Pintura para los ojos. Bosquejos de auto-afección (1997-1998)

Share Embed


Descripción

Pintura para los ojos.* Bosquejos de auto-afección

Iván Trujillo

“Sería una obra curiosa un comentario sobre el tratado de la pintura de Leonardo. Escribir sobre esta aridez daría materia para todo lo que se quisiera (...)”. Eugène Delacroix, Diarios. “(...) lo único que quiero subrayar es que Kant, al igual que todos los filósofos, en lugar de enfocar el problema estético desde la experiencia del artista (del creador), reflexionó sobre el arte y lo bello a partir únicamente del “espectador” y, al hacerlo, introdujo sin darse cuenta al “espectador” mismo en el concepto “bello”. F. Nietzsche, La genealogía de la moral

En relación con el escrito Economimesis de Jacques Derrida1, parece que debo hablar esta vez del “sordo de nacimiento”. Vale decir, parece que debo proseguir la secuencia ideológica de un discurso anterior, premeditando la extensión de la ceguera hasta el oído, para probar quizá la existencia de un oído o una “escucha ciega”.2 *La

primera parte de este escrito, aquí algo modificado, fue presentado con ocasión de una discusión en torno al artículo Economimesis de Jacques Derrida, el mes de marzo de 1997 en la Universidad Católica de Valparaíso. 1 En AA.VV., Mimésis des articulations, Aubier-Flammarion, París, 1976. 2 Una “escucha quizá ciega” sugiere Oyarzún en su bello artículo: Entre Celan y Heidegger. Una escucha opuesta al (contra)ejemplo puesto por el afán hermenéutico (de Gadamer) a la hora en que pretende interpretar lo que dice un poema (de Celan). En este (contra) ejemplo, se haría patente la “sordera grandiosa de Gadamer para lo que el poema [de Celan] dice”. Esta sordera aparece relacionada con el abuso del tipo de lectura (hermenéutica) que hace Gadamer del poema Todtnauberg y con la diferencia entre dos modos de escucha, cuya diferenciación está dada por la cuestión del testigo. Con respecto a esta diferenciación, Oyarzún dice en la nota 11: “hablaría de la diferencia entre una escucha hermenéutica y una escucha testimonial, una que que habla, con elocuencia, del despliegue del sentido en el ámbito de la idealidad -quiéraselo o no- y otra que sólo da cuenta de un estar ahí, de un haber estado ahí” (la cursiva es mía). Una cierta advertencia sobre la provisionalidad de estas “denominaciones” acompaña esta diferenciación. En el presente escrito me inmiscuyo en esta provisionalidad, y a pie de página, sobre la base de dos breves observaciones.

1

Tal como lo había anunciado en el artículo La ciega de nacimiento, lo que Aristóteles habría querido hacer hiriendo a los ojos con toda la fuerza de la naturaleza, era mostrar que la fuerza (natural) del logos prevalecía allí donde el sacrificio del más amado de los sentidos era compensado con la experiencia inteligente del oído. Al mismo tiempo, decía yo que de lo que se trataba no era simplemente de alguien que puede oír, sino de aquel que pudiendo oír pueda, a la vez, oírse-hablar, en la (auto)proximidad inteligente de la escucha. Y quien no puede hacer esto es, obviamente, el sordo-mudo. Ahora bien, siendo la voz, la boca, el oído y la oreja, y no ya los ojos y la vista, los elementos que parecen organizar el escrito de Derrida, es al sordo-mudo al que yo debería referirme aquí. ¿Por qué? Porque, habida cuenta de que no es del sordo-mudo en sí de quien yo debería hablar aquí, sino del sordo-mudo de Kant presente en el escrito de Derrida, este sordo-mudo parece ser descendiente directo del inhábil para la filosofía, y en general para la actividad del pensamiento, al que se refería Aristóteles en su pequeño opúsculo De sensu. Sin embargo, hablaré de nuevo sobre la vista y hasta de una cierta “escucha ciega” asociada a su privación. O más exactamente: voy a hacer como si hablo de la vista. Y si en este hacer como si, en este fingimiento o doblez, quizá inevitable y necesariamente voluntario, no sólo no dejo de oírme-hablar, sino que, además, me oigo-hablar de la vista y lo visible, entonces, puede ser que no dejando hablar de la vista y de lo visto, no pudiendo sino hablar de ello, no puedo hablar, no puedo dejar de hablar y no puedo oír. Dicho de otra manera: si la obturación originaria de la vista o la herida congénita de los ojos se muestra, en medio del oírse-hablar, capaz de formar parte de la celebración de todo el alcance y poder de la vista, entonces, lo que la vista es ha debido ser escuchado para ser mostrado. Pero, si el ojo parece ser todo lo que es en medio del oído, llegando éste a suplir a aquél (por ejemplo en el relato), el oído, no obstante, se muestra incapaz de absorberlo, comerlo o interiorizarlo. Si Simone, en la Historia del ojo, se habría podido mostrar ansiosa de meter el ojo en su ano o en su boca, jamás se le habría ocurrido metérselo por el oído. El camino inteligente del oído, parece no dejar de ser nunca sinuoso, indirecto, mediatizado. Hay que tomar en cuenta además, que si se puede decir lo que se ve, no se puede ver lo que se dice. Verdad ésta que se agrava en el caso de un ciego de nacimiento, dado que ni siquiera puede escuchar (entender) aquello que refiere lo que se dice. Mas, si la vista parece suponer el duelo con el objeto, y hasta el duelo del objeto en el caso del ciego, es que, incapaz de interiorizar, parece requerir ante todo nuestro silencio, el duelo de nuestro oírnos-hablar. De este modo, un reclamo de sordera y de enmudecimiento parece ser la condición de todo nuestro hablar sobre lo visto. Ahora bien, que este reclamo esté vinculado a las exigencias de cierta inmediatez, es lo que quisiera empezar a dilucidar aquí. Y lo haré sucesivamente, presentando dos reflexiones independientes, la de Da Vinci y la de La primera, relacionada con el carácter hermenéutico de la lectura gadameriana del poema de Paul Celan. La segunda, relacionada con la mentada “diferenciación” entre dos modos de escucha.

2

Kant, o mejor, de un artista y un filósofo, con el objeto de reconocer en esferas distintas y según presupuestos distintos, dos modos diferentes de encarar dicha exigencia. Al final, si en ambos casos, dicha exigencia es de lo primero que hay que defenderse, es porque su cumplimiento es tan problemático como su desplazamiento.

Da Vinci: la pintura del ojo

“(...) y la vista, entregándose a su función, toma tal placer ante tanta belleza figurada que no la experimentaría más si ella fuera viviente” Leonardo Da Vinci, Tratado de la pintura

Un ejemplo, entre, otros. Leonardo Da Vinci (s. XVI) y su Tratado de la pintura.3 Un tratado, un conjunto de palabras dichas y oídas y una vehemente defensa de la vista. De la vista(,) de la pintura(,) del ojo(,) del espejo-cuadro(,) de la naturaleza(,) de la fidelidad(,) de la veracidad(,) de la mano(,) de la ciencia arte. Y no sólo distinta a la poesía y a las artes del discurso, sino contra la poesía, contra la “pintura ciega” de la poesía. Da Vinci: inventor, matemático, escultor, ingeniero, pintor y también escritor. ¿Escritor? Escritor sí pero no literato: “Porque no soy literato, algunos presuntuosos considéranse con derecho a burlarse de mí, alegando que no soy humanista”(I,3). No, literato no. Insensible por ello a los valores y a las prácticas estético-morales del humanismo. Asimismo, incapacitado para escribir. “Dirán ellos que, a falta de experiencia en las letras, no puedo expresar lo que deseo escribir”(I,4). Pero Leonardo se defiende e invoca a la maestra de los que escriben bien: la experiencia. La experiencia: no sólo maestra, también testigo. Como maestra: enseña directamente, pone a trabajar las manos del inventor y creador, lo vuelve autónomo, ajeno a los que no basándose en ella, no hacen otra cosa que reproducir las palabras de otros y recitar obras ajenas. Como testigo: confirma, testimonia en favor de aquél que ella misma ha autorizado. Toda ciencia que se precie de tal debe nacer de la experiencia, pues ella es también madre, madre de todas las certidumbres. Como tal, debe pasar por alguno de los cinco sentidos (vista, oído, tacto, olfato, gusto). Fuera del alcance estos, de la certidumbre que a través de éstos la experiencia da, empieza la charla. Y si hay charla o discusión, no hay ciencia. La verdad, que tiene un solo término, destruye para siempre el litigio. Se impone, entonces, que la lengua deje de moverse. Un silencio tapa la boca. Ascesis del sentido.

3

Da Vinci, Leonardo., Tratado de la Pintura y del Paisaje, Joaquín Gil, Buenos Aires, 1944.

3

Y mientras la lengua permanece quieta, se verifica el movimiento de las manos. Ciencia de tipo mecánico es la pintura, por lo mismo, excluida de las artes liberales. Da Vinci, desde el comienzo reclama contra esto. Pues en ella también hay espíritu. A pesar de que lo hay en alianza con las manos y bajo la vigilancia del ojo. Es que la perfección del espíritu pasa por las manos. Cuestión también válida para el arte del escritor, el arte de la letra, similar al dibujo, que, como se sabe, es parte integral de la pintura. Un cuanto a la imitación. Las ciencias se dividen en imitables e inimitables. En aquéllas, el alumno se iguala al autor; es el caso de las matemáticas, donde “el alumno recibe tanto como el maestro da”(I,9). Las inimitables, en cambio, son más excelentes, pues no se pueden enseñar si la naturaleza no ha otorgado previamente su don. No a cualquiera, no indiscriminadamente, sino sólo a aquel que se lo ha dado, sólo así, la naturaleza hace una alianza con la singularidad. La naturaleza selecciona. Esta selección singular inimitable no es sólo del autor sino también de la obra. La pintura no se copia, es siempre original. Este, no es el caso ni de las letras, en la que vale tanto la copia como el original, ni de la escultura, cuya vaciado copia el original. Este es el comienzo de una defensa. No sólo de Leonardo, ajeno a la literatura, inexperto, y botado a escritor, sino del pintor en general, por supuesto también y sobre todo, de la pintura. Que esta defensa tenga la forma de un empirismo (de un culturalismo empírico), parece ser una constante de las artes plásticas contra toda intromisión del discurso. Cuando el artista plástico piensa, no necesita del lenguaje, le bastan sus manos. Lo que al artista sabe no se lo debe a nadie, sino a su propia experiencia, a un cierto monólogo (experiencial) que delimita la intromisión del diálogo. Y si hay diálogo, éste se da entre la experiencia y el artista. Mas, como la experiencia es “maestra” y “testigo”, en verdad, el artista sólo se debe a sí mismo, esto es, a la naturaleza que le ha dado su sí mismo, su singularidad como don. Un secreto, quizá un círculo secreto, envuelve al artista y la naturaleza, a la singularidad absoluta y a la universalidad absoluta. Pero cuando el artista dice pensar con las manos, queriendo saltarse así al otro y su discurso, y a sí mismo como otro, resuena en él una voz y una mano de poeta que no sólo habla sino que metaforiza. Ha debido decir, y, al hacerlo, ha debido hablar como poeta, o lo que es peor, pensar como poeta, poetizar. Pero Leonardo se cuida de esto. El arte que él defiende es también ciencia. Y para no dejar de serlo debe protegerse encarnizadamente contra las artes del discurso. Estas también podrán serlo, pero sólo después de la certidumbre que caracteriza a la pintura. Como ciencia, la pintura nace de la experiencia, lo que equivale a decir, de alguno de los cinco sentidos. Leonardo-artista, comprometiendo la experiencia en la que se funda el arte con una tabla clásicamente filosófica, vincula la naturaleza de la pintura con uno de los elementos de esta tabla: con la vista. La pintura: arte visual. De este modo se compromete con una antropologización cuyos supuestos y valores estéticos sólo parecen haber sido francamente cuestionados con el llamada arte moderno y

