“PERVERSAS Y FATALES. LA IMAGEN DE LA MUJER EN EL ARTE ESPAÑOL 1885-1930” en LOMBA, C. (com.), Perversas y Fatales. La imagen de la mujer en el arte español 1885-1930, catálogo, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2016, pp. 24-63.

May 25, 2017 | Autor: Concha Lomba Serrano | Categoría: Feminist Theory, Fin de Siecle Literature & Culture, Female Artists, Pablo Picasso
Share Embed


Descripción

CONCHA LOMBA SERRANO UNIVERSIDAD DE ZARAGOZA

Mujer, abismo en flor, maldita seas! Rosa de filo, espada tierna, fontana de letargo; con qué nos muerde, lirio, tu seda? Cómo, diosa, haces lo negro de oro y haces dulce lo amargo? Yo iba cantando, un día, por la pradera de oro, Dios azulaba el mundo y yo era alegre y fuerte; tú estabas en la hierba, me abriste tu tesoro, y yo caí en tus rosas y yo caí en la muerte! Ay! cómo das la sombra entre tus labios rojos, mujer, mármol de tumba, lodo abierto en abrazos? Tú que pones arriba el cielo de tus ojos, mientras nos enloquece la tierra de tus brazos! 1

FATA L E S Y P E RV E R SAS E N L A P I NT U R A E S PA Ñ O L A ( 18 8 5 -1 930 )

on estos versos Juan Ramón Jiménez definía, como sólo los poetas saben hacerlo, una imagen fin de siècle que el decadentismo y el simbolismo habían puesto de moda también en España: la de las mujeres fatales y perversas. Esas mujeres hermosas y perniciosas al tiempo, capaces de acabar con el alma y la vida de sus amantes —como las mantis religiosas—, y de convertirlos en esclavos, en peleles. Como les sucedió a Demetrios y Don Martín, los dos admiradores de las protagonistas de Afrodita y La femme et le pantin, dos de las más célebres piezas literarias de Louÿs, convertidas en símbolos de la perversidad femenina en el París finisecular. Sólo que en España semejante moda se producía con un cierto retraso, cuando ya Flaubert y Baudelaire, entre otros, habían cantado a tan bellos ejemplares, y cuando los simbolistas, los prerrafaelitas, los nabis y los decadentistas… habían difundido con tanto éxito sus imágenes que el Art Nouveau se apropió de las más espectaculares y las convirtió en objetos de diseño arrebatándoles, al tiempo, su significado. Cosa distinta es que tales construcciones estéticas sean de nuestro agrado. Porque, no hay que olvidar que aquella moda se desarrolló en un contexto social claramente misógino, en el que la mujer era considerada un ser inferior para la mayoría de los intelectuales —biólogos, médicos, filósofos…—, algunos de los cuales la creían capaz de las mayores fechorías y perversiones imaginables2.

24 —

Aunque sea brevemente, conviene recordar que en esa línea se expresaron reputados científicos e intelectuales como Darwin y Schopenhauer, quienes plantearon que, en el proceso evolutivo de la especie humana, la mujer “se mantenía en un estadio equivalente al de la infancia”. Nietzsche, por su parte, abundó en las diferencias biológicas existentes otorgándole el papel de “gestora de superhombres”. Y Herbert Spencer, en La sociología evolutiva, la situaba en uno de los grados inferiores de esa supuesta secuencia evolutiva, mientras que en The Principles of Ethics defendía que la actividad intelectual era incompatible con la procreación. Pero todavía los hubo más recalcitrantes como Lombroso, quien en 1893 publicó, junto a G. Ferrero, un desgraciado estudio, pretendidamente científico, que para colmo fue traducido a varios idiomas: La donna delinquente, la prostituta e la donna normale…3. Esa precisamente fue la imagen que difundieron célebres escritores y pensadores como los ya citados o el propio Guy de Maupassant quien llegó a afirmar

— 25

“…Tomar a una mujer por un mes es peligroso, más peligroso que tomarla por una noche, pero mucho menos peligroso es tomarla para toda la vida…”, y: “Odio, desprecio a la mujer porque es pérfida, bestial, inmunda, impura…”4. Frente a semejante sarta de despropósitos, hubo intelectuales que, naturalmente, se opusieron a tales planteamientos mientras que las artistas reaccionaron desentendiéndose de tan perverso imaginario, aún cuando recrearon abundantes mujeres en sus composiciones5. Y quienes se ocuparon de narrar, a través de la escritura y las artes, las singulares hazañas de las mujeres fatales fueron los hombres. Una situación similar se vivía en el territorio español, si bien es cierto que el tono de los debates fue más sosegado y que la llamada “guerra de los sexos” alcanzó una virulencia menor; una circunstancia que no impidió que las opiniones de Concepción Arenal o Emilia Pardo Bazán apenas tuvieran eco en la sociedad del momento, mientras se implantaban las tesis defendidas por Urbano González Serrano o José Ortega y Gasset, quien todavía en 1927 fundamentaba sus opiniones en este campo basándose en la filosofía nietzscheana6. Tales planteamientos, justo es decirlo, poco tenían que ver con los defendidos por Juan Ramón Jiménez o por Ramón del Valle-Inclán, uno de los mejores simbolistas, que en aquel temprano 1900 definió el arquetipo de la mujer fatal con estas palabras: “La mujer fatal es la que se ve una vez y se recuerda siempre. Esas mujeres son desastres de los cuales quedan siempre vestigios en el cuerpo y en el alma. Hay hombres que se matan por ellas; otros que se extravían...”7. Por estas fechas ya habían comenzado a aparecer las imágenes de las mantis, de los fatales deseos, de las mujeres perversas, convertidas en paradigmas de la ecuación Eros y Thanatos. Imágenes que fueron en aumento con el cambio de siglo y con el proceso de modernización artística que incorporó al simbolismo entre sus novedades. Y al igual que hicieron Félicien Rops, Odilon Redon, Lovis Corinth o los archiconocidos Fernand Khnopff, Gustav Klimt, Burne-Jones, John Everett Millais, Gustave Moreau, Edvard Munch, Franz von Stuck o Dante Gabriel Rossetti, entre otros, buena parte de la nueva generación que protagonizó el cambio de siglo en España sucumbió a tan sugerente iconografía. Me refiero esencialmente a Hermen Anglada Camarasa, Eduardo Chicharro, Lamberto Escaler, Rogelio de Egusquiza, Federico Beltrán Masses, Julio Romero de Torres, Gustavo de Maeztu, Manuel León Astruc, Anselmo Miguel Nieto, Néstor, o el propio Ignacio Zuloaga, que introdujeron los fatales deseos entre sus preferencias icónicas. Se trata, esencialmente, de un grupo de artistas que practicó una suerte de nueva figuración que emergió como corriente novedosa en los albores de la centuria y que, en su segunda década, ofreció el lenguaje más avanzado de la plástica española. En muchos casos tuvo un marcado carácter modernista y en otros simbólico, una tendencia que con todas las matizaciones precisas eclosionó con fuerza en torno a 1908, en especial en la Exposición Nacional de aquel año8.

26 —

Además, con independencia del lenguaje que cada uno de ellos usara, me atrevería a afirmar que los pintores españoles no solo recrearon las perversas modelos que la literatura, la mitología, la Biblia o la Historia pusieron de moda, sino que construyeron un imaginario propio. Entre las míticas Pandora, Medea, Astarté, Proserpina, Circe, Helena de Troya, Fílide, Eva, Judith, Dalila, Salambó, Lorelei, Cleopatra o Mesalina, fue, sin duda alguna, Salomé la preferida por los artistas españoles. Eso sí, tuvo una fuerte competencia de las mujeres de carne y hueso, de las mujeres reales, en especial las gitanas y las majas, esas hermosas y seductoras féminas, que hundían sus raíces en la tradición hispana y que fueron alabadas por los románticos europeos hasta el punto de convertirlas en un arquetipo a la moda y en cuya representación no se establecieron distingos aparentes entre las que procedían de una u otra clase social. En ambos grupos se centrará nuestro análisis.

PE RVE RSAS MÍTICAS Habló así y rió el Padre de los hombres y de los Dioses, y ordenó al ilustre Hefesto que mezclara en seguida la tierra con el agua y de la pasta formara una bella virgen semejante a las Diosas inmortales, y a la cual daría voz humana y fuerza. Y ordenó a Atenea que le enseñara las labores de las mujeres y a tejer la tela; y que Afrodita de oro esparciera la gracia sobre su cabeza y le diera el áspero deseo y las inquietudes que enervan los miembros. Y ordenó al mensajero Hermes, matador de Argos, que le inspirara la impudicia y un ánimo falaz. Ordenó así, y los aludidos obedecieron al rey Zeus Cronión. Al punto, el ilustre Cojo de ambos pies, por orden de Zeus, modeló con tierra una imagen semejante a una virgen venerable; la Diosa Atenea la de los ojos claros la vistió y la adornó; las Diosas Cárites y la venerable Pito colgaron a su cuello collares de oro; las Horas de hermosos cabellos la coronaron de flores primaverales; Palas Atenea le adornó todo el cuerpo; y el Mensajero matador de Argos, por orden de Zeus retumbante, le inspiró las mentiras, los halagos y las perfidias; y finalmente el Mensajero de los Dioses puso en ella la voz. Y Zeus llamó a esta mujer Pandora, porque todos los Dioses de las moradas olímpicas le dieron algún don, que se convirtiera en daño de los hombres que se alimentan de pan (…) (…) Y aquella mujer, levantando la tapa de un gran vaso que tenía en sus manos esparció sobre los hombres las miserias horribles. Únicamente la Esperanza quedó en el vaso, detenida en los bordes, y no echó a volar porque Pandora había vuelto a cerrar la tapa por orden de Zeus tempestuoso que amontona las nubes. Y he aquí que se esparcen innumerables males entre los hombres, y llenan la tierra y cubren el mar; noche y día abruman las enfermedades a los hombres, trayéndoles en silencio todos los dolores porque el sabio Zeus les ha negado la voz...9. Fue Zeus quien creó a la primera mujer, la bella Pandora, con el firme propósito de que expandiera el mal entre los hombres. Y desde entonces, los mortales perdieron su idílico acomodo y vagan por el mundo expuestos a todo tipo de miserias.

E N L A MITOLOGÍA C L ÁS I C A Pandora fue, pues, el instrumento de los dioses para propagar el mal. La primera mujer que, según la mitología griega, esparció la fatalidad en el mundo. Se entenderá, por lo tanto, que pronto se convirtiera en una de las figuras míticas preferidas por los simbolistas y decadentistas europeos. Porque, en el fondo, su imagen está dotada de ambigüedad. Tras su belleza y aparente dulzura, subyace cierta perversidad que le confiere un atractivo mayor. Fue así como la reflejó Dante G. Rossetti entre 1874 y 1878, abriendo levemente la caja por la que comenzaron a esparcirse los primeros males que, desde entonces, aquejaron a la humanidad, mientras contempla fija y un tanto perversamente a los espectadores. Igual que la Pandora pintada en 1874 por Alexandre Cabanel —uno de los pintores franceses que más interés mostró por las mujeres perversas que la mitología y la antigüedad clásica alumbró—, quien no pudo ser más fiel a Hesíodo en la belleza e incluso dulzura con que describe a la mujer creada por Zeus para vengarse de los mortales; sólo que la intensidad y osadía con que nos contempla, el pecho perversamente desvelado y la ostensible caja que muestra protegida por un hermoso brocado, anuncia lo que va a acontecer. Una imagen similar, incluso más dulce todavía, fue la empleada por Charles Amable Lenoir para la Pandora que recreó en 1902, sólo que en esta ocasión el francés añadió a la escena una atmósfera más misteriosa al situarla en medio de un bosque. En

— 27

un escenario similar, aunque mucho más sugerente y selvático —al comienzo de una gruta, de colores intensos, por la que discurren manantiales— pintó William Waterhouse a su Pandora: arrodillada ante el cofre que está entreabriendo, entre ingenua y pícara, y del que ya comienzan a salir todas las desgracias que los hombres habrán de arrostrar a partir de ese momento. Pandora se sumaba así a la pléyade de diosas y mujeres perversas y fatales que poblaban el Olimpo y la Tierra: Alcmena, Altea, Astidamia, Astíoque, Calipso, Calírroe, Circe, Clitemnestra, Cometo, Creusa, Electra, Erifile, Escila, Estenebea, Fedra, Filomena, Hécuba, Hermione, Hipodamia, Hipsipila, Ino, Medea, Procne, Sidero, Venus, las Danaides, las Gorgonas, las Harpías, las Parcas, las Sirenas… Entre todas ellas destaca Venus, la diosa romana vinculada, esencialmente, con el amor y la belleza —en ocasiones, también con la fertilidad—, e identificada con su homóloga griega Afrodita que era realmente la que, según narraba Virgilio en la Eneida, se asociaba más profundamente con la sensualidad y la crueldad. Es verdad, no obstante, que la Venus romana conservó los símbolos y atributos perversos empleados por Afrodita, como la manzana dorada de la discordia. Y es cierto igualmente que algunas variantes como la Venus Ericina se ha identificado con el amor «impuro», convirtiéndose incluso en la patrona de las prostitutas. Su imagen entre los creadores de este periodo —prerrafaelitas, simbolistas, decadentistas…— no fue, sin embargo, muy habitual pues las preferían todavía más perversas, más malvadas; lo que no obsta para que tanto Gustave Moreau como Dante G. Rossetti la evocaran de forma magistral. Así ocurre con la hermosa y sugerente Venus Verticordia de Rossetti. Otro tanto sucedió entre los artistas españoles, a quienes los asuntos mitológicos no parecieron entusiasmarles, aunque hubo casos excepcionales como el de Néstor Martín-Fernández de la Torre (Las Palmas de Gran Canaria, 1887-1938), quien se ocupó de recrearla, en sintonía con el gusto que el canario manifestó por los asuntos clásicos. Néstor, como popularmente se le conoce, fue, como es sabido, uno de los artistas españoles más estrechamente vinculados con el simbolismo y modernismo europeos, en cuya producción destaca el carácter decadente y decorativo tan característico en los lenguajes finiseculares, a cuya intensidad contribuyó, sin ninguna duda, la exuberancia en las formas y colores empleados junto con la, cada vez mayor, homosexualidad latente en sus trabajos. Durante su prolongada estancia parisina ahondó, además, en semejante caracterización, convertida años después en una constante estética. Es la que define a su espectacular Venus de la Rosa, pintada hacia 1913, cuando ya había representado a España en la Exposition Universelle et Internationale de Bruselas con la obra Epitalamio. La pintó en un escenario barroco, recostada sobre un espejo que no sólo refleja parte de su cuerpo sino el ambiente de la sala en la que se vislumbra alguna escultura. Sentada y exhibiendo su desnudez, potenciada por la luz dorada empleada, llama la atención su rostro —ambiguo, grave y algo inaccesible—, enmarcado por esa abundante cabellera ondulada y rojiza que ha caracterizado a las mujeres fatales10; y su musculoso cuerpo, cuyos brazos se alzan para que el espectador pueda contemplar mejor sus senos, al tiempo que muestra la rosa roja que dio nombre a tan flamante Venus. Néstor, como ya hiciera Rossetti, no sólo emplea uno de los símbolos eróticos por antonomasia, la rosa, sino que la ensalza representándola como un trofeo que parece ofrecer, entre pícara e insinuante, al espectador, cual clásica mujer fatal.

