Pintura y realidad.

August 5, 2017 | Autor: Jose Vicente Martin | Categoría: Pintura
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Descripción

Pintura y realidad José Vicente Martín El objetivo de este texto es abordar las relaciones entre pintura y realidad visual. En un primer momento nos aproximaremos al concepto de realidad y al modo en que entendemos que ésta se construye desde la pintura. En una segunda parte, y a partir de estas bases, estableceremos un recorrido cronológico en el que nos centraremos en géneros pictóricos descriptivos del bodegón y el paisaje. A partir del concepto de modelo de representación y su desarrollo histórico distinguiremos dos aproximaciones distintas a la representación de la realidad visual: el mapa y el espejo, y sobre ellas articularemos nuestro discurso. En este contexto, también introduciremos algunas reflexiones sobre la distinta consideración histórica del color como medio pictórico. Además de las citas habituales a pie de página se incluye referencia visual de las obras pictóricas que son mencionadas, indicando entre paréntesis el número correspondiente a cada una de las ilustraciones, recogidas todas éstas al final del texto. Por último, antes de comenzar, quisiera señalar y agradecer las oportunas sugerencias realizadas por el profesor Inocencio Galindo, de la Universidad Politécnica de Valencia, a lo largo de las reflexiones que han dado lugar a este texto. La construcción de la realidad desde la pintura. Cuando hablamos de realidad nos enfrentamos a un concepto ciertamente complejo. La realidad tiende a identificarse con lo objetivo, con lo verdadero, con lo que sólo puede ser abordado de un modo unidireccional. Pero la realidad no está basada en esquemas inmóviles, sino que depende del modo en que nos acerquemos a ella, de lo que busquemos en ella, de cómo la interroguemos, de la actitud y las expectativas que nos guíen hacia ella: es, en definitiva, una construcción, una hipótesis, una recreación. Estableceremos tres aspectos que definen esta idea de la realidad como construcción en el campo artístico. En primer lugar, la importancia de la intención, de la actitud con la que nos enfrentemos a lo real, es decir de la idea, la hipótesis que nos guía y en torno a la cual dotamos de sentido a la realidad. No será igual, por ejemplo, la intención que guía a un pintor al contemplar un paisaje que la de un agricultor. El primero buscará en la naturaleza motivos para realizar un cuadro, la mirará

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también a la luz de los cuadros que conoce de otros pintores, tendrá una aproximación estética. El campesino la contemplará como un territorio a roturar, como algo reducible a parcelas cultivables, tendrá una visión utilitaria. Y así la intención marcará dos realidades percibidas de modo distinto a partir de una misma realidad visual1. En segundo lugar, el mundo visual entendido como yacimiento, es decir como instrumento que nos aporta los datos, las relaciones formales y cromáticas que se adecuan a nuestra intención artística. Si pensamos en los objetos que tuvieron delante Edouard Manet, Pablo Picasso o Henri Matisse, por ejemplo, al pintar algunos de sus bodegones probablemente fueron bastante similares. Sin embargo cada uno de ellos los utilizó de un modo distinto en función de sus diferentes intenciones pictóricas. Nadie ante un cuadro de Cézanne se detiene a pensar cómo eran las naranjas que tuvo delante, aunque encontremos casos, como el conocido debate acerca de los zapatos de Van Gogh, en los que cuestiones de este tipo sí han producido una extensa literatura2, quizás prescindible. En tercer lugar, el cuadro que se realiza entendido como una nueva realidad material que generamos mediante la pintura. Es decir, como un nuevo objeto con entidad propia que introducimos dentro de lo real. Este estatuto del cuadro se hace evidente cuando lo contemplamos de un modo independiente, por ejemplo en una exposición, y se nos ofrece así como un objeto de contemplación autónomo, ajeno e indiferente al referente que el pintor pudo tener delante al realizarlo. De este modo, si nos encontráramos ante un atardecer otoñal hallaríamos en él aquello que buscásemos. Desde una visión cotidiana, utilitaria, práctica, quizás pase desapercibido ante nuestros ojos. Si pretendemos buscar su supuesta objetividad acudiríamos a la ciencia para contemplarlo como un producto de la difusión de los rayos del sol a través de las partículas de la atmósfera. Debido al hecho de que las longitudes de ondas cortas (las que producen el azul y el violeta) se dispersan más fácilmente, al recorrer la luz del sol en el ocaso una longitud mayor, la atmósfera ha dispersado una mayor cantidad de estas radiaciones, transmitiendo sólo las de longitud de onda más largas (las que producen el rojo y el naranja), que llegan a nosotros

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“… aquellos artistas se enfrentaron con la naturaleza buscando material para un cuadro, y que su sabiduría artística les llevó a organizar los elementos del paisaje en obras de arte de maravillosa complejidad, que respecto al registro de un agrimensor guardan la misma relación que un poema respecto de un atestado judicial.” GOMBRICH, E.H. Arte e ilusión. Editorial Gustavo Gili. Barcelona, 1982. Pág. 58. 2 Para un resumen de la citada polémica ver CABRERA, Antonio. “Lo verdadero, lo real y lo pintado En torno a la polémica Heidegger-Schapiro” en AA.VV. I Discusiones sobre las Artes. El problema del realismo. Universidad Politécnica de Valencia, 1993. Pp. 45-54.

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ofreciéndonos el espectáculo de una puesta de sol rojiza3. Estos serían quizás los pensamientos de un científico al contemplar una puesta de sol. Sin embargo desde lo que podríamos llamar una mirada estética, artística, una mirada cuya intención es la búsqueda de un punto de partida para realizar un cuadro, podemos encontrar un motivo sugerente: una serie de relaciones cromáticas susceptibles de ser traducidas a una pintura. En este caso es lo que se desea, la búsqueda de posibilidades perceptivas en el mundo visual, el proyecto de la obra a realizar, lo que dirige la mirada del pintor. Probablemente

Claudio

de

Lorena

se

encontró ante una puesta de sol similar a la de cualquier atardecer de noviembre que pudiéramos contemplar hoy, cuando pintó en 1639 su cuadro Puerto (1); o Claude Monet cuando pintó en 1873 Impresión, amanecer (2); o Edward Hopper en 1929, cuando realizó Atardecer en la vía (3). Todos ellos

se

enfrentaron

a

la

realidad

visual

entendiéndola como un yacimiento en el cual encontrar motivos, datos susceptibles de ser traducidos, selectiva y ordenadamente, en un cuadro. Articularon mediante manchas de color un modelo de relaciones formales bidimensional que, independientemente del referente que lo generó, funcionó como una realidad nueva, dotada de un orden propio. La transformación de la realidad: modelos de representación. Al hablar de traducción, de representación, de recreación del mundo visual a través de un medio específico como la pintura debemos concretar cuál es la relación que se establece entre la imagen y el referente. 3

Para ampliar las bases científicas de este fenómeno ver WALKER, Jearl. “Difusión óptica” en AA. VV. Monográfico El Color, Revista Investigación y Ciencia. Prensa científica, Barcelona, 2002.

