Pluralismo, perfeccionismo y democracia deliberativa. Una respuesta a Francesco Biondo

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Descripción

Pluralismo, perfeccionismo y democracia deliberativa:
Una respuesta a Francesco Biondo

José Luis Martí, Universidad Pompeu Fabra de Barcelona
y Laurance S. Rockefeller Visiting Fellow de Princeton University



Francesco Biondo ha tenido la gentileza de escribir un artículo
parcialmente crítico con mi libro La república deliberativa. Una teoría de
la democracia (Martí 2006a), y creo que no hay mejor homenaje para un
trabajo filosófico que la discusión de las ideas en él defendidas. Las
críticas de Biondo se articulan en torno a dos temas distintos a los que yo
no había concedido un lugar central en el trabajo, pero que son sin embargo
importantes para la teoría de la democracia deliberativa: los compromisos
metaéticos que en mi opinión requiere este modelo de democracia, más
concretamente el rechazo de algún tipo de pluralismo moral, y mi intento de
definir un tipo de republicanismo deliberativo que evite el perfeccionismo
político. Por esta razón, agradezco a Biondo que me haya brindado la
oportunidad de abordar ahora estas dos importantes discusiones teóricas, de
desarrollar y aclarar lo poco que había dicho al respecto en el mencionado
libro. He escrito este trabajo, no obstante, tratando de que sea algo más
que una réplica a las críticas de Biondo, intentando abordar los dos
problemas desde una perspectiva general, de modo que pueda ser también de
interés para alguien que no haya leído ni tenga intención de leer mi libro.
He dicho que Biondo formula dos objeciones. Es importante advertir ya
de inicio que dichas objeciones se dirigen a mi reconstrucción del ideal
republicano de la democracia deliberativa. Es decir, Biondo no manifiesta
ningún desacuerdo con el propio ideal. Más bien me formula dos sugerencias
sobre cómo reinterpretar dicho ideal para hacerlo, desde su punto de vista,
más atractivo. Ello me obliga, claro está, a defender mi propia teoría de
la república deliberativa. Pero como en muchos aspectos, entre los cuales
figuran los dos desafiados por Biondo, mi reconstrucción no es heterodoxa
sino que intenta mantenerse fiel a lo que los principales defensores de
este modelo han sostenido, creo que el análisis que viene a continuación
posee realmente un interés general que va más allá de lo que pude defender
en mi libro. Voy a dedicarle proporcionalmente más espacio a la primera de
estas objeciones, no porque la segunda sea menos importante, sino porque la
primera me requiere mayor labor argumentativa.


Metaética monista v. metaética pluralista

La primera de las críticas formuladas por Francesco Biondo puede ser
sintetizada como sigue. En el libro sostengo que la democracia deliberativa
es incompatible con un pluralismo moral ontológico radical, aún siendo
compatible con lo que denomino un pluralismo epistémico. La razón de ello
es que defiendo la tesis de que los participantes en un procedimiento
democrático deliberativo ideal alcanzarían un consenso razonado acerca de
las cuestiones políticas de relevancia normativa o moral (Martí 2006a: 28-
30). No desarrollo demasiado el tema del compromiso metaético de la
democracia deliberativa, pero el hecho de suponer que se produciría dicho
consenso razonado me compromete, según Biondo, con una suerte de monismo
moderado o débil, compromiso que a su juicio no sería necesario. En opinión
de Biondo no hay razones para pensar que la democracia deliberativa sea
necesariamente incompatible con algunas formas atenuadas de pluralismo
ontológico o, como él denomina, inconmensurabilista. Y resulta preferible
una concepción del modelo menos comprometida metaéticamente, aunque sólo
sea para hacer más atractivo el ideal ante quienes, como el propio Biondo,
no están dispuestos a asumir presupuestos monistas en el discurso moral.
Comparto con Biondo este principio que podríamos denominar de
abstinencia metaética (parafraseando la expresión que Raz ha aplicado a
Rawls en materia epistémica): a la hora de articular teorías, ideales o
principios normativos es conveniente asumir el menor número posible de
compromisos metaéticos para así independizar el éxito de dichas teorías o
ideales del resultado de los múltiples debates que se desarrollan en el
nivel metaético.[1] Sin embargo, las abstinencias teóricas de este tipo
encuentran ciertos límites. No se puede construir o caracterizar una teoría
o ideal normativo únicamente a la luz de consideraciones abstinentes como
éstas. Hay compromisos metaéticos (o de otro tipo) que resultan necesarios
para que dicha teoría preserve lo que la hace característica.[2] Dicho de
otro modo, las propias tesis de una teoría normativa, o los propios
principios contenidos en un ideal normativo, implican habitualmente ciertos
presupuestos teóricos, que no pueden ser abandonados a menos que
renunciemos a dichas tesis o principios. En este apartado trataré de
mostrar por qué la democracia deliberativa debe necesariamente mantener el
compromiso metaético adquirido, el rechazo de ciertas formas extremas de
pluralismo ontológico moral.
La cuestión de la compatibilidad del modelo de la democracia
deliberativa con el monismo y el pluralismo metaéticos depende en gran
medida, por supuesto, de cómo definamos monismo y pluralismo
respectivamente. Tanto en mi planteamiento original de esta cuestión como
en la réplica de Biondo, los dos asumimos que es necesario distinguir a
tales efectos entre diversos tipos de monismo y diversos tipos de
pluralismo. Biondo no niega que la democracia deliberativa sea compatible
con un monismo fuerte (como el representado por el intuicionismo o por el
consecuencialismo), o con un monismo débil como el que yo asumo
implícitamente en el libro, aún sin mencionarlo (más cercano al
constructivismo moral). Tal vez tampoco niegue una parte de mi tesis, que
el modelo sí sería incompatible con un tipo radical de pluralismo
inconmensurabilista que sostuviera que todos y cada uno de los casos
moralmente relevantes involucran una pluralidad de valores morales en
conflicto, inconmensurables entre sí, imposibles de armonizar y, en
consecuencia, incapaces de proporcionar una única respuesta válida. Pero
considera que hay algunos tipos débiles o moderados de pluralismo, en
cambio, que no son incompatibles con la democracia deliberativa, cosa que,
planteada en estos términos, yo no rechazo tampoco. Como he dicho, será
necesario caracterizar con mayor detalle las diversas posiciones metaéticas
en disputa en el eje monismo-pluralismo, antes de pronunciarse acerca de su
compatibilidad.
En el libro La república deliberativa me refiero a la cuestión de la
metaética monista o pluralista en un par de ocasiones, la más importante de
las cuales surge al dar cuenta de una discusión que ha tenido lugar entre
los propios defensores de la democracia deliberativa al respecto de si es
esperable o no que los individuos en condiciones ideales alcancen un
consenso razonado acerca de todas las cuestiones políticas de relevancia
normativa (Martí 2006a: 28-30).[3] En mi opinión, como ya he dicho, la
propia idea de democracia deliberativa efectivamente presupone que sí, que
va a producirse dicho consenso razonado. Y creo que los autores que han
defendido lo contrario lo han hecho o bien porque emplean una noción de
condiciones ideales parcialmente distinta a la mía, o bien porque parten de
una determinada ontología moral, el pluralismo ontológico radical,
incompatible con los presupuestos del modelo, y por lo tanto terminando por
ser inconsistentes.[4]
Mi argumento principal contra ellos, que es relevante para el debate
actual sobre los presupuestos metaéticos, tiene que ver con el propio
principio de argumentación que vertebra el modelo de la democracia
deliberativa. Cabe distinguir al menos tres principios que pueden guiar el
diseño de procedimientos democráticos de toma de decisiones: el principio
del voto, el principio de la negociación y el principio de la argumentación
(Martí 2006a: 40-52).[5] Cada uno de estos tres principios define un modelo
ideal de toma de decisiones, lo cual no impide admitir que los
procedimientos reales pueden, en la práctica, mezclar rasgos
correspondientes a dos de dichos principios o a los tres. Y el principio de
argumentación define el modelo ideal del procedimiento deliberativo. La
contraposición de estos tres principios es fundamental, pues es la que nos
permite comprender cuáles son las teorías de la democracia rivales a la
democracia deliberativa y en qué punto exactamente se distinguen.[6] Para
nuestros intereses ahora, lo importante es advertir que lo que distingue
precisamente el principio de la argumentación del principio de la
negociación (defendido, este último, por las teorías pluralistas de la
democracia) no es que la argumentación implique un proceso comunicativo,
pues la negociación también lo es, sino que implica "un intercambio
desinteresado de razones a favor de una propuesta u otra, (…), con la
disposición a ceder ante la presentación de un mejor argumento y con el
objetivo compartido de tomar una decisión correcta" (Martí 2006a: 49). Y,
así definido, el proceso argumentativo o deliberativo presupone la
existencia de una respuesta correcta ante el desacuerdo que origina la
propia deliberación. No es únicamente que el proceso deliberativo se
oriente a la obtención de un consenso, puesto que el proceso de negociación
también lo hace, sino que el tipo de consenso que se pretende es razonado,
apoyado en razones o argumentos al menos intersubjetivamente válidos, y no
simplemente un consenso estratégico.[7]
Dicho en otros términos, cuando dos personas deliberan adoptan ciertos
presupuestos pragmáticos, uno de ellos, el más importante, la existencia de
un criterio de corrección externo (intersubjetivamente válido) para sus
argumentos, que puede ser la verdad en el caso de las discrepancias
teóricas, o la validez en el caso de las discrepancias prácticas (Habermas
1981: vol. I). Claro que el pluralismo no tiene por qué rechazar la
objetividad moral, y con ella la idea de que el criterio de corrección es
externo a los participantes. Lo que rechaza es que exista un único
criterio, o que los diversos criterios puedan ordenarse jerárquicamente de
algún modo. Lo que ocurre es que cuando existen diversos criterios externos
de corrección no jerarquizables, no hay una única respuesta o solución
correcta a las controversias normativas. Los diversos participantes pueden
entonces sostener juicios morales diversos, basados en distintos criterios
de corrección objetivos o intersubjetivos, y no habrá posibilidad de debate
racional entre ellos, puesto que el resultado práctico de dicho pluralismo
de criterios equivale a que no exista ninguno, en el sentido de invalidar
la capacidad de deliberación racional sobre el asunto. O, por decirlo en
términos más precisos, el espacio de deliberación racional abarcará sólo la
determinación de los diversos valores morales en conflicto y con ellos de
los diversos criterios de corrección, pero no alcanzará para solucionar los
conflictos producidos entre dichos valores o criterios.
