajos artesanales, a la vez que eran poblaciones que se encargaban de abastecer de alimentos a la ciudad (Kingman, 2006). Trabajos como los de Kingman (2006) y Minchom (2007), dan cuenta de cómo, en diferentes momentos históricos, en mayor o menor medida, las migraciones campo-ciudad configuraron una población indígena fluctuante dentro de la ciudad, como los llamados indios forasteros en el siglo XIX, quienes vivían de manera itinerante entre la ciudad y el campo, y eran quienes se dedicaban mayoritariamente a actividades de trabajo a jornal, pero también al comercio. Igualmente se habla de una fuerte presencia de mujeres indígenas en la ciudad durante este período, estas principalmente se dedicaban a las ventas de alimentos en las plazas y al trabajo doméstico. Clorinda Cuminao (2012), en su trabajo sobre el mercado de San Roque, y Manuela Camus (2008) para el caso de Guatemala, hacen referencia a cómo históricamente los espacios del mercado se han constituido no solo, pero si principalmente, como un espacio de mujeres, resultado de una “división sexual del trabajo”, actividad que ha estado asociada a la manipulación de alimentos y al mundo doméstico. Aún en la actualidad se mantienen estas lógicas, en la mayoría de los casos son las mujeres las que mantienen el oficio dentro del mercado, ya sea porque se ha heredado de madres a hijas e incluso de suegras a nueras. La herencia por lo general es de mujer a mujer, así como la enseñanza del oficio. Quito se fue convirtiendo paulatinamente en un eje importante y articulador de una dinámica de mercado entre diferentes zonas de la nación, agudizándose el intercambio de mercaderías entre regiones (Kingman, 2008). Los espacios destinados al mercado dentro de la ciudad no eran debidamente marcados, más bien respondían a las lógicas tradicionales del Tianguez1 en cuanto a la ocupación de las plazas y calles para la compra, venta e intercambio de todo tipo de mercaderías, pero también eran lugares donde se iban entretejiendo varias relaciones y configurando un universo social que atravesaba la vida cotidiana de la ciudad. Las formas en que la población indígena ha hecho uso de estos espacios, y como se han ido configurando a lo largo de la historia, marcan de muchas maneras las percepciones que se tienen de estos espacios y de las poblaciones.

Los mercados como espacios de sentidos

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duardo Kingman (2006), se refiere a la forma como a partir de la segunda mitad del siglo XIX se empieza a romper con estas lógicas de ocupación de las calles y plazas, y es en las primeras décadas del siglo XX, con la modernidad liberal, donde se empieza a regular el mercado en función de la higiene y el ornato,2 nociones que buscaban normar las

1 Ver al respecto el trabajo de F. Salomon (1987) sobre la ciudad de Quito y las dinámicas comerciales y de intercambio en los tianguez

como espacios de “indios” que se fueron extendiendo a lo largo de la ciudad. 2 Ídem.

