Paradojas de la letra

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Descripción

Julio Ramos

PARADOJAS DE LA L E T R A

Editado por Ediciones eXcultura (Asociación Civil Crítica de la Literatura y la Cultura Latinoamericanas) Fax (58) 02- 793.31.75, e-mail [email protected]/Caracas, Venezuela P.O. Box: María Julia Daroqui/ BAMCO CCS 114.00/P.O. Box 025322 /Miami, Fl. 33102 - 5322 con el aporte de la Dirección de Literatura del Consejo Nacional de la Cultura COÑAC/ Venezuela y co-editado por la Universidad Andina Simón Bolívar, Subsede Ecuador P.O. Box 17-12-569/Fax: (593-2)508156/[email protected]/Quito, Ecuador

Diseño: Tamara Marrosu Arte final: Sen’ilibros ISBN: 980-07-3222-5 Caracas, Venezuela, 1996

IV

índice

Prólogo. Don de la crítica / Crítica del don Rafael Castillo Z a p a ta .................................................. I.

v il

Límites 1. El don de la lengua................................................ 2. Cuerpo, lengua, subjetividad ................................ 3. La ley es otra: literatura y constitución del sujeto ju ríd ic o ............................................................

3 23 37

II. Intersticios 4. Entre otros: U na excursión a los indios ranqueles de Lucio V. M an silla................................ 5. A nticonfesiones: deseo y autoridad en M e ­ m o ria s p o s tu m a s d e B rá s C u b a s y D om C a sm u rro de M achado de A s s is ....................... 6. Luisa Capetillo o los pliegues de la le tra .......

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III. Pasajes 7. Trópicos de la fundación: poesía y nacionali­ dad en José M a rtí.................................................... 8. El reposo de los h é ro e s ........................................ 9. M igratorias...................................................................

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Prólogo DON DE LA CRÍTICA / CRÍTICA DEL DON

Don de lengua, don de crítica. A Julio Ramos se le dan bien estos dones; lo saben bien los que han seguido y perseguido sus artículos a lo largo de una sólida carrera; lo saben bien los que han recorrido sus D esencuentros de la m odernidad en A m érica Latina; lo saben, en fin, los que han escuchado sus conferencias, los que han asistido y asisten a sus clases en Caracas, en La Haba­ na, en San Juan o en Berkeley. Apertrechado de estos dones que no duda en donar siempre que puede y quiere, Julio Ramos vuelve, y vuelve con un libro m isceláneo, éste, donde recoge textos diversos, textos dispersos, leídos en con­ gresos, publicados en actas de coloquios o en, las así llamadas, revistas arbitra­ das. Libro m isceláneo, entonces, en el que el don de la crítica tiene, en manos de Ramos, el raro don de hacer patente un hilo fuerte, una suerte de hueso vertebral que articula elásticam ente lo que pudiera creerse, a primera vista, desconectado y suelto. Y es que esos artículos dispersos están focalizados sobre un punctum que m agnetiza y orienta la m ultiplicidad de los asuntos allí considerados. S em e­ jante punctum integrador remite a la idea crucial de la subaltemidad o de la minoridad discursiva, en el sentido kafkiano, ya célebre, que le lian podido dar a esa experiencia los inefables D eleuze y Guattari asociados. Quiero decir, en ­ tonces, que, efectivam ente, los textos de este libro generoso giran alrededor de ese asunto céntrico, concéntrico, dinamizador: desde el análisis de la im posi­ ción autoritaria de la lengua al desafortunado, aunque vengativo, sim io del cuento de Lugones en "El don de la lengua”, hasta el problema de la situación del poeta e/in-migrante ante la lengua y ante la difícil delim itación de su territo­ rialidad discursiva en "M igratorias” , el libro -que, de paso, nos muestra las razones ilustres e ilustradas del acto políticam ente trascendental de enseñar la lengua: com o en la Gramática de Bello; o el traumático acceso al habla del esclavo Juan Francisco Manzano en Cuba; o la conquista del discurso por parte de la obrera anarquista puertorriqueña Luisa Capetillo; o los forcejeos martianos con la inquietante modernidad y con el exilio- nos conduce siempre al m ism o espacio problemático: el de los discursos m enores en relación con los discursos hegem ónicos, del orden, del poder, de la ley, de la literatura. En cada uno de los textos del conjunto, Ramos vuelve a donar crítica a ese asunto: rumia su espesor y tratxi de som eterlo por diferentes cam inos, volviéndolo a leer en diferentes escenarios -la lengua racionalizadora enfrentada a la oralidad heteróclita en el Chile postcolonial; la escritura robada que traiciona al m ism o tiempo al propie-

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tario y al ladrón en el X IX de la Cuba esclavista y colonial o en el X X del Puerto R ico neocolonial- para cercarlo, marcarlo y situarlo de alguna forma, para hacer­ lo hablar, para que muestre las fuerzas com plejas que determinan su aparición constante en la historia de la modernidad en y de América Latina. Pero no voy a detenerme a evocar, con pormenores, el m odo particular com o Ram os, en cada uno de esos escenarios, vuelve a plantear la subaltemidad discursiva con todas sus im plicaciones. Voy, en cam bio, a plantear, en este otro escenario que es el prólogo -sim ple pasadizo, umbral que se quiere discreto y neutro- el m ism o problema que perturba a Ramos, pero tomando com o blanco a la propia crítica, es decir, al acto de donar o dar crítica, cuya propiedad o impro­ piedad debe, necesariamente, según creo, ser som etida a consideración. Para ello, voy a seguir la ruta que me proporciona la crítica donada por R am os a sus objetos: en un escenario paralelo a aquél donde se exhiben com o pruebas los casos del sim io, del esclavo, de la anarquista, del poeta, del patriota, que no es otro sino el escenario de la subaltemidad, según he dicho, voy a situar el caso del crítico, afectado algunas veces por los dilem as y por las duplicidades de todo el que accede a la escritura en situación de minoridad y de todo el que, en situación de superioridad, se atreve a dar la palabra a otro (a una obra, literaria, por ejem ­ plo). Y voy a hacerlo porque el propio libro de Ramos m e lo pide: com o lector entusiasmado no he podido ignorar la sensación de que el referente subterráneo de todas estas inteligentes exploraciones es precisam ente la crítica, la crítica com o práctica discursiva autoconsciente que se pone a sí m isma en cuestión en e l acto de criticar las obras y el mundo. Y puesto que donar im plica, com o contrapartida, recibir, es precisam ente en esa dialéctica com pleja de dar y de aceptar el discurso donde quisiera situar al crítico com o otro subalterno y a la crítica en su minoridad subversiva: en esa dialéctica que implica asumir el poder de otorgar la palabra, por un lado, y de aceptar que otro, por otro, nos haga acceder a ella, com o si no pudiéramos hacerlo sin pactar de algún m odo con los poderes que la dominan y la poseen; en esa dialéctica inquietante en donde la propiedad y el origen están constantemente am enazados por el robo y el extra­ ñam iento y gracias a la cual, en sus intersticios problemáticos, las viejas obse­ siones de la identidad o de la m inusvalía epistem ológica latinoamericanas pue­ den replantearse irónicamente; en esa dialéctica rara con todas sus duplicidades conflictivas sitúo, pues, m i caso con Ramos: dono, por un instante, crítica a su crítica (critico el don ), rapto un lenguaje y m e atrevo a hablar. Cuando Julio Ramos reflexiona sobre el caso del esclavo cubano Juan Fran­ cisco Manzano, interpelado y conducido a hablar en su A utobiografía, o cuan­ do sacude los hilos de la textualidad subalterna de Luisa Capetillo en sus E n sa­ y os lib ertarios o en su In fluencia de las id eas m odernas, no pierde oportuni­ dad para mostrar la riqueza sociológica y epistem ológica de ese acontecim iento crucial que es el acceso a la escritura por parte de los llamados sujetos iletrados, el salto que intentan y a veces logran hacer desde la oralidad a la instancia autoritaria y autorizada de la letra. A cceder a esta instancia, muestra Ramos, im plica una doble y mutua dependencia transformadora, pues en el acto de

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asumir la letra, de acceder a la escritura, el esclavo o la obrera no sólo reproducen un m odelo im puesto de decir y unas maneras enunciativas marcadas por el dis­ curso hegem ónico donador, sino que además descom ponen ese m ism o m odelo al utilizarlo idiolectalm ente, al servirse de él impregnándolo de la m em oria de su oralidad de origen. Sin forzar dem asiado el sustancioso texto de Ramos, creo que en un escenario semejante puede colocarse al crítico y proponerlo com o un subalterno en relación con lo que pudiéramos llamar e l saber dominante, gene­ rado y repartido, es decir, donado, desde los centros del poder epistem ológico occidental. C om o tal subalterno, 110 recibe pasivam ente esa lengua donada: al tomarla, al aceptarla, al servirse de ella, el crítico activa en su estructura cierta desestabilización enriquecedora. Puesta a funcionar en el escenario de las pecu­ liaridades de la cultura latinoamericana, esa lengua es som etida a procesos cons­ tantes de inversión y reacomodo: el crítico contamina el discurso donado con los elem entos de su propia discursividad, transformándola efectivam ente en una discursividad nueva, híbrida, compleja. Se trata, sin embargo, más de una propo­ sición que de una realidad plena; y tal vez allí radique la importancia de su planteamiento: no estoy seguro de que toda la crítica latinoamericana se com ­ porte de este m odo con respecto al discurso hegem ónico occidental, pero, com o quiera que sea, Ramos nos invita a concebir su posibilidad y su pertinencia. En efecto, en su propio discurso, Riunos parece haber logrado, en muchas oportuni­ dades, esa ideal antropofagia que proponía Oswald de Andrade com o estrategia de apropiación cultural: sin temor a mimetizar las cadencias de la prosa derrideana o deleuziana, por ejem plo, pone a prueba en escenarios inesperados un concepto de Adorno o una idea de Foucault, y los obliga a adaptarse a nuevas condiciones de acción y de relación. Equiparando el pensamiento de H egel con el del autor de la M em oria sobre la vagancia en Cuba, J. A. Saco, a propósito de la reificación del cuerpo del esclavo, Ramos contribuye a desplazar, com o él m ism o dice, la m etafísica del origen, rompiendo el esquem a tradicional de la dominación del saber hegem ónico, tal com o Fernando Ortiz invierte, por ejem plo, la relación entre colonia y metrópolis en su C ontrapunteo cubano del tabaco y el azúcar. Plantea, así, una salida a la aporía tradicional que tiende a paralizar a la crítica latinoamericana en la paranoia de la dependencia del discurso metropolitano, mostrando cóm o, subalternamente, se puede subvertir esa dependencia transfor­ mándola en autonomía productiva. Y ello sin que importe dem asiado que, en el cam ino de lograrla, el crítico n o pueda liberarse del todo de una cierta fascina­ ción por el discurso dominante, por un cierto respeto todavía vivo por el princi­ pio de propiedad y de autoridad de las ideas. La utopía de una antropofagia cabal, de una asim ilación desjerarquizadora plena de los discursos, de una e fe c­ tiva pluralidad textual de la crítica más allá de la ley de pertenencia y de la fantasmática de la prioridad y del origen, sigue siendo eso, una utopía. Lo que no im pide, com o he querido apuntarlo, que el texto de Ramos deba ser conside­ rado com o una de las proposiciones de donación crítica más próxima a ese ideal discursivo prometedor. D e cualquier form a, ese id eal sigu e estando llen o de o b stácu los. La

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subaltemidad del crítico no se define solamente en relación con el discurso teórico dominante, se define en relación, además, con el discurso m ism o de la obra o del mundo al que intenta otorgarle, cederle, concederle la palabra crítica. El fantasma de la secundariedad con respecto a la obra, fantasma que ha perse­ guido al acto crítico a lo largo de toda la modernidad, vuelve a plantearse en términos de minoridad: la crítica debe legitimar, justificar, la arrogancia de su pretencioso don. Y aun cuando lo haga, com o en efecto lo logra el discurso de R am os sin plantéarselo explícitam ente, la crítica no puede escapar tampoco a la contam inación que la fuerza propia de la obra le imprime a su propósito. El fantasma de la objetividad, entonces, trastabillea cada vez que el crítico -y 110 lo digo com o una falla, más bien me parece una virtud, una bartheana virtud- se deja seducir por la obra y Ramos, creo, no escapa a esa suerte de erótica de la lectura en la que el crítico más que espectador se convierte en jugador y juguete en el juego poderoso de la obra o del mundo al que la obra le permite acceder. Cuando Ramos analiza la situación del Martí exiliado en la Nueva York de fines del XIX y desenreda los nudos de los poem as postumos de V ersos libres, o cuando interpreta la ética corriente en la poesía nuyorricana de Tato Laviera, plantea otro escenario en el que, com o en el de la subaltemidad del esclavo o de la obrera, el crítico vuelve a representarse com o sujeto problemático. Es proba­ ble que lo más interesante de la crítica latinoamericana se haya producido en territorio extranjero, por así decirlo. El crítico latinoamericano ha vivido, por diversas circunstancias, la m ism a experiencia de los destierros que los políticos o lo s p o eta s y en su c a s o v u elv e n a p la n tea rse lo s p ro b lem a s de la desterritorialización, el desarraigo, la discontinuidad, la fractura de la identidad, la separación lingüística. Interesa, entonces, percibir cóm o, en el m ism o Ramos, donador de crítica, se (re)producen estas instancias y cóm o, a su vez, esta problematicidad se hace productiva. Enfrentado a la doble experiencia de la em igración y de la inmigración, de la desintegración y la reintegración, el crítico latinoamericano ha tenido que pro­ ducir astutas estrategias pitra sobrevivir a las dificultades vitales y epistem ológicas del extrañamiento, aplicando, com o dice Ramos evocando a Ludmer, las “tretas del débil”, y produciendo con ello una discursividad necesariamente con flicti­ va. Si el crítico latinoamericano ha tenido que sobreponerse a su subaltemidad con respecto a los discursos del saber dominante; si ha tenido que jugarse con su determinación por la obra y el mundo a los que pretenciosamente dona otra lengua para hacerlos hablar -obra y mundo- de nuevo; ha tenido, encima, que conducirse con tácticas de náufrago en territorios extran jeros. Está por elaborar, creo, una historia y una crítica de seme jante aventura intelectual, una historia de la crítica latinoamericana producida en los centros del poder académ ico metro­ politano: ¿de qué m odo se ha generado un pensamiento autónomo sobre lo latinoamericano desde ese espacio otro, marcado por otro imaginario y por otra lengua y en el cual el crítico debe inscribir su práctica, conquistando un territo­ rio propio separado de su entorno cultural de origen?, ¿qué pasa, por ejem plo, con los entrecruzamientos entre la lengua nativa y la lengua extranjera alrede­

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dor de ese neohablante problem ático que es el crítico e/in-m igrado?, ¿cuál es el horizonte de destinación frente al cual el crítico asilado, por así decirlo, en los cam pus de las universidades norteamericanas y europeas, construye su discurso: para quién habla, a quién interpela, cuál es el rostro efectivo del interlocutor de su escritura? Todas estas preguntas que aluden directamente a un problema de identidad y de territorialidad, de construcción de la subjetividad y de delim ita­ ción de un espacio vital e intelectual, planteadas brillantemente por Ramos a partir de Martí y de Laviera, están, de hecho, vinculadas a su propia experiencia de crítico, de crítico latinoamericano e/in-m igrado en Estados Unidos: todas ellas apuntan a una aventura intelectual que en la elección de sus sujetos y de sus estrategias de interpretación, que en la conquista progresiva de una escritura particular entre dos campos lingüísticos y sim bólicos contrapuestos, muestra, de nuevo, la productividad de una experiencia subalterna, de una literatura menor que se construye a partir del conflicto y la resistencia, de la nostalgia y la inte­ gración, de la pluralidad y del compromiso; en la hibridez, en la confusión, en la m ultiplicidad. Tener el don de la crítica, frente a este horizonte, im plica, enton­ ces, no sólo lucidez, sino pasión de riesgo, pasión de riesgo y tenacidad. Las páginas que siguen son, sin duda, la mejor prueba de ello. R afael Castillo Zapata

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I. L ÍM IT E S

1 EL D O N D E L A L E N G U A *

I En su p rop uesta de una filo so fía de la risa, P eter S lo terd ijk co m en ta un cu rio so retrato de E in ste in 1. S eñ ala, en el irreverente sa b io que saca la le n g u a , un d esa fío irreductible: la fuga de las c o n d ic io n e s siem p re d e sig u a le s de un d iá lo g o in exorab lem en te estra tifica d o , por m ás n iv ela d o r que pretendiera haber sid o . En otras tra d icio n es, la so e z creen cia popular so stie n e que sacar la le n g u a ta m b ién im p lica el r ie sg o de p oner el cu erpo bajo el escru tin io de la m irada m éd ica , lo q ue c o n v ie rte la le n g u a , m e to n ím ic a m e n te , en la parte b lan d a y m aleab le d on d e el m éd ico le e lo s sín tom a s de la en ferm edad que sufre el cu erp o entero. El que no sabe so sp ec h a a sí que en la len g u a , en la s in fle x io n e s p articu lares d e su c o lo r id o , en su s d e s v ío s d e la salu d y la n orm alid ad, el ex am in an te -é se q ue está su p u esto a sa b e r - s ile n c io s a m e n t e d e s c ifr a lo s s ín to m a s d e u n m al a c a s o s o s p e c h a d o y h a sta s e n tid o p or el p a c ie n te , p ero in n o m b r a d o o d e sc o n o c id o . S o sp e ch a , el p acien te in cau to, que la le n g u a ex p resa verdad eram en te un p rofu n d o m alestar. El e x a m in a n te, en c a m b io , p ro v ee la cura; él tien e el don de la len gu a y la su y a es la len g u a d el d on . Ya que de entrada n os en con tram os con el circu ito de p o sic io n e s en la e sc e n a que q u isiéram os explorar -es decir, co n la len g u a , el p acien te q ue la saca, y lo s d o ctores exam in a n tes- co n v ie n e advertir q ue en ad elan te el u so de la frase “sacar la le n g u a ” se acerca m ás a la astu cia iletrada de la d o x a p opu lar que al irreverente retrato d e E in ste in c o m e n ta d o por .Sloterdijk,

Por otro lado, para evitar confusiones, y ya que se trata de Bello -un clásico de la lengua- también conviene aclarar que no habrá aquí que enseñarle la lengua a nadie, aunque sí es necesario reconocer que, en el acto de enseñarla, la lengua siem pre se desliza en perturbadores equívocos que nos obligarán -al leer a Bello- a situarnos en los intersticios de las posibles implicaciones de la frase: entre mostrarla, como cuando se le enseña la monstruosidad de su colorido al médico; entre sacarla, en son de burla, como cuando no se tiene nada que decir, o no se quiere decir nada; o simplemente enseñarla, com o cuando se la pone a decir bien en una clase. Este trabajo es precisamente una reflexión sobre tales deslices, sobre los inters­ ticios entre los discursos del saber de la lengua y las líneas de fuga de la lengua popular, blanda y maldita. No por casualidad, un breve cuento de Leopoldo Lugones, defensor protofascista de la pureza lingüística, nos facilita la entrada a la escena pedagógica nacional. Escrito alrededor de 1900, durante un período de intensa inmigración a Buenos Aires, el relato -“Izur”es la ficción de un obsesivo hombre de ciencia -un antropólogo con cierta vocación lingüística- que compra un mono en un circo quebrado y se embarca en la empresa de enseñarle la lengua2. La hipótesis de esta paródica figura de la Ilustración es la siguiente: los simios no hablan “para que no los hagan trabajar” (p. 11). Con cierta lucidez, el delirante lingüista establece una correlación entre la lengua, la sociabilidad y el trabajo: hablar, entrar al territorio regulado por la ley de la lengua, es concomitante a la incorporación del cueipo a la fuerza laboral. De ahí, pronto advierte el investigador, el mutismo radical del mono en tanto acto de rebeldía y resistencia: [...] su silencio, aquel desesperante silencio [...] no cedía. Desde un oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su m ilenario m utism o al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces m ism as de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir, al suicidio intelectual, quién sabe que bárbara injusticia, man­ tenían su secreto formado por m isterios de bosque y abism os de prehis­ toria (p. 20).

Según el narrador, el atavismo es una respuesta defensiva del mono en su lucha contra la dominación del hombre, que lo sometía al trabajo forzado y a la esclavitud (p. 21); la regresión atávica del mono al bosque y al silencio implicaba una estrategia de resistencia. 2. “ Izur” form a parte de L as fu erz as e x tra ñ a s (1906). Manejo la edición del relato presentada po r J.L. Borges (Buenos Aires: Ediciones de Arte Gaglianone, 1982). Todas las citas del texto parten de esta edición; arriba señalaremos la página correspondiente.

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Lo que a su vez genera la sospecha de que tras el “mutismo rebelde” del m ono se encontraba el secreto de una lengua ininteligible, incom prensible para la “sorda anim osidad” (p. 18) de los grupos dominantes que tendían a interpretar el silencio hermético del simio como mero índice de imbecilidad. Precisamente ahí se erige la doble autoridad del lingüista-antropólogo: primero, en el gesto que pro­ clama el desciframiento de esa lengua-otra, secreta e ininteligible; segundo, en la voluntad de someterla y purificarla en la escena pedagógica3, en una coyuntura -según sugiere el mismo narradoren que descifrar el enigma del otro y hacerlo hablar en la escena didáctica, equivaldría a la incorporación de su cueipo a la ley del trabajo y la sociabilidad. De hecho, “yo soy tu amo” será la primera frase que el maestro intentará enseñarle al subalterno. Con esta delirante hipótesis en mente, el obsesivo lingüista emprende la tarea de incorporar el simio a la lengua. Se imagina, inicialmente, que por su joven edad y por las facultades miméticas distintivas de los monos, el animal sería “un sujeto pedagógico de los más favorables” (p. 14). De ahí que el prim er paso en el aprendizaje de la lengua sería la imitación de ciertas posturas paradigmáticas, como si la gramaticalidad implicara, en efecto, un trabajo previo sobre el cueipo, y paiticulármente un entrenamiento facial que con rigor traza las líneas -la territorialidad- de esa peculiar geometría de la cara que siempre debe acompañar las verdades bien dichas y las subjetividades bien disciplinadas4. El mono, por cierto, imita las ridiculas posturas del m aestro, quien sospecha, sin embargo, que la reproducción im itativa del buen m odelo, en ese circuito especular, bien podía someter la palabra y la gesticulación del amo a una extraña duplicación o sim ulacro5, o incluso a la imprevista 3. V.N. Volosinov com enta sobre los orígenes del pensam iento lingüístico: "W hat is a philologist? Despite the vast differences in cultural and historical lineaments from the ancient Hindu priests to the m odern E uropean scholar of language, the philologist has always been a decipherer o f alien, ‘secret’ scripts and words, and a teacher, a dissem inator, of that which has been deciphered and handed down by tradition. The first philologists and the first linguists were always and everyw here priests. H istory knows no nation whose sacred writings or oral tradition were not to som e degree in a language foreign and incom prehensible to the profane. To decipher the mystery o f sacred words was the task meant to be carried out by the priest-philologists". M a rxism a n d Che P hilosophy o f L an g u ag e, trad. L. M atejka and I.R. Titunik (Cambridge: Harvard U niversity Press, 1986), p. 74. En las sociedades m odernas o en proceso de m odernización la secularización obliga a una refuncionalización del lingüista-descifrador. Las lenguas “secretas" no serán ya sagradas, sino ligadas al fenóm eno de la heterogeneidad social y lingüística que los estados m odernos pugnan por centralizar. 4. Sobre el rostro com o lugar de focalización de la subjetividad en las sociedades occidentales, cf. G. Deleuze y F. Guattari, A T h o u san d P lateau s: C apitalism an d S chizophrenia, trad. Brian M assum i (M in n eap o lis: U niversity o f M innesota Press, 1987), p articu larm en te “ Year Zero: F aciality ” , pp. 167-192. 5. Sobre el m im etism o com o estrategia de constitución de discursos subalternos en contex­ tos c o lo n iales, ver H. B habha. “ O f M im icry and Man: T he A m bivalence o f C o lo n ial D is­ co u rse", O c to b e r, 28. S pring 1984, pp. 125-133.

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Por otro lado, para evitar confusiones, y ya que se trata de Bello -un clásico de la lengua- también conviene aclarar que no habrá aquí que enseñarle la lengua a nadie, aunque sí es necesario reconocer que, en el acto de enseñarla, la lengua siem pre se desliza en perturbadores equívocos que nos obligarán -al leer a Bello- a situarnos en los intersticios de las posibles implicaciones de la frase: entre mostrarla, como cuando se le enseña la monstruosidad de su colorido al médico; entre sacarla, en son de burla, como cuando no se tiene nada que decir, o no se quiere decir nada; o simplemente enseñarla, com o cuando se la pone a decir bien en una clase. Este trabajo es precisamente una reflexión sobre tales deslices, sobre los inters­ ticios entre los discursos del saber de la lengua y las líneas de fuga de la lengua popular, blanda y maldita. No por casualidad, un breve cuento de Leopoldo Lugones, defensor protofascista de la pureza lingüística, nos facilita la entrada a la escena pedagógica nacional. Escrito alrededor de 1900, durante un período de intensa inmigración a Buenos Aires, el relato -“Izur”es la ficción de un obsesivo hombre de ciencia -un antropólogo con cierta vocación lingüística- que compra un mono en un circo quebrado y se embarca en la empresa de enseñarle la lengua2. La hipótesis de esta paródica figura de la Ilustración es la siguiente: los simios no hablan “para que no los hagan trabajar” (p. 11). Con cierta lucidez, el delirante lingüista establece una correlación entre la lengua, la sociabilidad y el trabajo: hablar, entrar al territorio regulado por la ley de la lengua, es concomitante a la incorporación del cuerpo a la fuerza laboral. De ahí, pronto advierte el investigador, el mutismo radical del mono en tanto acto de rebeldía y resistencia: [...] su silencio, aquel desesperante silencio [...] no cedía. Desde un oscuro fondo de tradición petrificada en instinto, la raza imponía su m ilenario m utism o al animal, fortaleciéndose de voluntad atávica en las raíces m ism as de su ser. Los antiguos hombres de la selva, que forzó al silencio, es decir, al suicidio intelectual, quién sabe que bárbara injusticia, man­ tenían su secreto formado por m isterios de bosque y abism os de prehis­ toria (p. 20).

Según el narrador, el atavismo es una respuesta defensiva del mono en su lucha contra la dominación del hombre, que lo sometía al trabajo forzado y a la esclavitud (p. 21); la regresión atávica del mono al bosque y al silencio implicaba una estrategia de resistencia. 2. “ Izur” form a parte de L as fu erz as e x tra ñ a s (1906). Manejo la edición del relato presentada p o r J.L. Borges (Buenos Aires: E diciones de Arte Gaglianone, 1982). Todas las citas del texto parten de esta edición: arriba señalarem os la página correspondiente.