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En ese proceso de generación de la imagen -del cuadro- intervendrán en primer lugar las condiciones del medio, en este caso, la pintura. Con su propia materialidad, con sus procedimientos de elaboración, de tecnología de mezclas, también con sus propias leyes en cuanto al ordenamiento de manchas en una superficie bidimensional, es decir, la idea de la necesidad de la composición como principio articulador de la imagen. Idea que ya fue formulada por Alberti en el siglo XV: “Composición es el proceder al pintar por el que las partes se ponen juntas en una pintura”4. Teniendo en cuenta las condiciones del medio, pero también la intención con que ha sido utilizado: el uso del lenguaje pictórico en función de lo que se quiera transmitir por medio de la imagen, del modo de entender la realidad propio de una época, de un autor, asociado a una tradición y a unos hábitos perceptivos. Según esta funcionalidad proyectiva podríamos plantear, de modo genérico, dos maneras de acercarnos a la realidad visual, dos modelos de representación que el historiador Ernst Gombrich define, en su obra La imagen y el ojo5, como espejo y mapa. En el primero, el que llama espejo, la imagen se nos ofrece como una configuración basada en la apariencia visual del referente, es decir, consistente en una transcripción de lo que vemos desde un punto de vista determinado, por lo tanto, privilegiando la posición del espectador y el carácter ilusorio de la representación. Este modelo intentaría plasmar la apariencia visual tanto a través de su descripción empírica, característica por ejemplo de la pintura holandesa del siglo XVII como podemos hallar en los cuadros de Jan Vermeer, como por medio del sistema racional de la perspectiva lineal propia del renacimiento florentino y que contemplamos, por ejemplo, en la obra de Piero della Francesca. El otro modelo, el que el historiador define como mapa, ofrece una imagen selectiva del mundo físico sin privilegiar un punto de vista concreto. La imagen nos muestra la estructura del objeto configurada a partir de lo que sabemos de él, de cómo lo comprendemos, desde el concepto perceptual, tal como lo define Rudolf Arnheim6, como el esquema que construimos del objeto a partir de diversas y sucesivas experiencias visuales, concebido como

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ALBERTI, “De la Pintura”. (Libro II, Parr 33.) en ALBERTI en De la pintura y otros escritos sobre arte. (Edición de Rocío de la Villa). Ediciones Tecnos. Madrid, 1999. Pág. 96. 5 GOMBRICH, E.H., “El espejo y el mapa: teorías de la representación pictórica” en GOMBRICH, E.H., La imagen y el ojo. Alianza Editorial. Madrid, 1991. Pp. 163-201. 6 ARNHEIM, R. Arte y percepción visual. Alianza Editorial. Madrid, 1981. Pp. 60-62

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tridimensional, de forma constante y no limitada a ningún aspecto proyectivo particular. De este modo, la presentación de algunos elementos estructurales esenciales del concepto visual mediante medios bidimensionales resultará arbitraria en el sentido de que, primero, crea contornos donde no los hay y, segundo, excluye algunas partes al tiempo que muestra otras. De este modo el mapa nos ofrece una información selectiva, organizada e independiente de las apariencias ópticas contingentes. Podemos hallar ejemplos de este modelo del mapa en múltiples contextos. Desde las pinturas egipcias, como, por ejemplo, la pintura mural Escena de caza en los pantanos (4), (Dinastía XVIII, Tebas) hasta Violín, copa, pipa y tintero (5), de Pablo Picasso, de 1912; pasando por las miniaturas del Códice latino de Santa Hildegarda (6) del siglo XII (Anónimo) o las ilustraciones anatómicas de Johannes de Ketham (7) para Fascículo de medicina, de 1491. Tanto uno como otro modelo de representación, el mapa y el espejo, estarán al servicio de la intención de la imagen que se elabore, y dependerán de la visión, de la concepción que se tenga de la realidad en una época concreta y de la función que el arte desempeñe

como

medio

de

transmitirla. En la Edad Media, por ejemplo, la función de la pintura como reflejo de una realidad sobrenatural, como medio de comunicar un mensaje vinculado a los códigos teológicos, dota a las imágenes de un carácter de signo que nos muestra un contenido codificado, cercano por lo tanto al

modelo del mapa. Cuando contemplamos el Pantocrator situado en el ábside de la iglesia de Sant Climent de Taüll (8), pintado en 1123, comprobamos que no se trata de un espacio figurado sino un

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espacio que se muestra como realidad propia. El color aquí, como parte de la imagen, tiene también un significado codificado y forma parte de su misma substancia simbólica. Los colores litúrgicos y los colores heráldicos proporcionan al pintor -todavía considerado artesano- la guía en su uso. Cada color tiene así

un

significado

específico

asociado.

Curiosamente también se tendrá en cuenta aquí, el propio valor material de los pigmentos de

modo

que

podemos

observar

un

antecedente de la distinción de los colores primarios -que empezará a ser lugar común durante el siglo XVII- en el uso de los tres colores más caros: el dorado o amarillo, el azul ultramar y el púrpura o rojo, como podemos observar por ejemplo en la Crucifixión (9) del Maestro de San Francisco del siglo XIII. Esta concepción de la imagen variará durante el siglo XIV, en los albores del Renacimiento, cuando Giotto inicia un sistema que pretende la representación del espacio tridimensional: es decir el camino hacia la verosimilitud, por lo tanto, hacia el modelo que hemos definido como del espejo. El modelado de las formas, la inclusión del espacio en el que tiene lugar la acción, la substitución de los cielos simbólicamente dorados por los cielos azules más naturalistas son características que inician una concepción de la representación que será desarrollada un siglo después sobre las bases de la perspectiva. Este proceso lo podemos ver comparando la obra de Giotto, San Francisco de Asís recibiendo los estigmas (10), pintada hacia 1295-1300 en el que se incluye un cielo dorado y la posterior La presentación de la Virgen (11), realizada en torno a 1305, donde los cielos ya se representan de un azul naturalista. Sin embargo la tendencia gótica pervivirá, como podemos contemplar en los dorados firmamentos de Cristo llevando la cruz (12) de Simone Martini, realizado en torno a 1335. Este sistema de representación que surge en el Renacimiento, que se elabora durante los siglos XV y XVI y que se describe en las teorías de Alberti y Leonardo, se concreta en una serie de reglas racionales de traducción de las apariencias visuales, basadas en la