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relaciones, así como los espacios de la ciudad. Se trataba de un momento de cambio en la configuración social y espacial de la ciudad, que marcaba la forma de administración de la misma y de la creciente población. Entre las acciones emprendidas, se ve la necesidad de crear un equipamiento urbano moderno para regular los usos de los espacios. Se construyen mercados para normar el comercio, lavanderías y baños de agua caliente municipales, comedores municipales, se crea el Dormitorio Indígena a la par que se hace necesario modernizar el aparato gubernamental del Estado bajo estas lógicas de separación. Así como las instituciones gubernamentales se han ido especializando en la administración de esta población y del espacio público, han existido también varias estrategias de apropiación y de resistencia por parte de la gente de los mercados y ferias en la ciudad. La memoria de estas luchas por los espacios y la creación de los mercados es un referente, pero sobre todo es una memoria colectiva que dota de significados a los espacios y oficio del mercado. Jelin (2002) hace referencia a que el “núcleo de cualquier identidad individual o grupal está ligado a un sentido de pertenencia a lo largo del tiempo y el espacio”, por tanto poder recordar y rememorar algo del pasado es lo que sostiene la identidad. En este sentido, la memoria colectiva de estos espacios posibilita entender su constitución y los sentidos de pertenencia de distintos actores sociales, así como las disputas y negociaciones de sentidos del pasado en estos espacios. (Pollak, 1989, citado en Jelin 2002:5). Abrahán Azogue (2011) analiza precisamente cómo San Roque, y el mercado incluido, es considerado por la gente indígena migrante como un espacio de acogida, donde se generan unas formas de ayuda especificas y reciprocidades que van más allá de lo individual, y pasan a ser formas colectivas de atención y cuidado en las que la «obligatoriedad de recibir a los recién llegados, se transforma en una norma moral». (Azogue, 2011: pp.23). Estas formas de relación, posibilitan la formación de redes familiares y de ayuda mutua que permiten a estas poblaciones sobrevivir dentro de la ciudad. Los sentidos y formas de apropiación que se van constituyendo en estos espacios son diversos, dependiendo de los diferentes grupos sociales que los ocupan. Por ejemplo, los jóvenes de San Roque como nuevas generaciones de indígenas que han migrado a la ciudad y que se han radicado de manera permanente en la vida urbana, tienen formas propias de relacionamiento con el espacio. Para los jóvenes el mercado es un espacio referente tanto físico como simbólico, los lugares de reunión alrededor del mercado son vistos como los lugares ideales para “hablar de sus vidas, sus problemas y posibles soluciones. A través de ello construyen protestas colectivas desde la clandestinidad y escritas en canciones como: El amor de un guerrero, Ya no siento frío (…)”.3 Estos espacios, al igual que las letras de sus canciones, hablan de su nueva vida en el ámbito urbano y reflejan también el tipo de relaciones que establecen ellos con las poblaciones urbanas y las formas de representarse en el espacio público. De igual manera, es posible entender las formas de apropiación y significado de estos espacios por parte de las mujeres indígenas que se han establecido en la ciudad de una manera temporal o permanente, y que su vida gira en torno al espacio del mercado, para ellas es un espacio

3 Ídem.

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donde pueden mantener y reproducir ciertos elementos identitarios como el vestido, la lengua, las formas de cuidado de los niños en el espacio del trabajo. Otra forma de apropiación ha sido “ganarse el puesto”, esto ha implicado un proceso que va desde el uso de la calle como lugar de trabajo, hasta lograr fundar mercados en la ciudad y ser dueñas de los puestos de venta al interior de estos, siempre en constante disputa con las políticas de conservación del patrimonio, en especial cuando se habla de los mercados del Centro Histórico de Quito. Algunas mujeres que han participado en la fundación de los mercados, aún se encuentran trabajando en estos espacios y sus trayectorias laborales están inscritas en redes familiares donde el oficio, en algunos casos, se ha aprendido de generación en generación y en el trajín del mercado, lo que ha permitido que desarrollen un sentido de “orgullo y pertenencia”4 que se refleja y fortalece en los espacios de la vida cotidiana relacionados con actividades de índole religiosa y social que trascienden el espacio físico del mercado. Doña Rosa5 relata cómo empezó a trabajar con su madre en la plaza de Santa Clara de San Millán, antes de que se construya el actual mercado de Santa Clara, en 1951. Cuenta que al igual que muchas mujeres tenían que trabajar en las calles o alquilar de manera informal los portales de las casas de alrededor del mercado, lo cual, según ordenanzas, era prohibido. Esto traía inconvenientes con las vendedoras del mercado, que tenían puestos fijos, el no tener que pagar impuestos por los puesto dentro del mercado les permitía abaratar los costos de los productos y se constituía en un una “competencia desleal”, a la vez que creaba distinciones entre las mujeres del mercado. Por un lado, quienes nunca tuvieron que ser “rodeadoras”,6 es decir, siempre trabajaron de manera formal, ven en esto una forma de prestigio, mientras que las mujeres que tuvieron que ser rodeadoras ven en esta experiencia una forma de orgullo, pues a pesar de las dificultades que esto les representó pudieron “sacar adelante a sus hijos y pudieron conseguir un puesto fijo, aun cuando tocó crear otro mercado”.7 La radicalización de los controles y ordenanzas sobre el uso del espacio público y el comercio, hizo que muchas mujeres se vieran en la obligación de pagar multas y dificultó el trabajo en esas condiciones. Estratégicamente organizadas, las mujeres debieron crear un nuevo espacio para las ventas, es así que nació el mercado Iñaquito, un espacio creado de manera colectiva “trabajando con palas y picos, en minga con la familia y en una constante negociación con el Municipio”.8 Doña Rosita, fundadora del mercado Iñaquito, tiene presente en su memoria que el mercado le había dado vida al sector, y que alrededor de él se construyó el barrio. Ella hace referencia a que no había camino para llegar hasta ahí, que ellas fueron quienes prepararon el terreno para hacer una especie de plaza y posteriormente se construyó el mercado de Iñaquito. Afirma que la presencia del mercado ha sido tan fuerte que intentaron quitarles clientela construyendo al frente un supermercado Santa María y atribuye su construcción al

