Pensar el Psicoanálisis como una Teoría Inmanente de la Ética

Share Embed


Descripción

PENSAR EL PSICOANÁLISIS COMO UNA TEORÍA INMANENTE DE LA ÉTICA TOMÁS L’HUILLIER CHAPARRO SEPTIEMBRE, 2015.

Introducción. Como punto de partida nos gustaría tomar la invitación hecha por Lacan en su seminario sobre “La ética del psicoanálisis” (2009), de ver qué novedad aporta la obra de Freud en el contexto de la reflexión ética. Lacan no dudará en destacar la importancia de esto pues, para él, el psicoanálisis no sólo constituye propiamente una ética, sino que además es en este terreno, por sobre cualquier otro, donde mejor se podría lograr el triple objetivo de, primero, poner a prueba el sentido de sus categorías; segundo, responder por su lugar en nuestra época contemporánea; y tercero, dar cuenta del modo en que el analista debe responder a las demandas de sus pacientes1. El psicoanálisis así relativiza sus vínculos con el discurso médico y las terapias psicológicas, su antigua patria, para buscar refugio en el desértico y muchas veces hereje territorio de la filosofía moral. Circunscribiendo más precisamente el asunto, en este trabajo nos preguntaremos directamente qué relación existe entre el psicoanálisis y la reflexión ética. Para estos efectos, en primer lugar, expondremos un particular ángulo de comprensión para la cuestión del deseo en psicoanálisis, tributaria de los motivos nietzscheanos presentes en la obra de Freud; para luego, en segundo lugar, situar esta concepción del deseo en el contexto de la posición ética aislada por Deleuze en las obras de Nietzsche y Spinoza. Este modo de concebir el deseo es el “concepto trágico de deseo” (L’Huillier, 2015), y ese modo de concebir la ética es la “teoría inmanente de la ética” (Smith, 2007). En definitiva lo que nos proponemos acá es aceptar la invitación de Lacan a pensar el psicoanálisis en el terreno de la reflexión moral, para demostrar que nuestro concepto trágico de deseo constituye una teoría inmanente de la ética.

1

“Bajo el término ética del psicoanálisis se agrupa lo que nos permitirá, más que cualquier otro ámbito, poner a prueba las categorías a través de las cuales creo darles, en lo que enseño, el instrumento más adecuado para destacar qué aporta de nuevo la obra de Freud y la experiencia del psicoanálisis que de ella se desprende. ¿Algo nuevo acerca de qué? Acerca de algo que es a la vez muy general y muy particular. Muy general, en tanto la experiencia del psicoanálisis es altamente significativa de cierto momento del hombre, que es aquel en que vivimos, sin nunca poder situar, salvo raramente, qué significa la obra, la obra colectiva, en la que estamos inmersos. Muy particular, por otro lado, al igual que nuestro trabajo cotidiano, a saber, la manera que debemos responder, en nuestra experiencia, a lo que les enseñé a articular como una demanda, la demanda del enfermo a la cual nuestra respuesta da su exacta significación” (Lacan, 2009, p, 9-10).

I. Hacia un concepto trágico de deseo La idea de un concepto trágico de deseo hunde sus raíces en el pensamiento nietzscheano, y tiene por objetivo rescatar una arista a veces perdida en las interpretaciones del pensamiento de Freud. Esta arista tiene que ver con el motivo trágico de que la jovialidad y la fuerza se ponen a prueba en el enfrentamiento con una verdad dolorosa. Nietzsche introducirá esta idea en su Ensayo de Autocrítica para el Origen de la tragedia con las siguientes palabras: “¿Es el pesimismo, necesariamente, signo de declive, de ruina, de fracaso, de instintos fatigados y debilitados?... ¿Existe un pesimismo de la fortaleza? ¿Una predilección intelectual por las cosas duras, horrendas, malvadas, problemáticas de la existencia, predilección nacida de un bienestar, de una salud desbordante, de una plenitud de la existencia? ¿Se da tal vez un sufrimiento causado por esa misma sobreplenitud? ¿Una tentadora valentía de la más aguda de las miradas, valentía que anhela lo terrible, por considerarlo el enemigo, el digno enemigo en el que poder poner a prueba su fuerza?, ¿en el que ella quiere aprender qué es «el sentir miedo»?” (2004, p. 26).

¿No es acaso esto mismo lo que decía Freud cuando situó el problema de la neurosis en el terreno de la represión, e hizo de su tratamiento el trabajo de hacer consciente lo inconsciente? ¿No buscaba decir a su manera que la verdad, por dolorosa que sea, es capaz de hacernos más saludables? Nietzsche dirá más adelante lo siguiente: “¿De dónde vendría entonces la tragedia? ¿Quizás de la alegría, de la salud exuberante, del exceso de vitalidad?... ¿Hay quizás… una neurosis de salud…? (…) ¿Y si los griegos, precisamente en el esplendor de su juventud hubiesen tenido la necesidad de lo trágico y hubiesen sido pesimistas…? ¿Y si por otra parte y por el contrario, los griegos, en la época misma de su disolución y de su decadencia, se hubiesen hecho cada vez más optimistas, más superficiales, más comediantes y también más apasionados por la lógica, más ardientes en concebir la vida lógicamente…?” (2007, p. 33) 2.