Pero volviendo al punto inicial. Si la argumentación presupone la
existencia de un criterio de corrección, ¿por qué no pensar que en
condiciones ideales los participantes en una deliberación serían capaces de
dar con dicho criterio de corrección y ponerse de acuerdo respecto al
mismo? Deliberar implica conceptualmente la intención de convencer al otro
por medio de argumentos imparciales (o intersubjetivamente válidos). Es lo
que Manin, uno de los resistentes a la idea del consenso razonado ideal,
denomina el objetivo del "refuerzo del acuerdo" (Manin 1987: 359-361). En
su opinión, el objetivo no debería ser el consenso final, sino únicamente
reforzar el acuerdo. Pero esto resulta extraño. Como sostengo en el libro,
si "es valioso reforzar el acuerdo, sumando a más ciudadanos en el
consenso, ¿por qué no iba a ser más valioso sumarlos a todos en un consenso
total? (…) ¿por qué no pensar que eso es lo que se pretende al menos en
circunstancias ideales? (…) dado que el refuerzo del acuerdo es una
propiedad gradual, ¿por qué no situar en el extremo ideal aquella situación
en la que el acuerdo está reforzado en su grado máximo, es decir, cuando es
total?" (Martí 2006a: 28).
La única forma de rechazar este objetivo es otorgar valor al hecho
mismo de los desacuerdos, algo que por otra parte está muy arraigado en el
propio pensamiento de la democracia deliberativa.[8] La existencia de tales
desacuerdos en los contextos reales de deliberación, lejos de ser un
problema, es "un factor de riqueza y dinamismo", puesto que "cuanto mayor
sea la diversidad de preferencias mayor será el intercambio de argumentos y
el número de razones que deben ser contrastadas, y mayor será
tendencialmente la calidad deliberativa de la decisión" (Martí 2006a: 28).
Se puede valorar, sin embargo, la existencia de desacuerdos reales,
especialmente si se trata de los que denomino desacuerdos razonados, sin
adoptar por ello una metaética pluralista. El hecho mismo de los
desacuerdos generalizados puede explicarse por razones de deficiencia
epistémica, es decir, atendiendo precisamente al contraste entre
condiciones reales y condiciones ideales de decisión. Puede admitirse, en
consecuencia, un determinado tipo de pluralismo, que podemos denominar
epistémico, que no sólo no es un problema para los presupuestos de la
democracia deliberativa, sino que contribuye favorablemente al desarrollo
de las deliberaciones reales.[9]
El pluralismo epistémico explica un hecho importante: la existencia de
desacuerdos razonados (o, si se prefiere la terminología rawlsiana,
razonables) en condiciones reales de decisión, pero nada dice respecto a lo
que sucedería en condiciones ideales.[10] Nótese, por lo tanto, que este
pluralismo epistémico no es ciertamente incompatible con los presupuestos
de la democracia deliberativa, concretamente con el principio de
argumentación tal y como lo he definido. La tesis de que los desacuerdos
permanecerían aún en condiciones ideales, razón por la cual deberíamos
descartar el consenso razonado como objetivo regulativo, sólo puede ser
sostenida por un tipo de pluralismo más radical, que en el texto denomino
pluralismo ontológico (Martí 2006a: 29). Es esta la única posición
metaética (en este debate) que en mi opinión el modelo deliberativo de
democracia descarta, y en este sentido se opone al monismo débil que
defiendo implícitamente en el texto, cuya única tesis sostendría la
posibilidad de alcanzar un consenso razonado en condiciones ideales, y por
lo tanto presupone la existencia de un criterio de corrección de los
argumentos esgrimidos en un proceso deliberativo, o bien de una pluralidad
de ellos sistematizada y jerarquizada.[11]
Llegados a este punto es necesario explicitar algo que sólo estaba
presupuesto en el libro. Una teoría puede sostener la existencia de una
pluralidad de valores o principios, como hace por ejemplo la teoría de la
justicia de Rawls, sin atentar contra los presupuestos de la democracia
deliberativa.[12] En algún sentido se trata de una posición pluralista
ontológica, pero mientras incorpore un criterio para reducir dichos valores
a uno solo o a una única métrica, o incluya un criterio para ordenarlos o
jerarquizarlos frente a los casos concretos, no se trata de un pluralismo
ontológico radical como el que intento descartar.[13] Valdría entonces
distinguir entre un pluralismo ontológico moderado o armonizador, como el
de Rawls, compatible con el monismo también moderado o débil que presuponía
en el libro, y un pluralismo ontológico radical o inconmensurabilista.
Debo introducir ahora una consideración relativa a la noción de
condiciones ideales. Existen muchas maneras de concebir dicha idea. En mi
libro la vinculo con la existencia de un ideal regulativo complejo
defendido por la democracia deliberativa (Martí 2006a: 26-30; véase también
Martí 2005b). Una de las características que yo atribuyo a dicho ideal es
que reúne todas las condiciones epistémicamente favorables para tomar una
decisión, no sólo todas las empíricamente posibles, sino todas las
conceptualmente imaginables. Esto es importante porque si lo que sostiene
la tesis pluralista es que los individuos situados en las mejores
condiciones epistémicas empíricamente posibles podrían todavía discrepar
acerca de las cuestiones políticas de relevancia normativa, entonces dicho
pluralismo no es ciertamente incompatible con la democracia deliberativa.
Pero se trataría solamente de una versión más sofisticada del pluralismo
epistémico, no sostendría todavía ninguna tesis ontológica, así que no
invalida lo que sostengo en el libro.
Ahora, no veo por qué deberíamos definir el ideal regulativo de una
manera tan modesta. El único motivo podría ser el presuponer que el ideal
debe ser alcanzable. Pero adoptar un ideal regulativo como un horizonte
hacia el que debemos tender no implica que dicho horizonte sea
empíricamente alcanzable. Que el ideal regulativo sea inalcanzable no
cancela los deberes positivos reales que nos vinculan en la práctica. De
hecho, una venerable tradición en la concepción de dichos ideales
regulativos defiende activamente la conveniencia de adoptar ideales
exigentes aun cuando sean inalcanzables empíricamente (Moore 1922: 320 y
321; Nozick 1981: 413; Rescher 1987: 5-25; y Frankfurt 1999: 90 y 91), y
así lo han recogido explícitamente muchos de los principales defensores de
la democracia deliberativa (Habermas 1981; Sunstein 1988: 158-160; Cohen
1989; Nino 1997: 21-24). Y de algún modo un ideal alcanzable y modesto
seguiría presuponiendo el ideal más perfecto, aunque fuera inalcanzable.
¿Qué sentido podría tener, en condiciones ideales empíricamente posibles y,
como hemos dicho, compatibles con los desacuerdos, el continuar deliberando
a partir de tales desacuerdos? Creo que lo único que podría hacer
significativa la deliberación sería la presuposición de que es al menos
conceptualmente posible pensar en un consenso razonado.
