Pierre Macherey. Los transclase o la no-reproducción (Lectura de Chantal Jaquet)

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Los transclase o la no-reproducción (Lectura de Chantal Jaquet) Autor: Pierre Macherey Fuente: Strass de la philosophie (octubre 12 de 2014).

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Los transclase o la no-reproducción (Lectura de Chantal Jaquet) Pierre Macherey Traducción: Ernesto Hernández B. UniNómada, Colombia La obra de Chantal Jaquet es de las que dan qué hacer a las librerías, porque dudan acerca de la estantería en la que deben situarla. Publicado en un volumen “fuera de colección”, lo cual es una práctica poco corriente en Presses Universitaires de France, efectivamente se presta a muchas aproximaciones cuyo entramado se desarrolla sutilmente en la obra: de una parte, se enfrenta al problema de la reproducción social, que interesa en primer lugar a los sociólogos (ese problema lo han planteado Bourdieu y Passeron en su obra de 1970 La reproducción, Ed. Fontamara, 1995); de otra parte, moviliza con el fin de aclararlos y de bosquejar su solución los asuntos inherentes a los esquemas conceptuales que toma prestados de la filosofía de Spinoza, de la que Chantal Jaquet es por otra parte una gran especialista. En fin, el material sobre el que trabaja consiste en testimonios tomados de la literatura autobiográfica (Jack London, Annie Ernaux, etc.) y de ficción (Rojo y negro, referencia que vuelve de manera recurrente en el conjunto de la obra y de la que propone una lectura particularmente estimulante). Entrelazando esas diversas temáticas, Chantal Jaquet trenza un discurso retomando la lógica singular, sin norma, del ensayo como “experiencia intelectual abierta”, según la caracterización propuesta por Adorno en su estudio sobre El ensayo como forma (incluido en Notas de literatura, Ariel, 1962). Su obra, consagrada al fenómeno de los “transclase”, es en sí misma de tipo transdisciplinario: entre otros aportes, demuestra la capacidad de la filosofía para ocuparse en dominios que desbordan el marco que generalmente se le otorga, y así redescentra su cielo sobre la tierra, deviniendo entonces lo que Deleuze, a propósito precisamente de Spinoza, había llamado “filosofía práctica”, es decir, una actitud de pensamiento que no se confronta solamente con problemas de teoría pura.

El problema práctico tratado por Chantal Jaquet es el de la existencia de los transclase. ¿Qué es un transclase? Es alguien cuya historia personal ha seguido una trayectoria que hace fracasar, o parece hacer fracasar, el determinismo de la reproducción social en tanto 1

que esta procede, o está llamada a proceder, por transmisión lineal de herencia, ya se trate de bienes materiales, culturales o simbólicos: se trata de un individuo que no sigue el itinerario que le ha sido normalmente trazado a partir de sus orígenes familiares, como Julien Sorel cuyo imprevisible ascenso social ha hecho de él un desarraigado, un desclasado, lo que ha contribuido para que se convierta en un héroe de novela, un personaje en todos sus aspectos, aparte de que su itinerario zigzagueante se dirige hacia una salida fatal. Ser transclase es revindicar o sufrir una singularidad que, en razón de su carácter desfasado, cuestiona, subvierte o rompe las normas ordinarias que garantizan la perennidad del orden social. ¿Cómo tratar semejante caso de excepción? ¿Conduce a invalidar o, al contrario, a confirmar la regla común siguiendo la fórmula tradicional según la cual “la excepción confirma la regla”? Y para dar a esta cuestión una mayor envergadura: ¿qué estatuto asignar, en general, a la singularidad? ¿Hay que pensarla principalmente por defecto, como lo que se hurta, se escapa a una empresa de racionalización, o bien, al contrario, hay una racionalidad propia de lo singular, cuya tipología y aspecto fueron definidos por Spinoza al plantear la necesidad de un conocimiento de tercer género, “ciencia intuitiva” que él define por la comprensión de las esencias singulares? ¿Lucrecio mismo no había ligado el movimiento necesario de los átomos a la posibilidad de un “clinamen” que perturba el bello ordenamiento de las especies, y desordena sin llegar empero a alcanzar la “naturaleza de las cosas”, más bien lo contrario? Planteando estos interrogantes, comenzamos a comprender mejor en qué puntos la consideración del caso de los transclase se sitúa en la articulación de la sociología con la filosofía, caso en el cual se mezclan sus hilos ordinariamente separados.

Antes de ir más lejos en el examen del problema, hay que llamar la atención sobre el hecho de que no se lo puede plantear en general de manera intemporal y ahistórica, fuera de contexto. La sociedad, en su forma actual, no es una sociedad de castas que encierre por siempre a cada uno en su categoría de origen, sino una sociedad de clases: según Marx, es precisamente la burguesía, la primera “clase” de la historia, la que ha inventado la movilidad social, es decir, la posibilidad para los individuos, considerados formalmente por derecho como dueños absolutos de sí mismos y de su destino, de modificar su posición al interior del campo global que define las relaciones sociales, bajo la condición de que ese

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cambio de posición no lleve a afectar la sumisión de ese campo al principio de la dominación de clase, una dominación a cuya reproducción dicho cambio contribuye1. La sociedad burguesa, por llamarla de algún modo, es una sociedad no fijada, que está en devenir, que supera la oposición del orden y del progreso, haciendo del progreso, bajo las formas del “acrecentamiento”, el motor de su orden: esta es la razón por la cual, en ese tipo de sociedad, la educación, es decir, el sistema que gestiona los aprendizajes individuales y evalúa los resultados, detenta un rol central, lo cual justifica que su funcionamiento, en el que está en juego el interés general, sea relevante para la iniciativa pública2. ¿Es decir que en el nuevo orden social así instaurado, cuya naturaleza misma lo incita a renovarse constantemente, lo cual lo pone en un estado de revolución permanente, reina una completa anomía que disuelve cualquier regularidad? Al contrario, procede por un tipo original de regularidad, producto de su propia invención: la regularidad en el cambio. En el marco de lo que Foucault llamó “sociedad de las normas”, cuyo sistema fue según él implementado en Europa durante la segunda mitad del siglo XVIII, el medio principal de esta innovación fue la utilización de las estadísticas que dio como resultado la implementación de un sistema de gubernamentalidad o “biopoder”, que aprehende las existencias humanas calculando las posibilidades que tienen de acceder a tal o cual estatus, no desde el punto de vista de su ser ya dado, sino de sus potencialidades que quedan por pasar al acto, lo cual no les atañe de modo particular sino que implica a toda la colectividad, en el marco instalado por la implementación de un nuevo régimen de poder. Según los parámetros explotados por el cálculo, es posible determinar si, según la posición que ocupa en la sociedad, tal o cual individuo tiene más posibilidades de tener una buena salud, de volverse delincuente, o de volverse profesor de universidad, sin que, no obstante, esta previsión tenga un valor predictivo, pues, como en los juegos de dados3, a cada lanzamiento singular queda abierta 1