28 —

Mucho más perversas que Venus fueron Circe o Medea, algunas de las figuras mitológicas más queridas por los simbolistas y prerrafaelitas. También por los españoles. De entre ellas, destacan algunas representaciones excepcionales, a mi juicio, como la Circe envidiosa pintada en 1892 por John William Waterhouse, en cuya producción abundan las mujeres mitológicas e históricas, en especial las perversas. La diosa y hechicera que vivió en la isla de Eea, la que transformaba en animales a quienes la ofendían o la molestaban empleando pócimas mágicas,

Dante Gabriel Rossetti, Venus Verticordia, 1864-1868. Russell-Cotes Art Gallery and Museum, Bournemouth, Inglaterra

— 29

habitaba en una mansión que se alzaba en medio del bosque, en un paraje casi mágico propio de simbolistas y decadentistas. Fue pintada por Waterhouse en varias ocasiones pero la más interesante, por el rostro perverso y fatal que muestra, es esa Circe envidiosa o Circe envenenado al mar, el otro título por el que se la conoce. En esta composición aparece solo la diosa vertiendo una pócima para emponzoñar las aguas y así todos los que beban en ellas, incluso los hombres de Ulises en su regreso a Ítaca, se envenenarían. La escena es enormemente sugerente y sofisticada pues muestra a la hechicera en todo su esplendor: de pie, vestida con una hermosísima túnica estampada en tonos oscuros y azulados, dejando un seno al descubierto, justamente en el instante en que está vertiendo el líquido que estalla entre las aguas tranquilas y azuladas que la rodean y que penetran en el tupido bosque, en la densa y profusa vegetación que la circunda. La sacerdotisa Medea, sobrina de Circe, quien se supone que le enseñaría los principios de la hechicería, es otra de las perversas mujeres preferidas por estos artistas. Entre sus numerosas representaciones destacan las relacionadas con la tragedia escrita por Eurípides y que pone voz a los sentimientos de una mujer burlada (quizá) y perversa en su desquite furibundo. Pero las más sugerentes, siempre en mi opinión, son aquellas imágenes en las que aparece Medea solamente, justo en el instante de mezclar las pócimas con las que consumar su venganza. Entre otras la Medea pintada por Frederick Sandys en 1868, en la que destaca un rostro bellísimo pero crispado por la indignación que late en su alma, adornado por una larga y exuberante cabellera, justo en el momento de mezclar algunos ungüentos; al fondo una nave surca las aguas evidenciando las relaciones con su esposo Jasón. Esa misma Medea, hermosa y sensual como si fuera una odalisca, tensa y sugerente al mismo tiempo, fue pintada también por uno de los artistas españoles que, a finales del siglo XIX, más se interesó por los asuntos mitológicos y bíblicos. Me refiero a Francisco Masriera y Manovens (Barcelona, 1842-1902), proclive a los asuntos orientalistas, cuyas Judith y Salomé son tan célebres como sus odaliscas. Electra fue otra de las figuras mitológicas que la literatura y el teatro difundió durante aquellos años, en la estela de la fama que Sófocles y Eurípides le concedieron al personaje, a quien la plástica ha representado tanto con su hermano Orestes como con su madre Clitemnestra. El amor fraternal entre ambos y su pacto para matar a su pérfida madre y así vengar el asesinato de su padre, Agamenón, ha sido el motivo más recurrente entre la iconografía a ambos dedicada y el asunto que, en ocasiones, la ha convertido en una mujer perversa y desalmada.

John William Waterhouse, Circe envidiosa, 1892. Art Gallery of South Australia, Adelaide

30 —

Electra y Orestes deben ser, a mi juicio, los dos personajes que protagonizan el Sueño de Orestes pintado en 1919, que lleva como subtítulo La antigua Granada, una composición enormemente sugerente creada por Federico Beltrán Masses, uno de los principales artistas de esa España de comienzos de siglo que tantas mujeres perversas y fatales, que tantos amores lésbicos, que tantas escenas entre literarias y cinematográficas concibió. En esta ocasión Beltrán Masses juega, a mi entender, con el espectador al mezclar un par de asuntos diferentes a través de la granada, uno de los iconos frutales más eróticos empleados ya por la civilización babilónica. Simultanea dos épocas y episodios distintos: el narrado por Homero en la Orestíada, en el que la pasión y la perversión parecen confundirse, y aquellos tiempos durante los que las pasiones florecían en la antigua cuna de la civilización islámica, en Granada. El resultado es una suerte de amor —quizá incestuoso— entre Orestes y su hermana Electra que, provista de todos los recursos estéticos y artificiosos característicos de las mujeres fatales —de rostro hermoso en el que destaca una boca sugerente, pintada de rojo, los ojos negros y ojerosos componiendo una expresión entre lánguida y decaída, y espléndidamente vestida dejando al aire sus senos— descansa en los brazos del singular, suponemos, Orestes, que la contempla entre arrobado y tierno. Electra, si es que se trata de tal personaje, sujeta una granada en la mano. Solo que la granada, gracias al engaño que Hades ideó para conseguir que Perséfone se desposara con él, al comer algunos de sus granos, actúa al tiempo como un puente entre la luz y las tinieblas, el bien y el mal, la sabiduría y la ignorancia, la vida y la muerte; uno de los iconos que más interesa al asunto que tratamos. Esa misma granada había sido empleada ya con anterioridad por Beltrán Masses y diez años después

— 31

volvió a recurrir a ella como elemento icónico central en un lienzo titulado precisamente Granada, cuya trama se desenvuelve en torno a la perfidia de las mujeres fatales que muestran la granada como un instrumento de perversión. La escena del Sueño de Orestes —y continúo con el lienzo— no concluye con la secuencia narrada entre los dos hermosos jóvenes, sino que en ese sugerente escenario nocturno que los ampara, aparece, con un claro aspecto tentador y pecaminoso, el busto de otra hermosa mujer —morena, de labios también rojos y ojos negros, con el pelo recogido— con un clavel rojo que parece buscar sus labios. Romero de Torres no podría haberla representado mejor, y sin embargo esta imagen evocadora, que parece permanecer en segundo término, bien podría aludir a la madre de Orestes y Electra o bien a alguna de las perversas y fatales mujeres que en la antigua Granada propiciaron cierta tragedia amorosa como la que podría latir en esa compleja y sugerente composición. A un rango distinto pertenece la sibila, esa sacerdotisa de Apolo capaz de conocer el futuro, una figura que hunde sus raíces en la mitología griega y persiste en la romana. Según algunas versiones es de origen divino, ya que la primera sibila fue hija de Zeus, fruto de la relación que mantuvo con Lamia, una hija de Poseidón. En cualquier caso, la capacidad para predecir los acontecimientos venideros le confieren un enorme poder y, sobre todo, en lo que a nuestro asunto interesa, una gran perversidad, acentuada por su capacidad para cambiar los sucesos y su evidente exotismo. Su característica morada —grutas próximas a corrientes de agua— y el estado de trance en que expresaban sus juicios, aumentan más si cabe su imagen de mujeres fatales. No es extraño, por lo tanto, que desde el Renacimiento las sibilas hayan sido uno de los tipos más representados por los artistas y que se convirtieran en objeto de culto para los simbolistas y modernistas. Entre otros para el extraordinario Dante Gabriel Rossetti, quien hacia 1870 pintó la hermosa Sibylla Palmifera; para John Collier que veintiún años después concibió otra versión: una bellísima sibila conocida como Sacerdotisa de Delfos. O para Hermen Anglada Camarasa (Barcelona, 1871-Puerto de Pollensa, 1959), otro de los grandes artistas españoles formados en París, que hizo del decadentismo estético una de sus constantes artísticas, logrando casi tanto éxito como Sorolla o Zuloaga. En su época de madurez, hacia 1913, concibió su hermosa e inquietante Sibila, una altiva y seductora fémina, imagen perfecta de la mujer fatal, de la mantis religiosa. La pintó ataviada con un mantón de vivos colores que deja al descubierto su seno, con una piel pálida y azulada, casi inerte, como la del rostro en el que lucen sus brillantes ojos —enmarcados por grandes ojeras— que parecen contener toda la perversidad del universo; y luciendo un pelo corto y negrísimo, como el azabache. Anglada concibió una sibila moderna, y en ello radica su espectacularidad, que se muestra majestuosa ante el espectador, al que contempla con desdén, sobre un fondo que, de forma sintética y casi abstracta, semeja esas grutas en las que en la antigüedad el agua corría a su antojo.

LOS P E R SO N A J ES BÍBLICOS Algunos de los personajes mitológicos aparecen entre la literatura bíblica, cuya desbordante riqueza icónica es realmente proverbial. Eso sí, más atemperados en algunos casos y más pecaminosos en otros. Solo hizo falta modificar sus nombres y el calificativo de sus actos para que surgieran otras célebres mujeres que, por motivos distintos, han sido calificadas de perversas y fatales. El resultado fue un elenco nada desdeñable integrado por Lilith, Eva, Jael, Jezabel, Dalila, Judith, Herodías, la reina de Saba, Esther, Adassa, Vasti, Thapenes, la mujer de Putifar, Santa María Magdalena, Santa Maria Egipciaca o Salomé.

32 —

Entre las primeras destacan las representaciones de Lilith —considerada la primera esposa de Adán— y de Eva, que mantienen una estrecha relación con Pandora, en especial Eva, ya que Lilith es bastante más perversa. Y también mucho más apetecible, como puede comprobarse en esa fastuosa Lady Lilith de Dante Gabriel Rossetti o la legendaria Lilith pintada por John Collier en 1892, entre otras muchas.

Hermen Anglada Camarasa, Sibila, h. 1913. Colección “La Caixa”. Arte contemporáneo

— 33

pleto abandono, al igual que su cabeza. Ocurre al tiempo que sus labios rojos, de un rojo intenso que contrasta con el negro de sus ojos, reciben el beso de la serpiente que rodea todo su cuerpo, en una suerte de abrazo o de encuentro sexual. Desconozco si, como se ha afirmado, tuvo como modelo a una de las damas de la alta sociedad que el pintor frecuentaba. En cualquier caso, esa circunstancia no alteraría el valor de tan provocadora y original imagen en la que, excepcionalmente, se explicita la relación entre la serpiente y la esposa de Adán. Cinco años antes, en 1925, Beltrán Masses recreó otra mujer bíblica legendaria: la reina de Saba, un antiguo país que la arqueología sitúa en los actuales territorios de Somalía y Yemén, transformado en el Antiguo Testamento en un exuberante paraíso. La Biblia alude a la reina de aquel exótico país en su visita al rey Salomón, en la que le ofreció ricos presentes —especias, oro y piedras preciosas— que portaban sus esclavos negros. Ese fue precisamente el momento que recrea Beltrán Masses en La reina de Saba, a la que representó apenas cubierta por una malla de perlas que dejaba al descubierto su cuerpo perfecto y adornado con aderezos de piedras preciosas y, como no podía ser de otra manera, con una cabellera abundante, rizada y pelirroja, cual sinónimo al uso de perversidad y fatalidad. La impresión que debió causarle al gran Salomón, y prosigo con la leyenda, debió ser enorme pues las narraciones los han convertido en pareja y padres de una criatura que sustrajo el Arca de la Alianza de Israel, llevándosela a su reino. Ni que decir tiene que semejantes acontecimientos convirtieron a la gobernante de aquel remoto país en uno de los paradigmas de la perversidad, aunque parece ser que fue ella quien se convirtió, por amor, al judaísmo, abandonando sus creencias politeístas.

Federico Beltrán Masses, La noche de Eva, 1929. Fundación Suñol, Barcelona

Las imágenes de Eva son menos perversas y menos sensuales, tal y como puede comprobarse en las grabadas por Max Klinger —Eva y La Serpiente, ambas de 1880— y Félicien Rops, o las pintadas por Lucien Lévy-Dhurmer en 1896 y Munch en 190811.