A consecuencia de lo anterior, es posible aceptar una tesis que parece
implícita en la argumentación pluralista sin por ello renunciar a un ideal
de consenso como el descrito. Se trataría del hecho empírico de nuestras
limitaciones como seres humanos, tal vez insuperable (empíricamente), que
parece encontrarse en la base de la dificultad para alcanzar un consenso
razonado. Como he dicho, un deliberativista puede admitir que dichas
limitaciones reales hacen casi imposible el consenso razonado en la
práctica, pero ello todavía no descarta la validez del ideal racional
inalcanzable que presupone dicho consenso. ¿Qué razón podríamos tener para
negar la posibilidad de consenso razonado aún en circunstancias ideales
inalcanzables? De nuevo, la única razón sería la existencia real de una
pluralidad no reducible o jerarquizable de valores morales, es decir, el
pluralismo ontológico radical o inconmensurabilista. Pero como ya he
sostenido anteriormente, si dicha posición es cierta, se produciría una
reducción drástica, o tal vez incluso la supresión, del espacio reservado a
la deliberación racional. En consecuencia, una ontología metaética de este
tipo entra en conflicto con el presupuesto básico de la mayoría de los
defensores de la democracia deliberativa, que es posible utilizar con
sentido un procedimiento deliberativo para zanjar nuestras disputas
políticas de relevancia normativa o moral.
Biondo plantea dos interesantes y ulteriores posibilidades que me
obligan a afinar aún más esta respuesta. Se pregunta, primero, qué
ocurriría con un pluralismo que sostenga que "anche in situazioni ideali e
possibile, ma non inevitabile, che vi sia un conflitto tra valori e che non
si possa arrivare ad una metrica unitaria. Cio non significa che tale
conflitto esploda sempre, depende dai casi concreti, e dalla possibilita
che per un caso si applichi una scala di valori contemperi le
considerazioni morali presentate. Non e detto, quindi, che i valori siano
di per sé incompatibili, né che siano incommensurabili, ma che lo possano
essere in determinati casi. Considerare questa possibilita non significa
condannare la riflessione morale all'irrazionalita o al decisionismo ético"
(pagina???). Vamos a llamar a esta nueva posición pluralismo ontológico
particular o local, porque sostiene que la existencia de diversos valores
incompatibles e inconmensurables puede sólo ponerse de manifiesto a la hora
de juzgar determinados casos particulares, y no en todos, y en ese punto se
opondría a un pluralismo ontológico general o universal. Esta concepción
metaética sería ontológica e inconmensurabilista, aunque dicha
inconmensurabilidad sólo necesitaría "estallar" o ponerse de manifiesto en
algunos casos particulares.
No veo, en principio, ningún inconveniente para que un pluralismo
ontológico particular de este tipo sea compatible con la democracia
deliberativa, siempre que se cumplan dos condiciones. La primera es que el
número de casos particulares en los que la pluralidad de valores resultan
inconmensurables en una métrica unitaria o no-jerarquizables debería ser
suficientemente pequeño, o debería referirse solamente a casos de poca
relevancia sustantiva.[14] La razón es sencilla: la democracia deliberativa
en general no sería incompatible con una ontología de este tipo siempre
que, en general, siga siendo cierto que existe un único criterio de
corrección de nuestros juicios morales, o un conjunto de criterios
jerarquizable; y ello aunque en aquellos casos particulares en los que la
pluralidad de valores es inconmensurable y no proporciona dicho criterio o
conjunto de criterios jerarquizados, no habría espacio para deliberar. Los
ciudadanos de una democracia que opere con un presupuesto de este tipo
seguirían pudiendo deliberar acerca de la mayoría de los casos políticos de
relevancia normativa, o acerca al menos de los sustantivamente más
relevantes, porque contarían para tales casos con un único criterio de
corrección o un conjunto de criterios jerarquizados. En aquellos casos en
los que "estallara" la inconmensurabilidad de los diversos valores morales,
bastaría simplemente con abandonar el proceso deliberativo (que carecería
de sentido) para utilizar un procedimiento de negociación o de voto.[15]
La segunda condición para que el pluralismo ontológico particular o
local sea compatible con la democracia deliberativa es que debemos contar
con un criterio previo para identificar en qué casos los valores plurales
son incompatibles o inconmensurables, porque de lo contrario la pluralidad
de valores tendría efectos devastadores sobre la práctica de la democracia
deliberativa, equiparables a los del pluralismo ontológico general o
universal. La razón es que si los ciudadanos de una comunidad política no
tienen modo de saber en qué casos los valores proporcionan un criterio
único de corrección y en qué casos no lo hacen, se encuentran entonces ante
dos posibilidades: o bien deliberan en todos los casos, operando bajo el
presupuesto no confirmado de que efectivamente existe un criterio único de
corrección (exactamente el mismo presupuesto requerido por el monismo débil
o moderado, y entonces una posición colapsa en la otra a efectos
prácticos), o bien dejan de deliberar en todos los casos, paralizados por
la incertidumbre de si pueden aplicar un único criterio de corrección (y
entonces la posición colapsa, a efectos prácticos, en el pluralismo
ontológico general). Ahora, es importante recalcar que este pluralismo
ontológico local sólo es compatible con una defensa general de la
democracia deliberativa porque en la mayoría de los casos se comporta como
un monismo moderado, o como un pluralismo moderado como el de Rawls. Dicho
de otro modo, no impide que en aquellos casos en los que "estalla" el
conflicto de manera inconmensurable no habría espacio para procesos de
deliberación democrática.
La segunda posibilidad sugerida por Biondo es un intento de salvar la
compatibilidad incluso con el pluralismo ontológico general o universal.
Consiste en afirmar que aún en los casos en los que "estalla" la
inconmensurabilidad entre los diversos valores, un pluralismo de este tipo
no implica necesariamente la renuncia a la racionalidad o a la
justificación de los juicios. En palabras del propio Biondo, "che talvolta
possiamo guistificare le nostre scelte soltanto a partire dai nostri
guidizi di valore che, a causa degli oneri del giudizio, possono non essere
condivisi, ma non per questo devono essere consideratti scorretti, frutto
di errore, o non razionali" (pagina???). Estoy de acuerdo con Biondo
también en este punto. Esta es la razón por la que el pluralismo ontológico
radical no colapsa en un relativismo moral radical, ni en un
antirracionalismo moral, ni en el escepticismo ético. Y esto me permite
aclarar otro punto de la teoría defendida en La república deliberativa. Así
concebido, el pluralismo es compatible con una práctica cuasi-deliberativa,
y por esta razón es tentador decir que es compatible con la democracia
deliberativa, pero trataré de mostrar que lamentablemente no es así.
En primer lugar, este tipo de pluralismo ontológico particular
funcionaría en la práctica como las versiones más moderadas del relativismo
moral, como la defendida por Gilbert Harman y Judith Jarvis Thompson
(Harman y Thompson 1996). Ellos defienden un relativismo no irracionalista,
que preserva la posibilidad del juicio moral racional, aunque siempre
relativizado o indexicado a un conjunto determinado de valores. Entre
aquellos individuos que compartan el mismo conjunto de valores habrá
posibilidad de diálogo o juicio racional. Lo que no será posible es el
juicio intersubjetivo entre personas que adhieran a conjuntos de valores
morales distintos, lo cual equivale a decir que existen diversos valores o
conjuntos de valores no conmensurables o jerarquizables
intersubjetivamente, pero que dentro de un mismo esquema son compatibles
con el juicio moral racional.
En virtud del principio de abstinencia metaética al que antes he
aludido, resulta ciertamente tentador declarar compatible este tipo de
relativismo (y este tipo de pluralismo) con el modelo de la democracia
deliberativa. Al fin y al cabo, se podría decir que esto es lo que ocurre
mayormente en nuestras discusiones, dado que afortunadamente compartimos
muchos valores o intuiciones. Incluso en los casos en los que no existe el
mismo conjunto axiológico compartido, podemos hacer un ejercicio de
empatía, habitual por ejemplo en el contexto de discusión académica, y
situarnos en "el punto de vista interno" del otro. Así, puedo deliberar con
un nazi tratándole de mostrar que está equivocado, utilizando para ello una
objeción interna, mostrándole inconsistencias en su razonamiento, y lo
único que requiero es asumir una cierta empatía, la capacidad de ponerme
"en la situación del otro", aunque sólo sea in arguendo. Ambos casos (la
discusión con elementos compartidos y la discusión empática) pueden ser
ciertamente casos de deliberación. Pero dicha deliberación será genuina, de
nuevo, sólo si existe un único criterio externo de corrección
intersubjetiva o un conjunto de criterios jerarquizados.[16] En caso
contrario, existe a lo sumo una práctica cuasi-deliberativa. Veamos por
qué.
Como ya he dicho anteriormente, deliberar implica intercambiar
argumentos o razones con la intención de convencer al otro racionalmente.