4 Estas nociones parten de notas de trabajo de campo y conversaciones realizadas con Lennyn Santacruz. 5 Doña Rosa es una de las mujeres fundadoras del Mercado de Iñaquito y propietaria de un puesto de comida. 6 Vendedoras informales. 7 Ídem. 8 Ídem.

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intento de eliminar el mercado, por estar en un vecindario que devino en una zona residencial y comercial. Sin embargo, cree que han podido sobrevivir por la forma en que saben tratar a sus clientes o “caseras”, por las relaciones que se establecen con ellas en los tratos cotidianos. En la memoria de las señoras que trabajan en el mercado de Iñaquito el barrio se configuró a partir de la presencia del mercado, fueron ellas quienes trabajaron para hacer las calles y camino “donde no había nada”.9 Estas constantes luchas por los espacios de la ciudad también se ponen de manifiesto en ciertos documentos del Archivo Municipal de Quito y, más específicamente, en las cartas y solicitudes al presidente del Concejo de Quito durante los años de 1940 y 1950, que dan cuenta de una serie de peticiones, reclamos y exigencias hechas por mujeres en las que solicitan se reconozca su trabajo y se respeten sus puestos de venta en los diferentes mercados y plazas. Muchas de estas cartas son de mujeres trabajadoras de los mercados, pero también de trabajadores de otros oficios relacionados directamente con la vida cotidiana de sectores populares, por ejemplo comerciantes de varios artículos de consumo, vendedoras de pequeños productos usados y vendedoras de dulces. Estos documentos dan cuenta de un momento particular de reordenamiento urbano y de la puesta en marcha del Plan Odriozola, en cuyo cuerpo estaban inmersas nociones higienistas que no solo estaban dirigidas a intervenir en el ordenamiento de la ciudad, sino también en el espacio doméstico. En un primer momento, esta “corriente médico social”, como lo señala Kingman (2006), era un “salubrísimo práctico que acompañaba a las medidas municipales y de policía de saneamiento de la ciudad que devino en un segundo momento en una acción de mayor alcance: en la línea de la biopolìtica” (Kingman 2008: 301). Lo cual implicaba una serie de acciones que recaían directamente en el cuerpo social. Entre estas acciones se contemplaban las primeras preocupaciones por regular el comercio del Centro Histórico y por reubicar a estos comerciantes en otros espacios de la ciudad como San Blas y la plaza de La Marín. Tanto en documentos de archivo, como en la memoria de las mujeres que trabajaron en el mercado de San Blas, que posteriormente con la modernización de la ciudad pasó a ser reubicado en el mercado Central, es posible observar cómo alrededor de estas intervenciones se crearon varias formas de agenciamiento de la población relacionadas con la vida del mercado y del comercio informal. El crear pequeñas asociaciones y gremios con nociones enmarcadas en la tradición del oficio y la lucha de clase, les dio la posibilidad de permanecer y exigir que se respeten sus puestos de trabajo, o al menos les permitió negociar los nuevos lugares de la ciudad asignados para dicho fin. Las cartas que se escribieron por parte de estas asociaciones, y que fueron dirigidas al presidente del Concejo, dieron la pauta para que varias exigencias y peticiones sean escuchadas, pero también permitieron al gobierno de la ciudad tomar en cuenta la fuerte presencia de esta población y su capacidad de movilización.