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Lo que a su vez genera la sospecha de que tras el “m utismo rebelde” del m ono se encontraba el secreto de una lengua ininteligible, incom prensible para la “sorda anim osidad” (p. 18) de los grupos dominantes que tendían a interpretar el silencio hermético del simio como mero índice de imbecilidad. Precisamente ahí se erige la doble autoridad del lingüista-antropólogo: primero, en el gesto que pro­ clama el desciframiento de esa lengua-otra, secreta e ininteligible; segundo, en la voluntad de someterla y purificarla en la escena pedagógica3, en una coyuntura -según sugiere el mismo narradoren que descifrar el enigma del otro y hacerlo hablar- en la escena didáctica, equivaldría a la incorporación de su cueipo a la ley del trabajo y la sociabilidad. De hecho, “yo soy tu amo” será la primera frase que el maestro intentará enseñarle al subalterno. Con esta delirante hipótesis en mente, el obsesivo lingüista emprende la tarea de incorporar el simio a la lengua. Se imagina, inicialmente, que por su joven edad y por las facultades m im éticas distintivas de los monos, el animal sería “un sujeto pedagógico de los más favorables” (p. 14). De ahí que el primer paso en el aprendizaje de la lengua sería la imitación de ciertas posturas paradigmáticas, como si la gramaticalidad implicara, en efecto, un trabajo previo sobre el cueipo, y particularmente un entrenamiento facial que con rigor traza las líneas -la territorialidad- de esa peculiar geometría de la cara que siempre debe acompañar las verdades bien dichas y las subjetividades bien disciplinadas4. El mono, por cierto, im ita las ridiculas posturas del m aestro, quien sospecha, sin embargo, que la reproducción im itativa del buen m odelo, en ese circuito especular, bien podía someter la palabra y la gesticulación del amo a una extraña duplicación o sim ulacro5, o incluso a la imprevista 3. V.N. Volosinov com enta sobre los orígenes del pensam iento lingüístico: "W hat is a philologist? Despite the vast differences in cultural and historical lineaments from the ancient Hindu priests to the m odern European scholar of language, the philologist has always been a decipherer o f alien, 'secret' scripts and words, and a teacher, a dissem inator, of that which has been deciphered and handed down by tradition. The first philologists and the first linguists were alw ays and everywhere priests. H istory know s no nation whose sacred writings or oral tradition were not to som e degree in a language foreign and incom prehensible to the profane. To decipher the m ystery o f sacred words was the task m eant to be carried out by the priest-philologists” . M a rxism a n d th e P hilosophy of L an g u ag e, trad. L. M atejka and I.R. Titunik (Cam bridge: Harvard University Press, 1986), p. 74. En las sociedades m odernas o en proceso de m odernización la secularización obliga a una refuncionalización del lingüista-descifrador. L as lenguas "secretas” no serán ya sagradas, sino ligadas al fenóm eno de la heterogeneidad social y lingüística que los estados m odernos pugnan po r centralizar. 4. Sobre el rostro com o lugar de focalización de la subjetividad en las sociedades occidentales, cf. G. D eleuze y F. Guattari, A T h o u san d P lateau s: C apitalism an d S chizophrenia, trad. Brian M assum i (M in n eap o lis: U niversity o f M innesota Press, 1987), p articu larm en te “Y ear Zero: F aciality ” , pp. 167-192. 5. Sobre el m im etism o com o estrategia de constitución de discursos subalternos en contex­ tos co lo n iales, ver H. B habha. " O f M im icry and Man: T he A m bivalence o f C olonial D is­ co u rse" . O c to b e r. 28, S pring 1984, pp. 125-133.

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burla o parodia: “La prim era inspección confirm ó en parte mis sospechas. La lengua permanecía en el fondo de su boca, como una m asa inerte [...]. La gimnasia produjo luego su efecto, pues a los dos meses ya sabía sacar la lengua para burlar” (p, 16). El maestro le enseña la lengua al otro; el alumno se la enseña de vuelta y se la devuelve envuelta en el irreprimible paquete de la burla y la gesticulación paródica. La sospecha lleva al pedagogo a una nueva hipótesis, implícita a lo largo del relato: los monos, como otros subalternos, primero aprenden a sacar la lengua, incluso antes de maldecir. El maldecir de Calibán refuerza y cieña el buen código de Próspero; el audaz y burlón mimetismo del mono, en cambio, inseparable a veces de su m utismo rebelde, desencadena una angustia en el maestro que exaspera su paranoia y lo obliga a re formular las estrategias d i­ dácticas: enclaustra al mono, lo deja sin agua y sin alimentos, lo azota para que aprenda a hablar -es decir, a hablar la lengua del amo-; pero el mono, claro está, no habla. Seguramente para instigar al obseso, el cocinero -subalterno como el mono- le alimenta la inseguridad paranoica al amo-maestro, ase­ gurándole que había descubierto al simio en la cocina “hablando verdaderas palabras” (p. 18). El maestro tortura al alumno, quien sin embargo permanece en “un silencio absoluto” que “excluía hasta los gem idos” (p. 19). El pedagogo incrementa las medidas disci­ plinarias y mata al mono de sed. Paradójicam ente, la últim a escena del cuento parece satisfacer los requisitos de la empresa didáctica. Justo antes de morir el mono habla, pronuncia la frase primaria, la prim era frase articulada en la entrada a la lengua: “Amo, agua. Amo, mi amo” (p. 22), en una escena en que hablar es la representación del discurso del Otro, la cita de la palabra magisterial o paterna. El mono entra a la escena de la lengua, pero no como un sujeto libre: hablar, en la escena pedagógica, suponía -para el mono- el aprendizaje previo, la cita del nombre propio del poder: “Amo”. Pero acaso más importante aún, la entrada a la lengua requería una íntima internalización de la jerarquía, un extraño amor por los maestros: “Amo, mi amo”. Tal vez incluso podría pensarse que ese amor -que puede ser, nada menos, que el amor por la lengua materna6- es más efectivo que los azotes que inscriben la ley, la ley del amo, sobre la espalda del alumno. Ahora bien: si detuviéramos el movimiento de la lectura en la corroboración de ese amor, reduciríam os el estratégico lugar del 6. Cf. Jean-Claude Milner, El am or por la lengua, trad. A. Sercovich (México: Editorial Nueva Im agen, 1980).

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subalterno a la posición donde lo quiere tener, bien visto y dis­ ciplinado, la ley del amo. En cambio, al registrar la excesiva necesidad del m aestro de exhibir los instrum entos de su poder, el cuento enfatiza la angustia del pedagogo, su ansiedad paranoica, ante la insuficiencia de su control de la lengua propia en boca del otro, siempre dispuesto a resistir y subvertir la escena didáctica con los m edios disponibles, transform ando la aparente pasividad del m i­ metismo en duplicidad, simulacro o burla. Esta alternativa nos obliga a leer la lengua desde abajo, como un proceso irreductiblem ente escindido por la misma repetición que exige la identificación especular en la escena pedagógica. Nos obliga a leer, desde allí, la constitución del subalterno no simplemente como un espacio vacío que pasi­ vamente recibe y se llena, al constituirse en habla, con los signos del poder7, sino como un agente cuyos silencios, gesticulaciones, inflexiones y lenguas secretas, despliegan estrategias de fuga y resistencia, cuando no abiertamente de burla y contestación. En el caso de “Izur” la ironía es contundente: sólo antes de morir el simio pronunciaría el nombre del reconocim iento. Se nom bra el poder en el momento de la fuga definitiva que la muerte le concede al cuerpo explotado del subalterno. La frase final, entonces, registra la fugacidad del reconocimiento, así como la inutilidad de la evocación del nombre de un poder constituido precisamente en el momento de su inconsecuencia. La frase final constata -para el amo- la burla eficaz del subalterno, quien allí demuestra, como para que no quedaran dudas, que siempre hubiera podido hablar -hablar bien- y que, a pesar de suplicios y latigazos, en vida había logrado resistirse a pronunciar la frase del reconocimiento, la condición de posibilidad de la constitución del amo: “Amo, mi amo”, en boca del esclavo. Por otro lado, si el cuento de Lugones no hubiera sido escrito en los prim eros años de este siglo, acaso podríam os leerlo -con Borges- como una historia fantástica más cercana a la ficción de E. A. Poe que a los debates distintivos del campo intelectual ar­ gentino del cambio de siglo8. Sin embargo, hay que notar, aunque sea de pasada, que cuando se escribió “Izur” -hacia 1906- muchos intelectuales argentinos -científicos sociales, pedagogos y literatos, incluyendo al mismo Lugones- se encontraban en plena elaboración

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de discursos sobre la intensas transformaciones sociales acarreadas por la inm igración -hecho que marcó un cambio de rum bo irre­ vocable en el destino nacional-. Paia muchos intelectuales, como para el mismo Lugones, por ejemplo, la inmigración generaba -se­ gún las metáforas de más circulación en la época- una crisis del “alm a” nacional; crisis cristalizada en la “contam inación” de la lengua en boca de los m illones de inmigrantes proletarios9. Tal vez Izur sería simplemente eso, un mono, si el propio Lugones no hubiera minado su texto con sugerencias de una posible lectura alegórica. En dos ocasiones los gestos del chimpancé se comparan con la expresión de un negro o mulato. Hacia comienzos de siglo no quedaban muchos negros ni mulatos en la Argentina. Sin embargo, el discurso racista de las élites comenzaba a identificai' a los in­ m igrantes del sur de Europa con la metáfora estereotípica de la negritud. Más aún, el lingüista-antropólogo de Lugones interpreta el silencio del simio como efecto atávico; es decir, como una regresión en la que zonas de una sociedad civilizada reencarnan, por defi­ ciencias genéticas, rasgos de un comportamiento bárbaro o prim i­ tivo. El concepto, traducido de la biología genética mendeliana, era clave en la explicación que la emergente antropología criminológica de la época utilizaba para explicar el comportam iento regresivo, propenso a la delincuencia, de m uchos inm ig ran tes10. Se trata evidentem ente de una metáfora racista mediante la cual el crim i­ nòlogo lee -y patologiza- la diferencia étnica como la inscripción física de una supuesta inferioridad y peligrosidad social. Los criminólogos argentinos -todos lectores de Cesare Lombroso- también interpretaban las particularidades lingüísticas de los inmigrantes como marcas de su barbarie y de la contaminación de lo que en esa época se consideraba el fundamento mismo del espíritu nacional: la len­ gua11. De ahí que “Izur” no sea simplemente un relato grotesco,

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de delirio científico, sino también una reflexión, irónica por m o­ mentos, sobre las condiciones de incorporación de un otro -étnica y lingüísticamente marcado- al espacio racionalizado -administradode la lengua nacional. Se trata, entonces, de un relato sobre la dom inación y subordinación que im plica la co nstitución de la ciudadanía m oderna12. E xploración notable, sin duda, sobre la violencia -y el amor- desatados entre los actantes de la escena pedagógica nacional. II Quisiera ahora aproximarme a la cuestión de la lengua desde otro ángulo y preguntar: Primero, ¿cuándo se constituyó la lengua como un objeto de reflexión intelectual en América Latina, y a qué tipo de contradicciones sociales respondían los persistentes intentos de definirla y purificarla? Segundo, ¿cuáles fueron las prácticas dis­ ciplinarias que constituyeron la lengua como el objeto problemático de su discursividad, cómo la representaron y, al representarla, qué modelos de control de su dispersión propusieron? En respuesta a estas preguntas conviene releer las primeras gra­ máticas latinoamericanas, sobre todo las de Andrés Bello, escritas en Chile mientras el intelectual venezolano ejercía de Rector de la Universidad en 184013. En términos generales, la escritura de Andrés Bello, ya sea en el lugar de la poesía, la historia, la geografía, la gram ática o el derecho, desborda las categorías del trabajo inte­ lectual especializado a las que hoy estamos habituados. En efecto, esa multiplicidad de voces y lugares de intervención era distintiva de la mayoría de los intelectuales latinoamericanos del siglo XIX cuya autoridad social, particularm ente en las décadas posteriores a las guerras de independencia, se fundam entaba en el proyecto de organización y administración de los estados nacionales aún en vías de consolidación14.

Sin embargo, a pesar de la heterogeneidad de la obra de Bello, sus intervenciones se conjugan en una notable voluntad de pensar las condiciones que posibilitarían, en América Latina, la precisión de los códigos de una virtual normatividad: el proyecto de “quitarle a la costumbre la fuerza de la ley”15. Inscrita en la ideología de la Ilustración16 -que a la vez, según veremos, se problem atiza en él-, el trabajo de Bello es una múltiple y diversa reflexión sobre la relación entre lo local y lo universal, entre la particularidad y la totalidad, entre la especificidad de la acción y la ley social, entre el accidente y la norma, o -en términos más cercanos al tema que nos concierne aquí- entre la espontaneidad del habla popular y la sistematización de la lengua generada en el proceso de depuración y abstracción que posibilita la escritura17. Para Bello la gramática era un discurso fundacional del Estado m oderno. Dada la diversidad geográfica, étnica y lingüística del continente, Bello concibió la gramática como uno de los discursos capaces de imponer, sobre las partículas heterogéneas de América Latina, una estructura normativa y unificadora; estructura, a su vez, concomitante a una ética del habla que Bello consideraba funda­ mental para la constitución de la ciudadanía moderna. No es casual, en ese sentido, que al escribir su gram ática Bello apelara a un destinatario continental: “No tengo la pretensión de escribir para los castellanos. Mis lecciones se dirigen a mis hermanos, los habitantes de Hispano'-América” (G ram á tic a, p. 11). En el acto m ism o de nombrar a tal destinatario, mediante la metáfora inlerpelativa y familiar, el discurso prospectivo de la gram ática contribuía a form ar ese campo imaginario de identidad, trazando -precisamente en el mapa de una lengua unificada y administrada- los lugares y las fronteras 15. Bello, “E xp o sición de m otivos", C ódigo C ivil de la R e p ú b lica de C hile (1855), en O b r a s co m p letas, op. cit., X II, p. 4. 16. Sobre las ideologías racionalizadoras de la Ilustración, cf. T.W. A dorno y M ax Hork h eim er, D ia le c tic o f E n lig h te n m e iit, trad . J. C u m m in g (N ew York: T he S eab u ry P ress. 1972), p articu larm en te "T he C oncept o f E n lig h ten m en t", pp. 3-42: y T im othy R eiss, T h e D is c o u rs e o f M o d e rn is m (Ithaca: C ornell U niversity P ress, 1982). S obre el p ensam iento lingüístico de la Ilustración, ver Hans Aarsleff. F runi L ocke to S aussure: E ssays on th e S ludy o f L a n g u a g e a n d In te lle c tu a l H isto ry (M inneapolis: U niversity o f M innesota Press. 1982). 17. La escritu ra para Bello es un m ecanism o de “ g lo b alizació n ” . ligado al proyecto de "fijar el más fugitivo de los accidentes de la materia, y encadenar de este m odo el pensam iento m ism o, sum inistrando a cada hom bre m edios de com unicarse con todos los puntos del globo y co n to d as las g en eracio n es que han de su c ed erle [...]. La escritura no p o d ía ser sin o el re s u lta d o de una m u ltitu d de p e q u e ñ a s in v e n c io n e s g ra d u a le s a que c o n trib u y e ro n gran núm ero de siglos y probablem ente de pueblos, y que no estará del todo com pleto, sino cuando p o seam os un alfabeto perfecto, cual no tiene, ni tal vez ha tenido nación alguna” . “O rígenes y p ro g reso s del arte de esc rib ir”, O b r a s c o m p le ta s , X IX , p. 79. Sobre la relació n entre la o ralid ad y la escritu ra en el sig lo X IX h isp an o am erican o , cf. los trabajos citados de R am a (1 9 8 4 ), L u d m e r (1 9 8 8 ) y R am os (1 9 8 9 ). y p a rtic u la rm e n te el trab ajo m ás a b a rc a d o r de A n to n io C ornejo Polar, E s c rib ir en el a ire : e n sa y o so b re la h e te ro g e n e id a d so c io -c u ltu ra l en la s l ite r a tu r a s a n d in a s (Lim a: E ditorial H orizonte, 1994).

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posibles de la “fam ilia” hispanoam ericana futura18. Acaso hoy la pulsión sistematizadora que m oviliza el discurso de la gram ática en Bello pueda leerse como una instancia de ciencia ficción, como una ficción de la lengua. Pero nuestra ironía ante proyectos tota­ lizadores como el de Bello no debe permitirnos olvidar los efectos reales, institucionales, que bien pueden tener las ficciones de to ­ talización. La gramática de Bello sigue siendo hoy un texto canónico en su género, un clásico de la lengua donde se aprende el curso, el camino correcto, la ética del bien decir delineada por la lengua nacional, no sólo en América Latina, por cierto, sino incluso en España. De modo que pensar a Bello como uno de los grandes elaboradores de la ficción latinoamericana del siglo XIX no con­ tradice el hecho de que su sueño de la lengua efectivamente contribuyó a la institucionalización del español estándar en el continente, al menos a nivel de las élites dominantes. ¿Cuáles son los límites, las fronteras, de la representación gra­ matical? En Bello el discurso gramatical se erige en respuesta a un tenor específico: la monstruosidad, para el intelectual ilustrado, de la dispersión y fragmentación acarreadas por el uso popular de la lengua. Con gran temor, Bello frecuentemente compara la situa­ ción de la lengua en la América postcolonial, disueltas ya las redes institucionales del poder español, con la dispersión del latín en los años finales del Imperio Romano. Sobre la peligrosidad de los neologism os populares, es decir, sobre la presión que ejerce el cambio y la trasformación social en la estructura de la lengua, escribe Bello: [...] el mayor mal de todos, y el que, si no se atoja, va a privam os de las inapreciables ventajas de un lenguaje común, es la avenida de n eo­ logism os de construcción, que inunda y enturbia mucha parte de lo que se escribe en América, y alterando la estructura del idioma, tiende a convertirlo en una multitud de dialectos irregulares, licenciosos, bárbaros; em briones de idiom as futuros, que durante una larga elaboración repro­ ducirían en América lo que fue la Europa en el tenebroso período de la corrupción del latín. Chile, el Perú, Buenos Aires, M éxico, hablarían cada uno su lengua, o por mejor decir, varias lenguas, com o sucede en España, Italia y Francia, donde dominan ciertos idiom as provinciales, pero viven a su lado otros varios, oponiendo estorbos a la difusión de las luces, a la ejecución de las leyes, a la administración del Estado, a la unidad nacional. Una lengua es com o un cuerpo viviente: su vitalidad no consiste

en la constante identidad de elem entos, sino en la regular uniformidad de las funciones que estos ejercen, y de que proceden la forma y la índole que distinguen al todo (G ram ática, p. 12).

La metáfora de la lengua como “cuerpo viviente”, de la estructura com o subordinación de los “órganos” particulares en función de la “uniformidad” del todo, es uno de los principios organizadores de la reflexión lingüística en Bello. La metáfora del cuerpo, a su vez, desencadena cierta analogía higiénica o terapéutica, que es­ tablece una equivalencia entre la normatividad lingüística provista por el discurso gramatical y la salud de ese cueipo que confronta la amenaza de una enfermedad o corrupción: “Son muchos los vicios que bajo todos los aspectos se han introducido en el lenguaje de los chilenos y de los demás americanos. [...]. Sobre todo, -señala Bello- conviene extirpar estos hábitos viciosos en la primera edad, mediante el cuidado de los padres de familia y preceptores, a quienes dirigim os particularm ente nuestras advertencias [.,.]” 19. El cambio se representa como la energía incontenible de un flujo que altera y enturbia la estructura. El cambio -ligado a su vez a la instancia dialectal, local, de la lengua- es el flujo de la irregularidad, de embriones opuestos a la coherencia y plenitud de la estructura que la gram ática busca instituir. La monstruosidad del dialecto es en B ello lo otro del discurso gram atical, así como el objeto de su representación, en una lógica en que representar el dialecto impli­ caba la regularización de su forma, el sometimiento de su flujo a la estabilidad de la estructura. Representar la barbarie del dialecto implica ahí una estrategia de contención, un intento de dom inar la caótica espontaneidad y dispersión del habla popular mediante la codificación e implementación pedagógica de la ley de la lengua. No es casual, entonces, que la metáfora de la lengua como cuerpo equilibrado se deslice hacia otra analogía sumamente importante para- nosotros: la lengua debe tener funciones y mecanismos de regulación, como el ‘Estado mismo. En ese sentido, la representación y subordinación del habla popular en Bello proyecta, en el proceso mismo de depuración que im plica su norm atividad, el im pulso de territorialización social 19. A ndrés Bello, A d v erten cias so b re el uso de la lengua castellan a d irig id as a los p a d re s d e f a m ilia , p ro fe s o re s d e colegios y m a e s tro s de escu ela, en O b r a s c o m p letas. V, p. 147 (énfasis nuestro). En efecto, habría que pensar la higiene com o un m odelo que le provee a la gram ática y a otros discursos sobre el contacto (social, lingüístico, étnico) una serie de m etá­ fo ras clav es sobre la pureza, el contagio y la traza de lím ites sim bólicos que posibilitan la constitu ció n de la identidad. A nalizam os la relación entre los discursos sobre el cu eip o y la len g u a en “C uerpo, lengua, su b je tiv id ad " en este volu m en : y los usos d isc ip lin ario s de la h ig ien e en la co n stru cción del c u erp o -ciu d ad an o m oderno en "A C itizen-B ody: C holera in H avana (1 8 3 3 )” . en D ispositio (en prensa).

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generada en el proceso de constitución estatal. Más adelante re­ tom arem os la relación entre lengua y Estado. Por ahora digamos que el peso ideológico que Bello pone en la corrección y el bien decir no se explica en térm inos de un desinteresado formalismo. Para Bello la estructura gramatical era la condición m ism a de la racionalidad. Com o para los ideólogos de la Ilustración francesa -Condillac, sobre todo20-, que influyeron en su teoría de la lengua, para Bello la estructura lingüística, particularmente en su disposición sintáctica, constituye la armazón lógico-temporal de la racionalidad. Como señala Hans Aarsleff, en su discusión de las teorías lingüísticas de la Ilustración, “If thought has no succession in the mind, it does have a succession in discourse, where it is decomposed into many parts as the ideas it contains. As this happens we can observe what we do in thinking, we can render account o f it to ourselves; we can consequently learn to conduct our reflection. Thinking becomes an art, and it is the art o f speaking”21. En los discursos de la Ilustración operaba una visión teleológica de la historia lingüística, el movimiento progresivo, desde el grito que se suponía como la escena originaria de la com uni­ cación, hacia una lengua más completa y purificada; es decir, depurada de todo vestigio de la desarticulación bárbara o primitiva e ideal­ mente proyectada por la reflexión teórica en el registro estrictamente organizado y formal del código matemático. Sin embargo, para Bello, el progreso -desde la barbarie de la pasión prim itiva hacia la plenitud de una lengua estrictam ente racionalizada- no era un proceso espontáneo ni continuo, sino que se encontraba condicionado por accidentes históricos -como la crisis p o lítica e in stitucional en que se encontraba A m érica tras su emancipación, por ejemplo; crisis en que se anulaban las institu­ ciones directrices de la sociedad, lo que acarreaba un estado de dispersión similar al de la barbarie originaria-. En el plano de la lengua -y de la racionalidad que el orden lingüístico cristaliza- la crisis social generaba la incontenible dialectalización; es decir, la 20. Véase A m ado A lonso. "Introducción a los estudios gram aticales de A ndrés B ello” , en A ndrés Bello, O b r a s C o m p letas. V. pp. ix-lxxxvi. 21. A arsleff. o p . c it.. p. 164. M. F oucault enl'ali/.a la im portancia del bien d ecir com o paradigm a de la racionalidad en la epistem e clásica: "Saber es hablar com o se debe y com o lo prescribe la m archa del espíritu [...]. Las ciencias son idiomas bien hechos, en la m edida m ism a en que los idiom as son ciencias sin cultivo. Así, pues, todo idiom a está por rehacer: es decir, por explicar y ju zg ar a partir de este orden analítica que ninguno de ellos sigue con exactitud; y p o r reaju star ev entualm ente a fin de que la cadena de conocim ientos p u ed a aparecer con toda claridad, sin som bras ni lagunas. A sí pertenece a la naturaleza m ism a de la gram ática ser p rescriptiva, no po rque quiera im poner las norm as de un lenguaje bello, fiel a las reglas del gusto, sin o porque refiere la posibilidad radical de hablar al ordenam iento de la representa­ ción” . L as p a la b r a s y las cosas: a ñ a a rq u e o lo g ía de las ciencias h u m a n a s, trad. E.C. Frost (M éxico: S iglo X X I, 1976), p. 92.

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ausencia o desgaste de los mecanismos de centralización lingüística cuya anulación posibilitaba la reemergencia de la oralidad reprimida y el impacto de la particularidad del habla local y popular sobre el código central caído en crisis. De ahí que la tarea fundamental del discurso gramatical fuera la representación de las tendencias dispersantes y l'ragmentadoras de la oralidad popular, en una lógica, nuevamente, en que repre­ sentar “las prácticas viciosas de los americanos”, implicaba un ejercicio de subordinación y control. Para Bello, la gramática no era me­ ramente el efecto escolástico de una vocación anticuaría -según le reclamaban a Bello sus críticos románticos, sobre todo Sarmiento-22. Inseparable del discurso de la ley, la gramática se autoriza en función del proyecto modernizador, racionalizador, de las sociedades lati­ noamericanas, y se proyecta cpmo un paradigma de la racionalidad y como un dispositivo, un tekne, mediante el cual las sociedades podían dom inar y transform ar la “naturaleza” y espontaneidad de la pasión en el caótico mundo americano. La gramática, para Bello, era una sofisticada m áquina m oderna que destilaba una lógica ordenada del sentido -y de las estructuras verbales y morales de la ciudadanía- de la barbarie reinstaurada por la oralidad. No es casual, entonces, que según Bello la misión civilizadora del discurso gramatical -y su inevitable corolario: el canon literario- contribuiría a diferenciar a Am érica de la “barbarie” africana y asiática: ¿A qué se debe este progreso de civilización, esta ansia de mejoras sociales, esta sed de libertad? Si queremos saberlo, comparemos a la Europa y a la afortunada América, con los sombríos imperios del Asia, en que el despotism o hace pesar su cetro de hierro sobre cuellos encorvados de antemano por la ignorancia, o con las hordas africanas, en que el hombre, apenas superior a los brutos, es, com o ellos, un artículo de tráfico para sus propios hermanos. ¿Quién prendió en la Europa esclavizada las primeras centellas de libertad civil? ¿No fueron las letras?23

En Bello la misión civilizadora de la gramática y las letras se fundamenta en el proyecto de consolidación estatal por lo menos de tres modos específicos: primero, el discurso gramatical generaría, en su distribución pedagógica, una estabilización de la lengua y un código para la articulación del orden mercantil entre las regiones internas de las naciones y, sobre todo, para el comercio internacional

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hispanoam ericano. Sin ese código provisto por la centralización lingüística, “ [...] nuestra América reproducirá dentro de poco la confusión de idiomas, dialectos y jerigonzas, el caos babilónico de la Edad Media; y diez pueblos perderán uno de sus vínculos más poderosos de fraternidad, uno de sus más preciosos instrumentos de correspondencia y com ercio”24. Aclaramos: en términos de la constitución del orden moderno mercantil, la gramática no es meramente un “reflejo” de cambios “infraestructurales” o económicos de la nación. Complementado por otros dispositivos que intervienen en la administración lingüística -como la ortografía y la sistematización de la nomenclatura de pesos y medidas- el discurso gramatical posibilita esos cambios “infra­ estructurales” contribuyendo a racionalizar y a satisfacer las con­ diciones jurídico-lingüísticas presupuestas por el orden mercantil, precisam ente al establecer la lengua franca del contrato y del intercam bio, el nombre propio e insustituible de la m ercancía25. También ligada a la constitución jurídico-política de la nación, la segunda función estatal de la gramática se relaciona con la escritura de la ley. Para Bello, la centralización lingüística proyectada por el discurso gramatical era un requisito para “la ejecución de las leyes, [de] la administración del Estado, [dej la unidad nacional”.Esto, por un lado, porque la escritura de la ley requería, nuevamente, la fijación de su normatividad mediante un cógido “transparente” y “blanco”, depurado de cualquier tendencia al equívoco, al ruido que limitaría la interpretación exacta de sus sentencias. No es casual, entonces, que mientras redactaba el Código Civil de Chile, Bello escribiera gramáticas: como si la escritura de la ley presupusiera, en el lugar de la gramática, una reflexión igualmente ineluctable para la nación moderna sobre las condiciones de la lengua de la ley: la reflexión sobre las condiciones de su emisión e interpretación conectas administradas por la teoría y las políticas de la lengua. Finalmente, la función jurídico-política de la gramática se des­ prende de su trabajo en la invención de la ciudadanía. Y decimos invención porque, para Bello -como para tantos letrados fundadores

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de los estados americanos- la ciudadanía, la constitución de un sujeto jurídico moderno, evidentemente no era una categoría dada por la naturaleza ni por la historia colonial hispanoamericana; era más bien un cam po de identidad que debía construirse precisam ente en la transformación de los materiales “bárbaros” e indisciplinados de las poblaciones, sobre todo campesinas y subalternas, que se resistían a los distintos órdenes de la centralización política y cultural re­ q u e rid a po r la nación. A primera vista, la relación entre lengua y ciudadanía parecería rem itir al hecho bastante obvio de que el manejo del código estándar provee los instrumentos adecuados para el ejercicio, según señala el propio Bello, de “los derechos del ciudadano, y [de] los cargos a que son llam ados en el servicio de las com unidades o en la adm inistración inferior de la justicia”26. Sin embargo, la relación lengua-ley rebasa esa instancia instrumental. La lengua, hay que insistir, no es simplemente un instrumento de la ley. En la superficie de su forma, la lengua que la gramática busca instituir es la estructura misma, y no meramente el medio, en que se fragua la racionalidad de la ley; racionalidad que, a su vez, es inseparable de la ética del bien decir que fundamenta las categorías modernas de ciuda­ danía. ¿En qué consiste la moralidad del hablar bien, y cuál es su relación con la categoría del ciudadano moderno en Bello? En las correc­ ciones que Bello opera en el habla popular, conviene analizar los deslices figurativos de su propio discurso. Los dialectos que frag­ m entan la lengua, por ejem plo, son “licen cio so s”, “bárbaros” . Asimismo, el uso del vos entre la “ínfim a plebe” no sólo es un “barbarismo grosero”, sino “repugnante y vulgar”. Sistemáticamente la autoridad magisterial del que escribe se construye en la degra­ dación de la palabra-otra, por encima de los “intolerables vulga­ rism os” estigmatizados como “viciosos” y “corruptos”. La autoridad que se erige sobre la palabra maldita del pueblo no es simplemente norm ativa en un sentido lingüístico; la retórica de este discurso, el peso sentencioso de sus metáforas, apunta a la normatividad ética que la gram ática contribuye a instituir. Esto porque el m al-decir im plicaba, para Bello, un uso de la lengua demasiado pegado al cueipo, a la oralidad y a las pasiones identificadas con la oralidad y el cueipo que debían ser supeditadas, redirigidas -en el afectopatrio- por la racionalización estatal27. La moralidad del bien decir 26. A ndrés Bello, “ Discurso ea el A niversario de la Universidad de Chile en 1848", O b ra s c o m p le ta s IX. O p ú scu lo s lite ra rio s , p. 366. 27. D oris S om m er anali/.a la relación entre el am or y el p atrio tism o en F n u n d a tio n a l F ic tio n s . T h e N a tio n u l R o m a n e e s o!' L a tin A m e ric a (B erk eley : U niversity o f C alifornia P re ss, 1991).