Se trata de una actividad fundamentalmente dialógica o discursiva en la
que, como ha sostenido detalladamente Habermas, resulta crucial la idea del
otro, de otro punto de vista. Sólo ante la presencia crítica del otro se
genera el espacio adecuado para que la decisión final dependa únicamente de
la fuerza de los mejores argumentos (Habermas 1981). Este elemento
discursivo, sin embargo, no está presente en las situaciones descritas.
Decir que cabe un juicio moral racional entre personas que comparten el
mismo conjunto de valores, o cuando adoptamos empáticamente el conjunto
axiológico de otra persona para señalarle inconsistencias internas en su
razonamiento, equivale a suprimir la intersubjetividad. Tal vez puedan
haber criterios de corrección subjetivos y a la vez racionales, pero lo que
no existe, por definición, es un único criterio intersubjetivo de
corrección.[17]
Al suprimir este elemento discursivo, situaciones como las planteadas
no pueden contar como deliberación genuina, sino únicamente como procesos
cuasi-deliberativos. Esto no implica que estas dos situaciones no tengan
cabida en el marco de una democracia deliberativa o que no posean ningún
valor desde el punto de vista de un ideal como éste. Los dos tipos de
proceso cuasi-deliberativo son crucialmente importantes para complementar
los procesos genuinamente deliberativos. Primero, porque contribuyen a
mejorar la calidad de éstos.[18] Segundo, porque en la mayoría de las
ocasiones los procesos deliberativos reales contienen una gran carga de
discusiones de este tipo. Esto no afecta, como digo, al ideal de democracia
deliberativa. Lo que sí afectaría al ideal sería sostener que todos los
casos de diálogo racional deben limitarse a este tipo de procesos cuasi-
deliberativos, y que por lo tanto no hay posibilidad conceptual de
deliberación genuina. Es decir, si esta variante del pluralismo ontológico
o el relativismo moderado fueran ciertos, no habría espacio para una
democracia deliberativa genuina. A lo sumo podría hablarse derivativamente
de una democracia cuasi-deliberativa.
El pluralista puede replicar que, llegados a ese caso, sigue siendo
preferible implementar un modelo de democracia cuasi-deliberativa que
implementar una democracia pluralista o una democracia económica, basadas
en la negociación o en el voto. No es éste el momento de abordar el
análisis de esta tesis, aunque no me parece que esta conclusión resulte tan
evidente. Una de las razones por las cuales la democracia deliberativa es
valiosa es porque confiere legitimidad a las decisiones políticas en la
medida en que asegura o contribuye a que éstas se basen en razones que
todos puedan aceptar (o que nadie pueda rechazar). Pero la clarificación o
la racionalización de los propios puntos de vista morales, cuando estos son
relativos o indexicales a un conjunto de valores previa y acríticamente
asumido (que no puede ser a su vez revisado racionalmente), no contribuye a
este objetivo de la legitimidad. Si las razones que A ha identificado y
depurado a partir de procesos cuasi-deliberativos para sostener X, son
razones subjetivas y validas solo para A (o para aquellos que compartan con
A los mismos valores en los que se basan dichas razones), y su propuesta
triunfa y acaba adoptándose la decisión política X, el hecho de que A
identifique o depure dichas razones es irrelevante para B, alguien que no
comparte dichas razones y que defiende Y en lugar de X. Desde el punto de
vista de B resulta tan arbitrario, y por tanto ilegitimo, que la decisión
política se haya basado en las razones depuradas de A en favor de X, que si
se hubiera basado en razones no depuradas de A. En términos de
justificación de la decisión, es equivalente que las razones de A (que
finalmente han prevalecido) hayan pasado por el tamiz de un procedimiento
cuasi-deliberativo a que no lo hayan pasado, puesto que, por definición,
bajo este punto de vista, no cabría justificación racional frente a
aquellos que no comparten el mismo conjunto de valores de partida (en este
caso, frente a B). En este sentido, no me parece obvio que un modelo de
democracia cuasi-deliberativa como el resultante de aceptar un pluralismo
de este tipo o un relativismo moderado fuera atractivo desde el punto de
vista de la legitimidad política.
En definitiva, he sostenido hasta aquí que la democracia deliberativa
sólo es incompatible con un determinado tipo de pluralismo. Como había
admitido en el libro, el modelo es compatible con el pluralismo que he
denominado epistémico. Las críticas de Biondo me han permitido ahora
explicitar algo que sólo estaba presupuesto en mi argumentación: que el
modelo también es compatible con un pluralismo ontológico moderado (no
inconmensurabilista) como el de la teoría de la justicia de Rawls. Y, más
importante aún, me han permitido agregar que también es compatible con el
pluralismo ontológico particular o local, siempre que se cumplan dos
condiciones, (i) que el número de conflictos de valores irresolubles sea
reducido o que los casos sean de poca relevancia material, y que (ii)
dispongamos de algún criterio previo para identificar en qué casos los
valores entran en conflicto y resultan inconmensurables, o en su defecto
que presupongamos entonces que en todos los casos con los que nos
encontremos habrá algún criterio último de corrección intersubjetivo. Esto
me permite concluir, ahora con mayor precisión, que la democracia
deliberativa es incompatible únicamente con la posición metaética del
pluralismo ontológico radical general o universal, o con el pluralismo
ontológico particular cuando no se cumplan las dos condiciones mencionadas.
Lo dicho hasta aquí no debe inquietar demasiado a un pluralista
ontológico fuerte o radical, a menos que quiera sostener también el ideal
de la democracia deliberativa. Si tiene razón en su concepción metaética,
entonces no hay espacio para la democracia deliberativa en nuestras
democracias contemporáneas, pero podrá suscribir todavía una teoría
económica de la democracia o una teoría pluralista (o, en su caso, una
teoría de la democracia cuasi-deliberativa). Ni en el libro de La república
deliberativa ni este artículo he tratado de argumentar en contra del
pluralismo ontológico fuerte. Me he limitado a mostrar su incompatibilidad
conceptual con el modelo de la democracia deliberativa. De hecho, al
definir el ideal regulativo de la democracia deliberativa como un ideal
empíricamente inalcanzable, o al caracterizar las condiciones epistémicas
ideales de este mismo modo, hace que no podamos nunca comprobar si en
dichas condiciones los ciudadanos alcanzarían un consenso razonado o no, y
que por lo tanto no podamos tener confirmación empírica de ninguna de las
hipótesis formuladas por estas posiciones metaéticas, cosa que ciertamente
pondría fin a la disputa.[19]




Republicanismo cívico y perfeccionismo

La segunda de las críticas de Biondo no tiene por objetivo el ideal de
democracia deliberativa en general, sino la filosofía política republicana
que yo utilizo para fundamentar dicho ideal. De hecho, Biondo tampoco
cuestiona la plausibilidad general del republicanismo, sino que discute
únicamente mi afirmación de que "la exigencia de virtudes cívicas a la
ciudadanía no hace que el republicanismo se convierta en una posición
perfeccionista que sacrifique el principio de neutralidad. La república
sólo puede incentivar la participación y las motivaciones públicas, sin
inmiscuirse nunca en los planes de vida, en las creencias particulares y en
las acciones privadas de sus ciudadanos" (Martí 2006a: 251). En el texto
recurro a John Stuart Mill, y a su idea de promover la educación cívica de
la ciudadanía con tal de extender dichas virtudes necesarias para el
correcto funcionamiento de una república deliberativa como la que defiendo.
Y agrego que dichas virtudes también se pueden potenciar "a través de las
prácticas y costumbres cotidianas, así como de los propios procedimientos
de participación deliberativa", así como del fortalecimiento más general de
la idea de esfera pública (ibid.).[20] Lo que Biondo propone es asumir sin
complejos un republicanismo perfeccionista anti-paternalista (pagina???),
pero reelaborando el concepto de perfeccionismo para que resulte más
atractivo (e incluya, por ejemplo, al propio John Stuart Mill), aparcando
la distinción entre la esfera pública y la esfera privada de los individuos
(pagina???), y poniendo el énfasis a cambio en la propia idea de
justificación de la acción estatal, tanto si dicha acción es sólo
incentivadora o incluso coercitiva (pagina???).