Este tema es explotado en la novela de Nizan, Antoine Bloyé, que Chantal Jaquet toma como referencia. Podríamos citar igualmente, entre otros ejemplos de este tipo, a Joson Meunier de Emile Moselly, escritor regionalista hoy en día injustamente olvidado. 2 El elitismo republicano, es decir, la doctrina según la cual, trabajando bien en la escuela, nos damos la posibilidad de ascender socialmente en el sentido de subir, da su aval ideológico a la existencia de la sociedad-escolar. 3 A partir del estudio de las condiciones en las que se desarrollan los juegos de azar se ha formado la noción de probabilidad, que está en la base de la racionalidad estadística que actúa en la sociedad de las normas. Representarse el campo de la vida colectiva a imagen de una mesa de juego está lejos de ser evidente de suyo. La obra que Ian Hacking ha consagrado a “la emergencia de la probabilidad” elucida las condiciones en las cuales esa relación, a primera vista incongruente, se ha efectuado. Señalemos que Spinoza se ha interesado por la cuestión: un Tratado sobre el cálculo de las oportunidades le ha sido, quizá sin razón, atribuido.

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la posibilidad de que caiga o no el número deseado. El problema que se plantea Bourdieu, cuyo itinerario puede ser retomado en el marco de este análisis, es el de comprender cómo las oportunidades (o las desventuras), que están determinadas rigurosamente sobre el plano de las grandes masas al nivel de las cuales ellas tienen valor explicativo, se gestionan día a día sobre el plano de los casos individuales, los cuales, al estar sometidos a reglas generales, pueden no obstante fracasar, del mismo modo como se fracasa en la mesa en la que se lanzan los dados: para este fin, hay principalmente que poner de relieve conceptos de hábito y de sentido práctico, que permitan comprender el modo en que los individuos están socialmente condicionados, en la medida en que están predispuestos desde el nacimiento, por el tipo de formación a la cual están asignados, a orientarse en el mundo y en el pensamiento, y de este modo, a ocupar tal o cual posición social, sin que esto signifique que estén obligados en el sentido de una obligación intangible de la cual no les esté permitido evadirse o sustraerse. Por tanto, los hábitos, y en particular los hábitos familiares, no son una rígida fatalidad. Por lo demás, es a título personal como Bourdieu ha practicado a este respecto lo que podemos llamar una ego-sociología, de la que él mismo es un buen ejemplo: ese campesinito bearnés a quien el sistema nacional de becas hizo seguir un recorrido escolar de excelencia, que lo llevó finalmente a ocupar, sin que él haya perdido de vista su origen, una cátedra en el Collège de France, reiterando así la hazaña llevada a cabo en el siglo XIX por un Michelet o un Renan, otros prestigiosos transclase. Y, seguramente, Bourdieu no era tan ingenuo como para creer que era únicamente por sí mismo, en virtud de una decisión de su libre albedrío y por sus propias fuerzas, que se desviaba gloriosamente hacia los nuevos caminos hollados: más bien se ve forzado a buscar una explicación a su situación excepcional que pueda inscribirse en el marco colectivo, donde juegan causas generales que trascienden las voluntades individuales. Visto bajo este ángulo, el caso de los transclase presenta, más allá de su misma singularidad, un alcance considerable: obliga a repensar sobre nuevas bases, en el marco histórico de la sociedad actual, la manera en que juega tendencialmente el determinismo de la reproducción social, bajo las formas estadísticamente calculables que dan lugar naturalmente a las excepciones.

El procedimiento de reproducción social fundado sobre los hábitos, que programan las tendencias generales, conduce a interpretar la manera en que las tendencias se aplican en

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particular en términos de éxito o de oportunidad, y de este modo, a valorizar o desvalorizar sus efectos, lo que sobredetermina su significación: las diferencias, que son inevitables, pues de todas maneras es impensable que todos los miembros de una categoría sigan exactamente la misma trayectoria de vida, se convierten entonces en los desvíos, susceptibles de una medida positiva o negativa. Es sobre este plano donde opera lo que Chantal Jaquet llama “la distinción en la distinción”, es decir, más allá del hecho de ser diferente, lo cual es el caso de todo el mundo (el hombre normal del que habla Quêtelet es una ficción teórica de estadista), el hecho de ser sentido y de sentirse a sí mismo como diferente, en la medida en que se ocupa un lugar que no es verdaderamente el propio, al que se está objetiva o normalmente asignado. Sobre este plano, en el que los hechos y los valores están directamente imbricados entre sí, ocupar una posición social remite, no sólo a un ser objetivo de clase, sino a una conciencia de clase, es decir, a una reconquista subjetiva del fenómeno de la diferencia, en el doble sentido de su interiorización y de su espectacularización, mediante el juego de una doble mirada: la que la persona tiene sobre sí y la que es tenida sobre ella o que ella siente que recae sobre sí (la mirada del “espectador imparcial” del que habla Adam Smith, que reúne las dos dimensiones de la interioridad y de la exterioridad). Con ello se instalan las condiciones de una tensión afectiva que la persona transclase está expuesta a sufrir bajo formas exacerbadas: apoyándose en ejemplos tomados de la literatura que constituyen el principal material de sus análisis, Chantal Jaquet describe con maestría las alternativas de la gloria y la vergüenza que desgarran a aquel que se ve, y al mismo tiempo es visto, o se ve ser visto como trásfuga, es decir, de cierta manera como un traidor a su clase. De ahí un desequilibrio: la persona que está presa de esta “fluctuatio animi”, como la llama Spinoza, no sabe ya dónde está, ni de dónde es, pues está descuartizada entre muchos polos de referencia cuya síntesis le es imposible realizar; como decía Pascal, “está al rodete” de su miseria y de su grandeza, privada de referencias fijas que le permitan estabilizar su posición. Ahora bien, esta toma de conciencia, cuyas manifestaciones pueden ser muy dolorosas, no arriesga a producirse en gente que ha permanecido en la línea mayoritaria, simplemente porque dichas personas han seguido – frecuentemente de manera maquinal, sin ser presas de ninguna especie de duda– la trayectoria que les ha sido propuesta como la más probable por el cálculo de las oportunidades: está por el contrario reservada a la exclusividad de las minorías, en las que

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la diferencia ha tomado la forma imprevisible, y en este sentido escandalosa, de un injustificable desvío. La paradoja es que esas personas que no están o no se sienten en su lugar, que (se) desterritorializan usando el lenguaje de Deleuze, vistas según otros criterios pueden ser ejemplos de gran éxito social: el hijo de obreros de una ciudad de provincia vuelto periodista parisino, la hija de campesinos de una región poco favorecida vuelta profesora de la Sorbona no son, dicho en el lenguaje corriente, gente a la cual compadecer, lo que no les impide tener que llevar el peso de muchas herencias superpuestas, en las que las cargas no están armoniosamente ajustadas entre sí, lo cual plantea problemas.