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es asimismo notable en Jos contenidos de las citas del canon literario que, para Bello, forma el paradigm a de la corrección de donde abstrae su ley la gram ática al corregir la lengua baja del habla popular. Se trata, en efecto, de la articulación epistémica que conjuga el bien decir, la racionalidad y la m oralidad en el proyecto de constitución del ciudadano moderno. Así comenta Bello la relación entre la enseñanza de las letras, la lengua y la ciudadanía: Aquel departamento literario que posee de un m odo peculiar y em inente la cualidad de pulir las costumbres, que afina el lenguaje, haciéndolo vehículo fiel, hernioso, diáfano de las ideas [...]; que por la contemplación de la belleza ideal y de sus reflejos en las obras del genio, purifica el gusto, y concilla con los raptos audaces de la fantasía los derechos im ­ prescriptibles de la razón; que iniciando al m isino tiem po el alm a en estudios severos [...] fonna la primera disciplina del ser intelectual y moral, expone las leyes eternas de la inteligencia a fin de dirigir y afirmar sus pasos y desenvuelve los pliegues profundos del corazón, para preservarlo de extravíos funestos, para establecer sobre sólidas bases los derechos y los deberes del hombre28.

Al mediar entre los “raptos audaces de la fantasía y los derechos [...] de la razón”, la educación literaria y gramatical contribuye a la internalización de la ley, “desenvolviendo los pliegues profundos del corazón”, convirtiendo precisamente la pasión y el cueipo en el objeto de su maquinaria. De esta menera, hace posible el curso recto y sin extravíos del afecto, la instancia del amor civil en el que la pasión de la lengua pegada al cueipo quedaría anclada en las “sólidas bases” de los “derechos y los deberes del hom bre” . De ahí, por cierto, su reacción contra la poesía romántica, cuya progresiva autonom ización de la ley retórica y gram atical era identificada por Bello con la tendencia a la incorrección lingüística y a los excesos eróticos. También para la poesía Bello concebía la tarea de mediar entre la lengua alta de la razón cristalizada en la gramática y la tendencia al flujo, al extravío de la fantasía y la pasión del cueipo29. La poesía debía contribuir al sometimiento de

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la pasión y a su redistribución en la econom ía del afecto y la m oralidad del bien decir. Pero, a su vez, el concepto de la ciudadanía en Bello -precisa­ mente en la corrección de la ley colonial que el Estado futuro vendría a superar- presupone un excedente pasional sin el cual el amor por la lengua nacional sería impensable. La pasión es, en ese sentido, el límite y el objeto de los discursos de la racionalidad estatal, pero a su vez es el excedente físico necesario a partir del cual la ley del estado y de la lengua nacional son encarnadas en el afecto y el bien decir del ciudadano moderno. Tal es precisamente la paradoja de un poder que ya no funciona estrictamente mediante la mordaza y el silenciam iento del cuerpo, sino más bien con el proyecto -acaso nunca realizable- de fundar su legitimidad no ya en el castigo corporal, sino en el afecto del ciudadano que, a cam bio de la protección estatal, internaliza y entraña la ley, y la convierte en el aparato directriz de sus pasiones. En la lógica de ese poder profundam ente dividido y ambivalente -pues se nutre justam ente de la pasión- la lengua es la mediadora por excelencia entre el cuerpo y la ley, entre el movimiento de los órganos y la voz articulada, entre la accidentalidad de la pasión y la normatividad del afecto. Esa lógica en la que la pasión es doblemente el objeto temido y la materia prima de los discursos de la racionalización estatal se relaciona en Bello con su proto-nacionalismo lingüístico. Si bien la relación entre lengua y racionalidad parecería situar a Bello en el marco epistemológico de la Ilustración, por momentos la pasión americanista atraviesa su discurso racionalizador con notables efectos desestabilizadores. En varios momentos claves, Bello explícitamente renuncia a la tarea de una gramática universal, aunque señala que “hay ciertas leyes generales [que] dominan a todas las lenguas y constituyen una gramática universal” (G ram ática, p. 5). Asimismo, insiste en diferenciar los límites nacionales de su objeto, que sig­ nificativamente denomina “lengua nativa” (G ram ática, p. 5). Cierto nacionalismo lingüístico comienza a ser evidente en la introducción de Bello a G ra m á tic a de la lengua castellana: El habla de un pueblo es un sistema artificial de signos, que bajo muchos respectos se diferencia de los otros sistemas de la misma especie: de que sigue que cada lengua tiene su teoría particular, su gramática. N o debemos, pues, aplicar indistintamente a un idioma los principios, los términos, las analogías en que se resumen bien o mal las prácticas de otro. Esta misma palabra idioma está diciendo que cada lengua tiene su genio, su fisonomía, sus giros [...] (p. 5-6).

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¿En qué consistía el grado de especificidad de la lengua nativa o nacional? Distanciándose del universalismo de la Ilustración, para Bello la teoría de la lengua era un aspecto fundam ental de los emergentes discursos de la nacionalidad. Por cierto, la noción de la fiso n o m ía , com o particularización de una categoría general o universal, reaparece en el debate clave entre Bello y Jacinto Chacón sobre el modo adecuado de escribir la historia chilena. Allí, cuando rechaza la posibilidad de la imitación de los modelos historiográficos europeos, Bello postula la diferencia y la particularidad chilena precisam ente com o un punto ciego, im presentable, digam os, de acuerdo a los modelos europeos: ¿Podem os hallar en ellas [las historias europeas] a Chile, con sus acci­ dentes, su fisonom ía característica? [...] La nación chilena no es la humanidad en abstracto; es la humanidad bajo ciertas formas especiales com o los montes, valles y ríos de Chile; com o sus plantas y animales; com o las razas de sus habitantes; com o las circunstancias morales y políticas en que nuestra sociedad ha nacido y se desarrolla30.

La fisonom ía nacional no es, insiste Bello, la norma abstracta de la humanidad. Lo nacional se define, más bien, como un accidente de la norma universal. El accidente -que bien puede ser, para Bello, un desvío de la norma abstracta universal (i.e. europea)- marca la especificidad del carácter nacional. El genio de la nación “tiene su espíritu propio, sus facciones propias, sus instintos particulares” (“Autonomía”, p. 48). Y, según Bello, al intelectual postcolonial le correspondía la tarea de producir un saber capaz de precisar lo propio de esa fisonomía, los rasgos que diferenciarían la nación chilena (y en otro nivel, latinoamericana) de la humanidad en abstracto. En el plano de la lengua, la noción del accidente corresponde a la intervención del cambio, a la temporalización de la estructura en la fluidez del uso. La gramática nacional constituye su objeto en ese nivel accidentado de la lengua: “La filosofía de la gramática la reduciría yo a representar el uso bajo las fórmulas más com ­ prensivas y sim ples. Fundar estas fórm ulas en otros procederes intelectuales que los que real y verdaderamente guían al uso, es un lujo que la gramática no ha menester” (G ram ática, p. 7). Sólo a partir del uso, y del accidente que sufre la norma lingüística en la oralidad, es posible precisar el territorio de lo propio, la fisonomía o el genio particular del idioma nacional. De ahí que, a pesar del

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terror que en Bello produce la dispersión y la materia accidentada, fluida, de la oralidad, al mismo tiempo el desvío efectuado por la palabra oral en su temporalización de la norma es la condición que posibilita la fisonomía nacional, su diferenciación de la humanidad en abstracto. La palabra oral -y la dialectalización que Bello iden­ tifica con ella- bien podía implicar un estado instintivo, bárbaro o primitivo, de la comunicación, pero asimismo es la materia, el origen, el fundam ento m ism o de la diferencia que las nuevas naciones postulan al constituirse. Por ello, paradójicamente, él discurso de la lengua nacional reconoce en la palabra-otra -popular- su doble condición de posibilidad: primero, la palabra-otra -la mala palabraposibilita, por negación, la constitución del código del bien decir y la necesidad de la corrección pedagógica, y configura -digamosuna de las fronteras que demarcan el campo interior de la lengua nacional; y segundo, la palabra-otra -local o regional- constituye la instancia de particularización que le permite a la lengua nacional postular su especificidad. Esta doble necesidad escinde el discurso de la lengua nacional desde adentro, en la trayectoria m ism a de su postulación de una estructura nacional centralizada, obliterante de la heterogeneidad de los materiales con que trabaja, pero a su vez dependiente de la misma accidentalidad peligrosa que pretendía dominar, controlar, en su impulso centralizado!'. Se trata, en efecto, de la am bivalencia que en el discurso nacionalista genera su dependencia de la palabra “pueblo”: el pueblo que figura, para los intelectuales, como la categoría en nombre de la cual se legitima el discurso nacional, pero cuya indisciplina a la vez había que domesticar y subordinar. La palabra dialectal es irregular y monstruosa, demasiado pegada al cueipo de la pasión, pero es lo que, al mismo tiem po, define la diferencia latinoam ericana. Tal es precisamente la aporía irreductible y constitutiva del discurso gramatical que funda su legitim idad en nombre de la diferencia, y con el mism o m o­ vim iento intenta categorizar la particularidad de su objeto, some­ tiéndolo al discurso genei'alizador de la nación. III

No quisiera concluir sin retom ar -aunque sea lateral y desplazadamente- la escena alegórica que dio inicio a esta lectura. Quisiera comentar brevemente un cuento contemporáneo de “Izur”, que bien puede leerse como su doble invertido. Un cuento de Horacio Quiroga escrito precisamente en la Argentina en plena época de militancia contra los inm igrantes y su efecto de “contam inación” sobre la lengua nacional. El cuento se titula nada más y nada menos que

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“La lengua”31, título que bien podríam os leer en térm inos del contenido particular del relato en el que, nuevamente, alguien le saca la lengua al otro, literalmente, según veremos enseguida, pero que también remite a M engua, en el sentido analítico. Se trata otra vez de un relato sobre un médico, un dentista -un cirujano oral, digamos- quien tiene un desencuentro con un paciente. El paciente, Felippone, de evidente ascendencia italiana e inm igrante, es un “lengualargo” (p. 86) que habla mal -o m aldice, en más de un sentido- del dentista. Sobre todo habla mal de las “impulsividades de sangre” (p. 86) del médico, al cual hasta la más mínima “gota de sangre enloquecía” (p. 86). La circulación del maldecir de Felippone deja al dentista sin pacientes, quienes previsiblemente se protegen de la obsesión sanguínea del médico. Según declara el dentista, quien no por casualidad narra su historia, “cuando me convencí claramente de que su lengua había quebrado para siempre mi porvenir, resolví una cosa muy sencilla: arrancársela” (p. 87). Con paciencia el médico restablece el diálogo con Felippone, hasta que un día el incauto italiano, perturbado por un dolor de muelas, le pide asistencia médica al dentista. Se sienta en la butaca y abre la boca: “-Abre más la boca- le dije. Felippone la abrió. Metí la mano izquierda, le sujeté rápidamente la lengua y se la corté de raíz” (p. 88). Después del primer corte -esa incisión radical del estilete en la lengua, bien atrás, casi cerca de la garganta- el médico comete la imprudencia de m irar dentro de la boca sangrienta de Felippone. Observa, entre la ola de sangre, un “maldito retoño”, y más, “ ¡maldición!, que subían dos nuevas lengüitas moviéndose” (p. 88). Las arranca nuevamente y mira adentro, sólo para descubrir que las lengüitas se multiplicaban vertiginosamente (p. 87) con una demencial velocidad (p. 88). Entonces, pierde esperanza de “poder dom inar aquella m onstruosa reproducción”. El dentista saca un revólver y le pega un tiro en la caía a Felippone. Pero de la “boca salía un pulpo de lenguas” (p. 88). Con una rapidez vertiginosa e indecible, más allá del dominio de la gramaticalidad, las lenguas descaradas continuaron la fiesta de su proliferación: “ ¡Las lenguas! Ya com enzaban a pronunciar mi nom bre...” (p. 88), concluye el dentista. Insoportable pesadilla, no cabe duda, la de ese paranoico m édico de la lengua.

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2 CUERPO, LENGUA, SUBJETIVIDAD*

¿Quién eres? ¿Cuál es tu patria?

Epígrafe de Sab

I Ante la pregunta por la constitución de la subjetividad y su relación con la literatura, particularmente la novela en el siglo XIX, quisiera situarme en los límites que demarcan -y al demarcar hacen posible- la configuración de un campo emergente de identidad. Tbles límites escinden, en el caso particular que nos concierne, lo blanco de lo negro, la lengua propia de la de otro, el adentro del afuera. Y entre medio (es un decir) la zona menos visible y administrable de la hibridez: el esclavo que escribe con la letra de un hombre blanco, como Manzano, o la mulata que pasa, como Cecilia, y al pasar disimula y deshace los bordes y la integridad de las categorías diferenciales duras postuladas por un proyecto de fundación na­ cional articulado en torno de una com pleja tropología de conta­ minación y pureza. Sobre esa zona maleable y porosa agudiza su foco el ojo vigilante desde donde se articula la ficción abolicionista. El corpus, no estrictamente literario, por cierto, es sin embargo bastante preciso: los discursos sobre la lengua, el cueipo y su relación con la nación futura en el abolicionismo cubano, particularmente los materiales recopilados por Domingo del Monte para el dossier del antiesclavista británico Richard M adden1. La coyuntura es bien conocida: se trata, a partir de 1830, de la proliferación de discursos reformistas sobre el estatuto jurídico, médico y lingüístico de los

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esclavos2; reflexiones críticas de la esclavitud, sin duda, aunque desencadenadas por el terror de la élite criolla ante el contácto racial y lingüístico, una de las aporías insoslayables que confronta el proyecto de fundación nacional entonces en ciernes y que la novela, en la superficie misma de su forma, en su trabajo con la hetero­ geneidad lingüística, intentó superar. Por otro lado, de entrada conviene aclarar que no pretenderemos buscar en estos materiales, generados desde los intereses y las luchas internas de una zona del campo del poder en vías de reorganización, la presencia, la voz “propia”, autónoma, del esclavo; ésa es más bien una de las fábulas legitimadoras de los discursos que anali­ zamos, que en buena medida son ficciones del habla del esclavo y que asimismo postulan, en la interpelación al habla, la constitución del esclavo en sujeto autónomo. Discursos de fuerte reclamo tes­ tim onial que frecuentemente autorizan su proyecto racionalizado!y escriturario en nombre y con la voz del otro. Por supuesto, tampoco quiere decir esto que los esclavos y sus descendientes en Cuba, quienes hacia 1830 -amenazantemente, para los blancos- se acer­ caban a ser la mayor paite de la población3, ocuparan meramente un lugar im aginario en las fantasías de las élites criollas. Sus m ecanism os de resistencia y contradiscurso continúan siendo do­ cum entados, y en buena m edida deciden la especificidad de la form ación de la cultura nacional cubana. Pero tal documentación no es aquí el objetivo primario de la lectura. Producidos pocas décadas después de la revolución en Haití, los discursos sobre la heterogeneidad etno-lingüística en Cuba, en tanto enigm a que debía ser resuelto, develado, en el proceso de la configuración nacional, nos hablan más bien sobre las fobias de la propia élite liberal, aún tímidamente modernizadora, que articula las representaciones de los esclavos. En esas representaciones la élite liberal elabora, especularm ente, sus categorías de identidad, de raza, de lengua, de ciudadanía, acaso sin llegar a dominar nunca su propia ansiedad ante la ineluctable heterogeneidad étnica que, por otro lado, motiva y paradójicamente estimula la proliferación de discursos de orden y condensación. En ese sentido, el proceso del “imagining” nacional está desde adentro minado por el estímulo de su propia negación, por la huella de esa heterogeneidad que 2. El estudio histórico principal del período se encuentra en: Manuel M oreno Fraginals, El in g en io . C o m p lejo económ ico social c u b a n o del a z ú c a r (La H abana: E ditorial de Ciencias S ociales), vol. II, pp. 5-90. 3. En efecto, el "d esbalance" dem ográfico es uno de los disparadores de los argum entos refo rm istas co n tra la esclav itu d . V éase, por ejem p lo , el fo lleto del id eó lo g o p rin cip al del ab o licio n ism o . J. A. Saco, M i p r im e r a p r e g u n ta . ¿ L a ab o lició n del co m ercio de esclavos a fric a n o s a r r u i n a r á o a t r a s a r á la a g ric u ltu ra c u b a n a ? (M adrid: Im prenta M arcelino C ale­ ro , 1837).

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no cesa de reemerger, sobre todo en la ficción, com o un resto inapropiable, aunque constitutivo de la nación a lo largo de todo el proceso de su inconcluso devenir4. Se trata de discursos que emergen a m edida que com ienza a fracturarse la hegemonía del orden jurídico y simbólico de la esclavitud y su particular política del cuerpo, basada en la tortura y el trabajo forzado. En tal coyuntura, los emergentes discursos abolicionistas, sin duda minados de contradicciones, registran el paso, en la Cuba aún colonial y esclavista, hacia la constitución de categorías jurídicas modernas basadas en un nuevo régimen de propiedad5. Tal régimen de propiedad suponía la elaboración de una nueva relación entre el poder y el cueipo fundada en la disciplina, en la productividad y en la higiene. Por el reverso del silencio al cual la tortura reducía el lugar del esclavo, el orden emergente proyectaba, inicialmente en la ficción y en los debates jurídicos sobre el testim onio de s'übalternos, la transformación del esclavo en sujeto del discurso, sujeto en tanto capaz de hablar y reflexionar sobre su cueipo -la instancia m ím ina de propiedad en el discurso liberal clásico-. La incorporación del esclavo a la racionalidad de la lengua -propuesta por la ficción bastante antes de que el campo jurídico o pedagógico se planteara la posibilidad- proyectaba la transformación del esclavo en ciudadano moderno: sujeto de la ley que internaliza las con­ diciones de un nuevo contrato social, no ya basado en el control por suplicio, sino en las complejas redes de subjetivación y auto­ administración del alma6. No es casual, en ese sentido, que el momento 4. En cuanto a la noción del resto com o instancia de una tensión irresuelta que posibilita la constitución de la identidad, conviene rem itir a la reflexión sobre el “síntom a" en Zizék y a su crítica de la categ o ría de la ideología en el m arxism o clásico com o un p ro ceso orgánico de subjetivación y resolución efectiva de contradicciones im aginarias: “ How, then, can we define the M arxian sym ptom ? Marx ‘invented the sym ptom - (Lacan) by m eans of detecting a certain fissure, an asym m etry, a certain 'pathological' im balance which belies the universalism o f the bourgeois ‘rights and d u ties’. T his im balance, far from announcing the im perfect realization o f these universal principles -that is. an insufficiency to be abolished by further developm entfunctions as the constitutive m om ent: the ‘sym ptom ’ is, strictly speaking, a particular elem ent which subverts its own universal foundation, a species subverting its own genus. In this sense, we can say that the elem entary M arxist procedure o f 'criticism of ideology’ is already ‘sym pto­ m atic’: it consists o f detecting a point o f breakdow n heterogeneous to a given ideological field and at the sam e tim e necessary for that field to achieve its closure, its accom plished form .” Slavoj Zizék. T h e S ublim e O b je c t o f Ideology (London: Verso, 1989), p. 21. 5.Cf. R eb ecca J. S cott. S lav e E m a n c ip a tio n in C u b a . T h e T ra n s itio n to F re e L a b o r, 1860-1899 (Princeton: Princeton U niversity P ress, 1985), S obre los debates ju ríd ico s y filo ­ sóficos en torno a la esclavitud, ver O rlando Patterson, S lavery an d S ocial D eath . A C o m p a­ r a tiv e S tu d y (C am bridge: H arvard U niversity P ress, 1982). 6.Cf. M. Foucault, L a v e rd a d y las fo rm a s ju ríd ic a s (México: Gedisa, 1983), pp. 91-114. Por otro lado, habría que insistir en las contradicciones específicas que confronta el proceso de consti­ tución de la “sociedad disciplinaria” en las sociedades latinoam ericanas. Sobre la relación entre la categoría del su jeto y la constitución de la ciudadanía m oderna, cf. E tienne Balibar, “Citizen Subject", en E. Cadava. P. Connor y J-L. Nancy, eds.. W ho C oinés A fter th e S u b ject? (New York: Routledge. 1991), pp. 33-57.

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inaugural del género antiesclavista, en el círculo de Del Monte, fuera la interpelación del esclavo Juan Francisco Manzano; su relato au­ tobiográfico, de marcado tono confesional, fue escrito en respuesta a la exigencia por paite de los letrados reformistas de un testimonio sobre la tortura y la brutalidad del régimen esclavista7. En efecto, la A utobiografía de Manzano es una minuciosa reflexión sobre el dolor físico que el sujeto, constituido en el mismo proceso de su representación del dolor, astutamente intercam bia por el costo de su m anum isión y autonom ía jurídica8. Una de las hipótesis básicas de este trabajo es que la instancia de discontinuidad entre los órdenes jurídicos de la esclavitud y la ciudadanía, en los momentos inaugurales de la constitución nacio­ nal, pasa por la reorganización de la lengua y su relación con la categoría del cuerpo9. La ficción -y las formas de representación del discurso que configuran la especificidad genérica de la novelascontribuyeron notablemente a la reflexión necesaria para la trans­ form ación del esclavo -hasta entonces reducido a la categoría de un cuerpo am ordazado y torturado- en subjetividad, en nom bre propio -con derecho al habla- com o en el testim onio clave de M anzano. Ahí la ficción provee un prospectivo archivo de dife­ rencias, un elaborado taller de exploración, no sólo de diferentes “palabras” en pugna en un m undo-de-vida que debía ser centra­ lizado bajo la ley de la lengua nacional, sino también de posiciones discursivas nuevas y modelos de contacto y jerarquización entre las mismas en el espacio aún virtual de la nación futura. Por su 7. Sobre la “ interpelación de los individuos com o sujetos" en tanto rasgo distintivo de la ideología en el capitalism o y com o condición requerida para el establecim iento de un orden sim bólico-jurídico m oderno, cf. el texto clásico de L. Althusser, “ Ideology and Ideological State A pparatuses" (1970), en E ssay s on Ideology (London: Verso. 1976). pp. 1-60. Sobre Manzano, ver las lúcidas lecturas de S y lv ia M olloy, “F rom S erf to Se) 1: T he A u to b io g rap h y o f Juan F ran cisco M anzano" en A t F a c e V alu é: A u to b io g ra p h ic a l W rU ing in S p a n ish A m e ric a (C am bridge: C am bridge Univ ersity P ress, 1991), p p. 36-54; y A n to n io V era-León, “ Juan F ran cisco M anzano: el estilo b árb aro d e la n ació n ” , H isp a m é rie a . 60, 1991, pp. 3-22 .Ver tam bién el capítulo “La ley es o tra ..." en este volum en. 8. Sobre la representación del dolor com o escena originaria de la constitución de un nuevo orden sim bólico o discursivo, cf. Elaine Scarry, T he liody in P ain . T h e M aking a n d U n m ak in g o f (lie W o rld (New York: O xford University Press, 1985). 9. Ver M. Foucault, D iscipline an d Punisli. T h e Itlrtli o f the P rison, trad. A. Sheridan (New York: Vintage Books, 1979); y Josefina Ludmer, El gén ero gauchesco. Un tr a ta d o sobre la p a tria (Buenos Aires: Editorial Sudam ericana, 1988). 10. Sobre las form as de representación del discurso en la novela, ver M.M. Bakhtin. “ Discourse in the Novel", en T h e D ialogic Im agination. M. Holquist, ed.. trad. C. Emerson y Holquist (Austin: The U niversity of Texas Press, 1981), pp. 259-422; y V.N. Volosinov. M arxism a n d the P hilosophy o f L an g u ag e, trad. L. M atejka and I.R. Titunik (C am bridge: Harvard University Press, 1986). También resulta fundam ental el análisis de las dinám icas de la subjetividad en el discurso directo e in d ire cto en A nn B anfield. U n s p e a k a b le S en tv n ces. N a r r a tio n a n d R e p re s e n ta tio n in th e L a n g u a g e o f F ictio n (L ondon: R outledge and K egan Paul, 1982). P or su parte, Pier Paolo P asolini analiza la relación entre las jerarq u ías trazadas en la representación del discurso en fu n c ió n del p ro y e c to de co n stru cció n de la len g u a n acio n al en Italia; ver su E m p iris m o e re tic o . S aggi (Rom a: G arzanti E ditore, 1972), particularm ente “ N uove Q uestioni L inguistic h e ” , pp. 5-24.

