PENSAR HOY LA EXPRIENCIA HUMANA (fragmento

June 7, 2017 | Autor: Jose Luis Pardo | Categoría: Humanism
Share Embed


Descripción

1 José Luis Pardo

PENSAR HOY LA EXPRIENCIA HUMANA (fragmento) Nobody has ever taught you how to live on the street And now you find out you're gonna have to get used to it

Sucedió una noche

2

3

Así parodiaba Boris Vian, que había asistido a ella, la célebre conferencia pronunciada en París por Jean-Paul Sartre el 29 de Octubre de 1945, “El existencialismo es un humanismo”. Aunque en Vian todo es exagerado, la hipérbole traduce bastante bien, no sólo la expectación, sino el gran éxito alcanzado por esta conferencia dentro y fuera de Francia. Entonces estaba de actualidad el humanismo. De hecho, la novedad que Sartre presentaba aquella tarde estaba del lado del existencialismo (que, más que de actualidad, estaba de rabiosa actualidad, de moda; era, por así decirlo, el color —oscuro— del que quería vestir la Francia liberada del nazismo); pero el humanismo no era nada original en ese momento. Todos los interlocutores de Sartre en el argumento de su conferencia eran también, de un modo u otro, humanistas. Lo eran los católicos, que habían convertido el “humanismo cristiano” en algo así como la “doctrina oficial” o cuasi-oficial de su iglesia; lo eran los marxistas, cuyo periódico en Francia se llamaba y aún se llama L’Humanité, y lo serían aún más con el tiempo, tanto los que siguieron las ideas del joven Marx teórico de la

4

alienación como los que se propusieron, tras la muerte de Stalin, construir en la Unión Soviética —que financiaba L’Humanité— un “socialismo con rostro humano”. Todos ellos tenían, como tenía Sartre, la necesidad de declararse humanistas; es decir, que nadie quería, en ese momento, ocupar la posición del anti-humanista o del enemigo del humanismo. Y si el humanismo pertenece (como no cabe duda de que pertenece) a la saga de los “-ismos” que, tanto en lo político como en lo artístico, dominaron Europa desde el siglo XIX , de tal manera que ponerle a un sustantivo el sufijo “-ismo” en ese contexto significa declararse partidario de lo que el sustantivo enuncia, entonces adherir al “humanismo” significaba algo así como declararse militantemente “partidario del hombre”. Cuando Sartre leyó su conferencia hacía poco más de un mes que había terminado la segunda guerra mundial, la mayor catástrofe humana que hasta entonces se había conocido (quizá no porque los hombres no hubieran tenido ya mucho antes ganas de algo así, sino porque no disponían de los medios técnicos capaces de alcanzar semejantes cotas), con un saldo aproximado de 60.000.000 de muertos. Y hacía poco más de dos meses que habían caído sobre Hiroshima y Nagasaki dos bombas atómicas que mataron a 360.000 hombres (sin contar las secuelas, que llegan hasta hoy). Aunque entonces no creo que se dispusiera de estas cifras, la política de concentración y exterminio del nacional-socialismo alemán produjo una cifra de muertos que algunos calculan en 20 millones (entre ellos 6 millones de judíos), y las políticas represivas en la Unión Soviética causaron un número de víctimas probablemente superior, debido a su dilatada duración de más de 70 años. ¿Cómo podría alguien, en las condiciones de 1945, en la Europa asolada por las bombas y los crímenes, declararse “partidario del hombre”, del mismo hombre que había provocado aquella barbarie? ¿No habría que estar loco para defender algo así? ¿No habría sido mucho más razonable ser anti-humanista, desconfiar del hombre, descreer de él y aferrarse a alguna otra instancia más fiable o al menos no agarrarse a lo que en ese momento parecía “un clavo ardiendo”? ¿O bien era eso mismo, haberse agarrado a alguna instancia más fiable que el hombre, lo que había llevado al desastre? Los “-ismos”, considerados en otro tiempo como juegos, como modas o como negocios, aparecían entonces no sé si como los culpables, pero sí al menos como una parte importante del motor que había puesto y mantenido en marcha toda aquella maquinaria de destrucción. Y por eso se volvieron sospechosos, se convirtieron en una suerte de punto de no retorno (las vanguardias se volvieron “históricas”, es decir, se congelaron en el tiempo,

