Pensar lo finito buscando lo infinito. El conocimiento y el amor en la filosofía judía

August 1, 2017 | Autor: Lucas Oro Hershtein | Categoría: Jewish Philosophy, Judaism, Franz Rosenzweig, Solomon Ibn Gabirol
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Tikkun Leil Shavuot 5774 03/06/2014

Marshall T. Meyer Latin American Rabbinical Seminary

Lucas Oro

Pensar lo finito buscando lo infinito. El conocimiento y el amor en la filosofía judía Lucas Oro ([email protected])

1. La filosofía y el amor parecen ser dos caminos distintos, cada uno con sus propias curvas, los recovecos escondidos que se descubren al avanzar, las piedras que resbalan al tropezar con ellas. Tal vez sea posible descubrir, en la relación entre la filosofía y el amor, uno de los rasgos distintivos del pensamiento judío. En las líneas que siguen se intentará exponer brevemente esta relación en dos exponentes del pensamiento judío, medieval y contemporáneo: Ibn Gabirol y Franz Rosenzweig. 2. Una de las más celebres expresiones del pensamiento judío medieval es La fuente de la vida, de Ibn Gabirol (ca. 1022 – ca. 1058). En el parágrafo cincuenta y siete del tercer tratado de la obra, el discípulo le pregunta al maestro cómo podría sintetizar todo lo que le ha enseñado. El maestro, entonces, responde: «estudia esto [que te estoy enseñando] y ama, porque este es el fin para la que el alma humana existe, y aquí se encuentra el mayor deleite y la más grande de las felicidades».1 En La fuente de la vida, Ibn Gabirol desarrolla un doble examen de la realidad: un examen físico y un examen metafísico. El examen físico es horizontal, y concluye en la caracterización de la realidad como sustentada en un doble principio: la «materia» y la «forma». El examen metafísico es vertical, e implica el estudio de la realidad como parte de un orden jerárquico y causal que, en su vórtice superior, es resultado de una procesión inteligible y una creación divina. Estos dos análisis no son paralelos: el examen físico está subordinado al metafísico. El universo descripto parece un universo dualista (divido en materia y forma), pero en realidad todo lo que existe, excepto Dios, es una sola y única realidad. La diferencia entre todo lo que existe es consecuencia de la degradación ontológica de esa realidad. Siendo la realidad una, el conocimiento verdadero de la realidad es uno solo también. Todos los conocimientos particulares son conocimientos desagregados: conocimientos de parcelas de lo que existe que no son más que versiones inferiores de la realidad única y total. Cualquier conocimiento específico es un conocimiento de algo que, por ser específico, es imperfecto. Cuanto más específico es el objeto que estamos conociendo, más formas (es decir, determinaciones) se superponen sobre el principio de su ser (indeterminado), su materia. Correlativamente, cuanto más específico es un conocimiento, más superficial es, porque es un conocimiento que se queda – literalmente– en la superficie de lo que conoce; o sea, en sus formas. El único conocimiento por el que realmente vale la pena preguntarse, para Ibn Gabirol, es el conocimiento del ser. El ser por el que vale la pena preguntarse es el ser indeterminado: el ser que todo lo que es, precisamente, «es»; sus limitaciones –su ser esto o ser aquello– no son relevantes. El ser indeterminado es potencial: todo lo que es, en el mundo sensible, no sólo es sino que es de una u otra manera. Sin embargo, esos 1

Avencebrolis (Ibn Gabirol), Fons Vitae ex arabico in latinum translatum ab Iohanne Hispano et Dominico Gundissalino; ex codicis Parisinis, Amploniano, Columbino, primud edidit Clemens Baeumker, Aschendorff, Münster, 1895, III: 57, p. 205. 1