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flexibilidad retórica, por el trabajo con la heterogeneidad lingüística que la distingue, la novela se convierte así en un género privilegiado, incluso más que la gramática y sus taxonomías, para la reflexión sobre las posibilidades de una lengua nacional; condición, no sólo para la instalación de las redes comerciales y político-jurídicas de la nación moderna, sino también para el establecimiento del orden simbólico requerido para la invención de la ciudadanía moderna11. II Para particularizar estas hipótesis, quisiera comentar un texto relativamente desconocido, escrito por una de las figuras claves del círculo delmontino, el novelista Anselmo Suárez y Romero. La importancia de este texto menor, una crónica periodística titulada “Ingenios”12, es al menos doble. Es la “fuente” documental, tes­ timonial, en que Suárez y Romero basa una escena clave de su novela, Francisco o las delicias del cam po13, la primera en la serie antiesclavista; me refiero a la escena del baile de esclavos en los márgenes del ingenio azucarero, que luego ha pasado a ser un pequeño clásico de la etnografía y la musicología cubana, lo que nos permitirá especular un poco sobre el paso del “documento” a la ficción, y nos recuerda también la importancia de la ficción para la configuración retórica de la “ciencia” etnográfica futura14. Más aún, la escena, en la que un viajero de la ciudad da testimonio a un destinatario urbano de una fiesta secreta de esclavos, condensa

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la economía, la distribución de los lugares de enunciación y las posiciones de los participantes, en el cuadro de constitución de un sujeto subalterno puesto inicialmente por el que mira en el lugar de un cueipo cuya inscripción diferencial -en los límites de la lengua, de la blancura, de la hum anidad m ism a- posibilita a su vez la constitución de la identidad del sujeto dominante que allí piensa, enuncia y escribe contra el orden esclavista. Doblemente primaria, entonces, conviene leer la escena con cierto detenimiento: Aunque era sábado la negrada sacaba faena chapeando en el platanal; hacíala allí por ser de noche, no obstante la claridad de la luna, y porque para aquélla se escogen de ordinario los puntos donde haya menos riesgo de que padezcan las labranzas. Cerca de las ocho paró el trabajo; una campanada tocó la queda, y los negros, que la aguardaban impacientes, echaron a correr hacia las márgenes del río que pasa por el ingenio a cortar haces de yerba de guinea que traer a los caballos. Cada cual cortó una buena porción, la ató con bejucos, y la cargó en la cabeza; unos metieron los machetes dentro de la yerba, otros en las vainas, y las negras los colgaron en la tira de cuero con que se ciñen el talle a manera de cinturón; el contramayoral se colocó el último de todos, y en este orden, aglomerados los varones y las hembras, los chicos y los grandes, y hablando un guirigay a su manera, entraron en el ancho batey. Venían haciendo una estrepitosa algazara cantando y riéndose todos a un tiempo, como quienes habían trabajado sin cesar toda la semana. Apenas botaron la yerba en la pila, se dirigió el más viejo y ladino de ellos a la casa de vivienda, mientras los otros se quedaron aguardándolo, hechos un montón, a corta distancia. Venía a pedir licencia para que en señal de haber llegado aquel día los amos los dejasen bailar tambor. Poco después tomó el viejo adonde los otros, en cuya repentina vocería y carreras hacia los bohíos bien se demostró que había alcanzado éxito favorable la solicitud. No fue menester más para que yo, que me divierto tanto en observar estas cosas, siempre nuevas para quien viene de la ciudad al campo, saliese inmediatamente detrás de la negrada encaminándome también a los bohíos. Cuando llegué ya se habían sacado los tambores a un pequeño limpio circular y pelado de yerba, ciertamente con el roce continuo de los pies; me escondí detrás de un árbol, porque en habiendo algún blanco delante, los negros se avergüenzan y ni cantan ni bailan; y desde allí pude observarlos a mi sabor. Dos negros mozos cogieron los tambores, y sin calentarlos siquiera co­ menzaron a llamar, Ínterin los demás encendían en el suelo una candela con paja seca o bailaban cada cual por su lado. [...] ¿Y qué figuras hacían los bailadores? Siempre ajustados los movimientos a los varios compases del tambor, ora trazaban círculos, la cabeza a un lado, meneando los brazos, la mujer tras del hombre, el hombre tras de la mujer; ora bailaban 28

uno enfrente de otro, ya acercándose, ya huyéndose; ora se ponían a virar, es decir, a dar una vuelta rápidamente sobre un pie, y luego, al volverse de cara, abrían los brazos y los extendían, y saltaban sacando el vientre. [...] ¡Qué bulla, qué gritería, qué desorden am igo mío! Ya he dicho que sólo dos bailaban en medio; pero ¿quién contiene a los negros de nación y a los criollos que con ellos viven, en oyendo tocar tambor? A sí es que por brincar se salían m uchos de la fila, y aparte de todos, com o unos locos, mataban su deseo hasta m ás no poder, hasta que bañados de sudor y relucientes com o si los hubiesen barnizado, hijadeando, casi faltos de resuello, se incorporaban nuevamente en la fila (pp. 198-9).

La escena proto-etnogrática se construye en torno a la figura de un sujeto que mira, un voyeur que, invisible para los negros, enfatiza su distancia del campo observado. ¿Qué pulsión m oviliza la cu­ riosidad del voyeur, qué relato construye sobre su escena primaria?15 Ahí se inscribe una de las posiciones básicas desde donde se articulan los discursos sobre el negro en Cuba, más allá del archivo anties­ clavista, por lo menos hasta la etapa crim inológica de Fernando Ortiz en El h am p a afro-cubana, y su dialogante novelístico, EcueY am ba-O de Carpentieri el lugar del intelectual como espía e intérprete de los movimientos de un cuerpo enigmático que el discurso marca con ciertos rasgos diferenciales específicos -raciales, lingüísticos, morales-, y la representación de la expresividad de los esclavos como efecto de una actividad secreta: el “incomprensible guirigay” de los esclavos, que el destinatario urbano no comprende, y que debía ser descifrado y depurado por la traducción que ofrece el m ediador curioso. Esa posición privilegiada se inscribe mediante el recorte de un campo muy reducido de visibilidad con límites precisos: el pequeño círculo pelado de yerba donde bailan los esclavos. El rigor del recorte que impone la mirada de quien permanece escondido contrasta con la energía, el movimiento desbordante, que el voyeur le atribuye a los negros. En contrapunto con el rigor -y la lengua misma- del que vigila, esa energía desordenada y ruidosa figura ahí como un fenómeno estrictamente físico, irracional y desarticulado, ligado al deseo y a la amoralidad casi animal de los cueipos danzantes. En otras zonas de los discursos sobre el cuerpo, en el proyecto de regulación del espacio urbano en la M em oria so b re la vagancia en C u b a de Saco, por ejemplo, o en el peso de la mirada taxonómica,

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jerarquizante, del narrador en Cecilia de Villaverde, constataríamos la relación mucho más elaborada entre el poder de esa visibilidad y la voluntad disciplinaria anticipada por la breve escena. Y por el reverso de esa distancia vigilante, comprobamos tam bién una paradoja que tanto Saco como Hegel no cesaron de enfatizar: la reificación del esclavo en el lugar del cuerpo -en el lugar del trabajo, del fundamento productivo de la sociedad, de la alimentación, de la sexualidad y de la reproducción misma- genera, para esa mente que se distancia del cuerpo, la dependencia (y el deseo) del objeto mismo de su abyección. Es la paradoja del voyeitr -el que sólo puede m irar-'que en el caso de Cecilia, por ejemplo, se exaspera en la ambivalente atracción del narrador por los signos de una sexualidad que, según la lógica misma de la novela, fomenta el mestizaje y deshace así la posibilidad de una nación que debía ser fundada, según el discurso autorial, sobre la base de categorías puras de identidad racial16. Ante la barbarie de los cuerpos cobra espesor la moralidad, la racionalidad, la lengua y la blancura del que los representa. Y algo más: en el llamado al destinatario, “mi amigo”, lector de un periódico urbano, se cristaliza otra identificación cuya fam iliaridad -im agi­ naria- es el reverso mismo de la extrañeza enfática del voyeur ante los cuerpos negros espiados. “Mira, mamá, un negro”, recordaba Fanón17, señalando cómo la designación, en ese esquema diferencial 16. En buena m edida, la inscripción de la mirada sobre el cuerpo del otro en los discursos disciplinarios del abolicionism o, lejos de proponer un m odelo de "m estizaje" com o solución a la heterogeneidad racial, se encuentra motivada por las fantasías fóbicas de "contagio" y "contam ina­ c ió n ” . Tales fobias son centrales al proceso del "im agining" nacional y se cristalizan en una notable tropología de la pureza que asim ism o sobredeterm ina la representación de la diversidad lingüística en las form as del discurso referido en las novelas. .Sin em bargo, la retórica de la pureza y del contagio no fue estrictam ente una invención literaria; remite más bien a las representaciones del cu erp o y la transm isión articuladas por el discurso higiénico que cobra un papel fundam ental en la producción de categorías de límites y territorialidad para la nación futura, particularm ente después de la desastrosa epidem ia del cólera que azotó a Cuba en 1833 (precisam ente en la etapa inaugural del abolicionism o). Saco, entre otros, escribió sobre la epidem ia, que para m uchos había sido traída a la Isla por esclavos africanos. Sobre las representaciones de la epidem ia de 1833 en La Habana, ver J. R am os, "A C itizen-B ody. C holera in Iiuvana (1833)", que aparecerá próxim am ente en D ispositio. Significativam ente, tanto en los manuales de higiene com o en las novelas del período, la nodriza es una figura clave de contacto y com unicación entre las castas. En general se pensaba, hasta bien entrado el siglo XX, que las nodrizas negras o mulatas no sólo transmitían enferm edades físicas a los niños de la élite criolla, sino que tam bién com unicaban vicios morales y sicológicos. Las nodrizas tam bién enseñaban la lengua a los niños de la élite: de ahí que el discurso sobre la leche -sobre la m ala leche- frecuentem ente se deslice en m etáforas sobre la contam inación lingüística. S obre la im portancia de las m etáforas de pureza y contam inación en el proceso de construcción de las categorías de límites y territorialidad que fundam entan los discursos de la identidad social, ver el estudio clásico de Mary Douglas. Purity and D anger (New York: Frederick A. Praeger. 1966). S o b re el p oder sim bólico de la higiene, ver tam bién G eorges Vigarello. Le propre t t le sale. L’h ygién e du corps depuis le M oyen Age (París: Editions du Seuil. 1985); y D om inique Laporte, H istoria de la m ierda, trad. N. Pérez de Lara (Valencia: Pre textos, 1980). 17. Franz Fanón, Black Skin, YVliile M asks (1952). Charles Lam M arkman, trad. (New York: G rove W eidenfeld), pp. 111-2.

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en que se inscriben (y se distorsionan) el cuerpo y la lengua del negro, con el m ism o m ovim iento de su fobia hace posible la identificación, el “imagining” familiar. Tal vez ahí radique uno de los problemas claves de las hipótesis de Benedict Anderson sobre el nacionalismo como una construcción de alianzas paiticipatorias18. Las alianzas -como la del narrador en nuestra escena con el lector del periódico- implican la agonística subyacente, digamos, de una violencia fundatriz, las pugnas irreductibles que la “com unidad” intenta sublimar, y de las cuales la lógica misma del “imagining” com unitario, por supuesto, no puede dar cuenta. Ahora bien: es notable cómo la reescritura de la escena etno­ gráfica en la novela de Suárez y Romero, Francisco o las delicias del cam po, boira el lugar del que espía en la crónica y desplaza la perspectiva a un narrador om nisciente. Por el reverso de esa elisión, correlativamente la novela suple una nueva posición a la escena, muy reveladora en térm inos de nuestra pregunta por la subjetividad. El protagonista, Francisco, esclavo doméstico, letrado como Sab en la novela de Gertrudis Gómez de Avellaneda, y desterrado al ingenio por castigo, observa los cueipos danzantes de los otros esclavos desde una distancia casi simétrica a la del voyeur en la escena etnográfica: “Sólo Francisco no se mezclaba en tales rego­ cijos; sentado sobre un trozo de madera, junto a la fogata, con­ templaba tristemente aquel cuadro bullicioso [...]” (p, 111). La simetría entre la perspectiva de Francisco y la del voyeur corrobora algo que sugerimos antes: el sitio de la subjetividad se traza, en el don de la lengua, como efecto de un distanciamiento del lugar del cueipo que así constituye al personaje como un individuo autorreflexivo y contem plativo. Esa es, por cierto, la misma trayectoria del esclavo Juan Francisco Manzano, quien insistentem ente en su A utobiografía evita desde pequeño el “roce” con los cueipos de los otros esclavos; el gesto del esclavo pudoroso que intenta, en la insistencia del baño o en el reconocimiento de la función individualizadora de la ropa, cubrir y controlar su propia corporalidad -objeto constitutivo del poder del amo- y reconoce, con aguda lucidez, que la escritura consignaba el poder -hasta entonces reservado al amo- de situar al sujeto fuera o por encima del cueipo doliente y explotado, incluso el propio. Escribir, asumir el discurso -y con él inscribirse en las categorías de una subjetividad definida por el amo- era para Manzano escribir

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f:

sobre el cuerpo, pero evidentemente no en una escena festiva de reencuentro con la corporalidad, como quem a hacernos pensar cierto procedimiento estereotipificador, muy actual, que identifica la escritura subalterna con un saber idealizado, fundado en la experiencia inmediata de la corporalidad. En cambio, para Manzano, como para Francisco, quien también era “Pico de Oro”, según se autonominaba el autobiógrafo, entrar a la economía del discurso, de la gramática y la representación presuponía un distanciam iento enfático de la corporalidad, un salto, muy incómodo y contradictorio, sin duda, al lugar aparentemente incorpóreo de la escritura, del espíritu, del ojo distante que sólo puede mirar y representar19. En la lógica de la novela de Suárez y Romero, esa distancia hace posible la humanidad y el heroísmo de Francisco, cuya elocuencia y racionalidad, recalcadas por el narrador a lo largo del relato, lo convierten en el lím ite de una humanidad reconstituida, negadora, está claro, del suplicio y la tortura del régim en anterior, pero igualmente rigurosa y disciplinaria en su trabajo sobre el cueipo, en su política fundada en la identificación, en la interpelación al habla y en la autocontem plación.

III

Conviene retomar ahora, para concluir, la hipótesis sobre la relación entre el proyecto de la lengua nacional y la novela que planteamos al inicio de este trabajo, y preguntarnos: ¿había algo específico en la lógica del género, en su retórica y modos de representación, que predisponían la novela a proyectar las categorías de la nación futura? Sin recurrir a homologías, a un paralelo entre el “interior” de las relaciones actanciales y el “exterior” de los grupos que buscaban conjugar el “imagining” nacional, por ejemplo, creo que sería posible replantear el papel político de la ficción en términos de los materiales mism os con que trabaja el género. Materiales que para la novela son irred u ctib lem en te d iscu rsiv o s, procesados y jerarq u izad o s mediante las formas de representación del discurso. Particularmente en las zonas latinoamericanas donde la heterogeneidad etno-lingüística configuraba una de las contradicciones básicas de la nación, 19. P or otro lado, ¿cóm o m arca el cueipo del esclavo la supuesta incorporeidad de la escritura? Si bien es cierto que M anzano llega a la escritura m ediante un estratégico proceso m im ético, apropiando la letra del amo, su m im etism o som ete la "esencia" del am o -el espíritu de su ley y su escritura- a una duplicación que sitúa la escritura en el lugar del objeto representado (el cuerpo) y la vacía, en consecuencia, de su reclam o universalista o esencial. Para M anzano la letra cesa de ser espíritu, se convierte en m ateria som etible al uso, a la práctica, a la tem poralidad. Esta lectura de M anzano se desarrolla en el capítulo "La ley es otrtr. literatura y constitución del sujeto jurídico" en este volum en.

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la novela, decíamos, armó una especie de taller donde la emergente racionalidad estatal -que buscaba cristalizarse en la estructura de la lengua nacional- exploraba las posibles articulaciones entre las diferentes “palabras” o discursos, dialectos, lenguas, jergas de grupos, que pugnaban en el campo intensamente conflictivo de la m ulti­ plicidad etno-lingüística. Si la heterogeneidad lingüística era una de las zonas que la hipóstasis nacional debía condensar, entonces no es casual que la novela, por la heteroglosia en la constitución de la form a misma del género, cumpliera un papel clave. Como señala Bajtin: La novela puede definirse com o una diversidad de instancias discursivas (a veces incluso diversidad de lenguas) y una diversidad de v oces in ­ dividuales, organizadas artísticamente. La estratificación interna de cual­ quier lengua nacional en sociolectos, discursos distintivos del com por­ tamiento particular de grupos, en jergas profesionales, en géneros, dis­ cursos generacionales, lenguajes tendenciosos o ideológicos, lenguas de las autoridades que rigen en los diferentes círculos y de las modas, lenguas que trabajan según las necesidades políticas del m om ento (pues cada día tiene su consigna, su vocabulario, sus acentos) -tal estratificación de la lengua presente en toda lengua nacional en cada m om ento de su ex is­ tencia histórica-, es el prerrequisito indispensable de la novela com o género. La novela es una orquestación de tal heterogeneidad, la totalidad del mundo de los objetos y las ideas proyectadas y expresadas en él, m ediante la diversidad social de tipos discursivos y mediante la d ife­ renciación de voces individuales que florecen bajo tales condiciones20.

Aunque Bajtin reconoce el impulso totalizador, condensador, que puede cumplir la “orquestación artística” en el trabajo con la diversidad de los m ateriales que atraviesan la lengua nacional, su enfática voluntad populista tiende a proyectar la heteroglosia, la m ultipli­ cidad de voces en el discurso novelístico, como un proceso nive­ lador en el que cada frase o tipo de habla, y las ideologías im ­ pregnadas en su forma, parecerían compartir dialógicamente el espacio de la representación. El concepto del diálogo en Bajtin tiende así a borrar las constricciones institucionales, las jerarquías que regulan el contacto entre los diferentes discursos en la novela. Esa obli­ teración le im pide a Bajtin explicitar la posible tendencia a la hegemonía que estimula el proceso de “orquestación”. La metáfora musical otorga prioridad a una armonía polifónica, borrando, así, la disonancia y la guerra entre discursos, palabras, acentos y 20. M. Bakhtin, "D iscourse in the Novel", en Tlio Dialogic Iniag in atio n . op. cit., pp. 262-3. La traducción es del autor.

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autoridades que pugnan por centralizar la lógica del sentido en la novela. En términos del caso específico de la ficción antiesclavista cubana, la novela le proveía a la sociedad un mapa de la heterogeneidad lingüística, pero no meramente dialógico o desjerarquizado: en la representación de tal heterogeneidad la novela impone un tipo de orden, una economía del sentido que, como señala Juan Gelpí en el caso de Cecilia, valora y jerarquiza los materiales con que trabaja21. Por otro lado, ¿qué orden puede fundar una novela? Si bien el prim er movimiento del análisis busca explicitar, en las formas de la representación del discurso, los modelos de orden que la eco­ nomía autorial impone sobre la heterogeneidad lingüística, un segundo movimiento, más atento a las contradicciones internas y a los deslices del propio discurso fundador, intentaría demostrar cómo la hibridez constitutiva de la novela, su lógica de permanentes desplazamientos y equívocos (tematizada, con notable ansiedad, en el texto clave de Villaverde en la figura misma de la mulata Cecilia, “vagabunda” y “peregrina”) deshace la posibilidad de la jerarquización, minando, sobre todo, cualquier categoría de pureza. Antesala de la ley, la ficción configuraba para el proyecto fundador un suplem ento tan necesario como peligroso, porque insistentemente le abría espacio -a pesar del propio discurso autorial, fundacional- a restos improcesables p o r las redes de la simbolización. No dudamos, entonces, de la función mediadora y del impulso alegórico que Doris Sommer con lucidez le asigna a las “ficciones fundacionales” del siglo XIX22. Sin embargo, habría aún que insistir en cierto aspecto de la ficción que corroe la voluntad unificadora y deshace, desde el interior de la formación misma de la novela, el cuadro de sus jerarquías. Si el proyecto nacional, desde la escena originaria de la inter­ pelación de Manzano, requería la incorporación del habla del otro, su subjetivación, en el cuadro de la lengua y del orden simbólico moderno ahora conviene leer, para concluir, una escena de Cecilia donde la ficción representa los lím ites y la im posibilidad de tal incorporación. Se trata de un par de capítulos en la segunda parte de la novela, cuando la fam ilia Gam boa visita el ingenio de su propiedad y confronta la fuga de varios esclavos. Contada, como tantas partes del relato, en un registro legal, la escena del retorno de los esclavos

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cimarrones al ingenio y las declaraciones que siguen tematizan las condiciones mismas del testim onio en tanto ejercicio de incorpo­ ración y subjetivación que moviliza y autoriza el discurso anties­ clavista. Leonardo Gamboa, hijo de los propietarios, le exige a Pedro Carabalí, uno de los cimarrones, una confesión e información sobre el paradero de los otros cimarrones. Pedro Carabalí responde riendo. Luego de su regreso voluntario al ingenio, otra de las cimarronas, Tomasa, también es interpelada a declarar, pero a pesar de la tortura se “muerde los labios”. Tras más suplicios, Pedro Carabalí, mutilado, es llevado a la enfermería del ingenio, donde la enfermera, la mulata M aría de Regla, cuenta lo siguiente: Pedro, desde que le pusieron en el cepo, se negó a com er y hablar. [Y luego de escuchar los latigazos que le pegaban a sus com pañeros cim a­ rrones] le entró una especie de furia. Murmuraba en su lengua palabras que yo no entendía. Parecía loco. [...]. Estoy persuadida que si hubiera podido hace añicos el cepo. Le cogí miedo. [...]. Me asom é a la ventana para ver el baile de tambor por un instante, cuando sentí que Pedro se m ovía, volví la cara y noté que se andaba en la boca con los dedos. N o pensé nada malo, pero hizo un m ovim iento cual si le entrasen náuseas. Corrí a su lado. Acababa de sacarse los dedos de la boca, apretaba los dientes y procuraba agarrarse de la tarima con las dos manos. Entonces le entraron convulsiones. Me dio horror, mandé llamar al m édico y sin saber cóm o ni cuándo se me quedó muerto entre los brazos. [...]23.

“En pocas palabras [...], dice el médico, el negro se ha tragado la lengua”24. Si la novela antiesclavista, desde el F rancisco, de Suárez y Romero, proyectaba la incorporación del esclavo silencioso al espacio racionalizado, adm inistrado, de la lengua nacional, entonces podem os leer la escena del suicidio de Pedro Carabalí como la representación, en la novela misma, de las aporías con­ frontadas por la agenda alegórica; es decir, como una figuración de las tensiones irreductibles confrontadas por el proyecto nove­ lístico “fundacional”. Carabalí -que en Cuba era sinónimo de esclavo rebelde y hasta antropófago, según los temores del amo- decide tragarse la lengua, su lengua materna, antes de entrar a las nego­ ciaciones y a las alianzas del intercambio testimonial. Carabalí, en esa escena, marca el límite del género: es la figuración del anti­ testimonio. Su silencio fractura irreparablemente la alegoría nacional.

3 LA LE Y ES OTRA: LITERATURA Y CONSTITUCIÓN DEL SUJETO JURÍDICO*

MARÍA ANTONIA MANDINGA EN EL ARCHIVO DE LA LEY

De entrada me sitúo en el archivo de un letrado cubano del siglo XIX, Antonio Bachiller y Morales, donde se encuentra el extraor­ dinario relato de M aría Antonia M andinga ante la ley1: Hacia fines del siglo XVIII, el corsario francés El Hijo de la Patria intercepta y captura un bergantín británico que navegaba rumbo a Jamaica con un cargamento de más de cien esclavos. En esa época de tensiones entre Inglaterra y España, era común que los corsarios operaran un cortocircuito en el tráfico del Caribe, en vista de que suplían una fuente barata de esclavos para los negreros cubanos quienes, con el contrabando, se ahorraban los costosos y peligrosos viajes a la costa occidental del continente africano. El Hijo de la Patria lleva los esclavos al Cayo Blanco, cerca de la costa de Trinidad, ciudad al sur de Cuba, donde un comerciante de origen vasco, José Irarragori, transborda los bozales y los lleva a la Isla en la goleta Nuestra Señora del Carmen2. ‘ Presenté la prim era versión de este trabajo en el sim posio sobre “Literatura y cultura latinoa­ m ericanas del siglo X IX ” dedicado a A ngel Rama en Caracas en octubre de 1993, agradezco la invitación de Beatriz G onzález y Javier Lasarte. La prim era parte del título, "La ley es otra” , cita el título de un disco de la banda de rock uruguaya Los Estómagos. Una versión anterior del trabajo se p ublicó en la R e v ista d e C rític a L ite r a r ia L a tin o a m e ric a n a , X X , 40, pp. 305-35. 1. "E xtracto del alegato y del dictam en fiscal del Tribunal S uperior en los autos prom ovi­ dos p o r M aría A n to n ia P arda co n tra M aría L eocadia T rim iño re c la m a n d o su lib erta d ” (en adelante nos referirem os al "E xtracto del alegato”). El texto se encuentra entre los papeles de Bachiller y M orales en la Sala Cubana de la Biblioteca Nacional José Martí, en La Habana. Mi p ro fu n d o ag radecim iento a los encargados de la Sala y a los investigadores de la Biblioteca, especialm ente A raceli G arcía C arranza y Zoila L apique. El historiador C arlos Venegas Fornias me estim uló a que siguiera las pistas del pleito de María Antonia y orientó mi búsqueda en el A rchivo N acional. D ejo tam bién constancia del apoyo de la Social Science R esearch Council, cu y a b eca en el o toño de 1993 me perm itió concluir esta parte de mi investigación sobre el s ig lo X IX c u b a n o en la B ib lio teca, en el A rchivo N acional y en el A rchivo M u n icip al de T rin id ad . 2. Los detalles de la expedición y el contrabando se encuentran en el Archivo Nacional de Cuba, Fondo de la Junta de Fom ento de la Isla de Cuba, N egociado de Negros, expediente 363, legajo 150, núm ero 7406 (JF , 363, en adelante).