Podemos aproximar la presentación que Chantal Jaquet da de ese problema a la temática del extranjero tal como ha sido desarrollada por Alfred Schütz. En la trastienda del examen de esta temática se encuentra la cuestión de la identidad, planteada en general como la de la identidad de los actores sociales que se conocen y se hacen reconocer por el sesgo de su pertenencia a un grupo, con todo el sistema de evidencias ligadas a esta pertenencia, lo que Schütz llama “actitud natural”. Schütz tenía razones personales para estar preocupado por este asunto: debió irse de Austria, donde había sustentado, en 1932, una tesis preparada bajo la dirección de Husserl, La construcción significativa del mundo social, y fue a parar a New York. Con el propósito de presentarse ante el círculo intelectual de la New School of Social Research, que durante la segunda guerra mundial acogió también, entre otras personas en tránsito, a Lévi-Strauss, dictó una conferencia titulada The stranger que asocia de manera sorprendente el análisis teórico y el testimonio personal. ¿Bajo qué condiciones podemos pasar del conocimiento directo que se tiene de la propia situación de extranjero a un saber sobre el estatuto del extranjero, visto con la distancia que impone el espíritu científico? Implícitamente, Schütz se confronta con esta cuestión pronunciando su conferencia sobre el extranjero, ese extranjero que era también el extranjero en que él mismo en persona se había convertido por su condición de inmigrante. El camino de Schütz entonces es interesante puesto que lleva a considerar al extranjero desde el interior, poniéndose en el punto de vista del extranjero, lo que está favorecido por el hecho de que la posición del analista de la sociedad es precisamente la que ocupa su objeto de estudio: él es un extranjero que desembarca en un mundo en el que su propio lugar ya no está señalado y donde no es esperado. Según Schütz, la persona que busca hacerse admitir como

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perteneciente a un nuevo grupo social y que, por consiguiente, busca entrar en un mundo circundante (Umwelt) diferente de aquel con el que está familiarizado, se encuentra en la situación paradójica de alguien que, en virtud de la tendencia espontánea de cada posición singular a hacerse centro y a reordenar el mundo en función de sus propios criterios, debe redisponer el mundo tal como lo ve a su alrededor, a sabiendas empero de que se encuentra de hecho en la periferia del sistema que se propone penetrar, evidencia ante la cual no puede escapar ya que no cesa de volver sobre él: su centro es la periferia, lo que es insoportable, concretamente invivible, y lo cual justifica que se utilicen todos los medios para ponerle fin a esta insoportable experiencia de marginalidad, con las tensiones psíquicas que son su compañía obligada; en suma, para que la periferia deje poco a poco de ser periférica y se acerque al centro del sistema. Tal es la condición para que ese centro se vuelva habitual o cuasi-habitual, y de este modo practicable sin muchos problemas, lo cual requiere un difícil trabajo sobre sí. Esto tiene como consecuencia que el extranjero esté obsesionado por una necesidad de comprender que lo incita a poner al descubierto los dispositivos secretos, los agenciamientos escondidos del modo de vida al cual se enfrenta, eso de lo que tiene necesidad para llegar a controlar la práctica, un camino que no le es natural. Desde este punto de vista, la crisis de la cual es presa estimula en él la necesidad de saber, una necesidad que no experimentan generalmente quienes disponen por derecho de herencia del sentido de orientación que a él le hace falta y en ausencia del cual intenta, con los medios de que dispone, suplirlo4. Por esto le es necesario reconstruir una visión del mundo como nuevo, retomando las cosas por la base, lo cual representa en términos mentales una verdadera empresa de refundación. Según Schütz, por el hecho de estar implicado en dicha empresa, el extranjero cultiva dos disposiciones que le son específicas y que en cambio son desconocidas por los compañeros comunes o mayoritarios del grupo: la actitud crítica y la fidelidad ambigua. En efecto, aborda la nueva manera de pensar habitual cuyos usos tiende a asimilar con el estado de espíritu de alguien que ha debido renunciar a su propia manera de pensar habitual; y ha aprendido con ocasión de esto que los hábitos se los puede tener o perder, y que por eso también son difíciles de adquirir, al menos cuando 4

De manera comparable, Chantal Jaquet anota: “el transclase no puede confundir su ser y su estado, siempre tiene un pensamiento detrás y una forzada lucidez. Aun cuando se deslumbre sobre sí mismo, sabe confusamente que no es de ese mundo y debe hacer callar la duda concerniente a su legitimidad […] Esta postura incómoda de no coincidencia de su rol social ofrece la posibilidad preciosa de la retirada y de la distancia crítica” (pp. 146 y 148).

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no se reúnen ciertas condiciones; de este modo, es naturalmente inducido a experimentar ciertas dudas en cuanto a la perennidad de los usos, sean los que sean. De ahí se desprende como consecuencia que, respecto a las nuevas costumbres que necesita adoptar, sólo podrá practicar, en el mejor de los casos, una familiaridad distante. Aún admitido y perfectamente aclimatado, al término de este difícil proceso de tránsito, no podrá borrar los trazos de la crisis por la que atraviesa: es por eso que, adquiridos con gran dificultad los modelos de una nueva cultura, sostendrá respecto a ellos un mínimo de reserva, es decir, en el fondo una actitud negativa. Esto podrá traducirse eventualmente en un exceso de conformismo: así, para disipar la mala impresión que pueda producir su posición de diletante cultural, que hace malabares con los códigos, volverá a añadir, para hacer olvidar, y quizá para hacerse olvidar él mismo, el desajuste persistente que se ha instalado entre él y los otros, y que le impide practicar exactamente de la misma manera que ellos los ritos cuya precariedad experimenta con toda razón. Es decir que le será muy difícil, e incluso, a la larga imposible, ser natural al llevar a cabo gestos

