Philippe Lacoue-Labarthe_La música, o la representación interrumpida

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Descripción

La música, o la representación interrumpida*

PHILIPPE LACOUE-LABARTHE No hay duda de que hay una cuestión de tipo transcendental en el fundamento del Moisés y Aarón de Schönberg, y probablemente sería difícil que fuese de otro modo si se piensa en la asociación que se hace con regularidad, en la tradición alemana, entre Kant y la figura de Moisés (“Kant es el Moisés de nuestra nación”, decía Hölderlin). Pero quizás no es tan seguro que dicha cuestión remita, en el fondo, a la posibilidad de un arte sacro. En realidad, la demostración de Adorno sólo es posible porque se vincula casi exclusivamente con la música y porque permanece completamente indiferente al resto, o sea, si se quiere, al texto. Este último no se reduce de ninguna manera al libreto, sino que implica, más allá del escenario mismo (en su extraña fidelidad al texto bíblico, que a pesar de todo Adorno subestima bastante), a las estructuras dramatúrgicas que ese escenario induce (el coro, por ejemplo, que en efecto es el pueblo, no es griego en absoluto y no tiene relación alguna con los protagonistas de tipo trágico, a pesar de las apariencias inmediatas) y, sobre todo, implica al poema. Ahora bien, Adorno no sólo no tiene en cuenta el texto del tercer acto, con el pretexto de que no está puesto en música (texto no obstante decisivo en lo que se refiere al sentido que Schönberg quería expresamente conferir a la obra, tal y cual está efectivamente escrita, que concluye con el perdón —y la muerte— de Aarón), sino que minimiza de manera sistemática el problema de la relación entre pensamiento y lenguaje, de hecho central, cargándola hacia una interpretación forzosamente subjetiva y profana (“herética”) de la revelación, cuando quizás allí es donde se articula, para el propio Moisés, la cuestión transcendental. Esa atención, por así decir exclusiva, concedida a la música se verifica de manera privilegiada con la Rettung final, enteramente consagrada a mostrar el “éxito” de la obra, es decir, su adecuación entre la intención y la composición, a pesar de la contradicción fundamental 15

* Traducción de João Camillo Penna y Cristóbal Durán.

1 “Cuando sobre una pieza no estrenada le preguntó a Schönberg: ‘Entonces, ¿usted aún no la ha oído?’, respondió: ‘Sí, al escribirla’. En tal imaginación lo sensible se espiritualiza inmediatamente, sin perder nada de concreción. Lo que se realiza perfectamente en la representación se convierte por tanto en algo objetivamente uno, como si el ingenio musical llevara a cabo en Schönberg una vez más ese movimiento de las divinidades tribales al monoteísmo, cuya historia la de Moisés y Aarón concentra. Si la época rechaza la obra de arte sacra, en su final, sin embargo, da por sí lugar a la posibilidad en cuyo horizonte comenzó la era burguesa.” (Th. W. Adorno, “Fragmento sacro. Sobre el Moisés y Aarón de Schönberg”, Escritos musicales I-III, Obra completa 16, Madrid, Akal, 2006, pp. 463-483. La cita figura en p. 483.) 2 Sobre ese motivo, que retorna con frecuencia en Adorno (aunque sea a propósito de Mahler), pero que Adorno no explicita por sí mismo, véase Musiques-Variations sur la pensée juive de O. Revault d’Allonnes, París, Christian Bourgois, 1979.

Th. W. Adorno, “Fragmento sacro. Sobre el Moisés y Aarón de Schönberg”, op. cit., p. 477.

