Pascal Sévérac. La posición del maestro: enseñar, entontecer, emancipar

July 3, 2017 | Autor: U. Colombia | Categoría: Critical Pedagogy, Maestro Ignorante
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Descripción

La posición del maestro: enseñar, entontecer, emancipar Autor: Pascal Sévérac Fuente: «La position du maître: enseigner, abrutir, émanciper». Rue Descartes, No. 71, 2011/1, p. 102-108. ISSN 1144-0821. Collège international de Philosophie. URL original:

---------------------------------------------------------------------------------------------------------http://www.cairn.info/revue-rue-descartes-2011-1-page-102.htm

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---------------------------------------------------------------------------------------------------------Para citar este artículo:

---------------------------------------------------------------------------------------------------------Sévérac, Pascal. «La posición del maestro : enseñar, embrutecer, emancipar». URL: www.uninomada.co/inicio/index.php/biblio Título original: «La position du maître: enseigner, abrutir, émanciper». Rue Descartes, 2011/1 n° 71, p. 102108.

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La posición del maestro: enseñar, entontecer, emancipar Pascal Séverac1 Traducción: Ernesto Hernández B. UniNómada (Colombia) El asunto de la emancipación en el trabajo educativo puede abordarse a partir de un texto ahora celebre, publicado en 1987 por Jacques Rancière: El maestro ignorante2. Su tesis, substancialmente, es que es posible enseñar lo que no se sabe, siempre que se tenga una relación —retomando la palabra de Rancière— “emancipada” con el saber. Esta posibilidad de enseñar lo que no se sabe, Rancière la ha descubierto en el trabajo de Joseph Jacotot (1770-1840), profesor de matemáticas, latín y derecho durante 25 años, secretario del ministro de la guerra bajo el segundo imperio, miembro de la Cámara de Representantes bajo los Cien días, exilado en Bélgica en 1818 durante la segunda restauración. Este antiguo revolucionario se vuelve un lector de literatura francesa en la universidad flamenca de Lovaina y se ve entonces obligado a enseñarle a los estudiantes flamencos el francés, si bien él mismo no domina la lengua flamenca. Poco a poco, animado por sus objetivos pedagógicos en sus cursos de francés, él enseña lo que ignora (como la pintura y el piano), y desarrolla así el Método de Enseñanza Universal, organizando toda una red de escuelas. A decir verdad, este interés de Rancière por el trabajo de Jacotot, personalmente me ha tocado porque me parece que hace eco de una experiencia pedagógica en la cual he participado durante más de un año, la de un trabajo en un dispositivo de reescolarización de alumnos llamados desenganchados3. En esta estructura de enseñanza, que se llamaba entonces “Rebond”, me pareció particularmente interesante e innovador un agenciamiento: 

He traducido la palabra “Abrutir” como entontecer antes que como embrutecer, pues esta palabra, me parece, precisa mejor el sentido, del cual trata el texto, de cómo la admiración contiene cierto poder hipnótico que adormece la voluntad. [N. del T]. 1 Este texto fue presentado en el foro «L’éducation et le problème de l’émancipation» (La educación y el problema de la emancipación), organizado por el CIPh/CIRTEP (Centre International de Recherches Théoriques en Pédagogie), que el 26 de marzo de 2011 reunió en el INHA a Jean-François Nordmann (IUFM de Versalles), Nicolas Piqué (IUFM de Grenoble) y Pascal Sévérac (CIPh/CIRTEP). El texto se inscribe en la continuidad de una reflexión sobre las pedagogías alternativas (mejor aún sobre las no-pedagogías) que remiten a la rúbrica «Cursus» del No. 69 de Rue Descartes. 2 Jacques Rancière, El maestro ignorante. Cinco lecciones sobre la emancipación intelectual. Barcelona: Laertes, 2003. 3 Sobre esta experiencia de enseñanza, ver: “Du Project à l’initiative”, Rue Descartes, No. 69, septiembre de 2010, p. 116-121.