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Hasta el Congreso de Viena de 1815 y el consiguiente pacto de Fem ando VII con Gran Bretaña en 1817, la trata internacional de esclavos era legal3. La acción contra la propiedad de un país enemigo tam poco transgredía ninguna ley. Sin embargo, Irarragori había introducido a los bozales en Cuba sin consentimiento oficial. El Gobierno Supremo interviene desde La Habana en 1800, exigién­ dole al negrero y conocido agente de corsarios una notable indem­ nización para los propietarios que ya habían comprado a los afri­ canos. El Gobierno además decreta, en una movida poco común para la época, la libertad de los 94 bozales que habían sobrevivido a la travesía y al contrabando. Las artimañas narrativas que Irarragori despliega en su defensa merecen una historia aparte4. El Oidor Síndico de la apelación fue nada menos que Francisco de Arango y Parreño -letrado e ideólogo clave de la emergente sacarocracia, y ya para esos años uno de los promotores principales de la esclavitud en Cuba5-. Al explicar su decisión, Arango insiste en la necesidad de aumentar la entrada de esclavos a un “país de corta población y comercio” (JF , exp. 363), pero a su vez, bajo las presiones de las reformas adminis­ trativas de los Borbones, recalca la im portancia de los controles oficiales en la pugna contra la piratería y el contrabando. Entre los bozales contrabandeados por el corsario se encontraba una niña de origen mandinga que sería bautizada con el nombre de María Antonia. Seguramente por su corta edad, Irarragori mantiene a la joven esclava entre su servidumbre, pero pronto la regala a Tomás Pardo Osorio -Oficial Segundo de la Marina y Ministro de Matrículas de la Provincia de Trinidad-. Pardo y Osorio cede a la jo v en esclava en donación a Rafaela Jim énez y Fernández, otra notable propietaria y esclavista de Trinidad, quien a su vez la vende 3. Las referencias básicas a la legislación esclavista vigente en la Cuba colonial se encuentran en José M aría Zam ora y Coronado, Biblioteca de legislación ultramarina en forma de dicciona­ rio alfabético (Madrid: Im prenta de J. Martín Alegría, 1845), tom o III. 4. A sí declara el representante de Irarragori en La H abana ante la Junta de G obierno presidida p o r el M arqués de Som eruelos, G obernador y Capitán G eneral: "Fue pues el caso éste: Celebrando los franceses en uno de los días después de dicho apresam iento [del bergantín inglés] cierto festín, se excedieron en la gula, y acalorados con los [ilegible] de ella se descuidaron en la custodia de los negros; quienes valiéndose de la ocasión abrieron la escotilla de la bodega del barco apresado, sacaron aguardiente, bacalao y demás com estibles, y de consiguiente incurrieron en el propio exceso de la gula en térm inos que rom piendo el [ilegible] que dividía los sexos, se m ezclaron unos con otros. Luego que los franceses notaron este desorden, em pezaron a descargar sobre los negros con la mayor furia, golpes con palos, sables, y con cuanto encontraban a mano, resueltos a acabarlos y a echarlos al mar, com o lo ejecutaron con uno. que lo arrojaron vivo, el mismo que [ilegible] de la guerra presentada. Viendo Irarragori la trágica suerte que iban a experim entar los negros, se com padeció sobre m anera; y así com o por un efecto de hum anidad había interpuesto desde el apresam iento sus ruegos con el capitán del Corsario [intervino para salvar a los negros, venciendo a los franceses]” (JF, exp. 363). 5. Véase Francisco de A rango y Parreño, O bras (La Habana: Ministerio de Educación, 1952). A ños después A rango se declararía en contra de la esclavitud.

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a María Leocadia Trimiño. Considerándola su esclava, Trimiño lleva a María Antonia Mandinga, ya adolescente, a su pequeña hacienda en Matagaña -en el Partido de Cumanayagua- cerca de la Villa de Cienfuegos. No se sabe cómo llega María Antonia a contar su historia y a exigir la libertad en las cortes de Trinidad en 1815. Para la joven africana la travesía a Trinidad ha de haber sido ardua. Resulta casi imposible imaginarla entrando en la abigarrada red de la burocracia colonial, entre síndicos y escribanos, pidiendo representación. Imposible, en el archivo de la ley, imaginar su palabra, aún marcada por la inflexión de la lengua materna, resonando en el complejo circuito de los enunciados y las sentencias del aparato judicial. En efecto: ¿Cómo se habla ante la ley? ¿A quién le cuenta la esclava su relato? Ante las normas -no meramente protocolares, por ciertoque regulan la producción de la verdad jurídica, ¿cuál era el estatuto de la palabra de una mujer esclava? ¿Cuál podía ser el efecto de una verdad contada por un no-sujeto6? Y más aún: ¿Cóm o se reconstruye ese relato, las marcas ilegibles de una voz silenciada por el peso.de las fórmulas, entre papeles carcomidos y expedientes judiciales ya hoy en su mayoría inexistentes, acaso destruidos por el fuego durante una guerra futura que María Antonia no pudo haber previsto? ¿Qué provoca la búsqueda, los pasos del arqueólogo que se introduce en el archivo de la ley, para leer allí, a contrapelo del aparato ju dicial, aquello que la ley m ism a con su peso borra? Imposible imaginar el registro de su voz. Pero acaso no lo sea trazar el mapa de los canales abigarrados por donde circuló su historia, las condiciones de la borradura de su voz, la elisión violenta de su presencia ante la ley. Por ahora digamos que se trata de una 6. N o -sujeto con respecto a las categorías del derecho de la persona en el orden ju ríd ico esclavista. Esto no significa, por supuesto, que María Antonia no tuviera identidad. Jurídicam ente, sin em bargo, su existencia se definía aún principalm ente com o el objeto de la propiedad del am o, com o un "objeto legal” . La legislación esclavista colonial se basaba en la tradición de L as Siete P a r tid a s de A lfonso El Sabio que, sin im pedir la esclavitud, la concebía “contra razón de natura” , y le garantizaba al esclavo ciertos derechos básicos de seguridad física e incluso propiedad (pp. 5785). Véase tam bién J. A. Doerig, "La situación de los esclavos a partir de L as S iete P a rtid a s de A lfonso El Sabio” , Folia H um anística, IV: 4 0(1966), pp. 377-361. También es im portante notar que desde fines de siglo X VIII los debates sobre el estatuto jurídico del esclavo establecían una distinción fundam ental entre el derecho del am o sobre su propiedad, por un lado, y el derecho natural del esclavo, por el otro. Ese debate abre una fisura clave en la categoría del sujeto, su relación con el cuerpo y la propiedad. El debate registra la inestabilidad interna en el orden jurídico que hace posible una disputa com o la de María Antonia. El debate recorrerá luego tanto los reclam os abolicionistas com o las defensas de la esclavitud hasta la abolición en 1S86. Todavía la C ondesa de Merlín reinscribe la posición esclavista en Los esclavos en las colonias esp añ o las (M adrid: Im prenta de Alegría y Charlain, 1841): "Si la trata es un abuso insultante de la fuerza, un atentado contra el derecho natural, la em ancipación sería una violación de la propiedad, de los derechos adquiridos y consagrados por las leyes, un verdadero despojo" (p. 2). Para una reflexión sobre los debates en torno al derecho natural en la historia de la filosofía del derecho, véase Ernst Bloch, N a tu ra l L aw and H u m an D ignity, D. J. Schmklt. trad. (Cambridge: The M1T Press, 1987).

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disputa que nos permite reflexionar sobre las condiciones que hacen posible la emergencia de un nuevo sujeto jurídico y sobre los modos mediante los cuales una institución reajusta sus límites -su relación con la violencia y la legitimidad-. En corte, María Antonia reclama su libertad argumentando que el G obierno Suprem o la había decretado libre en 1800, cuando emancipó a todos los bozales contrabandeados por el corsario francés y el negrero Irarragori. Trimiño responde que María Antonia ya se encontraba en Trinidad antes del incidente del contrabando y que, por lo tanto, “sólo tenía [la esclava] que probar su procedencia para obtener la gracia” (“Extracto del alegato”). En representación de M aría Antonia, el Síndico Procurador interpela el testim onio de varios de los bozales capturados del bergantín británico7. Los africanos libertos declaran que María Antonia había formado paite del grupo contrabandeado por el corsario. Pero ¿cuál podía ser el crédito de esos testigos recién llegados de Á frica, de m ínim a -si algunaeducación, y seguramente lim itados en el manejo de la lengua8? 7. En el orden colonial, los prim eros pasos hacia la representación jurídica de los esclavos se dieron m ediante la intervención de este funcionario: "El Síndico Procurador de un pueblo es el constituido protector de ESCLAVOS [sicj. Debe ejercer tan noble encargo con la prudencia nece­ saria que concilie los justos derechos de los am os, y el deber del trato suave, racional y cristiano, que recom iendan nuestras leyes se dispense a los siervos, y con que efectivam ente se les considera, hasta m erecer por ello de los extrangeros m uy distinguidos, elogios a la sabiduría de la legislación española. En el ejercicio de esta protección desem peña una especie de magistratura de avenencia, m uy saludable para cortar el vuelo a pretensiones y dem andas muchas veces tem erarias e hijas de estúpida ignorancia, y persuadir en otras a los dueños (con discreta reserva y el debido m iram iento á que no se m enoscaben sus fueros dom inicos), los acom odam ientos que dicten la razón y justicia de cada caso, sin consentir por sentado, se les m antenga privados del servicio de sus esclavos a presto de quejas, más que el tiem po debido para la averiguación o giro, que haya de recibir el negocio. [...]. N o habiendo conform idad se ocurre al tribunal de justicia a ventilar la cuestión judicialm ente pero con la sencillez de trám ites repetidam ente encargada para sem ejantes dem andas, en que de avenidor p asa el síndico a ser un verdadero representante del esclavo en su concepto justam ente querelloso” . Z am ora y Coronado, B iblioteca de legislación u ltra m a rin a (tomo VI, 1846), p. 463. La represen­ tación de los esclavos m ediante la intervención del Síndico Procurador cobraría m ás im portancia en la segunda m itad del siglo XIX. V éase Bienvenido Cano y Federico Zalba, El libro de los síndicos d e A y u n tam ien to y d e la s J u n ta s P ro te c to ra s de lib e rto s (rec o p ilac ió n cro n o ló g ica de las disposiciones legales a que deben su je ta rse los actos de unos y o tro s) (La Habana: Im prenta del G obierno y Capitanía G eneral, 1875). 8. Hasta bien entrado el siglo XIX, el orden jurídico m antuvo una relación fundam ental con el orden gram atical y lingüístico: hablar bien era una de las condiciones para la enunciación de la verdad jurídica; de ahí, por el reverso de la trama, la insistencia en el mal decir com o marca de la delincuencia. La producción y distribución de la verdad estaba regulada por la econom ía de una len g u a adm inistrada que cristalizaba, en la disposición del orden gram atical, el m odelo de la racionalidad y la moral pública. En ese sentido, son reveladores los debates sobre la educación gram atical entre los m iem bros de la Sociedad Patriótica de La Habana (luego Sociedad Económ ica de A m igos del País) desde 1796 (ver José Agustín Caballero, P apeles inéditos, entre los m anuscritos recopilados por Vidal y M orales, en la Sala Cubana de la Biblioteca Nacional). También en los escritos de Andrés Bello aparecen num erosos ejem plos de la im portancia de la corrección gram atical com o condición de la ciudadanía y la moral pública. E xploro este tema con más detenim iento en “Faceless Tongues: L anguage and Citizenship in Nineteenth-Century Latín Am erica” , en Angelika Bam m er, ed., D isplaccinents: C u ltu ra l Identities in Q ueslion (Indiana University Press, 1994); y en "El don de la lengua" en este volumen.

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Dada la complejidad del caso y la desigualdad de la autoridad de los sujetos en disputa, no es sorprendente que la Corte de Trinidad postergara indefinidamente el juicio hasta la muerte de la supuesta ama y de la misma María Antonia, quien nunca obtendría su libertad. Trimiño declara en su Testamento unos años antes de su muerte en 1823: D eclaro por m is bienes ocho piezas de esclavos, nombrados el primero Pablo José Criollo, María Antonia Carta Mandinga, Ma. Ignacia, Ma. Gregoria, Francisco, Joaquina y Cirilo; previniendo que la referida negra María Antonia hace tiempo de cinco años que está presentada ante las R eales Justicias de Trinidad alegando que es libre; y com o quiera que no se ha acabado de decidir este [litigio]; porque los pleitos no se pueden continuar con prontitud hago presente a mis albaceas y herederos que lu ego que sea vencido este obstáculo, y la declare la Justicia por ser m i legítim a esclava, serán partibles dichos esclavos, aquellos que son hijos de la referida negra María Antonia entre m is legítim os herederos9.

Pero el relato de la disputa no concluye ahí. María Antonia tuvo por lo menos dos hijos, y uno de ellos -nombrado Juan Lorenzoperm aneció esclavizado en la hacienda heredada por los hijos de Trimiño en Cumanayagua. En 1846 Juan Lorenzo lleva nuevamente el caso ante los tribunales de Trinidad. Sustanciada la causa, el tribunal dispone que “el negro Juan Lorenzo acudiese a los autos prom ovidos por su madre para reclam ar su libertad porque del resultado de aquéllos sería consecuencia forzosa la suya” (“Extracto del alegato”). En 1857 el Alcalde Mayor de Trinidad declara sen­ tencia favoreciendo a los herederos de Trimiño. Pero Juan Lorenzo apela el caso y varios años después obtiene su libertad. Juan Lorenzo no presentó evidencia nueva a su favor. La variable que decide la resolución de la disputa más bien tuvo que ver con la transformación del estatuto del testimonio de los bozales, “testigos que aunque negros -escribe el abogado que somete el extracto del caso a Bachiller y Morales hacia fines de 1860- no son indignos de crédito”. En efecto, en el interior de los modelos hermenéuticos del aparato judicial se operaba una alteración, un desliz mínimo y acaso aún sin grandes efectos en otros campos del tejido social. Sin em bargo, esa m ínim a alteración registraba una sintom ática reubicación de la ley ante la palabra dicha por un esclavo.

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Es evidente que no podemos hablar ahí, más de una década antes de la Ley Moret de 1870, que prepara el terreno jurídico para los cambios que instituye la abolición de la esclavitud en 188610 de una instancia de morfogénesis institucional. La noción de morfo­ génesis, incluso en sus versiones más complejas -como en el modelo de la teoría de la catástrofe de Rene Thom 11- sólo piensa el cambio en función de variables sistémicas que afectan la estructura de un orden en su totalidad. Sin duda, la variación en el orden jurídicosimbólico registrada por la decisión de la corte en el caso de Juan Lorenzo es mímina, y al parecer no trastoca el sistema de los derechos -sobre todo la noción del esclavo como propiedad del amo- cons­ titutivo del orden esclavista. Sin embargo, esa mímima variación está preñada, como diría Bloch, de los presupuestos aún no for­ malizados, no categorizables, de una normatividad futura12. Y ello nos permite preguntarnos sobre la energía que presiona para trans­ form ar los lím ites de la institución, abriendo una “zona de con­ tacto”13 entre dos o más instancias de agencia y producción cultural desigualmente ubicadas en el mapa de la s contiendas sociales. Esa energía que trabaja los umbrales de una territorialidad y que posibilita el cruce de su frontera es la intensidad que desencadena los procesos que Fernando Ortiz analizó, ya en los años cuarenta, bajo el concepto de la transculturcición. Con Ortiz nos preguntaremos sobre la trans­ formación que sufre un campo al entrar en contacto con el impulso de un elem ento extraño o foráneo -la palabra del esclavo, en el

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caso que nos concierne- que atraviesa y redefine un dom inio institucional14. En la apertura del caso de María Antonia en 1815, por cieito, el argumento de la Trimiño no cuestionó tanto la verdad o incluso la falsedad de la información provista por los testigos. Su estrategia fue más radical. Cuestionó el derecho de los libertos africanos a testificar en corte. Como sugerimos antes, de acuerdo al sumario del caso, la disputa erigida por Trimiño se basó en la cuestión del estatuto de los bozales en tanto sujetos jurídicos. Por eso, el sumario del caso -que de por sí participa en la reforma legal presupuesta por la resolución de la disputa en 1860- insiste en que los testigos no teman “tacha” y que, a pesar de haber sido negros, eran “[dignos] de crédito”. Se trata, entonces, de una disputa que en su prolongada trayectoria cristaliza un debate fundamental sobre las condiciones dq enunciación e interpretación del testimonio, sobre la transfor­ mación de la hermenéutica judicial en los orígenes de la sociedad civil en Cuba y, en términos más generales, sobre las condiciones institucionales que sobredeterminan la representación de la verdad en la escena jurídica. C onviene enfatizar la relación profunda entre el derecho al testimonio y la historia del concepto de la ciudadanía. En los orígenes griegos del pensam iento ju rídico occidental, según señala Page duBois, la enunciación de la verdad en un testimonio era una actividad definitoria de la ciudadanía: “Los esclavos son cueipos; en cambio, los ciudadanos poseen la razón, el lo g o s ”15. Se pensaba que el esclavo -y en ciertas situaciones, el bárbaro extranjero- era incapaz de decir la verdad y sólo podía testifical' bajo los efectos de la tortura y el suplicio. En los Estados Unidos, desde 1723 hasta bien entrado el siglo XIX, según comenta Herbert S. Klein, la legislación de Virginia estipulaba que “Se les prohibía testificar a los negros y mulatos en cualquier caso judicial [...] porque, según declaraba el preámbulo de la prohibición, ‘ellos son gente de naturaleza tan vil y corrupta que la credibilidad de su testimonio no era confiable’”16. 14. F ernando O rliz. C o n tr a p u n te o c u b a n o del (ab aco y el a z ú c a r (C aracas: B iblioteca A yacucho, 1978). En su espléndido análisis del proceso "transm igratorio” del tabaco colonial y su lenta incorporación a la cultura m etropolitana. Ortiz invierte el m apa con que tradicional­ m ente se h ab ía rep re sen tad o el flujo de la dom inación colonial. En vez de situarse an te el recorrido de un objeto cultural de la m etrópoli a la colonia, Ortiz le da la vuelta a la cuestión m etafísica del origen y se pregunta por las transform aciones que opera el objeto colonial, con su dem o n íaco arom a nativo, en su transm igración a E uropa. Se pregunta sobre los cam bios que tienen que sufrir las instituciones m etropolitanas antes de incorporar y legitim ar el dulce v icio am erican o . N os in spira aquí, m ás que los p articu lares de su h isto ria del tab aco , la paradigm ática estrategia irónica de O rtiz ante el m apa etnográfico de la dom inación. 15. Page duB ois, T o rtu re a n d T ru th (New York: R outledge, 1991), p. 52. (Tr. del autor). 16. Herbert Klein, S lav ery in the A in ericas. A C o m p arativ e S tudy o f V irginia a n d C uba (C hicago: T he U niversity o f C hicago Press. 1967), p. 232. (Tr. del autor).

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E n L a s Siete P a rtid a s , fundam ento de la legislación esclavista colonial, el testimonio del esclavo no tenía crédito. Únicamente en ciertos casos de asesinato, adulterio de la mujer del amo, traición o fraude contra el rey, podía el esclavo ser testigo; pero sólo después de que la tortura “purifícala” su palabra y garantizara la fidelidad del testim onio: [...] debenlo tormentar quando dixiere el testimonio, preguntandol et amonestandol que diga verdal del fecho non nombrandol ninguna per­ sona: et el tormento le deben dar por esta razón, porque los siervos son como liomes desesperados por la servidumbre en que están, et todo home debe sospechar que dirien de ligero mentira et que encobrieren la verdat quando alguna premia non les fuese fecha17. Ante la cuestión del testim onio de los esclavos, la legislación colonial es sumamente ambigua a lo largo del siglo XIX. Por ejemplo, al discutir las variables de la evidencia aceptable en un pleito civil, un jurista cubano señala: “Si estos criados [que uno de los dispu­ tantes llam a como testigos] fuesen esclavos, la ley no da fuerza a sus dichos; mas consintiendo el dueño la providencia del juez, parece que sería legal cirios”18. Para J. Escriche, en cambio, el testigo es “la persona fidedigna .de uno u otro sexo que puede manifestar la verdad o falsedad de los hechos controvertidos” 19; “todos los ciudadanos están obligados a declarar cuando se les mande [...]” (p. 1500); en las causas criminales “todos sin distinción alguna están obligados, en cuanto la ley no los exim a [por edad, enfermedad, etc.], a ayudar a las autoridades cuando sean interpelados por ella 17. L as Siete P artidas de Don Alfonso El Sabio. C otejadas con varios códices antiguos por la Real Academia de la Historia (Madrid: Ediciones Atlas, 1972; reim presión de la Im prenta Real de M adrid de 1807), Tomo II, Partida III, Ley XIII, p. 522. Le agradezco a mi colega alfonsinista de Berkeley, Jerry Craddock, ésta y otras referencias bibliográficas sobre los antecedentes alfonsinos del legado colonial esclavista. En Torture and Truth, P. duBois explora el sentido de la palabra griega basaltos, que designaba tanto la piedra en que se exam inaba la pureza del oro, com o la tortura que extraía la verdad “pura” del cuerpo del esclavo. En tanto condición de la verdad del testimonio, la tortura, según duBois, diferenciaba al am o del esclavo: "the m aster possesses reason, logos. W hen giving evidence in court, he knows the difference betw een truth and falsehood, he can reason and produce true speech, logos, and he can reason about the consequences of falsehood: the deprivation of his rights as a citizen. The slave, on the other hand, possessing not reason, but rather a body strong for service [...] m ust be forced to utter the truth, which he can apprehend, although not possessing reason as such. Unlike an animal, a being that possesses only feelings, and therefore can neither apprehend reason, logos, nor speak, legein, the slave can testify when his body is tortured because he recognizes reason without possessing it himself” (pp. 65-6). 18. A ntonio Franchi de Alfaro, Algunas observaciones sobre el método de enjuiciar (La H abana: Tipografía de Vicente de Torres, 1845). nota 56, p. 78. 19. Joaquín Escriche, Diccionario razonado de legislación y jurisprudencia. Nueva edición corregida notablem ente y aum entada con nuevos artículos, notas y adiciones sobre el derecho am ericano p o r Juan B. Guiin (París: Librería de Rosa y Bourel. 1863), p. 1499. Éste era un libro de referencia jurídica de m ucha circulación en Cuba.

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para el descubrimiento, persecución y arresto de los delincuentes” (p. 1500). Pero enseguida aclara: “Esto es lo que dicen nuestras leyes sobre la prueba de testigos, sobre esta prueba tan peligrosa y terrible como antigua o necesaria; mas ya que sea indispensable valernos de ella, no acordemos nuestra confianza sino a personas que por ningún título la desmerezcan” (p. 1501). E insiste en precisar las condiciones de entrada a la enunciación testimonal: “Debe asimismo darse menos crédito a un hombre que es un individuo de un cueipo, casta, orden o asociación particular, cuyas máximas y costumbres no son generalmente conocidas o se diferencian de los usos co­ munes, porque además de sus propias pasiones tiene este hombre todavía las pasiones de la sociedad a que pertenece” (p. 1501). Para Escriche, la condición lingüística también sobredetermina el crédito del enunciado testimonial: “Los testigos son por lo común hombres rústicos y sencillos, que difícilmente pueden expresar sus ideas con propiedad, claridad y precisión; unas veces dicen más o menos de lo que quieren, otras no entienden bien las preguntas que se les hace y responden una cosa por otra, y sucede tal vez que por su mala explicación no se comprende el verdadero sentido que ellos dan a sus palabras [...]” (p. 1502). En más de un sentido, entonces, la verdad dicha por los bozales en sus testimonios a favor de María Antonia Mandinga constituye un diferencio, un enunciado que se desliza en el intersticio entre dos o más sistemas de validación o crédito20. El testimonio de los esclavos contiene una verdad im presentable en térm inos de las reglas de un juego lingüístico incapaz aún de proveer la sintaxis y los parámetros de validación e interpretación del relato. Pero si hablamos, en el caso del testimonio de los bozales y del relato mismo de María Antonia, de un diferendo, de un enunciado cuya verdad se escabulle entre las normas de presentación del aparato que la interpreta y la juzga, no es para sugerir que más allá de los límites de esa ley, y como medida misma de su injusticia, se encontraba un sujeto originario e irreductible, un sujeto desde siempre capaz de articular el relato de una verdad alternativa. Ese sujeto más bien em erge en el acto m ism o de presentarse ante una ley que, sin embargo, posterga indefinidamente la resolución de la disputa. Claro está, tampoco debemos esperar que los estatutos y las posiciones posibles que configuran el orden “real” instituido por esa ley den cuenta de la emergencia del nuevo sujeto cuyo testimonio inscribe un nuevo límite en el aparato legal. De algún modo sospechamos que ese límite está intervenido desde el exterior del aparato judicial 20. Jean -F ran fo is Lyotard, T h e D ifiérate!. l’h ru ses in D ispute. G.Van Den A bbeele, trad. (M inneapolis: U niversily of M innesota Press. 1988).

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-en la proyección de un orden “posible”- por un contra-discurso que garantiza la posibilidad y el ordenam iento mism o del relato que coloca al sujeto emergente ante una ley que comienza a ser caduca. Irreductible a los canales de las prácticas letradas, ese otro cam po discursivo, profundam ente ligado a la constitución de la literatura como institución moderna, genera ficciones del derecho, en las que se proyecta precisamente el derecho al habla del nuevo sujeto cuyo testimonio presiona y reinscribe los límites del orden judicial. Luego elaboraremos la categoría de la ficción del derecho que nos llevará a explorar el rol de la narrativa en la configuración del cambio en los presupuestos normativos del discurso legal21. Por ahora digamos que en una de sus zonas claves, la literatura moderna latinoamericana -particularmente la narrativa- se funda mediante el trabajo sobre los diferendos del orden jurídico instituido, proyec­ tando resoluciones y estableciendo un espacio virtual para el tes­ tim onio del otro que la ley “real” no podía aún interpretar.

CU ER PO -TESTIM O N IO -SEN TID O JURÍDICO (“D am e tu cuerpo y yo te doy sentido, yo te hago nombre y palabra de mi discurso”22).