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que subyace a ella. Eso significa mostrar una adecuación interna a la propia textura musical (identificada in fine con la última realización, por parte del genio musical, del pasaje al monoteísmo1), que propiamente redime la falta que consistió en hacer valer la musica ficta contra la figura. Y dicha adecuación es, al fin y al cabo, aquello que restablece, más allá de las peripecias del “gran arte” en la era burguesa, el lazo enigmático, pero irresoluble, entre música y judeidad2. Del mismo modo, si uno se apega a la vertiente crítica del análisis, es también dicha atención exclusiva a la música lo que explica que, además de la queja principal (la música sería la imagen de lo que escapa a toda imagen), una de las acusaciones más grandes se dirija al “pathos unificado” de la obra. Como Adorno lo indica muy claramente, la incriminación no concierne solamente al carácter “facticio” del pathos, debido al hecho de que el contenido religioso perdió toda “sustancialidad”. En cuya consecuencia el “lenguaje nuevo”, retirado sobre sí mismo, “habla como el antiguo”, según un compromiso de tipo wagneriano entre monumentalidad y modernidad musical, que autoriza a Adorno a hablar del efecto extrañamente “tradicional” del Moisés. La incriminación tampoco concierne únicamente a la insuficiente diferenciación de la pareja formada por Moisés y Aarón, entre quien habla y quien canta, debida esta vez a la sobredeterminación “imitativa” de la música: Moisés, dice Adorno, ni siquiera debería hablar, tal como sucede en la Biblia, donde tartamudea. “Lo cual traiciona —añade él— la miseria de un arte que aborda el texto únicamente en cuanto arte y por su propia iniciativa.” Pero la incriminación concierne esencialmente a la obediencia que se tiene del principio wagneriano de la unidad del lenguaje, que “no tolera lo que el tema exige más que nada, la drástica separación de la esfera monoteísta de Moisés y la mítica, la regresión a las deidades tribales. El pathos de la música es el mismo en ambas”3. Y allí es, además, donde Adorno saca partido de su principio hermenéutico fundamental, que nuevamente toma prestado de Benjamin y de su célebre artículo sobre “Las afinidades electivas de Goethe”. Pues, explica, si se quiere romper el ciclo infernal de la “fatalidad mítica”, que por sí solo justifica en Wagner la unidad entre lenguaje y factura, “la cesura es lo que sería decisivo”. Pero, como también observa, “es necesario que la ruptura se haga ella misma música”. Lo que evidentemente no es el caso:

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La unidad indiferenciada, de la que sin embargo la integración a toda costa no puede dejar nada exento, entra en conflicto con la idea misma de lo Uno. Moisés y la danza en torno al becerro de oro hablan auténticamente el mismo lenguaje en la ópera, la cual quiere mostrar que no son el mismo lenguaje. Con ello se aproxima uno al fundamento del tradicionalismo en Schönberg, que sólo en las últimas décadas, especialmente desde su muerte, se ha hecho visible. El lenguaje musical en cuanto órgano del sentido sigue siéndole unánime en sí e incuestionable. Por eso se cree capaz de decirlo todo, en la misma medida, en todo momento. Justamente fue esta incuestionabilidad del lenguaje musical lo que sin embargo hicieron tambalearse las innovaciones de Schönberg4.

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Ibíd.

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Ibíd., p. 478.

Schönberg, en otras palabras, traiciona su proprio modernismo. Se apoya en la sintaxis codificada de la tonalidad cuando su atonalismo mandaría romperla, de acuerdo con el tema de la obra (que sería así, como debemos creer: ¿en qué medida sólo la música atonal es adecuada para la idea monoteísta?). Por eso Schönberg seria víctima de su época, exactamente como lo era Schiller según Hegel. Sucumbiría a la idea burguesa del genio, es decir, de lo sublime; pero Adorno, precisamente, no lo dice, por lo menos no tan crudamente. Sin embargo, se trata de eso; el léxico no engaña: Eso introduce el carácter de ficción incluso en la construcción que tan enérgicamente se le opone. La situación remite a una ilusión de la que el espíritu burgués casi nunca se ha desembarazado: la de la eternidad ahistórica del arte. Complementa exactamente esa actitud decorativa de la que las innovaciones schönbergianas se habían liberado. La creencia en el genio, transfiguración metafísica del individuo burgués, no permite dudar de que a los grandes todo les está abierto en todo momento y de que siempre pueden alcanzar lo más grande. Ninguna duda cabe sobre la categoría misma de grandeza, ni siquiera en Schönberg. En cuanto escepticismo con respecto a tal creencia, que se basa en la asunción ingenua de toda la cultura, tiene, contra Schönberg, razón esa especialización a la que él naturalmente se oponía porque obedece a la división del trabajo y renunciaba a lo estéticamente extremo, a la única legitimación del arte5.