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los cursos de lenguas, francés, matemáticas, historia-geo… eran dictados por dos profes, uno de ellos especializado en la disciplina por enseñar y el otro no. Ahora, si bien la mayor parte del tiempo el curso era dictado por el especialista, se daba la oportunidad de que el otro profe, por ciertas intervenciones —preguntas, cambios de puntos de vista, tratamiento a su manera de los ejercicios exigidos—, llegara a desplazar la mirada de los estudiantes, empujándolos a reflexionar, y haciéndoles sentir mejor de qué se trataba el curso que se dictaba; y eso sin duda porque el curso tenía en sí mismo algo nuevo, cautivante, enigmático para el profesor que ciertamente desconocía la cosa que se enseñaba, o le era cuando menos exterior. Así, el curso de matemáticas podía hacerse en asocio con un profe de francés que no escondía su repulsión por la materia; o el curso de alemán con un profe de español que no conocía ninguna palabra de la lengua de Goethe. Ahora bien, en parte gracias a las intervenciones de este profe “exterior” al saber —y gracias también a otros determinantes, como la flexibilidad del alumnado y la atención lograda por cada alumno—, el aprendizaje de los alumnos me parece que se facilitó (yo mismo intervenía en el curso de historia-geografía) y resonaba en un sentido con el método de enseñanza de Jacotot, al menos tal como lo relaciona y analiza Rancière. Ahora, más precisamente, ¿cuál es este método? En El maestro ignorante, Rancière distingue una pedagogía de la explicación y una pedagogía de la emancipación: transmitir su propio saber al estudiante explicándole lo que debe comprender es incitar al estudiante, “el pequeño explicado” cómo dice Rancière, a investir “su inteligencia en ese trabajo de duelo: comprender, es decir comprender que él no comprende si no se le explica”4. Esta pasividad de una inteligencia respecto de otra inteligencia, esta subordinación del uno al otro, es lo que Rancière llama “el entontecimiento” —el que prodiga la escuela tradicional, la Vieja escuela (la Vieja, simplemente, dice Rancière)—. La apuesta no es ante todo luchar contra la violencia que ejerce un espíritu sobre otro al explicarle lo que necesita comprender; localizamos esta violencia en la reacción a veces brutal de ciertos niños que no quieren que se les explique, o se les eternice en su dar explicaciones (pero en rigor, esta reacción, aún si es entristecedora para quien la sufre, es un signo de salud para quien la tiene). Pues el entontecedor puede estar lleno de buenas intenciones: no es necesariamente “el viejo maestro obtuso que atiborra de conocimientos indigestos la cabeza de sus alumnos, ni el ser maléfico 4

Rancière, Op. cit, p. 18.

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practicando la doble verdad para asegurar su poder y el orden social. Al contrario, es tanto más eficaz por cuanto es sabio, claro y de buena fe”. Y Rancière prosigue: “Entre más sabio, más evidente le parece la distancia de su saber de la ignorancia de los ignorantes. Entre más claro, más evidente le parece la diferencia que hay entre tantear a ciegas y buscar con método, y más se propondrá sustituir el espíritu por la letra, la claridad de las explicaciones por la autoridad del libro. Ante todo, dirá, requiere que el alumno comprenda, y para ello, que se le explique cada vez mejor. Tal es la fuente de la pedagogía clara: ¿comprendió el niño? Si él no comprende, encontraré maneras nuevas de explicarle, más rigurosas en su principio, más atractivas en su forma; y verificaré que haya comprendido” 5. El entontecedor, tal como lo describe Rancière, puede frecuentemente vestirse con los hábitos del hombre de progreso, pues el entontecimiento consiste fundamentalmente en esta aceptación a priori de la desigualdad de las inteligencias, aún si fuera combatida por el ideal —manteniendo la influencia de las pedagogías activas e innovadoras— de conseguir una igualación de las inteligencias. La emancipación reposa a priori sobre una igualdad de las inteligencias —principio quizá ficticio, poco importa, pero del que hay que partir— y se despliega en consecuencia como “la diferencia conocida y sostenida de dos relaciones, el acto de una inteligencia que no obedece más que a sí misma, mientras la voluntad obedece a otra voluntad”6. No se trata entonces de plantear una libertad de la voluntad del alumno haciendo lo que quiera frente al saber, sino una autonomía de la inteligencia del alumno, igual a cualquier otra, aún a la del profesor, en su propio aprendizaje. No se trata de discutir la necesidad de un maestro: simplemente, no es ya un maestro que comunica su ciencia, sino un maestro que enseña sin transmitir nada —lo que requiere una sujeción de la voluntad del alumno a la del maestro—.