4

contemporáneo. Esta antropologización no es, por cierto, abstracta ni universal. Constituye, más bien, una definición de la experiencia del arte llamado visual por respecto a la posición de un virtual espectador. Así, la pintura parece jugarse en la visualidad, en la perspectiva posicional de la contemplación de un cuadro. La experiencia artística, como ejecución de obra: la perspectiva, la luz y la sombra, la claridad, el color, el cuerpo, la figura, el paisaje, la lejanía, el contorno, el movimiento y el reposo, etc., etc., son todos aspectos que la alianza entre el espíritu y la mano quieren poner ante los ojos. Para los ojos. “La pintura tiene una finalidad asequible para todas las generaciones del universo, porque este fin resulta de la facultad visual, y por el oído no se alcanza el sentido común de la misma manera que por la vista”(I,39). Para los ojos, la pintura. También el sentido común. Para los ojos solamente, sin mediaciones, sin intérpretes, fuera del alcance del oído y de las letras. Y si hay intérprete, el intérprete será la vista, entre el objeto y la sensibilidad (Cf. II,48). Así, una defensa de la pintura, respecto de todo otro arte, será una defensa de la vista y del ojo, pero también, a la vez, una lucha contra el oído, la letra, la palabra y la poesía. Brevemente: contra el lenguaje mismo. No se debe olvidar, sin embargo, que la letra no es sólo una pura palabra, pues es también un dibujo. Esta defensa es una lucha que tiene, desde ya, un motivo fundamental: la pintura es más transmisible por cuanto representa la obra de la naturaleza, cuya accesibilidad es universal. Las obras del lenguaje humano muestran sólo la obra del hombre, su alcance es más limitado y requiere un intérprete. Por la pintura, la universalidad del espectador es proporcional a la universalidad del espectáculo. La pintura es el mejor y más fiel representante de la naturaleza y de la belleza del universo. Un juego de medidas (geométrico), viene a probar la trabazón íntima y universal del ojo con la pintura. Este juego de medidas desmarcará al ojo del espíritu y pondrá a éste bajo su vigilancia. En la proximidad entre el espíritu y la palabra habrá siempre la posibilidad de engaño y confusión. Por eso, el lenguaje nos parecerá siempre nítido cuando se comporta como se comporta el ojo, y el colmo de la nitidez nos reclamará hasta la pérdida del sentido.4 Esta pérdida tiene en Bataille (en su Teoría de la religión) la medida de la mirada de la animalidad en un mundo sin hombres: “Al representarnos el universo sin el hombre, el universo en el que la mirada del animal sería la única en abrirse ante las cosas, como el animal no es una cosa ni un hombre, no podemos más que suscitar una visión en la que no vemos nada, puesto que el objeto de esta visión es un deslizamiento que va de las cosas que no tienen sentido si están solas, al mundo lleno del sentido implicado por el hombre que da a cada cosa lo suyo”. La medida de esta pérdida está dada por una representación imposible, por un ojo humano tapado por la abertura del ojo animal ante el universo sin el hombre. El animal: ni cosa, ni hombre. Y si por lo primero él ve, por lo segundo, nosotros no podemos saber lo que ve. La vista del animal consagra nuestra invidencia. Con lo ojos abiertos, incluso, con nuestra visión, no vemos nada. Ciegos en nuestra mirada a través de la solitaria mirada del animal, incapacitados para describir un mundo reconocible, debemos recurrir a la poesía que “no describe nada que no se deslice hacia lo incognoscible”. A falta de ojos, la poesía. Sólo ella (“un salto poético”) puede describir el paisaje unido a lo que la ciencia puede describir como un mundo de cosas. “No hubo paisajes en un mundo en el que los ojos que se abrían no aprehendían lo que miraban, en el que, a nuestra medida, los ojos no veían”. No hay paisaje sin ojos humanos, sin

4

5

Pero, con lo dicho, la lucha contra el oído, el lenguaje y la poesía recién comienza. Una serie de comparaciones opositivas harán prevalecer los logros de la pintura frente a la poesía. Por lo mismo, una y otra vez se pondrá de manifiesto las ventajas de la privación originaria del oído (del sordo de nacimiento) respecto de la pérdida originaria de la vista (del ciego de nacimiento). Y dentro de tales comparaciones, ésta: “el ciego de nacimiento no puede percibir nada [visible] por el oído, porque jamás ha tenido conocimiento de lo que es la belleza de ningún género”(II,54). He aquí la mayor desgracia del no vidente: la incapacidad de conocer la belleza de la naturaleza. Y el oído, no sólo no puede recibir aquello que jamás ha visto, sino que, además, agrava su descontento el saber que los nombres que recogen la belleza son oídos por él sin poder representarse lo que las cosas (bellas) son. De este modo, el ciego de nacimiento es, a la vez, sordo. El ciego de nacimiento no sólo no ve, sino que, por lo mismo, es incapaz de oír. He aquí la venganza del sordo-mudo. El hombre ciego que quería ser más sabio que aquél, no puede escuchar, no puede entender lo que se le dice, y cuando habla, no sabe lo que está diciendo. Un oírse-habar de oscuridad se apodera progresivamente del ciego. Una escucha ciega se asoma aquí.5 ojos que aprehenden lo que miran. Y porque no lo hay, es preciso dar un “salto poético”, hacer como que es posible contemplar una ausencia de visión: “ ‘No había ni visión ni nada, nada más que una embriaguez vacía a la que el terror, el sufrimiento y la muerte, que limitaban, daban una especie de espesor...’ ”. Abuso del poder poético: la ceguera, la ignorancia es compensada con una fulguración indistinta. Abuso, entonces, del espíritu: “el espíritu no podría pasarse sin una fulguración de palabras que le forma una aureola fascinante: es su riqueza, su gloria, y es su signo de soberanía”. La poesía, es la vía del espíritu, del espíritu que abusa en medio de un mundo pleno de sentido y cuyo corolario es la dislocación de todos los sentidos y de todo sentido. Si el animal fuera solo cosa, podría reducirse todo a ciencia. Pero no lo es, no nos es ni cerrado ni impenetrable. Antes bien, un cierto aire de familia nos vincula íntima y profundamente a él. “Esa profundidad en cierto sentido la conozco: es la mía. Es también lo que me es más lejanamente escamoteado, lo que me merece ese nombre de profundidad que quiere decir con precisión lo que me escapa (...). Un no sé qué de dulce, de secreto y de doloroso prolonga en esas tinieblas animales la intimidad del fulgor que vela en nosotros. Todo lo que finalmente puedo mantener es que tal visión, que me hunde en la noche y me deslumbra, me acerca al momento en que, ya no dudaré más, la distinta claridad de la conciencia me alejará al máximo, finalmente, de esta verdad incognoscible que, de mí mismo al mundo, se me aparece para hurtarse”. Lo íntimo, lo que pertenece a nuestra profundidad, es lo que se nos hurta, lo que nos escapa. Lo íntimo es nuestro exterior, nuestra animalidad. En el extremo de esta animalidad, en un mundo sólo habitada por ella, nuestra vista se atasca en el borde de su ojo, y, por un salto, se contempla a sí misma en su ausencia; pierde claridad y gana fulgor. Hay aquí un suplemento de animalidad y de naturaleza entre la cosa y el hombre. Un suplemento que cae fuera del alcance del ojo que ve. Fuera de este alcance, el espíritu se compromete a decir, y al decir, miente poéticamente, pero si no miente poéticamente, también miente. (Todas las cursivas son mías). 5 Una “escucha ciega” que podría ser, quizá, algo parecido a una “escucha testimonial”, en el decir de Oyarzún. Una escucha que, opuesta a la “escucha hermenéutica” (así en Gadamer), “sólo da cuenta de un estar ahí, de haber estado allí”(Op.cit., nota 11). Una escucha que no es ni la del vidente, ni la del theorein frente a lo que dice un poema, ni la de la escucha hermenéutica, la que, tal como lo ha dicho Oyarzún, está preocupada de “hablar con elocuencia del despliegue del sentido en

6

Aristóteles no había reparado en el hecho de que la desinteligencia podía estar más extendida de lo que parece. Un ciego de nacimiento extiende su amputación originaria como un manto de sombra que oscurece los significados de los sonidos articulados por la voz. En el ciego de nacimiento, la noche misma, que borra toda luz, incluso la lucidez, sería también un puro sonido. La obturación absoluta de la vista inaugura la escena dramática (sufriente) de una existencia en la el ámbito de la idealidad”(Ibid). Una escucha tal vez del invidente, de aquel que siendo ciego de nacimiento, no es capaz de representarse ningún sentido (de lo visible); de aquél que, por lo tanto, provisto de una “mala escucha”, es capaz de pensar quizá “lo crudo” en su nitidez. Una escucha así, sin embargo, es a lo que hasta cierto punto se ha comprometido la hermenéutica, precisamente en la promoción del sentido. Fundiendo lo visto en el oído, tapando el ojo con el oído, la cosa con el sentido, el fenómeno con la voz, la hermenéutica ha hecho una alianza con la privación. Que esta alianza sea funcional a la elocuencia y a todas las estrategias de la comunicabilidad es algo que no se puede desconocer. Un foco de luz, una presencia, un centro, un origen arqueológico, teleológico o escatológico, movilizará siempre el deseo metafísco de la hermenéutica. Pero, la hermenéutica no es un planteamiento cuya fisura no se pueda encontrar en él mismo. Habría que buscarla como requerimiento del paso necesario por la hermenéutica. Podría incluso trabajarse la hipótesis de que la hermenéutica es ya la metafísica fisurada, el inicio de su desconstrucción. En cuanto a la elocuencia con la que hablaría la escucha hermenéutica. Se le podría imputar este afán a una hermenéutica dialógica como la de Gadamer y no a todo tipo de afán hermenéutico, en la medida en que dicha hermenéutica no es capaz de reconocer el espesor del sentido en el seno de la experiencia histórica. En otra hermenéutica, como es la de Paul Ricoeur, dicho espesor está dado por la textualidad del discurso, con lo cual se rompe definitivamente con toda elocuencia reflexiva o fundamental. Instaurando un criterio de humildad, la hermenéutica reflexiva de Ricoeur, es todo menos el afán de ser elocuente. Por lo mismo, y de cara a los supuestos de una hermenéutica como la de Ricoeur, incluso en un cierto trabajo en el paradigma estético del mismo Gadamer, habría quizá que concederle a éste todo el beneficio de su sordera grandiosa a lo que dice el poema de Celan (Todtnauberg) en la medida en que dicha sordera obtura precisamente el acceso no sólo a lo que dice este poema sino a cualquiera. Que esa sordera grandiosa sea la ocasión para liberarse del poema e imponerle el afán hermenéutico cuyos rasgos son muy bien descritos por Oyarzún, es algo que ni siquiera él mismo Gadamer se dignó a hacer en su Poema y diálogo. Ahora bien, con Ricoeur la comprensión del sentido es la imposibilidad de la comprensión del ser, y, por lo mismo, dicha incomprensión es la contrapartida de un ejercicio de interpretación que, en cada caso, es la única manera de acceder a él. No hay acceso directo e inmediato al ser, el ser es en cada caso ser-dicho. Una ontología quebrada y un recurso al cada vez, es lo que, hasta cierto punto, modula el ritmo de esta. hermenéutica. (Incluso una “hermenéutica del testimonio” ha elaborado esta hermenéutica bajo tales supuestos). Hacia esta ontología quebrada es a lo que, según creo, apuntaban los versos de Paul Celan puestos como epígrafe en el artículo de Emanuel Lévinas, versos cortados a la altura del rostro (de Ricoeur: Pour Paul Ricoeur).. En cuanto a los dos modos de escucha. Dos orejas, dos oídos. Un oído que no comprende lo que dice el poema y uno que sí es capaz de comprenderlo. Donde hay dos oídos, siempre hay una sola escucha. No se está obligado a oponer una oreja contra la otra para escuchar correctamente lo que dice un poema. Puede ser que el mismo poema y no sólo el de Celan, aunque tal vez sí particularmente él, no sea para oír, sino para dejar de oír. En este sentido, no es lo que el poema dice lo que importa sino lo que el poema no dice en su decir. Que dicho no decir sea reconocible a través de lo dicho, que lo inaudible, incluso lo inudito y lo impensado, sea lo que el poema no dice, es quizá lo poético.