cuya

autenticidad sólo

podría adquirir

imperceptiblemente durante un aprendizaje iniciado desde el nacimiento, en un ambiente familiar favorable a esta inculcación que, en tales condiciones, parecería retrospectivamente desarrollarse por sí sola, lo cual empero no ha sido su caso. Lo que los otros hacen simplemente sin plantearse preguntas, él debe esforzarse lúcidamente para hacerlo, porque lo hace bien, pero sin ilusiones: y aún si usa todos los medios para no traicionarse y para que esta lucidez desencantada no aparezca a la vista de todos, le será muy difícil disimular que viene de otra parte y que, habiendo roto con sus orígenes, está en la situación de alguien que definitivamente ha cortado con todo tipo de presunción de origen o de arraigo, y que, a lo sumo puede intentar “hacer como si”, sin creerlo realmente. De ahí una sospecha cuyas manifestaciones pueden permanecer imperceptibles, pero que lo persiguen: no, no es verdaderamente como los otros, y nunca lo será, por mayores que sean sus esfuerzos y los del medio que lo acoge en el cual, aunque asimilado, está condenado a seguir siendo hasta el final un “extranjero”, un stranger, cuyo lugar está en todas partes y en ninguna. Este sentimiento es reforzado por el hecho de que el extranjero percibe la nueva configuración cultural que lo confronta únicamente por fragmentos, a partir de los cuales él mismo debe recomponer por sus propios medios la coherencia del conjunto; por tanto, necesita descubrir el código de desciframiento, cuestión que puede resultar difícil y penosa. Lo que

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para quien pertenece por derecho al grupo constituye un todo consistente y armonioso, se le presenta al extranjero de manera separada, sin que pueda empalmar sus elementos con una tradición anteriormente asimilada, lo cual tiene como consecuencia que se le presenta con caracteres de gratuidad, y en el límite del absurdo, como un espectáculo que se desarrolla bajo sus ojos sin que él detente las claves para su interpretación: como si los contemplara a través de un vidrio, ve a la gente comportarse con cierto aire de encontrar sin dificultad un sentido a lo que hacen; pero ese sentido se le escapa en buena parte. Al mismo tiempo, las indecisiones e incertidumbres de su propia conducta, pues él está constantemente expuesto a comportarse con recelo, demuestran a su vez lo que ese sentido implica de problemático: para quienes lo dominan, tiene un alcance evidente, y en consecuencia universal; pero para quien no tiene con él una real familiaridad, sólo tiene un valor singular, lo cual tiene como consecuencia que no es evidente de suyo, y a fin de cuentas, oscila en el sinsentido5. Chantal Jaquet desarrolla, para el caso de los “transclase”, consideraciones cercanas a las que Schütz presenta a propósito del stranger, ese extranjero que él mismo es cuando pronuncia su conferencia. En ambos casos, se trata del mismo malestar, ligado a la experiencia de una vida en falso, que se debate entre muchos polos de referencia. Ese malestar es subjetivo, en la medida en que es experimentado por la persona a la que afecta. 5

Una buena ilustración de este fenómeno la proporciona la novela de Nabokov, Pnine, que es una ficción elaborada a partir de la experiencia personal del autor. Pnine es un ruso cultivado emigrado a América, donde obtiene un puesto de interino en una mediocre universidad de provincia; a duras penas tolerado, está perdido en un mundo que le es, esencialmente, desconocido y donde él, el extranjero, no ve más que marcas de extrañeza. Nabokov escribe: “estaba demasiado continuamente en guardia, demasiado dolorosamente en estado de alerta ante el simple pensamiento de un ardid diabólico, ante la idea de que ese medio inestable (¡América imprevisible!) podía arrastrarlo a meter la pata grotescamente”. Cuando sus colegas, que lo ven con simpatía, le dan palmadas en la espalda llamándolo, a la americana, “Tim” –él que para sus amigos rusos es “Tomifeï Pavlovitch”–, no puede impedir sobresaltarse, lo que le hace responder a esta confianza con el mismo procedimiento, llamando entonces a su interlocutor “Jim” o “Tom”, apelativos que se le retuercen en la boca por cuanto le parecen manchados de vulgaridad. Sin embargo, se resigna haciéndose esta reflexión: “es naturalmente una concesión a América, mi nuevo país, maravillosa América, que me sorprende a veces, pero siempre provoca respeto. Al comienzo yo estaba demasiado abochornado…”. De hecho, Pnine vive permanentemente abochornado cuando se enfrenta a los usos de la “maravillosa América” que, a falta de comprenderlos, se resiste a imitarlos, sin conseguirlo de modo satisfactorio, tal como podría hacerlo un actor en una escena de teatro. Invitado una noche, intenta tomar un comportamiento distendido: “Timofeï Pnine se instala en el living-room, cruza las piernas pro amerikanski (a la manera americana)…”, pero, justamente, esta anotación irónica del narrador da a entender que nunca será “como un americano”, o como lo dice en su lengua nativa, pro amerikanski, lo que traduce la posición difícil de alejamiento en la proximidad, de familiaridad extranjera, de la que le es imposible desprenderse. Sabe que en eso América no estará nunca “con él”, y que tendrá permanentemente que realizar pruebas de pertenencia a ese mundo que no es el suyo: es, sin duda, en previsión de esto que lleva siempre con él, en su billetera, el certificado de naturalización que le ha costado muchísimo obtener.

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Pero, si bien la persona sufre de lleno el impacto, es claro que no es ella la causa: está ligada a una situación objetiva, y es por eso que no se reduce a un fenómeno que se produce en la conciencia; sus manifestaciones subjetivas son los efectos de un proceso que se desarrolla en otro plano. Tomando esto en cuenta, estamos obligados a ampliar el campo al interior del cual se plantea el problema de la singularidad: concretamente, uno no es singular sólo en la intimidad del fuero interior individual, sino en contexto, bajo las formas complejas que anudan entre sí muchos tipos de determinaciones. Ser transclase no es estar fuera de la sociedad, sino ocupar una posición incómoda, estar sin saber dónde se está, por el hecho de estar desgarrado entre muchos sitios o criterios de identificación de los cuales no es tan evidente poder efectuar su síntesis:

El transclase lleva en sí dos mundos y está habitado por una dialéctica de los contrarios sin que pueda asegurarse que los opuestos compongan y que las oscilaciones desemboquen en un equilibrio […] Condenado al gran desvío entre universos frecuentemente incompatibles, un transclase está necesariamente atravesado por contradicciones abiertas o subterráneas (p. 156).