De estos fragmentos de texto podemos concluir a grandes rasgos que según Nietzsche la tragedia es para los griegos una necesidad motivada por su salud –más

2

Si bien anteriormente se citó la traducción de Andrés Sánchez Pascual, acá por motivos de interpretación optamos por seguir la de Eduardo Ovejero Mauri.

exactamente por su neurosis de salud–. Este llamado pesimismo de la fortaleza, que consiste en desear enfrentarse a una verdad terrible, sería para Nietzsche entonces un indicador de alegría y exceso de vitalidad. Por otra parte el optimismo y la concepción lógica de la vida, serían para él señal de decadencia. Una manera de ejemplificar esto es a través de la crítica nietzscheana a la concepción metafísica de la muerte (Csejtei y Juhasz, 2001). Esta última, a nuestro juicio, consiste en un particular modo de culto en que a la vez que se erige a la muerte en la máxima obsesión, se la interpreta desde la negatividad, o en otras palabras se la niega. La negación de la muerte, señal de un optimismo decadente, tiene su contrapartida lógica más pura en la negación abstracta planteada por Hegel en la Fenomenología del espíritu, que define como una negación que “supera de tal modo que mantiene y conserva lo superado, sobreviviendo con ello a su llegar a ser superada” (2007, p. 117). Según esta fórmula se podría decir que la vida negada por la muerte es superada de tal modo que se mantiene y se conserva, sobreviviendo con ella a pesar de su superación. La muerte así entendida es capaz de abrir entonces a otra vida, más verdadera, que es la superación misma de la vida. Esto, según Nietzsche, se refleja en el hecho de que para nuestra cultura la vida como preocupación ha sido relegada a un lugar periférico a través de la operación de remitir el problema de su significado último a “otro mundo”, emparentado con la muerte, pero que no afirma la muerte, sino que más bien hace de ella “otra vida”, más verdadera, y que se plantea como sostén de los valores con que se juzga la existencia. De este modo entonces, se concibe la muerte como el valor mismo de la vida. Por un lado, este modo particular de interpretación lo ejemplifica Platón cuando muestra a Sócrates morir por amor a una verdad que, ajena a la vida sensible y cambiante, nos remite a un mundo ideal para el cual estar vivos aquí en una existencia corpórea, sólo sirve de obstáculo a la rememoración. Es así por lo demás como se entiende que Sócrates haya dicho que los que se dedican a la filosofía practican el estar muertos (Platón, 1982). Por otro lado, cuando Pablo reinterpretó la muerte de Jesús desde la óptica de una contradicción entre la vida terrena y el más allá, falsificó no sólo el sentido de su muerte, sino también el de su vida, y preparó el terreno para pensar en la muerte no ya como fin inmanente capaz de justificar una vida ejemplar, sino como

transición y camino a la trascendencia (Nietzsche, 2008). En conclusión, desde esta metafísica, la muerte niega y supera la vida sin ser ella misma afirmada, pues no es otra cosa que una conservación de la vida bajo una nueva figura. Así, los valores decadentes de nuestra cultura niegan la muerte y con ello niegan la vida, cuestión que a Nietzsche le parecerá imperdonable.3 Que hayamos elegido como ejemplo la crítica que dirige Nietzsche a cierto modo de concebir la muerte no es una decisión trivial, ya que nos remite directamente al corazón del problema freudiano que nos interesa. Como es sabido, Freud sostuvo explícitamente que “la angustia de muerte debe concebirse como un análogo de la angustia de castración” (1926 [1925], p.123). Para él esto tiene directa relación con el hecho de que la muerte constituye un límite para nuestra experiencia, ya que no es posible que se inscriba una huella mnémica de la vivencia de la aniquilación propia sin que a su vez sea aniquilado el aparato psíquico donde se inscribe esa huella. Dado lo anterior, sólo podemos hacernos una idea de la muerte a partir de las experiencias de pérdida o resignación de los objetos que hemos investido libidinalmente, cuestión que en este contexto Freud asimila a la idea de “castración”4. Se podría objetar, por supuesto, que es más complicado que esto, ya que como también es sabido Freud desarrolla la idea de un “complejo de castración” que tiene directa relación con tener o no tener pene, y que eso determinaría lo que se pone en juego cuando se trata de una pérdida. Pero respondiendo a esta objeción ofrecemos la siguiente conjetura: en todos los casos lo que está en juego es la posibilidad de una pérdida que para 3

Nos podríamos preguntar de todos modos si existirá una manera de concebir la muerte como “otra vida”, sin que eso implicara una negación de la vida inmanente. No podemos dejar de pensar acá en la significación más general que ha tenido la muerte en la amplia variedad de tradiciones espirituales y religiosas a lo largo de la historia (Eliade, 1998). Pensamos acá por ejemplo en entender la muerte como experiencia iniciática capaz de llevar a un segundo nacimiento, como muerte del ego, como experiencia del ser como posibilidad o en cierto sentido como enfrentamiento con la castración. Todos estos modos no implican necesariamente una negación de la vida. 4 “…en lo inconciente no hay nada que pueda dar contenido a nuestro concepto de la aniquilación de la vida. La castración se vuelve por así decir representable por medio de la experiencia cotidiana de la separación respecto del contenido de los intestinos y la pérdida del pecho materno vivenciada a raíz del destete;' empero, nunca se ha experimentado nada semejante a la muerte, o bien, como es el caso del desmayo, no ha dejado tras sí ninguna huella registrable. Por eso me atengo a la conjetura de que la angustia de muerte debe concebirse como un análogo de la angustia de castración, y que la situación frente a la cual el yo reacciona es la de ser abandonado por el superyó protector —los poderes del destino—, con lo que expiraría ese su seguro para todos los peligros” (Freud, 1926[1925], p. 123).