9 Idem.

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Representaciones y espacio público

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or medio de la memoria de la gente podemos ver cómo se reconstruye la historia de la ciudad. Es una historia que, contada desde los actores sociales, da cuenta del surgimiento de nuevos barrios alrededor de los mercados, de los usos cotidianos de ciertos espacios de la ciudad que se han visto modificados por las intervenciones urbanistas, pero que siguen presentes para la gente, por ejemplo, los salones de baile de la calle 24 de Mayo, a los que las trabajadoras del mercado acudían muy elegantes a reunirse entre amigas, o a terminar de celebrar las fiestas del mercado. Estos espacios hablan del prestigio de ser vendedora del mercado “cuando el oficio permitía no solo sobrevivir, sino vivir bien”.10 La memoria colectiva también habla de los usos del espacio público en las representaciones religiosas que hasta el momento ocupan un lugar importante en la reproducción de la cultura como un lugar común, que trasciende a la ciudad y a la ocupación simbólica del espacio urbano. La organización de las fiestas religiosas dentro de los mercados, habla de un saber y unas formas de representación propias, “hay que saber pasar la fiesta”,11 esto implica organizar con la gente del mercado los preparativos para la fiesta, nombrar los priostes, asignar quién va a encargarse de preparar la comida, los castillos, los recuerdos y demás. Los priostes, por ejemplo, son los encargados de proveer el traje para el patrono de la fiesta cada año. En el mercado de Iñaquito las mujeres han destinado específicamente un cuarto donde custodian los trajes y ropas que se han hecho para las fiestas del “Divino Jesús” y del “Jesús del Gran Poder” (patronos del mercado) año a año desde la fundación del mercado. Son trajes que conservan vívidamente la estética popular, se trata de verdaderas obras de arte en costura, “son muy costosos”, pues para los priostes esto es una forma de prestigio. En este espacio se guarda, además, el altar para la procesión y otros objetos “sagrados” que son elementos significativos para la fiesta y para las personas del mercado. Tomando en cuenta que “la memoria tiene su raíz en lo concreto, en el espacio, el gesto, la imagen y el objeto” (Nora 1984:5) dentro del mercado estos espacios hablan de una memoria compartida como forma de construcción de sentidos.

Cuarto de “objetos sagrados”. Mercado de Iñaquito.

10 Conversaciones con las señoras vendedoras del mercado San Francisco. Quito, marzo, 2014. 11 Doña Rosa, dirigente y fundadora del mercado de Iñaquito.

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Cuarto de “objetos sagrados”. Mercado de Iñaquito.

Entre estas formas propias de hacer, está la manera de organizarse con los diferentes “giros” o puestos de venta de alimentos. Del mismo modo, en cada mercado la dinámica es distinta. En Iñaquito, por ejemplo, se organizan por giros (legumbres, frutas, comidas, etc.), en Santa Clara se lo hace por delegación a una persona en particular y en el mercado Central, es la Asociación quien ha tomado la iniciativa para organizar la fiesta. Se trata de poner en juego no solo un capital económico, sino social en el sentido de Bordieu (1992). Las redes de relaciones personales organizadas y asociadas de manera voluntaria con códigos culturales propios, particularmente aquellos relativos a la religiosidad, hacen que la fe y la religión formen un sentido colectivo. En dichas celebraciones sus habitantes ocupan los espacios citadinos de alrededor del mercado como escenarios y puestas en escena de sus representaciones religiosas, en donde se muestran las cuestiones espirituales que dan cuenta del mercado como un espacio vivo, de sentidos y significaciones. Eduardo Kingman (2012) analiza cómo en estos espacios se reproduce una serie de “costumbres en común”, donde se comparten y generan economías, una religiosidad y que su entramado dibuja una “cultura popular de base urbano-rural” (2012:179).

Procesión Jesús del Gran Poder. Mercado Iñaquito Imagen: Lennyn Santacruz

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Altar. Mercado Iñaquito. Imagen: Erika Bedón.

Procesión Virgen de la Dolorosa. Mercado San Francisco. S/f. Álbum familiar, Sra. Gladys Puruncajas.

Pase del Niño Jesús. Mercado Santa Clara 2012.

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Pase del Niño Jesús. Mercado Central. 2006.