7

que el lenguaje amenaza con volverse no ya un puro significante, sino un significante roto, un puro sonido resonando en una vacío sin imagen. Pero si el ciego que es también sordo no puede representarse lo visible, podríamos pensar que lo representado no es en verdad lo visible, sino más bien un significado (representante) de lo visible. Esta sordera al significado de lo visible amenaza con arrastrar todo lo visible a la zona de la pura representación, vale decir, de la mediación. Esta amenaza podrá ser contenida tanto tiempo como se insista en la oposición entre pintura y lenguaje, entre pintura y poesía, entre ver y oír, entre no ver y no oír, entre el ciego y el sordo. Se advierte aquí, tal como lo advierte Derrida en su texto, que dicho intento disyuntivo, se verá sobrepasado una y otra vez por la analogía. Mientras tanto será preciso reforzar el hiato con la palabra. Cada cosa en su lugar: la poesía (la palabra) será para los ciegos y la pintura para los sordos. Y, ante todo, es preciso establecer inequívocamente que el ojo es “el señor de los sentidos”. Como tal, cumple su función oponiéndose a las concepciones confusas y engañosas que no son ciencia, sino meras “divagaciones en la que se discute con grandes ritos y amplios gestos”(II,56). El ojo debe cuidarse del espíritu y de la alianza que hace éste con las artes y las prácticas del discurso. Debe imponer la eficacia de su oficio; el ojo capta lo natural. Lo natural y el sentido común tienen en el ojo su vía principal. Y si el oído atiende también a ellos, lo hace sólo después del ojo, y cuando lo hace, se ennoblece al relatar lo que el ojo ha visto con anterioridad. He aquí la dignidad del oído: reproducir (narrativamente) lo visto. Correlativamente, la pintura es primera que la poesía. Por lo mismo, es peor la ceguera que la sordera. Mas, un recurso a la metáfora, al movimiento analógico que reconcilia oposiciones, cuyas propiedades hemos venido reconociendo desde el inicio (la letra es dibujo, la palabra dice lo visto, etc.) hace intercambiable los papeles a los término opuestos. Este movimiento, sin embargo, querrá aparecer reforzando esta misma oposición. Si se le quiere denominar a la pintura “poesía muda” habría denominar a la escritura del poeta “pintura ciega”. Acápite II, 85: “¿Qué poeta, ¡oh amante!, con sus palabras te podrá dar la verdadera efigie de tu ideal, con la misma veracidad de un pintor? ¿Quién te hará ver el lugar de los ríos, de los bosques, de los valles y de los campos donde han transcurrido tus días felices, con más veracidad que la pintura? Si dices: La pintura, para sí misma es una poesía muda y no puede hacer hablar más que a lo que ella representa: ¿no ves que tu libro se encuentra en peor situación? Porque, si es verdad que hay un hombre que habla por medio de él, no se ve cosa alguna de la que hable que no esté mejor representada por medio de la pintura; y si las escenas están bien ordenadas con sus caracteres mentales, ellas serán interpretadas cual si hablaran. La pintura es una poesía que, en lugar de escucharse, se ve, y la poesía es una pintura que se escucha en lugar de ser vista. Son dos suertes de poesía, quiero

8

decir, dos suertes de pintura, que tienen modalidades diferentes para llegar a la inteligencia. Entonces, si una y otra pintura, para llegar al sentido común, pasan por el sentido más noble, que es la vista, y si una y otra poesía deben pasar por el sentido menos noble, que es el oído, la pintura la someteremos al juicio del sordo de nacimiento, y la poesía será juzgada por el ciego de nacimiento; y si la pintura se encuentra figurada con los movimientos apropiados a los caracteres morales de las figuras que actúan en un sentido determinado, no cabe duda que el sordo de nacimiento entenderá la obra y las intenciones del autor; pero, el ciego de nacimiento jamás entenderá lo que el poeta muestra”. Poesía muda, la pintura. Y no obstante, de aquello que habla el poeta, la pintura puede representarlo de manera tal que puede ser interpretada como si hablara. Así la pintura es una poesía que ya no se escucha sino que se ve, una poesía que hace hablar a lo visible. Por su parte, la poesía, no sólo visible en el dibujo de su letra, sino en la posibilidad de decir (mostrar) lo visible, es un pintura que se escucha sin ser vista. Hay aquí un proceso analógico de identificación que por un momento amenaza con volver un despropósito todo el esfuerzo de diferenciación oposicional precedente. Ya no: pintura aquí, poesía allá. Y ni siquiera: todo pintura y nada poesía o viceversa. Sino: dos pinturas, dos poesías, a la vez. Leonardo, retórico. Leonardo, hábil inventor de artefactos, y ante todo artista, maneja también el discurso. Para diferenciar de raíz, al momento en que todo parece ser una y la misma cosa, incluso la misma y otra a la vez, habrá que dirimir en relación a la inteligencia. Pintura y poesía presentan modalidades distintas de llegar a la inteligencia. Una plus de verdad, de veracidad, de aptitud y de eficacia, incluso, de inmediatez, como veremos en seguida, plus vinculado a la vista, desequilibrará toda esta amenaza de identificación o de diseminación. Y como un mago que quiere probar que todo esto ha sido sólo un juego de manos, Leonardo trae dos testigos sin prejuicios, totalmente neutrales, por no decir neutralizados, para zanjar la cuestión. Que estos testigos, que son a la vez los mejores jueces, sean un ciego y un sordo de nacimiento, y que además vengan a probar el modo en que la poesía y la pintura se relacionan con la inteligencia, no puede sino ser la prueba máxima para esta misma prueba. Ante el sordo de nacimiento, la pintura que habla sin hablar, la pintura muda, podrá darse a entender. La pintura muda, se mostrará a los ojos del sordo. Pero se mostrará bajo ciertas condiciones: “si la pintura se encuentra figurada con los movimientos apropiados a los caracteres morales de las figuras que actúan en un sentido determinado” (las cursivas son mías). De este modo podrá entender la obra y la intención del autor. Caso contrario es el del ciego de nacimiento: él no podrá entender lo que el poeta le muestra. El ciego no podrá representarse nunca lo que la palabra dice haber visto, a través de una descripción o de una narración. Sabemos que la narración viene a continuación de la vista, que está supeditada a ella. La narración es la mediación de lo inmediato.

9

Y es precisamente lo inmediato lo que está en juego aquí. De la mano maestra y del ojo testimonial de la naturaleza, lo inmediato es la piedra de toque de la ciencia pictórica. Sin esta inmediatez, que es por cierto también el modo como se muestra lo natural directamente al ojo o en el reflejo del cuadro-espejo, la pintura podría sucumbir a las debilidades de la poesía. Con un golpe de vista se puede entender esta cuestión: “Pongamos el caso: tú, lector, de un golpe de vista abarcarás toda esta página escrita, y juzgarás al punto que está llena de letras variadas, pero, por el mismo golpe de vista, no conocerás cuáles son ellas, ni lo que ellas dicen. Te será preciso ir de una a otra palabra, párrafo por párrafo, y si quieres conocer lo que dicen estas letras, como para subir a lo alto de un edificio, deberás hacerlo peldaño por peldaño, si no, no llegarás arriba”(I,40). Con este golpe, uno solo, no sólo se muestra el todo en desmedro de las partes, sino que se muestra “la esencia misma de la virtud visual”. A esta esencia, quizá golpe de esencia, corresponde una satisfacción plena de todos los sentidos en la medida en que es más apta para recibir con claridad, veracidad, armonía y permanencia la multiplicidad de objetos naturales. En relación con la armonía de esta multiplicidad, la poesía produce una figuración más confusa de las cosas nombradas, mientras que la música será transitoria y fugaz. Y porque la armonía de las partes es más duradera y más placentera con la vista, siendo por ello capaz de seducir a todos los otros sentidos, éstos rivalizan con ella. “Si es la boca tal como se la desearía en la realidad, el oído se complace en escuchar sus bellezas; el sentido del tacto quisiera penetrar por todos sus poros; la nariz misma aspira que parece que estuviera aún respirando”(II,88). Es la vista la que, más allá de la acción del tiempo, puede sentir el mayor placer de la belleza imitada por el pintor. Más allá de la acción del tiempo, quiere decir, mientras ya no está viva. Porque si estuviera viva, la belleza figurada ya no sería experimentable6. Sólo un valor de suplencia asociada a la pintura puede salvar a ésta de la caducidad del original. “La vista suple en gran parte al original”(Ibid).7 La pintura no sólo imita (el original) sino que suple; y si la pintura hace el duelo con el original para que éste pueda ser visto, es que la pintura ha debido imitar la muerte para escapar de ella. La pintura de lo natural, o mejor dicho, el concepto de naturalismo, es quizá un cierto maquillaje del resto, una forma de disimular la pérdida. Pero no me detengo aquí.

El tiempo, en efecto, no logra afectar del mismo modo al arte que se escucha y al arte que se ve. La belleza imitada por el pintor es capaz de perdurar y en tanto se le conserva. Perdurar y conservar, constituyen el rendimiento mismo de la pintura a expensas del tiempo. Por este rendimiento, la posibilidad de ver está íntimamente asociada a la muerte: “... y la vista, entregándose a su función, toma tal placer ante tanta belleza figurada que no la experimentaría más si ella fuera viviente”(II, 88). 7 “En gran parte” (la cursiva es mía) quiere decir también “no todo”. Anoto esta segunda reserva, después de aquella referente a las condiciones que debe presentar un cuadro para que pueda caer de modo inteligible a los ojos el sordo de nacimiento. Estas dos reservas, que sólo dejo anotadas por el momento, podrían ser aptas para una delimitación del naturalismo al interior de su mismo marco. 6

10

Lo que es preciso observar ahora es que la vista compromete a las intenciones del tacto. Este es, según Da Vinci, el “mejor hermano” de la vista. El privilegio de la vista es compartido por el tacto, garantiza la inmediatez. Pero con el tacto, me salgo de este cuadro. Pero también con tacto. ¿Por qué? Porque no dejaré de pensar en la pintura, y, mientras pienso, quizá todavía me mantenga en la escena conceptual de su exposición. Me inmiscuyo, entonces, en el texto de Derrida, en cuya lectura me dejo provocar por otras referencias, entre ellas, la de Kant sin duda.

Kant: el ojo a distancia.