5

como el cadáver de Walt Disney, como algo a lo que no se deseaba volver para continuar la historia). Es como si esta sospecha alcanzase a todos los “-ismos” menos a uno, porque se dijo entonces que aquel desastre se había producido precisamente por falta de atención a lo humano, por falta de humanidad, por haber puesto otras cosas por encima del hombre, cosas que habrían terminado aplastándolo y que llevaban todas ellas el rótulo de algún otro “ismo” deshumanizador. En cuanto el enemigo “alemán” (y japonés) estuvo derrotado, ocurrió lo que ya había sucedido en los tiempos de la contienda y de la propaganda, que sobre él recayó todo el “inhumanismo”, toda la inhumanidad, y los vencedores monopolizaron la humanidad con las imágenes heroicas de la resistencia francesa, de las tropas americanas en la invasión de Normandía, o de las tropas rusas en la batalla de Stalingrado. Pero claro está que los aliados deshicieron en ese mismo momento su alianza, y se esforzaron en subrayar sus diferencias, unas diferencias que iban a regir los destinos geoestratégicos de la política internacional de los siguientes 44 años. Seguramente el bando “liberal” (por decirlo de alguna manera) se adelantó en la idea de que eran ellos quienes estaban “del lado del hombre”, los “herederos” del humanismo (repitamos: el único “-ismo” que parecía entonces decente). Incluso quienes se declaraban socialistas tenían que añadir que el suyo era un socialismo humanista si querían tener vela en ese entierro. El otro bando —el soviético— también reclamaba el humanismo, pero tenía en su contra para ello sobre todo lo que había sucedido en los “Procesos de Moscú” entre 1936 y 1938, y que Arthur Koestler había descrito en una importante novela que en castellano se llamó El cero y el infinito (aunque su título original era “Eclipse solar” y se publicó primero en inglés, en 1940, como Mediodía sombrío). En esta lengua lo leyó apasionadamente un amigo íntimo de Sartre, Maurice Merlau-Ponty, que, como la mayoría de los intelectuales de su entorno en la Francia recién liberada, simpatizaba con la Unión Soviética y creía que el verdadero humanismo caía del lado del socialismo, aunque por el momento no fuera posible el “socialismo humanista” que todos desearían y hubiera que conformarse con el rostro “inhumano” que ofrecía al exterior la Unión Soviética, que Merleau-Ponty consideraba injustamente atacada por Koestler. Por este motivo, cuando todos habían tomado alguna copa de más, una noche —que, en favor del argumento, podemos imaginar como si hubiera sido aquella misma noche que siguió a la conferencia de Sartre—, en casa de Boris Vian (que es donde celebraban sus fiestas los intelectuales de este cenáculo), mientras Arthur Koestler estaba allí mismo, pero ocupado en su romance con Simone de Beauvoir, Merleau-Ponty y Albert Camus

6

discutieron este asunto. Merleau-Ponty iba a publicar un texto que se editaría en varias entregas en la revista Les temps modernes, y luego en forma de libro, en 1947, bajo el título Humanismo y terror, casi a la vez que La espuma de los días de Vian1, de donde están extraídos los fragmentos con los que comienza este epígrafe. En esa obra, Merleau-Ponty defendía a la Unión Soviética (apelando al heroísmo innegable de la batalla de Stalingrado), utilizando el algo pérfido argumento de que la batalla de Stalingrado y los procesos de Moscú estaban enlazados —como habría dicho Aristóteles— tade dia tade, es decir, como si constituyeran uno solo y el mismo hecho histórico, con su cara heroica y con su cara miserable. Su tesis era que, en las democracias occidentales, el humanismo está en los principios pero el engaño y la violencia se encuentran en la práctica cotidiana, en el modo como se “realizan” o se pisotean esos principios. Al contrario, decía Merleau-Ponty, en la URSS la violencia y el engaño son oficiales, pero la humanidad está en la vida cotidiana. No sé qué conocimiento tendría Merleau-Ponty de la “vida cotidiana” en la Unión Soviética — recomiendo al lector el texto de Emmanuel Carrère Limonov para hacerse una idea de lo que era aquella cotidianeidad—, y especialmente de la vida cotidiana en Siberia, pero el caso es que Camus y él llegaron a las manos, y tuvo que venir Sartre a ayudarle con sus puños de boxeador para echar a Camus de la reunión, si bien luego salió a la calle a buscarle… aunque no le encontró. Pero la pelea iba a propósito de quién era más humanista.

¿Por qué fue tan importante aquella conferencia de Sartre? Porque contenía una buena noticia: que el hombre no tiene esencia. Que el hombre no tiene esencia quería decir, entonces, a los oídos de quienes aplaudían la noticia, que el hombre no era la barbarie y la atrocidad, la calamidad y la carnicería que la guerra mundial había dejado sobre los campos de batalla y en las calles de las ciudades; el hombre había sido, sin duda, todo eso, pero todo eso no era su esencia, el hombre podía ser también otras cosas, podía ser, para empezar, también lo contrario, podía ser algo distinto y capaz de hacernos olvidar todo eso, todo ese paisaje desolador y descarnado que constituyó el doloroso y empobrecido decorado de la Europa neorrealista de las décadas de 1940 y 1950. Era la renuncia explícita al concepto de “naturaleza humana”, que al menos desde el siglo XVIII se tenía por un concepto heredado de la escolástica medieval que sólo podía sostenerse sobre un andamiaje teológico (el mismo que Sartre rechaza en su conferencia para defender el primado de la existencia sobre la esencia) , y de hecho fue sobre la estela de su desaparición sobre lo que comenzó a

1

Madrid, Alianza, 2004.