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perspectiva lineal7, que van a marcar el modelo de representación dominante en Occidente hasta el siglo XIX, el modelo del espejo. Un sistema basado en la concepción escenográfica de la representación que predetermina, desde el punto de vista fijo y monofocal del observador, las relaciones entre los objetos dispuestos en el espacio. Un espacio conmensurable, sometido a principios regulares, fruto de una visión racionalista y antropocéntrica de la realidad8: el hombre y la razón como medida de las cosas que ejemplificaría el Homo Cuadratus (13) de Leonardo da Vinci (1485-1490). Por lo tanto, un modo de representación en que la observación de la naturaleza se subordina a la convención de la perspectiva lineal pero que también atiende al carácter contingente de la realidad visual. Especialmente en lo que se refiere al color que comienza a ser valorado como accidente de la materia frente a su consideración medieval como substancia simbólica. Por lo tanto como dependiente de la observación de la percepción-, como índice de verosimilitud, tendiendo al modelado de los objetos por medio del claroscuro y a los efectos de la llamada perspectiva atmosférica que desarrollará el propio Leonardo da Vinci y que podemos observar, por ejemplo, en el paisaje del fondo de su La Virgen, el Niño Jesús y santa Ana (14) realizado en 1510. Es este sistema convencional el que ha permanecido como modelo de verosimilitud objetiva y que ha sido legitimado a mediados del siglo XIX por la supuesta neutralidad mecánica de la fotografía basada en principios técnicos similares-. Pero este sistema no sólo se mostraba como convencional en cuanto a sus normas de representación sino que las propias imágenes se convertían en vehículo de una serie de contenidos codificados. La pintura se concebía, durante el Renacimiento y, especialmente, durante el Barroco cortesano y católico, como dependiente de una serie de repertorios temáticos basados en la iconografía religiosa o en la ilustración de episodios mitológicos o alegóricos. La intención personal del pintor a la hora de enfrentarse a la creación se veía limitada así por estos catálogos iconográficos y su “invención” residía en buscar, siendo fiel al estilo dominante, una nueva manera de expresarlos. Como afirmaría Nicolás Poussin en el siglo XVII: 7

Para un análisis exhaustivo de la aparición de la perspectiva lineal, sus bases técnicas y fundamentos psicológicos ver KUBOVY, Michael, Psicología de la perspectiva y el arte del Renacimiento. Editorial Trotta, Madrid, 1996. 8 Para un estudio de la aparición en Occidente de una mentalidad basada en la necesidad de la medida ver CROSBY, Alfred W. La medida de la realidad. La cuantificación y la sociedad actual, 1250-1600. Editorial Crítica. Barcelona, 1998.

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“La novedad en la pintura no consiste principalmente en un tema nuevo, sino en que disposición y expresión sean acertadas y nuevas, y así el tema, de ser común y viejo, se convierte en singular y nuevo”9. La Sagrada Familia en la escalera (15), de 1648, del propio Poussin, además de ilustrar este concepto de invención como nuevo planteamiento formal de un tema recurrente, nos sirve para ejemplificar la paulatina aceptación durante el siglo XVII de la tríada de los colores primarios. A partir de las experiencias desarrolladas por los pintores, el químico Robert Boyle formuló en 1664 el carácter básico del azul, el amarillo y el rojo -al que se unían el blanco y el negro- para generar entre ellos la gama de todos los colores posibles. Investigaciones que si bien preocuparon a los pintores, tuvieron un desarrollo más sistemático en el contexto de la industria tintorera. Este sistema de representación del espejo tal como se desarrolla en esta época se basa en un método creativo que podríamos definir como deductivonormativo, en el que el pintor aplica ciertas normas establecidas a priori -tanto formales como temáticas- con limitados márgenes de libertad. Si contemplamos una serie de cuadros como por ejemplo: La Trinidad (16) de Masaccio (c. 14261428), La Crucifixión (17) de Grünewald (c.1500-1502), El Calvario (18) de Andrea Mantegna (c. 1456-1460), La Crucifixión (19) de Lucas Cranach el Viejo (1503), o El Cristo crucificado (20) de Diego de Velázquez (1632), que ilustran el mismo tema, en este caso la crucifixión, ciertamente observamos diferencias formales, distintas maneras de ordenar los elementos plásticos, incluso de entender, de expresar el tema. Sin embargo cuando establezcamos más adelante una secuencia parecida con cuadros de la vanguardia histórica comprenderemos como la idea de invención, y con ella, la de estilo, cambiará radicalmente.

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Citado en LEE, Rensselaer W. Ut pictura poesis. La teoría humanística de la pintura .Ediciones Cátedra. Madrid, 1982. Pág. 35.

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Hasta aquí hemos contemplado cómo se genera un modo de comprender la representación que hemos llamado espejo, que pretende, con un mayor o menor grado de idealización, reflejar la apariencia del mundo visual. También cómo la pintura no es considerada como un fin en sí misma, como un objeto autónomo de contemplación, sino como un medio para reflejar un contenido codificado. A partir de aquí veremos cómo, con el surgimiento del arte moderno, se producirá una progresiva vuelta al modelo del mapa desde la radicalización del espejo, desde la paulatina consideración del cuadro no ya como proyección ilusoria del mundo visual sino como hipótesis de orden que se formula a partir de él. Este nuevo sistema, que surge en torno a principios del siglo XIX, es el que entendemos por el del arte moderno, que perdura hasta nuestros días, y en el cual inscribimos la práctica pictórica. La disolución del Antiguo Régimen, las ideas ilustradas, la ascensión de la clase burguesa, la revolución industrial marcan la sustitución de un orden estático por otro dinámico basado en el progreso y, en consecuencia, las condiciones de nacimiento de una concepción del arte y de la representación que acabaría con los viejos límites a la autonomía del oficio artístico. En este contexto, la redefinición de la historia de las formas artísticas y de los objetivos de la práctica artística coinciden con la cristalización institucional de la filosofía del arte y de la estética en torno al siglo XVIII, soporte teórico de este proceso de independencia del arte. También con el surgimiento de una enseñanza organizada del arte en torno a las academias ilustradas. Este proceso tiene como consecuencia la toma de conciencia de lo relativo de los estilos y, a partir de ella, la reivindicación de una independencia mayor del artista como creador, fruto tanto de las teorías modernas del individualismo y el subjetivismo como del hecho de que los pintores empezarán a plantear su trabajo no ya como encargo sino como creación para un mercado libre y por lo tanto sometidos a las normas que le son propias.