El perfeccionismo ha captado en los últimos años la atención de un
gran número de filósofos, y no pocos de ellos han tratado de defenderlo en
alguna de sus múltiples versiones (véase un excelente panorama actualizado
en Wall 2008). Los trabajos de Joseph Raz, Thomas Hurka, Steven Wall,
Richard Arneson o Philipa Foot han servido para reavivar la discusión tanto
dentro como fuera del liberalismo (Raz 1986; Hurka 1993; Wall 1998; Arneson
2000; Foot 2003). Y el propio Francesco Biondo es autor de un excelente
trabajo sobre dos tipos de perfeccionismo que él denomina liberales (Biondo
2005). Se puede hablar de perfeccionismo ético y de perfeccionismo político
(Hurka 1993 y Wall 2008), de perfeccionismo en sentido amplio y
perfeccionismo en sentido estricto (Hurka 1993), de perfeccionismo de la
naturaleza humana o perfeccionismo de los bienes objetivos (Wall 2008),
perfeccionismo directo y perfeccionismo indirecto (Wall 1998). Estoy de
acuerdo con Biondo en que, al menos en alguna de estas versiones, cabría
una interpretación del republicanismo que resulta compatible con el
perfeccionismo. De hecho, como mostraré a continuación, algunos
republicanos contemporáneos no tienen problemas en admitir que su teoría es
eminentemente perfeccionista. La corriente principal del neo-
republicanismo, sin embargo, insiste en rechazar el perfeccionismo, aún
mostrando también su oposición al liberalismo, y en mi opinión hay buenas
razones para ello (Martí 2006a: 251). En lo que sigue voy a tratar de
exponer dichas razones con la mayor brevedad posible.
Según la doctrina liberal contemporánea, el liberalismo exige el
cumplimiento estricto del principio de neutralidad estatal con respecto a
los planes de vida de las personas (Dworkin 1978; Ackerman 1980; Larmore
1987; Rawls 1993; Kymlicka 1992), lo cual excluye tanto el perfeccionismo
político como aquellas versiones no justificadas de paternalismo. En uno de
los mejores trabajos que conozco sobre este tema, Ernesto Garzón Valdés
utiliza una clara distinción entre paternalismo y perfeccionismo. Así,
define paternalismo como la doctrina que considera que "siempre hay una
buena razón en favor de una prohibición o un mandato jurídico, impuesto
también en contra de la voluntad del destinatario de esta prohibición o
mandato, cuando ello es necesario para evitar un daño (físico, psíquico o
económico) de la persona a quien se impone esta medida" (Garzón Valdés
1988: 156), y lo distingue del perfeccionismo, que sería la doctrina que
afirma que "siempre es una buena razón en apoyo de una prohibición jurídica
sostener que es probablemente necesaria para perfeccionar el carácter de la
persona a la que se le impone (Garzón Valdés 1988: 157; también Nino 1989).
Estas son las nociones que están presupuestas en mi libro, como declaro en
diversos momentos del mismo (Martí 2006a: 67 nota 89, y 208 nota 69).
Biondo coincide con Garzón Valdés en que debe distinguirse entre
paternalismo y perfeccionismo, pero define este último de un modo distinto
con el objetivo de mostrar su plausibilidad (¿??? y Biondo 2005). De este
modo, caracteriza el perfeccionismo como una "familia de doctrinas morales"
(pagina???), y toma prestada de Hurka la siguiente definición: son
perfeccionistas "quelle dottrine teleologiche oggettiviste del bene umano",
que sostienen que "un'azione, o una regola o un'istituzione, sono
giustificate nella misura in cui sviluppano, rendono eccellenti delle
capacitta dell'uomo" (pag¿??? Y Biondo 2005: 519). Así considerado, el
perfeccionismo no es necesariamente incompatible con el liberalismo, de
modo que no sería contradictorio hablar de un liberalismo perfeccionista,
tal y como también Raz ha defendido hace unos años (Raz 1986; Biondo 2005:
519-520). Éste sería por ejemplo el caso, citado por Biondo, de John Stuart
Mill, que identifica la autonomía individual como un bien humano objetivo
que como tal debe maximizarse. La lectura perfeccionista de Mill opera,
según Biondo, en conjunción a su lectura anti-paternalista basada en el
principio del daño que hace unos años volvió a poner de moda Joel Feinberg,
cosa que refuerza la necesidad de separar conceptualmente perfeccionismo y
paternalismo (¿???).[21] Y concretamente Biondo favorece una versión del
perfeccionismo que él bautiza como anti-paternalista fuerte. Asumir un
republicanismo perfeccionista de este tipo ayudaría, según Biondo, a
reforzar la tesis republicana de las virtudes cívicas, junto con su
compromiso con la autonomía, evitando tener que hacer descansar el
argumento en la distinción entre esfera pública y privada,
"differenziazione difficile e sempre contestabile", y centrándose en su
lugar en la cuestión filosófica más general de "la guistificazione dei
limitti dell'azione dello Stato", aunque Biondo admite que no resulta menos
controvertida (¿???).
Debo reconocer que una de las objeciones tradicionales que el
republicanismo ha recibido por parte de autores liberales ha sido la de que
su defensa de la idea de las virtudes cívicas implicaba adoptar una
posición perfeccionista. De hecho algunos republicanos han admitido este
hecho sin pudor, respondiendo que el perfeccionismo sólo es un problema a
los ojos de un liberal (Viroli 1999; afirmando que se trata de una doctrina
quasi-perfeccionista, véase Maynor 2003: cap. 3). Pero no todo el
republicanismo contemporáneo piensa igual. La forma estándar de reconstruir
esta división ha sido recurrir a la distinción entre republicanismo neo-
aristotélico o intrínseco y republicanismo neo-romano o instrumental
(véase, por todos, Laborde y Maynor 2008; y Maynor 2003: cap. 2). El
primero de estos republicanismos, fuertemente influido por Aristóteles,
incorporaría un modelo de excelencia humana entendiendo que el ciudadano se
auto-realiza (y ejerce la libertad republicana) por medio de la
participación política armado con sus virtudes cívicas, de modo que dicha
participación sería un bien humano intrínseco (éste sería el tipo de
republicanismo identificado con Michael Sandel y Charles Taylor). El
segundo modelo de republicanismo, más cercano a Cicerón y a Maquiavelo,
entendería en cambio que la participación política y la necesidad de un
cierto tipo de virtud cívica es sólo buena instrumentalmente para alcanzar
el único bien intrínseco que es el de la libertad (que no estaría entonces
conceptualmente conectada con dicho tipo de participación; y éste sería el
tipo de republicanismo asociado a autores como Philip Pettit y Quentin
Skinner). Sólo el primero de estos modelos sería, en todo caso,
perfeccionista (aunque Maynor considera que aún hay espacio para considerar
al republicanismo neo-romano como quasi-perfeccionista en Maynor 2003: cap.
3).[22]
Ahora bien, a diferencia del perfeccionismo moral, el perfeccionismo
político es una doctrina sobre la justificación de las intervenciones del
estado, y concretamente sirve para justificar dichas intervenciones en aras
de la perfección moral de los ciudadanos.[23] ¿Cómo podría justificarse de
manera general dicha intervención? El republicanismo se compromete de
manera especial, como hemos visto, con el valor de la libertad o la
autonomía. Y Biondo comparte esta idea cuando defiende el tipo de
perfeccionismo que según él habría suscrito John Stuart Mill. A mí me
parece también que éste es el principal valor en juego, más que el de la
neutralidad estricta por parte del estado. Esto quiere decir que a la hora
de pensar cuáles son los límites de la acción del estado debemos situar
algún tipo de barrera inspirada en la protección de dicha autonomía. Pero
ello me conduce a realizar al menos tres consideraciones distintas. En
primer lugar, esto pone de relieve la importancia de mantener uno de los
elementos de la definición tradicional de perfeccionismo (antes citada en
la versión de Ernesto Garzón Valdés) que no estaba presenta en la
proporcionada por Biondo, que es el de la prohibición u obligación por
parte del estado, esto es, el carácter coercitivo de la medida en cuestión.
Si el valor que nos importa es la autonomía, los casos en los que tendremos
una especial carga de justificación de la intervención del estado serán
aquellos en los que éste actúa de manera coercitiva (Pettit 2009). Es por
esta razón por la que yo defiendo que la política republicana se articule
por medio de iniciativas de promoción o incentivación, más que obligando
por ejemplo a los ciudadanos a participar.
En segundo lugar, y más importante aún. No creo que el republicanismo
deba preocuparse por la perfección moral de sus ciudadanos y, obviamente,
mucho menos justificar las acciones del estado sobre dicha base. La propia
noción de virtudes cívicas, tal y como ha sido articulada por los
republicanos contemporáneos, tiene la intención de capturar una distinción
crucial entre lo político y lo moral en sentido estricto (o entre moral
política o cívica y moral privada). Dicha distinción presupone, en efecto,
la célebre distinción liberal entre lo público y lo privado, que como digo
en el libro no debe ser abandonada por el republicanismo. Es cierto, como
señala Biondo, que dicha distinción ha sido desafiada filosóficamente, pero
también lo es que no hay ninguna alternativa que resulte más pacífica. La
distinción es crucial porque nos permite afirmar que, aunque las medidas de
incentivación y promoción de las virtudes cívicas a las que aludía en el
párrafo anterior no son neutrales frente a todas las preferencias de los
ciudadanos, como tampoco lo son, por cierto, las leyes que prohíben el
asesinato, no atentan de manera significativa contra la autonomía de las
personas, contra su soberanía individual de la esfera privada.[24] Dicho en
otras palabras, siguen siendo neutrales respecto a lo más importante: la
capacidad de cada individuo de trazar sus planes de vida y de perseguirlos.