“El sentido de la vista es, si no más indispensable que el del oído, seguramente es el más noble; porque es, entre todos los sentidos, el que más se aleja del tacto, que es la condición más limitada de las percepciones, y porque no sólo encierra la mayor esfera de ellas dentro del espacio, sino que es también el que siente menos afectado su órgano (...)”. M., Kant, Antropología “La bella composición de cosas corpóreas, sin embargo sólo se ofrece a los ojos, como la pintura; en cambio, el sentido del tacto no puede proporcionar ninguna representación intuible de una tal forma”. M., Kant, Crítica de la facultadde juzgar

De la facultad de conocer y la sensibilidad: sobre el sentido y la imaginación. Kant distingue (en su Antropología) estas dos últimas en relación con la presencia y la ausencia del objeto. En cuanto a los sentidos, los divide en externos e internos en relación con el tipo de afección, como afección del cuerpo o del alma. Dentro de los “sentidos de la sensación corporal”,8 cabe distinguir la sensación vital (sensus vagus) y la sensación orgánica (sensus fixus) por relación a la afección total (sistema) o parcial (ciertos miembros) de los nervios del cuerpo.9

Kant, E., Antropología en sentido pragmático, Rev. de Occidente, Madrid, 1935, p.42 (Tr. José Gaos). En adelante citaré el número de página en el corpus. 9 Por ejemplo, la sensación de calor y frío, incluida la suscitada por el alma, corresponden al sentido vital. En cambio, el terror que sobrecoge representándose incluso lo sublime y el espanto “con que los cuentos relatados (la cursiva es mía) a última hora persiguen a los niños en la cama”(p.42) corresponden al sentido orgánico. 8

11

Ahora bien, en relación con la sensación externa, Kant enumera cinco órganos de los sentidos. Tres “más objetivos que subjetivos”(la cursiva es mía): Tacto, vista y oído (en este orden). Son más objetivos porque “en cuanto intuición empírica más (esta cursiva es mía) contribuyen al conocimiento del objeto externo que despiertan la conciencia del órgano afectado”(ibid). Dos “más subjetivos que objetivos”(la cursiva es mía). El gusto y el olfato (en este orden). Más subjetivos porque “la representación correspondiente es más (esta cursiva es mía) la del goce del objeto externo que (esta cursiva es mía) la de su conocimiento”(Ibid).10 El sentido del tacto, en primer lugar. ¿Por qué? Porque es “el más importante y el que da informes más seguros”(p.43). Estos informes son extraídos del contacto entre las yemas de los dedos y la superficie de un cuerpo sólido. El resultado de este informe es la forma de tal cuerpo11. Pero la forma no es meramente lo que tocan los dedos, sino que es también lo que el hombre, bajo otorgamiento natural, capta a través del órgano del tacto en la forma de un concepto de la forma del cuerpo. Importa aquí que el concepto de la forma sea el resultado del contacto de los diversos lados de la forma de un cuerpo. Un contacto objetivo y suficientemente exhaustivo como para obtener un concepto, distinto entonces, al modo como (al parecer) los insectos se relacionan (a través de sus tentáculos) con Observo este matiz, esta reserva o sustracción de la totalidad en esta especie de lógica del más y del más que. Más y más que tienen, obviamente, una contrapartida en un menos y un menos que. Los tres primeros sentidos son, a la vez, menos subjetivos que los dos últimos. Estos dos últimos son, a la vez, menos objetivos que los tres primeros. La distinción entre objetivo y subjetivo se juega aquí en esta distinción. No dejaré de estar atento, si bien de una manera más constatativa que resolutiva, al análisis que refuerza esta distinción, para saber si es posible sostener en el matiz de esta reserva, que sería de carácter empírico, una distinción metaempírica entre subjetivo y objetivo. 11 Este concepto de forma (Form), en cuanto forma de un fenómeno, debe ser entendido de modo estético-trascendental, vale decir, como aquello donde las sensaciones pueden ordenarse, o mejor, aquello que hace que “lo múltiple del fenómeno pueda ser ordenado en ciertas relaciones” (Cf. “La estética trascendental”, en Kant, E., Crítica de la razón pura, Ed. Porrúa, México, 1977, p. 41, Tr.s. Manuel García Morente y Manuel Fernández Núñez.). Ahora bien, por lo mismo, este concepto de forma debe distinguirse de aquel concepto tan relevante para las artes plásticas (la pintura, la escultura, la arquitectura y la jardinería) al interior la Tercera Crítica kantiana, a saber, el concepto de Gestalt que es traducido en la versión castellana de Oyarzún por “figura” (Cf. Kant, E., Crítica de la facultad de Juzgar, Monte Ávila Editores, Venezuela, 1991, p. 268, nota 95).. Su relevancia está en relación con otro concepto, Zeichnung, que Oyarzún traduce por “diseño” (Cf. Op. cit., p. 267 nota 92).. Así, en las artes plásticas, “en tanto que son bellas artes, el diseño [ Zeichnung ] es lo esencial; en él, el fundamento de toda disposición para el gusto no lo constituye aquello que deleita a la sensación, sino meramente lo que place por su forma [esta cursiva es mía, IT]. Los colores que iluminan el trazado pertenecen al atractivo; al objeto en sí mismo ciertamente lo pueden hacer vívido, mas no digno de ser mirado y bello [esta cursiva es mía, IT.]; más bien están, en su mayor parte, muy frecuentemente limitados por lo que la forma bella exige [esta cursiva es mía, IT], e incluso, allí donde se tolera el atractivo, son ennoblecidos por aquélla sola” (Op. cit., p.141). Inmediatamente añade: “Toda forma de los objetos de los sentimientos (tanto de los externos como, mediatamente, del interno) es o bien figura (Gestalt), o bien juego...”(Ibid.).. Lo que place aquí por la forma (de lo bello), el diseño, es aquello que es digno de ser mirado y bello. Y esto al interior de las artes plásticas donde la marcada presencia del tacto parece dificultar el requerimiento visual del gusto puro. Ver próxima nota. 10

12

los cuerpos, anunciando tan sólo la presencia del objeto y sin dar noticia de su forma. Brevemente: el hombre es capaz de hacerse de un concepto más allá de la mera presencia de algo, el insecto sólo quedaría como atascado en esta presencia, limitado a la superficie. Ahora bien, lo característico del informe dado por el tacto, es que proviene de una percepción externa inmediata. En virtud de ello, ya lo he adelantado, es el sentido más importante y seguro. Por lo mismo, y dado que la materia de la que conocemos su forma es siempre sólida, es también el más grosero.12 12 Esta consideración limitativa sobre el sentido del tacto al interior de la Antropología encuentra un interesante paralelo en la Tercera Crítica, en el marco de la división kantiana de las Bellas Artes (Parágrafo 51). De esta división, acordada según una analogía con el habla, cuyas implicancias están en el centro de las consideraciones de Derrida en Economimesis y que abordaré un poco más adelante, interesa destacar aquí la referencia al segundo tipo de artes, después de las “artes de la palabra” (la retórica y la poética), a saber, las “artes plásticas”, vale decir, “las de la expresión de ideas en la intuición de los sentidos (no a través de representaciones de la mera imaginación, que son concitadas por las palabras)”. La expresión de la idea estética, tan esencial para la captación de la belleza al interior de la crítica del gusto puro, tiene en este segundo tipo de arte un arreglo intuitivo que la compromete en el campo de los sentidos. Pero este arreglo no es unívoco, pues estas artes se dividen en dos: las artes “de la verdad de los sentidos” y las artes de “la apariencia de los sentidos”. A la primera se les llama plástica (incluye la arquitectura y la escultura), a la segunda, pintura (incluye la pintura y la jardinería de placer). Lo común a ambas es que “hacen de figuras en el espacio expresión para ideas”. La diferencia empieza a anunciarse cuando se consideran los sentidos en juego. En efecto, si en la primera la producción de figuras son conocibles por el tacto y la vista, en la segunda, en cambio, las figuras son conocibles sólo para la vista. El tacto aparece aquí como un factor diferencial. Factor cuya diferencialidad queda excluido del dominio del gusto puro: el tacto no tiene “designio de belleza”. Esta carencia que expulsa al tacto del dominio estético, desde ya es una situación que tiene su repercusión en aquella distinción anunciada antes sobre la verdad o la apariencia de los sentidos. Es que si la idea estética (arquetipo o imagen originaria) alojada en la imaginación, tiene su expresión como figura (su copia), por un lado, en el modo mismo como existe un objeto, es decir, en su extensión corpórea, y por otro, en conformidad al modo como dicha expresión se retrata en el ojo, es decir, “según su apariencia en una superficie”, entonces, la diferencia al interior de las artes plásticas (en sentido amplio) está dada por la presencia o la apariencia de la extensión corpórea, y por lo mismo, por la incidencia que tenga o no tenga el sentido del tacto en dicha distinción. Es importante consignar esto porque la falta de designio estético del tacto apartará en mayor medida a éste, y a las artes sobre las cuales éste tenga mayor incidencia, de aquello que caracteriza al arte (bello).. Pero, dentro de las bellas artes figurativas, la presentación de la extensión corpórea tiene alcances distintos. En la escultura la presentación corpórea está muy vinculada a la imitación de la naturaleza. Situación ésta que amenaza con apartar la verdad de los sentidos del arte en la medida en que éste es tal si es producto del arbitrio. Y es la arquitectura precisamente la que mejor garantiza este arbitrio, dado que su forma “no tiene por fundamento de determinación a la naturaleza, sino un fin arbitrario”. Sin embargo, esa arbitrariedad de fin del arte arquitectónico está vinculada a un cierto uso del objeto artístico, cuestión que hasta cierto punto (de)limita su artisticidad. Y lo que tiende a perder (el uso de) la arquitectura lo gana la escultura en cuanto es “una obra figurativa que está hecha únicamente para ser mirada y debe placer por sí misma”. Por lo mismo, su intención principal no es el uso como es el caso de la arquitectura, sino “la mera expresión de las ideas estéticas”. Con todo, se podría decir de ambas artes, en la medida en que a una le es dada imitar la naturaleza y a la otra le es esencial hacer uso de la obra, que la verdad de los sentidos implicada en la presentación corpórea, “no puede ir tan lejos como para que cese de aparecer como arte y como producto del arbitrio”. Y lo que la presentación de la extensión corpórea como concepto de la cosa gana en presencia y determinación

13

Grosero y todo, su importancia es tal que sin él “no podríamos hacernos ningún concepto de una forma corpórea”, y en cuya percepción “necesitan apoyarse desde un principio los otros dos sentidos de la primera clase [el oído y la vista], para dar por resultado una noción empírica”(ibid.). En resumen, el tacto: sentido objetivo e inmediato, más importante y más seguro, también es el más grosero. Por todo esto, sólo apoyándose en la percepción reportada por el tacto, que nos permite hacernos un concepto de una forma corpórea, la vista y el oído de son capaces de una noción empírica. El tacto, entonces, será la base bruta (grosera) de la percepción, sobre la cual la vista y el oído podrán hacerse de una conceptualidad empírica. Sin esta base, que será, por tanto, un supuesto empírico del oído y de la vista, éstos no podrían saber que significa en verdad lo empírico. El tacto protege y vigila este supuesto inmediato cuando el hombre mediatiza su relación con lo empírico oyendo y viendo. Esto es también lo que en Da Vinci consagra, cara a la pintura, una filiación estrecha entre la vista y el tacto, gesto cuyos alcances, especialmente relacionados con la ejecución misma de la obra pictórica de la mano del pintor, podría invertir la relación y objetar la prioridad de lo visual en relación con el hacer manual. La pintura, a la mano del pintor (arte de tipo mecánico), al alcance de sus dedos y en la proximidad de su tela, podría desatender la posición universal del espectador priorizando el quehacer que brota de las propias manos del artista, al alcance de

sensible en la arquitectura y en la escultura, merced a la vista y al tacto, lo pierde en apticidad para vincularse con el juego libre de ideas. Esta pérdida no deja de estar vinculada al tacto, de un modo similar a la restricción operada en el campo de la percepción. El tacto dice la presencia inmediata del mundo en su extensión corporal. El tacto acusa una inmediatez que obliga. El tacto podría ser quizá la verdad grosera de los sentidos. En el arte pictórico, en cambio, “arte figurativo que presenta la apariencia de los sentidos artísticamente enlazada con ideas”, la pintura, que “da sólo la apariencia de la extensión corpórea”, se ofrece a los ojos como la composición de las cosas corpóreas, y como tal, no puede ofrecerse al tacto dado que éste “no puede proporcionar ninguna representación intuible de una tal forma”. Avanzaré sobre este punto más adelante, al momento que aborde el sentido de la vista. Dejo, no obstante, consignado lo siguiente: por un lado, existe una relación especial, sino paradigmática, que modula al gusto puro: ante todo, la complacencia en (la forma de) lo bello se deja ver en el desinterés de la contemplación. De ahí que, por relación al diseño, la pintura tenga para Kant una preferencia entre las artes figurativas. No obstante, por otro lado, dicho desinterés vinculado al duelo auspiciado por los ojos, no obstaculizará, en el círculo de la economimesis, la prioridad dada al oído y a la proximidad del habla que lo afecta, al interior de las artes de la palabra. Hay aquí una prioridad vinculada al oírse-hablar que logra cercar analógicamente lo que en relación con la pulchritudo vaga se da sólo a ver suspendiendo así la consumación por el theorein, y que yo quisiera intentar problematizar haciendo comparecer la cuestión de la afección en el supuesto de un cierto descontrol o inadecuación de la misma Que este descontrol estuviera relacionado con la inmediatez auspiciada por el tacto, querría decir que su grosera presencia de algún modo habría afectado desde siempre a la vista y al oído bajo la forma misma del objeto externo mediato. Resistente a la mediación, persistente en ella como radical y segura referencia exterior, como hetero-afección (en el caso de la vista y el oído) o como auto-afección (en el caso del oído-voz), cierta inmediatez irreductible trabaja la imposibilidad de la idea y del libre juego, de la nobleza y de la plenitud.