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En esta primera modernidad la intención del pintor a la hora de enfrentarse a la producción artística cobra una importancia capital, y se convierte en la verdadera guía en la selección tanto de los referentes de su pintura como del modo en que éstos se materializan sobre la superficie del cuadro, que progresivamente adquiere un carácter de objeto, de producto pictórico. Ejemplo de ello es el movimiento romántico que puede ser considerado como primer paso en esta toma de conciencia del valor inmediato de la experiencia estética, por lo tanto de la vivencia personal y en última instancia subjetiva tanto del creador como del espectador respecto a la obra. El cuadro El paseante sobre la niebla (21) de Caspar David Friedrich, pintado en 1818, puede entenderse casi como un manifiesto en ese sentido: representa un espectador burgués contemplando el paisaje, teniendo una experiencia estética, relacionada sin duda con la idea de lo sublime tal como es expuesta por Kant en la Crítica del Juicio. Los géneros descriptivos y el arte moderno. Veamos ahora cómo los llamados géneros menores: el retrato y, especialmente, el bodegón y el paisaje se convierten en el terreno propicio para materializar esta nueva concepción del arte. Los géneros menores que surgen en el siglo XV ligados al desarrollo de la pintura de caballete y al nuevo valor que tienen el concepto de individualidad en el caso del retrato, la propiedad privada en el caso del paisaje10 y el escenario doméstico en el caso del bodegón11. 10

Esta función del paisaje como testimonio de las posesiones del retratado quedaría reflejado en el cuadro de Thomas Gainsborough, Los señores Andrews (22), de 1750, que representa a un matrimonio con sus posesiones de fondo.

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La asociación de escenario doméstico y naturaleza muerta la podemos observar en la pintura de interiores holandesa del siglo XVII, por ejemplo, en El niño enfermo (23), de Gabriel Metsu, c.1660-65, donde el cuenco situado en la parte inferior izquierda del cuadro, podría funcionar como una naturaleza muerta autónoma.

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Estos géneros se convertirán progresivamente en un medio para el desarrollo de las innovaciones pictóricas. En ellos, el pintor encontrará la libertad que los géneros de la pintura de historia -situados dentro de la jerarquía académica como los de mayor consideración- no le podían proporcionar al estar sujetos al encargo. Por el contrario, la primacía del tema a representar frente al modo de pintarlo, del dibujo sobre el color, la necesidad del acabado tanto como síntoma de elaboración como de búsqueda de un efecto ilusionista eran las características de la “gran manera” de los géneros mayores que, en el siglo XIX y por medio de pintores como Bouguereau o Meissonier, los llamado pintores pompier, se convierte en el referente negativo de los pintores románticos. Frente a ella, el romanticismo, como primer movimiento moderno, se opondrá planteando una ruptura con las convenciones tanto estilísticas como temáticas. Es decir, la búsqueda de la autonomía del arte, la supresión de la mediación de un discurso literario externo a la propia pintura y la toma de conciencia progresiva del cuadro como objeto autónomo, que lleva consigo la revalorización del proyecto, del boceto, de lo no acabado, de la prueba como parte importante del proceso pictórico. Como indicábamos, este proceso podemos contemplarlo en el desarrollo de dos géneros como el paisaje y el bodegón que permiten la formulación y resolución de problemas eminentemente formales. ¿Qué características definen el desarrollo del género del paisaje en el arte moderno? El paisaje, que aparecía durante el Renacimiento como escenario12 adquiere un carácter independiente durante el Barroco en pintores como Claudio de Lorena o Jacob Van Ruysdael y pasa progresivamente a ser uno de los géneros centrales en el romanticismo. Se pueden distinguir en la pintura de paisaje romántica dos tendencias complementarias: una primera que intenta buscar un acuerdo entre la visión interiorizada del motivo y la realidad exterior y

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Esta función escenográfica del paisaje podemos observarla en Virgen leyendo (24) de Giorgone, donde la visión del paisaje es accesible a través de una ventana.

La idea del marco y la ventana en relación con el origen del cuadro moderno podemos encontrarla desarrollada en STOICHITA, Víctor I. La invención del cuadro. Arte, artífices y artificios en los orígenes de la pintura europea. Ediciones del Serval. Barcelona, 2000.

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que podríamos definir como idealista, y otra, que intenta llegar de un modo directo a la observación de la realidad y que llamaríamos empirista. Ambas renunciando a las convenciones del género. Desde estas dos tendencias podríamos establecer dos vías en el arte moderno. La primera de ellas estaría basada en la búsqueda en la naturaleza de un reflejo de la interioridad del individuo. Una especie de comunión y acuerdo entre ambos vinculada a la visión panteísta de la naturaleza del paisajismo alemán tal como podemos encontrar en un pintor como Caspar David Friedrich: “La tarea del paisajista no es la fiel representación del aire, el agua, los peñascos y los árboles, sino que es su alma, su sentimiento, lo que ha de reflejarse. Descubrir el espíritu de la naturaleza y penetrarlo, acogerlo y transmitirlo con todo el corazón y el ánimo entregados, es tarea de la obra de arte (…) ¡Sigue la voz interior y acepta lo que te dice, y deja para los otros lo que a ellos les parezca justo, o no atiendas a nada de todo eso, pues no todo es para todos!”13. Estas afirmaciones podrían ser compartida por los pintores de la vanguardia alemana de principios del siglo XX como Paul Klee y Wassily Kandinsky en su búsqueda por hallar un acuerdo entre el mundo visual exterior y la “necesidad interior”, una mediación entre el sujeto y el objeto de la experiencia estética14. La segunda tendencia –la empirista- la podemos contemplar en el paisajismo romántico inglés, en pintores como John Constable y su utilización de la pintura como medio de transcribir la contemplación directa de la naturaleza. Con este intento de visión “no mediada” Constable chocó con las convenciones tradicionales de la pintura de paisaje. La necesidad de una gradación tonal para sugerir la profundidad reservaba a los primeros planos colores pardos. Se cuenta que estando Constable formando parte de un jurado de la Royal Academy, de la que era miembro, se colocó un cuadro suyo por error en un caballete para que fuera juzgado, y uno de sus colegas observando las manchas del primer plano exclamó: “Que se lleven ese verde asqueroso”15. La acogida de la obra de Constable en Francia por los pintores de la Escuela de Barbizon como Théodore Rousseau, o por Camille Corot, continuarán esta corriente en la que se busca una “mirada inocente” -que no sienta reparos hacia el verde- y que llegará hasta el impresionismo en la asunción de la mancha como unidad de transcripción de la sensación visual a la superficie pictórica. 13

FRIEDRICH, C. D., “La voz interior” en AAVV. Fragmentos para una teoría romántica del arte. Editorial Tecnos. Madrid, 1987. Pág. 53. 14 Kandisnky afirmará en el mismo sentido: “la forma es la expresión del contenido interior”. KANDINSKY, W. La gramática de la visión. Paidós, Barcelona, 1987. Pág. 15. 15 GOMBRICH, E. H. Arte e ilusión. Editorial Debate. Madrid, 1997. Pág. 43.