7

emerger el nuevo territorio de la “ciencia del hombre” y, más concretamente, el de la “antropología” emancipada de la teología. Los herederos y nostálgicos de aquel andamiaje teológico no podían escuchar la noticia de Sartre más que con aires siniestros: precisamente porque el hombre carece de esencia —decían—, porque no es esto ni aquello, precisamente por eso puede hacerse de él cualquier cosa (“si Dios no existe, todo está permitido”). Y en este “puede hacerse de él cualquier cosa” no solamente está presente el optimismo ilustrado que confía en la educación y descree de la naturaleza (o sea, que piensa que el hombre no tiene naturaleza, sino educación), sino también el espíritu de quienes, en los regímenes totalitarios, han llevado a la práctica, de forma sistemática y programada, esta operación, es decir, han mostrado que, en efecto, puede hacerse del hombre cualquier cosa, cualquier depravación, cualquier humillación, cualquier mutilación, y que cualquier experimentación que pueda pensarse puede, efectivamente, llevarse a cabo de manera puntual y consumada, sin que ninguna presunta “esencia humana” oponga especial resistencia a esas prácticas. Y bien es cierto que el hecho de que pueda hacerse del hombre cualquier cosa no ha de ser necesariamente entendido en la dirección del envilecimiento o de la esclavización, sino que también puede interpretarse a partir de la posibilidad de completar al hombre, de añadirle, mediante la técnica, los elementos que le permitan superar su propia humanidad en lo que tiene de deficitaria, de limitada, de contingente, finita y mortal. Al mismo tiempo que se producía la sumisión de los hombres a las máquinas en las fábricas industriales de las grandes ciudades modernas, los artistas y los científicos de vanguardia soñaban con esos injertos o híbridos biotecnológicos que luego la cultura de masas promovió hasta la exaltación. La idea era, en este caso, que el hombre había sido “superado” por el desarrollo tecnológico, y que quien se aferrase a la “esencia humana” se estaría aferrando a un pasado históricamente caduco. La posición de Sartre estaba, pues, en algún lugar situado entre la defensa teológica de una “naturaleza humana” apoyada en un Dios creador (que, al revés de lo que sugiere la frase de Dostoievski, no había impedido que a lo largo de la historia hubiese estado permitido hacer con el hombre cualquier cosa) y la defensa “tecnológica” de que el hombre había sido históricamente superado. Para rechazar esos dos extremos, Sartre, como luego hará Hannah Arendt, impugna el concepto de “esencia” o de “naturaleza” humana, pero propone en cambio el de condición humana para expresar aquello que hay de universal en todo proyecto humano individual, por encima de toda diversidad cultural, de toda distancia espaciotemporal, de toda división social, de toda oposición política. Por condición humana entendía Sartre:

8 «el conjunto de los límites a priori que bosquejan la situación fundamental del hombre en el universo. Las situaciones históricas varían: el hombre puede nacer esclavo en una sociedad pagana, o señor feudal, o proletario. Lo que no varía es la necesidad para él de estar en el mundo, de estar allí en el trabajo, de estar allí en medio de los otros y de ser allí mortal. Los límites no son ni subjetivos ni objetivos, o más bien tienen una faz objetiva y una faz subjetiva. Objetivos, porque se encuentran en todo y son en todo reconocibles; subjetivos, porque son vividos y no son nada si el hombre no los vive, es decir, si no se determina libremente en su existencia por relación a ellos. Y si bien los proyectos pueden ser diversos, por lo menos ninguno puede permanecerme extraño, porque todos presentan en común una tentativa para franquear esos límites o para ampliarlos o para negarlos o para acomodarse a ellos. En consecuencia, todo proyecto, por más individual que sea, tiene un valor universal»2

Y la pregunta es: hoy, 70 años después de aquella conferencia de Sartre, ¿podemos seguir hablando de “condición humana”? No se trata ya solamente de que los studia humaniora estén aparentemente muy lejanos, se trata también de los embates que han sufrido tanto las ciencias como los derechos del hombre. Lévi-Strauss escribió, en 1962, que «el fin último de las ciencias humanas no es constituir al hombre, sino disolverlo»3. El “hombre” del humanismo, de la antropología filosófica y de la “condición humana” debía disolverse en la diversidad cultural de las sociedades humanas estudiadas por la etnología. Foucault anunció la muerte del hombre y el eclipse de las ciencias humanas en las últimas páginas de Las palabras y las cosas, en 1966. Y Althusser defendía el antihumanismo como caución metodológica contra la ideología del liberalismo “burgués” (o sea, el “antihumanismo teórico” se presentaba como la única manera de comprender el “antihumanismo práctico” que reinaba en el mundo económico), algo que parecía dejar completamente al descubierto cualquier defensa filosófica de los “Derechos del Hombre”. Si hace 70 años el término “naturaleza humana” ya resultaba pretencioso, sospechoso, caduco, ¿no habrá sucedido hoy lo mismo con la “condición humana” a la que apelaban Sartre y Hannah Arendt?

(La maleta de Portbou, nº 16, Marzo-Abril 2016)

2 3

El existencialismo es un humanismo, Barcelona, Edhasa, 2007. El pensamiento salvaje, FCE, Mexico, 1970, p. 357.

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.