cada sujeto estaría articulada de las maneras más variadas y con la puesta en relación, en medida diversa, de los elementos más heterogéneos (piénsese acá en pérdida de objetos parciales, pérdida de objetos amados, pérdida de amores de objeto, pérdida de amor del superyó, pérdida del yo, pérdida del pene, pérdida de la fantasía de recuperar el pene, etc…). En este contexto entonces hablaremos de “castración” para referirnos en general a la experiencia de esta pérdida, y es así como entenderemos la idea de que la actitud de un sujeto ante la muerte se construya por analogía a su actitud con respecto a la castración. En otras palabras, y a modo de conclusión, lo que sostenemos acá es que en el terreno antropológico castración y muerte son equivalentes, y entonces el modo en que nos relacionamos con la muerte es equiparable al modo en que nos relacionamos con la castración. En este sentido entonces podríamos decir que la crítica nietzscheana a la manera en que se ha concebido la muerte sirve también como una crítica de la manera en que el hombre ha llegado a posicionarse ante el problema de la castración: solucionándola con recurso a la trascendencia, o en términos psicoanalíticos, a la fantasía5. Ahora notemos lo siguiente: la muerte y la castración, cuando se las puede prever, producen angustia. ¿Qué quiere decir esto? La angustia para Freud (1926[1925] y 1933[1932]) es una reacción del yo ante una situación de peligro, cuyo origen puede ser externo, como sería en la angustia realista, o interno, como sería en la angustia neurótica. Este último peligro es el más interesante para nuestros efectos: todo en las neurosis girará en torno a él puesto que es la angustia ante un peligro interno aquello que mueve a reprimir, y es producto de la represión que habrá síntomas neuróticos. La pregunta que nos hacemos acá entonces es la misma que se hizo Freud: “¿De qué se tiene miedo en la angustia neurótica?” (1933[1932], p. 76). No quedará duda al respecto: el neurótico teme a las exigencias pulsionales que despiertan en él mociones de deseo que preferiría ignorar, ya que de ser realizadas le significarían un enfrentamiento con la castración. Lacan retrata la situación de manera excepcional cuando dice que “lo que el análisis articula es que, en el fondo, es más cómodo padecer la interdicción que exponerse a la castración” (2009, p. 365).

5

Más adelante, posterior al estudio de la naturaleza psíquica del desear, exploraremos la significación más exacta de la fantasía en la economía psíquica del neurótico.

En cierto sentido el neurótico prefiere padecer resentidamente de tener que reprimir antes que estar dispuesto a tomar una posición propia con relación a su deseo; y como se sabe, según las célebres tesis de Freud, esta preferencia nunca es del todo lograda, ya que la pulsión se satisface de todas maneras a través de los síntomas de la neurosis. Es en este sentido que entendemos, a grandes rasgos, la formulación freudiana de que “los síntomas son la práctica sexual de los enfermos” (1905, p. 148). Volviendo ahora a lo que nos convoca, ¿no se podría decir entonces que si la angustia nos lleva a reprimir, es porque padecemos de una cierta debilidad? Bien podemos imaginar el caso de que un sujeto reconozca ese deseo como propio, pero que prefiera resignarlo por poco conducente y se procure entonces, sin mucho reparo, otra vía de satisfacción. Aunque esto no parece en principio imposible de imaginar, de todas maneras no parece ser lo más común. Usualmente el neurótico opta por no enfrentarse a esa dolorosa verdad, y en eso consiste su ausencia de salud. Observemos ahora los hechos desde su reverso: ¿no sería acaso una señal de fortaleza, en sentido nietzscheano, ir, a pesar del dolor, en busca de esa verdad que ha sido reprimida? Pues bien, eso es exactamente lo que Freud concibe como lo propio de un tratamiento psicoanalítico, ya que este no se trata de otra cosa que de la operación de movilizar a un sujeto a que sepa algo sobre lo que en principio preferiría no saber. Hasta el final de su obra Freud sostuvo la práctica del psicoanálisis en la premisa de que el neurótico deviene enfermo producto de que reprime mociones pulsionales inconciliables, y que el tratamiento consiste en ayudarlo a reclamar posesión de las jurisdicciones así perdidas de la vida anímica (1940[1938]). Según nuestra opinión esto no se trata sin embargo de un asunto puramente intelectual o cognoscitivo, y en ese sentido no es algo del orden de la concepción lógica de la vida que Nietzsche criticó junto al optimismo decadente. De lo que el neurótico se sustraería no es sólo de un conocimiento de sí, sino que más bien de una experiencia, y esta experiencia es la de enfrentarse con la castración. En esta dirección, y sin forzar mucho las categorías, se podría concebir el tratamiento psicoanalítico como un dispositivo de reconocimiento del deseo inconsciente que involucra generar las condiciones para hacer posible que el sujeto experimente algo del orden de la castración. ¿Pero cuál sería concretamente el propósito