Hay también otras representaciones y manifestaciones en el espacio público que están presentes en la memoria de la gente, algunas se refieren a protestas contra ciertas políticas oficiales y exigencias. Otras a “actos cívicos” como la participación en el tradicional desfile de los mercados que abren las fiestas de Quito. “Sin la presencia de los mercados no hay fiestas de Quito”.12 El nivel de organización para participar en este desfile trasciende a todos los mercados de la ciudad, se ponen en juego una serie de redes familiares, comerciales y del oficio como la Federación de los Mercados, o la “Unión de los Mercados”. Estas formas de organización dan cuenta, no solo de la capacidad de agenciamiento, sino también de la politicidad dentro de estos espacios. No se puede pensar a los diferentes mercados de la ciudad de una manera aislada o como espacios desarticulados entre sí, por el contrario, las relaciones y las formas de organizarse dan cuenta del complejo entramado de relaciones al interior de estos. Esta capacidad de agenciamiento y de representación entra también en un juego de reconocimientos, mientras que la institución atribuye el desfile a su propia gestión, en la memoria de la gente está presente cómo se organizan los bailes, cómo se arman los carros alegóricos, cómo se diseñan los vestidos y se practican las comparsas, en algunas ocasiones incluso se contrata a una persona para que les enseñe a hacer la comparsa, pues “es importante dejar en alto en nombre del mercado”.13 Esta presencia de los mercados de Quito expuesta en un ámbito urbano público, irrumpe en la vida cotidiana de la ciudad, convirtiéndose en una escenario que transforma momentáneamente la vida social en dicho espacio (Eliade:1983). No pretendo hacer una lectura folclorista de este desfile, por el contrario, lo que intento es visibilizar las formas propias de representación de ciertos elementos identitarios como la quiteñidad, la religiosidad, de las formas en que se mira a la ciudad y sus habitantes, pero también una representación del orgullo del mundo indígena del que muchos son parte.

12 Entrevista dirigente Mercado América. Desfile de los mercados. Quito, 2012. 13 Ídem.

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Mujeres beatas. Desfile de los mercados de Quito. 2012. Imagen: Erika Bedón.

Curuchupas. Desfile de los mercados de Quito. 2012. Imagen: Erika Bedón.

Comparsa. Desfile de los mercados de Quito. 2012. Imagen: Erika Bedón.

Reina del Mercado América. Desfile de los mercados de Quito. 2012. Imagen: Erika Bedón.

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Mercado de Chimbacalle. Siempre presente. Desfile de los mercados de Quito. 2012. Imagen: Erika Bedón.

Mercado Central. Desfile de los mercados de Quito. 2012. Imagen: Erika Bedón.

Reinas del Mercado. Desfile de los mercados de Quito. 2012. Imagen: Erika Bedón.

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Estas formas de representación que he mencionado de una manera rápida, pueden ser consideradas como procesos de uso y apropiación simbólica del espacio público. Este tipo de irrupciones en un determinado espacio abre la posibilidad a que se den otro tipo de expresiones y usos distintos a los cuales son destinados, incluso la posibilidad de burlar la vigilancia y control (Delgado 2007). Estas manifestaciones pueden ser consideradas elementos importantes en los procesos de construcción de una memoria social de la ciudad de Quito.

Reflexión final

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a memoria colectiva de la constitución de estos espacios, así como las formas de representación de los mercados, permiten cuestionar el discurso de “patrimonio cultural alimentario” alrededor de ellos, pues que denota únicamente una selección de una parte

de la cultura, “lo alimentario”, a lo que se le atribuye una carta de tradicionalidad. El patrimonio alimentario como elemento considerado patrimonial, deja por fuera todo lo que la cultura es, el proceso de patrimonialización fragmenta y corre el riesgo de descontextualizar determinados componentes de la cultura que tienen que ser analizados en su contexto económico y político, y de manera más precisa, como lo analiza Kingman (2011), con una economía política. Por otro lado, este proceso crea selecciones, clasificaciones que responden más a la cultura de la sociedad que patrimonializa a sus gustos, preferencias y valores que a la sociedad en donde se originan. Este proceso de patrimonialización, en cuanto fragmentación, selección, categorización, modificación de usos y funciones, se ve condicionado por el papel que se va a atribuir a ese patrimonio, en el caso de los mercados, del espacio que se va a ocupar y de los intereses a los que van a servir. De todos aquellos elementos que constituyen la cultura alimentaria, es preciso cuestionarse que lo que más se ha patrimonializado son los productos de la tierra, los platos tradicionales, elementos que se insertan en ciertas dinámicas específicas tanto en el ámbito de la producción alimentaria como del turismo, dejando de lado que la cultura alimentaria constituye un complejo entramado de prácticas y conocimientos, valores, creencias, técnicas, y representaciones de cómo y por qué se come en una determinada sociedad, en determinadas relaciones y espacios. Más allá de nociones como la de “patrimonio alimentario” me ha interesado visibilizar el espacio del mercado como un espacio social, donde se reproduce una cultura popular en común, Kingman (2011), con formas propias de organización y representación que trascienden el espacio urbano, donde se construye una memoria colectiva por fuera de una memoria oficial.