34 —

Y, con algunas excepciones, las recreadas por los artistas españoles se comportan de igual manera: apenas contienen retazos de fatalidad, ni tampoco oscilan entre el amor y la muerte, entre Eros y Thanatos, debido, esencialmente, a la religión cristiana que, mayoritariamente, se profesaba en España durante esta época. No es de extrañar, por lo tanto, que entre las interesantes piezas esculpidas por Nemesio Mogrobejo —Eva, 1901—, Enric Clarasó —Eva, 1904—, Julio González —Eva, h. 1906—, Dionisio Renart —Eva, h. 1911— o Enric Casanovas —Eva, 1912—, tan sólo las de Renart y Mogrobejo muestran una cierta dosis de picardía, mientras que en las restantes domina la pena, el dolor o el desconsuelo. Es decir, que el arrepentimiento constituye el sentimiento que prevalece en cada una de ellas. Completamente diferentes son las Evas ideadas por Gustavo de Maeztu (Vitoria, 1887-Estella, 1947), en cuyo repertorio icónico existe una evidente predilección por componer mujeres jóvenes, hermosas, excitantes, ofreciéndose sin ningún recato a los ojos de quienes las contemplan, con posturas sinuosas que, saben, provocarán el efecto apetecido. También las de Manuel Benedito, Pere Ysern y, en especial, el atrevido lienzo pintado por Federico Beltrán Masses en 1929, titulado La noche de Eva, cuya composición va más allá de la sensualidad. Similar en su concepción a su primera Salomé —tanto por el formato elegido como por la escenografía y el absoluto protagonismo del cuerpo femenino— muestra a Eva en toda su intensa desnudez, sentada sobre sus propias piernas, los brazos desplegados del cuerpo en una actitud de com-

La salvadora de Israel, Judith, descrita en el Antiguo Testamento como una hermosa viuda judía, de educación esmerada, ha pasado a convertirse en uno de los estereotipos de la maldad. Por decapitar a Holofornes, el general enviado por el rey de Babilonia, Nabucodonosor, para vengarse de las naciones del oeste que habían evitado ayudar a su reino. Para lograrlo el general sitió Betulia y la ciudad casi se rinde, pero fue salvada por Judith, quien se introdujo en el campamento de asedio de Holofernes, compartió banquete con él y lo embriagó. Después, ayudada por una fiel sirvienta, lo decapitó mientras dormía, sembrando la confusión en su ejército que fue derrotado propiciando así la victoria de Israel. Ese es el relato que ofrece la Biblia en el Libro de Judith, fechado entre el 158 y 157 a. C. La intensidad de tal aventura y quizá también la imagen de triunfante seductora derivada de su hazaña propició que su imagen fuera recreada por los mejores artistas de todos los tiempos, desde el siglo XV, con imágenes realmente impresionantes como las producidas por Caravaggio y sus seguidores, también por Tiziano o por la pintora Artemisia Gentileschi quien la convirtió en una verdadera heroína. Con semejante biografía era lógico que fuera incorporada al elenco de las perversas preferidas por simbolistas, prerrafaelitas y modernistas, que no dudaron en exaltar la imagen de la joven viuda. Así lo hicieron Franz von Stuck o Gustav Klimt quienes, entre otros muchos, recrearon impresionantes imágenes de Judith. Junto a ellos es preciso citar las creaciones de Francisco Masriera y Manovens, quien también compuso dos excelentes Judith, en las que se aprecia ese concepto decorativo y narrativo sin estridencias que caracterizó su pintura, al mismo tiempo que el amor por los detalles y preciosismo de su dibujo singularizado con exactos y hermosos colores. La primera, fechada ya en 1880, muestra una composición similar a la que más tarde ideó para su Salomé, hasta el punto de haberlas confundido. Se trata de la imagen narrada en el Libro de Judith: una mujer esbelta, altiva, seductora y elegante; ataviada con una larga falda y una escotada camisola cuya ligera seda deja entrever sus brazos; y provista de una larga y cuidada melena que retira de su cara, adornándose con unos sencillos aunque vistosos aros, las únicas joyas que luce. Mientras, con la mano derecha sujeta una preciosa espada, tratada con un deslumbrante acero. La segunda representación es sustancialmente distinta, pues la muestra como si de una

— 35

guerrera se tratase. Para esta ocasión Masriera compuso una aguerrida y altiva doncella, sentada en un banco de piedra junto a un muro, que parece esperar el momento apropiado para actuar, pues su cuerpo se mantiene en tensión y con una mano sujeta la gran espada desenvainada. A diferencia de la versión antigua, en este caso Judith va vestida como una amazona, con una suerte de lujosa y colorista túnica envolviendo su cuerpo y tocada con un lujoso collar, un brazalete y una diadema que organiza su esplendorosa cabellera negra. Intuyo que Masriera quiso completar el estereotipo concebido en torno a Judith diferenciando los dos aspectos que concita su figura: el de la viuda culta y altiva y el de la doncella justiciera. A un tiempo posterior en las narraciones bíblicas corresponde uno de los personajes femeninos más divulgados por la historia y más representados por los creadores de todos los tiempos. Me refiero a Santa María Magdalena, cuya historia se desarrolla en el siglo I. Mencionada tanto en el Nuevo Testamento canónico como en varios evangelios apócrifos, procedía de Magdala —un lugar situado en la costa occidental del lago Tiberíades y próximo a Cafarnaúm— y es presentada como una mujer adúltera a la que Jesús de Nazaret salvó de la lapidación, convirtiéndose desde entonces en una de sus discípulas más queridas hasta acompañarle durante su crucifixión. Aquella María de Betania, la mujer pecadora, fue identificada por el papa Gregorio I en el año 591, citándola en una homilía con estas palabras: “Ella, la cual Lucas llama la mujer pecadora, la cual Juan llama María [de Betania], nosotros creemos que es María, de quien siete demonios fueron expulsados, según Marcos”12. Tan pecaminoso pasado —tanto si fue una mujer adúltera como si ejercía la prostitución— fue el motivo por el cual ha pasado a engrosar el elenco de mujeres perversas, de mujeres malvadas. Precisamente su santificación le ha valido un sinfín de representaciones, aunque para nuestro propósito interesa la mujer malvada que fue. Precisamente la imagen que recreó Antonio Muñoz Degrain (Valencia, 1840-Málaga, 1924) entre 1909 y 1910. El pintor, reconocido por su gran valía técnica, su avanzado estilo y su amplia formación, pintó abundantes composiciones históricas y literarias, como la que nos concierne. Para ella, eligió el momento en que la Magdalena acude al lago Tiberíades para saludar al maestro, a Jesús de Nazaret, que, en pie sobre una barca, proclamaba la redención de todos los hombres y la salvación del mundo. Aparece ataviada con ropajes lujosos, como correspondía a su estatus social, con una vaporosa y rica túnica, la melena rizada y suelta, de color rojizo, como imponen los cánones de la perversidad femenina, y algunos ricos adornos. Todo ello ejecutado con una pincelada muy suelta, casi impresionista. Sólo su postura, con las manos entrelazadas e inclinada hacia su salvador, denota el arrepentimiento que ya parece anidar en el alma de la, hasta hace poco, mujer de vida disoluta.

36 —

Igualmente pecadora fue María de Egipto (344-421), popularmente conocida como Santa María Egipciaca, cuyos avatares conocemos a través de la Vita escrita por Sofronio —Arzobispo de Jerusalén— en el siglo VII, quien recordaba que escapó de su casa a los doce años estableciéndose en Alejandría, ciudad en la que parece ser vivió con desenfreno. Tanto que escandalizó a la sociedad de aquella cosmopolita ciudad, al igual que lo hizo con los peregrinos con quienes viajó a Jerusalén. Y en aquella ciudad se produjo el milagro, puesto que, cuando intentaba acceder en la iglesia del Santo Sepulcro, una voz le dijo: “Tú no eres digna de entrar en este sitio sagrado, porque vives esclavizada por el pecado”. Se arrepintió y marchó al desierto, donde permaneció como una eremita toda su vida, sin relacionarse con ningún ser humano hasta que, casi cincuenta años después, la encontró un santo sacerdote llamado Zósimo. Ese parece ser el momento elegido por Julio Romero de Torres para componer su bella e inquietante Santa María Egipcíaca, fechada en 1920. Solo que el cordobés se tomó alguna licencia ya que la representó como una mujer joven, con un hermoso cuerpo y senos turgentes y desnudos, vestida con apenas una ligera y austera túnica de color blanco, que contrasta vivamente con la piel morena clásica de las mujeres andaluzas habituales en el pintor. Ningún otro aderezo la adorna. Tan sólo luce su espléndida cabellera larga y ondulada —más larga de lo habitual en el imaginario de la perversidad, ya que constituye un símbolo de lo prolongado de su destierro— que enmarca un rostro hermoso de ojos intensos y negros pero enormemente tristes. Con ambas manos, de largos y sutiles dedos, sujeta contemplándolo un cráneo, cual símbolo de lo efímero de la belleza exterior. Coincide pues, en su trayectoria vital y

Francesc Masriera, Judith, 1880. Colección particular. Cortesía © Balclis Barcelona

en la maldad que se le atribuye, con la antes aludida María Magdalena. Tanto que sus imágenes se han llegado a confundir, tal y como sucede entre la María Magdalena de Bartholomeus Spranger con la Santa María Egipcíaca que me ocupa, cuyas semejanzas compositivas son bien evidentes. La única diferencia estriba en el crucifijo que incluye la primera y en la segunda licencia iconográfica que introdujo Romero de Torres: la presencia de un hombre en la lejanía, a la entrada de la cueva, vestido también con una túnica blanca. Se trata de un personaje que todavía perturba más la ya de por sí inquietante imagen concebida por el pintor, un recurso compositivo empleado asiduamente por el andaluz, que quizá podría identificarse con Zósimo, quien terminó sus días igualmente en el desierto de Judá, junto al río Jordán, y enterró a la protagonista. Sólo que ni la edad —semeja un joven— ni su postura —apenas cubierto por una túnica y en una actitud desafiante, incluso provocativa— concuerdan con la idea que se desprende de las narraciones bíblicas. Ese es precisamente el universo ambiguo al que nos tiene acostumbrados el pintor de la sensualidad y de los dobles significados. Al igual que hizo con su impresionante María de Egipto.

— 37

SA LO MÉ , LA P R EFERIDA …ya no era únicamente la bailarina provocativa que logra despertar en un anciano el deseo y la apetencia sexual con las disolutas contorsiones de su cuerpo; que consigue doblegar el ánimo y disolver la voluntad de un rey balanceando los pechos, moviendo frenéticamente el vientre y agitando temblorosamente los muslos, sino que se convertía, de alguna manera, en la deidad simbólica de la indestructible Lujuria, en la diosa de la inmortal Histeria, en la Belleza maldita... La imagen descrita por Huysmans en Á rebours, la novela que popularizó el arquetipo por excelencia de la mujer fatal13, se corresponde con la Salomé pintada por el gran simbolista Gustave Moreau, con ese personaje bíblico que, sin embargo, carece de los atributos descritos en el Nuevo Testamento. Muy distinta a las que, hasta la fecha, habían concebido Lippi, Van der Weyden, Gozzoli, Memling, Ghirlandaio, De Flandes,  Tizziano, Luini, Solario, Del Piombo, Van Oostsanen, Berruguete, Cranach o Caravaggio, entre otros. La Salomé de Moreau es más lujuriosa, con una sexualidad mucho más acentuada, mucho más perversa porque, en el fondo, Moreau en el casi centenar de Salomés que pintó y dibujó puso de relieve la sensualidad diabólica que atribuía a las mujeres. Una sensualidad que la hizo acreedora del aplauso de cuantos creadores se aproximaron al mito, en especial de los simbolistas y decadentistas finiseculares. La Salomé concebida por Moreau era casi tan exaltada sexualmente como la protagonista del poema dramático compuesto por Oscar Wilde en 189114, quien mostró una versión mucho más diabólica que la reflejada por la Biblia. Recuérdese que en el Nuevo Testamento, la princesa reclamó la muerte de Juan por instigación de su madre, Herodías, a la que el Evangelista reprochaba convivir con Herodes a pesar de estar casada con su hermano Filipo; pero en la obra de Wilde, Salomé se enamora obsesivamente de Juan que rechaza su amor y, despechada, exige que sea decapitado. Tras su muerte, en una potente ecuación del Eros y Thanatos, la perversa princesa logra, al fin, besar los labios de Jokanaan; sólo que se trata de los labios macilentos del decapitado. Y Herodes, enamorado a su vez de Salomé, ordena matarla. La trama narrada por Wilde era perfecta para la mentalidad de la época, convirtiéndose muy pronto en una de las imágenes preferidas por los artistas. También por los españoles, quienes no sólo conocían el modelo inicial ideado por Moreau sino también la imagen construida por Wilde, traducida al español en un temprano 1902 gracias a J. Pérez Jorba y P. Rodríguez. Su éxito fue tal que sólo ocho años después se representó en el Teatro Principal de Barcelona con Margarita Xirgu como protagonista. A ambos modelos hay que añadir las interpretaciones literarias que escritores y poetas concibieron en lengua castellana, en las que pintores, escultores, fotógrafos y dibujantes pudieron inspirarse15. En ese contexto nacieron algunas interesantes Salomés. Entre las más tempranas destaca la pintada por Francesc Masriera en 1888, conocida también como La vencida, en la que predomina el carácter orientalista que tan en boga estuvo durante la época. Aunque su composición se asemeja al modelo iconográfico identificado con Judith, lo cierto es que la tensión de su cuerpo —ante la inminencia de la muerte del amado— casa mejor con la figura de Salomé.

38 —

Mucho más sugerente es la Salomé que Hermén Anglada Camarasa pintó hacia 1899, cuando vivía ya en París y gozaba de una considerable fama16, en la que la influencia moreauniana es evidente; tanto como su relación con los cuerpos creados por Khnopff, Von Stuck y el que Beltrán Masses ideó para Canción de Bilitis. El resultado

Gustave Moreau, Salomé, 1876. Musée Gustave Moreau, París

Francesc Masriera, Salomé, 1888. Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires

fue un espléndido lienzo simbolista en el que tan solo representó el cimbreante torso de la protagonista en el momento justo en que comienza a danzar. Ni rastro de San Juan, ni del rostro femenino, oculto por la penumbra circundante, un recurso que ha sido interpretado como la decapitación de la propia Salomé17. Vinculadas igualmente con la estética moreauniana, aunque de menor calidad, destacan otras impresionantes Salomés. La primera es obra de Julio Borrel Plá (Barcelona, 1877-1957), un reconocido pintor de historia, que haciendo gala del aprendizaje con su padre —el nazareno Pedro Borrell del Caso— y su trabajo como decorador, mostró a una lujuriosa Salomé ejecutando uno de sus característicos y sensuales movimientos. Ataviada con lujosas gasas transparentes y espectaculares joyas de carácter oriental, similares a las que lucía la Salomé de Moreau, eligió como fondo un exótico paisaje, en el que se alza un coloso egipcio y crecen sensuales flores que parecen acompañarla en su danza.