14

sus manos.13 El tacto aseguraría esta prioridad obturando el poder neutral y universal de la vista, y con ello, quebraría la alianza entre el naturalismo y la pintura. El tacto contra la vista, o mejor, la vista de la mano del tacto, la vista en la punta de los dedos, como el ciego que estira la mano por no (querer) ver su caída.14 A este cambio de prioridades en la escena occidental parece responder Emanuel Lévinas con su ética radical.15 13

Al alcance de sus manos, puede querer decir, entre otros significados, fruto de la experiencia estética. En todo caso, no ya pasividad de espectador sino actividad de artista. Es la defensa de esta experiencia del artista y del arte lo que está en el centro de la crítica que Nietzsche le lanzará a Kant en La genealogía de la moral.. Sobre el tacto: “(...) consideremos, por ejemplo, como algo que honra a Kant lo que sabe enseñarnos, con la ingenuidad propia de un cura de aldea, sobre la peculiaridad del sentido del tacto” (F., Nietzsche, La genealogía de la moral, Alianza Editorial, Madrid, 1995, p., 121, tr. Andrés Sánchez Pascual. 14 De la ceguera habla Derrida para hablar del dibujo y de la pintura, de una ceguera cuyo latido nos refiere retóricamente a la vista: “Dans le cas de l’aveugle, rappelons-nous, l’ouïe va plus loin que la main qui va plus loin que l’oeil. La main s’entend à prévenir la chute, c’est-à-dire le casus, l’accident; elle en commémore ainsi la posibilité, elle garde en mémoire l’accident. Une main est en ce lieu la mémoire même de l’accident. Mais pour qui voit, l’anticipation visuelle prend le relais de la main pour se porter encore plus loin et beaucoup plus loin. Que veut dire “plus loin”, et plus loin que lointain même? Prenant en vue, l’oeil prend plus et mieux que la main. Prendre est ici d’une figure. L’oreille porterait encore plus loin si les tropes de cette suppléance rhétorique en nous entraînaient tojours plus loin et toujours trop loin. C’est de ces tropes, et de ce trop de vue au coeur de la cécité même que je voudrait parler”. Mémoires d’aveugles, l’autopotrait et autres ruines, Parti Pris, Reunion des musées nationaux, Paris, 1991, p.23 15 Traigo a colación aquí, en particular, al artículo de Lévinas sobre Paul Celan aparecido en Noms propes (Fata morgana: Le livre de Poche, París, 1976) y al cual ya he hecho una breve referencia más arriba (Cf nota 2). “De l’être à l’autre” es el subtítulo de un artículo en el que parece establecerse el talante poético, incluso la poética, de Paul Celan. De entrada, con todo la magnitud de la mano (en este caso, de Celan): “Yo no veo [esta cursiva es mía] diferencia entre un apretón de manos y un poema”(p.49). Entre el poema y el apreretón de manos no habría diferencia. Hay aquí un punto de vista que le sustrae el privilegio a la palabra-sentido con la que solemos identificar el poema sobre la base de una identificación con la a-semántica del gesto. El poeta no dice primer lugar, sino que gesticula. Y lo hace en relación con el otro. Para Lévinas esto significaría lo siguiente (sigo la traducción de Pablo Oyarzún en su artículo ya aludido): “¡He aquí el poema, lenguaje acabado, remitido al nivel de una interjección, de una expresión tan escasamente articulada como un guiño, como un signo dado al prójimo! ¿Signo de qué? ¿de vida? ¿de benevolencia? ¿de complicidad? O signo de nada, de complicidad por nada: decir sin dicho. O signo que es su propio significado: el sujeto da signo de esta donación de signo al punto de hacerse todo entero signo. Comunicación elemental y sin revelación, infancia balbuceante del discurso, inserción harto precaria en la famosa lengua que habla, en el famoso die Sprache spricht, entrada de mendigo en la morada del ser “. Y un poco más adelante: “Ocurre, pues, para Celan, que el poema se sitúa en este nivel pre-sintáctico y pre-lógico [...], pero también pre-develador: en el momento del puro tocar, del puro contacto [esta cursiva es mía], del aferrar, del apretón, que es, quizás, una manera de dar hasta la mano que da. Lenguaje de la proximidad por la proximidad, más antiguo que aquél de la verdad del ser -que él probablemente, porta y soporta-, el primero [salvo “la verdad del ser”, toda la cursiva es mía] de los lenguajes, respuesta que precede a la pregunta, responsabilidad por el prójimo, que hace posible, por su para el otro, toda la maravilla del dar” (Op. cit, p.50). Resuena aquí el pasaje kantiano, incluso, resuena anticipadamente lo que habremos de decir luego. Pero en esta resonancia, que, desde luego, no sería justo identificar con el pensamiento levinasiano, entre-veo también al títular del pasaje que abre el texto de Lévinas. Celan por su puesto: “Yo no veo [esta cursiva es mía] diferencia

15

A la inmediatez objetiva del tacto sucede la exposición del oído, sentido objetivo de la percepción meramente mediata. A diferencia de aquél, el oído funciona a distancia: “A través del aire que nos circunda, y por medio de él, se reconoce a gran distancia un objeto lejano”(p.43). Pero esta lejanía, esta distancia o mediación, se acorta abruptamente en la boca. Si el aire es el medio, lo es “puesto en movimiento por el órgano de la voz, la boca”(ibid.). Por este acortamiento, por este circuito oreja-boca, oído-voz, los hombres participan en comunidad, y esto “cuando los sonidos son articulados y constituyen un lenguaje por haberlos combinados según las leyes del entendimiento”(Ibid). El lenguaje, y con él, la comunicación a la que da lugar, es producto del arreglo inteligible de la voz articulada al entendimiento. Es en relación con éste que los sonidos, que en sí no significan nada (son un instrumento tan in-significante como arbitrario), son los medios adecuados para designar los conceptos. De ahí que “los sordos de nacimiento, que precisamente por serlo resultan de necesidad mudos (sin lenguaje), no pueden llegar nunca a nada más que a un analogon de la razón”(p.44). He aquí el descendiente del sordo(mudo) de Aristóteles. Como si una consideración sobre el lenguaje y la razón tuviera que vérselas siempre con la experiencia de la privación para saber más de sí. Como si la experiencia de esta privación tuviera en el sordo-mudo su caso más característico. Como si este caso no hiciera más que celebrar la normalidad en la que se verifica la relación indisociable entre el logos y la voz articulada. Gadamer: “Incluso en casos de carencia, como en los sordomudos, el lenguaje no es verdadero lenguaje expresivo

entre un apretón de manos y un poema”. Pero no sólo él, también su ojo. Es su ojo quien no hace la diferencia entre un apretón de manos y un poema. O mejor así: es su ojo quien hace la diferencia con la diferencia entre un apretón de manos y un poema. Su ojo hace el corte con el corte. El apretón de manos y el poema parecen indistintos bajo el ojo de Celan. Pero el ojo de Celan, lo sabemos con Heidegger, no es quien ve. El que (no) ve (la diferencia) es Celan. Celan borra la diferencia, y al borrarla, hace la diferencia. La diferencia borrada por Celan parece ser aquella entre lo a-semántico y lo semántico, entre el gesto y el decir, entre la proximidad al otro y la palabra. (Resuena aquí la Alocución de Bremen). Pero en Celan, en verdad, parece no haber un compromiso a un cambio de prioridades como en Lévinas. Parece no haber esa urgencia ética que tracciona el planteamiento levinasiano. Bien entendido, claro está, que urgencia no se opone a radicalidad, Celan, antes que esmerarse en romper los lazos con el ser (y con Heidegger), parece más bien el testimonio no premeditado de las veleidades de su fisura (es Celan quien visita al “sabio de la cabaña”). Ahora bien, si las prioridades para Lévinas y para Celan son distintas, o para ser justo, si la prioridad se abre paso de distinto modo en ambos, el quiebre del ojo y de la visión parecen acordar una alianza subterranea: por un lado, no ver la diferencia es no ver, y a la vez, es ver fuera de la diferencia que separa el gesto del poema, lo visto de lo oído, la palabra del acontecimiento. Por otro lado, el “rostro”, bien lo ha dicho Derrida en relación con Lévinas, no es sólo lo visto, sino también lo que ve, vale decir, el rostro incita no sólo a hacer el duelo con la mirada, sino hacerlo de la propia mirada, de la mirada del sí mismo y de toda mirada, precisamente en el tocarse del ver. Hay aquí una cuasi-sustitución cuyas raíces no dejarían de detectarse en la problemática más antigua de la fe cristiana, allí donde, el tocar parece ser una consumación del ver.

16

de gestos sino una copia sustitutiva del lenguaje fónico articulado, a través de un lenguaje de gestos que posee la misma articulación”.16 Pero con Gadamer, vale decir, en la radicalidad alcanzada por la filosofía del lenguaje, como hermenéutica fundamental, la situación del sordomudo parece, paradójicamente, menos importante y decisiva que para Aristóteles y para Kant.17 Pero, no me detendré es este punto. Antes bien, es preciso completar el punto de vista kantiano sobre el particular. Con respecto a lo que dice Kant sobre la relación entre el oírse-hablar y el logos y en lo que atañe esto al sordo-mudo, al incapaz de oírse-hablar, Derrida anota lo siguiente: “Entre el concepto y el sistema del oírse-hablar, entre lo inteligible y la palabra, el lazo es privilegiado. Es preciso decir el oírse-hablar porque esta estructura es autoafectiva, la boca y la oreja no pueden disociarse allí. GADAMER, H-G., Verdad y Método I, Sígueme, Salamanca, 1993, p. 533. Habría que añadir que esta prueba por privación es casi siempre indisociable de una comparación más amplia, la que, una y otra vez, hace comparecer el topos biológico de la privación: la animalidad. Inmediatamente después añade Gadamer: “Las posibilidades de entenderse entre los animales no conocen este género de variabilidad. Esto quiere decir ontológicamente que pueden entenderse entre sí pero no entenderse sobre constelaciones objetivas como tales, como contenidos del mundo. Esto ya lo había visto con claridad Aristóteles: mientras que el grito de los animales induce siempre a sus compañeros de especie a una determinada conducta, el entendimiento lingüístico a través del logos está dirigido a poner al descubierto lo que es como tal” (p. 553s.). 17 La cita de la obra de Gadamer que he referido anteriormente confirma en parte esta cuestión. En efecto, lo que Gadamer está diciendo forma parte de su explicación de la variabilidad del uso del lenguaje humano y de la libertad de éste para ejecutar dicha variabilidad. De ahí, la variabilidad del lenguaje no consiste sólo en que el hombre pueda aprender otras lenguas, sino que es variable en sí mismo “en cuanto que ofrece diversas posibilidades de expresar una misma cosa”. Un de esas posibilidades se da en los casos de carencia, donde, como es el caso del sordomudo, su lenguaje de gestos funciona en la medida en que es “una copia substitutiva del lenguaje fónico articulado”. Ahora bien, esto podría ser un mero dato empírico si no fuera por el hecho de que Gadamer esta refiriendo la variabilidad del lenguaje humano como rendimiento característico de la lingüísticidad de la experiencia humana en su conjunto. Dicho de otra manera: porque hay un dato fundamental, la lingüisticidad de la experiencia humana donde se verifica la experiencia hermenéutica, toda manifestación particular del lenguaje se funda en dicha condición. Por lo mismo, todo la especificidad de una lengua importa menos al punto de vista hermenéutico, en la medida en que queda encerrada en los contornos idiomático culturales. A una ontología hermenéutica como la de Gadamer le importa lo siguiente: “La forma lingüística y el contenido transmitido no pueden separarse en la experiencia hermenéutica. Si cada lengua es una acepción del mundo, no lo es tanto en su calidad de representante de un determinado tipo de lengua (que es como considera la lengua el lingüista), sino en virtud de aquello que se ha hablado y transmitido en ella”(Op. cit., p.529). Este recorte lingüistico del punto de vista hermenéutico es la condición de su rendimiento teórico. Por él, la hermenéutica fundamental de Gadamer podrá articular la unidad del lenguaje en su conjunto con la tradición bajo el expediente de realización de la experiencia hermenéutica. Por lo mismo, si experiencia hermenéutica encuentra en el diálogo o la conversación su modelo, es porque cada una de las instancias del sentido (texto, escritura, documentos, etc.) atenderán a los requerimientos comunicacionales de dicho modelo. La universalidad de la experiencia hermenéutica estará asegurada sobre la base de la universal lingüisticidad de la experiencia humana cuya multiformidad no dejarán de asegurar la continuidad del sentido transmitido en la tradición. Dentro de dicha multiformidad caería el tipo de lenguaje que utiliza el sordomudo. 16