de esta empresa? ¿Cómo nos representamos el lugar al que se dirige una cura? Nada de esto tendría mucho sentido si de lo que se tratara en el enfrentamiento con la castración fuera únicamente de una pérdida. Entonces la pregunta: ¿qué se gana con todo este esfuerzo? Una atención minuciosa al modo en que Freud concibe la naturaleza psíquica del desear será capaz de proporcionarnos una respuesta. Freud en la “Interpretación de los sueños” (1900), luego de un largo rodeo argumentativo, llegó a la doble conclusión de que tanto los sueños como los síntomas son actos psíquicos de pleno derecho, y que “solamente un deseo puede impulsar a trabajar a nuestro aparato anímico” (p. 559). En otras palabras tanto a través de los sueños como a través de los síntomas neuróticos se cumple un deseo, a pesar de que el sujeto no quiera saber nada al respecto y por lo tanto este deseo le sea irreconocible producto del trabajo de la represión. En este contexto la pregunta que nos hacemos entonces es qué significa desear. Para construir una respuesta Freud comenzará del siguiente modo: “…el aparato (psíquico) obedeció primero al afán de mantenerse en lo posible exento de estímulos, y por eso su primera construcción adoptó el esquema del aparato reflejo que le permitía descargar enseguida, por vías motrices, una excitación sensible que le llegaba desde fuera” (p. 557). Pero este esquema simple es abandonado gradualmente a medida que el aparato se desarrolla y adquiere un funcionamiento más complejo, producto de la complicada función de buscar un decurso adecuado a las exigencias del organismo. Como dirá Freud: “el apremio de la vida perturba esta simple función”, la del aparato reflejo, y a continuación dirá lo siguiente: “El apremio de la vida lo asedia (al aparato psíquico) primero en la forma de las grandes necesidades corporales” (p. 557). Estas grandes necesidades corporales serán conocidas más tarde como pulsiones (1905), y su carácter apremiante consiste en el hecho de que una simple descarga en la motilidad no producirá la cancelación de la excitación que ellas producen dado que se imponen desde dentro del organismo, de manera constante, y su cancelación exige ciertas condiciones específicas. A propósito de esto, y agregando ya nuevos elementos, Freud dirá: “Sólo puede sobrevenir un cambio cuando por algún camino (en el caso del niño, por el cuidado ajeno), se hace la experiencia de la vivencia de satisfacción que cancela el estímulo interno. Un

componente esencial de esta vivencia es la aparición de una cierta percepción cuya imagen mnémica queda, de ahí en adelante, asociada a la huella que dejó en la memoria la excitación producida por la necesidad. La próxima vez que esta última sobrevenga, merced al enlace así establecido se suscitará una moción psíquica que querrá investir de nuevo la imagen mnémica de aquella percepción y producir otra vez la percepción misma, vale decir, en verdad restablecer la situación de satisfacción primera. Una moción de esa índole es lo que llamamos deseo; la reaparición de la percepción es el cumplimiento de deseo, y el camino más corto para este es el que lleva desde la excitación producida por la necesidad hasta la investidura plena de la percepción. Nada nos impide suponer un estado primitivo del aparato psíquico en que ese camino se transitaba realmente de esa manera, y por lo tanto el desear terminaba en un alucinar” (p.557-558).

De lo anterior nos parece importante destacar que la vivencia particular de la satisfacción de una pulsión involucra ciertas percepciones que quedan registradas al modo de una “imagen mnémica”, pero que esa “imagen mnémica” no es lo mismo que una “huella mnémica”. La huella es más bien la marca que deja tras de sí, en el aparato psíquico, la excitación producida por la necesidad. La vivencia de satisfacción, que consiste por su parte en la disminución de esa excitación, no dejará huella6, pero sí dejará las imágenes mnémicas de lo que se percibió al sobrevenir la satisfacción. Es por esto que la próxima vez que reemerja la necesidad, la excitación recorrerá la misma huella que había dejado, motivándose así una “moción psíquica” que querrá simultáneamente reinvestir la “imagen mnémica” que dejó de esta vivencia de satisfacción, y generar las condiciones para revivir esa experiencia. Esta “moción psíquica” es lo que Freud llamará deseo, y consiste en la aspiración a reproducir la vivencia de la satisfacción pulsional por los caminos conocidos. Pero además Freud sostiene, al final del fragmento recién citado, que un funcionamiento primitivo del aparato llevaba a que el “cumplimiento del deseo” ocurriera por vía alucinatoria: el desear terminaba en un alucinar. Sin embargo no quedará fijado por siempre a este modo de funcionamiento, correlativo por lo demás a un aparato de esquema reflejo. Como agregará a continuación:

6

Y entonces no es aventurado pensar que entre lo que excita y lo que place existe una diferencia fundamental: lo que excita/tensiona deja huella, lo que place no. En lo que excita entonces encontramos una fijeza que no encontraremos a nivel de lo que es capaz de disminuir la excitación psíquica y que da paso a la satisfacción.