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modos de ser pueden existir porque son limitaciones de un ser que no es de ningún modo: simplemente es. Al ser indeterminado y potencial que es puro ser, Ibn Gabirol lo llama «materia». «Por qué es lo que es» y no «cómo es lo que es», es la pregunta de Ibn Gabirol. «Cómo es lo que es» es una pregunta subordinada a la anterior, porque aquella interrogación alude a la realidad en su conjunto, mientras que la segunda se vuelva a sus especificidades. Sin embargo, «por qué es lo que es» no sólo es una pregunta idéntica a «por qué el hombre es», sino a «por qué yo [quien se pregunta] soy». «Por qué yo soy» es, en consecuencia, la única pregunta que puede responderlas a todas. Cuando quien filosofa se percata de que él «es» lo mismo que son todos los demás seres, conoce que él «es» por causa de lo mismo por lo que son todos. Así, descubre a la vez que todo lo que es, «es» lo mismo, y que todo lo que es, es diferente de la causa del ser: Dios. La filosofía de Ibn Gabirol es una filosofía teórica y práctica a la vez. Si sus proposiciones metafísicas son estudiadas deteniéndose solamente en aquello que «dicen», no es posible comprenderlas. Es preciso entender el efecto que estas proposiciones buscan tener en el alma del estudiante. La performatividad de La fuente de la vida radica en que aquello que es designado como lo más importante para el hombre –el conocimiento– es determinado como una actividad, o bien banal, o bien imposible. El conocimiento posible es el conocimiento que se vuelca sobre aquello que hace a las cosas ser esto o aquello: sus formas. Este es un conocimiento fútil, porque su objeto tiene sólo una importancia relativa, ya que implica conocer lo meramente particular: lo que es esto no es aquello, y lo que es aquello no es esto. Además, es un conocimiento que carece de valor porque tiene un sentido exclusivamente teórico. Por otra parte, el único conocimiento que tiene sentido es un conocimiento imposible: el conocimiento, no de aquello que hace a cada ser esto o aquello, sino de lo que lo hace «ser». Es decir, el conocimiento de la materia indeterminada y potencial. El conocimiento de lo indeterminado es imposible, porque el hombre –para Ibn Gabirol– conoce a través de sus límites, y de los límites de todas las cosas. Sólo cuando podemos comparar y trazar relaciones entre las cosas y nosotros, y entre las cosas entre ellas mismas, podemos conocer. Pero el conocimiento posible no nos da más que un saber –sensible o racional– de lo determinado, y el conocimiento verdadero no es el de lo que hace a una cosa ser lo que es –lo que hace a una cosa no ser lo que otra cosa es, sino el de aquello que hace que todo lo que existe sea lo mismo. El conocimiento de lo universal es, a la vez, consumación y negación del conocimiento de lo particular. Cuando se conoce no lo que hace ser a cada cosa lo que es, sino lo que hace que todo lo que es sea, se entiende que todo lo que existe es lo mismo. Este no es un conocimiento teórico. En el conocimiento de la pura potencia de ser –por contraposición al conocimiento de lo determinado– la razón se pierde. No se llega allí por el saber, sino por el amor. Por eso el maestro dice: conoce todo esto que te estoy enseñando, pero luego de entenderlo olvídalo, y ama. Sólo ese amor puede llevar a quien busca aquello que ya entiende pero no conoce hasta su objeto último. En el punto central de la teoría de Ibn Gabirol, se encuentra una hendidura ateórica: no se conoce sino para ignorar. Y en el núcleo de su propuesta filosófica, se encuentra su consumación no especulativa: el fin de la ignorancia es la transformación. Lo que diferencia al hombre de todos los demás seres creados es que los hombres pueden albergar el infinito mismo en su ser. Lo sensible y lo racional lo unen con lo determinado, y lo determinado siempre excluye su opuesto lógicamente contradictorio.