Se afirma aquí lo que podríamos llamar un cierto afecto del conocimiento: de un lado, con el maestro emancipado, hay un afecto de confianza, confianza en la capacidad intelectual igual de cada uno, puesto que estar emancipado en el fondo no es otra cosa que ser “consciente del verdadero poder del espíritu humano”7. Esta confianza puede ser contagiosa, se convierte en la verdadera meta de la educación: ante todo no transmitir un 5

Ibíd., p. 17. Ibíd., p. 26. 7 Ibíd., p. 29. 6

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saber cualquiera (se puede pero no es necesario), sino transmitir esta toma de conciencia de sus propias capacidades intelectuales, y esto por ningún otro medio que el aprendizaje por sí mismo de algo (tomamos entonces conciencia de la potencia de su inteligencia haciéndola actuar). Si hay transmisión no puede tener por objeto más que la emancipación misma; o más bien, como dice jocosamente Rancière, porque “la libertad: no se da, se toma”8, la transmisión, de un extremo al otro, no puede ser otra que la del deseo de emanciparse. Ahora, de otro lado, está el alumno y su voluntad de aprender algo — voluntad del estudiante flamenco de aprender francés—. Evidentemente esta voluntad puede ser más o menos grande, y en ese sentido, hay una variación posible, de un espíritu a otro, del afecto del conocimiento, entendido como deseo de aprender, y también como confianza en sus propias capacidades intelectuales (Rancière dice: “Lo que entontece al pueblo no es la falta de instrucción, sino la creencia en la inferioridad de su inteligencia”9). Pero la desigualdad de potencia en el afecto de conocimiento (en la “voluntad”) no significa, para Rancière, desigualdad en las capacidades intelectuales: “hay desigualdad en las manifestaciones de la inteligencia, según la energía más o menos grande que la voluntad comunica a la inteligencia para descubrir y combinar nuevas relaciones, pero no hay jerarquía de capacidad intelectual”10. Desde entonces, para dinamizar el investimiento del sujeto en su inteligencia, es necesaria una coacción, una tutela no de su inteligencia sino de su voluntad: “podemos enseñar lo que se ignora si emancipamos al alumno, es decir, si se lo coacciona para que use su propia inteligencia”11. Para hacer esto no hay que volver al maestro que explica, ni encontrar los buenos métodos pedagógicos para analizar lo que hay que comprender (“Explicar algo a alguien —dice Rancière de modo provocador— es de entrada demostrarle que no puede comprenderlo por sí mismo”12). No es necesario que el maestro instruya, es necesario mostrar el deseo de ser instruido (principalmente por el alumno) —es así como puede comunicarse del maestro al alumno el deseo de aprender—. Rancière distingue, entonces, el método de Jacotot de la mayéutica socrática, que sin embargo parece tan próxima de aquella: Jacotot interroga a sus alumnos “a la manera de los hombres y no de los sabios, para instruirse y no para instruir”. Sócrates interroga al esclavo 8

Ibíd., ver la cubierta y la p. 105. Ibíd., p. 68. 10 Ibíd., p. 48, subrayado por el autor. 11 Ibíd., p. 29. 12 Ibíd., p. 15. 9

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Menón para llevarlo hasta donde él desea (el maestro conoce la respuesta, no es verdad que sea ignorante); y quiere llevar al esclavo al reconocimiento de verdades que están en él — pedagogía del saber, dice Rancière, no de la emancipación—. Sócrates ha hecho el camino, él es el guía sin el cual el esclavo no puede desplazarse, y lo conduce por una ruta que es la suya. Jacotot al contrario defiende la idea de que cada recorrido alrededor de la verdad sigue su propia órbita, y que el esclavo que toma el camino del maestro nunca podrá ser otra cosa que esclavo. Comparando al maestro socrático con un maestro de doma, Rancière cita a Jacotot: “él dirige las evoluciones, las marchas y contra-marchas. En cuanto a él, tiene el reposo y la dignidad del comandante durante la doma del espíritu que dirige. De rodeo en rodeo, el espíritu llega a una meta que no había previsto en el momento de la partida. Se sorprende de alcanzarla, se da vuelta, percibe a su guía, el asombro se convierte en admiración y esta admiración lo entontece. El alumno siente que, solo y abandonado a sí mismo, no podrá seguir esta ruta”13.

El asombro se convierte en admiración, y esta admiración lo entontece: Jacotot recuerda aquí a Pascal —quien valoriza la admiración en el fragmento sobre los dos infinitos—, pues se pregunta: ¿cómo la admiración impide un deseo de saber al inflar y volver a ese mismo saber presuntuoso y pretensioso? “Temblará ante la visión de estas maravillas, y creo que su curiosidad se tornará admiración, estará más dispuesto a contemplarlas en silencio que a buscarlas con presunción”14.