“Una amarga experiencia vital tiene que haber modificado esta primitiva actividad de pensamiento en otra, secundaria, más acorde a fines {más adecuada}. Es que el establecimiento de la identidad perceptiva por la corta vía regrediente en el interior del aparato no tiene, en otro lugar, la misma consecuencia que se asocia con la investidura de esa percepción desde afuera. La satisfacción no sobreviene, la necesidad perdura… Para conseguir un empleo de la fuerza psíquica más acorde a fines, se hace necesario detener la regresión completa de suerte que no vaya más allá de la imagen mnémica y desde esta pueda buscar otro camino que lleve, en definitiva, a establecer desde el mundo exterior la identidad [perceptiva] deseada” (p. 558).

Este proceso recién descrito quiere decir que el aparato psíquico, naturalmente, por obra de su experiencia vital y su desarrollo, logrará un modo de uso de la fuerza psíquica más acorde a fines. En otras palabras el aparato psíquico rectificaría, por obra de su desarrollo inmanente, el modo en que desea y en que se conduce hacia un cumplimiento de deseo. Y como lo que busca el deseo es el establecimiento de una identidad perceptiva con la imagen mnémica de la vivencia de satisfacción, en cierto sentido entonces podríamos decir que la fuerza psíquica de la que habla Freud es correlativa del esfuerzo del aparato psíquico por lograr esta vivencia. Algunos años más adelante Freud le atribuirá este esforzar (Drang) a la pulsión (1915), cuestión que nos lleva a pensar que, por una parte, la fuerza psíquica que pone en movimiento el deseo es de origen pulsional, y por otra parte, que el deseo se distingue de la pulsión ya que este es más bien el modo en que el aparato psíquico se representa el camino que llevaría a la satisfacción. Insistiendo en lo anterior nos parece que, según Freud, el aparato psíquico de modo por entero natural, empujado por la pulsión, procederá a rectificar las vías del deseo: cancelando la regresión, encaminará sus esfuerzos para reproducir la vivencia de satisfacción pulsional por nuevos caminos, menos conocidos, y más acorde a fines. Este nuevo camino, dirá a continuación, está a cargo de un “sistema que gobierna la motilidad voluntaria, vale decir, que tiene a su exclusivo cargo el empleo de la motilidad para fines recordados de antemano” (1900, p. 558). Estos fines son siempre la reproducción de una vivencia de satisfacción, y lo que se recuerda de antemano son los viejos caminos registrados en las imágenes mnémicas asociadas a la huella que dejó la excitación. Este camino, que comienza en una huella mnémica, desemboca en una compleja actividad psíquica que Freud llamará “pensar”, y que su función es buscar, mediante un rodeo, el

cumplimiento del deseo con miras a encontrar la satisfacción. El “pensar” en este sentido también arranca de una pulsión, y tiene por objetivo la articulación no alucinatoria de la actividad deseante. Esta última distinción es de una importancia fundamental para el tratamiento de las neurosis ya que, por un lado, Freud sostendrá que toda la producción sintomática involucra el mecanismo regrediente y alucinatorio de cumplimiento de deseo, y por otro lado, que esta regresión en el caso de las neurosis es producida por la censura psíquica de mociones de deseo inconciliables. Podemos concluir entonces que la censura psíquica impide al aparato psíquico “pensar” en el sentido recién indicado, y asimismo lo empuja de vuelta al “alucinar”. El proceso de desarrollo desde recién descrito Freud lo abordará algunos años después, en Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico (1911), como el paso del principio de placer al principio de realidad. En este texto sin embargo agregará un nuevo elemento que para nuestros efectos reviste de suma importancia: “Al establecerse el principio de realidad, una clase de actividad del pensar se escindió; ella se mantuvo apartada del examen de realidad y permaneció sometida únicamente al principio de placer. Es el fantasear…” (p. 227). Este fantasear, según Freud, abandona el apuntalamiento en objetos reales, y a través de él entonces se perpetúa la primitiva vía alucinatoria del cumplimiento de deseo. Unos años después en “Introducción del narcisismo” Freud dirá lo siguiente: “También el histérico y el neurótico obsesivo han resignado el vínculo con la realidad. Pero el análisis muestra que en modo alguno han cancelado el vínculo erótico con personas y cosas. Aún lo conservan en la fantasía; vale decir han sustituido los objetos reales por objetos imaginarios de su recuerdo o los han mezclado con estos, por un lado; y por otro lado, han renunciado a emprender las acciones motrices que les permitirían conseguir sus fines en esos objetos” (1914, p. 72). Estos nuevos desarrollos, puestos en relación con lo que veníamos discutiendo recién, cobran una tremenda significatividad. Como habíamos dicho, el trabajo del pensar, que sustituye el cumplimiento alucinatorio del deseo, está emparentado con el sistema psíquico que gobierna la motilidad voluntaria; pero acá, como Freud apunta en el fragmento recién citado, de lo que se trata en las neurosis es también de una renuncia a las acciones motrices capaces de llevar al cumplimiento del deseo, que