El asunto es saber si esas contradicciones son exclusivas de personas que están en situación de transclase o si trascienden esta situación. En un pasaje capital de su libro, Chantal Jaquet escribe:

En definitiva, para comprender la afirmación de una trayectoria singular en la no-reproducción, no se trata de limitarse a captar lo „que cada uno hace de lo que se ha hecho de él‟, como Sartre invita a hacerlo. Al contrario, es necesario analizar lo que se le ha hecho a él y a los otros. Los datos del problema no se reducen a un cara a cara entre un ser singular y su medio en una lógica individualista atomística. Implican aprehender las modalidades complejas por las cuales cada uno se traza un lugar en el ser definiéndose por identificación y diferenciación en el seno de un espacio dado con y contra los otros. La no-reproducción obedece a un esquema de interconexión en el cual el individuo no podría ser pensado como un ser aislado que hace secesión respecto de su propia clase. Si es una figura de excepción, no es un islote aislado del resto, un imperio en un imperio, para hablar como Spinoza. Sólo es excepción en un ambiente que lo permite, de modo que un recorrido atípico no constituye una desviación: opera con el concurso del medio, en el cruce de sus impulsos y repulsiones. No es el fruto de salirse de las reglas, sino de una combinación de otras reglas diferentes a las que prevalecen generalmente (p. 95).

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La dificultad de ser que experimenta el inmigrante y el transclase es el síntoma de una situación que excede su caso personal y que, en el límite, concierne a la sociedad entera: ella misma queda directamente implicada por dicha experiencia, la cual por su parte cumple el papel de algo revelador.

El estatuto equívoco de transclase invita entonces a repensar a la vez sobre nuevas bases la naturaleza identitaria del sujeto y el modo de organización y de funcionamiento del campo social al interior del cual tiene lugar ese proceso de identificación:

El hecho de que los individuos se fijen o sean fijados bajo una etiqueta o en condiciones dadas, como camaleones a los que se les impediría moverse, no debe hacer olvidar que la existencia humana puede tomar el color de los lugares donde transcurre y que se inscribe en el registro de la variación y de la variedad. En esas condiciones, lo que diferencia al transclase de sus congéneres no es la ausencia de un yo sustancial o de una identidad verdadera, pues eso agrupa todo el destino común, sino la experiencia del cambio radical de estado, lo que se pone a prueba en el paso de un mundo a otro que pocos seres humanos conocen, en razón del inmovilismo de las sociedades (p. 118).

Podemos concluir que este inmovilismo, que sirve de aval a la ficción del orden social, es decir, a la ficción de la sociedad-sustancia, representación tan imaginaria como la del yosustancia, esconde en realidad otra cosa, a saber, un régimen de variación y de intercambio cuyo principio reside, no en el libre albedrío individual, sino en la manera como está determinado el desarrollo de la vida colectiva, cuya naturaleza no es sustancial sino procesual. Es precisamente lo que Simmel había intentado explicar en su obra Sociología. Estudios sobre las formas de la socialización (Revista de Occidente, Madrid, 1977), con el fin de introducir en el conocimiento sociológico una perspectiva dinámica. La sociología, tal como la concibe Simmel, no se contenta con estudiar las formas institucionales de la sociedad ya formada, sino más bien, lo que es muy distinto, los esquemas de socialización que, tomados al vuelo, corresponden según Mauss al momento en que “la sociedad captura”. Y entonces “social” no es lo que se revela del orden de la sociedad planteada como existiendo en sí de manera independiente, sino lo que, si así puede decirse, hace sociedad o toma socialmente forma, y representa de este modo un movimiento de socialización completamente inmanente a su manifestación, pues representa a la sociedad

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que está haciéndose. Esta es la razón por la cual es perfectamente inútil suponer que, bajo los hechos sociales, existe un sustrato que sería la sociedad de la que ellos constituyen sus diversas emanaciones. Hablar de socialización, como lo hace Simmel, es rehusarse a admitir que la sociedad existe a la manera de una cosa que se sostiene en pie por sí misma una vez que ha sido constituida: pues, en realidad, es en todo momento, y bajo las formas más diversas, como se prosiguen los actos de socialización que verdaderamente hacen la sociedad, o más bien, que hacen que los hombres existan y actúen en tanto que seres sociales, eso que no son a título de un dato natural previo y respecto a lo cual sus comportamientos serían una manifestación secundaria. En esta perspectiva, ser socializado es participar bajo un sesgo u otro en el proceso complejo de la socialización, que es en realidad un proceso de procesos: dicho de otra manera, es llevar una existencia social, es decir, cumplir actos susceptibles en cierto nivel de ser calificados como “sociales”. Esto quiere decir según Simmel que, en última instancia, la pregunta: “¿cómo es posible la sociedad?” no remite, como cuando se trata de la naturaleza, a un problema teórico, sino que se plantea como un problema práctico, o como diría Bourdieu, que pone en juego un sentido práctico. Una vez más, la sociedad, se hace: y se hace, no de una vez y para siempre, sino a cada instante, en lo cotidiano y para todos; y es ese “hacer sociedad”, tal como se efectúa colectivamente día a día, lo que debe intentar captar al vuelo la mirada sociológica.

En consecuencia, la empresa sociológica tal como Simmel la redefine reposa sobre un concepto fundamental que es el de acción recíproca o interacción:

Hay sociedad allí donde hay acción recíproca de muchos individuos. Esta acción recíproca nace siempre de ciertas pulsiones o con miras a ciertos fines. Las pulsiones eróticas, religiosas o simplemente convivenciales, los fines de la defensa o el ataque, del juego o de la adquisición de bienes, de la ayuda o de la enseñanza, y una infinidad de otros fines, hacen que el hombre entre en relaciones de vida con el prójimo, de acción por, con, contra el prójimo, en situaciones de correlación con el prójimo, es decir, ejerce efectos sobre el prójimo y sufre sus efectos. Esas acciones recíprocas significan que los vectores individuales de esas pulsiones y esas finalidades iniciales constituyen entonces una unidad o, dicho de otro modo, una „sociedad‟ […] Esta unidad o socialización puede tener grados diversos, según la naturaleza y profundidad de la acción recíproca: comprende desde una reunión efímera con el objetivo de un paseo hasta el conjunto de la familia, desde todas las

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relaciones „provisionales‟ hasta la constitución de un Estado, desde la comunidad pasajera de los clientes de un hotel hasta la profunda solidaridad de una asociación medieval. Todo lo que los individuos, el lugar inmediatamente concreto de toda realidad histórica, captan como pulsiones, intereses, metas, tendencias, estados y movimientos psíquicos puede engendrar un efecto sobre los otros o recibir un efecto que viene de los otros: he aquí lo que yo defino como el contenido, o en cierta forma, como la materia de la socialización. Esas materias que llenan la vida, esas motivaciones que la animan no son todavía en sí mismas la esencia social. En su dato inmediato y en su sentido puro, el hambre o el amor, el trabajo o el sentimiento religioso, la técnica o las funciones y los productos de la vida intelectual no representan aún la socialización; al contrario, sólo la constituyen cuando modelan a partir de la coexistencia de los individuos aislados ciertas formas de colectividad y de comunidad que destacan en el concepto general de acción recíproca. La socialización es entonces la forma mediante la cual, en las innumerables y diversas relaciones, los individuos constituyen una unidad fundada sobre sus intereses –materiales o ideales, momentáneos o durables, conscientes o inconscientes, actuando como causas motrices o aspiraciones teleológicas– y al interior de la cual esos intereses se realizan (Sociología. Estudios sobre las formas de la socialización, pp. 43-44 ed. fr).