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Esta vía empirista de la pintura de paisaje romántica, se a principios del siglo XIX la revalorización de esa mirada natural que tenía sus antecedentes en los pintores holandeses del siglo XVII, pintores del Barroco nórdico, burgués y protestante, como Jan Vermeer o paisajistas como Jacob Van Ruysdael. Sin embargo ahora comienza un énfasis mayor por los medios de la pintura. De modo que lo que en principio se plantea con una voluntad naturalista, tiene como consecuencia, a veces no de un modo premeditado, resultados formalistas16. Si Si planteamos una comparación entre la obra de William Turner Turner -por ejemplo, El incendio del Parlamento (25) de 1834- y y el expresionismo abstracto -por ejemplo, la obra 1948 (26) de Clyfford Still, pintada en ese mismo año- podemos contemplar cómo, en lo que podemos considerar el inicio del arte moderno, comienza esa preocupación por los medios de la pintura valorados por su propia visualidad, por su capacidad de un mensaje propio y específico: por el placer estético de la forma. También aquí podríamos establecer una comparación similar respecto a la vía del paisajismo romántico que hemos llamado idealista y la del expresionismo abstracto comparando por ejemplo El monje y el mar (27) de Caspar David Friedrich (1810) y Luz, tierra y azul (28) de Mark Rothko (1954). Por otra parte, es también en este contexto, inicios del siglo XIX, donde se desarrollan de un modo más específico el estudio del color que durante los dos siglos anteriores habían ocupado a científicos, escritores y pintores. Para éstos últimos estas reflexiones se entenderán como la búsqueda de unos

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La progresiva ampliación de los repertorios representables y el paso del tema al motivo durante el ciclo histórico romanticismo-realismo tuvo como consecuencia el desplazamiento del énfasis desde el motivo de la representación (el qué) al modo (el cómo), y por lo tanto, una mayor preocupación por las cuestiones formales y por la materialidad de la pintura. Esta tesis la podemos encontrar en ROSEN, Ch. & ZERNER, H. Romanticismo y Realismo. Los mitos del arte del siglo XIX. Hermann Blume. Madrid, 1988.

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principios que fundamenten las leyes del arte. Reflexiones en las que tuvo una importante influencia la teoría del color del escritor alemán Wolfgang Goethe, publicada en 1810, en la que se abordaba el análisis del color desde un punto de vista fenomenológico, atendiendo a su cualidad de percepción, de efecto percibido. También a su efecto “emocional, moral”, por lo tanto a su dimensión significativa. La influencia de esta teoría se dejó sentir en pintores de ambas tendencias románticas. Por ejemplo en el alemán Philipp Otto Runge, que conoció a principios de siglo al poeta, y cuya concepción del color definirá dos caminos

contradictorios

pero

complementarios

que

han

corrido

paralelos en el estudio del color por parte de los artistas a lo largo del siglo XIX y XX. Por una parte la consideración “moral” del color, atendiendo a su efecto psicológico, que en el caso de Runge adquiere un carácter casi místico, como manifestación divina en la que la tríada de primarios corresponderían con las figuras de la Santísima Trinidad, aspecto ilustrado en el cuadro La pequeña mañana (29), de 1808. Y un segundo camino más cercano a la ciencia, desde la sistematización que el propio Runge inicia con uno de los primeros sólidos del color, su esfera cromática (30). Son dos ámbitos del color complementarios pero diferentes. El propio Runge confesaba en una carta a su hermano Gustav que tenía que olvidarse de la figura geométrica cuando pintaba, “puesto que -decía- son dos mundos diferentes que se unen en mí”17. De este modo se evidencia cómo las teorías del color para el pintor deben ser un referencia, un instrumento, para la práctica artística, nunca una receta. William Turner también se aproximó a la teoría de Goethe, sobre todo atraído por la naturaleza del color como oscilación entre la luz y la oscuridad, entre el amarillo y el azul, que el escritor alemán planteaba. Turner, que desarrolla su propio diagrama cromático a partir de esta oposición entre claridad y oscuridad, estará sin embargo en desacuerdo con algunos aspectos de la teoría del color de Goethe, especialmente con el concepto de armonía como un sistema preestablecido para la aplicación del color. Para Turner, las relaciones 17

Citado en GAGE, J. Color y cultura. Editorial Siruela. Madrid, 1993. Pág. 205. (Runge a G. Runge, 22 de

noviembre de 1808 (HS [1127], II, 372).

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cromáticas se determinan en cada obra de modo específico, en una aproximación más cercana, debido a su visión de pintor, a la aplicación práctica del color como instrumento artístico. Esta influencia la podemos corroborar en un cuadro como Luz y color (La teoría de Goethe) -la mañana tras el diluvio- Moisés escribiendo el Libro del Génesis (31), pintado por el pintor inglés en 1843. Hemos expuesto cómo el género del paisaje en el contexto del romanticismo inicia un modo de aproximarse a la realidad visual a través de la progresiva toma de conciencia de esos tres aspectos que definen la concepción de la pintura de la realidad tal como la entendemos: la importancia de la intención que guía al pintor, la concepción del referente como un instrumento, como un yacimiento, y la consideración del cuadro como una nueva realidad autónoma. Veamos como se desarrolla un proceso parecido en el género del bodegón. Al igual que el paisaje, el bodegón planteaba un campo para el estudio formal y cromático de la realidad visual. La historia del

bodegón

podemos

entenderla

como

la

progresiva

independencia de los objetos del retrato alegórico del tipo de Los embajadores (32) de Holbein El joven (1533). Estos objetos empiezan a aparecer en composiciones independientes dotados de una función significativa específica como en las vanitas o en los bodegones ascéticos del barroco hispánico, que tienen su máximo exponente en las obras de Sánchez Cotán. A pesar del contenido más o menos codificado que poseen, se observa una preocupación por la composición, por la búsqueda de configuraciones que funcionen en cuanto a su visualidad. Aquí también situaríamos los antecedentes en aquellos pintores que habían tendido hacia una aproximación a la realidad visual más empírica. Pintores como Hans Memling de la escuela flamenca del siglo XV, Velázquez o Vermeer. En el caso de este último, y en general de la pintura holandesa del siglo XVII, el cuadro se propone como una especulación sobre el modo en que vemos. El análisis empírico de la realidad conecta con las teorías de la óptica barroca, especialmente con las de Kepler, que define la visión “como una pintura de la cosa vista que se forma en la superficie cóncava de la retina”18. La visión por lo tanto se admite como distorsionante, no hay escapatoria a la representación, ya que la función del mecanismo visual es precisamente hacer una representación: traducir la luz a una imagen. De este modo podemos entender esta