Que el estado promueva la participación política mediante determinadas
campañas de sensibilización, por ejemplo, no hace más costosa la abstención
para el ciudadano que no quiera participar.
Finalmente, concepciones como la de Mill que valoran la autonomía y
establecen de ese modo límites a la acción estatal, rechazando sobre todo
cualquier intento por parte del estado de imponer un determinado modelo de
vida buena, no son entonces, a mi juicio, concepciones perfeccionistas.
Algo en la propia idea de autonomía choca con la idea de perfección, puesto
que, como el propio Mill sabía y defendía, dicha autonomía puede conducir
muchas veces al error pero no por ello se está menos justificado en
ejercitarla. La tradicional prevención liberal frente al perfeccionismo
tiene que ver con la capacidad de trazar barreras infranqueables a lo que
el estado puede exigirme, aun cuando yo en uso de mi autonomía esté tomando
decisiones a todas luces equivocadas. Y esto es algo que una concepción
como la de Mill captura perfectamente, y que queda preservado por un
republicanismo instrumental como el que aquí he defendido. De lo que se
trata es de prevenir aquellas doctrinas moralistas que pretenden imponer un
modelo de perfección moral por medio de la intervención estatal,
básicamente del derecho, no respetando dicha barrera (como el "moralismo
legal" de Lord Devlin; Garzón Valdés 1988: 157). Y creo que es valioso
seguir combatiendo contra este tipo de posiciones, como seguramente Biondo
compartirá. La cuestión, ahora, es si debemos seguir utilizando la etiqueta
de perfeccionismo para identificarlas, o si en cambio podemos aplicársela
también a posiciones como la de Mill o la del republicanismo. Si optamos
por lo segundo, deberemos buscar otro nombre para la principal amenaza
frente a la que los liberales tejieron el discurso del perfeccionismo.[25]
Como en tantas ocasiones, la complejidad de los conceptos que
manejamos en la filosofía política y la enorme variedad de sentidos con los
que se utilizan unas mismas palabras hace en ocasiones difícil las meras
disputas lingüísticas. Yo, como Biondo, creo que la principal tarea que
debe abordar el republicanismo o cualquier otra teoría política a la hora
de diseñar sus políticas concretas (a la hora de dar forma al contenido de
las leyes) es la de velar escrupulosamente por la justificación de las
intervenciones del estado, justamente porque cuando el estado actúa posee
un gran potencial de dominación (Pettit 1997 y 2009). Las teorías políticas
en general no pueden renunciar a esa dimensión práctica de sus propuestas,
y el republicanismo en particular es una teoría que ha mostrado especial
atención a la hora de formular propuestas justificables y útiles en la
práctica (Pettit y Martí 2009). También como Biondo, y como la inmensa
mayoría de republicanos y liberales, pienso que el principal valor que debe
servir para establecer los límites de la acción estatal es el de la
libertad o la autonomía. Sospecho, entonces, que Biondo y yo estamos de
acuerdo en lo importante a este respecto. Tal vez lo único que nos separa
es que yo me resisto a calificar una posición de este tipo como
perfeccionista, pero la razón es que, como ya he dicho, parto de una noción
distinta de perfeccionismo.





Bibliografía citada

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[1] Creo que la misma idea podría aplicarse a muchos otros presupuestos
fácticos o teóricos. Así, uno podría recomendar abstinencia antropológica o
biológica (hacer la teoría lo más neutral posible a los presupuestos
antropológicos o biológicos), abstinencia epistémica (evitar los
compromisos con una determinada epistemología filosófica, por tanto no en
el sentido que Raz atribuye a Rawls, en Raz 1990), abstinencia política
(mantener la mayor neutralidad posible con respecto a otras cuestiones que
dividen políticamente a nuestras sociedades; idealmente, por ejemplo,
mantener la posibilidad de una democracia deliberativa "de derechas" y una
democracia deliberativa "de izquierdas"), o una abstinencia institucional
(mantener tan abierta como sea posible la posibilidad del diseño
institucional, sin comprometer la teoría con muchas instituciones
concretas). Me parece importante aclarar que la prédica de abstinencia no
es únicamente una consideración estratégica académica de cómo recabar mayor
apoyo para las ideas de uno, sino que posee un sentido político más
profundo. Al menos en cuestiones relativas a la teoría política normativa
(no estoy seguro de que lo mismo pueda aplicarse, por ejemplo, a la teoría
matemática de los nudos), el que una teoría o ideal normativo sea capaz de
generar un acuerdo más transversal, en personas con sensibilidades e
intuiciones algo distintas, es un criterio de aceptabilidad en sí mismo,
comparable y de hecho relacionado con otros criterios de aceptabilidad
teórica como el de la parsimonia. Por otra parte, no hay duda que, ceteris
paribus, cuanto mayor es la abstinencia de una teoría, más sólida o robusta
se convierte dicha teoría frente a posibles ataques.
[2] Por utilizar los términos de la nota anterior, aunque sigue siendo
cierto que a mayor abstinencia teórica mayor solidez de un ideal frente a
posibles ataques externos, podemos llegar al absurdo de construir ideales
tan neutros y sólidos externamente que sean triviales o no añadan nada en
términos normativos. Para que una teoría o un ideal normativo resulten
interesantes deben asumir ciertos compromisos, y excluir así ciertas
posiciones. Se podría decir así que, ceteris paribus, una teoría o ideal es
más relevante (en este sentido) cuantos más compromisos teóricos asuma.
Esto no implica tampoco, por mantener el paralelismo, que haya que adoptar
una suerte de promiscuidad teórica, asumiendo tantos compromisos como sea
posible, pero sí que el de la abstinencia no es el único valor que importa
a la hora de diseñar un ideal o una teoría. De modo que debería buscarse
una suerte de trade-off entre el criterio de solidez frente a los ataques y
el criterio de relevancia de contenido aquí expuestos, además claro está de
balancearlos con el resto de criterios de aceptabilidad o calidad de una
teoría o ideal.
[3] Abordo en otras ocasiones otro problema metaético de mayor relevancia
aún, el de la objetividad de los juicios morales, y sostengo que el ideal
de democracia deliberativa no requiere de una posición objetivista fuerte,
siendo compatible con algunas de las articulaciones contemporáneas del no-
cognoscitivismo, pero sí excluye una metaética escéptica, al estilo del
emotivismo de Alfred Ayer. Véase, sobre este punto, Martí 2006a: 162-164;
pero también 57-65, 97-108, y 199-201. Se trata de un problema distinto,
aunque parcialmente relacionado con éste.
[4] Entre los primeros, cabe citar a Bernard Manin (1987: 341-344 y 355-
361), Jeremy Waldron (1999: 91-93), Félix Ovejero (2002: 159), y Samantha
Besson (2003). El argumento de estos autores se dirige a caracterizar un
ideal de democracia deliberativa alcanzable, que no sea imposible de
realizar en condiciones reales, y por lo tanto abogan por incluir una fase
de voto en todo procedimiento deliberativo, incluso ideal, al asumir que el
consenso es cuanto menos un objetivo altamente improbable. Al menos en el
caso de Waldron y Besson, eso tiene que ver además con una defensa del
valor de los desacuerdos como fuente de riqueza para la propia deliberación
y como signo de salud democrática en una comunidad política. Entre los
segundos cabe mencionar a Jane Mansbridge (2000 y 2006), cuyos trabajos se
han dirigido siempre a mostrar la compatibilidad entre los modelos
deliberativos y las posiciones pluralistas que acentúan la idea de
conflicto y contraposición de intereses. Para una versión más matizada, que
aglutina el consenso de algunos de los defensores más importantes del
modelo deliberativo, véase Mansbridge, Bohman, Chambers, Estlund,
Follesdal, Fung, Lafont, Manin y Martí, 2009.
[5] Esta distinction se inspira en la sugerida por Jon Elster (1995 y 1998:
5 y 6), si bien en mi opinión la presentación de Elster adolece de
importantes defectos y por ello propongo un análisis más preciso y
articulado en estas páginas del libro.