El asombro que excita la curiosidad deviene admiración, que vuelve a esa misma curiosidad estéril. Pero lo que Pascal ve como una buena estrategia afectiva para llevar a su término la lógica de la libido sciendi y mostrar así su vanidad o su vacuidad, es analizado por Jacotot, en la relación del alumno con el maestro, como un obstáculo para la inteligencia: la admiración le hace sentir su propia impotencia de pensamiento —lo que es encanto y sensibilidad respecto de lo divino, en la admiración por la curiosidad de la naturaleza infinita, se convierte en entontecimiento y sensibilería, respecto de su heteronomía, en la admiración del alumno por su maestro—. 13

Ibíd., p. 101. (Cita de Droit et philosophie panécastique, p. 41). Sobre el rechazo del método socrático, ver igualmente p. 51-52. 14 Pascal, Pensamientos, § 230.

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Ahora bien, a través de ese rechazo de la admiración respecto del maestro, del asombro admirativo como afecto anti-cognitivo, y esta valoración de una atención para que se convierta en una lucha contra todos los procesos de distracción de la inteligencia, leemos en el método de Jacotot, más que un socratismo de la búsqueda del saber, un spinozismo de la emancipación de la inteligencia15. Uno de los leitmotiv del Tratado de la reforma del entendimiento es que “tenemos una idea verdadera”, y que ella debe servirnos de norma para progresar en los conocimientos. No tenemos necesidad de un maestro sabio que nos explique lo que hay que saber; sólo tenemos necesidad de estar atentos a una idea verdadera dada, y relacionar todo con ella para estar seguros de no errar: sin duda tenemos necesidad de un maestro que nos exhorte a comenzar, que nos empuje a engendrar ese “círculo de la potencia” que es el círculo de la emancipación16. Pero no tenemos necesidad de un maestro sabio que, aunque bien intencionado, nos vuelva admirativos más bien que libres. Ninguna necesidad, según Spinoza, de una regresión al infinito para buscar la verdad, ni de un método que nos garantice la veracidad de nuestro método, y así al infinito. Esto va tanto para los instrumentos intelectuales como para las herramientas corporales: mostraremos en vano que no podemos golpear el hierro, pues para golpearlo es necesario un martillo, y para tener un martillo hay que fabricarlo, y para fabricarlo hay que golpear el hierro… De igual manera, no podemos explicar lo que no se puede comprender, pues para comprender es necesario de entrada saber lo que es comprender, y para empezar es necesario ya sea explicárnoslo, ya sea asegurarnos, desde el exterior, que estamos en la verdad 17. En suma, ninguna necesidad de un Dios veraz que garantice, como en Descartes, la veracidad de nuestras ideas; ninguna necesidad de un maestro que sea maestro de la inteligencia y la admiración, y no maestro de la voluntad. En ese sentido (pero sólo en ese sentido), ni Dios ni maestro. 15

El rechazo spinosista del acto educativo se encuentra por ejemplo en el capítulo 25 del apéndice de la parte IV de la Ética: “pues quien desea ayudar a los demás, con su consejo o sus acciones, en orden al disfrute conjunto del supremo bien [es decir del conocimiento adecuado de lo real], ante todo procurará ganarse su amor, y no tendrá la intención primordial de que lo admiren —para que la doctrina que enseña lleve su nombre—, ni les dará, en absoluto, motivo alguno de envidia”. Este rechazo de la admiración —de las cosas enseñadas y del maestro que las enseña— es la razón por la cual Spinoza ha preferido dispensarle a su alumno Cesarius cursos sobre la filosofía de Descartes antes que sobre su propia filosofía. 16 Rancière, Op. cit, p. 29-30. 17 Spinoza, Tratado de la reforma del entendimiento, § 30-32,

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No, explica Spinoza; sucede lo contrario: nuestra inteligencia está dotada de una potencia innata, de instrumentos intelectuales dados —de una idea verdadera, al menos—, y cuando está atenta a esta idea verdadera, sabe por qué es verdadera (saber o comprender es saberse saber, es comprender por qué comprendemos). Ninguna necesidad del milagro de una revelación, o de la exterioridad de una autoridad para hacernos ver lo que debemos comprender, para asegurarnos de la veracidad de lo que entendemos; tenemos solamente necesidad de nuestras propias fuerzas nativas, de nuestros propios instrumentos intelectuales, innatos —y para esto la inteligencia de cada uno basta: esta es la “igualdad de las inteligencias” con Spinoza18—.