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Citado en ALPERS, Svetlana. El arte de describir. El arte holandés en el siglo XVII. Hermann Blume. Madrid, 1987. Pág.72. (Johannes Kepler. Ad Vitellionem…)

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aproximación directa, empírica a los objetos que caracteriza a los pintores holandeses del XVII, como un intento por situar el cuadro como un intermediario entre el mundo informe de la luz y la representación, como una materialización de la percepción. El pintor se convierte así en un “testigo ocular” que transcribe su experiencia visual a la superficie del lienzo. Es por lo tanto, a finales del siglo XVII y principios del XVIII cuando los colores pasan a ser considerados como una reacción del ojo, como creación de la percepción ante los estímulos lumínicos. Planteamientos que adquieren su verificación científica a finales del siglo XIX desde la fisiología y, más concretamente, desde la teoría tricromática de los receptores retinianos de YoungHelmholz. Así se empiezan a estudiar procesos como el hecho de que nuestro punto de mayor nitidez visual se reduzca a la zona foveal, y cómo mediante los procesos de acomodación y convergencia seleccionamos dentro del campo visual aquellas áreas que enfocamos -en un proceso similar al de la cámara fotográfica-. Es decir, la pintura como modo de plasmar un momento de la percepción, de establecer una guía, un recorrido para la lectura del cuadro que el espectador debe seguir. Un ejemplo de esto lo podríamos encontrar en una obra como Dama tomando el té (33), de J.-B.-S. Chardin, pintada en 1735, donde

las

distintas

zonas

de

nitidez

del

lienzo

son

independientes del plano de profundidad, como si el pintor recompusiera el recorrido de la mirada por el mundo visual, con sus enfoques y movimientos oculares19. Éstos serían los antecedentes del género del bodegón como campo de análisis de la experiencia visual. Dentro de los márgenes del arte moderno, cuyos inicios hemos situado en el romanticismo, el bodegón se plantea como medio para esta aproximación inmediata a la realidad pero con un progresivo énfasis en la materialidad de la pintura, es decir, en el carácter de nueva realidad que posee el cuadro. El realismo del siglo XIX supondrá un paso más allá en este camino de autonomía de la obra de arte. El realismo, ismo revolucionario, en su voluntad democratizadora del objeto de la representación supone una desviación de la atención temática y de los referentes

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Para un análisis del mencionado cuadro en el contexto de la óptica barroca ver BAXANDALL, m. Modelos de intención. Sobre la explicación histórica de los cuadros. Hermann Blume. Madrid, 1989. Págs,. 91-121. Norman Bryson también ha llamado la atención sobre la distribución de distintos puntos de enfoque sobre la superficie del cuadro en relación a la obra de Jan Vermeer, utilizando este análisis para oponer este sentido fenomenológico o empírico de la imagen con la concepción homogénea, continua y racional del espacio representacional del Renacimiento italiano. BRYSON, Norman. Visión y pintura. La lógica de la mirada. Alianza. Madrid, 1991. Pp. 122-127.

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para centrarse en los medios de la representación. Y nos encontramos de nuevo cómo esa voluntad naturalista se desvía hacia resultados formalistas. La densidad de la pintura, la preocupación por la ordenación formal frente a cualquier otro imperativo simbólico conectan con la idea del cuadro como entidad autónoma que más tarde desarrollará la vanguardia especialmente a partir del fauvismo y el cubismo. Los empastes de Courbet o Manet remiten a esa cualidad material, física de la pintura que encontraremos más tarde en pintores como Vincent Van Gogh y, después, en la pintura informalista. Al esbozar este desarrollo del género del paisaje y el bodegón durante el siglo XIX, durante sus orígenes modernos, se observa una progresiva puesta en evidencia de los tres niveles de construcción pictórica de la realidad que hemos planteado al principio. La importancia de la intención del pintor, la consideración del referente como yacimiento y la búsqueda de un orden propio de la pintura paralelo a la toma de conciencia del cuadro como realidad autónoma. Considerando estos tres aspectos, el impresionismo marca un punto de inflexión poniendo en evidencia de la doble vertiente del naturalismo: la pintura como resultado de los procesos de percepción de la realidad y como lenguaje visual. La mancha, la unidad de color-forma-materia, se define así como la transcripción de la sensación visual al lenguaje pictórico. A partir de los principios de la mezcla óptica, pero sobre todo desde el establecimiento de una unidad de articulación de la pintura. Aquí cobra todo su sentido de ruptura la conocida frase de Maurice Denis: “Un cuadro antes de ser un caballo de guerra, una mujer desnuda o cualquier otra anécdota- es esencialmente una superficie cubierta con colores distribuidos según cierto orden”20. Como un paso más en esta toma de conciencia de la mancha como base del lenguaje pictórico situaríamos los intentos del divisionismo por sistematizar el color como medio esencial de la pintura. En el llamado cromoluminarismo por uno de sus creadores, el pintor George Seurat, la mancha de color aparece como unidad mínima de articulación a partir de la cual se genera un sistema pictórico, con pretensiones científicas, basado en los principios de la percepción y especialmente en el de la mezcla óptica. Sobre las bases científicas de este sistema habría que decir que Seurat usó de modo combinado para sus contrastes de complementariedad tanto los contrastes clásicos como podemos encontrar por ejemplo en el triángulo cromático de Eugéne Delacroix, (c. 1830), usados por los pintores, basados en los colores opuestos en el diagrama cromático y que el químico Chevreul recogía en sus tratados que aparecieron en la segunda mitad 20

DENIS, Maurice. “Definición de neotradicionismo” en CHIPP, Herschel B. Teorías del arte contemporáneo. Fuentes artísticas y opiniones críticas. Akal ediciones. Madrid, 1995. Pp. 110-117.