Veredicto inapelable, pero también muy impresionante de parte de alguien que se apoya en la existencia pasada de un “gran arte sacro” para condenar toda “restauración” artificiosa, como si a la vez —y lo 17

digo de forma abreviada— lo sublime (la grandeza) fuera una invención burguesa y el “grande arte sacro” no fuera más que una ilusión retrospectiva —una proyección— de la burguesía universitaria alemana, de Hegel a Heidegger, o de Kant al mismo Adorno. Que “el extremismo estético” sea “la única legitimación del arte”, no es algo que hoy sea algo que dudemos. ¿Quién sabe si sería igual para Sófocles, o para Bach? Y quien sabe si eso no es precisamente lo que Wagner traicionó con sus “compromisos”, pero no Schönberg, quien víctima — como Adorno tiene razón en subrayar— de la mitología burguesa del arte, que de todas maneras escogió abandonar (y podemos suponer que lo hizo con completo conocimiento de causa) el Moisés, escogió interrumpirlo, y no darle una garantía suplementaria a la remitologización del arte y de la religión. *** La pregunta, sin embargo, se mantiene: ¿qué quiere decir exactamente Adorno cuando declara que la ruptura (o la cesura) habría debido hacerse “ella misma música”? Se ve claramente que lo incriminado es la homogeneidad demasiado poderosa de la música, su densidad sin fallas, que paradójicamente (o más bien, dialécticamente) la “redime” o la “salva” como música, en detrimento de la obra misma en su proyecto, es decir, de la “ópera sacra”. La oposición entre el Sprechgensang y el melos, en otras palabras, no es suficiente para “cesurar” la continuidad del discurso musical ni, por consiguiente, para resaltar la idea monoteísta. La unidad de lenguaje es pagana, idólatra. ¿Pero la cesura es simplemente una cuestión de diferenciación interna del lenguaje, o incluso una cuestión de oposición clara entre voces? ¿En qué sentido, en el fondo, Adorno entiende la “cesura”? Y, cosa que es indisociable, ¿por qué hace tan poco caso de la interrupción de la obra —en apariencia accidental y “empírica”, lo que uno nunca sabrá— y, sobre todo, por qué hace tan poco caso al modo tan extraño en que se hace dicha interrupción? En ningún caso quiero sugerir que la interrupción es la cesura, pero quizás que la cesura, más inaudible al oído de Adorno que invisible para sus ojos, se disimula en la interrupción —que, desde ese momento, ya no sería pensable como interrupción. Desde luego es necesario dar aquí el crédito a Adorno, de manera análoga a lo que hace con la palabra Rettung, por utilizar la palabra 18