El orden jurídico-simbólico de la esclavitud tardó casi medio siglo en procesar categorías para interpretar y juzgar el relato de María

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Antonia Mandinga. En cambio, mucho antes de la reconsideración del testimonio de los bozales en las cortes coloniales, ya en la década de 1830, el em ergente campo literario cubano interpelaba a un esclavo -al mulato Juan Francisco Manzano- y le pedía una narración de sus experiencias23. El resultado fue el acontecimiento de la única autobiografía escrita por un esclavo que conocemos en la lengua. La interpelación de Manzano en la tertulia de Domingo Del Monte es una de las posibles escenas originarias de la literatura nacional cubana; cristaliza, como ha señalado Antonio Vera-León en su trabajo clave sobre Manzano, el proyecto de incorporación del esclavo a los discursos de la nación en ciernes24. La escena ubica a M anzano ante un grupo de intelectuales, tím idam ente abolicionistas y de variada inserción ideológica y profesional, quienes reunidos en torno a la figura decisiva del periodista y editor Domingo Del Monte reflexionaban sobre asuntos diversos, especialmente ligados a las condiciones de la cultura en una sociedad profundamente marcada por la heterogeneidad racial y la violencia de la esclavitud25. En esa tertulia donde se debaten

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-y en la práctica se fundan- las bases de la literatura y la nación futura, M anzano ya era conocido como poeta26. En una ocasión allí intercam bia, literalmente, su escritura por el costo de la ma­ numisión. Pero incluso antes que Del Monte y José de la Luz y Caballero organizaran la colecta de 850,00 pesos para pagarle su carta de libertad en 1835, desde la década anterior, la literatu ra -la poesía, más específicamente- le había garantizado a Manzano una serie de derechos que lo constituían en autor de dos poemarios, en propietario de su discurso, a pesar de que jurídicam ente “los esclavos se consideran más bien como cosas comerciales que como personas; y así se adquiere su propiedad por los mismos medios que la de las cosas [...]”27. Si para Manzano “el esclavo es un ser muerto ante su señor”28, como señala Sylvia Molloy en su lúcida reflexión sobre la A utobiografía, la escritura le otorga vida, des­ atando el proceso de transformación del “serf en s e lf’29. En el desliz de la letra, la práctica de la escritura cancela la muerte. ¿Pero qué forma de ser erige el acto escriturario que, como señala Rama en L a ciu d ad letrad a, era uno de los dispositivos más exclusivos del poder? Y más aún, ¿cuál es el rasgo de la literatura que posibilita la configuración de una nueva categoría del ser, la del esclavo como discursante, en plena época de esclavitud y de censura? Nos interesa, entonces, desplazar la problemática de la subjetivación del terreno ontològico -de la pregunta abstracta por la relación entre la escritura y la identidad del ser- y precisar las redes simbólicas, el orden de

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la discursividad en que se inscribe esa escritura que posibilita la constitución de un nuevo sujeto que en el acto mismo de contar su verdad proyecta la apertura de la ciudadanía futura. En ese sentido, conviene enfatizar la tesitura testim onial de la A utobiografía de Manzano y su relación con el modelo confesional: Se qe. nunca pr. mas qe. me esfuerze con la verdad en los lavios ocupare el lugar de un hombre perfecto o de vien pero a lo menos ante el juisio sensato del hombre imparsial se berá hasta qe. punto llega la preocupasión del mayor numero de los hombres contra el infeliz qe. ha incurrido en alguna flaqueza (p. 24)30. Decir la verdad, llevarla ante el juicio de un hombre imparcial, en el intento de ocupar el lugar de un hombre perfecto. ¿No remite ese hombre perfecto a la categoría del sujeto universal -lo que nos recuerda, por cierto, la dolorosa aseveración de Fanón cuando en Piel negra, m áscaras blancas declara polémicamente que el negro “no es hombre”-, al mismo tiempo que cuestiona la universalidad de la categoría31? Como en varios momentos de la A utobiografía, en el pasaje citado Manzano reflexiona sobre las condiciones de su acceso al discurso. Reflexiona sobre los lugares, la distribución jerárquica de las posiciones en una escena testimonial. Son por lo menos cuatro las posiciones inscritas: primero, la del sujeto que se presenta ante la ley, con la verdad en los labios; sujeto que, sin embargo, “sabe” de la insuficiencia que limita la recepción de esa verdad. Segundo, el lugar del hombre imparcial, figura de autoridad de quien espera sensatez y justicia. Tercero, la posición de otro hombre, también figura de autoridad, aunque incapaz de juzgar la “flaqueza” del “infeliz”. Y, por último, el lugar imposible del hombre perfecto que trasciende las posiciones materiales en ese pequeño

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mapa del circuito por el que circula la verdad del esclavo. Notemos ahí cómo el testimonio de Manzano escinde y multiplica la figura del hombre, descentrando la ubicación de la legitimidad, y situando su verdad entre dos instancias contrapuestas de autoridad32: una es la figura de una ley de cuya injusticia intentará dar prueba; la otra es la figura de una justicia sin ley. Se trata, como sugiere él mismo, de la posición del testimoniante ante dos modos irreconciliables de juzgar, ante -o acaso entre- las figuras de dos órdenes jurídicos en pugna. Por un lado, el juicio determinado por la “preocupación del mayor número de los hombres contra el infeliz qe. ha incurrido en alguna flaqueza”; es decir, el juicio que lo constituye, a lo largo del relato, en ladrón y mentiroso. Por otro lado, “el juisio sensato del hombre imparsial”, de quien espera Manzano la interpretación correcta de su verdad. Dos órdenes jurídicos que a su vez presuponen dos políticas del cuerpo en su relación con el discurso y la verdad. POLÍTICAS DEL. CUERPO

El primer modo de juzgar aparece representado a lo largo del relato en las figuras de los amos y su control casi absoluto sobre el cuerpo del esclavo. Su poder se funda en la violencia de un aparato punitivo que inscribe sus sentencias sobre la piel misma del esclavo. Significativamente, Manzano con insistencia identifica la escritura del amo con el castigo corporal: “asi -dice el esclavo sobre uno de sus amos más benevolentes- cuando llegué a su escritorio qe. todo fue un relampago, él estaba escriviendo pa. su ingenio y al berme hecharme a sus pies me preguntó lo qe. abia se lo dije y me dijo gran perrazao y pr. qe. le l'uistes a robar la peseta a tu am a”. Cartas, papeletas, permisos, dispositivos de la propiedad y de la burocracia, la escritura lo acusa y funciona en su mundo como

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un shifter que introduce las escenas de violencia y el castigo corporal33. Al pie de la letra, el torturador busca sustraerle al esclavo el secreto de una transgresión: llegó la noche fatal toda la gente esta en ila se me sacó al medio un contramayoral y el mayoral y sinco negros me rodean a la voz de tumba dieron conmigo en tierra sin la menor caridad como quien tira un fardo qe. nada siente uno a cada manos y pieses y otro sentado sobre mi espalda se me preguntaba pr. el pollo o capón [que según un informe de contaduría faltaba en la cocina], yo no sabia qe. desir pues nada sabia sufrí 25 azotes disiendo mil cosas diferentes [...] dige y dige y dige tantas cosas pr. ber con qe. me libraba de tanto tormento nueve noches padesí este tormento nueve mil cosas diferentes desia pues al desirme di la verdad [...] (p. 28). En efecto, para M anzano ese poder articula una relación fun­ dam ental entre el acto de escribir y la tortura. Su “verdad” se encuentra profundamente ligada a la violencia de la extracción y develación de un secreto que se supone escondido en el cuerpo mismo del esclavo. ¿Cuál es el secreto de Manzano? Las cartas, cuentas y órdenes de castigo continuamente acusan al joven esclavo de ladrón y “fasineroso”. Tan es así que en el centro de su relato se encuentra la concatenación de varias acusaciones de robo -de monedas, de un pollo, hasta de una flor- que constituyen al esclavo en transgresor y desencadenan sus intensos recuerdos del castigo.

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Propiedad, robo, intervención de cartas y castigo para extraer el secreto del esclavo: tales son los momentos que M anzano identifica en la trama de la “verdad” del poder. Con notable agilidad narrativa, en esa misma distribución de posiciones y secuencias introduce una de las inversiones en que se funda su impugnación, la base de su verdad alternativa. Así recuerda la noticia de la muerte de su madre: acontesió la muerte casi sudvitanea de mi madre qe. se privó y nada pudo declarar a los cuatro dias de este caso lo supe tributóle como hijo y amante cuanto sentimiento se puede considerar entonses mi señora me dió los tres pesos de las missas del alma [...] algunos dias despues me mandó mi señora al Molino pa. qe. recojise lo qe. mi madre abia dejado, di al arministrador una esquela con la qe. me entregó la llave de su casa en la cual solo alié una caja grande muy antigua pero basia, tenia esta caja un secreto qe. yo conosia ise saltar el resorte y alié en su hueco algunas jollas de oro fino [...] alié también un lio de papeles qe. testificaban barias deudas abiendo entre ellos uno de closientos y pico de pesos y otro de cutrosientos y tantos pesos estos debian cobrarse a mi señora [...] llegado el dia siguiente di cuenta a mi ama de lo qe. avia y también los resibos o papeletas [...] me determiné a ablar a mi señora en segunda vez lleno de las mas alhagueñas esperanzas; pero cual seria mi asombro cuando incomoda me respondió mi señora qe. si estaba muy apurado pr. la erensia qe. si yo no sabia qe. ella era eredera forsosa de sus esclavos en cuanto me buelbas a ablar de la erensia te pongo donde no beas el sol ni la luna [...] (pp. 37-8). Propiedad, usurpación, papeles que testifican (sin castigo). Pa­ recería que Manzano se introduce en el archivo de la misma ley que lo acusa. Y allí encuentra otro secreto que le permite invertir las jerarquías de esa ley. El secreto del esclavo, evidenciado por cuentas y papeletas fechadas, impugna la usurpación de la ama quien ahí le roba su herencia -la antigua deuda que la ama había m antenido con su madre liberta-, Y esa deuda corresponde casi exactamente, por cierto, al costo de la caita de libertad de Manzano. Tal usuipación sitúa la figura del poder en la posición del transgresor, en una lúcida inversión de roles que motiva al esclavo -al final de su historia- a convertirse en cimarrón, una de las ofensas máximas que podía cometer él contra el amo, contra la propiedad ilegítima del amo. La transgresión (el robo) del amo es el secreto que legitima el testimonio escrito del esclavo, su presencia ante otro modo de juzgar. Naturalmente, no debemos perder de vista que ya en el mundo de Manzano había otra escritura -la del testimonio mismo- e incluso, con anterioridad, “la poesia [que] en todos los tram ites de mi vida 52

me sum inistraba versos analogos a mi situación ya prozpera ya adversa [...]” (p. 31). Si en la tortura el esclavo es tratado como un fardo que no siente, en esa otra escritura se construye como el sujeto del sentimiento. De ahí, sin duda, la insistencia y el regocijo con que M anzano com enta su otro padecer: la m elancolía, la enfermedad de los poetas34. La melancolía apunta al importante rol de la lírica -al tipo de persona que la misma instituye- como lugar donde Manzano aprende el vocabulario de la subjetividad. En efecto, a medida que se separaba del orden retórico, la lírica se convertía en un dom inio clave para el procesam iento de nuevas subjetivi­ dades. Esa otra es la escritura que Manzano miméticamente apropia del m undo del amo -por lo cual también se le castiga- y que le abre el camino a la manumisión, a un grado de autonomía jurídica. Esa otra lo conduce a la tertulia de Del Monte; lo constituye, incluso antes de la manumisión, en propietario35, y lo sitúa luego -con el testimonio mismo que leemos- ante un nuevo modo de juzgar fundado precisamente en el derecho primero de la persona sobre el cuerpo

34. C on frec u en cia M anzano reflex io n a sobre su carácter "tasitu rn o y m elan có lico ” (p. 13) y su “m elancólico estado” (p. 30). Sobre su joven esposa, le escribe a Del M onte en 1835: “ los versos q u e ella com ponía eran antes tiernos y am orosos, y ah o ra son m elancólicos, yo adivino la causa por mas que se em peña en ocultárm ela, es poetisa y el alm a del poeta se ve en sus rim as” (p. 88). Por su parte, tras la revisión del m anuscrito de M anzano, Suárez y Rom ero le escrib e a D el M onte que h a b ía in ten tad o m an ten er “ la m elan co lía co n que fu e esc rito ” (Papeles de Suárez y Rom ero en la Sala C ubana de la Biblioteca N acional José M artí, p. 297; carta del 2 0 de agosto de 1839). L a m elancolía es un valor en la eco n o m ía de la verdad del texto y su circulación. 35. La lírica instituye un sujeto de la posesión. Conviene recordar la poesía del esclavo de Trinidad, M ácsim o H ero de Neiba [seud. de A m brosio Echem endía], autor de un poem ario poco conocido fuera de Trinidad: M u rm u rio s del T ay ab a. Poesías (Trinidad: Oficina Tipográfica de Rafael Orizondo, 1865). El poem ario com ienza con la siguiente defensa de los derechos de propie­ dad intelectual: Si algún prójim o se atreve A reim prim ir esta obra, Razón en la Ley me sobra P ara que el castigo lleve. En el siglo diez y nueve E stá de m oda abusar, P ero si hallo un ejem plar Q ue no acom pañe mi firma, E sto el fraude me confirm a Y ju ro le ha de pesar. S obre la relación entre la poesía y la libertad añade: A l p u b licar mis pobres concepciones. Manumitirme solam ente espero; P or eso ruego abiertas suscriciones Le agradezco a B arbarita Venegas, bibliotecaria en la Biblioteca M unicipal de Trinidad, la referencia al libro y el acceso a una copia del m ism o.

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propio36. Ello nos conduce a pensar que la escritura, el mundo de la letra y los letrados, a comienzos del siglo XIX -bastante antes de la consolidación estatal- ya era un sistem a cruzado por tipos diversos de prácticas discursivas, regímenes de la verdad, contra­ dicciones internas, pugnas y desniveles en su relación con el poder. En una de esas zonas Manzano agencia cierto espacio y cuenta sobre la violencia de la letra, autorizando su testimonio con la letra misma, en función del dolor que la escritura de la ley de la tortura ha inscrito en su piel: “sicatrices [que] están peipetuas a pesar de los años qe. han pasado [...]” (p. 27). Parecería incluso, como sugiere M olloy, que la narrativa de su vida se organiza en torno a esas cicatrices, las “ [diarias] rompeduras de narises” que concatenan el curso de sus recuerdos, y operan como el excedente físico, la stigm ata a la cual remite continuamente la articulación temporal de su relato. Sobre la piel el esclavo lleva las marcas de la injusticia de la ley, la evidencia empírica, visible, en la cual se basa su impugnación, y que autoriza la otra verdad que enuncia el testimonio. El testimonio, en efecto, es un relato sobre el cuerpo. Se produce en la red de un discurso emergente -como señala Michel de Certeauque postula su estricta fidelidad remitiendo a la experiencia tangible, “real”, del cueipo de otro37. El testimonio se erige en el orden de un discurso que, en su pugna por legitim idad, reclama para sus palabras la visibilidad de la presencia de aquel cuerpo que sobre la piel lleva inscrita la evidencia, las marcas que garantizan la impugnación del artificio, la falsedad o la injusticia de un orden anterior. En el caso específico de Manzano, el testimonio despliega -por supuesto- una crítica de la brutalidad esclavista. Y con el mismo m ovim iento de esa impugnación, apunta también a la afirmación del derecho a la representación del otro de la ley, en una reins­ cripción de la categoría de la humanidad y la subjetividad jurídica38. Al reinscribir y ampliar los límites de la humanidad, el proceso de subjetivación del esclavo en el testimonio es una ficción que proyecta su ciudadanía. Pero el mismo movim iento de la subjetivación se 36. John L ocke: “every m an has a property in his ow n person; this nobody has any right to but him self. The labor o f his body and the work of his hands, we may say. are properly his” . T h e S e c o n d T re a tis e o f G o v e rn m e n t (1690) (New York: M acm illan P ublishing C om pany, 1952), p. 17. 3 7 . M ich el de C e rte a u , " M o n ta ig n e ’s 'O f C a n n ib a ls ’ : T he S avage T ’’’, H e te ro lo g ie s . D isc o u rs e on th e O th e r , B rian M assum i, trad. (M innesota: U niversity o f M innesota Press, 1 98 6 ), p. 75. 38. Richard R. M adden sobre M anzano: “I am sensible I have not done justice to these Poem s, but I trust 1 have done enough to vindicate in som e degree the character o f negro intellect, at least the attem pt affords me an opportunity o f recording m y conviction, that the blessings of education and good governm ent are only wanting to m ake the natives of Africa, intellectually and morally, equal to the people o f any nation on the surface o f the globe” . "Preface” , T h e Life an d Poem s o f a C u b an S lave (1840), E. J. Mullen, ed. (Boston: Archon Books, 1981), p. 37.

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orienta hacia la constitución de las categorías de la nueva ley que interpela el testimonio y que, en el testimonio, funda la fábula de su legitim idad, el fundam ento em pírico, particularizado, de su derecho39. Valga la insistencia: no se trata simplemente de un espacio virtual que proyecta la transform ación del esclavo en ciudadano, y que así hace posible la constitución de un nuevo estado de subjetividad; se trata simultáneamente, con el m ism o movim iento de la relación especular desplegada por la interpelación, del tes­ timonio en tanto instancia narrativa sin la cual sería impensable la constitución de la nueva ley que ahí se particulariza, realizándose, encarnándose, en el cuerpo sufriente de otro. Demos un paso atrás. Como señala Elaine Scarry la tortura establece, en su momento más extremo, una distancia irreductible entre el cuerpo doliente y el discurso, o incluso la lengua, de la víctima40. E n la tortura, la experiencia de la víctim a y su capacidad de representación son reducidas al grito y la desarticulación, a la disolución de la conciencia de la persona en la intensificación del dolor. Para Scarry, toda forma de poder, “fraudulento o legítimo, se basa siempre en la distancia del cueipo”41; así, el cueipo es “la ubicación del dolor, y el discurso el lugar del poder”42. De igual modo, respondiendo al imperativo ético que recorre las páginas de su valioso y problemático libro, y refiriéndose específicam ente a la tortura de presos políticos latinoamericanos y al trabajo de Amnesty International, Scarry propone la intervención terapéutica, reintegradora, del testimonio, de “usar el lenguaje para permitir que el dolor ofrezca una relación precisa de sí mismo, presentando ante los regímenes de la tortura [...] un diluvio de voces que hablen por el otro, voces que hablen en la voz de la persona silenciada”43. Si el grito de la víctima, en la lógica de Scarry, registra la reducción de la persona a un estadio pre-lingüístico del ser, el testimonio es el lugar donde la víctim a reconstruye su m undo mediante la re­ presentación que “objetiva” y permite un distanciamiento del dolor, por medio de la cual se restaura la “conciencia” de la víctima que con el testimonio se reinserta en la lengua. ¿Pero la reinserción en la lengua no presupone la restauración de la “conciencia” de la víctim a, la intervención de un orden sim bólico -no m eram ente 39. Althusser nota lo siguiente sobre la encarnación en la ideología cristiana: “Dios necesita pues ‘h acerse’ hom bre él m ism o, el Sujeto necesita convertirse en sujeto, com o para dem os­ trar em píricam ente, d e m anera v isib le p ara los ojos, tan g ib le p ara las m anos (v éase S anto Tomás) [...]” (p. 77). V éase tam bién de C erteau, H etero lo g ies... pp. 75-6. 40. Elaine Scarry, T h e Body in P ain . T h e M aking an d U n m ak in g o f th e W orld (London: O xford University Press, 1985), pp. 27-51. 41. Ibid., p. 47 (traducim os). 42. Ib id ., p. 51 (traducim os). 43. Ib id ., p. 50 (traducim os).

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gram atical o lingüístico, por cierto- que garantiza el sentido del discu rso testim onial sobre el dolor? Cierto es, en todo caso, que la legitimidad del testimonio se funda en la fábula de llevar de vuelta la palabra al cuerpo de la víctima, en darles forma al dolor, en devolverle la voz a la persona silenciada por el terror. La A utobiografía de Manzano es, en ese sentido, un testim onio sobre el dolor y la tortura. Sin embargo, su relato del sufrim iento nos obliga a cuestionar la división tan tajante entre cuerpo y poder, entre dolor y discurso, que en Scarry remite, aún en la inversión más obvia, a la clásica escisión que -al menos desde Descartes- decide los límites de la categoría del sujeto en el pen­ samiento occidental. El testimonio de Manzano nos lleva a problematizar el concepto del poder como una fuerza única y homogénea que encuentra en el cuerpo tanto su límite infranqueable como el objeto de su “grotesco dram a com pensatorio”44. Con más espacio para el análisis podríamos ver cómo en el texto de Manzano el acceso a la escritura y la representación testimonial producen -más que un encuentro jubiloso con la corporalidad- una distancia notable del cuerpo propio, convertido en objeto de la autorreflexión. Esto no tiene porqué extrañarnos: en la esclavitud, el cuerpo del esclavo es el objeto de la propiedad y de la repre­ sentación del amo. P or eso decía M anzano (y luego O rlando Patterson45), que el esclavo es un ser muerto, un ser sin acceso a su propio cueipo ni a la representación. En el orden esclavista la representación era uno de los dispositivos constitutivos del poder del amo sobre el cuerpo del esclavo. De ahí, por cierto, que los amos de Manzano sistemáticamente le prohíban escribir, y lo castiguen -reduciéndolo al lugar del cueipo- cuando lo descubren “en aquel entretenim iento [...] nada correspondiente a [su] clase” (p. 31). “Proiviosem e la escritura pero en vano todo se abian de acostar y entonces ensendia mi cabito de bela y me desquitaba a mi gusto [...]” (p. 31), responde Manzano. Pero aun así, escribir, ejercer el poder que consigna la representación, es para Manzano una práctica doblemente paradójica y difícil que registra, particularmente en sus descripciones del dolor físico -propio o ajeno-, una notable distancia ante el cueipo: “[en el cuidado de un enfermo] en toda la noche pegaba mis ojos con el reloz delante papel y tintero donde aliaba el medico pr. la mañana un apunte de todo lo ocurrido en la noche asta de las veses qe. escupia dormia roncaba sueño tranquilo o quieto [...]” (p. 33). También la escritura propia vigila y reporta sobre el

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cuerpo. La escritura sitúa al sujeto en el lugar del que m ira y representa el cueipo, registrando con la mirada hasta el más mínimo de los movimientos. De modo que escribir sobre sí mismo, sobre el dolor propio, genera una intensa escisión en el sujeto que al escribir ocupa simultáneamente tanto el lugar del que mira como el sitio del dolor del cueipo propio. También en M anzano, entre la cicatriz que deja el dolor y el acto testim onial m edia la red simbólica e institucional del discurso. En la escritura el sujeto tes­ tim oniante incorpora la jerarquía del discurso que lo escinde al convertirlo en objeto de sí mismo. No queremos sugerir, mediante una inversión fácil de las posi­ ciones, que la escritura convierte al esclavo en amo (o torturador) de sí mismo. Por el contrario, el hecho de que M anzano escriba sobre su cuerpo trastoca la jerarquía y redefine radicalm ente la función y el orden de la representación en la ley esclavista, que hasta cierto punto definía la escritura como uno de los derechos “esenciales”, constitutivos de la identidad y del poder del amo. No subestimamos, entonces, el modo en que la escritura de Manzano desubica y desnaturaliza la “esencia” de la jerarquía. Pero al mismo tiem po nos preguntam os sobre la intervención de otra form a de poder, otra política del cueipo que, si bien emerge como im pug­ nación de la mordaza y la tortura, despliega -en el proceso mismo de la subjetivación- nuevas form as de dom inación y disciplina46. 46. L a nu ev a p o lítica del cuerp o es un asp ecto de lo que M anuel M oreno F rag in als ha lla m a d o la ¿p o c a d el “ buen tra ta m ie n to " d e los esc la v o s a p a rtir d e la d é c a d a de 1840. Respondía, según M oreno, a la necesidad de cuidar más la niano de obra en una época en que se increm enta el m ercado del azúcar y en que subía dram áticam ente el valor de los esclavos, en parte p o r las dificultades de la trata, que ya era ilegal. En esta época se publica el prim er m anual m édico sobre enferm edades de esclavos en Cuba: H onorato B ernard de Chateausalins, El v ad em ecu m d e los h a c e n d a d o s c u b a n o s (Nueva York, 1831; m anejam os la edición de La H ab an a, 1954). A u n q u e n o circu ló en el sig lo X IX , el m édico de la ca sa del M arqués de Peñalver, el español F rancisco B arrera y D om ingo, escribió tres notables volúm enes sobre la condición m édica d e los esclavos en 1798: R eflexiones h istó ric o , físico, n a tu r a le s , m édico, q u irú rg ic a s o p r á c tic a s y esp ecu lativ o s, e n tre te n im ie n to s a c e rc a d e la v id a, usos, co stu m ­ b r e s , a lim e n to s , v e s tid o , c o lo r y e n f e r m e d a d e s a q u e p ro p e n d e n lo s n e g r o s d e Á fric a venidos a las A m éricas. Es m uy notable cóm o Barrera construye el espacio de la subjetividad m édica del esclavo, en un libro que com ienza com o un tratado de historia natural y zoología y que sin em b arg o p ro g resiv am en te abre el esp acio a un acercam ien to an tro p o ló g ic o a la s ic o lo g ía de los e sc la v o s: B arrera se in te re sa m u ch o por la “ n o sta lg ia ” c o m o u n a c a u s a p rincipal del alto índice de suicidio entre los esclavos, quienes al quitarse la vida esperaban volver al país natal. El m anuscrito se en cuentra en la Sala C ubana de la B iblioteca N acional. H abría que reflexionar m ás sobre la relación entre la consolidación del régim en de la sanidad y la salud pública en la década del treinta y el proyecto de subjetivación com o nueva política del cuerpo y la dom inación. En la M e m o ria so b re la vag an cia en la Isla de C u b a (1832) (La H abana: E d ito rial L ex , 1946) de Jo sé A n to n io Saco, p o r ejem plo, en co n traría m o s el papel fundam ental que la “ cultura” cum ple en la construcción del cuerpo disciplinado del ciudada­ no ideal, “purgando nuestro suelo de la plaga que hoy la infecta [i.e. la vagancia]” (p. 44). El resu ltad o se ría un cu erp o adm inistrado p o r la "m oralidad de los in d iv id u o s” (p. 49). D oble econom ía, la de ese cuerpo sano y dispuesto al trabajo, y asim ism o capaz de juzgar sus propios actos, in corporando la verdad de la ley y la moral.

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Al menos en una de sus zonas, en el lugar emergente de una nueva institución, una instancia de ese poder dividido interpela a Manzano y lo constituye en hablante, en testimoniante de su dolor, en un sujeto legítimo que se presenta “con la verdad en los labios”. Evidentemente, entonces, esa zona del poder y de la letra, que ya hemos identificado con la literatura y su imperativo de justicia, no es reducible al régim en de la tortura ni al esquema que concibe al cuerpo del subalterno como el límite infranqueable del discurso o de la lengua misma: por el reverso del silencio al que la tortura reduce la presencia del cuerpo victimado, esa otra forma de poder exige un discurso sobre el cueipo, pide -digámoslo así- la encar­ nación del nuevo concepto de la ju sticia que autoriza tanto la constitución del sujeto testimoniante como la legitimidad del campo que produce la interpelación, la paradójica invitación al habla que la literatura le tiende al otro.

INTERPELACIÓ N Y DISPOSITIVO MIMÉTICO (“Casi lo m ism o pero no del todo [...] Casi igual pero no blanco”47)

Ahora bien, ¿cuál es el estatuto del “habla” del sujeto interpelado por la literatura? Y por el reverso, ¿cuál es el efecto de la escritura del esclavo en la escena de la interpelación? ¿Diremos simplemente que Manzano se constituye como sujeto en la escena de un orden simbólico que desde siempre le tenía un lugar asignado, un nombre que el otro ocupa -que ocupa al otro- en el despliegue de la identificación especular? ¿Cóm o pensar la práctica de ese nuevo sujeto, los efectos que produce en los límites de la institución, sin rem itirlo -por un lado- a la ficción de una exterioridad originaria o autónoma de la red de dominación que paradójicamente ha hecho posible la proliferación del discurso del nuevo sujeto; cómo pensar a ese sujeto sin reducirlo -por otro lado- a la posición inmóvil de un efecto estructural de la institución que garantiza los derechos de su nombre y su afiliación? El problema, como sugerimos antes, tiene que ver con la categoría de la interpelación. Al respecto, A lthusser señala: Observamos que la estructura de toda ideología, al interpelar a los in­ dividuos como sujetos en nombre de un Sujeto Único y Absoluto, es especular -i.e. una estructura de espejos- y doblemente especular: la

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duplicación especular es constitutiva de la ideología y asegura su fun­ cionamiento. Lo cual significa que toda ideología está centrada , que el Sujeto Absoluto ocupa el lugar único del Centro, e interpela en tomo de sí la infinidad de los individuos [convirtiéndolos] en sujetos en una doble conexión especular que sujeta los sujetos al Sujeto, mientras les otorga en el Sujeto -en el cual cada sujeto puede contemplar su propia imagen (presente y futura)- la garantía de que esto realmente les concierne a ellos y a Él, y que ya que todo tiene lugar en la Familia (la Sagrada Familia: la Familia es en esencia Sagrada), ‘Dios reconocerá a los suyos en Ella’; i.e. aquéllos que hayan reconocido a Dios y que se reconozcan a sí mismos en Él, serán salvos48. Según Althusser, la interpelación constituye al individuo en sujeto y lo sujeta a una ley -a la estructura de la lengua- que el sujeto de algún modo duplica o repite. El sujeto es pensado ahí claramente como el efecto de una estructura que lo precede “desde siempre”, desde antes del nacimiento mismo del individuo, “desde el momento en que se sabe de antemano que llevará el Nombre del Padre, y que así tendrá una identidad y será inemplazable. Desde antes de su nacimiento, la criatura es por lo tanto desde siempre un sujeto [...]”49. El sujeto se concibe ahí como secundariedad, como dupli­ cado o imagen del orden -ese “centro único y absoluto” del Sujetoque garantiza el proceso de la identificación: el amor por la ley, “La Ley convertida en Amor”50. Lo que presupone, a su vez, que en el centro “único y absoluto” del orden se encontraba “desde siempre” el referente originario de la repetición especular: una especie de causa prim era e irreductible que garantiza el sentido de las “imágenes” o duplicados. ¿Qué hay -si no es Dios- en el “centro” de ese espejeo? En el despliegue de su insaciable m im etism o, la escritura de Manzano nos obliga a repensar los efectos de la “duplicación” en la escena de la constitución del sujeto. Así recuerda el esclavo la escena originaria de su escritura: biendolo qe. apenas aclaraba cuando puesto en pie le preparaba antes de todo la mesa sillón y libros pa. entregarse al estudio me fui identi­ ficando de tal modo con sus costumbres qe. empese yo también a darme estudios, la poesia en todos los tramites de mi vida me suministraba versos analogos a mi situasion ya prozpera ya adversa, tomaba sus libros de retorica me ponia mi lección de memoria la aprendía como el papagallo 48. L ouis A lthusser. Ideo lo g ía y a p a r a to s ideológicos del E sta d o , o p. cit., p. 54. 49. Ibid, p. 50. 50. Ibid, p. 52.