17

Y la prueba, en la juntura de lo empírico y de lo meta-empírico, es que los sordos son mudos. No tienen acceso al logos mismo. A través de los otros sentidos y los otros órganos, pueden imitar el logos, ponerse con él en una suerte de relación vacía o exterior”18. Sobre esta prioridad del oírse-hablar, que no es otra cosa que la prioridad otorgada al lenguaje en la proximidad del logos y de sí mismo, en la autoafección que acorta la distancia, interiorizándola, entre el oír y el sonido articulado por la voz, lo que está en juego también es el modo a través del cual “más fácil e íntegramente pueden los hombres entrar en comunidad de pensamientos y sentimientos con los demás”(Kant, Op. cit., p.43). Se aprecia así la situación en la que se encuentra el sordo-mudo: hasta cierto punto fuera del alcance del circuito comunitario de la comunicación, menos libre para el intercambio entre los hombres y menos capacitado para expresar ideas universales. De ahí que Kant, cuando se pregunta por el vicariato de los sentidos, va a mostrar que la pérdida del oído es menos reemplazable que la pérdida de la vista y que, por lo tanto, uno sustituye más fácilmente al otro. Cita: “¿Hay un vicariato de los sentidos, esto es, el uso de un sentido en sustitución y lugar de otro? Al sordo se le puede hacer, por señas, es decir, por medio de su vista, hablar como de costumbre, con la sola condición de que haya podido oír alguna vez; en ello entra también la observación del movimiento de los labios, e incluso puede suceder exactamente lo mismo por medio del tacto, tocando en la oscuridad los labios en movimiento. Pero si es sordo de nacimiento, necesita el sentido de la vista, partiendo del movimiento de los órganos del lenguaje, convertir los sonidos que se le hayan hecho aprender al sujeto, en un sentir el movimiento propio de los músculos del lenguaje; aunque de este modo nunca llegará el sujeto a tener verdaderos conceptos, porque los signos, que necesita para ello, no son susceptibles de universalidad [...] . ¿Qué falta o pérdida de un sentido es más importante, la del oído o la de la vista? - La primera, si es de nacimiento, es, entre todas, la menos compensable; pero si se produce más tarde, después de haberse cultivado el uso de los ojos, bien para observar el juego de las señas, bien de un modo más mediato aún, para leer una obra, puede una pérdida como ésta compensar, en caso necesario, por medio de la vista, principalmente en el caso de una persona de buena posición. Pero la persona que se vuelve sorda en la vejez echa de menos este medio de comunicación, y así como se ven muchos ciegos que son locuaces, sociables y joviales a la mesa, difícilmente se encontrará alguien que, habiendo perdido su oído, sea, en compañía de los demás, otra cosa que aburrido, desconfiado y de mal humor. Viendo en los rostros de sus compañeros de mesa toda suerte de expresiones de afecto o, al menos, de interés, y deshaciéndose en vano por descubrir su significación, está condenado al aislamiento, incluso en medio de la compañía”(Op. cit, p.48).

18

DERRIDA, J., Economímesis, p.85.

18

El sordo de nacimiento requiere el sentido de la vista pero jamás alcanzará la universalidad que reportan los verdaderos conceptos.19 Por ello, su situación es menos compensable que la de aquel que es invidente. De la mano de esta prioridad kantiana por el oír, paso a considerar el sentido de la vista. Tercer sentido objetivo, segundo de la sensación mediata. La luz es la mediación material que afecta al ojo. La luz: “una corriente por la cual se determina un punto para el objeto en el espacio, y por medio de la cual se nos hace conocido el universo en una extensión tan inmensa, que, principalmente cuando se trata de los cuerpos celestes dotados de luz propia, si medimos sus distancias con Gadamer comparte el supuesto de esta universalidad vinculada al oír en relación con el concepto de pertenencia en la que se juega la experiencia hermenéutica. “Si queremos determinar correctamente el concepto de la pertenencia de que se trata aquí convendrá que observemos esa dialéctica peculiar que es propia del oír. No es sólo que el que oye es de algún modo interpelado. Hay algo más, y es que el que es interpelado tiene que oír, lo quiera o no. No puede apartar sus oídos igual que se aparta la vista de algo mirado en otra dirección. Esta diferencia entre ver y oír es para nosotros importante porque al fenómeno hermenéutico le subyace una verdadera primacía del oír, como ya reconoce Aristóteles. No hay nada que no sea asequible al oído a través del lenguaje. Mientras ninguno de los demás sentidos participa directamente en la universalidad de la experiencia lingüística del mundo sino que cada uno de ellos abarca tan sólo su campo específico, el oír es un camino hacia el todo porque está capacitado para escuchar al logos. A la luz de nuestro planteamiento hermenéutico este viejo conocimiento de la primacía del oír sobre el ver alcanza un peso nuevo. El lenguaje en el que participa el oír no es sólo universal en el sentido de que en él todo puede hacerse palabra. El sentido de la experiencia hermenéutica reside más bien en que, frente a todas las formas de experiencia del mundo, el lenguaje pone al descubierto una dimensión completamente nueva, una dimensión de profundidad desde que la tradición alcanza a los que viven en el presente. Tal es la verdadera esencia del oír: que incluso antes de la escritura, el oyente está capacitado para escuchar la leyenda, el mito, la verdad de los mayores”(Op. cit, p.553s) (las cursivas son mías). Pertenecer, entonces, “es ser alcanzado por la interpelación de la tradición”, vale decir, tiene que prestar oídos a lo que de ella le llega hasta el presente. ¿Quiere decir esto que la pertenencia a la tradición es lo que podríamos llamar una relación inmediata? Dice Gadamer: “la verdad de la tradición es como el presente que se abre inmediatamente a los sentidos”, pero agrega inmediatamente, “Ni que decir tiene que la tradición no es algo sensible inmediato. Es lenguaje, y el oír que la comprende involucra su verdad en un comportamiento lingüístico propio respecto al mundo cuando interpreta los textos”(ibid.). La tradición entonces, se mediatiza en el lenguaje. Aunque, como el presente, parece abrirse inmediatamente a los sentidos, ella no es la inmediatez de los sentidos. Pero esta mediación no es proritariamente reflexiva ni susceptible de objetivización. “No existe ningún lugar fuera de la experiencia lingüística del mundo desde el cual éste pudiera convertirse por sí mismo en objeto”(p.543). Si en la experiencia hermenéutica hay distancia la hay en el entendido que es posible la ampliación y el enriquecimiento de dicha experiencia. Es que “la estructura de la experiencia hermenéutica, tan contraria a la idea metódica de la ciencia, tiene a su vez su propio fundamento en el carácter de acontecer [...] que afecta al lenguaje. No es sólo que el uso lingüístico y la formación continuada de los medios lingüísticos sean un proceso al que la conciencia individual se enfrente, sabiéndolo y eligiéndolo; en este sentido sería literalmente más correcto decir que el lenguaje nos habla que decir que nosotros lo hablamos [...]. Más importante que todo esto es algo a lo que venimos apuntando desde el principio: que el lenguaje no constituye el verdadero acontecer hermenéutico como tal lenguaje, como gramática ni como léxico, sino en cuanto que da la palabra a lo dicho en la tradición. esta acontecer hermenéutico es al mismo tiempo apropiación e interpretación. Por eso es aquí donde puede decirse con toda razón que este acontecer no es nuestra acción con las cosas sino la acción de las cosas mismas”(p.555). 19

19

nuestras unidades terrestres, nos fatigamos de seguir la serie de los números y casi tenemos más motivo para asombrarnos de la delicada sensibilidad de este órgano, con respecto a la percepción de tan débiles impresiones, que de la magnitud del objeto (el universo)”(Kant, Op. cit., p. 44). El ojo tiene el privilegio de conocer el universo en extensiones inmensas y la capacidad para recibir a distancias siderales la impresión de la luz de los cuerpos celestes que tienen luz propia. Hay aquí una mediación cuya distancia es la más difícil de recortar. La vista, menos indispensable que el oído pero más noble. Las razones de esta nobleza: por un lado, es el sentido que más se aleja del tacto, condición más limitada de la percepciones. Por otro lado, porque tiene la capacidad de encerrar la mayor cantidad de percepciones dentro de su espacio, y, a la vez, porque la afección sobre su órgano es menor. Por esta razones se parece más a una intuición pura, vale decir, “a la representación inmediata del objeto dado sin mezcla de sensación que se note”(p.45).20 20