cesura en el sentido ampliado pero riguroso, conferido por Benjamin en su ensayo sobre Goethe, donde es el término técnico, forjado por Hölderlin, para su teoría estructural de la tragedia, y que es elevado al nivel de concepto crítico (o estético) general: toda obra se organiza como tal a partir de la cesura, en la medida en que la cesura es el hiato, el suspenso o la interrupción “anti-rítmica”, que no sólo es necesaria, como en la métrica, para la articulación y el equilibrio del verso (de la frase y, por extensión, de lo que se podría llamar la obra-frase), sino que es el sitio desde donde surge, de un modo más esencial, lo que Hölderlin designa como la “pura palabra”. La cesura, en otras palabras, es la liberación por defecto —pero un defecto no negativo— del sentido mismo o de la verdad de la obra. Y desde el punto de vista crítico, sólo la cesura es lo que indica, en la obra, el lugar que hay que alcanzar para acceder al Wahrheitsgehalt6. A partir de ese modelo hermenéutico, Adorno tiene razón al buscar la cesura en el Moisés, tal como en toda obra que se supone grande. Su único error es quizás buscarla, por “melocentrismo”, únicamente en la música. Pues si tenemos en cuenta lo que Schönberg efectivamente escribió, podemos hacer la hipótesis de que ella está en el sitio mismo donde la música —pero no la obra—, se interrumpe, es decir, donde precisamente Moisés proclama que le falta la palabra (el habla): O Wort, du Wort, das mir fehlt! Sabemos de hecho que hasta el fin del segundo acto, Schönberg componía simultáneamente el libreto y la partitura. Y que en el momento de entrar en la composición del tercer acto —causa accidental o no, aquí poco importa—, bruscamente y sin que sepamos exactamente la razón, sólo ha escrito el texto de una escena: esa escena en que Moisés, que reafirma su “idea”, perdona a Aarón o al menos ordena que no se le ejecute. Y una vez más es necesario reconocer que la elección dramatúrgica de Straub y de Huillet es particularmente esclarecedora: pues no sólo ellos sacan partido de esta escena —simplemente hablada— en el silencio completamente insustentable que sigue al rompimiento musical que Adorno analiza tan bien, sino que la utilizan en un lugar distinto al que, desde el inicio constituía propiamente una escena o un teatro. De manera que no es sólo el dispositivo trágico, en el sentido en que lo entiende Adorno, aquello que sucumbe de golpe, sino que se trata de todo el aparato que retenía al Moisés al interior de los marcos de la ópera o del drama musical. Y probablemente ahí se interrumpe la religión. 19

Hölderlin, Notas sobre Edipo, en Ensayos, Madrid, Hiperión, 1976, p. 135. En el ensayo de Benjamin sobre Goethe, la cesura interviene para justificar la categoría de lo “inexpresable”, a la que Adorno no deja de referirse: “Lo inexpresivo es el poder crítico que si bien no puede separar en el arte la apariencia de la esencia, les impide mezclarse en todo caso. Un poder que posee en tanto que es palabra moral. Por lo demás, en lo inexpresivo aparece el sublime poder de lo verdadero, tal como lo define el lenguaje del mundo real conforme a las leyes del mundo moral. Esto desarticula de este modo lo que en toda apariencia bella todavía perdura como herencia del caos: la totalidad falsa, engañosa, la absoluta. Sólo esto logra completar la obra, en cuanto al destrozarla la convierte en obra ya en pedazos, en fragmento del mundo verdadero, en el torso de un símbolo. Al ser categoría del lenguaje y del arte, pero no de la obra o de los géneros, lo inexpresivo no se puede definir más estrictamente que mediante un pasaje de las Observaciones sobre Edipo escritas por Hölderlin […]. La ‘junoniana sobriedad occidental’ […] no era sino otra denominación de aquella cesura en la que, al mismo tiempo que la armonía, la expresión cesa para dar lugar a un nuevo poder inexpresivo en el seno de todos los medios artísticos.” (W. Benjamin, ‘Las afinidades electivas’ de Goethe, en Obras, Libro I/Vol. 1, Madrid, Abada, 2006, pp. 193-

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194). En este texto, Benjamin ubica la cesura, entendida en ese sentido, en una frase que “suspende toda la acción”: “La esperanza pasó como una estrella fugaz sobre sus cabezas.” Esa frase, de hecho, sella, en la novela de Goethe, el destino de los héroes, Eduardo y Otilia, tanto más cuanto que esa estrella, “no la perciben”. (Ibíd., p. 214).