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Sólo el amor le permite al hombre contener en sí mismo lo infinito. Cuando el hombre contiene lo infinito, él mismo se vuelve infinito. Es al mismo tiempo todo lo que el resto de lo que existe es, y todo lo que existe es en él. Para Ibn Gabirol, el filósofo está sobre un precipicio. Si avanza más allá de la suma de los conocimientos específicos a los que tiene acceso, puede llegar al verdadero conocimiento: el conocimiento que, conociendo, lo transforma y lo lleva más allá del conocimiento, desde el saber «de» lo particular hasta la ignorancia «en» lo universal. Sin llegar hasta allí, sin ser filósofos, nada puede lograrse. Pero por estar allí, por contener en sí la infinitud de conocimientos particulares a las que llega por su razón, quien más sabe es quien más se arriesga a perderse, pues el saber puede hacerle creer al filósofo que mediante el conocimiento tiene acceso a lo real. Pero lo real está más allá del conocimiento, y la realidad –en cuanto tal– no es un asunto de la inteligencia. La existencia prima sobre el conocimiento. 2. El conocimiento intelectual le susurra al hombre los secretos de su omnipotencia. Le dice que es único porque puede conocerlo todo, y porque todo aquello que conoce es, en la realidad, tal como figura en su representación. La filosofía vuelve al hombre todo y nada. Lo hace ser todo, porque le dice que nada hay que no pueda tomar entre sus garras y devorarlo intelectualmente, consumiendo su realidad hasta el extremo en que la vida queda reducida a un concepto desabrido y lejano. Sin embargo, lentamente al mismo hombre lo envuelve la razón en su tela de araña. Poco a poco, aquel que creía poder conocerlo todo volviendo el mundo una suma de conceptos se vuelve él mismo un concepto, su propio concepto: un yo pensante solitario, sin otra relación con aquello que piensa más que la que tiene el cazador y su presa. Cuando cree conocerlo todo es cuando menos conoce. Los conceptos están mudos, no le hablan. Él está cerrado frente a sí mismo, el mundo que se le enfrenta no se le revela y el Dios al que el pensador creía poder hablarle en los momentos de recogimiento no le responde más que con su propio eco. El silencio de la filosofía lo ha tomado todo. Sólo el eco del mismo pensamiento resuena. De ese silencio despierta el hombre por la muerte. A aquel que se ha construido un magnífico palacio de ideas y que con la intención de habitarlo deja de preocuparse por los aguijones de la vida, la voz punzante de la muerte le recuerda que su fin se acerca. Ese recuerdo rompe el todo conceptual en el que hombre había decido resguardarse, y vuelve a situarlo en el mundo. Si «fuerte como la muerte es el amor», es porque la muerte –el sabor de la muerte– despierta al hombre del letargo en el que lo ha sumerge la filosofía. La muerte rompe el todo. El hombre vuelve entonces a encontrarse con Dios, con el mundo y con su propio yo, aquello que había perdido en el momento en que creía que ya no necesitaba buscarlo. No era posible que fueran –suspiraba el pensador– más reales que como en su pensamiento creía que eran. Y sin embargo, allí están. Ahora ya no son él mismo –en su pensamiento–, pero al no serlo vuelve a ser posible descubrirlos en su realidad. Franz Rosenzweig (1886 – 1929), en El nuevo pensamiento, afirma que la intención de conocer al Dios que han hecho los conceptos, el Dios de la filosofía, aquel que es lo que fue, lo que es y lo que será al margen del hombre y del mundo, es una intención vana. La pregunta por Dios hecha en la soledad de los pensamientos, la búsqueda de un Dios que se ha reducido a ser premisa de un silogismo cuya conclusión no tiene relevancia para nuestra existencia, no entrega más que un significante vacío.

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Un Dios al que no se le habla no se muestra, se oculta tras el deslumbrar del concepto que quiere atraparlo.2 El mero pensar que, girando en el vacío, refiere al hombre sin Dios o a Dios sin el hombre, construye una metafísica vacía, donde Dios y el hombre no son más que reflejos opacos de su realidad. Ella se entrega a quien la busca si se la persigue como una realidad dialógica. El Dios que ha creado al hombre, aquel que le ha dado su palabra y le ha entregado una promesa: ese es el Dios al que debe buscarse. Un Dios que rompe la entificación a la que lo reduce su transformación en una idea para integrar un diálogo. El diálogo de la Creación, la Revelación y la Redención. Cuando el hombre descubre que Dios no se le enfrenta como un objeto de conocimiento hipotético sino que se dirige a él, pasa a encontrarse a sí mismo en ese diálogo. En ese movimiento Dios ya no es lo que no es él, aquello que ignora y que quiere conocer, sino que es quien le dirige la palabra. Esa palabra es la Revelación, y esa Revelación es amor. Todo lo que Dios es para el hombre es la relación que entabla con él, hablándole; y esta relación es, toda ella, amor. De poco vale querer pensar a Dios: el amor no puede ser conceptualizado, sólo puede ser realizado. El hombre no se relaciona con Dios en tanto amor sino con Dios en tanto el que lo ama. No hay otra «verdad» de Dios más allá de este movimiento de amar. Dios no es un nombre propio sino un verbo. No hay un Dios que ama sino que Él mismo es ese amor. Su ser es todo ese amor y ese amor es todo su ser. La verdad debe ser, dice F. Rosenzweig en La estrella de la redención, verificada. No puede ser conceptualizada, y no puede ser aprehendida universalmente. Sólo es verdad aquello que puede ser aprehendido como verdad, aquí y ahora por quien está realizando el movimiento simultáneamente intelectual y existencial de la constatación. Limitarse a «pensar» la verdad supone que es una verdad estática y ajena, verdadera por sí y siempre idéntica a sí misma. Sin embargo, la verdad es hecha verdad por quien la experimenta. «El todo conjunto sólo se puede ver allí donde se ha convertido en la parte»,3 y sólo al existir verificada en la vida concreta y singular de una persona es donde esa verdad se realiza. En ese sentido, el amor con el que Dios ama al hombre debe ser «realizado», a su vez, por el hombre. El amor de Dios por el hombre es un mandamiento de amar. Ese mandamiento cumple la verdad del amor verificándolo, y al verificarlo lo realiza. La verificación necesita del presente. No hay verificación posible que pueda darse si no es en cada instante concreto del presente en el que un hombre recibe el amor y lo vuelve concreto, a su vez, en su propio acto de amor. El mandamiento que implica el amor de Dios hacia el hombre no le dicta al hombre amar a Dios, sino amar a los otros hombres. Así, la Revelación señala el camino a la Redención. El amor del hombre hacia los hombres –el cual sigue la dirección del amor de Dios– no anuncia la Redención, sino que la suscita. No la muestra, lejana en el tiempo, sino que la crea. El amor que es la Creación es, también, la misma Redención. En el amor, el tiempo se pliega y el futuro se vuelve presente. La Redención acontece en cada instante en que el hombre verifica el amor de Dios amando a los otros.4