va de la mano con una conservación del vínculo erótico con los objetos en la fantasía. El neurótico, producto de la censura psíquica, en lugar de pensar, cuestión que lo llevaría por tanteos al cumplimiento de sus mociones de deseo, prefiere fantasear, que es el tipo de actividad psíquica a través de la cual sobrevive la vía regrediente infantil de la satisfacción alucinatoria, una vez desarrollado el aparato psíquico, y que está asociada a un funcionamiento motriz involuntario. Dicho de otro modo, el neurótico prefiere no tomar una posición de responsabilidad con respecto a su deseo y así los síntomas lo empujan a acciones que escapan en gran medida a su control voluntario. Es así como nos representamos el hecho de que la pulsión procure su satisfacción a través de los síntomas. Abordando ahora otra arista del asunto, es importante recordar que el cumplimiento de deseo, ya sea a través del pensar o de la fantasía, puede no conseguir el objetivo de reproducir la satisfacción, y es de hecho esto mismo lo que lleva al aparato psíquico a hacer este rodeo que procede por tentativas. Además, este rodeo es el modo mismo en que se desenvuelve la actividad deseante luego del desarrollo del aparato psíquico, razón por la cual sostenemos que en última instancia la naturaleza psíquica del desear es de hecho hacer este rodeo, y es la censura psíquica la que lo impide. Esto tiene estricta relación con la pregunta que motivó nuestro análisis de la naturaleza psíquica del desear. Habíamos planteado más arriba el asunto en términos del enfrentamiento con una verdad dolorosa y que en el caso de las neurosis estaría emparentado con el enfrentamiento con la castración. Notemos ahora que es justamente en torno de la castración que se articula la censura psíquica, esto por supuesto todavía amerita una justificación. Ahora, antes de eso retomemos primero nuestra pregunta principal: ¿qué tiene para ganar un sujeto que hace la experiencia de enfrentarse con la castración? Nuestra respuesta es la siguiente: la posibilidad de acceder a una satisfacción más acorde a fines. ¿Pero qué significaría desde estas categorías el que fuera más acorde a fines? Acá encontramos finalmente el asunto que nos llevará a confirmar que el psicoanálisis tiene algo que ver con la ética. Freud en “El malestar en la cultura” (1930[1929]) presentará todo el asunto de la siguiente manera: “el ser humano se vuelve neurótico porque no puede soportar la medida

de frustración que la sociedad le impone en aras de sus ideales culturales, y de ahí se concluyó que suprimir esas exigencias o disminuirlas en mucho significaría un regreso a posibilidades de dicha” (p. 86). Esto nos lleva a la siguiente conjetura: si el ser humano tiende naturalmente a desarrollar su actividad deseante por el rodeo del principio de realidad, será por razón de un cierto tipo de devenir cultural que esta tendencia será contrarrestada y el rodeo se verá interrumpido. Y es que la “amenaza de castración”, en este registro coincide con la demanda cultural de renunciar a la satisfacción, y si esto ocurre así es porque en algún punto la moción de deseo animada por la excitación pulsional resulta inconciliable con los ideales morales de la cultura y sus instituciones, como lo es por ejemplo la sagrada familia que tiene por encargo capturar el deseo en las coordenadas del Edipo. Es por este motivo entonces que el neurótico prefiere reprimir o padecer de la interdicción, empujándola así a un modo regrediente de cumplimiento de deseo que tendrá por efecto la producción de síntomas neuróticos; y es a través de estos síntomas que la pulsión procurará su satisfacción, pero lo hará de un modo tan empantanado, por ser políticamente correcto, y a un costo psíquico tan alto, que sin muchas dificultades y con bastante frecuencia no tendrá mejor resultado que el fracaso y la frustración. De lo anterior se desprende entonces, según nuestra apreciación, que el bien al que se apunta con el trabajo de ayudar a un neurótico a ganar terreno sobre sus pensamientos inconscientes, exponiéndose así a la castración, es a que encuentre un modo de satisfacerse más independiente de las exigencias frustrantes de la cultura, de la familia, y de las otras instituciones representantes de la transmisión cultural. El enfrentamiento con la castración debiera devolver a un sujeto la capacidad de satisfacerse, y esto se persigue a través de moverlo a hacer de la fantasía un proceso de pensamiento. Puesto en otros términos, se trata del trabajo de liberar las fuerzas del deseo de su estancamiento en la fantasía, producto de la manera en que nuestra cultura se emplaza en la producción deseante para dirigirla contra sí misma. Este proceso demanda sin embargo un tremendo trabajo por parte del sujeto, puesto que para lograrlo deberá luchar contra su propia resistencia. Y es acá donde vemos otro gran motivo nietzscheano en la obra de Freud, y es el modo en que Nietzsche concibe la moralidad y la felicidad. En al Anticristo (2008) Nietzsche dirá: “¿Qué

es bueno? Todo lo que eleva el sentimiento del poder, la voluntad de poder, el poder mismo del hombre. ¿Qué es malo? Todo lo que procede de la debilidad. ¿Qué es la felicidad? El sentimiento de que el poder crece, de que una resistencia ha sido superada” (p. 32). Dicho esto último, hemos reunido los materiales suficientes para exponer de qué manera podría concebirse el psicoanálisis como una ética.