— 39

Julio Romero de Torres, Salomé, 1917. Museo Nacional de Artes Visuales, Montevideo

Pablo Picasso, Salomé, 1905. Museo Picasso, París

Igualmente sensual, aunque más avanzada estéticamente, es la bailarina que Pablo Picasso dibujó en 1905: una Salomé completamente desnuda que danza para un ya avejentado Herodes, el único entre los asistentes que, por la posición que ocupa, puede contemplar su sexo. A su lado, un esclavo admira sus contorsiones mientras sujeta una bandeja con la cabeza del Evangelista, en la línea de los versos compuestos por Rubén Darío: En el país de las alegorías Salomé siempre danza ante el tirano de Herodes eternamente; y la cabeza de Juan el Bautista, ante quien tiemblan los leones, cae al hachazo. Sangre llueve.

40 —

Pues la rosa sexual al entreabrirse conmueve todo lo que existe con un efluvio carnal y con su enigma espiritual18.

Mucho más perversa y con mayor calidad artística fue la primera Salomé que Romero de Torres ideó hacia 191719, a quien, como ya se ha puesto de manifiesto en distintas ocasiones, alabaron los protagonistas más influyentes del simbolismo y el decadentismo en España. Me refiero a Valle-Inclán y al propio Max Nordau, entre otros20. Influido por Moreau, el cordobés recreó una malvada Salomé —una hermosa cordobesa con el pelo recogido color azabache, ataviada con una rica y sugerente túnica que deja su pecho al descubierto— en el atroz instante en que sujeta y acaricia al tiempo la cabeza decapitada del Bautista, plasmación de su triunfo. Mientras, contempla orgullosa al espectador en medio de una atmósfera de color aceituna. Un rostro y un gesto que Mario Praz denominó la “belleza medusea” o, lo que es lo mismo, la belleza trenzada con el dolor21, con la muerte; incluso con la corrupción apunta Raya22. Con ser cierto todo ello, Romero de Torres añade un nuevo valor a la iconografía sobre Salomé. Me refiero a la ambivalencia de San Juan, un rostro femenino, de tez pálida —cual prototipo de belleza finisecular— y con unos labios entreabiertos que contrastan con la tensión de la boca carmesí de Salomé. Romero de Torres pintó una Salomé dispuesta a lograr el propósito descrito por Wilde: (…) Ah, no querías permitir que yo besara tu boca, Jokanaán! ¡Bueno! Ahora la besaré. La morderé con mis labios como se muerde una fruta madura. Sí, besaré tu boca (…). Lo dije. ¡Ah! Ahora la besaré (…) ¿Pero por qué no me miras, Jokanaán? Tus ojos, que eran tan terribles, tan llenos de rabia y de desprecio, están cerrados ahora. ¿Por qué están cerrados? ¡Abre tus ojos! ¡Levanta tus párpados, Jokanaán! ¿Por qué no me miras? ¿Tienes miedo de mí, Jokanaán, que no quieres mirarme (…)? Y tu boca que era como una serpiente roja lanzando veneno, ya no se mueve, no dice nada ahora, Jokanaán, esa víbora escarlata que escupió su veneno sobre mí. (…) ¿Cómo es que la víbora roja ya no se mueve? No querías tener nada conmigo, Jokanaán. Me rechazaste. Dijiste palabras perversas contra mí. Me trataste de ramera, de perdida, a mí, a Salomé, hija de Herodías, Princesa de Judea. ¡Bueno, Jokanaán, yo estoy viva aún, pero tú, tú estás muerto, y tu cabeza me pertenece! Puedo hacer con ella lo que quiera. Puedo arrojarla a los perros y a las aves del aire (…)

— 41

¡Ah, Jokanaán, Jokanaán, eras el único hombre que he amado! Todos los otros hombres me son odiosos. ¡Pero tú, tú eras hermoso! Tu cuerpo era una columna de marfil colocada sobre un basamento de plata (…) No había nada en el mundo tan blanco como tu cuerpo. No había nada en el mundo tan rojo como tu boca. Tu voz era un incensario que esparcía extraños perfumes, y cuando te miraba, yo oía una música extraña. ¡Ah! ¿Por qué no me miraste, (…)? (…)Si me hubieras visto, me hubieras amado (…)23. Harto distinta es la Salomé que Romero pintó casi al final de sus días, en 1926, en la que la perversidad de antaño ha sido sustituida por el dolor que la princesa sentía al contemplar la cabeza decapitada de Juan. Un sentimiento de dolor y crispación —sus manos se retuercen sin llegar a tocar la cabeza de su amado— que casi hace olvidar su cuerpo desnudo. Mientras, en la penumbra color de aceituna se adivina el mar inquieto y en su orilla se recorta la figura de un hombre joven, de aspecto taciturno, que evoca la figura del Evangelista. Ese mismo instante en el que Salomé contempla la cabeza decapitada de su amado fue el elegido por el escultor Torre Isunza en 1922 para componer su prototipo de mujer fatal. Sólo que en el rostro de la bella princesa, que luce un espléndido cuerpo desnudo, no asoma rastro alguno de dolor. Quizá una mueca que se debate entre el deseo y la tristeza. Igualmente sobrecogedoras son las tres Salomés compuestas por Federico Beltrán Masses24, artista muy elogiado por la crítica francesa y española, entre la que destaca el célebre Vauxcelles para quien lo esencial de su pintura era el simbolismo de sus evocaciones: “«Las noches de Granada, los gitanos o Salomé», inspiradas en la literatura de Lorrain, Baudelaire, Poe y Villiers, en la música de Wagner y en la pintura de Moreau o Leonardo…”25. De entre las tres, la pintada en 1917 fue la que logró un mayor éxito entre los poetas e intelectuales del momento. Entre otros Armand Godoy, quien la definió con estos versos: La cabeza echada hacia atrás, cual una ninfa que a su lado siente al brutal sátiro, Salomé tiembla y ríe ante la fatídica testa, en cuya mirada ya no brilla ni amor, ni rencor. Ella habría podido calmar el ardor de su piel bronceada (…) ¡Todo ello fue cercenado con un solo golpe de cuchillo! Mas ella ve aún brillar sobre la bandeja el fuego misterioso que consume su carne y su boca, húmeda de deseo, se entreabre para paladear por siempre el largo beso póstumo de los rojos labios que la muerte no ha hecho palidecer26. Tan inquietante Salomé, ambientada como era habitual en la producción de Beltrán Masses, en esas noches de colores azulados e hirientes, fue su obra maestra. Así la describía el decadente escritor Antonio de Hoyos y Vinent, quien en 1923 escribía:

42 —

Pero la obra maestra, (…), es “Salomé”. Hay en ella una sensualidad tan densa, tan atormentada, tan violenta, que la figura de la hija de Herodías deja de ser una mujer y se convierte en un símbolo de cosas eternas, horrendas y escalofriantes. Parece que los grandes maestros italianos han prestado a Federico Beltrán sus pinceles para trazar la perfección de la figura femenina, el bello trágico de la cabeza de Juan el Bautista, y la atlética escultura del negro, para trazar, en fin, este cuadro admirable, que señala un renacimiento no sólo en la pintura española, sino en el arte actual(…)27.

Julio Romero de Torres, Salomé, 1926. Museo Julio Romero de Torres. Ayuntamiento de Córdoba

Sin embargo, no todo fueron parabienes, pues hubo críticos como Ballesteros a quien disgustó su procacidad, ya que: (…) Frente a esta Salomé que Beltrán nos presenta, rendida en espasmo, desnuda, ante la cabeza del hermoso Bautista, que un negro esclavo le ofrece en una bandeja, pensamos que un jurado de Exposición, por muy transigente y comprensivo que fuera, por fuerza tendría que sentir escrúpulos para admitir la obra. Y en caso de rechazarla, nadie, en justicia, podría reprocharle nada. No es a la moralidad, es al pudor, a quien puede ofender. Y todo lo que tiende a despertar una sensibilidad morbosa, a provocar una emoción francamente sexual, por muy artísticamente que esté hecho, será siempre censurable (…). Al pintar Salomé, Beltrán aceptó la hermenéutica de Oscar Wilde y las interpretaciones pictóricas de Regnault y Moreau, pero se aparta de ellas inmediatamente por querer acentuar de un modo exagerado el carácter erótico. Y si esto en la literatura puede aceptarse, no nos es posible considerarlo de la misma manera cuando de pintura se trata”28. Una reacción similar provocó en 1929 al participar en una retrospectiva dedicada al pintor en las londinenses New Burlington Galleries. Las protestas fueron de tal calibre que la obra fue retirada el mismo día de su inauguración, propiciando una oleada de críticas ante tan evidente censura, por lo que el museo se vio obligado a colgar la obra de nuevo. Pero el revuelo continuó: parece que los detractores superaban a sus defensores y Beltrán retiró el lienzo. Todo ello no hizo sino aumentar el número de visitantes, las reseñas en prensa y la venta de reproducciones, hasta el punto que los organizadores volvieron a exhibirla cuando iba a concluir la muestra.

— 43

Federico Beltrán Masses, Salomé, 1918. Stair Sainty Gallery, Londres

Josep Masana, Busto de Salomé, 1920-1940. Museu Nacional d’Art de Catalunya, Barcelona

La razón de semejantes y contradictorias reacciones estriba, a mi entender, en que la composición se organiza en torno al pubis de Salomé, casi asexuado, infantil, cuya imagen (más impresionante, por su aparente inocencia, que el definido por Courbet en El origen del mundo) contrasta con el rojo intenso de los pezones. Tanto es así que por un momento el espectador casi olvida el intenso dolor, la desesperación incluso, que aqueja a la fatal Salomé, extraordinariamente pálida, cuando el fornido y sumiso esclavo negro le ofrece la cabeza de Juan en una bandeja…, porque como cuenta Wilde se había enamorado de él:

portando tímidamente una cruz, su rostro y sus ojos —que desprecian al espectador porque están pendientes de algo o alguien que esta fuera del plano— son los verdaderos protagonistas; los que ostentan una mayor carga sexual. Es su mirada enigmática y algo lasciva, con los labios entreabiertos, la que provoca una intensa reacción entre los espectadores. Tan seductora y felina imagen casa a la perfección con la idea de la mujer fatal a la moda que, en este caso, parece tratarse de una dama de la alta sociedad, a la que el pintor retrató en más de una ocasión: Marie Antoinette de Rothschild. Dos años más tarde, en 1934, creó su última Salomé, en éxtasis. Se trata de un lienzo muy distinto a los anteriores, en el que la bella protagonista —otra vez, Marie Antoinette de Rothschild— contempla extasiada al Evangelista, apoyando su cuerpo y su seno desnudo contra su espalda. Sólo la mirada y la proximidad logran desvelar el intenso drama que el deseo insatisfecho de Salomé provocó en tan malvada mujer.

(…) Yo, yo te vi, Jokanaán, y te amé. ¡Oh, cómo te amé! ¡Todavía te amo, Jokanaán, te amo a ti solamente...! ¡Estoy sedienta de tu belleza; estoy hambrienta de tu cuerpo; y ni el vino ni la fruta pueden apaciguar mi deseo! ¿Qué haré ahora, Jokanaán? Ni las corrientes ni las grandes aguas pueden extinguir mi pasión. Yo era una princesa, y tú me despreciaste. Yo era virgen, y me quitaste la virginidad. Yo era casta, y tú llenaste mis venas de fuego (…) ¡Ah! ¡Ah! ¿Por qué no me miraste, Jokanaán? Si me hubieras mirado me hubieras amado. Sé bien que me hubieras amado, y el misterio del amor es mayor que el misterio de la muerte. El amor es lo único que cuenta (…)29.

44 —

Más sensual fue la Salomé que Beltrán Masses recreó algunos años después, en 1932. Compuesta según la estética moreauniana, muestra un hermoso y esbelto torso desnudo —protegido con apenas un rico manto que se desliza por los brazos y permite contemplar el inicio del pubis— y un bello rostro en el que lucen unos intensos ojos claros que contrastan vivamente con el negro de su larga cabellera, que se adorna con sencillas joyas y una corona de flores. Y aunque, a su espalda y casi en penumbra, emerge Juan el Bautista

La difusión que alcanzó la imagen de la perversa princesa fue tal que trascendió a otras manifestaciones artísticas más modernas como la fotografía, en cuyo seno hay que destacar las instantáneas creadas por Antonio Esplugas y Josep Masana, dos fotógrafos de estilos diferentes que, además, llevaron a cabo interpretaciones sustancialmente distintas. Las de Antonio Esplugas Puig (Barcelona 1852-1929), reconocido pionero de la fotografía en Cataluña, muestran a la Salomé clásica, ataviada con una túnica oriental casi transparente, con un velo y adornada con ricas joyas. A través de distintas imágenes compuso una secuencia histórica de los sucesos acontecidos: desde el momento en que aparece la princesa —lujosamente ataviada y adornada con joyas de gusto oriental—, comienza a danzar, exhibe su daga y sigue bailando al compás de la música mientras, en otra imagen,

— 45

contempla la cabeza ya decapitada, a sus pies, hasta que, al fin, se tumba junto a ella aproximando su rostro a la mejilla, macilenta, de San Juan. Solo alegría denotan sus movimientos y centelleantes ojos, ni un ápice de dolor ante el crimen cometido. Una mujer mucho más moderna fue la elegida por Josep Masana (Barcelona, 1892-1979), para componer la gesta del personaje bíblico, que evidencia cómo el mito persistía en plena recepción de la modernidad. La secuencia se compone de cuatro atormentadas y sugerentes imágenes de una joven Salomé, desnuda, con el pelo corto —el que, por esas fechas, lucían las jóvenes modernas— contemplando la cabeza de su anhelado Evangelista. En dos de ellas, Masana, uno de los mejores representantes del pictorialismo catalán, representó a Salomé de rodillas y de perfil sujetando la bandeja con la cabeza cortada del Bautista, en un caso, y elevándola hasta casi la altura de sus ojos en otro. En la tercera, la princesa aparece sentada contemplando con pesar y decaimiento la misma cabeza que reposa junto a ella. Y en la cuarta, una Salomé tumbada observa la cabeza del difunto —a la que parece abrazar— manteniéndola a escasos centímetros de su boca, mientras sus ojos denotan la tormenta interior que la embarga. En semejante popularidad influyeron, qué duda cabe, las numerosas interpretaciones que de la bella Salomé se hicieron. Entre las que mayor éxito alcanzaron es preciso citar las protagonizadas por la célebre bailarina Tórtola Valencia, considerada como la esfinge española o la reencarnación de Salomé 30. Por ejemplo la dibujada por Ricardo Macedo y Achea en 1918 y titulada Tórtola Valencia en el papel de Salomé, que muestra a la bellísima bailarina en el interior de un majestuoso templo, precisamente en el instante en que acude a recibir el regalo prometido: la cabeza del Bautista que le entrega un soldado romano; mientras el rey la contempla complaciente sentado en el trono, acompañado de su corte y de otras bailarinas. Sustancialmente distinta es la imagen concebida por Ramón Soler, pues aunque la suntuosidad del ropaje es la misma, la perversidad latente es mucho mayor. Tanto la que denota el rostro —en el que destacan sus intensos y hermoso ojos— como la que rezuma su figura y la forma en que sus manos atenazan la cabeza de Juan como si de un juguete se tratara. Todo ello recortado sobre la superficie de ese azul añil intenso, tan característico de los decadentistas y modernistas. La imagen de Salomé trascendió igualmente al ámbito de la publicidad y la decoración, como había sucedido en otros países europeos, hasta convertirse en uno de los mejores reclamos publicitarios. Fue así como Salomé alcanzó una gran difusión en libros y revistas ilustradas. En especial en La Esfera que, como es bien sabido, alentó no sólo el simbolismo sino la pintura decadentista a través del que fuera su crítico por excelencia: José Francés. Entre las sugerentes imágenes aparecidas en su páginas merece la pena destacar la hermosa Salomé de Federico Ribas, publicada el 10 de agosto de 1918: una dama de la alta sociedad, muy sofisticada cuya túnica deja entrever sus senos y sus larguísimas y contorneadas piernas —otro de los atributos característicos de las mujeres fatales—, mientras la cabeza de Juan Evangelista reposa sobre una bandeja a sus pies. Se trata de una Salomé moderna, como denota esa melena corta que luce tan de moda por aquellas fechas, y cuyo original hemos hallado en el Museo Nacional de Cerámica y Artes Suntuarias González Martí de Valencia pudiendo comprobar que la revista no modificó en absoluto el modelo original.