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Cfr. Rosenzweig, F., El nuevo pensamiento, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2005, p. 32. Rosenzweig, F., La estrella de la redención, Sígueme, Salamanca, 2006, p. 463. 4 Cfr. Levinas, E., “Entre dos mundos (El camino de Franz Rosenzweig)”, en Difìcil Libertad, Lilmod, Buenos Aires, 2004, p. 264. 3

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El conocimiento no le entrega al hombre la realidad de Dios, la del mundo ni la de sí mismo. Es la existencia la que lo pone en contacto con aquellas realidades y, así, se las enseña. Cuando el hombre habita el mundo en eternidad anticipada hace de las exigencias del Reino de Dios las exigencias para el tiempo.5 En ese sentido, el amor no implica una moralidad ni es la consecuencia de un razonamiento. El conocimiento siempre tiene un comienzo y un final, y se consuma en el engullir de su objeto. El amor, por el contrario, sólo puede ser vivido en el presente, y es infinito. No implica ninguna reciprocidad, y por eso escapa a las mediaciones del pensamiento filosófico. No hay ninguna espera en el amor: es aquí, ahora, donde la Redención acontece. La espera implica la resignación de la eternidad al tiempo, pero en el amor no hay tiempo porque no hay cálculo. Cuando lo que se da es todo, nada hay para dar y nada hay para recibir. El amor es todo lo que es en el instante en que lo es, y ese instante «es» la Redención. No hay un «a través», no hay ningún medio: es «en» el mismo amor –cuya duración sin tiempo es a la vez la de un instante y la del infinito– que el mundo se redime. 3. Aquel que se adentra en la filosofía judía avanza sobre un risco escarpado. Dos grandes acantilados lo acompañan. De un lado se encuentran las clásicas doctrinas griegas que entienden a la filosofía como pura intelección de determinaciones inteligibles. Del otro lado se encuentran las corrientes místicas –judías o no– que le niegan toda importancia al conocimiento intelectual. En una versión judía del conocido ḥadīth islámico, se cuenta que en cierta ocasión un hombre justo encontró un grupo de gente regresando de una importante batalla, y al verlos les dijo: «están retornando -bendecido sea el Señor- de una pequeña batalla, llevando a cuestas el botín. Pero deben ahora prepararse para la gran batalla». Entonces le preguntaron: «¿cuál es esta gran batalla», a lo que él respondió: «la batalla contra el propio instinto, el instinto del mal, y sus armas».6 Parafraseando dicha historia, podría decirse que existen para la filosofía judía dos batallas. Una, la menor, es la batalla del conocimiento intelectual. Otra, la mayor, sólo el amor puede librarla. La segunda es quizás la única real, pero sólo por la primera puede llegarse hasta ella. No hay forma de llegar hasta allí donde el camino desaparece en sí mismo, sin antes haber seguido las huellas del pensamiento. Son las huellas que el viento borrará en la arena, pero sólo ellas indican el sendero hasta donde el camino se vuelve el caminante, y el caminante el camino.

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Cfr. Bensussan, G., Dans la forme du monde. Sur Franz Rosenzweig, Paris, Hermann, 2009, pp. 71-72. Ya’acov Yosef of Polonnoy, Sefer Toledot Ya’acov Yosef, Monroe, NY, Simon Weiss, 1998, Parsha Beshallaḥ, II, 123. Citado en Lobel, D., A Sufi-Jewish Dialogue. Philosophy and Mysticism in Baḥya Ibn Paqūda’s Duties of the Heart, University of Pennsylvania Press, USA, 2007, p. IX. 6

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