[6] Así, podríamos decir que las teorías económicas de la democracia que
tienden a concebir el sistema democrático a partir de la analogía con el
mercado reivindican el principio del voto para guiar la toma de decisiones
(entre los clásicos: Schumpeter 1942 y Downs 1956), las teorías pluralistas
que enfatizan la importancia de la contraposición y equilibrio entre grupos
de interés o facciones apoyarían la adopción del principio de negociación
(las referencias principales serían Dahl 1956 y 1989, y Truman 1959), y
finalmente la teoría de la democracia deliberativa defendería el principio
de argumentación. Es importante no confundir el pluralismo de las teorías
de la democracia, confinado a la existencia de grupos con intereses
distintos (la negación de un único valor que sirva para todos los
ciudadanos), con el pluralismo de las teorías pluralistas metaéticas al que
me refiero aquí (frecuentemente caracterizado como la existencia de
diversos valores no reducibles pero aplicables a todos los ciudadanos), más
cercano el defendido por Isaiah Berlin.
[7] Por ello la mejor reconstrucción del modelo de la democracia
deliberativa destaca el valor epistémico del procedimiento deliberativo.
Sobre este punto, así como sobre los compromisos en materia de objetividad
metaética, véase también Martí 2006b.
[8] Véase, por ejemplo, Benhabib 1994: 33-35; Cohen 1989: 21 y 1998: 187-
193; Manin 1987: 352-357; Bohman 1996: 71-105; Dryzek 1990 y 2000; Sunstein
1993: 24 y 253; Gutmann y Thompson 1996: 1 y 41, y 2004; y el propio
Waldron 1999: 105 y 106.
[9] Una forma de explicar esta idea de deficiencia epistémica es recurrir a
la noción rawlsiana de "cargas del juicio", como sesgos cognitivos en la
capacidad de juicio de los ciudadanos derivados de diferencias en las
experiencias personales o en las cosmovisiones adoptadas (Rawls 1993: 55 y
56). De hecho Biondo me recuerda que yo reconozco en el texto el papel que
juegan dichas cargas del juicio a la hora de explicar las limitaciones
epistémicas que afectarían incluso a sabios bienintencionados. El hecho
importante, que en mi opinión Biondo descuida, es que tales deficiencias
epistémicas deben estar ausentes, por definición, de la decisión en
condiciones ideales. Es cierto que Rawls no es claro a la hora de
caracterizar esta noción, en el sentido de que no concibe las cargas del
juicio como sesgos puramente epistémicos, susceptibles de ser superados
bajo ciertas condiciones, pero tampoco explica en qué pueden consistir los
otros factores de sesgo cognitivo que no se relacionan con dichas
condiciones epistémicas. Es por ello que yo favorezco en mi texto una
interpretación únicamente epistémica de los mismos, que en ese punto se
aleja de la rawlsiana. De todos modos, el pluralismo basado en el criterio
de razonabilidad que Rawls acepta en su Political Liberalism no
necesariamente debe permanecer en condiciones ideales. Lo que Rawls ofrece
en dicha obra es una teoría de la legitimidad política diseñada para operar
en condiciones reales de pluralismo razonable, pero que se mantiene
agnóstica frente a la cuestión metaética del monismo-pluralismo, pues sólo
así puede respetar su principio declarado de hacer "política y no
metafísica", de mantenerse en los rigores de la abstinencia que le atribuye
Raz. En definitiva, aunque asumiera por completo la noción rawlsiana de
cargas del juicio, cosa que no hago en el libro, ello no me comprometería
con la tesis del pluralismo ontológico de que los desacuerdos subsistirían
aún en condiciones ideales.
[10] El hecho de que en la realidad se produzcan tantos desacuerdos, o
incluso que tengamos problemas para articular jerarquías estables entre
nuestros valores, no demuestra la plausibilidad del pluralismo (en ninguna
de sus versiones), del mismo modo que el hecho de que compartamos en la
realidad algunas valoraciones morales abstractas y básicas tampoco
demuestra el valor de las tesis monistas. Por esta razón, el hecho que yo
identifique una paradoja en el libro, consustancial a nuestro intento de
articular una concepción de la legitimidad política basada a la vez en
criterios procedimentales y sustantivos, no es una razón para pensar, como
me sugiere Biondo (pagina ¿??), que existen conflictos irresolubles entre
valores incompatibles e inconmensurables (Martí 2006a: cap. 5; véase
también 2005a). Más bien al contrario, el carácter paradójico surge del
hecho que nos negamos a aceptar esta misma explicación. Si tuviera razón el
pluralismo ontológico fuerte, y el caso de las tensiones entre los valores
procedimentales y los valores sustantivos de la legitimidad fuera una
instancia de conflicto entre valores inconmensurables, entonces nos
bastaría con reconocer este mismo hecho y no pretender encontrar una
solución compatibilista, como yo trato de hacer en el texto. Dicho de otro
modo, mi presuposición es que la paradoja emerge solamente en nuestras
condiciones reales de racionalidad limitada e información imperfecta. Y mi
hipótesis, de nuevo monista moderada, es que en condiciones ideales
seríamos capaces de disolver la paradoja y encontrar una articulación
satisfactoria de ambos grupos de valores.
[11] En este sentido contrastaría también con posiciones más fuerte o
radicalmente monistas como aquellas que sostendrían la existencia de un
único criterio de corrección, o aquellas que consideran que el criterio de
corrección es identificable no sólo en condiciones ideales sino también
reales. Esto implica dos formas distintas de caracterizar el monismo
radical. La primera de ellas quedaría englobada por el monismo débil, en el
sentido en que éste asume menos compromisos ontológicos que aquél, pero
sería compatible con el mismo. No es necesario ni relevante ahora, de todos
modos, desarrollar estas distinciones. Lo importante es señalar que la
democracia deliberativa no es tampoco incompatible, por supuesto, con un
monismo fuerte como éste. Su único compromiso, repito, es el de rechazar la
versión más fuerte del pluralismo ontológico.
[12] Como es conocido, Rawls presenta su teoría de la justicia en contraste
con el utilitarismo y el intuicionismo. Frente al primero, su teoría
contrasta por ser pluralista en lugar de monista (además de otras razones,
claro está). Frente al segundo contrasta por considerar que existe un
criterio para jerarquizar (aunque no reducir) los valores morales en los
casos concretos. Véase Rawls 1971: cap. 1.
[13] En el texto del libro yo me refiero en algunas ocasiones a la posición
conflictiva como pluralismo ontológico y otras como pluralismo radical.
Ello aporta una ambigüedad que las críticas de Biondo me permiten subsanar
con esta réplica. También Biondo pone de manifiesto que no todas las
concepciones pluralistas deben ser necesariamente incompatibilistas o
inconmensurabilistas (en su nota 8).
[14] Tan grave sería que hubiera un alto porcentaje de casos en los que la
pluralidad de valores resulta inconmensurable, como que ello ocurriera
sólo, por ejemplo, en los casos de relevancia constitucional.
[15] Esto no es problemático, como he dicho, para el modelo general de la
democracia deliberativa, y de hecho ya ocurre en aquellos casos en los que
no existe ningún criterio de corrección en absoluto, los casos de pura
coordinación como el de conducir por la derecha o por la izquierda. A
menudo se dice, y también lo afirma Biondo, que la deliberación puede
todavía cumplir alguna función aún en el caso en que no exista un único
criterio intersubjetivo de corrección: puede servir para que los
participantes puedan "chiarire i motivi dei loro disaccordi" (pagina ¿??;
también, entre otros, Mansbridge 2006). No niego que esto es así, pero no
se trata entonces de una función exclusiva de la deliberación, sino que se
encuentra en cualquier otro proceso comunicativo de toma de decisiones,
como el de la negociación, e incluso en la reflexión individual. Esto
último ocurre cuando, precisamente con el objetivo de aclarar mis ideas, me
pongo a hablar solo en mi despacho, cuando creo que nadie me escucha. Lo
importante es que, incluso cuando esto tiene lugar en el seno de un proceso
comunicativo –cuando le cuento, por ejemplo, mis motivos para algo a un
amigo del que no espero ninguna reacción-, no implica un intercambio de
razones o argumentos como en el proceso deliberativo. De modo que en los
casos de inexistencia de un único criterio de corrección intersubjetiva, o
de un conjunto de criterios jerarquizados, la comunicación con otros puede
seguir cumpliendo esta función de aclarar los motivos o las razones de la
posición de uno, pero ya no estamos ante un proceso deliberativo de ningún
tipo: no habría en tales casos espacio para la deliberación ni, por
derivación, para la democracia deliberativa.
[16] Debo confesar que me encantaría poder afirmar lo contrario, no sólo
porque así podría sumar más partidarios de la democracia deliberativa, sino
porque yo mismo creí en la validez del relativismo moderado de Harman y
Thompson hasta no hace demasiado tiempo.
[17] Dicho en otros términos, estas dos situaciones serían formas más
sofisticadas del caso mencionado anteriormente de aclararse uno mismo sus
propios motivos para algo, que como ya indiqué en su momento, no se trata
de un caso de deliberación genuina.