7 Me permito remitir al capítulo 5 de mi libro La ficción de lo político (Madrid, Arena Libros, 2002).

Si esta indicación es justa, si —dramatúrgicamente— es necesario tener en cuenta de esa ruptura o ese hiato y el pasaje a la simple palabra —ya que ese es el enigma de lo que queda del trabajo de Schönberg—, entonces de seguro hay cesura, y ella ilumina con otras luces la verdad de la obra. En particular, ella ya no permite remitir la diferencia de enunciación entre los dos protagonistas a la sumisión de Schönberg a los imperativos de la musica ficta (y de la dramaturgia wagneriana). Es desde el principio que debe abismarse la música y que sólo debe quedar la palabra desnuda. Más allá de su función estructural, la cesura significa en Hölderlin —y es a este respecto que ella atrae la atención de Benjamin— la interrupción que falta para que aparezca la verdad trágica, es decir, la necesaria separación, el corte necesario que debe (en el sentido de un Sollen) hacerse en el proceso de colusión infinita entre lo humano y lo divino, que es la falta trágica misma, la hybris. La separación trágica, el desacoplamiento del dios y del hombre (que Hölderlin interpreta como katharsis), significa entonces la ley de la finitud, es decir, la imposibilidad de lo inmediato: “Tanto a los mortales como a los inmortales, lo inmediato les está prohibido.” No es posible una interpretación inmediata de lo divino (Edipo), así como tampoco es posible una identificación inmediata con lo divino (Antígona). La mediatez es la ley (Gesetz), una ley que Hölderlin piensa de manera rigurosamente kantiana (como cuando habla del “viraje categórico” de lo divino que constituye una obligación imperativa para el hombre de girarse hacia la tierra7). Por consiguiente, siguiendo ese modelo —y según la lógica que extiende el concepto inaugurado por Benjamin y que el propio Adorno aparentemente reconoce—, ¿porque no podríamos pensar que la cesura, en el Moisés, en tanto ataca y suspende la música, hace aparecer brutalmente el tiempo de una escena breve y seca?, ¿por qué no podríamos pensar que Moisés, el inflexible guardián de la Ley y defensor de su gran —de su sublime— pensamiento de Dios, es igualmente quien, por desmesura, se pretende el intérprete demasiado inmediato de Dios: la boca o el órgano del absoluto, la voz misma de Dios como su verdad. Es por esa razón que, sin dejar de pronunciar la irrepresentabilidad de Dios, e incluso su inefabilidad, tampoco dejará, sobre el mismo fondo de musica ficta en que Aarón evoluciona con total soltura, de esforzarse en el canto, y de no mantenerse en la estricta palabra —como si, por el efecto de un compromiso inducido por su rivalidad con Aarón, estuviese tentado secretamente por la idea de una posible 20

presentación (sublime, según la reglas de la gran elocuencia) del verdadero Dios, de lo impresentable mismo. Hasta que, a falta de palabra o del verbo, en el reconocimiento desesperado de dicha falta —y precisamente en esa frase se ubica la cesura—, él sucumbe por esa audacia, y la música se interrumpe. Por eso mismo se entendería porqué, en la única escena del último acto, plena de “sobriedad” como Hölderlin habría dicho, Moisés perdona, es decir, renuncia al asesinato, con lo cual se verifica esa intuición profunda que subtiende el Moisés de Freud y según la cual la prohibición de la representación no es otra cosa que la prohibición del asesinato8. Esa es la razón por la cual lo que se interrumpe con la música, lo que es cesurado, es la religión, si la religión se define como la creencia en una posible (re)presentación de lo divino, es decir, si la religión es impensable sin un arte o como un arte (lo que afortunadamente — “mantenemos el paso ganado”— no significa que el arte sea impensable sin la religión o como religión). Lo que aquí está en discusión, en la interrupción de lo que en principio fue —sin duda alguna— el proyecto de una “ópera sacra”, es lo mismo que Adorno estima fuera de duda para Schönberg: la figuratividad de la música. Pero para reconocerlo, habría sido necesario que Adorno se hubiera dispuesto a leer el Moisés, y no simplemente a escucharlo. O quizás habría sido necesario que hubiera podido reconocer los límites de su propia mística musical, dando más crédito (o confianza) a Schönberg. Llegado un momento de su análisis, Adorno anota lo siguiente: La propia necesidad de expresión en Schönberg, que rechaza la mediación y la convención y nombra lo expresado mismo, tiene como modelo secreto la revelación en cuanto la del nombre. Sea lo que fuera que impulsó subjetivamente a Schönberg a componer una obra religiosa, poseía desde el comienzo su aspecto objetivo, en principio puramente musical9.