III. El psicoanálisis como una teoría inmanente de la ética Deleuze a lo largo de su obra y particularmente a propósito de su abordaje del pensamiento de Nietzsche y Spinoza, irá construyendo un modo particular de concebir la ética que servirá como herramienta de oposición y de crítica a la moral (Deleuze, 2001). Para él, la moralidad será un conjunto de reglas constrictivas que consisten en juzgar las acciones y las intenciones relacionándolas con valores trascendentes o universales. Por el contrario, llamará ética al conjunto de reglas facultativas que evalúan lo que hacemos, decimos y pensamos de acuerdo a modos inmanentes de existencia (Smith, 2007). Como dirá él mismo a propósito de su estudio de Spinoza, “la Ética, es decir, una tipología de los modos inmanentes de existencia, reemplaza la Moral, que refiere siempre la existencia a valores trascendentes… Sustituye la oposición de los valores (Bien-Mal) por la diferencia cualitativa de los modos de existencia (bueno-malo)” (Deleuze, 2001, p. 34). Esta idea Deleuze ya la habría desarrollado con anterioridad en su abordaje de la crítica nietzscheana de los valores, pues como dirá en Nietzsche y la filosofía: “El problema crítico es el valor de los valores, la valoración de la que procede su valor… Las valoraciones, referidas a su elemento, no son valores, sino maneras de ser, modos de existencia de los que juzgan y valoran…” (Deleuze, 2002, p. 8). La cuestión para Deleuze se trata entonces de que hay cosas que no se pueden sentir, hacer, pensar o decir, valores que no se pueden sostener, excepto bajo la condición de ser débil o esclavo, a menos que se guarde un deseo de venganza o un resentimiento contra la vida, a menos que uno sea preso de pasiones tristes. Pero por otro lado, existen modos de sentir, hacer, pensar o decir, que no serían posibles excepto bajo la condición de

ser fuerte, noble o libre, a menos que se afirme la vida, y en ella uno se atenga a pasiones alegres y fuerzas activas (Deleuze, 2001; Deleuze, 2002; y Smith 2007). Para ejemplificar esto y luego relacionarlo con nuestra concepción del deseo en Freud, remitamos a la lectura que hace Deleuze de Spinoza (2001), en un capítulo que titula justamente “Sobre la diferencia entre la ética y la moral”. Siguiendo el desarrollo ahí expuesto, en primer lugar, lo que Deleuze aísla en la obra de Spinoza es una crítica de la consciencia en favor de la identidad entre cuerpo y pensamiento. La unidad del cuerpo y el pensamiento exceden la consciencia que se tiene de ellos, puesto que esta última no puede hacer más que recoger sus efectos, siendo así ignorante de las causas. Como dirá Deleuze esto constituye “un descubrimiento del inconsciente, de un inconsciente del pensamiento, no menos profundo que lo desconocido del cuerpo” (Deleuze, 2001, p. 29). El inconciente así entendido sería la sede de las causas, y la consciencia la sede de los efectos. Para Spinoza entonces las condiciones bajo las que habitualmente conocemos y somos conscientes de nosotros mismos nos conducen a ideas inadecuadas acerca de nuestra naturaleza. En segundo lugar, Deleuze aísla en Spinoza una crítica al Bien y el Mal como valores trascendentes, en beneficio de su idea de lo bueno y lo malo. Para Spinoza lo bueno es aquello que compone con nuestro cuerpo o nuestro pensamiento, lo que aumenta su potencia; por otra parte, lo malo es aquello que descompone nuestro cuerpo o nuestro pensamiento, haciéndolo más débil. Bueno y malo son así términos relativos que cobran su valor en el modo en que nuestro encuentro con otros cuerpos o pensamientos convienen con nuestra naturaleza. Deleuze agregará que esto redunda en una determinada tipología de los modos de existencia del hombre: “Se llamará bueno (o libre o razonable o fuerte) a quien, en lo que esté en su mano, se esfuerce en organizar los encuentros, unirse a lo que convienen a su naturaleza, componer su relación con relaciones combinables y, de este modo, aumentar su potencia… Se llamará malo, o esclavo, débil, o insensato, a quien se lance a la ruleta de los encuentros conformándose con sufrir los efectos, sin que esto acalle sus quejas o acusaciones cada vez que el efecto sufrido se muestre contrario y le revele su propia impotencia” (Deleuze, 2001, p. 33-34).

Y en último lugar, Deleuze aísla en la obra de Spinoza una crítica de las pasiones tristes en favor de la alegría. Las pasiones en general siempre dicen relación con un efecto que tienen sobre la potencia de acción. Las pasiones tristes son justamente las que sobrevienen en un encuentro que descompone con la naturaleza propia, así disminuyendo o impidiendo nuestra potencia de actuar. Por otro lado, las pasiones alegres sobrevienen en los encuentros que convienen a la naturaleza propia y que tienen por efecto aumentar la potencia de actuar. Pero el hombre según Spinoza no sólo se afecta de pasiones, sino que también lo hace de acciones, y una pasión alegre sigue manteniéndonos a distancia de nuestro poder de acción. Ahora bien aunque la alegría sea en primer lugar pasiva, “no por ello esta potencia de acción deja de crecer en proporción, y así nos aproximamos al punto de conversión, al punto de transmutación que nos hará dignos de la acción, poseedores de las alegrías activas” (p. 39). A modo de conclusión Deleuze dirá lo siguiente: “Todo el camino de la ética se hace en la inmanencia; pero la inmanencia es el inconsciente mismo y la conquista del inconsciente” (p. 40). Con esto último entonces procedemos a preguntarnos lo siguiente: ¿qué lugar ocuparía el psicoanálisis entendido desde la concepción trágica de deseo en el terreno de la ética? En primer lugar, vemos que el psicoanálisis también involucra una desvalorización de la consciencia en beneficio del cuerpo y el pensamiento. Este cuerpo es representado por lo que Freud concibe como pulsión, y estos pensamientos son los que se pondrán en movimiento para articular la actividad deseante. En relación a esto se podría decir que el trabajo psicoanalítico consiste en una profundización del conocimiento de las potencias del cuerpo y de los pensamientos inconscientes de modo tal que se pueda aspirar a una rectificación de las vías del deseo. En segundo lugar, también vemos que se propone desde el psicoanálisis una crítica de las nociones trascendentes de Bien y Mal en beneficio de la diferencia inmanente entre lo bueno y lo malo. Esto es así ya que no es posible desde un trabajo genuinamente psicoanalítico anticipar o prescribir leyes capaces de conducir a la salud a que se aspira. Hacer esto sería reintroducir valores trascendentes que están más del lado de la moral cultural que de las posibilidades de dicha de un sujeto. Por su parte entonces lo bueno y lo malo dependerán exclusivamente de lo que se descubra por vía de