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RESEÑAS DE AUTORES

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Xavier Andrade Candidato a doctor en Antropología por la New School for Social Research. Actualmente es profesor investigador de la FLACSO-Ecuador. Entre sus líneas de investigación etnográfica destacan: exclusión social, fragmentación y privatización en el espacio público contemporáneo, masculinidades y artes visuales. Coeditor del libro Masculinidades en Ecuador (2001). Ha publicado artículos en Ecuador, Venezuela, Bolivia y Estados Unidos.

Antonio Augusto Arantes Antropólogo, formado en las universidades de Sao Paulo y Cambridge. Profesor y fundador del Departamento de Antropología de la UNICAMP. Ha sido presidente de la Asociación Brasileña de Antropología y secretario general de la Asociación Latinoamericana de Antropología. Investigador y gestor cultural especializado en patrimonio cultural. Autor de diversas publicaciones en importantes revistas y volúmenes brasileños e internacionales.

Erika Bedón Erika Bedón es doctoranda en Antropología Social por la Universidad Rovira i Virgili de Tarragona. Maestra en Ciencias Sociales con Mención en Antropología por la Flacso-Ecuador. Ha trabajado como investigadora en la Flacso-Ecuador en temas de memoria urbana, cultura popular,  patrimonio, indígenas y migración.

Fernando Carrión Arquitecto, doctorando por la Universidad de Buenos Aires. Actual profesor investigador de FLACSO-Ecuador. Ha dictado cursos de postgrado en Colombia, Chile, Bolivia, entre otros. Se ha especializado en temas de investigación como políticas urbanas, descentralización, planificación, hábitat y desarrollo urbano. Autor de una docena de libros, posee más de 250 artículos en revistas y libros de diferentes países y ha incursionado en el audiovisual.

Amparo De Urbina Arquitecta y magíster en Planificación y Administración del Desarrollo Regional (Universidad de los Andes, Colombia), estudiante del Doctorado en Estudios Sociales de la Universidad Externado de Colombia; docente e investigadora del Centro de Investigaciones sobre Dinámica Social

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(CIDS) – Facultad de Ciencias Sociales y Humanas de la Universidad Externado de Colombia, miembro del Grupo de investigación: Procesos sociales, territorios y medio ambiente.

Manuel Delgado Ruiz Doctor en Antropología por la Universidad de Barcelona y profesor titular de la misma desde 1993. Su amplia labor investigativa ha enfatizado en temas como la violencia religiosa, la construcción de las identidades colectivas y las apropiaciones sociales en contextos urbanos. Cuenta con numerosas publicaciones en revistas nacionales y extranjeras. Entre sus más recientes libros está: La ciudad mentirosa (2008) y El espacio público como ideología (2011).

Lucia Durán Gestora cultural e investigadora. Doctoranda en Antropología por la Universidad de Buenos Aires. Estudios de maestría y especialización en FLACSO Ecuador, la Universidad de Metz, Francia, y la UAM Iztapalapa, México. Sus áreas de investigación son la antropología visual y urbana, la memoria social y el patrimonio cultural. Ha sido profesora en la USFQ, Quito, y profesora invitada en la UASB, Ecuador, la FLACSO Ecuador y la UBA. Directora ejecutiva de Interculturas. Fue secretaria de Cultura de Quito en el año 2009.

Elizabeth Jelin Doctora en Sociología, Investigadora Superior del CONICET, con sede en el IDES de Buenos Aires y docente del Programa de Posgrado en Ciencias Sociales UNGS-IDES. Sus temas de investigación son los derechos humanos, las memorias de la represión política, la ciudadanía, los movimientos sociales y la familia. Entre sus libros más recientes está: Por los derechos. Mujeres y hombres en la acción colectiva (2011), con Sergio Caggiano y Laura Mombello.