Para resumir este pasaje donde se concretan las apuestas esenciales del camino seguido por Simmel, podemos decir que la mirada sociológica se fija como objetivo mostrar, en el flujo de la vida ordinaria de los hombres, las formas mediante las cuales se ejerce una “acción recíproca”, las configuraciones en las cuales muchos individuos, dos o más (por ejemplo, los jugadores de una partida de cartas, los clientes de un hotel, los alumnos de una misma clase o de una institución escolar, o los miembros de una formación musical), interaccionan, se vinculan y se influencian en algún grado los unos a los otros, y así hacen sociedad, se socializan “en caliente”, por así decir. Podemos afirmar entonces que, desde este punto de vista, la acción recíproca constituye la forma común de todas las formas de socialización que la sociología se fija como objetivo de estudio. Por eso, ser sociólogo es interesarse por los aspectos bajo los cuales los comportamientos humanos presentan un cierto grado de reciprocidad, sea cual sea ese grado, lo que justifica que la mirada sociológica pueda fijarse sobre todas las manifestaciones de la vida cotidiana sin excepción6.

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Es de anotar que Simmel desarrolla en ese marco un análisis del fenómeno de “el extranjero” que, en ciertos aspectos, se entrecruza con el de Schütz.

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Los transclase sobre los que Chantal Jaquet fija su atención, dirigiendo sobre ellos una mirada donde se mezclan la objetividad y la subjetividad, son, en igual medida que aquellos que “están bien” en su clase, gente que hace sociedad. Pero, por la manera singular como hacen sociedad, demuestran en acto que el proceso complejo de socialización a través del cual la sociedad se hace es también, en ciertos aspectos, aquel a través del cual no cesa de deshacerse, para rehacerse de nuevo, siguiendo modalidades diferentes. La historia bajo tensión de las personas transclase traiciona el hecho de que, disimulado bajo las apariencias de la estabilidad, el estado de tránsito y de trance es permanente en la vida colectiva, donde, en el fondo, nada se juega de una vez y para siempre desde el origen: los fundamentos que son reclamados por el orden social son ilusorios, o mejor aún, están implicados en un movimiento permanente de renegociación que los despoja del carácter de certidumbre y evidencia que reclaman abusivamente. De ahí un giro completo en la perspectiva: son los transclase quienes, por así decir, están de lleno en la norma, en la medida en que son ellos quienes revelan el mecanismo secreto de su funcionamiento donde la regularidad no está a priori garantizada. Desde este punto de vista, podríamos hablar de “juegos de sociedad” de modo semejante a como Wittgenstein habla de “juegos de lenguaje”: los transclase son los mejor ubicados para saber que vivir en sociedad es someterse a la necesidad de “jugar el juego”, con las cartas de las que se dispone, juego cuya distribución favorece a unos al mismo tiempo que desfavorece a otros.

Dicho de otra manera, si en la vida social todo es, como dice Simmel, interacción, es porque, según Chantal Jaquet, este juego está sostenido en el fondo por relaciones de fuerzas:

Lo imaginario de la vergüenza social es el producto histórico de la división de la sociedad en clases y este título excede el marco particular de una conciencia dada, sea la del transclase o de otro individuo. Es uno de los avatares de la lucha de clases en el campo teórico, y más precisamente, el resultado de formaciones ideológicas que expresan, sobreentienden y perpetúan la jerarquía social en el terreno de las ideas. La jerarquía política es metamorfoseada en orden natural por vía de la educación, de la cultura, de la prensa y de todos los medios de comunicación susceptibles de darle forma a la opinión, de tal manera que los dominados interiorizan la idea de que son seres inferiores, perezosos y poco dotados, que dependen del „mundo de abajo‟, hecho para obedecer y ser dirigido (p. 171).

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El sentimiento de malestar que experimenta el transclase expresa entonces algo que va más allá de su posición personal. Su contenido a la vez objetivo y subjetivo es el efecto de la dinámica de socialización en la que las variaciones producen generalmente lo común bajo formas que siempre y por todas partes son singulares:

Ninguna existencia es pura reproducción, pues la copia no es nunca el modelo; lo dobla y redobla, lo traduce y lo traiciona. Es por eso que siempre hay necesariamente margen y juego, por ínfimos que sean. Así, toda existencia humana se define por una práctica del desvío diferencial, porque oscila siempre entre dos figuras minimales y maximales del conformismo y de la originalidad, respecto de las normas dadas (p. 221).

Lo vivido, como lo llaman los fenomenólogos, que, sin importar de quién se trate, acompaña el hecho de ser arrastrado en la dinámica de la socialización, está sometido permanentemente a esta oscilación, cuyas manifestaciones son en primer lugar afectivas. Ese punto precisamente lo pone en evidencia Chantal Jaquet, explotando su cultura spinozista. Para Spinoza, las conductas comunitarias, si bien pueden ser –bajo ciertas condiciones– racionalizadas, no son por eso, en última instancia, menos pasionales, es decir, ligadas al deseo, a la alegría y a la tristeza. El deseo es el esfuerzo por perseverar en su ser que, para todo ser, es la clave del conjunto de sus comportamientos. Ahora bien, este esfuerzo es imposible realizarlo únicamente por sí mismo: sólo puede tomar forma a través de los intercambios con el medio exterior, humano y no humano. La vida afectiva se desenvuelve en la articulación de lo singular individual y de lo colectivo:

En la línea spinozista, el afecto es, por excelencia, social. Recubre el conjunto de las modificaciones corporales y mentales que tienen que ver con nuestra potencia de actuar, reforzándola o disminuyéndola. Producto de la interface entre la potencia causal de un hombre y la de las fuerzas exteriores, es la expresión de relaciones interhumanas y de intercambios con el medio ambiente. El afecto relata la historia de nuestra relación con el mundo exterior y se inscribe en un determinismo del lazo interactivo (p. 233).