46 —

En otras ocasiones las imágenes de la perversa princesa ilustraron algunas piezas literarias a ella dedicadas. Por ejemplo la desconcertante Salomé creada por Ángel Vivanco para acompañar el poema de Eugenio de Castro, que apareció en la revista Por esos Mundos el 1 de enero de 1912. O la ideada por el dibujante José Moya del Pino para ilustrar La muerte de Salomé de Emilio Carrere, que fue publicada en La Esfera el 20 de febrero de 1915, la representación más lujuriosa y orientalizante de cuantas se divulgaron en estas revistas. Y también la concebida por Muro para la Salomé moderna de Emilio Carrere, que vio la luz en La Esfera el 12 de marzo

de 1927; una imagen concebida en el momento en que la mítica Salomé comienza su vertiginosa danza, a la sombra de la cabeza de San Juan. Su alcance, como decía, fue tal que, en ocasiones, se convirtió en uno de los mejores reclamos para el consumo publicitario. Y de ello da buena cuenta una curiosa y temprana ilustración de Isidoro Guinea, concebida expresamente para anunciar el jabón “Heno de Pravia”, aparecida el 21 de octubre de 1916. Para tan significativa ocasión, el dibujante recurrió a una atractiva y suntuosa representación de la heroína sentada majestuosamente con la cabeza del Evangelista reposando a sus pies, al que ni tan siquiera mira ya que está pendiente del paquete de “Heno de Pravía” que un esclavo negro le entrega; una interesante interpretación, en la que el producto ha sustituido al tesoro más preciado para la princesa bíblica: la cabeza del Evangelista.

P E RV E RSAS H ISTÓRIC AS Uno de los mitos más recurrentes en la ecuación Eros-Thanatos es, sin ninguna duda, la exótica Cleopatra — Cleopatra VII (h. 69-30 a. C.)—, la última reina del Antiguo Egipto, a quien su excepcional belleza, los amores mantenidos con dos grandes protagonistas de la Roma tardorrepublicana —Cayo Julio César y Marco Antonio—, las gentes y amantes a quienes se supone envenenó, la decadencia de su reino y su temprano suicidio la han convertido en una de las mujeres fatales preferidas por los creadores. Desde que Gustave Moreau la representó, al tiempo que componía sus extraordinarias Salomés y Théophile Gautier escribió en un temprano 1845 su Une nuit de Cléopatre, han sido numerosos los simbolistas y decadentistas que han rememorado tan suntuoso y perverso mito. Sólo que en el territorio español fueron menos quienes se aproximaron al atractivo personaje, aunque hubo excepciones. Entre otras la de Francisco Durrio, más conocido como Paco Durrio (Valladolid, 1868-París, 1940), uno de los mejores representantes de la escultura modernista y simbolista, que incluyó a Cleopatra —su rostro exótico, contorneándose, o en otras ocasiones acompañada de Marco Antonio a punto de fundirse en un beso— en algunas de sus apreciadas joyas. O el también escultor Isidoro Brocos (Santiago de Compostela, 1841-1914) que reflejó el suicidio de la instruida, inteligente y seductora Cleopatra. El gallego, que había representado a distintos personajes mitológicos y héroes clásicos, eligió precisamente el momento en el que la reina, luciendo su típico faldellín y un característico tocado, se desplomó sobre un suntuoso lecho, adornado con jeroglíficos, tras haberle hecho efecto el veneno que, según la versión más extendida, parece que le administraron sus criadas Iras y Charmion sirviéndose del famoso áspid —una víbora egipcia—. Ni siquiera en ese preciso instante la imagen de tan refinado personaje quedó deslucida pues el escultor, en un rasgo de evidente refinamiento, incluyó un rico almohadón sobre el que descansa el pie de Cleopatra. Ningún otro elemento alude a tan histórico y célebre óbito. De una época mucho más reciente data el mito de Mata Hari, una bailarina y actriz llamada Margaretha Geertruida Zelle (Leeuwarden, Países Bajos, 1876-Vincennes, París, 1917), más conocida, sin embargo, por su faceta de espía que, en 1917, en el transcurso de la I Guerra Mundial, fue condenada a muerte y fusilada. Su fama y posterior inclusión entre las malvadas féminas históricas se afianzó durante su juventud que, al parecer, vivió de forma disipada; una costumbre que, según sus biógrafos, no varió con el transcurso del tiempo. Si a ello le añadimos su inquietante profesión, se entenderá a la perfección que se convirtiese en objeto preferente de los artistas que se sirvieron del simbolismo en los albores del siglo XX. Entre ellos los españoles. De entre semejantes representaciones destaca la interpretación de Mata Hari que elaboró Anselmo Miguel Nieto (Valladolid, 18811964), cuya maestría en los retratos femeninos y su cercanía con un cierto modernismo de carácter simbólico es bien notorio. El que fuera buen amigo de Romero de Torres, concibió para la ocasión la imagen de una exótica y seductora bailarina oriental, en una posición de quietud en la que destaca esencialmente su cuerpo y bello rostro.

— 47

P E R SO N A J E S LI TERARIOS Soy hermosa, ¡oh, mortales! cual un sueño de piedra, Y mi pecho, en el que cada uno se ha magullado a su vez, Está hecho para inspirar al poeta un amor Eterno y mudo así como la materia. Tengo mi trono en el azar cual una esfinge incomprendida; Uno un corazón de nieve a la blancura de los cisnes; Aborrezco el movimiento que desplaza las líneas, Y jamás lloro y jamás río. Los poetas, ante mis ampulosas actitudes, Que parezco copiar de los más altivos monumentos, Consumirán sus días en austeros estudios; Porque tengo, para fascinar a esos dóciles amantes, Puros espejos que tornan todas las cosas más bellas: ¡Mis ojos, mis grandes ojos, los de los fulgores eternos!31 Con estos versos resumía Charles Baudelaire la fatalidad a la que conduce la belleza femenina en la considerada obra esencial de la poesía moderna: Les Fleurs du mal. Y con independencia de la opinión moral que merezca, creó una nueva estética, que influyó profundamente tanto en la literatura —Paul Verlaine, Stéphane Mallarmé o Arthur Rimbaud, entre otros— como en la plástica de la época, que sucumbió igualmente a su influencia. Catalogado de inmoral por la censura y prohibido durante un tiempo, se convirtió en el libro de cabecera de los artistas simbolistas y decadentistas que recrearon un rico imaginario sobre la encarnación del mal: las mujeres fatales. Otro tanto hicieron los artistas españoles, algunos de los cuales conocieron de primera mano la producción del poeta maldito —el caso de los pintores Anglada Camarasa, Beltrán Masses o Zuloaga y de literatos como Juan Ramón Jiménez, los hermanos Antonio y Manuel Machado, o Francisco Villaespesa—, o quienes leyeron sus escritos a través de las traducciones que, como recuerda Juan Carlos Ara, fueron apareciendo en España desde 1880 en las páginas de El Imparcial, La Iberia o La Época; ya que no fue hasta 1905 cuando Eduardo Marquina tradujo al castellano Las flores del mal32. Tan sólo dos años después Josep María Tamburini i Dalmau (Barcelona, 1856-1932) compuso un extraordinario lienzo del mismo título. Lo hizo a través de la imagen de una seductora y fría mujer que emerge entre una exuberante floresta luciendo una larga caballera de color rojizo y que, desde el punto de vista estético, mantiene claras similitudes con los prerrafaelitas. El pintor, que también había estudiado en París con Léon Bonnat, se convirtió en uno de los más prestigiosos defensores del modernismo y simbolismo en territorio español, aunque la historia no ha sido tan justa con su producción artística como debiera. No fue, sin embargo, el único que se atrevió a interpretar tan célebre poemario, sino que hubo quienes lo ilustraron: fue el caso de Federico Beltrán Masses.

48 —

Casi por las mismas fechas en que Baudelaire componía su alegato poético de la modernidad, en abril de 1857 Richard Wagner concebía Parsifal, una de sus obras más conocidas, aunque no la completó hasta veinticinco años después. En el drama destaca tan solo un papel femenino, el de Kundry, al que se ha relacionado con la Venus de Tannhäuser. Se trata de un personaje singular, que se mueve entre la locura y la pasión; un personaje que casa bien con el espíritu finisecular de las mujeres perversas y fatales que, tras años de vida disoluta, aspiran a la redención, como sucede con algunos de los personajes bíblicos mencionados. Con esa caracterización la pintó uno de los mejores representantes del simbolismo español, Rogelio de Egusquiza y Barrena (Santander,

1845-Madrid, 1915) que participó en los salones de la Rosacruz celebrados en París en 1892, 1893, 1896 y 1897 y fue buen amigo del compositor alemán. De hecho, en su trayectoria siempre se ha destacado su recreación de la estética wagneriana y su contribución a la difusión en España, gracias a las numerosas obras que le dedicó. Para concebir a Kundry recurrió a una dramática puesta en escena que, al igual que sucede en la obra wagneriana, precisa de un contrastado empleo de la luz para enfatizar la aparición de la protagonista, mientras un caballero la contempla en la oscuridad. La luz, entre dorada y blanquecina, permite ver con melancólica claridad la belleza del cuerpo femenino, ataviado con un delicado y transparente peplo, que eleva sus brazos hacia el rostro componiendo un gesto entre tenso y doloroso. Siguiendo los pasos de Mallarmé, el belga Maurice Maeterlinck, considerado como principal exponente del teatro simbolista, compuso en 1889 La princesa Maleïna, un drama que convirtió a la protagonista en un referente de la modernidad simbolista. De su actitud inicial, profundamente melancólica y pesimista ante el mal y la muerte, pasó a creer en el poder redentor del amor, tal y como refleja el busto esculpido por Lamberto Escaler i Milà (Vilafranca del Penedès, 1874-Barcelona, 1957), que popularizó en España a la bella Maleïna. Una imagen que apareció publicada por primera vez en Pèl & Ploma, aunque sus estudiosos dudan si el célebre artista conocía el drama pues, según cuenta Bejarano, el título de tan hermosa escultura lo eligió el equipo de la revista que dirigía Ramón Casas i Miquel Utrillo33. Y, con independencia de que como opina Cirici Pellicer, pudiera estar influido por las esculturas renacentistas de Francesco Laurana —que también influyó en Fernand Khnopff—, de lo que no me cabe duda alguna es de que Escaler sintetizó en la joven Maleïna el ideal de belleza preferido por simbolistas y modernistas. Les chansons de Bilitis, publicada por primera vez en París en 1894 por Pierre Louÿs inspiró una nueva secuencia de mujeres perversas entre la iconografía artística finisecular. Los poemas sensuales, incluso eróticos, que Louÿs sacó a la luz como si se tratase de una traducción de los poemas de Bilitis —una poetisa supuestamente establecida, como Safo, en la isla de Lesbos en el siglo VI a. C.—, trataban esencialmente del amor entre mujeres. Y en semejantes relaciones —un asunto escasamente tratado, pero no inédito en la historia del arte34— se fundamentó el calificativo de perversas y su interés entre el imaginario decadentista. Rops, Moreau, Khnopff, de Feure fueron sólo algunos de los autores que, tras Courbet, interpretaron las relaciones lésbicas durante el siglo XIX en Europa, mientras que entre los artistas españoles quien mejor recreó los poemas de Bilitis fue el ya mencionado Federico Beltrán Masses que, además, actualizó el mito clásico como convenía a los propósitos de Louÿs. Fue así como pintó algunas obras realmente sorprendentes y extraordinarias al tiempo como La canción de Bilitis, Siemprevivas, Tanagra o Alba. Las dos primeras surgieron, contaba su amigo José Francés, de las lecturas que él le proporcionó; entre otras las traducciones de Poe, el propio Pierre Louÿs o Anatole France. Para Siemprevivas Beltrán Masses eligió un escenario tremendamente bucólico, en el que dos hermosas mujeres posan desnudas, recostadas sobre una suerte de canapés, en el jardín de una villa exótica, mientras contemplan al espectador —con esos ojos enormes y hermosos, evocadores y provocadores— en una atmósfera prometedora. Más significativa, a mi entender, fue su célebre Canción de Bilitis, pintada en 1914 y expuesta en el Salón Parés de Barcelona. Se trata de una meditada composición, en la que el torso desnudo de una mujer joven, muy similar al que lucía la Salomé de Anglada Camarasa, remite a los amores cantados por Baudelaire o Verlaine y pintados por Rops o Khnopff entre otros, que, en este caso, evocan los versos que la poetisa griega desgrana en la novela de Loüys diciendo: (…) Amor mío tómame como soy: sin túnica, joyas ni sandalias; he aquí a Bilitis tal como es. Mis cabellos son negros porque lo son y mis labios rojos porque son rojos.