[18] Como ocurre con el proceso de "deliberación interna" defendido por
Robert Goodin, es decir, de reflexión individual previa (o paralela) a la
participación en una deliberación colectiva en el que cada uno se pregunta
qué posición va a defender y de qué razones dispone para ello (Goodin
2003). La deliberación interna es el mecanismo opuesto a la discusión con
argumentos internos, como en el ejemplo del nazi, pues presupone la
adopción empática por parte de la propia persona que reflexiona del punto
de vista de un otro, de alguien externo que escrutina racionalmente su
posición. Pero aunque esta práctica es muy importante para la calidad de
los procesos deliberativos, en sí misma no se puede considerar una genuina
deliberación, pues falta en este caso el elemento real del otro, es decir,
se vulnera la dimensión colectiva de la deliberación. Aunque en la
discusión empática con argumentos internos como en el ejemplo del nazi esté
presente aparentemente dicha dimensión colectiva, en realidad se suprime al
adoptar uno la perspectiva interna del otro.
[19] No sólo no hay forma de zanjar la disputa con argumentos empíricos,
sino que sospecho que tampoco es fácil encontrar argumentos conceptuales o
metafísicos concluyentes. Entonces, si esto es así, alguien podría
preguntarse por qué suponer que en condiciones ideales alcanzaríamos un
consenso razonado, y no lo contrario. Cualquier razón que yo pueda dar para
suponer eso es, por razones obvias, una razón no concluyente. Uno debe
asumir que se mueve aquí en el terreno bastante más débil de las razones
tentativas. Pero aunque se trata de una polémica ciertamente compleja me
gustaría apuntar una posible estrategia de solución, esto es, una posible
razón tentativa. Es un hecho que la mayoría de los seres humanos intentan
deliberar con aquellos con los que discrepan moralmente. Esta práctica solo
puede ser significativa si no es cierto el pluralismo ontológico fuerte o
radical. Por supuesto cabe imaginar que la práctica no sea significativa,
algo que ha sucedido o sucede así en mi opinión con respecto a otras
prácticas: la práctica de creer en las brujas (Mackie) o la práctica de la
religión (Russell contra Copleston). Pero dado que los presupuestos de esta
práctica se encuentran relacionados con nuestra comprensión racional del
mundo y, todavía peor, con nuestros criterios de legitimidad política sobre
los que nos vemos obligados a tomar una opinión u otra (cosa que no ocurre
en los ejemplos de las brujas y la religión antes mencionados), ello me
parece una buena razón tentativa para operar en la práctica con dicha
presuposición pragmática (al estilo de la pragmática universal de
Habermas). Obsérvese que no afirmo que el pluralismo ontológico fuerte sea
falso (cosa que me haría cometer la misma falacia que Frederick Copleston),
sino únicamente que tenemos buenas razones para operar como si lo fuera, en
virtud del peculiar papel que sus tesis juegan en relación con nuestras
intuiciones sobre la legitimidad política.
[20] En el libro identifico la doctrina republicana con una antigua
tradición de pensamiento político que se remonta a Aristóteles y a Cicerón,
y que con destacados defensores a lo largo de la historia, como Rousseau,
Maquiavelo o Harrington, ha eclosionado en nuestros días con las
aportaciones recientes de Philip Pettit, Quentin Skinner o Jurgen Habermas.
Dicha tradición se caracteriza por valorar la libertad de un modo distinto
a como lo ha hecho el liberalismo, poniendo el acento en la ausencia de
dominación, más que en la ausencia de interferencia, así como en priorizar
la igualdad política básica, en defender la democracia deliberativa y
participativa, y en rescatar el discurso de las virtudes cívicas que son
necesarias entre la ciudadanía para poder defender todo lo demás (Martí
2006a: 244-252; para una excelente y muy reciente descripción panorámica
del republicanismo contemporáneo, véase Lovett y Pettit 2009).
[21] Biondo también señala que no debemos confundir perfeccionismo con
elitismo. No todas las doctrinas perfeccionistas son elitistas, y en
consecuencia tampoco en este punto la teoría deliberativa republicana que
yo he defendido tendría nada que temer de un perfeccionismo bien entendido
(¿???; sobre esta cuestión también Wall 2008).
[22] En otro lugar he defendido, junto con Samantha Besson, que esta
división me parece una simplificación de las tesis en juego, y que no es
necesario que aquellos que defienden la vinculación conceptual entre
libertad y participación en el autogobierno asuman tesis perfeccionistas ni
modelos morales de excelencia humana (Besson y Martí 2009). De todos modos,
lo único que trato de mostrar aquí es que no todos los republicanos se
conciben a sí mismos como sosteniendo una doctrina perfeccionista, de modo
que no es necesario cuestionar ahora esta división central. Si la tesis que
he defendido con Samantha Besson es cierta, entonces ni siquiera todos los
que podríamos denominar neo-aristotélicos serían necesariamente
perfeccionistas, aunque Maynor podría tener razón en que algunos de los neo-
romanos pueden serlo.
[23] Es importante advertir esto, porque no hay ninguna implicación
conceptual entre el perfeccionismo moral y el perfeccionismo estatal o
político. En ese sentido, una doctrina puede ser perfeccionista en el plano
moral, sin serlo en el plano político. Tampoco creo que haya ninguna
implicación conceptual, como presupone Biondo, entre el perfeccionismo y
las teorías teleológicas. Una teoría puede ser teleológica sin ser
perfeccionista política, y aparentemente una teoría puede ser
perfeccionista siendo deontológica en alguna de sus versiones sofisticadas
(para el argumento de ello, Wall 2008). En este sentido, no creo que por el
hecho de que la teoría de la república deliberativa que yo he defendido
descanse en la noción de ideal regulativo, pudiendo tener por ello un
cierto componente teleológico (aunque todavía estaría por ver si eso
implica una renuncia de las posiciones deontológicas), esté necesariamente
comprometida a ser una doctrina perfeccionista política.
[24] Biondo considera en cambio que sí lo hacen, pues para poner en
práctica dichas medidas es necesario contar con cierto presupuesto
económico, que surge inevitablemente de los impuestos cobrados a los
ciudadanos, que son finalmente coercitivos. Sin embargo no considero que
ésta sea un buen argumento con respecto al cobro de impuestos, ni para
justificar la financiación de este tipo de actividades ni cuando tiene por
finalidad la redistribución. En contraposición directa con las concepciones
libertarianas de la justicia, como la de Robert Nozick, no creo que exista
un derecho natural previo de los individuos sobre la riqueza atesorada que
derive de su libertad básica. Más bien me parece que el estado decide qué
porción de dicha riqueza atesorada le corresponde en justicia y qué porción
en cambio es lícito que el estado recabe para sí con el fin de cumplir con
sus objetivos. La justificación de las medidas de promoción de las virtudes
cívicas por parte del estado tiene que ver con cuáles son las funciones
legítimas de dicho estado, y eso es algo que debe realizarse por separado
a, con independencia de, la justificación del cobro de impuestos. Yo no
necesito haber precisado previamente cuáles son las funciones del estado
para justificar dicho cobro de impuestos, de modo que no puede hacerse
depender una justificación de la otra. De todos modos, aunque no fuera
cierto lo anterior, el argumento de Biondo sería contingentemente aplicable
al republicanismo, puesto que no todas las medidas promotoras o
incentivadoras de virtudes cívicas tienen necesariamente un coste
económico. El estado puede fortalecer la esfera pública simplemente
reconociendo cierto tipo de asociaciones cívicas o regulando de un
determinado modo la libertad de expresión y hacerlo a un coste cero. O el
estado puede utilizar la propia red educativa ya existente, justificada en
base a otros principios, para impartir una educación cívica en las escuelas
por el mismo coste por el que imparte clases de informática. Al menos para
estos casos el argumento de los impuestos no funcionaría.
[25] Sospecho que parte de la confusión terminológica en el debate actual
se debe a la teoría rawlsiana del liberalismo político. Como es sabido, el
principio definitorio del liberalismo así entendido, según Rawls, es el de
la neutralidad ante las doctrinas comprehensivas razonables. No hay duda de
que en el esquema de Rawls una teoría como la de Mill (así como la de Kant,
y tal vez la del propio Rawls en Teoría de la justicia) sería una doctrina
comprehensiva. Parece que a fortiori debería serlo una concepción como la
republicana (así lo admite, por ejemplo, Maynor 2003: Caps. 3 y 4). Si esto
es así, para alegría de los críticos como Kymlicka, debe reconocerse que
dichas doctrinas vulneran el principio de neutralidad, entendido de un modo
estricto como el rawlsiano. De ahí a calificarlas de perfeccionismo moral
hay sólo un paso pequeño (por ello Maynor considera que el republicanismo
es una doctrina quasi-perfeccionista; Maynor 2003: cap. 3). La cuestión es
que no tenemos por qué admitir una noción tan amplia de perfeccionismo como
la presupuesta por este argumento.
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