Esta es la razón por la cual las manifestaciones de la potencia vital se acompañan de sentimientos de alegría y de tristeza, que traducen el hecho de que, en el juego permanente

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de esos intercambios en ausencia de los cuales esta potencia no llegaría nunca a realizarse, uno se encuentra más o menos activo o pasivo, es decir, entra en el seno de una expansión, o al contrario, de una restricción del esfuerzo con miras a perseverar en su ser. Sobre esas bases, Spinoza construye, en la tercera parte de la Ética, una teoría detallada de la afectividad que delimita el marco al interior del cual, en la parte siguiente de su libro, introduce una teoría de la sociedad, es decir, de la vida comunitaria donde toma lugar el proyecto propiamente ético de liberación que concierne a cada uno en su relación con todos, lo que implica inevitablemente una dimensión política.

De esta teoría spinozista de la afectividad, cuya importancia es crucial para comprender cómo operan los llamados “juegos de sociedad”, Chantal Jaquet toma prestado un concepto que le parece particularmente oportuno con el fin de explicar el fenómeno de los transclase: el de ingenium, que traduce por “complexión”. El ingenium es el conjunto de disposiciones mentales y corporales que definen la posición de cada uno al interior del campo social en el que uno traza su trayectoria personal. Este conjunto toma la forma de una complexión porque es el resultado de un agenciamiento; por tanto, no se presenta como una totalidad preconstituida según un orden inmutable: “La idea de ingenium subraya la dimensión histórica de la naturaleza de un ser y su formación por causas exteriores, de tal suerte que su singularidad distintiva es menos constitutiva que constituida”(p. 99).

Tener un ingenium, una complexión, es encontrarse, por la fuerza de las cosas, en el cruce de muchas vías, y estar sometido a la obligación de coordinar las enseñanzas de diversas experiencias que no están ajustadas desde el comienzo: esta operación se efectúa en todos los momentos de la vida, golpe a golpe, y sin garantías; la única continuidad de la que dispone es la que le es comunicada por la memoria corporal y mental que registra y adiciona los trazos dejados por esos encuentros ocasionales, que no son puestos bajo la ley de una única finalidad. De ahí se desprende esta consecuencia: “El pensamiento de la complexión implica una ruptura con el pensamiento de la identidad e invita a una desconstrucción del yo personal y social” (p. 9).

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De esta ruptura, el transclase es el testigo privilegiado: recibe sus efectos, pero no es la causa, y no es el único que está expuesto, pues, en diversos grados, esta ruptura afecta potencialmente a todos los actores sociales, cuya identidad puede en todo momento ser puesta en cuestión. En la lógica de este análisis, no hay lugar para hablar de una naturaleza humana: hay una condición humana que, en tanto que condición, está condicionada por los acontecimientos, y en consecuencia, se hurta a cualquier intento de esencialización. Esta “condición humana”, el transclase la comparte con todos los otros miembros de la colectividad, aún si vive de manera diferente, como es el caso de todos al interior de un mundo donde hay en todas partes singularidad y donde las formas de regularidad son menos tendenciales y no determinadas caso por caso. Esta misma tesis la defiende Judith Butler cuando escribe: “El „yo‟ no tiene ninguna historia propia que no sea al mismo tiempo la historia de una relación –o de un conjunto de relaciones– con un conjunto de normas”7.

Por un lado, la identidad de un sujeto es relacional y no dada en lo absoluto; por otro lado, se constituye o se construye en relación, no con una norma única respecto a la cual el sujeto elegiría entre adaptarse o faltar a la norma, sino con “un conjunto de normas”. En todo caso, no experimenta esas normas en un orden preestablecido que legitimaría su conformidad con ellas. La historia de un sujeto es la de su paso a través de la selva de normas y de formas diversas de existencia que estas normas prescriben, un paso que frecuentemente resulta traumático. En su texto Sobre la reproducción del cual extrajo su artículo sobre los aparatos ideológicos de Estado, Althusser suministraba a este respecto un ejemplo personal:

¿Qué entendemos cuando decimos que la ideología en general ya ha interpelado como sujetos a los individuos que son desde siempre-ya sujetos? Aparte de la situación límite del „prenatal‟, esto significa concretamente esto: cuando la ideología religiosa se pone directamente a funcionar interpelando al pequeño Louis como sujeto, el pequeño Louis es ya sujeto, todavía no sujeto religioso, sino sujeto-familiar. Cuando la ideología jurídica (imaginemos que esto ocurre más tarde) se pone a interpelar como sujeto al joven Louis, hablándole ya no de Papá-Mamá, ni del Buen Dios y 7

Judith Butler, Le récit de soi, trad. fr. Paris, PUF, 2007, p. 7.

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el Pequeño Jesús sino de la Justicia, él era ya sujeto, sujeto familiar, religioso y social, etc. Salto las etapas morales, estéticas, etc… Cuando finalmente más tarde, partiendo del hecho de circunstancias auto-heterobiográficas, del tipo Frente Popular, Guerra de España, Hitler, Derrota del 40, cautividad, encuentro de un comunista, etc., la ideología política (en sus formas comparadas) se pone a interpelar al sujeto Louis vuelto adulto, hace buen tiempo que ya lo era, siempre-ya sujeto, familiar, religioso, moral, escolar, jurídico…, etc., y ¡he aquí al sujeto político!, que tan pronto regresa de la cautividad, pasa del militantismo católico tradicional al militantismo católico avanzado: semi-herético, luego a la lectura de Marx, luego a inscribirse en el Partido Comunista, etc. Así va la vida. Las ideologías no cesan de interpelar a los individuos como sujetos, a „reclutar‟ a los siempre-ya sujetos. Su juego se superpone, se entrecruza, se contradice en el mismo sujeto, sobre el mismo individuo siempre-ya (muchas veces) sujeto, desembrollándose en él8.

Esta página, en la cual Althusser resume a grandes rasgos su itinerario personal de “sujeto”, muestra cómo alguien, a quien nunca se la ha dado tiempo para existir por sí mismo a título de un individuo natural, se encuentra desde el inicio expuesto al juego de instancias – Althusser las llama aparatos ideológicos de Estado– cuyas intervenciones han sido sucesivas. Es lo que ha hecho de él un sujeto hojaldrado, multiplicado, dividido, más o menos de acuerdo consigo mismo, por el hecho de haber sido sometido a esas prácticas de normatividad acumuladas: éstas han hecho de un “pequeño Louis”, el niño predecible instalado en el marco familiar, “el Louis”, una personalidad compleja, contrastada, y eventualmente triturada, jalonada entre procedimientos de aculturación distintos y eventualmente antagónicos que están reunidos en él, tomado como un blanco sobre el cual dichas intervenciones, hechas en un orden disperso, están ocasionalmente concentradas. El sujeto que ha sido hecho y, en todos los sentidos de la palabra, rehecho en el curso de esta historia embrollada, no constituye su fuente o su principio rector: su relación consigo mismo en tanto que siempre-ya sujeto no es ni simple ni directa, y en consecuencia, está manchada de una imborrable opacidad. Tal cosa ha sido posible por el hecho de que él era un siempre-ya/y/futuro-sujeto, para el cual los juegos estaban hechos sin serlo, lo que resume

de

manera

impresionante

la

fórmula

cargada

de

sobrentendidos:

“Desembrollándose en él”. Un tal ser, que no ha hecho jamás la experiencia de lo que podría ser una primera naturaleza, se encuentra arrojado al orden, un orden que es, en realidad, un desorden o al menos un revoltijo, de una segunda naturaleza donde sus 8

Louis Althusser, Sur la reproduction, Paris, PUF/Actuel Marx, 1995, pp. 228-229.