— 49

Mis bucles ondulan a mi alrededor libres y rizados como han nacido. Tómame cual mi madre me hizo en una noche lejana de amor, y si te gusto así, no dejes de decírmelo (…)35. Ese mismo año pintó Tanagra, otra singular pintura en la que dos hermosas jóvenes comparten confidencias y afectos, sentadas sobre la hierba de un bucólico jardín repleto de florecillas, en una atmósfera primaveral. Una imagen que recuerda, aunque vagamente, la pintura de Georges de Feure Hacia el abismo (1894) y esas Mujeres malditas que compuso Charles Baudelaire: (…) Unas, almas prendadas de largas confidencias, en el fondo del bosque donde arroyuelos cantan, de niñeces medrosas el amor deletrean y graban en el tronco de verdes arbolillos; (…) las hay, que al resplandor de chorreantes resinas, en el mundo agujero de los antros paganos, te llaman en ayuda de sus aullantes fiebres ¡Oh Baco, que los viejos remordimientos duermes! (…) ¡Oh mártires, oh vírgenes, oh demonios, oh monstruos, cuyas almas tan grandes la realidad desprecian, satiresas, devotas en busca de infinito, ora llenas de gritos, ora llenas de llantos, (…)36. Más sofisticada y más moderna fue la interpretación que Beltrán Masses hizo de las relaciones amorosas entre mujeres en su magnífica Alba (hacia 1930), cuya proximidad formal con el parnaso de Louÿs es muy evidente. Al igual que algunos de los poemas del francés, las protagonistas disfrutan de su compañía, sin recato ante las miradas de los espectadores, en medio de un exuberante y bucólico paisaje, en el que como si de un auténtico paraíso se tratara comparten espacio y felicidad con un gran unicornio blanco y algunos amorcillos que juegan y corretean dichosos en su idílico universo. Con la muerte de Ofelia, la protagonista del Hamlet escrito por William Shakespeare, concluyo el repertorio de tan significadas mujeres fatales, algunas tremendamente perversas, convertidas en mito por la música, la literatura o el teatro. El de Ofelia —la joven danesa prometida del atormentado príncipe Hamlet— surge de la locura que la embargó al enterarse de que su amado había matado a su padre; una locura que la condujo a vagar junto a un lago, recogiendo flores en pleno desvarío y, al fin, morir ahogada en sus aguas. Sin embargo, la fatalidad de Ofelia tiene que ver no sólo con su temprana muerte sino con ese amor que intuimos no fue correspondido y que pudo haberse consumado sin que existiese matrimonio entre ambos. De lo primero estamos seguros, lo segundo lo suponemos.

50 —

Se entenderá que tan luctuoso acontecimeinto se haya convertido en una de las escenas más tristes de la literatura europea, en ocasiones provista de gran fatalidad. Y que, en consecuencia, haya sido representada por la plástica con delectación. Entre otros por Alexandre Cabanel, John Everett Millais, William Gorman Wills, Dante Gabriel Rossetti o John William Waterhouse; y españoles como Francisco Marín Bagüés o Juan Luis López García (Santiago de Compostela, 1894-Madrid, 1979), conocido como «Juan Luis». A este último se debe una Ofelia aldeana, pintada en 1922, que le valió una medalla de segunda clase ese mismo año37. Un lienzo en el que muestra a una joven y bella Ofelia muerta, tumbada sobre un suelo repleto de flores, en vez de sumergida bajo las aguas en una actitud —con la melena rojiza extendida sobre el suelo, su rostro tranquilo, y su corpiño caído dejando al aire los senos— que más bien parece una dormición. No es tal, porque Ofelia, convertida por voluntad del artista en una aldeana, yace muerta con las manos cruzadas sobre el regazo.

MUJ E RE S REALES: G ITANAS , CO RT E SANAS , DAMAS Y MAJAS Aparentaba unos veintidós años. Pero no debía de tener más de dieciocho. No había ninguna duda de que fuera andaluza. Poseía ese admirable tipo que nace de la mezcla de los árabes con los vándalos, de los semitas con los germanos y que reúne de una manera excepcional (…), todas las perfecciones (…) Flexible y esbelto, su cuerpo entero, era expresivo. Daba la impresión de que (…) podía sonreír con las piernas y hablar con el torso. Sólo las mujeres que no están inmovilizadas junto al fuego por los largos inviernos nórdicos tienen esa gracia y esa libertad. Su cabellera castaño oscuro, pero a distancia, brillaba como si fuera negro, cubriendo su nuca con una espesa caracola. Sus mejillas, de un contorno sumamente suave, parecían empolvadas con esa delicada flor que perfuma la piel de los criollos (…)38. Con estas palabras Pierre Louÿs describe a Conchita Pérez, la protagonista de La mujer y el pelele, una de las novelas más exitosas del universo decadente finisecular, que representa el triunfo de la mujer fatal. Describe a la joven sevillana que enamoró a uno de los más eminentes personajes de la ciudad hasta el punto de hacerle perder su dignidad: a Don Mateo quien, tras un largo cortejo, logró poseerla iniciando una relación algo sádica. Justamente entonces, la perversa andaluza comenzó una aventura amorosa con el joven André, con quien decidió compartir su vida en París. Consciente de ello, Don Mateo le volvió a declarar su amor diciéndole: “Conchita mía, te perdono. No puedo vivir donde tú no estás. Vuelve. Ahora soy yo quien te lo ruega, de rodillas. Beso tus pies desnudos.” Así concluye la novela. Semejante romance tuvo un enorme éxito pues la sevillana, al contrario que la Salomé de Wilde, era una mujer corriente y, además, española; la historia narrada era, por lo tanto, infinitamente más creíble y más apetecible también pues transcurría en un escenario muy evocador: aquella Andalucía cantada por los románticos donde todo podía suceder… En consecuencia, el relato bien pudo servir como referencia para ciertas mujeres fatales creadas por Zuloaga, Anglada Camarasa, Miguel Nieto, Romero de Torres, Beltrán Masses, Gárate, Luna, Benedito, Maeztu o el propio Penagos. Pudo originar un prototipo específicamente hispano de mujer fatal en el que apenas se observan diferencias conceptuales, con independencia de que los personajes representados sean anónimos o posean una filiación concreta; de que pertenezcan a una u otra clase social; de que sean gitanas, cordobesas, bailarinas y actrices, cortesanas, damas o majas.

GI TANAS Y CORDOB E SAS Uno de los prototipos más populares de la mujer fatal en España fue, sin duda, el de las gitanas; esas gitanas perversas y chalaneras, que engatusan a los hombres, al modo que lo hiciera Conchita Pérez. Fue el que mayor proyección alcanzó fuera de nuestras fronteras, gracias no sólo a los viajes que los románticos realizaban por nuestro país, al sur esencialmente, sino también a las composiciones que les dedicaron los artistas más notables del momento y que tanto éxito obtuvieron. Me refiero a las compuestas por Anglada Camarasa, Romero de Torres o Ignacio de Zuloaga, esencialmente. De entre todas ellas destacaré algunas de las más sugerentes. Algunas espléndidas y perturbadoras imágenes compuestas por Ignacio Zuloaga (Éibar, Guipúzcoa, 1870- Madrid, 1945) como su Musa gitana, una suerte de maja desnuda tumbada sobre un diván en medio de un paisaje color de aceituna. O su lasciva Gitana del loro en 1906, cuya hermosa protagonista se exhibe de manera impúdica, totalmente desnuda también, luciendo una

— 51

larga melena negra y unos altos zapatos rojos —otro de los elementos fetiches en este imaginario—, mientras contempla al loro desdeñando ostensiblemente al espectador. Zuloaga pintó una sugerente mujer fatal, cuyo cuerpo podría provocar la misma reacción que Conchita Pérez suscitó en Don Mateo al verla bailar desnuda y que expresó con estas palabras: (…) ¡Ay, Dios mío! ¡Nunca la había visto tan hermosa! Ya no se trataba de sus ojos ni de sus dedos. Su cuerpo entero era tan expresivo como un rostro, incluso más que un rostro, y su cabeza, envuelta en sus cabellos, se inclinaba sobre su hombro como inerte. Los pliegues de sus caderas sonreían y las curvas de sus costados se sonrojaban; sus pechos parecían mirar fijamente a través de dos enormes ojos negros. Nunca la había visto tan hermosa: los pliegues del vestido desvirtúan la expresión de la bailaora, y contradicen el sentido de la gracia que irradia de su cuerpo; pero ahora, como en una revelación, podía ver los gestos, los estremecimientos, los movimientos de los brazos, de las piernas, de su cuerpo flexible y de su musculosa espalda que nacían, sin cesar, de una fuente bien visible: el epicentro mismo del baile, su pequeño pubis, moreno y negro (…)39. Una idea similar late en algunas de las gitanas retratadas por otro de los adalides de la pintura decadentista: Hermen Anglada Camarasa, quien desde París y al tiempo que componía perversas damas de la alta sociedad, adornó de una fatalidad semejante a las mujeres populares. Nacieron entonces algunas obras, convertidas en iconos de la perversidad, incluso de la perversa fatalidad que conduce a la ecuación de Eros y Thanatos, como esa gitana tumbada vestida de blanco, que reposa sobre lo que parece un campo de granadas: la exótica fruta que hace perderse a quienes se dejan seducir por su sabor. Los ojos de La gitana de las granadas, fechada hacia 1904, son los mismos que nos contemplan desde otras imágenes de mantis religiosas ya míticas como La morfinómana. Mucho más sofisticado se me antoja el sensual Desnudo bajo la parra que Anglada Camarasa concibió entre 1909 y 1910. Un desnudo serpenteante, similar al de las Salomés de Moreau o a la que el propio artista concibió para su famosa princesa. Solo que el personaje que nos ocupa —esa mujer bellísima que exhibe el cuerpo, a modo de sugerente bailarina, con las ropas caídas, y se recoge el pelo negro en un moño adornado con unas flores que parecen recogidas del vergel que la rodea— es más actual. Es una mujer que, como Conchita Pérez, tanto pudiera ser una dama de la alta sociedad como una jovencita anónima, convertida en una diosa cuyos ojos negros y cuerpo de Venus podrían conducir a la perdición a cualquier hombre que la contemple.

52 —

Otro tanto sucede con las imágenes de las cordobesas que Julio Romero de Torres puso tan de moda. Un artista que muy bien pudiera haberse inspirado en Conchita Pérez para componer algunas de sus protagonistas, aunque la literatura española de la época —la de su amigo Valle-Inclán, entre otros— también pudo servirle. A través de sus obras rememoró las intensas y sugerentes miradas de anónimas cordobesas, que llevan en sus ojos toda la perversidad de que la mujer es capaz. Y aunque las jóvenes que representó poseen el mismo aroma que las ideadas por la pintura decadentista europea, cuyas ambivalentes protagonistas se mueven cómodamente entre la perversidad y la inocencia, Romero de Torres creó un tipo de mujer fatal propio: la mujer cordobesa de pelo negro recogido, distinto por completo a esas largas cabelleras rojizas que tanto gustaban a los simbolistas europeos hasta el punto de convertirse en uno de los elementos distintivos del estereotipo finisecular40, con la piel color de aceituna, frente al blanco pálido de nabis, simbolistas, modernistas… y presa de “…violentas pulsiones del instinto que no son frecuentes en la pintura de otras latitudes”, tal y como afirma José Raya41.

Ignacio Zuloaga, La gitana del loro, 1906. Espacio Cultural Ignacio Zuloaga, Zumaia

Julio Romero de Torres, Chiquita piconera, 1930. Museo Julio Romero de Torres. Ayuntamiento de Córdoba

Ocurre, por ejemplo, con Las hermanas de Santa Marina, una pieza temprana, de 1915, en la que Romero de Torres conjuga su prototipo de mujer perversa con la típica ambigüedad que introducía en sus obras y que, en este caso, oscila entre el bien y el mal que parece evidenciarse entre la bondad demostrada por la santa y la perversidad que muestran las dos hermanas. Porque, mientras Marina —que vivió a comienzos del siglo II— era de carácter bondadoso y de vida ordenada hasta el punto de sufrir martirio por no abjurar del cristianismo que profesaba, ambas hermanas contemplan insinuantes al espectador, quizá ofreciéndose. Demuestran una perversidad semejante a la que caracteriza a la protagonista de Naranjas y limones, pintada en 1928, cuya forma de sostener las naranjas, pegándolas a sus senos, convierte a la bella andaluza en una sugerente ofrenda, que recuerda a esas jovencísimas mujeres fatales que, como Conchita Pérez, son capaces de hacer perder la cabeza a quienes las desean. Una idea similar subyace en La gitana de la naranja, en la que la hermosa y joven gitana contempla al espectador a través de sus impresionantes ojos negros, con una actitud entre cándida y melancólica, que contrasta con la forma en que sujeta y ofrece la apetecible naranja. De nuevo Romero de Torres juega con el espectador al mezclar la perversidad y unateórica candidez. Y lo mismo ocurre con Chiquita piconera —en realidad la joven María Teresa López cuando tenía 13 años—, pintada en 1930, cuyos hermosos y desafiantes ojos, su lujuriosa postura con las piernas entreabiertas y mostrando las medias de seda con los zapatos de tacón, el hombro desnudo y el arranque de los senos, rezuman una sexualidad desbordante. Una provocativa sexualidad que contrasta con el escenario en el que se enmarca: un horizonte en el que se vislumbra el paseo de la Ribera, el Río Guadalquivir y la Calahorra al atardecer.