Eduardo Kingman Garcés Historiador y antropólogo, doctor en Antropología Urbana y actual coordinador del Programa Antropología, Historia y Humanidades en FLACSO-Ecuador. Sus principales líneas de investigación son patrimonio, seguridad, historia social y cultural en contextos urbanos. Autor de La ciudad y los otros: Quito 1860-1940. Higienismo, ornato y policía (2006), además un amplio número de publicaciones en revistas y compilaciones diversas.

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RESEÑA DE AUTORES

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Soledad Laborde Licenciada en Ciencias Antropológicas y profesora de enseñanza media y Superior en Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras (FFyL), Universidad de Buenos Aires (UBA). Becaria del CONICET y doctoranda en Filosofía y Letras, área Antropología de la UBA. Docente de la carrera de Antropología (FFyL,UBA).  Investiga temas vinculados a la alteridad inmigrante, el patrimonio inmaterial y los procesos de recualificación/relegación urbana en la ciudad de Buenos Aires.

Mónica Lacarrieu Doctora en Filosofía y Letras (orientación Antropología Social) por la Universidad de Buenos Aires. Directora del Programa de Antropología de las Ciudades y la Cultura (FfyL. UBA) y coordinadora docente de varios programas de posgrado. Investigadora con énfasis en temas de patrimonio cultural y espacios públicos. Posee numerosas publicaciones en revistas nacionales y extranjeras. Compiladora, coautora y autora de artículos en diversos libros.

Alejandra Leal Doctora en Antropología Sociocultural por la Universidad de Columbia. Actual becaria posdoctoral en el Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM. Sus intereses de investigación se ubican en el entrecruce de la antropología urbana y la antropología política, la interrelación entre las formas de gobernanza neoliberal y las geografías de la diferencia social y el afecto en espacios urbanos patrimonializados. Ha publicado artículos en revistas y libros.

Wiley Ludeña Arquitecto, realizó sus estudios doctorales en urbanismo, Technische Universität Hamburg-Harburg. Ha impartido docencia en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, además en países como Alemania y Argentina. Sus investigaciones sobre arquitectura y urbanismo se recogen en varias publicaciones nacionales e internacionales, entre ellas Lima. Historia y urbanismo en cifras. 1821-1970. Vol. 1 (2004).

Thierry Lulle Arquitecto, doctorado en urbanismo por la Universidad de Paris VIII. Profesor e investigador de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Externado de Colombia. Entre sus actividades

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investigativas destacan temas como patrimonio cultural y natural, uso residencial en los centros históricos, reconfiguraciones territoriales, movilidad y gestión urbana. Artículos suyos se han publicado en revistas científicas y libros en Colombia y Francia.

Francisca Márquez Antropóloga y doctora en Sociología por la Universidad Católica de Lovaina. Ha desempeñado cargos institucionales como el de presidenta nacional del Colegio de Antropólogos de Chile. Actualmente es decana de la Facultad de Ciencias Sociales, Universidad Alberto Hurtado. Posee investigaciones sobre patrimonio, identidades urbanas, imaginarios y desigualdad en Latinoamérica, publicadas en revistas y libros en Chile, Brasil y Colombia.

Blanca Muratorio Doctora en Antropología. Sus áreas de estudio son la historia, antropología y antropología visual, religiosidad y arte popular, género y sociedades indígenas. Entre sus méritos está el Premio Nacional de Ciencias Sociales “Pío Jaramillo Alvarado”, Quito, 2001. Cuenta con artículos en revistas y libros, varios volúmenes de su autoría y la edición de otros como Imágenes e imagineros: representaciones de los indígenas ecuatorianos, Siglos XIX y XX (1994).

Eduardo Nivón Bolán Antropólogo, doctorado por la UNAM, México. Profesor investigador en la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Destacan como parte de sus líneas de estudio los temas de cultura urbana, movimientos sociales, política y gestión cultural. Ha participado en importantes proyectos de investigación regionales. Entre sus publicaciones se destaca el libro La política cultural: temas, problemas y oportunidades (2006).

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