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potencialidades han sido expuestas, aún antes de que puedan ser explotadas, evaluadas, de que se conozca su repertorio y se las calibre según las diferentes escalas de cualificación cuyas medidas recortadas, sobreimprimiéndose, han hecho de él el ser que personalmente ha devenido, en el curso de un proceso difícil, jalonado por antagonismos, y predestinado a terminar sólo con su muerte. De tal persona, uno no puede decir que no está sometida a una coacción ni que es totalmente libre de hacer lo que quiere: en realidad, puesto bajo la mirada y bajo los fuegos cruzados de los diversos aparatos ideológicos de Estado que ha encontrado en su camino, es ambos a la vez, permanentemente en un cruce de caminos, en una posición fija e inestable, presa de la obligación de hacer elecciones que sólo revelan parcialmente su iniciativa9. “Sujeto” se deviene, no de golpe, sino durante la vida entera, desde el inicio hasta el final, a través de una sucesión de capturas que, cada vez, reconfiguran de modo diferente la complexión propia del ser sujeto. La fórmula “el día en que llegué a ser sujeto” no tiene sentido, pues, de un lado, no se permanece siendo el mismo sujeto, ese del que se dice que uno “es”; y de otro lado, aún si ciertos momentos de ese recorrido presentan un carácter más memorable que otros, y representan franqueamientos de umbrales, ninguno presenta el carácter definitivo de una inversión completa del pro al contra, o de un advenimiento que revista la apariencia decisiva de una creación “ex nihilo”. La constitución del sujeto se efectúa a través de un proceso ininterrumpido y accidentado, cuyo fin no está contenido en el comienzo: no ya como la irrupción de una novedad radical, de la cual sólo quedaría esperar su retorno; al contrario, se presenta como una lenta maduración o emergencia a través de la cual, revelándose poco a poco, una naturaleza propia se comprobaría en lo idéntico. Ni completamente otro, ni completamente igual, el sujeto es arrastrado por un movimiento incesante de transformación, que expresa su relación con el mundo. Por eso, si bien está llamado a conformarse según los modelos que las normas le proponen tanto como a los que le imponen, él conserva, en el marco mismo de la acción de las normas y de los 9

Cuando, como lo cuenta Althusser, se inscribió en el partido comunista, un compromiso que ha marcado toda su existencia y del que no ha cesado de pagar su precio, no lo hizo por su sola iniciativa, en tanto que sujeto libre que sólo debe rendir cuenta de sus actos a sí mismo: lo hizo porque la ocasión, en razón de cierta reunión de circunstancias, le fue dada. Sin duda, habría podido no hacerlo, pero si esta ocasión era la condición necesaria de su compromiso, no era la condición suficiente: sin haber sido, propiamente hablando, obligado, lo hizo a título de sujeto sobredeterminado, condenado a ser libre, diríamos, retomando las palabras de Sartre.

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procedimientos tan particulares que caracterizan esta acción, la posibilidad de desviarse de dichos modelos. Estando todos confrontados por la demanda apremiante que se les hace de volverse “buenos sujetos”, nada asegura que tomen esta demanda sin un margen de desvío, lo que va a hacer de ellos, y tendencialmente de todos, más o menos malos sujetos10. Lo propio de las normas es justamente que dan forma tanto a buenos como a malos sujetos, lo cual es la condición para que entre ellos haya diferencia, ensalzando y recomponiendo a los primeros y estigmatizando a los segundos. Lo que las normas producen no es un corte sobre la gente normal en particular, sino de la normalidad en general: por eso mismo, lo que les da su fuerza es también su fragilidad, combinando potencia e impotencia, éxito y fracaso, buena y mala conciencia, que en última instancia son imposibles de separar. Las normas tienden a producir consensos, pero sólo llegan a producirlos produciendo simultáneamente disensos: el tipo de acuerdos que prescriben sólo se impone en la lucha; y esta lucha introduce una posibilidad permanente de juego en el orden que ellas se esfuerzan por instaurar. Pues si las normas actúan sobre lo posible, los resultados a los cuales conducen son incesantemente retomados, por el hecho mismo de que se inscriben en el campo de lo posible, donde los juegos no están nunca hechos de manera definitiva, sino solamente anticipados y preparados.

Resumamos. Los transclase estudiados por Chantal Jaquet son gente que está mal en sus normas. Su caso es singular, pero no es excepcional; es el síntoma de una situación general que se presta a ser vivida bajo configuraciones diversas. Los transclase, en tanto que se los puede hacer entrar en el mismo saco, lo cual está lejos de ser evidente de suyo, representan una de esas configuraciones, y “nihil aliud”. Examinando su situación, comprendemos que lo que se llama identidad es el resultado de un trabajo interminable cuyo término no está garantizado. La lucha que deben llevar a cabo los transclase para existir a los ojos de los otros y a sus propios ojos, lejos de aislarlos, los empalma a la condición común que todos los miembros de la colectividad han compartido: estos últimos están directamente 10

Las normas, en la medida en que toman por objetivo lo virtual, nunca pueden ser satisfechas totalmente: incitan a quienes ellas interpelan a superarse, a ser aún un poco más de lo que esperan de ellos. Como dice Althusser: desembrollarse. En esta perspectiva, el buen sujeto, el hombre perfecto, está destinado a seguir siendo un ideal, del cual se realizan, en el mejor de los casos, versiones aproximadas, mejorables: es al interior del margen que aquí se abre que tiene lugar el proceso de educación, por cuanto este consiste en producir la conformidad progresiva con las normas.

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concernidos por su problema. Por eso una ética de la liberación de tipo spinozista está llamada a interesarle a aquellos que, como Chantal Jaquet con su libro nos da el ejemplo, están en la intersección de la sociología con la filosofía.

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