Freud, Moisés y la religión monoteísta, en Obras Completas, XXIII (1937-39), Buenos Aires, Amorrortu editores, 1978, pp. 1-132.; Cf. Ph. Lacoue-Labarthe y J.-L. Nancy, “Le peuple juif ne rêve pas”, en: La psychanalyse est-elle une histoire juive?, París, Seuil, 1981.

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Adorno, op. cit., p. 470.

Pero es el mismo Adorno que había escrito, algunos años antes: Por comparación con el denotativo, la música es un tipo de lenguaje totalmente diferente. En eso estriba su aspecto teológico. Lo que dice está, en cuanto fenoménico, determinado y oculto al mismo tiempo. Su idea es la forma del nombre divino. Es una oración desmitologizada, liberada de la magia de la influencia; el intento humano, por más que baldío, de pronunciar el nombre, no de comunicar significados10.

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10 Adorno, “Fragmento sobre música y lenguaje”, Escritos musicales I-III, op. cit., p. 256.

Walter Benjamin, “Sobre el lenguaje en cuanto tal y sobre el lenguaje del hombre”, en Obras, Libro II, Vol. 1, Madrid, Abada, 2006, p. 148.

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Tanto para Adorno como para Schönberg, la música, en su intención misma, estaría a fin de cuentas en el horizonte de lo que Benjamin llamaba el “lenguaje puro”11, y que quizás no deja de tener relación con lo que Hölderlin denominaba la “pura palabra”, a propósito de la cesura. Pero Adorno sabe bien que el Nombre es impronunciable, y que la música es una oración vana: lo sublime como tal, según su código más demostrado desde Kant. “Su idea es la forma del nombre divino”. Un arte del más allá de la significación, es decir, del más allá de la representación. Sin embargo, no está prohibido escuchar resonar un O Name, du Name, der mir fehlt!, bajo el O Wort, du Wort, das mir fehlt!, que clama Moisés en el último estallido de la música; o sea, sucede como cuando Kant toma como ejemplo mayor de un enunciado sublime la prohibición de la representación (la ley mosaica), un enunciado en realidad metasublime, que dice de manera sublime —y el pasaje a la palabra desnuda, en el acto III del Moisés es absolutamente sublime— la verdad de lo sublime, ella misma sublime. Paradoja última: la palabra desnuda —el lenguaje de la significación misma— quiere decir el imposible más allá de la significación, lo que Benjamin no habría desmentido. Y quiere significar la ilusión transcendental de la expresión. Es por esa razón que el Moisés no está “logrado”. Es “insalvable”, si “salvar”, para Adorno, significa siempre estimar las obras bajo el criterio de la adecuación, es decir, de la belleza: el gesto religioso por excelencia. Ahora bien, lo que precisamente dice el Moisés, pero a pesar de sí mismo —y es necesario imaginar a Schönberg constreñido y forzado, lo que después de todo es la suerte de todo artista moderno—, es que el arte es la religión en los límites de la simple adecuación. Probablemente el fin, en todos los sentidos, de la religión. O para ser más justo: la cesura de la religión.

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