Me detengo en esta cita cuyos posibles alcances comento enseguida en el corpus. Me detengo aquí para señalar con más detalle, en continuidad con lo dicho más arriba en el marco de la Tercera Crítica, lo que en Kant, cierta propiedad de los ojos tiene relación con la preferencia de la pintura entre las artes figurativas. “Entre las artes figurativas -dice Kant- daría yo preferencia a la pintura; en parte porque, como arte del diseño [Zeichnung], está a la base de todas las demás artes formativas; y en parte porque puede adentrarse mucho más en la región de las ideas y ensanchar también el campo de las intuiciones, en conformidad con aquéllas, más de lo que les está permitido a las restantes”(Op. cit., p.237s.).. La pintura, arte del diseño, como tal, le es esencial una relación con la forma. Y la forma es aquello cuya belleza es el objeto de la producción de las obras de las artes plásticas como bellas artes. Y si la pintura tiene una prioridad sobre todas, es porque ante todo la forma bella se da a ver. La pintura “está ahí sólo para ser vista, para entretener la imaginación en el juego libre con ideas y ocupar sin fin determinado la facultad de juzgar estética”(Op. cit., p.231; las cursivas son mías, IT.). Para los ojos, quiere decir, como objeto de contemplación, o lo que es lo mismo, sin interés. Una complacencia sin interés es lo que caracteriza al juicio del gusto puro. A diferencia de la complacencia en lo bueno o en lo agradable, la complacencia en lo bello es ajena a la existencia del objeto, lo contemplativo de su juicio es, “indiferente a la existencia de un objeto, sólo mantiene unidos la índole de ésta con el sentimiento de placer y displacer”(p.127; la cursiva es mía, IT.) . Esta es una unión ajena al conocimiento teórico o práctico, por lo mismo, no está ni fundada en conceptos ni tiene por fin alguno. Así, la complacencia del gusto por lo bello “es una complacencia desinteresada y libre, pues ningún interés, ni el de los sentidos, ni el de la razón, fuerza la aprobación”(Ibid.). Ajena al concepto, y por tanto, al juicio lógico, el juicio del gusto es semejante a aquél en la medida en que pretende una validez universal. Pero es diferente de aquél porque dicha validez es subjetiva y no objetiva. “Pues de los conceptos no hay tránsito hacia el sentimiento de placer o displacer”(Op. cit., p.129). De validez universal subjetiva, es decir estética, el juicio del gusto se opone no sólo al juicio lógico, sino también al juicio sobre lo agradable, en cuanto éste está confinado en la pura subjetividad. “Cuando se juzga objetos solamente según conceptos se pierde toda representación de la belleza. Por lo tanto, tampoco puede haber una regla según la cual pudiese ser forzado a reconocer algo como bello (...) Se quiere someter el objeto a los propios ojos, tal como si nuestra complacencia dependiese de la sensación; y, sin embargo, si a continuación se llama al objeto bello, créese tener para sí una voz universal y se pretende la adhesión de todos, mientras que, por el contrario, toda sensación privada no sería decisiva más que para el solo [sujeto] y su complacencia”(ibid.). Una representación sin concepto, universal y subjetiva que además no esté constreñida a la sensación. La complacencia en lo bello, es cosa de ojos, pero a cierta distancia de éstos. Para que haya complacencia, y en definitiva, juicio sobre lo bello, tiene que haber un camino entre la objetividad pura del concepto y la subjetividad privada de la sensación. Es

20

Nobleza de la distancia, la vista. Por una parte, es el sentido que más nos libera de la limitación perceptiva. Y la mayor limitación es la del tacto. Sabemos también que, por lo mismo, la limitación del tacto más grosera. Pero también sabemos que es el tacto la percepción básica sobre la que deben apoyarse la vista y el oído para dar por resultado una noción empírica. La vista entonces, tiene una ventaja y una deuda. Claro, porque la ventaja por sí sola amenazaría con hacer perder de vista a la vista el contacto con su suelo. La ventaja en la deuda sería la vista, vale decir, lo mediato en lo inmediato. Pero esta deuda no se debe reconocer enseguida, sino al cabo de extender más los términos de la ventaja. Así, por otra parte, la vista se deja afectar menos en su órgano, vale decir, a diferencia del tacto en primer lugar, pero también del oído, en segundo lugar, el alcance de la vista es proporcional al distanciamiento del ojo. Para ver no es preciso dejarse tocar el ojo como lo áspero alcanza la yema de nuestros dedos, y ni siquiera debemos escuchar que vemos por nuestros ojos, como resulta necesario para aquel que oye por sus oídos. Esta distancia del ojo extiende el horizonte del alcance de la vista. Por lo mismo, finalmente, la vista está más capacitada para coger la mayor cantidad de percepciones dentro de su horizonte. La vista, entonces, es un sentido externo mediato capaz de mantener una triple distancia de lo inmediato: distancia de la limitación perceptiva cuya máxima expresión es el tacto, distancia en la afección ocular y distancia de la circunscripción perceptiva. Ahora bien, por esta misma triple distancia, por esta lejanía de la inmediatez perceptiva, por esta libertad incluso dada en la anexposición del órgano con respecto a lo que es su objeto, la vista, es la que está más cerca de una intuición pura, vale decir, más cerca de una representación inmediata del objeto dado sin mezcla de sensación. Un movimiento apenas advertido tiende a vincular, quizá a restablecer, la cercanía del tacto con la vista, lo inmediato con lo preciso observar esta última limitación: la sensación compromete la singularidad a tal punto que obtura la universalidad y, por tanto, la comunicabilidad. Al hacer esto, introduce parcialidad allí donde debería haber imparcialidad. Así, como cuando el juicio estético es afectado por el deleite o por el dolor. “Por eso, dice Kant, los juicios que así son afectados no pueden pretender una complacencia universalmente válida, o bien tanto menos [pueden hacerlo] cuanto más sensaciones de la mencionada especie se hallen entre los fundamentos de determinación del gusto. El gusto sigue todavía siendo bárbaro donde sea que se requiera de la mezcla de atractivos y emociones con la complacencia y, más aún, haga de éstos la medida de su aprobación”(Op. cit., p.139). La contemplación de lo bello, entonces, es contemplación en la distancia. En la distancia, sin mezcla de sensación. Como en las artes plásticas, donde el diseño es lo esencial, “el fundamento de toda disposición para el gusto no lo constituye aquello que deleita a la sensación, sino meramente lo que place por su forma”. Lo que place por su forma es la medida del gusto puro. El ojo estético, el ver puro de la contemplación, es arrancado del cuerpo, de la extensión corporal en toda sensación, y en particular, de la del tacto. De ahí que la pintura, en la medida en que se deba sólo a la apariencia de los sentidos, exprese mejor esta pureza. Más libre, entonces, más apta para el libre juego de las ideas, le otorga la (des)medida del sin fin determinado a la facultad de juzgar estética. El ojo estético y la pintura, arte bello, son, en relación con el gusto puro y la facultad de juzgar estética, todo lo que escapa a la afección como hetero-afección Y ha de ser la crítica del gusto puro el instrumento puro para limpiar en el ojo puro todo cuerpo extraño que obstruya la contemplación de la forma bella.

21

mediato. En algún momento, pese a todas las ventajas, la deuda debía ser pagada. Pago éste, sin embargo, que debía primero arrojar todas las específicas virtudes de la vista, y al cabo del cual, la ganancia es más fructífera y más neta (menos bruta): el objeto dado sin mezcla de sensación en la inmediatez de la representación. Sin mezcla, quiere decir a distancia. Objeto (exterior) dado en la distancia, a distancia de la sensación. Objeto exterior, dado, a la vez, en una representación inmediata, por lo mismo, la vista está más cerca de una intuición pura. En este más cerca, la vista se acerca y se aleja de la toda otra percepción y muy particularmente del tacto. El valor mediato de la vista es preservado en la lo inmediato de la representación. Distancia de la limitación perceptiva en tanto se mantiene en la representación inmediata (del objeto) sin mezcla de sensación; distancia asegurada en el interior mismo, en el a priori de la visión previa del espacio y del tiempo por la que es posible toda experiencia de lo espacial y lo temporal. Distancia, además, que en un más y un menos que, define el rango de la subjetividad y de la objetividad de uno y otro sentido. Cuestión de grado que parece asegurar (comprometer) la estabilidad y la jerarquía de nuestro modo de conocer. “Estos tres sentido externos conducen al sujeto, por medio de la reflexión, al conocimiento del objeto como una cosa fuera de nosotros”(Kant, Op. cit., p.45; la cursiva es mía). Lo que está fuera del sujeto, aquello merced a lo cual el sentido se llama sentido externo, es, por medio de la reflexión, conocido como objeto en tanto que fuera de nosotros. Y para que este afuera siga estando fuera, la sensación debe ser tan sólo moderadamente afectada. Caso contrario, “si la sensación se hace tan intensa que la conciencia del movimiento del órgano se hace más intensa que la de la referencia a un objeto exterior”(ibid.), las representaciones denominadas externas se convierten en internas. Esto significa que la sensación muy viva, muy intensa, es un impedimento para llegar al concepto del objeto, vale decir, a un conocimiento del objeto como algo fuera de nosotros. Para evitar una atención que permanezca sólo adherida a la modificación del órgano, vale decir, a la representación subjetiva, es preciso controlar el grado de la afección. A este control deben estar sometidos el tacto, la vista y el oído.21 Mas, ya sabemos que, de derecho, quien mejor controla esta afección es la vista, desde el momento en que el órgano De hecho, todos los órganos de los sentidos externos están expuestos a una afección intensa que impide la referencia externa en la forma de una representación objetiva “Notar lo liso o áspero en lo tangible es algo totalmente distinto de reconocer por este medio la forma del cuerpo exterior. Igualmente, si los demás hablan tan alto que le duelen a uno los oídos, como vulgarmente se dice, o si guiña los ojos quien pasa de un cuarto oscuro a la luz del sol, éste último queda ciego unos instantes por obra de una iluminación demasiado intensa o súbita y el primero queda sordo por obra de una voz chillona, esto es, ninguno de ambos puede llegar al concepto del objeto....”. Esta afección aparece aquí asociada a un rasgo no sólo pasivo del órgano, sino también pasional, asociado al dolor y a la molestia. Incluso dicha afección, en el caso de la vista y del oído, puede provocar, al menos por unos instantes, la ceguera y la sordera. Este motivo pasional, que asocia la afección con la privación, no dejará de conducir mi reflexión a los aspectos probatorios (testimoniales) de la fe cristiana, especialmente en relación con la muerte y resurrección de Cristo. Pero también, me conducirá a la problemática pictórica de la textura, de la pincelada, de la luz y del color, la que dejaré anunciada al final de este trabajo en relación con Eugéne Delacroix. 21

22

del ojo está menos expuesto a la afección externa. Entonces, el ojo no podrá sino estar asociado a aquello que asegura el exterior. Y todo aquello que asegure más el exterior debe permitir también demarcar mejor la frontera entre lo objetivo y lo subjetivo, entre lo externo y lo interno. Del tacto a la vista no hay un progreso hacia un exterior bruto (que preserva el tacto), sino un progreso desde tal exterior hacia un exterior más libre, más noble, más objetivo, más exterior, a la vez, más interior. Vale decir, este exterior es un límite ex-puesto preferentemente en la vista, y, por lo mismo, marca también el poder del interior, el poder de la subjetividad de abrir a priori un horizonte en medio de su borde. La vista, más cercano a una intuición pura, parece trascender la mera intuición empírica. Se obtiene, por lo mismo, una representación más inmediata de lo externo, de lo mediato, de todo lo que, bajo la forma del concepto (del objeto), conocemos como lo que está fuera de nosotros. Todo parece ser cuestión de grado y de control de la afección. Y esto no sólo atañe a la vista. Para evitar convertir la representación externa en interna, no es necesario atribuir exclusivamente a la vista todo lo que preserva la exterioridad. Un más y un menos que, evita que la vista se en ubique un plano distinto que los otros dos sentidos llamados externos. Es más, la pertenencia a este mismo plano, de acuerdo a la misma lógica del más y el menos que, es lo que también permite pasar a distinguir el conjunto de los sentidos objetivos externos de los sentidos más subjetivos (el gusto y el olfato), asimismo, el conjunto de éstos, del sentido interno (cuyo órgano es el alma). Y sin embargo, el progreso hacia el más noble de los sentidos es también el progreso hacia el theorein, el progreso hacia el momento en el cual la afección del órgano (el ojo) no sólo es menor, sino que también es el momento en que la vista se aproxima más que ningún otro sentido al a priori de todo conocimiento empírico, allí donde ya no es necesario el concurso de ningún órgano y de ninguna sensación, excepto, el psiquismo. En este progreso es en el adentro donde comienza el afuera. Pero si con lo dicho, aparezco como rebasando el marco de la Antropología, pasándome a la filosofía pura, donde la idealidad tiene cogida toda la reflexión sobre los sentidos, hay que tomar en cuenta que el parangón es puesto por Kant mismo.22 Lo que me interesa aquí es la relación entre la asociación de la vista a la representación inmediata, su capacidad de distanciamiento y la intensidad de la afección sobre su órgano. He venido insistiendo sobre esta última para observar qué tipo de afección debe soportar el órgano de la vista para hacer posible una representación objetiva que no deje de ser externa. O lo que es lo mismo, qué tipo de afección sobre el ojo evita que la vista se convierta en una sensación interna. Lo que se juega aquí es el estatuto del conocimiento objetivo por el expediente de la exterioridad. En lo que sigue examinaré brevemente los términos de esta afección 22 Aprovecho de extender algo más la referencia ventilada. En el marco de la Primera Crítica, en esta especie de exergo kantiano: “Pensamientos sin contenidos son vanos, intuiciones sin conceptos son ciegas”, (Op. cit., p.58., la cursiva es mía, IT.). Entre el abstracto racionalismo y el limitado empirismo, Kant le pone ojos a las intuiciones. Sólo a la luz del theorein es realmente posible ver.