— 53

SE Ñ O R AS DE LA ESCENA Entre las mujeres fatales y perversas que poblaban el imaginario español, las grandes damas de la escena ocuparon un lugar estelar. La pacata sociedad del momento no podía aceptar la vida libertina que se les suponía; ni tan siquiera estaba acostumbrada a respetar la libertad de que hacían gala. En los inicios destacaron las bailarinas orientales, una moda de la época, representada por muchos de los creadores decimonónicos como Francisco Masriera, que compuso algunas odaliscas memorables, o Juan Luna y Novicio (Badoc, Filipinas, 1857-Hong-Kong, 1899). La trayectoria artística de este último se desarrolló en España, influido por el realismo plástico de Eduardo Rosales al que dotó de un sugerente orientalismo, en cuya concepción influyeron sus estancias parisinas y romanas. Fue entonces cuando compuso obras como el Desnudo de 1885, en el que la tradicional picardía que acompaña a las bailarinas orientales aumenta su intensidad para convertirse en una mujer seductora y perversa, propia del decadentismo. Igualmente queridas y admiradas fueron las bailaoras de renombre, a las que la buena sociedad aplaudía en sus actuaciones cotidianas, convirtiéndose en muchas ocasiones en exitosos ídolos que les permitían conducirse socialmente a través de una vida distinta, emulando a quienes las vitoreaban. Un mimetismo que también tuvo su contrapartida, porque fueron muchas las damas de la alta sociedad que imitaban la forma de vestir de estas bailaoras. Entre otras, las representadas por Ignacio Zuloaga. Me refiero a Antonia la gallega, a la que retrató en 1912 con una espectacular bata de cola rematada por un mantón de manila que enfatizaba su hermoso rostro, de mirada perversa, y con rojas flores adornando su negro cabello; y a la Oterito. Esta última —una bailarina llamada Eulalia Franco— alcanzó una gran popularidad debido no sólo al romance que parece ser mantuvo con el pintor, que estaba casado, sino también a la calidad del lienzo, y la forma de representar a la altiva, hermosa y perversa mujer morena —con una flor en la mano, otras en el pelo, los altos tacones, sus intensos labios rojos…—capaz de perder a un hombre. Incluso a uno tan famoso y viajado como el pintor. También a “La Gavilana” representada por Manuel Benedito y Vives (Valencia, 1875-Madrid, 1963), quien estudió con Joaquín Sorolla y luego se trasladó a la Academia Española de Bellas Artes de Roma para proseguir su aprendizaje, como era preceptivo en la época, y cuyas composiciones más interesantes son las que lo vinculan con el simbolismo; en especial su Cléo de Mérode. Una imagen similar concibió para La Gavilana, presentándola en una austera y oscura estancia en la que tan sólo luce la flamante protagonista, vestida con el típico traje de faralaes, en tonos granas, y con una peineta en la cabeza, reclinada sobre un gran canapé tapizado en la misma gama cromática.

54 —

Ahora bien, entre las damas de la escena española fue Carmen Tórtola Valencia —conocida como Tórtola Valencia— (Sevilla, 1882-Barcelona, 1955) la bailarina que mayor proyección alcanzó, a juzgar por la cantidad de veces que sus movimientos fueron inmortalizados en lienzos, grabados y fotografías, y su imagen apareció en las revistas gráficas. Inicialmente su fama se sustentó en su calidad artística —inspirada, al parecer, en Isadora Duncan—, lo que propició un sinfín de actuaciones que la convirtieron en una de las bailarinas más demandadas, también fuera de nuestras fronteras42. A ello es preciso añadir su legendaria belleza —una hermosa andaluza de ojos verdes— que, sin duda, acrecentó su leyenda. Primero se especuló con sus orígenes —suponiéndola una hija bastarda de la familia real española—, y luego con los innumerables amantes de renombre que tuvo. Y si a todo ello le sumamos que compartió su vida con una mujer, parece casi lógico que una sociedad tan misógina y pacata como la española de entonces, la considerara una amenaza para los valores tradicionales, una auténtica mujer fatal. Todo ello explica, sin duda, algunas de sus más significativas representaciones: las numerosas imágenes encarnando a Salomé, tantas que llegó a ser conocida como la esfinge española o la reencarnación de Salomé, calificativo que le dedicó cariñosamente Emilia Pardo Bazán; las que aparecía en su faceta de maja, como hizo Rafael de Penagos cuando la vistió con ese hermoso traje rojo —que simula un mantón de manila—, la altísima teja y el enorme abanico

que le otorga una mayor perversión y sofisticación; su caricatura como “Mata Hari” en la revista de humor Papitu; o como perversa mujer fatal, que alcanzó su máxima expresión en la imagen que compuso Rafael Sala representándola desnuda, con un cuerpo de color macilento, y contemplando a un cuervo que reposa en su mano. Todo ello explicaría también que fuera una de las artistas más queridas por la intelectualidad española.

CORT E SANAS Y P ROST I T U TAS Fueron otros de los tipos que la iconografía simbolista y decadentista alumbró en toda Europa, como no podía ser de otra manera, sólo que sus representaciones, como se podrá suponer, distaron mucho del realismo que en otras épocas las caracterizó. Los artistas españoles las dotaron, igualmente, de una imagen singular, en sintonía con lo que sucedía con las representaciones de las mujeres anónimas, las grandes aristócratas y las majas. De hecho, hay muchas ocasiones en que dichos modelos se confunden. Tanto que es difícil averiguar si algunas de las perversas que Anglada Camarasa pintó paseando por los Campos Elíseos eran, en realidad, damas o cortesanas. Otro tanto sucede con Ignacio Zuloaga, quien recreó algunas mujeres que, bien podrían haber ejercido como cortesanas. En otros, a cambio, quiso dejar bien patente el oficio de sus representadas, aunque en mi opinión carecen de ese carácter fotográfico con que otros artistas las dotaron43. Me refiero, por ejemplo, a la titulada Cortesana española (La dama del papagayo) que pintó en un temprano 1912 y cuya composición se asemeja bastante a algunos otros retratos de damas y jovencitas anónimas: sentada en un sillón, contempla atrevidamente al espectador totalmente desnuda, con la mantilla negra cubriéndole los hombros al tiempo que realza su piel, flores en sus cabellos y un abanico que acerca a sus labios rojos. Y también a una pieza realmente excepcional, Celestina de 1906, provista de una lujosa bata con la que cubre ligeramente su cuerpo, en una habitación de aspecto ambivalente; tanto como lo es la escena, en la que la realidad del oficio no empece una cierta sofisticación. Y lo mismo ocurre con ciertas mujeres perversas compuestas por Romero de Torres, algunas ya citadas en estas páginas como La Chiquita piconera u otras como Contrariedad, en las que el pintor se sirvió de conocidos recursos alegóricos como el espejo para identificar el oficio de la retratada, hasta llegar a su Nocturno, un lienzo casi realista en el que se aleja de sus constantes estéticas para representar la perversidad femenina y recrea un grupo de mujeres que, sin tapujos, ejercen la prostitución. Una perversidad entendida como el control que dichas mujeres ejercen sobre los hombres, deseosos de lograr sus deseos.

DAMAS Y MAJAS La intensa fatalidad que caracterizó a gitanas y cordobesas se puso de moda entre un amplio sector de la buena sociedad española, cuyas más atrevidas representantes se convirtieron, gracias a los mejores creadores, en pálidos reflejos de aquellas mujeres anónimas cantadas por los poetas. En especial durante las dos primeras décadas del siglo XX. Tanto es así que el sugerente Anglada Camarasa, al poco tiempo de haber compuesto La gitana de las granadas, reflejó a sus sofisticadas y grandes damas como si de gitanas se tratase. Así nacieron sus Andares gitanos, una composición que data de 1902 y en la que las damas de la alta sociedad pasean por los jardines de la zona alta de París ataviadas con trajes de faralaes confeccionados en telas suntuosas y colores negros y blancos, y cubiertas con ricos y sofisticados mantones de manila. Sin embargo, lucen peinados modernos, melenas cortas, y sus negros y grandes ojos se acompañan de esas características y aristocráticas ojeras.

— 55

También pintó otros hermosos y decadentes lienzos protagonizados por damas y cortesanas, otra de las constantes icónicas de Anglada Camarasa durante el cambio de siglo, como ya se ha dicho, a quien se le ha comparado con el “Baudelaire de la pintura”44. Un artista que retrató como pocos la imagen perversa y fatal de féminas como las protagonistas de Mujer de noche, en París (1898), Blanquita (1902), esa fantástica La morfinómona (1902), o Champs Elysées y El Pavo blanco, ambas pintadas dos años después. En todas y cada una de ellas se percibe la perversidad trágica aludida, que el crítico Casellas definió así: (…)¿Qué impresión de placer trágico, de vibración enfermiza produce aquella pintura! Es el espectro alucinante de Paris la nuit…, con sus ejércitos de hijas de Astarté moviéndose como luciérnagas en los paraísos artificiales de los bailes públicos… Envueltas en nubes de blondas, unas pasean entre los árboles iluminados con globos de colores, otras se intoxican con venenos espirituosos ante los palcos del Moulin Rouge, y las más de ellas se entregan a un Chant desenfrenado entre las penumbras del Jardín de París. Mujeres fantasmas o cadáveres-bailarinas, todas tienen la muerte marcada en los lánguidos cuerpos, en la palidez de los semblantes, en la obertura desmesurada y horrible de aquellos ojos donde se reflejan el insomnio, la fiebre, el alcohol y la morfina. ¡Afortunadamente, las puntas, los velos, las sedas y los brillantes enriquecen aquellos elegantes cuerpos muertos! (…) Yo creo que la atracción profunda e irresistible que Hermen Anglada suscita nace en gran parte de ese misterioso contraste que duerme en el fondo de sus visiones. Por una parte, los cuadros son sugestivos, tristemente sugestivos, como representación de la vida humana, como expresión dolorosa de las tragedias del placer…; por otra son espléndidos, magníficos, como decoración, por los efectos maravillosos de la luz, por la riqueza inagotable de los colores y por la variedad caleidoscópica de arabescos (…)45. Ese mismo caleidoscopio de arabescos caracterizó igualmente a las hermosas y seductoras damas y cortesanas que, tiempo más tarde cuando había abandonado París, siguió retratando. Entre otras, esa sugerente y provocativa Chula de ojos verdes que tan bien sintetiza el prototipo de las majas españolas.

56 —

Una idea similar late en otra de las majas fatales más significativas pintadas por Ignacio Zuloaga: el Desnudo del clavel de 1915, en el que la mujer desnuda —recostada en un sofá y luciendo una hermosa mantilla blanca, colocada sobre una alta teja— se exhibe ante el espectador, al que contempla fijamente mientras compone una sonrisa casi burlona. Mientras, balancea juguetonamente un clavel rojo consciente del efecto que produce en quien la contempla. Idéntico juego provocativo, transgresor, subyace en el Desnudo que Anselmo Miguel Nieto compuso por las mismas fechas, solo que en este caso el artista prefirió rodear a su jovencísima protagonista de un ambiente próximo al orientalismo, casi orgiástico, rodeada de frutos y flores entre los que destacan el rojo pasión de la sandía abierta y de las flores, y en el que la influencia de Manet, de Derain y de Matisse es muy evidente. La expresión y la intención es, sin embargo, la misma pues la altivez que denotan sus ojos, su rostro y la postura de su cuerpo desnudo no ofrecen duda alguna de las perversas intenciones que anidan en la anónima jovencita. Intenciones semejantes laten en Desnudo rojo, otro espléndido lienzo pintado por Zuloaga en 1922, en el que la jovencísima protagonista exhibe su cuerpo desnudo —recostado igualmente sobre un gran lecho rojo como la Maja desnuda de Goya— mientras sus ojos contemplan incitantes al espectador; tan sólo un clavel rojo pasión adorna su rostro, enmarcado en esta ocasión por una melena corta cual corresponde a la modernización de las típicas majas hispanas que el pintor ha concebido. Así es como Francisco Soria Aedo (Granada, 1898-Madrid, 1965) representó, en una fecha más tardía, a Pepita, sin ningún otro adorno que el abanico blanco que descansa sobre el lecho

Hermen Anglada Camarasa, Chula de ojos verdes, 1913. Colección LL-A, Madrid

— 57

de sábanas blancas en el que descansa la jovencita, ejecutado con una pincelada distinta, en consonancia con los nuevos realismos que prevalecían como corriente estética en nuestro país. O como Beltrán Masses recreaba en los años treinta otro de sus sensuales desnudos, sólo que en esta ocasión representó el cuerpo de la joven de espaldas, con un fascinante trasero que atrae todas las miradas46. Una voluptuosidad semejante se observa en las mujeres fatales que compuso Federico Beltrán Masses, a quien su amigo el crítico José Francés definió así: (…)Toda la obra de Federico Beltrán es una exaltación de paganía y de refinada intelectualidad. Como Gabriel D’Annunzio, este joven maestro del arte español actual nos envuelve de magnificencia y nos liberta de la vulgaridad cotidiana. Tiene una paleta rica de tonos y de sentimientos conscientes. Se le adivina la complacencia con que pinta y la deliciosa tortura con que piensa. Amasa rosadas carnes nubiles —o las otras perfumadas y sabias de corte sanas, hijas de Thais y de Friné— con ideas… (…)Raro es el cuadro de Federico Beltrán donde no encontremos la flora rítmica de un cuerpo de mujer totalmente desnudo, o prometido entre gasas y sedas. Aun en aquellos donde las mujeres están vestidas, se adivina la complacencia del pintor en modelar bajo las telas la femenil euritmia. Y sin embargo, menguado de alma tiene que ser el que sienta aguijones de baja concupiscencia frente a un lienzo del joven maestro. Es precisamente todo lo contrario: una voluptuosidad ofrecida para deleites de la mirada y del intelecto, sin enfangarse en torpes salacidades (…)47. Semejante querencia emergió con fuerza en la exposición celebrada en el Salón Parés de Barcelona en 1914, en la que, entre otras obras, exhibió La iniciada, Melly y Xuty, Noche galante, Noche azul, Fruta escogida, El primogénito o la ya citada La canción de Bilitis. Al año siguiente pintó otros de sus hitos en esta secuencia de mujeres fatales tan características que recreó alternando las mujeres fatales propias del simbolismo europeo y las que poseen unas características propias, hispanas. Me refiero a Siemprevivas y La maja marquesa. En efecto, en la mencionada exposición, Beltrán Masses exhibió también La maja marquesa, convertida en paradigma de las mujeres fatales hispanas. Un lienzo que ya por aquéllas fechas provocó un enorme escándalo pues se trataba de una dama conocida —la aristócrata Gloria Laguna—, lo que propició su rechazo en la Exposición Nacional de 191448, tal y como comentaba José Francés: (…) Ocultaron, hipócritamente, su odio al desnudo los pintores que entonces constituían el Jurado, alegando que rechazaban La Maja Marquesa porque, a juzgar por el título y el asunto del cuadro —una mujer desnuda y con mantilla blanca, entre otras dos mujeres vestidas, con sendas mantillas, igualmente—, «podía creerse que el autor aludía a cierta individua, marquesa y lesbiana, que lleva una vida de escándalo». Fue posible semejante mezquindad, semejante insulto a un artista, y se agravó la torpeza hasta el punto de solicitar (…) que cambiara el título de La Maja Marquesa por el de Las majas. Beltrán se encogió de hombros, y ni siquiera contestó a la estúpida proposición.