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y ya creia yo qe. sabia algo pero conosia el poco fruto qe. sacaba de aquello pues nunca abia ocasion de aser uso de ello, entonses determiné darme otro mas útil qe. fue el de aprender a escrivir este fue otro apuro no sabia como empesar no sabia cortar pluma y me guardaría de tomar ninguna de las de mi señor sin embargo compre mi taja pluma y plumas compre papel muy fino y con algún pedaso de los qe. mi señor botaba de papel escrito de su letra lo metia entre llana y llana con el fin de acostumbrar el pulso a formar letras iva siguiendo la forma qe. de la qe. tenia debajo con esta imbension antes de un mes ya asia renglones logrando la forma de la letra de mi señor causa pr. qe. hay sierta identidad entre su letra y la mia [...] yo pasaba todo el tiempo embrollando con mis papeles no pocas veces me sorprendió en la punta de una mesa que abia en un rincón imponiéndome dejase aquel entretenimiento como nada corres­ pondiente a mi clase [...] proivioseme la escritura pero en vano todos se avian de acostar y entonces ensendia mi cabito de bela y me desquitaba a mi gusto copiando las mas bonitas letrillas de Arriaza [...] (p. 31)51. El dispositivo mimètico, la “im bensión” de Manzano decide su posición ante la escritura del amo y ante la literatura misma: “sierta identidad entre su letra y la m ia”. Nótese, por cierto, cóm o la máquina del calco, cuyas piezas describe detalladamente Manzano, presupone un trabajo sobre el cueipo: el entrenamiento del pulso calibrado para form ar letras casi idénticas a las inscritas en los papeles desechados por la figura del poder. Insistimos: casi idén­ ticas, en principio, por la distancia ineluctable entre la forma de la letra del primero y la del segundo. Pero más importante aún, la “copia” de la letra del amo somete la jerarquía a una transfor­ mación intensa que rebasa la cuestión ontològica de la identificación y trastoca más bien las posiciones en esa escena de dominio. Dicho de otro modo: las letras incluso podrían parecer idénticas, y el segundo una imagen fiel del primero, pero aún si así lo fuera, la instancia de la “repetición” saca la letra -la esencia del poder del amo- del sitio que la define, y la escabulle incluso entre las mallas del interdicto o la prohibición52. Si el estricto control de la escritura

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y la representación (al menos en la esclavitud) era constitutivo del poder del amo, la copia sitúa la “esencia” de ese poder en manos del negro esclavo. Es revelador cómo Manzano detalla los instru­ mentos que componen su compleja máquina m im ètica -la taja, la pluma, el papel fino, el pulso calibrado-, y enfatiza la laboriosidad de la “imbension” prohibida que lo lleva al uso estratégico de uno de los atributos “esenciales” del poder del amo. La copia desesencializa el atributo, al registrai- la materialidad de la letra (“que paresia g r a v a d a ”, p. 31). La copia reifica la letra, cuando convierte su “espíritu” en materia imitable, en un objeto reproducible y por lo mismo controlable. De esta manera, abre una grieta entre la escritura y la identidad del amo53. Por ello los amos continuamente castigan a Manzano cuando lo descubren escribiendo, narrando historias, recitando poem as o ejercitando su elocuencia. La facultad mimètica del subalterno produce en el amo una ansiedad insoportable: la sospecha de que el “espejeo” no era pasivo, y que la letra calcada trastocaba la estabilidad, los lugares fijos de la jerarquía, la econom ía de las diferencias que garantizaba los límites del sentido, la identidad m ism a del poder. No se trata ahí, por cierto, de parodia o sim ulacro, ni de una apropiación que implique, por parte de M anzano, la postulación de una identidad que tras la “máscara” del mimetismo escondiera el secreto de un ser alternativo. El desajuste que opera Manzano en la jerarquía no es simplemente el efecto de una rebelde reins­ cripción de su diferencia ni de una enfática afirmación de su “otredad” ante el poder. El desajuste tiene más bien que ver con la similaridad que en su consecuencia más extrema im posibilitaría el reconoci­ m iento del “otro” en tanto función diferenciadora de la identidad del amo. En ese extremo se sitúa, por cierto, el personaje mimètico por excelencia de la literatura cubana del siglo XIX: la mulata Cecilia quien, lejos de condensai- la figura de un contacto armonioso entre las razas, p a sa p o r blanca. El cueipo perturbador -casi blanco e indiferenciable- de Cecilia representa para Villaverde el límite mismo de la visib ilid ad en que se funda el cuadro ordenador de las diferencias54. En Cecilia, el narrador frecuentemente insiste en la dificultad de fija r el cueipo de su protagonista en el cuadro de las diferencias raciales: “¿A qué raza, pues, pertenecía esta muchacha?

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D ifícil es decirlo. S in em bargo, a un ojo conocedor no podía esconderse que sus labios tenían un borde o filete oscuro. [...] Su sangre no era pura y bien podía asegurarse [...] que estaba mezclada con la etiope [...]” (p. 7). Asimismo, paia distinguirla, poco después del nacim iento de la niña, su abuela Josefa le hace “una m edia luna azul en el hom bro izquierdo” (pp. 3, 237, 295). Ese tatuaje que inscribe en el cueipo una marca identificatoria imborrable bien puede leerse como una metáfora del proyecto mismo de la ficción en Villaverde: del “ojo conocedor” que separa lo puro de lo impuro, en la medida en que examina compulsivamente la complejidad de las mezclas. Para Villavcrde, escribir es tatuar el cueipo de Cecilia para someterlo al cuadro jerárquico de la identificación y la dife­ rencia. El mimetismo que Cecilia lleva inscrito en su cueipo casi blanco, y que en la construcción de Villaverde es inseparable del im pulso sexual que traspasa y ablanda las fronteras raciales de la jerarquía, amenaza con disolver los lugares fijos del cuadro cla­ sificador que, de otro modo, superado el riesgo de la mezcla racial, garantizaría la estabilidad de la nación futura. Por el contrario, Manzano lleva la marca visible de la diferencia en el color estig­ matizado de su cueipo. Pero, en su caso, el registro de esa diferencia intensifica la peligrosidad del hecho profundam ente perturbador, para el amo, de la elocuencia -marca de la distinción- en boca de un negro esclavo. Con mayor detenimiento, convendría trazar, más allá del orden esclavista, las figuras de los discursos que se elaboraron en respuesta a la estrategia mimètica de los sujetos subordinados. En efecto, la inestabilidad que el mimetismo opera en el cuadro de las diferencias m otivó la elaboración de notables estereotipos que en general proyectan una radical ambivalencia55. Tales intentos de reducir y fijar el espejeo y el disim ulo subalterno, no siempre rem iten al aspecto corrosivo del gesto mimètico. Por ejemplo, ya hacia 1880, en la apertura relativa que registra la consolidación de los discursos liberales en Cuba, basados en paite en el proyecto de interpelación de un sujeto pedagógico y ciudadano, Antonio Bachiller y Morales señala: El hombre negro tiene sobre los otros de distinto origen que el blanco una cualidad recomendable: su espíritu de imitación. Yo no diré que en eso se parece al mono como han escrito los sostenedores de la antimiscegenación. Los monos imitan al hombre y como no son hombres se reducen a la mímica: pero ¿dónde están sus obras semejantes? Hay en 55. Sobre la am bivalencia constitutiva de los estereotipos, ver H. K. B habha, “ The O ther Q uestion. The Stereotype and Colonial D iscourse", Serven, voi. 24/6, nov.-dic. 1983, 18-36.

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la humanidad cierta atracción moral que explicó uno de los escritores castellanos más originales, D. Ramón Campos en su interesante libro sobre la Desigualdad personal; considera esa ley de imitación moral, cuyo fin es la bondad hasta aparente tan eficaz y cierta ley como de atracción. Y la bondad del ánimo es casi siempre un antecedente favorable de la sociabilidad, y por consiguiente del espíritu de imitación56. Pero a su vez, según comprobaría el análisis de la fobia al doble y a los parecidos entre los personajes blancos y mulatos que recorren las páginas de Cecilia, el “espíritu de imitación” tam bién desen­ cadenaba estereotipos en reacción al aspecto “siniestro” del disimulo o la repetición. Como declara el “Informe fiscal sobre el fomento de la población blanca en la Isla de Cuba” de 1844, “la procreación de las castas mestizas [es] mil veces más temible que la primera [raza pura africana], por su conocida osadía y pretenciones de igualarse con la blanca”57. Por otro lado, no estamos proponiendo la máquina mimética de M anzano com o un modelo capaz de dar cuenta de todas las es­ trategias posibles de los sujetos subalternos en la escena de la dominación. Es evidente, por ejemplo, que las plantaciones cubanas del siglo XIX fueron escenas tanto de una explotación brutal como de notables instancias de rebeldía. También podría pensarse que la agencia de esos esclavos rebeldes -sujetos que se constituían en redes de acción e identificación muy distintas del tipo de interpe­ lación jurídico-literaria que aquí nos concierne- fue un acicate capaz de generar en las élites blancas, incluso las de tendencia abolicio­ nista, las fobias más radicales de esa minoría dominante en un país cuya población de color era predominante y se encontraba a pocas millas de Haití. Esas fobias son constitutivas de los discursos sobre la nacionalidad cubana y en buena medida atraviesan el orden de sus instituciones modernas, no sólo esclavistas. Sin embargo, nuestro acercam iento al pleito de M aría Antonia y a las disputas de Manzano, nos sitúa ante una problemática distinta, que tiene más bien que ver con el modo en que las instituciones -los regím enes norm ativos que ellas presuponen- reinscriben sus lím ites en la coyuntura de un cam bio que trastoca la posición interpelada del otro ante la ley. Sin idealizar el juego de poder en que se inscribe el mimetismo -ni la subordinación que implica- la 56. A ntonio B achiller y M orales, L os n e g ro s (G om as y Com pañía: B arcelona, 188?), pp. 1 3 2 -3 3 ). 57. “ Inform e fiscal sobre el fom ento de la población blanca en la Isla de Cuba y em anci­ pación progresiva de la esclava presentado a la Superintendencia G eneral Delegada de la Real H acien d a en d iciem bre de 1844 por el Fiscal de la M ism a” (M adrid: Im prenta de J. M artín A legría, 1845), p. 33.

estrategia de Manzano en la escena de su entrada al espacio vedado de la escritura nos obligó a repensar la categoría de la interpelación, a cuestionar la constitución del sujeto com o un sim ple efecto estru ctu ral de la in stitu ció n que lo nom bra; y, con el m ism o movimiento, nos llevó a cuestionar una lectura bastante generalizada de Manzano que, subestimando el aspecto estratégico de la “iden­ tificación” mimètica, ha tendido a reducir su agencia, la máquina de su “imbension”, a los efectos de una imitación pasiva que “suprime el ser” del esclavo58. Sólo desde la perspectiva de un radical “possesive individualism ”, como sugiere M. Taussig, podríam os subestim ar la im portancia de las estrategias miméticas en las di­ nám icas de la dom inación59. Sólo acobijados por la som bra del fantasm a de la originalidad le exigiríam os a M anzano la voz de una diferencia “pura” o autónoma de la escena de la dominación en que Manzano se constituye -peligrosamente, paia los amos- en sujeto de la escritura.

LA CUESTIÓN DEL LÍMITE Y LA FOBIA DEL CONTACTO

Además, ¿no habíamos señalado ya que la interpelación testi­ m onial despliega el m ovim iento de la constitución del cam po institucional en el momento mismo en que le pide a M anzano el relato de su vida? Ante la escena de ese doble movimiento especular ¿no deberíam os tam bién enfatizar el m im etism o, el cam uflaje de la institución, que en el pacto testimonial -en la solapada guerra contra la ley anterior- disimula su intervención y ventrílocuamente enuncia el nuevo sentido de su justicia desde el cuerpo m arcado del otro? ¿No consigna el proyecto de incorporación de la palabra del esclavo al nuevo orden de la representación liberal -tanto en

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la tertulia delmontina como en las compulsivas imitaciones del habla dialectal en las ficciones de la lengua nacional que elaboran an­ siosam ente las novelas abolicionistas60- un im pulso m im ético al menos tan intenso como las apropiaciones de M anzano? Pensado como un doble movimiento especular, como un doble intercambio de prácticas y de uso, el proceso de la “identificación” del sujeto desborda la pregunta por el m odelo o la prioridad, y nos sitúa nuevamente ante las estrategias y negociaciones que se despliegan en la escena. Digamos que en la interpelación -precisamente porque la escritura de Manzano no es pasiva- la institución que lo llama y que con su testim onio se funda tiene que rediseñar el trazado de sus lím ites y su política del contacto. En su lúcida lectura de la A u to biografía, Antonio Vera-León explora cierto desequilibrio desencadenado por el texto de Manzano én el interior del “canon” de la literatura nacional aún en vías de formación61. En la escritura fonética de Manzano, Vera-León señala la cristalización de una “retórica del m estizaje”62 que conjugaba, en la superficie misma de su forma -escrita y oral- “una alianza o conspiración literaria desde donde negociar un lenguaje para narrar la nación”63. La incorporación de la palabra del esclavo respondía a la doble pugna del campo intelectual criollo que, por un lado, encontraba en el “estilo bárbaro”64 de M anzano -en el excedente de su oralidad- un mecanismo de diferenciación del canon metropolitano; campo intelectual criollo que, por otro lado, en el proceso de la incorporación de la palabra “otra” en la literatura, proyectaba la “dom esticación [de la oralidad, signo de barbarie] en la escritura”65, en un intento disciplinario de contener las pro­ fundas contradicciones internas de la nación (futura), cruzada aún por los efectos de la esclavitud y la irreductible heterogeneidad racial. Con precisión Vera-León señala las nuevas contradicciones que desata la propia “alianza” que sitúa la em ergente literatura nacional ante la “barbarie” de ese estilo que -si bien posibilitaba la especificación de la diferencia ante España- al m ism o tiem po exponía la literatura al riesgo de la “desfiguración”66 de la escritura. De ahí las reiteradas revisiones a que ha sido sometida hasta nuestros

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días la escritura de Manzano: intentos letrados de retocar su escritura fonética, de ajustarla a las normas gramaticales de la institución. O, com o señalara todavía años después M ax Henríquez Ureña, intentos de “pasar en lim pio ese texto, librándolo de im purezas La interpelación provoca en la institución la sospecha de que la respuesta del subalterno a su llamado, a su paradójica invitación al habla -en la reubicación del límite de la ley- resultaba en una escritura demasiado pegada al cueipo, demasiado porosa y expuesta al riesgo de la contaminación. Esa sospecha constata la m anifes­ tación del síntoma de la institución, el nudo impensable -desde la institución- de que en lo más íntimo de su dominio la nueva ley in co rp o rab a la negación de sí m ism a. En sus m om entos más exasperados, la sospecha desencadena una intensa tropología de la pureza y el contagio y las consecuentes operaciones fóbicas de lim pieza que, como señalara Mary Douglas en P urity a n d D anger, rem iten a una redistribución de las categorías de integridad y de m ezcla en una coyuntura de reorganización social68. Más allá del texto de Manzano, y de la reacción literaria al mismo, esa tropología de la pureza y el contagio contribuye a reorganizar otras zonas del poder y a sobredeterm inar el modo en que sus instituciones (médicas, escolares, penitenciarias, etc.) -sobre todo a partir de la década de 1830- pensaron la reorganización del espacio público y la cuestión de los lím ites en una sociedad cambiante, profundam ente m arcada por la heterogeneidad racial e incluso lingüística. Para comprender el peso de la problemática de los límites y de su concom itante tropología de la pureza en los discursos fundadores de las instituciones modernas cubanas, habría que ver con detenimiento el impacto que tiene la devastadora epidemia del cólera de 1833 en el “im aginario” de las instituciones. Com pro­ baríam os, entre otras cosas, el desarrollo im perioso del discurso higiénico como paradigma que provee figuras, metáforas, para pensar diversos tipos de límites y contacto, más allá del territorio pertinente a la salud pública69. Por el m om ento digam os, para retom ar la metáfora de la “limpieza” en la reacción de la institución literaria contra la escritura de M anzano, que el discurso higiénico marcó intensamente el pensamiento de los intelectuales sobre el contacto etno-lingüístico, según com prueban los deslices en el siguiente comentario del novelista Anselmo Suárez y Romero -el primer “trans6 7. M. H en ríq u ez U reña, P a n o r a m a h is tó ric o de la l it e r a tu r a c u b a n a (New York: Las A m éricas P ublish in g , 1963), p. 184. 68. M. D ou g las, P u r ity a n d D a n g e r (L ondon: R outledge and K enan Paul, 1969). 6 9 . V éase J. R am os “A C itizen -B o d y . C h o lera in H av an a (1 8 3 3 )". En D is p o s itio (en p re n sa ).

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criptor” de Manzano- sobre el efecto nocivo de las nodrizas negras y m ulatas en la “lengua castiza”: La leche santa de sus madres no es la que siempre alimenta a los hijos de Cuba; una nodriza abyecta nos da la suya, porque muchas madres creen hallar su salud y belleza en el olvido del primero de sus deberes. [La] palabra de aquella nodriza ignorante y corrompida es la que más escu­ chamos, sus acciones son las que más vemos en esa edad cándida de la infancia, que, como el cristal refleja súbito y cabal cuanto se les acerca, así reproduce lo que se le presentó por modelo. [...] Ahí se nos inspiran ideas erróneas; ahí brotan las pasiones bastardas, que afirmándose y creciendo después, convierten en inútil o vituperable nuestra vida; allí se corrompe todo, hasta el habla castiza de nuestros mayores70. De ahí que la compulsión a revisar el manuscrito de Manzano, los reiterados intentos de ordenar su prosa “caótica y desaliñada” como condición de entrada a la institución, inmediatamente se deslice en la operación m etafórica de “lim p iar” sus “im purezas”. Esa com pulsión rem ite, nuevamente, a la cuestión de la porosidad y maleabilidad de una escritura constituida en la reubicación del límite de la institución, en esa zona de negociaciones donde la literatura, en su pugna con la legalidad del orden colonial y esclavista, postula el derecho del otro a ocupar un sitio en el orden de la ciudadanía: la inscripción de su palabra en el orden de la representación. La zona de contacto, en los márgenes de la institución -en el testimonio que la constituye al reinscribir sus nuevos límites- es recorrida por una energía tan necesaria para la demarcación del territorio como peligrosa. Como señala Douglas, “all margins are dangerous. If they are pulled this way or that the shape o f fundamental experience is altered. Any structure o f ideas is vulnerable at its margins”71. Por ello, para la antropóloga británica, las fronteras del cueipo, sus orificios, sus secreciones, son el objeto de una operación simbólica particular que convierte el cueipo en una figura clave para el diseño del espacio social y de los modelos de integridad, de límites, de transm isión y de com unicación que rigen el im aginario de. sus in stitu cio n es, sobré todo en la coyuntura de transform aciones profundas. En el contexto específico de una sociedad pluriétnica como la cubana, no es casual que los discursos que se plantearon la tarea de proyectar la “integración” nacional sintomáticamente reacciona­ 70. A. S uárez y Rom ero, "V igilancia de las m adres” . Colección d e artículos (La H abana: E stab lecim ien to T ip o g ráfico La A ntilla, 1859). p. 23. 71. M . D ouglas, P u rity a n d D a n g e r, op. c¡(., p. 121.

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ran al contacto ineluctable que la reubicación de los lím ites im ­ plicaría. El m iedo a la m ezcla recorre la escena testim onial y sobredetermina luego el ambiguo rol que la ficción narrativa cumple en la elaboración de esos discursos. Como el testimonio de Man­ zano, la novela -género híbrido por excelencia- era un suplemento tan necesario com o peligroso para los discursos de la “homogenización” nacional. Si bien contribuía, con el don prospectivo de la ficción, a pensar las condiciones que harían posible la transfor­ mación del esclavo en ciudadano, en sujeto de una ley más justa, en hablante de una lengua nacional más democrática, la novela -com o el testim onio de Manzano- situaba al poder en una zona arriesgada de contacto y porosidad.

LITERATURA Y FICCIONES DEL DERECHO

Según sugerimos al comienzo de este ensayo, la literatura moderna se instaura en ese umbral donde recorre los diferendos del orden jurídico-sim bólico (esclavista) desde un nuevo sentido de la justicia; es decir, desde la elaboración de la ficción del derecho (liberal) futuro. En su notable exploración del proceso de jurisgenesis, inspirado en paite por los debates contra el positivismo legalista en el campo de los “critical legal studies”, Robeit M. Cover enfatiza el rol de la narrativa en la construcción del “universo normativo” que garantiza la producción del sentido en las instituciones formales de la ley72. Para Cover: La ley puede ser comprendida como un sistema de tensiones o como un puente que conjuga un concepto de lo real con una alternativa imaginaria; es decir, como la articulación entre esos dos niveles del asunto, cuya significación normativa sólo puede ser representada plenamente median­ te dispositivos narrativos. De ahí que uno de los elementos constitutivos del nomos consiste en lo que George Steiner denomina la ‘alteridad’: ‘lo otro del caso’ [“the other than the case'] [...]. El concepto del nomos, en tanto mundo-de-ley, implica por un lado la aplicación de la voluntad humana a un estado actual de las cosas, así como la perspectiva hacia nuevas visiones de futuros alternativos. El nomos es un mundo normativo constituido por el sistema de las tensiones entre la realidad y la visión73.

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Irreductible a la codificación del derecho, o a la administración del m ism o en el aparato legal, el discurso de la ley cristaliza -y pugna por resolver, en el devenir de sus transform aciones- esa tensión m atriz entre la institucionalidad existente y la proyección de una justicia futura. Para Cover, la narrativa es el lugar donde se elabora, en el presente mismo de las instituciones existentes, la ficción del futuro que trabaja, mediante el gesto prospectivo, las zonas im pensables de la institución “form al” que en ese sentido nunca puede dar cuenta de la pluralidad de las legitim idades que circulan y pugnan en el campo de las contradicciones sociales74. De ahí que el “nomos no requiera necesariamente de un estado [de las instituciones formales de la ley], y que la creación del sentido jurídico -la ju risgen esis- siempre tenga lugar en un m edio esen­ cialm ente cultural”75. En su debate contra el positivismo, Cover intenta oponer el sentido jurídico a la organización social y la administración de la ley76 con lo cual reduce la función del estado a las prácticas administrativas del “control social” que ejercen las “instituciones form ales”. El debate lo lleva, asimismo, a reclamar una autonom ía radical para las prácticas simbólicas que generan el nom os en la zona “esen­ cialmente cultural” que Cover opone a las instituciones del Estado: “Til dicotomía, manifiesta en las culturas folclóricas y clandestinas [underground] incluso en las sociedades más autoritarias, es par­ ticularmente visible en la sociedad liberal que renuncia al control de la narrativa. El carácter incontrolado del sentido ejerce un efecto desestabilizador sobre el poder. Es decir, los preceptos deben tener sentido, pero necesariam ente abstraen ese sentido de m ateriales creados por prácticas sociales que no están sujetas a las normas que condicionan la legislación y la producción formal de las le­ yes”77. La crítica al positivismo sitúa a Cover en una tajante opo­ sición entre el estado y esa especie de sentido salvaje que la práctica simbólica desata en el exterior de la institución. Acaso podría pensarse que la articulación de ese sentido -en la ficción del derecho- es constitutiva de la institución, en tanto función de las creencias, relatos, procesos de identificación e interpelación de los sujetos que intervienen incluso en las operaciones aparentemente más “forma­ les” de la administración o del control social. Además, según hemos argüido a lo largo de este trabajo, la producción del sentido que C over opone al poder circula m ediante la intervención de otras 74. S obre la com petencia de legitim idades en el orden ju ríd ico , ver tam bién B. de S ousa S an to s, “ U n a c a rto g ra fía sim b ó lica d e las re p re se n ta c io n e s so c iales. P ro le g ó m e n o s a u n a c o n cep c ió n p o sm o d e rn a del d erech o ", o p . c it.. pp. 18-38. 75. R obert M. C over, “T he S uprem e C ourt...”, o p. cit., p. 11. (Tr. del autor). 76. Ib id ., p. 18. 77. Id e m . (Tr. del autor).

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institu cio n es culturales, sobre todo la literatura, en sociedades secularizadas. En todo caso, el trabajo de Cover m anifiesta las posibilidades abiertas por el contacto entre el análisis del discurso y los debates sobre la interpretación y la constitución de la “verdad” jurídica. En el relato de María Antonia Mandinga -en el recorrido de su palabra por los canales de un aparato judicial que no era aún capaz de dar créd ito a su sentido- ubicam os una de las “v erdades” impensables de la ley esclavista. Señalamos también que la larga trayectoria de su desafío, en el pleito que se prolonga por más de m edio siglo, se nutría de las contradicciones internas de los pre­ supuestos interpretativos de un orden judicial que, entre otras tensiones, evidenciaba un progresivo desequilibrio entre las cate­ gorías del derecho natural del esclavo y el derecho de propiedad del amo. Pero, de igual modo, sugerimos que las tensiones internas de la institución no podían dar cuenta de las transform aciones cristalizadas por la resolución de la disputa en favor de Juan Lorenzo -el hijo de María Antonia- en la década de 1860. Más allá de este caso en particular, propusimos que el proceso de constitución del esclavo en sujeto de la “verdad”, en sujeto de derecho (al testimonio) en el orden de la representación liberal, implicaba la intervención de otro discurso que operaba sobre los lím ites de la institución jurídica, reubicando el cam po de su territorio y proyectando la redefmición de la ciudadanía. La literatura se instituye con la in­ tervención en los límites del orden jurídico-simbólico de la escla­ vitud, trabajando la peligrosidad de sus m árgenes, proponiendo categorías para la solución de los diferendos generados por la pluralidad de las legitimidades y, sobre todo, explorando las con­ diciones que harían posible la subjetivación de los esclavos: la interpelación de los sujetos en una nueva red de dom inación e identificación. Allí, en el cielo de la lengua nacional cubana, la escritura de Manzano brilla como una estrella enante y, al final del relato, cim arrona78.