una profundización en el inconciente de un sujeto; y el conocimiento adquirido con respecto a lo que compone y a lo que descompone con su naturaleza pertenecerá a un orden de sabiduría imposible de generalizar sin reintroducir de ese modo un nuevo orden de trascendencia. De este modo, el analista debe limitarse únicamente a reconocer las mociones de deseo que en principio la cultura demandaría no reconocer, permitiendo así en el contexto de la sesión analítica una mayor profundización y el despliegue de la actividad deseante. En tercer lugar, también vemos que el psicoanálisis ofrece una crítica de las pasiones tristes en favor de la alegría, entendidas acá como el padecimiento y la dicha. El primero sería el padecimiento de la interdicción y que tiene como consecuencia la formación de los síntomas neuróticos que conllevan frustración, y la segunda sería la dicha de alcanzar el estado al que se aspira a través de encaminar el deseo hacia la actividad del pensar, que no es sino la tendencia inmanente que fue contrarrestada por obra del peso de la moral cultural. ¿Pero cuál es el elemento diferencial en torno al cual se organiza todo lo anterior? ¿Nos ofrece el psicoanálisis reglas facultativas para evaluar de acuerdo a modos inmanentes de existencia? Nuestra respuesta es afirmativa. El psicoanálisis también ofrece una tipología general de los modos inmanentes de existencia, y la práctica del psicoanálisis no podrá sino girar en torno a ellos. Siguiendo el modo en que Nietzsche expuso los principios de su ética nos preguntamos entonces: ¿Qué es bueno? Todo lo que procede de un enfrentamiento con la castración y aumenta así la potencia del deseo. ¿Qué es malo? Todo lo que supone un padecimiento de la interdicción y se funda por tanto en la debilidad. ¿Qué es la felicidad? El sentimiento de que la fuerza del deseo crece, de que son superadas las resistencias que impedían su libre decurso en la actividad del pensar y en el tanteo por encontrar la satisfacción que anima el movimiento vital. En este sentido y a su manera, el pensamiento de Freud también constituye, en continuidad con el pensamiento spinoziano y nietzscheano, una teoría inmanente de la ética, que podríamos llamar una “Ética del deseo”.

Bibliografía Csejtei, D. y Juhasz, A. (2001). Sobre la concepción de la muerte en la filosofía de Nietzsche. Daimon. Revista de Filosofía. N° 23, p. 77-94. Deleuze, G. (2001). Spinoza: filosofía práctica. Tusquets Editores: Barcelona. Deleuze, G. (2002). Nietzsche y la filosofía. Anagrama: Barcelona. Eliade, M. (1998). Lo sagrado y lo profano. Paidós: Barcelona. Freud, S. (1992). Obras Completas. Amorrortu Editores: Buenos aires.         

(1900) La Interpretación de los sueños. (1905) Tres ensayos de teoría sexual. (1911) Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico. (1914) Introducción del narcisismo. (1915) Pulsiones y destinos de pulsión. (1926[1925]) Inhibición, síntoma y angustia. (1930[1929]) El malestar en la cultura. (1933[1932]) Angustia y vida pulsional. (1940[1938]) Esquema de psicoanálisis.

Hegel, G.F.W. (2007). La fenomenología del espíritu. Fondo de Cultura Económica: México D.F. Lacan, J. (2009). El seminario de Jaques Lacan: Libro 7: La ética del psicoanálisis. Paidós: Buenos Aires. L’Huillier, T. (2015). Epílogo: Materiales para un concepto trágico de deseo. En Freud, S. (2015). La transitoriedad. Murtilla Editores: Santiago Nietzsche, F. (2004) El nacimiento de la tragedia. Alianza: Madrid. Nietzsche, F. (2007) El origen de la tragedia. Espasa-Calpe: Madrid. Nietzsche, F. (2008). El anticristo. Alianza: Madrid. Platón. (1982). El banquete. Fedón. Editorial Planeta: Barcelona. Smith. (2007). Deleuze and the question of Desire: Toward an immanent theory of ethics. Parrhesia, N° 2, p. 66-78.

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.