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del siglo XIX, como los complementarios basados en mediciones por discos giratorios realizadas por el científico Ogden Rood en 1879 y que aparecen publicadas en Francia en 188121. Los colores complementarios no coinciden estrictamente en ambos esquemas pues el modelo práctico de los pintores sufre pequeñas variaciones cuando se producen mediciones científicas. De modo que, por ejemplo, el contraste amarillo-violeta del pintor, pasa a convertirse en un contraste amarillo-azul ultramar para el científico. Con el postimpresionismo y el surgimiento de la vanguardia histórica se produce un avance definitivo en la toma de conciencia de la capacidad de la pintura como medio de comprensión de la realidad visual, reivindicando también el carácter relativo, personal de ese proceso, privilegiando definitivamente la intención personal como guía. Podemos contemplar cómo en este momento, por medio de la toma de conciencia de la superficie del cuadro como espacio propio de la pintura, se produce la vuelta desde el modelo del espejo al modelo del mapa. El pintor transcribe su percepción del referente, pero seleccionando y ordenando aquellos datos que le permiten generar un nuevo orden sobre el cuadro. De este modo, ya no se atiende a la apariencia del objeto desde un punto de vista fijo sino que éste aparece compuesto sobre la superficie del cuadro, ordenado de un modo nuevo e independiente de su proyección ilusoria. Así, el cuadro se nos presenta como un mapa que recorremos con la mirada y que corresponde más que a la visión que podríamos tener del objeto, a su recuerdo y, sobre todo, a la generación de una realidad nueva diferente de la del referente. De nuevo estas cuestiones se evidencian en los géneros del paisaje y el bodegón. De este modo, podemos ver cómo en Paul Cézanne la mancha funciona como unidad de estructuración de la superficie pictórica y la pintura como registro de las sensaciones visuales: los tanteos por ajustar las gamas cromáticas, por modular el color intentando plasmar la inestabilidad del mundo visual sobre la superficie del cuadro. También desde la importancia, de la disolución de la jerarquía escenográfica entre fondo y figura, en el que todo el cuadro adquiere, como superficie y objeto físico, la misma importancia. Cada centímetro cuadrado de la superficie del cuadro es considerado por igual. Así mismo, en el fauvismo, la imagen se libera de la representación de un espacio ilusorio. Con ello el color se independiza del modelado y del claroscuro y se presenta definido por la forma que lo contiene y por el modo

21

GAGE, J. Color y cultura. Editorial Siruela. Madrid, 1993. Pág. 205. Pág. 175-176.

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en que se organiza en el cuadro, por sus relaciones y contrastes en el contexto del lienzo como podemos observar en una obra como La ventana (34) de Henri Matisse pintada en 1916. Matisse nos guía a través del cuadro estableciendo relaciones, contrastes, provocando que nuestra observación recomponga su obra en un “mapa mental” diseñado por él. En ese mismo camino de toma de conciencia del cuadro como superficie en la que se organizan manchas se sitúa el cubismo. En el plano del cuadro los distintos puntos de vista desde los que se contempla el objeto se articulan en planos de color de gamas cromáticas limitadas. Aquí podemos ver de un modo más evidente la indeferenciación entre el tratamiento del fondo y la figura. También la vuelta al modelo del mapa. Las obras cubistas resultan ser objetos autónomos, realidades nuevas, independientes del referente que las generó, como diría Cézanne, “como una armonía paralela a la naturaleza”, con un lenguaje específico que ordena las manchas sobre el plano a partir de unas leyes propias, como podemos observar en las obras de Pablo Picasso, Copa y botella de «suze» (35), collage de 1912, y en el óleo Mandolina y guitarra (36), de 1924. Pero estas reglas ya no se establecen a priori, sino que surgen por un proceso de experimentación, de búsqueda y verificación de hipótesis, de manera inductiva. Un proceso en el que no se parten de normas preestablecidas sino que éstas se generan como resultado de las pruebas y tanteos, por lo tanto fruto del hallazgo reflexivo, de la invención, de la generación de soluciones nuevas. Continuando con este desarrollo histórico de la vanguardia, podemos encontrar una de estas vías hacia la autonomía plena de la obra de arte en la obra de Robert Delaunay. Desde su interpretación del cubismo, dentro de la corriente definida por el poeta Guillaume Apollinaire como órfica22, Delaunay se concentra en los efectos de contraste del color, en la búqueda de una pintura pura. En sus obras simultaneistas, Delaunay propone lo que podríamos denominar un modelo musical para la pintura en el que el color y la forma significan por sí mismas en cuanto a sus efectos de contraste, especialmente cromáticos. Aquí el pintor se sirve del contraste simultáneo. Delaunay estudia los mecanismos de la percepción ante determinadas configuraciones cromáticas en obras como Homenaje a 22

APOLLINAIRE, Guillaume. Los pintores cubistas. Visor. Madrid, 1994.

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Bleriot (37) de1914, o, ya con la eliminación del referente, Formas circulares (38), de 1930. Los efectos de profundidad no son ya de carácter referencial, ilusionista, sino que responden al juego perceptivo que se prolonga durante el tiempo de la observación y que abarca la simultaneidad generada por una imagen única y estática. En este sentido, se podría contemplar aquí un antecedente de las tendencias del llamado op-art en la invitación al espectador a completar la obra durante el juego dinámico de su observación. En esta misma línea encontraríamos aquellas obras que a partir de la búsqueda de los principios ordenadores de la realidad visual extraen, por síntesis y destilación, la claves para un lenguaje visual autónomo. Un lenguaje que tiene como punto de partida, como yacimiento, la realidad visual, pero que atiende al orden propio de la pintura. Corrientes que marcan el camino de lo que conocemos como abstracción a partir de la observación y análisis de la realidad. En esta búsqueda de la estructura oculta de lo real a través de la pintura, se situarían aquellas tendencias que hemos relacionado con la vía idealista de la pintura de paisaje romántica23. Corrientes que, al intentar desvelar el orden del referente construyen el orden de la pintura. Un orden que, en la medida en que transciende las apariencias visuales, también conectaría con el modelo de representación del mapa. Así, en la obra de Wassily Kandinsky se produce esta destilación desde la realidad visual hasta llegar a una pintura en la que los elementos figurativos han sido depurados progresivamente. Evolución que plantea ese acuerdo entre la interioridad del individuo, “la necesidad interior”, y la realidad exterior. En la concepción del arte de Kandinsky podemos observar una doble vertiente. Una primera que podríamos entender encaminada a definir la función del arte en cuanto instrumento de expresión y de desvelamiento de un orden “espiritual”. Y otra segunda dirigida a establecer un vocabulario formal y unas reglas combinatorias del lenguaje visual. Aquí se situaría su teoría del color que, tal como es desarrollada en De lo espiritual en el arte24, parte de la consideración de los contrastes cromáticos, de la oposición amarillo-azul como reflejo de la oposición luz-sombra que había establecido Goethe para su genealogía del color. Estos contrastes responden más a cuestiones perceptivas y expresivas que a la dinámica de las mezclas pigmentarias. En este sentido podemos observar cierta relación entre los contrastes planteados por 23

Un esfuerzo en ese sentido lo podemos encontrar en KLEE, Paul. Bases para la estructuración del arte. Premiá Editora de libros. Méjico. 1985. 24 KANDINSKY, W. De lo espiritual en el arte. Editorial Labor. Barcelona, 1983.