23

tal y como la señala Kant mientras progresa su análisis del exterior al interior, desde los sentidos externos subjetivos hasta el sentido interno. Traigo a colación, en primer lugar, una observación hecha por Kant que ya hemos consignado más arriba: al hablar de la luz como el medio material que afecta al ojo. Por ella conocemos extensiones siderales inmensas, y, cuando se trata de la luz que nos llega de los cuerpos celestes a nuestro ojo, más que asombrarnos cuando medimos la distancia que nos separa de ellos, “tenemos más motivos para asombrarnos de la delicada sensibilidad de este órgano”. Esta sensibilidad delicada será cualquier cosa menos fragilidad. Más bien formará parte de su fortaleza o de su resistencia a una afección desmedida, a una afección que no sólo sería un obstáculo para el conocimiento objetivo, sino que incluso vuelve desgraciado al hombre. Por todo ello, el sentido de la vista hará como ningún otro el duelo con la cosa, duelo por el cual, es posible el conocimiento del objeto externo. Pues bien, el examen de la afección tiene una dimensión más subjetiva en los sentidos del gusto y del olfato. Sentidos inferiores a los externos, de influjo químico y ya no mecánico como aquéllos. Por lo mismo, aparecen vinculados a una afección más íntima. Por esta íntima recepción del objeto externo, son llamados sentidos del goce, vale decir, diferentes a los sentidos superiores, los que son sentidos de la mera percepción (superficial). Pero esta recepción íntima no deja de tener sus límites naturales, tal es el caso del vómito. Esté límite asociado en primer término al gusto y a la boca, opera cuando la íntima recepción puede resultar peligrosa. Asimismo, y ya por analogía, existe también un goce del espíritu, el que, expuesto a un efecto que resulta espiritualmente repugnante (a un mal alimento espiritual), da ocasión al asco. Y sin embargo, ya aquí, todavía en lo natural, pero ya no en la esfera del sentido subjetivo externo sino en el sentido interno. La analogía nos transporta así, indirectamente, a un dominio radicalmente inmediato. Dominio en el que la subjetividad encuentra su núcleo espiritual. Dominio ya no de carne, sino de espíritu. Por analogía. Pero esta íntima recepción de lo externo da más de sí a la altura de la nariz. “El olfato es como un gusto a distancia”(Op. cit., p. 46; la cursiva es mía). Íntima recepción sí, pero social, pública. El olfato es una especie de gusto que compromete la libertad en la medida en que lo que lo afecta a su vez lo obliga, lo fuerza. Así, en la fetidez, el asco de la inmundicia se deja despertar en el olfato con mayor fuerza que la vista y la lengua que sólo pueden presumirla. El olfato: gusto a distancia, intimidad forzada que no compensa el intento de cultivarlo desde el momento en que hay más objetos que producen asco que goce. Por lo mismo, es una “condición negativa del bienestar” al momento en que protege de los olores nocivos. El olfato: pública intimidad que sirve para proteger del desagradable hedor social. Si el gusto es una sensación subjetiva íntima que permite todavía elegir, incluso fomentar la sociabilidad en el gozar, el olfato, en cambio, es una intimidad no libre, forzada, impuesta, abierta, susceptible. Instruye más, enseña más, quien es menos susceptible, quien está menos expuesto a la intensidad de la afección Pero no sólo eso, quien es más susceptible

24

otorga una situación más desagradable. El bienestar del hombre se obtiene en condiciones en las cuales impera una sensibilidad por fortaleza (sensibilitas sthenica), vale decir, una sensitividad delicada. El ojo, por ejemplo. El ojo es sensible, extremadamente sensible y abarcante, pero no susceptible, resistente más bien. Delicada sensibilidad, la del ojo. Pero esta sensibilidad debe cuidarse de una afección demasiado intensa, si no, no podemos distinguir. Igual cosa el oído, pues, si por ejemplo, se oye una voz estentórea, nos ensordecemos y ya no sólo no podemos escuchar, sino tampoco pensar. De este último, ya sabemos, Kant dice que es más indispensable que la vista porque es en relación con él que tenemos acceso al logos. En relación con él y con la boca en una estructura autoafectiva por la cual nos escuchamos hablar. Entre lo objetivo y lo subjetivo: alianza oído (sentido objetivo)boca (órgano del sentido subjetivo); alianza entre el oído (la recepción) y la voz (la desembocadura: el sonido articulado); alianza, además, de lo objetivo y de lo interno a través de lo subjetivo; alianza natural entre la carne y el espíritu bajo transferencia analógica; alianza entre lo natural y lo analógico. De esta alianza, en el ana-logón, nos habla Derrida. Pero la nobleza del la vista obliga. O mejor dicho, su deuda exterior. Pero obliga de un modo distinto a cómo obliga el exterior a la intimidad del olfato. Esta obligación es sin libertad, sin distancia. El olfato es una obligación íntima a distancia. Lo que obliga a la recepción de la vista, en cambio, es la distancia misma. Esta obligación, no obstante, le compete en principio a todos los sentidos, por ejemplo, cuando en el interior, en el dominio del sentido interno, somos afectados por la ilusión. En efecto, en el dominio del alma, el hombre padece la afección de sus propios pensamientos. En este dominio, ya no puramente antropológico, sino también psicológico, el hombre está expuesto a la ilusión, la que consiste “en que el hombre, o toma, los fenómenos de este sentido por fenómenos exteriores, esto es, las figuraciones por sensaciones, o los tiene por inspiraciones de que es causa de otro ser, que, sin embargo, no es objeto de los sentidos externos”(Op. cit., p.50; la cursiva es mía). Este tomar por, esta sustitución o engaño (autoengaño), es una propensión del sujeto a “volverse hacia sí mismo”, que sólo puede tener una salida por el exterior: “sólo puede ser reducida a orden, juntamente con las ilusiones del sentido interno que de ella provienen, haciendo retornar al hombre al mundo exterior y, con ello, al orden de las cosas que se presentan a los sentidos externos”(Op. cit., p.51; la cursiva es mía). De este modo, el exterior (se) protege del interior, y al proteger (se), protege también al interior en su núcleo espiritual, a la inmediatez ya no pasiva o pasional sino activa, imaginativa o racional. Por esta doble protección, es posible también reconocerle un lugar propio y un rol positivo (productivo) a la ficción, a saber, la imaginación. En el interior, la imaginación será la facultad donde es lícito tener intuiciones sin la presencia del objeto, vale decir, no habrá ningún exterior con el cual, merced a una sustitución o autoengaño, podrá

25

ser acusada o desmentida. Especialmente en la llamada “imaginación productiva”. Si bien, no obstante, aún aquí persistirá el material del exterior.23 Pero no entraré en estas consideraciones. Lo que me interesa aquí es esto: por una parte, que si los sentidos externos (objetivos y subjetivos) mantienen una ineludiblemente referencia al exterior, merced a lo cual, son capaces de trazar una línea en el interior mismo, evitando los desbordes de éste, son, por otra parte, una ineludible referencia del exterior en el interior, dado que, formando parte de la experiencia de la sensibilidad, son aptos para el conocimiento. Mas, si la distancia del oído hace un recorte por la voz y una alianza con ésta para poder interiorizar y así certificar la racionalidad y la universalidad de todo objeto, si el gusto y el olfato mantienen un contacto secreto por el cual ambos se defienden de la afección íntima provocada por la presencia (especialmente bocal aunque no exclusivamente) de los objetos repugnantes, la vista, en cambio, pro-vista de un órgano tan delicado como resistente, guarda la mejor distancia, y, en la transparencia asegurada por esta reserva, extiende más que ningún otro el horizonte de su alcance. Pero, tal cosa es posible si el borde, que es su ojo, es capaz de asegurar la distancia de su objeto. Sólo asegurando esta distancia, en el medio de la luz que es su elemento, la vista se vuelve apta para el conocimiento. Mas, para asegurar esta distancia es necesario moderar la afección. La afección moderada será la condición de posibilidad de la vista, y, en general, una afección inextirpable será el límite y el horizonte del conocimiento de la filosofía kantiana. De este modo, cierto ojo invisible siempre vigilará desde adentro al theorein. Por lo mismo, para que el ojo pueda dar origen al conocimiento, deberá ser protegido de la afección misma, vale decir, una alianza previa entre lo empírico y lo trascendental en el dominio de la idealidad asegurará definitivamente la distancia entre el ojo y la afección. El trascendentalismo es más una forma de asegurar la distancia que de acortarla. La filosofía del límite es también, al mismo tiempo, la filosofía del horizonte. Finalmente, sin en este control previo, sin este a priori que mantiene al ojo en condiciones aptas para hacer de lo que se ve un puro objeto de conocimiento, el ojo quizá podría ser extirpado de su objeto. Incluso, podría trabajarse la hipótesis de que la afección, quizá la más fabulosa afección, sea la suposición ideal del objeto. Avanzaré hacia esto.

En efecto, la imaginación productiva es autora pero no creadora, vale decir, “no es capaz de producir una representación sensible que no haya sido nunca dada a nuestra facultad de sentir, sino que siempre se puede mostrar la materia con que produce” (Op.,cit, p57). Y un poco más adelante, p58: “Así, pues, aunque la imaginación sea una tan grande artista, e incluso maga, no es creadora, sino que tiene que sacar de los sentidos la materia para sus producciones”.

23

26

Conclusión Con Da Vinci observamos que una prueba en negativo, por privación, ha debido realzar toda la importancia de ver y toda la prescindencia del oír. Una prueba que prueba la prioridad de la pintura, del ojo y de la visión para la inteligencia. Una prueba, sin embargo, que no ha visto que el sordo de nacimiento, que puede ver y entender pinturas bajo ciertas condiciones, es capaz de ver dibujos que son letras, o signos que equivalen a letras, signos que le dan a entender lo que está viendo o lo que puede llegar a ver. Incluso, que no prueba que lo que puede llegar a ver, bajo ciertas otras condiciones, no lo entienda. Una prueba, además, que no ha visto que bajo el predominio del ojo, la inmediatez, no obstante, debe ser defendida en un discurso y contra un discurso. A esta inmediatez del ojo, inmediatez cuyo alcance es más universal que cualquier otro sentido, inmediatez que es la contrapartida del reflejo de la naturaleza y su belleza en el cuadro-espejo, inmediatez que, por lo mismo, asegura la inteligencia de dicho reflejo para la captación por medio del sentido de la vista que la naturaleza nos ha otorgado, inmediatez vedada al ciego de nacimiento y cuya privación hace sufrir a éste por la escucha sorda de nombres que jamás podrá apreciar, esta inmediatez, ha hecho un cuadro para fijar lo que ve, porque lo que ve cambia y deja de ser. Pero no sólo esto. Esta misma inmediatez debe ser controlada en presencia de un sordo de nacimiento, pues, si lo pintado presenta características no muy reconocibles, difícilmente el sordo podrá entender lo que le dice la pintura. Y si en Da Vinci la naturaleza parece escapar al cerco del naturalismo, y lo que se ve jamás es sólo lo que se ve, en Kant la afección del ojo parece denunciar la afección del espíritu bajo la forma ideal de su objeto.

27

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.