Jacotot había dado, por azar, un libro a sus estudiantes flamencos, una edición bilingüe del Telémaco de Fenelón, y les había pedido aprender de memoria el texto francés ayudándose con la traducción. Les hace repetir lo que han aprendido, y en la mitad del texto su pedido de leer continúa, sin aprenderlo. Después les pide a los estudiantes contar, en francés, todo lo que habían leído, y constata para su sorpresa que lo hacen tan bien como lo harían muchos franceses. A partir de una idea verdadera dada —la inteligencia de un libro, de una frase, de algunas palabras— puede abrirse el círculo virtuoso del aprendizaje: el maestro se vuelve un simple verificador, y el alumno es solicitado por él a hacerse comprender, a “hacerse instruir”, contando lo que ha comprendido19. El spinozismo del camino de Jacotot leído por Rancière podría todavía ser profundizado: por ejemplo, en sus implicaciones antropológicas, cuando Ranciére analiza el hecho del pensamiento humano20, o aún en sus consecuencias políticas, cuando analiza la relación entre la unión intelectual de los hombres

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Sobre el desprecio de sí (abjectio ligado al orgullo, como lo señalan Spinoza y Rancière), sobre las causas y los efectos de la creencia en la inferioridad de su inteligencia, ver Ética, III, definiciones de los afectos, 28, explicación (y 29, explicación). 19 Rancière, Op. cit, p. 123. 20 “La libertad no se garantiza por ninguna armonía prestablecida. Se toma, se gana, se pierde por el sólo esfuerzo de cada uno. Y no hay razón que asegure que está ya escrita en las construcciones del lenguaje y en las leyes de la ciudad. Las leyes de la lengua no tienen nada que ver con la razón y las leyes de la ciudad tienen todo que ver con el desatino. Si hay ley divina, esta es el pensamiento en sí mismo, que en su veracidad sostenida, llega a ser su único testigo. El hombre no piensa porque habla —eso sería precisamente someter el pensamiento al orden material existente—, el hombre piensa porque existe”. Ibíd., p. 105.

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(unión perfecta si bien que muy rara21) y su unión política pasional (unión imperfecta si bien que muy frecuente22).

Sea como sea, retenemos que, aún si el método de Jacotot, tal como es leído por Rancière, no puede sin duda substituirse a la ligera en la enseñanza tradicional o institucional, al menos puede inspirar, formar (y participando, deformar) nuestra práctica ordinaria, tal como se encarna en las diferentes instituciones escolares: torcer el bastón de nuestros hábitos pedagógicos, sin quebrarlo, pero para flexibilizarlo; hacer respirar un poco nuestra práctica, insistiendo sobre el trabajo de control de quien enseña. Se trata para él ante todo de verificar que el alumno esté atento a lo que hace23, sobre la dimensión viviente del camino del alumno; se trata para él ante todo de contar lo que ha hecho, de adivinar lo que tiene por hacer24. En suma, no volverse completamente insensible, a causa de la pesadez de la enseñanza y del refugio en el asilo del conocimiento, a la actividad práctica de una inteligencia emancipada: “la virtud de nuestra inteligencia es menos la de saber que la de hacer”25. Y este hacer es la actividad misma de una inteligencia que adquiere confianza en su propia potencia, porque no depende ante todo del saber del maestro, sino de su voluntad, firme y deseosa de ser instruida.

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“Para unir al genero humano, no hay mejor lazo que esta inteligencia idéntica en todos. Esta es la que es la justa medida de la semejanza, iluminando esa suave inclinación del corazón que nos lleva a ayudarnos mutuamente y a amarnos” —esta común inteligencia que esta ligada a una “facultad igual de conmover y de enternecerse recíprocamente”. Ibíd., p. 122 22 Ver el capítulo IV, “La sociedad del desprecio”, p. 125 ss. 23 “Pongámosle atención al acto que hace funcionar esta inteligencia bajo la coacción absoluta de una voluntad” (Rancière, Op. cit., p. 45). Sobre la atención y la distracción, ver p. 85 ss; y p. 132. Para una confrontación con el pensamiento spinozista, nos permitimos remitir a nuestra obra, Le devenir actif chez Spinoza, Editions Honoré Champion, 2005, principalmente el capítulo IV, “Teoría de la ocupación del espíritu”, sobre las relaciones entre la atención, distracción y admiración. 24 “¿Este método deshonroso de la adivinanza no será el verdadero movimiento de la inteligencia humana que toma posesión de su propio poder?” (Rancière, Op. cit., p. 21-22). Ver también p. 109: “el escandalo de hacer del contar y del adivinar las dos operaciones esenciales de la inteligencia”. 25 Rancière, Op. cit., p. 110.

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