20

el pintor ruso y los planteados por el fisiólogo Ewald Hering a finales del siglo XX, los llamados colores primarios psicológicos, que se oponen del mismo modo planteado por Kandinsky (azulamarillo, rojo-verde, blanco-negro) y que salvo por la inclusión del par naranja-violeta por parte del pintor, vendrían a corresponder con su diagrama. En cualquier caso hay que considerar que Kandinsky, una vez que inicia su labor docente en la Bauhaus, modifica este esquema adaptándolo al círculo cromático basado en los tres primarios que utilizaba por ejemplo Johannes Itten25. También en la pintura de Piet

Mondrian

se

observa

la

evolución, atribuible a este método inductivo de experimentación y selección,

hacia

un

lenguaje

propio que reduce los elementos abstraídos del mundo visual hasta construir

un

organización

sistema de

las

de formas

elementales sobre el plano, un vocabulario

pictórico.

reconstruir

este

Podemos

proceso

de

destilación de la estructura de la realidad

visual

siguiendo

la

siguiente serie de obras: Las dos versiones de Bodegón con jarra de jengibre (39, 40), de 1911-1912, donde el referente aún puede identificarse, si bien en la segunda pintura va perdiendo presencia; Composición n° 8 (41), de 1914, donde introduce con mayor radicalidad los trazos ortogonales (conservando algún mínimo elemento curvo), pero con una gama cromática insaturada de azules y rojos y, finalmente, Broadway BoogieWoogie (42), de 1942-1943, donde identificamos el característico “estilo Mondrian”. En esta serie de cuadros, Mondrian renuncia progresivamente a cualquier indicio de profundidad espacial para configurar un sistemas de notaciones, de líneas horizontales y verticales dispuestas en el plano a

25

Para una evolución de la teoría del color en Kandinsky ver WICK, R. Pedagogía de la Bauhaus. Alianza

Editorial. Madrid, 1988. Pp. 180-186.

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las que añadirá en la búsqueda de los elementos fundamentales de la visualidad, la tríada de los colores primarios. Todas estas obras son propuestas plásticas que parten de la realidad visual, pero que la entienden desde la relatividad de nuestra percepción, siempre selectiva e intencional, y que comprenden el hecho material del cuadro, su carácter de nueva entidad real que produce el pintor. También adoptando la experimentación como metodología creativa, como la búsqueda empírica de las leyes propias de la pintura. Consideremos los siguientes cuadros que tienen como motivo la Torre Eiffel: La Torre Eiffel (43), de George Seurat, de 1889; La Torre roja (44) de Robert Delaunay, de 1911-12; y Autorretrato con siete dedos (45) de Marc Chagall, de 1913-1914 (donde la Torre aparece a través de una ventana). Si comparamos ahora esta serie de obras con la secuencia similar que establecíamos con la pintura anterior al arte moderno (tomando como base el tema iconográfico de la crucifixión), podemos sacar alguna conclusión relativa a cómo la noción de invención ha cambiado radicalmente y cómo, al mismo tiempo, se han ampliado las posibilidades que el pintor tiene de hacer uso de su intención a la hora de realizar un cuadro. A modo de recapitulación y para concluir, afirmaremos que, a la hora de considerar las relaciones entre pintura y realidad, debemos partir de la idea de que nuestra relación con el mundo visual se produce a través del único medio que tenemos para acceder a él: nuestros sentidos, la percepción visual. Mediante los procesos de configuración, de identificación de los rasgos significativos de los estímulos visuales, traducimos estos datos, los asimilamos, dotamos de sentido el multiforme e inestable entorno visual que nos rodea. Las expectativas basadas en nuestra experiencia anterior, nuestros sentimientos y deseos, la actitud con que nos enfrentamos a la realidad visual marcará el resultado. De este modo, el pintor se aproximará al referente desde la intención de plantear diversas hipótesis de orden que le sirvan para estructurar los rasgos significativos, las relaciones cromáticas que nos ofrece el mundo visual. Entendiendo el carácter de prueba, de posibilidades diversas que tiene el referente, como se observa en las series realizadas sobre el mismo motivo por pintores como Paul Cézanne, con sus variaciones sobre similares naturalezas muertas, o Edward Hopper,

22

por ejemplo, la serie Roca en la orilla (46,47), de1916-19. El mundo visual es un yacimiento en el que están las claves, el instrumento que permitirá realizar un cuadro. La mirada del pintor deberá extraer selectivamente del referente aquellos datos, aquellas relaciones formales y cromáticas que le serán útiles en su propósito, teniendo como guía su intención. No hay nada pasivo en el proceso de la producción artística: el estilo, la expresión, la función que desempeñarán las imágenes, todo será resultado de lo que queramos privilegiar, de lo que queramos construir. Y en este sentido, considerando también, desde esta relación entre pintura y realidad, el propio estatuto del cuadro como nueva realidad, como construcción, producto pictórico que elaboramos, objeto de contemplación que creamos y que, desde su propia fisicidad, reclama su autonomía frente al referente que lo generó. Para finalizar, se trata de que la mirada del pintor fertilice el mundo visual y produzca una nueva realidad autónoma: el objeto artístico, que es el fruto de intención y selección, producto del sujeto creador. O como ya hace más de un siglo escribiera Oscar Wilde: “¿Qué es la naturaleza? No es la madre que nos dio la luz: es creación nuestra. Despierta ella a la vida en nuestro cerebro. Las cosas existen porque las vemos, y lo que vemos y como lo vemos depende de las artes que han influido sobre nosotros. Mirar una cosa y verla son actos muy distintos. No se ve una cosa hasta que se ha comprendido su belleza. Entonces y sólo entonces nace a la existencia”26.

26

WILDE, Oscar. “La decadencia de la mentira” en WILDE, Oscar. Ensayos. Artículos. Ediciones Orbis. Barcelona, 1986. Pág. 131.

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