58 —

En La Maja Marquesa había algo que estaba por encima de la sexualidad de los que pudieran mirarla con sucia obscenidad, de la sensualidad, incluso, de los que pudieran contemplarla con sano instinto genésico. Ese algo era el gozo de los que venían posponiendo la sexualidad y la sensualidad a la sensibilidad, única fuente de verdadero arte (…)49.

Federico Beltrán Masses, La maja marquesa, 1915 Colección particular

Con independencia de los acertados juicios de Francés, lo cierto es que Beltrán Masses —como también hicieron otros artistas como Zuloaga, Maeztu, Nieto o el mucho menos conocido, José Bermejo Sobera50—, confirió a las majas, a las tejas y las peinetas, a los abanicos y a los cancanes, una importancia mayúscula logrando otorgar al nuevo prototipo de mujer fatal a la española una importancia notabilísima, con independencia de que las representase tumbadas o sentadas51. Tanto que Francés siguió escribiendo: (…)¿No dice, acaso, esta maja —La maja de luto, La maja maldita (…)—, la ofrenda de Beltrán a Francia? Simbólicamente, esta figura de mujer dolorida y morena, que rinde tributo a la serena y rubia, eje luminoso del cuadro, es un homenaje estético.

— 59

Federico Beltrán Masses, La maja maldita, 1918 Stair Sainty Gallery, Londres

Y en el centro, la mujer parisién más allá de todas las hecatombes, por encima de todas las catástrofes, contempla el mundo bajo el casco claro de sus cabellos y en la actitud de aguardar otra vez la hora del amor; la mirada penetrante de sus pupilas obscuras rubrica la augusta calma del rostro (…)

60 —

Una composición muy similar ofrece La maja maldita y La marquesa Casati, pintadas respectivamente en 1918 y 1920. Son dos mujeres tremendamente hermosas y sofisticadas que, cuales majas de Goya, exhiben sus cuerpos ondulantes a modo de serpientes tumbadas sobre sendos canapés; sólo que la primera luce un encaje que deja entrever su cuerpo, mientras la marquesa, esta vez con nombre conocido, se cubre con una seda que se ajusta a su cuerpo dejando ver su blanquísima piel. También las estancias elegidas son similares: ambas de colores oscuros con la sola presencia de una guitarra, apenas visible, acompañando a la maja o a la prostituta, seguimos jugando a las ambivalencias, y una suerte de esfera que Casati luce en su mano izquierda. En ambas la mirada, esos ojos oscuros y penetrantes, seducen al espectador y aunque juguetones

Federico Beltrán Masses, La marquesa Casati, 1920. Colección particular

en un caso y más frios en el otro, acompañan al lenguaje corporal como puntos de atracción y perversión de las que hacen gala las mujeres fatales. Tanto da si son cortesanas o aristócratas, porque la imagen de la mujer fatal, de carne y hueso, se extendió, como decía, entre todas las clases sociales. Y pervivió también durante un largo tiempo: el que protagonizaron las Evas modernas. Tan sólo fue preciso sustituir los aterciopelados lechos, los suntuosos cortinajes, cambiar las tejas y mantillas por sombreros tipo panamá, recortar las largas melenas y prescindir de las flores rojas adornando sus rostros. Y el resultado fue que La maja marquesa de Beltran Masses y Gitana del loro de Zuloaga fueron sustituidas por el Buitre y Perversión de Eduardo Chicaharro, dos nuevos iconos de la perversidad moderna. Sin embargo y por fortuna, la historia avanzó y arrolló aquellas, verdaderamente perversas, ideas que auspiciaron tanta fatalidad y las mujeres comenzaron a sentirse libres. O, cuando menos, lo imaginaron.

— 61

NOTAS

62 —

1. JIMÉNEZ, J. R., “Mujer, abismo en flor, maldita seas!”, Elegías (1908-1910), prólogo de F. Benítez, Madrid, Visor Libros, Diputación de Huelva, 2007. 2. Sobre tan interesante asunto versa el texto de Magdalena Illán en esta publicación. 3. Un resumen de semejante situación puede verse en LOMBA, C., “Imágenes de mujer en la plástica española del siglo XX”, Imágenes de mujer en la plástica española del siglo XX, catálogo, Zaragoza, IAM-Departamento de Cultura y Deporte, 2003, p. 17. Y un amplio análisis sobre el asunto en DIJKSTRA, B., Ídolos de perversidad. La imagen de la mujer en la cultura de fin de siglo, Barcelona, Círculo de Lectores, 1994. 4. La cita ha sido tomada de Ana González Salvador en LOUŸS, P., La mujer y el pelele (1898), Edición de A. González Salvador, Madrid, Cátedra, 2005, p. 55. 5. Véase, entre otros: FOUCHER, Ch., “En Busca de la emancipación. Las mujeres artistas en París en torno a 1900” y LOMBA, C., “El umbral hacia la libertad. Artistas en España entre 1900 y 1926”, en ILLÁN, M.-LOMBA, C. (com.), Pintoras en España 1859-1926. De María Luisa de la Riva a Maruja Mallo, catálogo, Universidad de Zaragoza-Diputación de Zaragoza, 2014, pp. 39-50 y 50-69; también Robert y Sonia Delaunay, catálogo, París, Centro Georges Pompidou y Barcelona, Museu Picasso, 2000 y 2001; María Blanchard, catálogo, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía-Fundación Botín, 2012; o Marie Laurencin 1883-1956, catálogo, París, Musée Marmottan Monet, Éditions Hazan, 2013. 6. Sobre las opiniones de Ortega y Gasset, puede consultarse SCANLON, G. M., La polémica feminista en la España contemporánea 1868-1974, Madrid, Akal, 1986, pp. 188-192. 7. VALLE-INCLÁN, R. M., La cara de Dios (1900), Madrid, Taurus, 1974. Prólogo de D. García-Sabell. 8. El asunto ha sido tratado, entre otros, por CAPARRÓS, L., “¿Clásicos o modernos? El Renacimiento como coordenada estética de la pintura simbolista española”, Actas del X Congreso del CEHA, UNED, Madrid, 1994, p. 132; y “Apuntes para un catálogo de pintura simbolista en las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes (1901-1908)”, Goya, 253-254, Madrid, 1996, pp. 40-49. 9. HESIODO, Los trabajos y los días, Libro I. http://www.unedhistoria.es/sites/default/files/books/Hesiodo%20%20 Los%20Trabajos%20Y%20Los%20Dias.pdf (consultado 20-II-2016). 10. BORNAY, E., La cabellera femenina, Madrid, Cátedra, 1994. 11. BORNAY, E., “Eva y Lilith: dos mitos femeninos de la religión”, en SAURET, M. T. (coord.), Historia del arte y mujeres. Universidad de Málaga, 1996, pp. 109-126. 12. https://es.wikipedia.org/wiki/Mar%C3%ADa_Magdalena (consultado el 12-II-2016). 13. HUYSMANS, J.-K., A contrapelo, Madrid, Cátedra, 2004. Ed. de J. Herrero. 14. La Salomé de Wilde se publicó originalmente en francés ese 1891 y tres años después apareció la traducción inglesa. 15. Sobre la abundante literatura dedicada a Salomé por los creadores españoles e iberoamericanos, véase el magnífico texto preparado por Juan Carlos Ara para esta publicación. 16. Anglada Camarasa. Arabesco y seducción, catálogo, Málaga, Museo Carmen Thyssen, 2012. 17. CAPARRÓS, L., Prerrafaelismo, simbolismo y decadentismo en la pintura española de fin de siglo, Granada, Universidad de Granada, 1999, p. 51; y MOLINS, P., “Salomé un mito contemporáneo”, Salomé un mito contemporáneo, catálogo, Madrid, 1995, p. 39. 18. DARIO, R., “XXIII. En el país de las Alegorías”, Cantos de vida y esperanza (1905). Biblioteca Latinoamericana, Libros en red, p. 76. files.biblioteca-uaca.webnode.es/200000243-0179e0275f/9.pdf. 19. MUDARRA, M., “La musa y lo femenino: la incesante búsqueda de lo esencial”, VVAA., Julio Romero de Torres. Símbolo, materia y obsesión, TF Editores, Córdoba, 2003, p. 101. Sobre el artista, véase, entre otros, los textos de BRIHUEGA, J. (“Materialidad obsesiva del símbolo. La pintura de Julio Romero de Torres después de 1915”) y PÉREZ SEGURA, J.(“Pintura, re-creación y fabulación. Romero de Torres antes del meridiano 1915”) en VVAA, Julio Romero de Torres. Símbolo…, op. cit., pp. 43-70 y 19-42. 20. Los textos de Valle-Inclán dedicados al pintor son muy abundantes. Un buen resumen de los mismos se halla disperso en el catálogo dedicado a Romero de Torres: VVAA, Julio Romero de Torres. Símbolo…, ibídem. Por su parte, Nordau se refirió a su producción en Los grandes del arte español, un libro publicado en España a finales de los años diez y traducido por R. Cansinos.

21. PRAZ, M., La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica, Barcelona, El Acantilado, 1999, p. 69. 22. RAYA, J., “Modelos de mujer. Arquetipos femeninos en la pintura de Julio Romero de Torres”, Laboratorio de Arte, 21 (2008-2009). 23. WILDE, O., Salomé, digitalizado por Librodot.com. http://www.librodot.com (revisado el 6-IV-2015). 24. PÉREZ DE CASTRO, P., “Salomé en la pintura de Federico Beltrán Masses”, Federico BELTRÁN MASSES, catálogo, Fundación Manuel Ramos Andrade, 2007, pp. 9-11. 25. VAUXCELLES, L., “Beltrán et la Peinture Espagnole Contemporaine”, L’oeuvre de Federico Beltrán Masses. París, Editions D’art Vizzavona, 1921, s/p. 26. La cita ha sido tomada de PONCE, J.-PRIMO, C., “Armand Godoy o la écfrasis decadente”, AnMal Electrónica, 32 (2012), p. 1. 27. HOYOS Y VINENT, A., “Una impresión de visita al estudio de Federico Beltrán”, FRANCÉS, J., Federico Beltrán Masses, Madrid, Biblioteca Estrella, s. f. (1923), p. 37. 28. La cita ha sido tomada de CAPARRÓS, L., Prerrafaelismo…, op. cit., p. 48. 29. WILDE, O., Salomé, op. cit. 30. PARDO DE NEYRA, X., La arrebatadora entrada de Salomé en el templo, Gijón, Libros del Pexe, 2004. 31. BAUDELAIRE, Ch., “La belleza”, Las flores del mal (1861), cap. XVII. Traducción de Alain Verjat y Luis Martínez de Merlo. Madrid, Cátedra, 1991. 32. Sobre el conocimiento y recepción de Las flores del mal en España véase el artículo escrito por Juan Carlos Ara para esta misma publicación. 33. BEJARANO, J. C. (com.), Lambert Escaler i Olot. Entre la tradició i el Modernisme (catálogo), Museu dels Sants d’Olot, 2012. 34. Sobre el imaginario creado por la historia del arte en torno a las relaciones lésbicas véase la obra de BORNAY, E., Las hijas de Lilith, Madrid, Cátedra, 2005, pp. 321-340. 35. La cita ha sido tomada de CAPARRÓS, L., Prerrafaelismo…, op. cit., p. 46. 36. BAUDELAIRE, Ch., “Mujeres malditas”, Las Flores…, op. cit., cap. CXI. 37. Sobre la producción del artista véase TRAVIESO, J., El pintor Juan Luis, La Coruña, Fundación Pedro Barrié de la Maza, 1994. 38. LOUŸS, P., La mujer y el pelele (1898), Madrid, Cátedra, 2005, Edición de Ana González Salvador, pp. 125-126. 39. LOUŸS, P., La mujer…, op. cit., cap. X, p. 69. 40. BORNAY, E., Las hijas…, op. cit., p. 115; y La cabellera…, op. cit. 41. RAYA, J., “Modelos de mujer...”, op. cit., pp. 241-264. 42. QUERALT, M. P., “Tórtola Valencia, una mujer entre sombras”, Barcelona, Editorial Lumen, 2005. 43. Tan interesante cuestión fue planteada por REYERO, C. en Desvestidas. El cuerpo y la forma real, Madrid, Alianza Forma, 2009, pp. 168-175. A dichas páginas remitimos, pues, al lector. 44. Fue Francesc Fontbona quien recordaba que Anglada pintó un lienzo titulado Flores del mal que, hasta la fecha, no ha sido identificado. 45. CASELLAS, “Anglada Camarasa”, La Veu de Catalunya, Barcelona, 10-V-1900. 46. REYERO, C., Desvestidas…, op. cit., pp. 213-217. 47. FRANCÉS, J., Federico Beltrán…, op. cit., pp. 5-8 y 22. 48. OROPESA, M., “1915: La Maja Marquesa de Federico Beltrán Masses”, Federico BELTRÁN…, op. cit., pp. 13-14. 49. FRANCÉS, J., Federico Beltrán…, op. cit 50. La “Manola” que José Bermejo Sobera pintó en 1917 refleja esa belleza perturbadora e insinuante de la característica mujer fatal hispana. 51. Entre las perversas hispanas, tocadas con esas hermosas mantillas y tejas, que Beltrán Masses recreó es obligado mencionar La novia del legionario, pintada ya en 1923 y cuyo título no puede ser más elocuente.

— 63

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.