II. INTERSTICIOS

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ENTRE OTROS: UNA EXCURSIÓN A LOS INDIOS RANQUELES DE LUCIO V. MANSILLA*

El viajero sale del territorio habitual. Explorará un territorio des­ conocido aunque no necesariamente imprevisto: lleva mapas, guías turísticas, diccionarios: lecturas. Intentará, por momentos, registrar las ^diferencias. La discontinuidad entre los dos espacios -origen y destino-, y el pasaje entre am bos, conform an la condición de posibilidad del viaje y su relato. El viajero es un relator: confabula redes, tejidos, encabalgamientos entre espacios discontinuos. No es casual que el relato de viajes haya incorporado la retórica epistolar. La carta, en su juego de distancias, propone la solución de la discontinuidad: llena un vacío. Sin embargo, la experiencia del lugar de origen, el pasado, el destinatario que allá permanece, constituyen el marco de referencia. A partir de esa experiencia previa el otro mundo adquiere sentido, se convierte en materia interpretable, sujeta a la jerarquización que la comparación impone. En efecto, el símil es una figura predom inante en el discurso del viajero. ¿Qué se busca al otro lado? ¿Qué modelización de lo real establece el itinerario del viaje? ¿Qué jerarquización produce el discurso entre los puntos heterogéneos del pasaje, de la com paración? Ya con Sarmiento, hacia mediados del siglo pasado, el modelo del itinerario se halla cristalizado en la Argentina. El viaje es una institución didáctica, requisito en la educación de la juventud oligarca y, sobre todo, de los letrados. El viaje es, a su vez, un género literario de enorme prestigio y popularidad: “El viaje escrito [...] es m ateria muy manoseada ya”, dice Sarm iento1. Sin embargo, no subestima el poder político y literario del género. Por el contrario, postula su consagración, la inscripción de la forma en el ancho ámbito de las

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Bellas Letras: “Sobre el mérito puramente artístico y literario de estas páginas, no se me aparta nunca de la mente que Chateaubriand, Lamartine, Dumas, Jaquemond, han escrito viajes [...]” (p. 12). La autoridad se encuentra al otro lado; el viaje, en Sarmiento, es su búsqueda. En Sarmiento la discontinuidad topográfica y cultural, condición del viaje, se representa en términos de un desnivel: “Hay regiones dem asiado altas, cuya atmósfera no pueden respirar los que han nacido en tierras bajas” (p. 12). El viajero va de lo bajo a lo alto. El itinerario dispone un movimiento en dirección a una plenitud. El pasado, territorio de origen, visto desde el otro lado, se asume como carencia. El intelectual viajero se autoriza en el proyecto de nivelación del desajuste. De ahí el peso ideológico del género, cuando menos a lo largo del siglo XIX. En el interior del género, U na excursión a los indios ranqueles (1870) de Lucio Victorio M ansilla ocupa un lugar excéntrico2. Es fundador, digam os, de un nuevo tipo de ejercicio turístico. Su excentricidad relativa, su capacidad crítica, se desprende de su trabajo sobre las normas instituidas por el relato del viaje a Europa. U na excursión es un deliberado viaje a la barbarie. De ahí, entre otras cosas, su silueta paródica: “¿No es común ir a Europa p o r instruirse p a ra olvidar lo poco que se ha aprendido en la tierra? [...] Ir p o r lana p a ra salir trasquilado” (p. 43). U na excursión a los indios ranqueles es la práctica de una inversión, comentada por Mansilla en este curioso recuerdo: Cuando yo estaba en el Paraguay, Santiago amigo, voy a decirte lo que solía hacer, cansado de contemplar, desde mi reducto en Tuyutí, todos los días la misma cosa [...], sabes lo que hacía? Me subía en el merlón de la batería, daba la espalda al enemigo, me abría las piernas, formaba una curva con el cuerpo y mirando al frente por entre aquellas, me quedaba un instante contemplando los objetos al revés. Es un efecto curioso para la visual, y un recurso al que te aconsejo recurras cuando te fastidies, o te canses, en esa vieja Europa [...] (p. 50). Si escribir, para el Mansilla de U na excursión, es invertir, ¿qué podría ser, para nosotros, la lectura? Es posible leer U n a excursión sólo a partir de la generosidad de sus narraciones. Tras el curso del tiempo que opaca el aspecto

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circunstancial del relato podemos incluso imaginar una lectura que piense al texto como una práctica de ficción. Ya lo había previsto Mansilla: “Como Gulliver, en su viaje a Liliput, yo he visto el mundo tal cual es en mi viaje a los ranqueles” (p. 317). Y “Creerán algunos que a medida que corre la pluma voy fraguando cosas imaginarias para llenar papel y aumentar el efecto artificial de estas mal zurcidas cartas [...]. Los abismos entre el mundo real y el mundo imaginario no son tan profundos” (p. 29). Posiblem ente sea válida, además, la lectura del texto como un estricto ejercicio testimonial: “Yo no soy más que un cronista” (p. 157), dice Mansilla. Así parece haber sido leído el relato por el Congreso Geográfico Internacional en 1875 cuando premió el libro. Décadas después, Ricardo Rojas insistía en que “la pintoresca novedad del asunto en la época de su primera edición y el interés añadido a esta crónica por el transcurso del tiempo, explican la fama de tal libro, más que su factura literaria”3. ' La oposición entre “crónica” y “factura literaria” perm ite la ubicación de algunos problemas que dificultan la lectura de un texto formalmente tan híbrido como U na excursión. Como muchos textos latinoamericanos del siglo XIX, U na excursión pone en evidencia un alto grado de m arginalidad funcional y genérica4. Su espacio se configura a partir de la codificación de lo referencial5, condición de producción y de lectura del discurso testimonial en la forma del relato de viaje. Sin embargo, también es evidente el “efecto artificial” del relato, la apelación a la función estética de la época mediante las notables narraciones, las descripciones líricas y las alusiones a los m odelos del rom anticism o europeo y argentino. Parecería, entonces, que si bien la oposición entre “lo literario” y “lo no literario” dificulta la lectura crítica, no constituye una contradicción. Digamos, por ahora, que esa marginalidad tuvo un valor práctico para Mansilla: su escritura propone, por un lado, la vitalización de la norm a estética de su época y, con el m ism o m ovim iento, la literaturización de los discursos testimoniales de la experiencia vivida. A pesar de la confluencia de funciones discursivas y de la complejidad genérica de U na excursión podemos partir de varias matrices que, si bien son producidas por la escritura, operan como 3. R icardo R ojas, H is to ria d e la li te r a tu r a a rg e n tin a (B uenos A ires, 1922), vol. IV, p. 499. 4. Sobre la im portancia de tal m arginalidad, en el caso particular del F acu n d o , véase Noé Jitrik , “E l F a c u n d o : la g ran riq u e z a de la p o b re z a ” , P ró lo g o a D.F. S arm ie n to , F a c u n d o (C aracas: B ib lio teca A yacucho, 1977). 5. Sobre los textos referenciales, señala P hilippe Lejeune: “ [Los textos referenciales] pre­ te n d e n a p o rta r u n a in fo rm ació n e x te rn a al te x to , y así so m e te rse a u n a v e rific a c ió n . Su finalidad no es la m era verosim ilitud, sino la sem ejanza de la verdad. N o el ‘efecto de realidad’ sino la im agen de lo real". Le p a c te a u to b io g ra p h iq u e (Paris: E ditions du Seuil, 1975), p. 3. La traducción de la cita es nuestra.

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núcleos a partir de los cuales el texto arma su particular organización del sentido y, así, el com plejo modelo del m undo que propone. Partimos aquí de la relación entre las figuras de lo otro y lo mismo en el relato, dado que U na excursión constituye un deliberado viaje ál lugar excluido de (y por) la “civilización”; un viaje al territorio extraño del indio y del gaucho exilado. Nos proponem os seguir la cadena significante de la que se desprende la relación entre “nosotros” y “ellos”: pronombres de lo mismo y lo otro, así como los m ecanism os de exclusión e inclusión mediante los cuales se form ula dicha dicotom ía en U na excursión. Observaremos cómo M ansilla critica la “naturalidad” del “nosotros”, sujeto de la ideo­ logía que enuncia la oposición civilización/barbarie en su instancia sarmientina; e intentaremos luego ubicar la problemática del sujeto -forma de autoridad6 o medida de jerarquización- desde el cual se hace la crítica al sujeto sarm ientino: nos(otros), sujeto del cual M ansilla se proyecta com o un excluido, que a su vez constituye la form a de un poder deseado.

D E BÁ R BA R O S Y CIVILIZADOS

Com o ha señalado Lotman, toda cultura establece una oposición entre su espacio interno, organizado, y su espacio externo, deses­ tructurado7. En el caso de la cultura argentina del siglo XIX, esta relación se establece con un particular dramatismo. Tras la inde­ pendencia de España, la oligarquía liberal argentina confrontó la necesidad de delim itar y consolidar sus fronteras económ icas y geográficas, así como las de la identidad que habría de proponer (e im poner) com o la identidad nacional. Los textos fundadores de la literatura argentina, El m atad ero y L a c a u tiv a de Echeverría, A m alia de Mármol y el F acundo de S arm iento, están m odelados en torno a la oposición entre un “nosotros” -los civilizados, los cautivos- y un “ellos” -los indios y los gauchos- no sólo “bárbaros”, sino agresores. De ahí se desprende el deseo de hom ogeneizar el heterogéneo territorio de la naciona­ lidad. A dem ás, es im portante notar que en estos textos, en la

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formulación de la antinomia civilización/barbarie, un sector despla­ zado de la oligarquía reafirmaba su “derecho natural” al poder, en una época en que la “barbarie” -el rosismo- determinaba la política del E stado8. Com o señala David Viñas: La literatura argentina emerge alrededor de una metáfora mayor: la violación. E l m atadero y A m alia, en lo fundamental, no son sino comentarios de una violencia ejercida desde afuera hacia adentro, de la ‘carne’ sobre el ‘espíritu’. De la ‘masa’ contra las matizadas pero explícitas proyecciones del Poeta. Y, a partir de esta agresión inicial -por el reverso de la trama- los textos del romanticismo argentino pueden ser leídos como un progresivo programa del ‘espíritu’ contra el ancho y denso predominio de la ‘bárbara materia’9. Ahora bien, la relación entre “nosotros” y “ellos” no es estable ni absoluta. En tanto modelo de una amplia producción cultural, es necesario situar sus realizaciones de acuerdo al lugar que ocupa, en una coyuntura histórica determinada, el sujeto que enuncia al “nosotros” y que excluye al “ello s” del espacio discreto de la “civilización” . Incluso dentro del “nosotros” pueden darse fisuras: recordemos la reformulación crítica del concepto sarmientino de la civilización que propone A lberdi10. Hasta cierto punto, esa fisura explica tam bién el grado de crítica al poder que se desprende de U na excursión. U na excursión opera sobre la dicotomía civilización/barbarie; se construye como la lectura transformativa de tal oposición. En términos de su temática, U na excursión evidencia la consistente inversión de la antinomia según Sarmiento. Los siguientes ejemplos remiten a tal transformación: Grandes y populosas ciudades como Buenos Aires, con todos los placeres y halagos de la civilización, teatros, jardines, paseos, palacios [...] una

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agitación vertiginosa, en medio de calles estrechas, fangosas, sucias, fétidas, que no permiten ver el horizonte, [...] en las que yo me ahogo, echando de menos mi caballo. Fuera de aquí, campos desiertos, grandes heredades, donde vegeta el proletario en la ignorancia y en la estupidez [...]. Tesis y antítesis de la vida de una república. Eso dicen que es gobernar y administrar. ¡Y para lucirse mejor, todos los días clamando por gente, pidiendo inmigración! (p. 167). Para M ansilla, esos “proletarios”, los gauchos, constituyen el verdadero producto de la tierra: ellos forman lo que debería ser la base de la nacionalidad. Son, sin embargo, los marginados por el poder, a quienes “nuestros políticos han perseguido y estigm a­ tizado, [y] nuestros bardos no han tenido el valor de cantar, sino para hacer su caricatura” (p. 157). Lo esencial, según Mansilla, sería oponer lo nacional, lo de la tierra, a la “monomanía de la imitación que quiere despojarnos de todo, de nuestras costumbres, de nuestra tradición” (p. 167). Es evidente que se cuestionan ahí los ideologemas sarmientinos form ulados en las oposiciones ciudad/cam po, Europa/A rgentina, hom bre urbano o inmigrante/gaucho o criollo. Se critica, además, el postulado que sirve de base a tales oposiciones: el rol determinante del m edio y de la raza según Sarmiento: Sobre este tópico, Santiago amigo, mis opiniones han cambiado mucho [...] desde la época en que con tanto furor discutíamos la fatalidad de las razas. [...]. Hoy pienso de distinta .lanera. Creo en la unidad de la especie humana y en la influencia de los malos gobiernos (p. 13). En el sentido de su crítica a Sarmiento, U na excursión es un d eliberado viaje al lugar del otro, al territorio excluido de la “barbarie”.

C om o deliberado viaje propone no sólo el encuentro del coronel M ansilla con los ranqueles sino también la puesta en crisis de la “naturalidad” del “nosotros” que entonces determinaba las cuali­ dades propias de lo “bárbaro” y lo “civilizado”. En la época de U n a excursión, ese “nosotros” era el sujeto que determ inaba la política del Estado en ese tiempo presidido por Sarmiento. De ahí que el texto sarm ientino y la lectura del liberalism o que supone constituyan un aspecto fundamental de la materia prima ideológica sobre la cual trabaja la escritura en juicio. Podríam os ahora preguntarnos desde qué perspectiva ideológica esta escritura legitima su crítica del modelo sarmientino. ¿O es que

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como gesto crítico esta escritura remite a la estricta negación de toda postura de autoridad, de poder del autor y, así, de toda función ideológica del discurso?

FIG URA CIO NES DEL YO

A lo largo de U na excursión se repite un curioso sueño del personaje M ansilla. Es el sueño del deseo de grandeza y poder: [...] soñaba que yo era el conquistador del desierto; que los aguerridos ranqueles, magnetizados por el eco de la civilización, habían depuesto las armas; que se habían reconcentrado formando aldeas; que la iglesia y la escuela habían arraigado sus cimientos en aquellas comarcas deshe­ redadas [...] (p. 174). Ése parecería ser el sueño de un militar ambicioso, que lleva la civilización y sus instituciones a las extrañas regiones de lo otro. Sin embargo, el sueño no concluye allí; el sujeto pronto se siente el “patriarca respetado y venerado” por los indios. Llam ado por un “espíritu maligno”, “se concitaba a una mala acción, a dar [su] golpe de estado” (p. 174). Ese “espíritu del mal” le dice: ¿No tienes poder, 110 eres de carne y hueso, 110 amas el placer? Pues bien [...] ¡Escucha la palabra de la experiencia, hazte proclamar y coronar emperador! Imita a Aurelio I. Tienes un nombre romano. Lucius Victorius Inperator sonará bien al oído de la multitud (p. 175). En varios sentidos, el yo en U na excursión sucumbe ante la voz de la tentación. Aunque M ansilla nunca llegaría a ser emperador, de su enfático deseo de autoridad se desprende la sistemática inflación del yo que no sólo atraviesa las posturas del personaje en las tolderías, sino también la función del sujeto en otros niveles de la organización textual. Esa práctica textual de Mansilla, por cierto, no se reduce a U na excursión. Adolfo Prieto señala, en su lectura de M is m em orias (1904), que M ansilla “tal vez sea el hombre que ha hablado más de sí mismo” en la Argentina11. De U na excursión, sin embargo, se desprende una anomalía. El recuerdo familiar, la nomenclatura de una genealogía poderosa, fundam enta la autoridad del yo en

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M is m em orias12. En cambio, Una excursión proyecta la figura de un yo sin historia familiar, la figura del self-m ade man Mansilla: “mi tesoro no es herencia de nadie. Yo mismo me lo he formado” (p. 161). De ahí que la autoridad del yo en U na excursión dependa de la capacidad del narrador -ese otro yo- para inflar los actos de su personaje. El personaje Mansilla es el efecto de un sistemático proceso hiperbólico. L a im portancia del viaje m ism o ha sido exagerada: cuando M ansilla hace el viaje a las tolderías, supues­ tamente para ratificar un pacto del gobierno con los indios, el tratado ya había sido firmado por los ranqueles. Incluso el encuentro con la “barbarie”, que M ansilla propone como único y original, tenía varios antecedentes. El propio Santiago Arcos, intelectual chileno que figura com o “destinatario” de las “cartas” que form an U na excursión había escrito años antes un folleto relatando sus expe­ riencias en la frontera argentina13. La inflación del yo, como decíamos, se verifica en varios niveles de la organización textual. Veamos, primeramente, cómo se formula la figura del acto r M ansilla ante los otros personajes del relato.

“M IR A B A N Y M IR A BA N C O N IN TEN SA O JEADA”

Podríam os suponer que el encuentro con lo irreconocible, con lo otro, im plica, por parte de su sujeto, un m irar con “intensa ojeada”. Su relato, entonces, sería el cuento de lo visto. El encuentro de M ansilla con los ranqueles, sin embargo, se arma sobre la aparente pasividad del sujeto actor. El narrador, básicamente, cuenta cómo M ansilla es observado y admirado por los indios, ante los cuales reconoce ser un extraño: un otro. Cuando se es visto hay que posar, se posa y se dice que el acto ante el otro es sobre todo una postura. L a configuración del personaje en U n a e x cu rsió n se genera m ediante la distancia de un narrador que continuamente señala el carácter fin gido de las posturas del personaje al situarlo en un campo 12. S o b re las fu n cio n es del yo en la o b ra de M ansilla en general, véase S ylvia M olloy, “ Im agen de M an silla” en L a A rg e n tin a del O c h e n ta al C e n te n a rio , G. Ferrari y E. G allo, com ps., (B u en o s A ires: S udam ericana, 1980), p. 731. 13. S antiago A rcos, C uestión de ios indios. L as f ro n te r a s y lo s'in d io s (1860); cf. nota 1 d e Caillet-Bois en la edición que manejamos. Los viajes al territorio indígena no eran insólitos; recien tem en te se han editado, por ejem plo, las reveladoras M e m o ria s de Manuel B aigorria, F élix L una, ed., (Buenos A ires: Solar/H achette, 1975), soldado unitario que tras la victoria de R osas se refu g ia eñ las tolderías y llega a ser un respetado cacique blanco. Baigorria escribe entre dos m undos. Tras sus veinte años entre los indios, asum e su lenguaje y su m odo de vida, incluso el robo. D espués de C aseros, sin em bargo, decide regresar a la “civilización” , m undo del origen. E ntre los blancos, Baigorria es visto con desconfianza, com o un otro. Escribe para red u cir esa distan cia y p ara reafirm ar su identidad de h om bre “ civilizado” . La escritura era atrib u to , en efecto, del sujeto civilizado.

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clave de acción: la teatralidad. Los significantes de la teatralidad abundan en el relato: “Yo fingía no entender nada [...]” (p. 80); “Hecha la comedia, pedí más aguardiente [...]” (p. 105); “[...] probarles a los indios, con un acto de añojo (p. 14). Esa distancia -a veces un tanto irónica- entre el plano de la enunciación y el del enunciado, se com plica aún más si tenemos en cuenta que ambos planos se conjugan, aparentemente, en un yo que actúa, pero que a su vez recuerda, edita y narra lo actuado. La teatralidad del personaje genera la siguiente pregunta: ¿Hay alguna identidad detrás del yo que fin g e, que parece ser, que actúa com o si fu e r a ? Lejos de ser un personaje esquemático, ese yo indica un alto grado de consistencia. Es un yo esquivo y enm ascarado, sujeto teatral para el cual ser es actuar. Es un sujeto siempre atento a ser v isto , cuyo campo de acción es un escenario en el cual la regla básica del juego es conocer el p oder, el efecto que las posturas propias tienen sobre los otros. El personaje calcula la autoridad que proyecta cada gesto emitido: “Yo hablé de los caballos que me habían robado en Cullancó [...] y lo hice con vivacidad [...] pareciéndome que mi tono de autoridad llamaba la atención de todos” (p. 139). F a rsea r es su acto distintivo. Lo hace sin el m enor rem ordim iento, pues hasta los indios “saben rodearse de aparato teatral para deslum brar o em baucar a la m ultitud” (p. 110). El “aparato teatral", entonces, no es simplemente un juego; no se arma por lujo o por una inocente extravagancia. Es, por el contrario, una sistemática manipulación del espectador, de la “multitud” que mira: otro siem pre presente sin el cual el yo teatral dejaría de ser. En el encuentro del personaje con los indios y los gauchos en las tolderías leemos otro de sus rasgos distintivos: encontrar al otro no puede ser sim plem ente el juego de ver y ser visto; requiere, además, ser escuchado y comprendido. Tal intercambio de sentido, por su paite, sólo puede darse mediante la imitación de los propios gestos del “bárbaro”. Es decir, requiere un actuar com o si se disolvieran las barreras'entre lo mismo y lo otro: simulacro paia reducir el efecto de la extrañeza mutua. De ahí que en su encuentro con el cacique M ariano, M ansilla siga este curioso consejo de Caniupán: “M ora volvió a conversar con Caniupán y me dijo después: -Señor, dice Caniupán que ya puede darle la mano al general Mariano; que haga con él y con los demás que salude lo mismo que ellos hagan con usted” (p. 134). Así hará M ansilla casi siempre. Ahora bien, la comunicación con el otro, el intercambio de sentido mediante la imitación de sus gestos, implica, por paite del personaje, un acercamiento, un contacto material, físico, y, en cierta medida, la necesidad de participar de la “grotesca” forma del cuerpo extraño:

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Detrás de mí iba una carretilla exprofeso. Acerquéme primero a Linconao y después a los otros enfermos [...]. Linconao estaba desnudo y su cuerpo invadido por la peste con una virulencia horrible. Confieso que al tocarle sentí un estremecimiento semejante al que con­ mueve la frágil y cobarde naturaleza cuando acometemos un peligro cualquiera. Aquella piel granúlenla, al ponerse en contacto con mis manos, me hizo el efecto de una lima envenenada [...]. Aquel fue un verdadero triunfo de la civilización sobre la barbarie [...] (p. 10). Debe ser difícil, si no imposible, imitar con precisión los gestos de lo desconocido, de lo otro en su extrañeza más plena. Sin embargo, es posible utilizar las convenciones que en el código de lo propio figuran como la representación o el “reflejo” de los gestos extraños. Esto ocurre, por ejem plo, cuando el narrador en U na excursión “transcribe” e imita la forma de hablar del indio o del gaucho: “¿Qué habiendo por los campos, herm ano?, le agregué” (p. 108). Algo sim ilar sucede con lo grotesco en U na excursión. Lo grotesco, de L a c a u tiv a a L a v u e lta de M a rtín F e rro , configuró en la Argentina una convención central en la descripción de los actos del indio, desde la perspectiva de la “civilización”14. El indio, en ese código, aparece en plena bajeza material. Es curiosa la relación entre el narrador y el personaje en tales escenas. Veamos, por ejem plo, la siguiente descripción de una orgía india: Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos estaban revueltos unos con otros; desgreñados los cerdudos cabellos, rotas las sucias camisas, sueltos los grasientos pilquenes [...], sin pudor las hembras, sin vergüenza los machos, echando babaza éstos, vomitando aquéllas [...], parecían un grupo de reptiles asquerosos (p' 362).

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La distancia frente al cueipo animalizado del otro es notable. En otras instancias, sin em bargo, com o en el caso de la anterior descripción de Linconao, M ansilla no puede olvidar el simulacro, base de su contacto con los “bárbaros”. De ahí que im ite sus costum bres, por muy bajas y grotescas que le parezcan: Tomaba las posturas que me cuadraban mejor, y calculando que lo que iba a hacer produciría buen efecto en el dueño de la casa y en los convidados, me quité la botas y las medias, saqué el puñal que llevaba a la cintura y me puse a cortar las uñas de los pies, ni más ni menos que si hubiera estado solo en mi cuarto, haciendo la policía matutina. [...] ¿Qué más podían ellos desear? Yo iba a ellos. Me les asimilaba. Era la conquista de la barbarie sobre la civilización. El Lucius Victorius Imperator del sueño que tuve [...] estaba allí transfigurado (p. 246, énfasis nuestro). Ahí llega a su punto culminante el proyecto teatral, el simulacro del personaje: “yo era m irado ya como un indio” (p. 318). Se intensifica su capacidad para ejercer poder sobre los otros: reaparece el “espíritu m aligno” del célebre sueño. Sin em bargo, todavía podríamos preguntarnos: ¿por qué imitar al otro?; ¿por qué se viaja al lugar de la barbarie? Sigamos la línea de otro significante clave en U na excursión: el robo, significante que desde L a cautiva había constituido el acto caracterizador del indio en su relación con la “civilización”, del mismo modo que el estilo grotesco había sido la forma convencional para su descripción. En U na excursión la palabra robo es recurrente. No sólo el indio y el gaucho matrero roban, sino que en un par de ocasiones Mansilla roba a los indios. “La propiedad es un robo” (p. 389), dice M ansilla citando a Proudhon, aunque no para negar la propiedad privada -base del liberalismo- sino para justificar, con cierta ironía, su robo de unos caballos ranquelinos. En efecto, si De Adén a Suez (1854) había sido el viaje de la apropiación de lo europeo mediante el consumo1*, U na excursión, en varios sentidos, es el viaje de la apropiación de la “barbarie”, de las tierras ranquelinas y de los indios en tanto cueipos de capacidad productiva, por medio del robo. Imitar, asumir la identidad del otro, es la estrategia en que se formula tal proyecto. Mansilla dice que viaja, primero, para fundamentar las bases de un pacto que facilitaría el desarrollo de las líneas ferroviarias y de la ganadería en tierras ranquelinas. El desarrollo del ferrocarril -instancia de la expansión

del territorio económico de la nación- resultó ser con Roca la etapa final del genocidio ranquelino16. Para M ansilla la eliminación del indio no era necesaria; ése no sería un acto civilizado. Se viaja para llevar la palabra de la “civilización” a las remotas regiones de lo otro. Se viaja, además, para demostrarle al “nosotros” sarmientino que incluso en lo que se había llam ado “barbarie” existían, oscuramente,, los signos de la “civilización”. Para Mansilla, el patrimonio del “espíritu”, el espacio de lo “ci­ vilizado”, no podía reducirse a Buenos Aires. Los “bárbaros” -los gauchos, e incluso los indios- tam bién podían form ar parte del espacio del trabajo p ro d u ctivo : “¿No hay quien sostiene que es mejor exterminarlos, en vez de cristianizarlos y utilizar sus brazos para la industria, el trabajo y la defensa común [...]?” (p. 109). Tal integración podía darse mediante la educación, responsabilidad de u n estado que, en cam bio, oprim ía y m arginaba al “bárbaro” . “A quellos cam pos desiertos e in h abitados, tienen un p orvenir grandioso, y con la solemne majestad de su silencio, piden brazos y trabajo” (p. 392). Por eso el caso del cacique Ramón es ejemplar para Mansilla: “El indio me habló así: -Yo soy amigo de los cris­ tianos, porque me gusta el trabajo [...]” (p. 374). Ramón es modesto, pacífico y trabajador; incluso es capaz de realizar faenas que para el arrogante hombre de la ciudad resultarían imposibles. El sí había tenido cierta educación: su madre era cristiana blanca, por eso no roba. “En la guerra con los indios [...] lo que hay que aumentarle a ese enemigo no son los obstáculos para entrar, sino los obstáculos para salir” (p. 5). En efecto, se propone la asim ilación del otro; de ahí que no se le reconozca la historia de su diferencia. Se piensa al otro, más bien, como una existencia que imperfectamente refleja los rasgos de lo m ism o.-D e tal modo, M ansilla proyecta el deseo de integrarlo al espacio de un “nosotros”, que a su vez quedaría reformulado: ese sujeto no podría ser la base del poder opresor de Sarmiento ni de la hegemonía del sector urbano de la oligarquía. Había que apropiarse del indio y de sus tierras para incluirlos en el territorio de la ley de un trabajo aún más productivo que aquel que la “civilización”, en la forma del estado actual, ponía en práctica. Tal asimilación permitiría la solución de dos problemas fundamen­ tales que obstaculizaban el desarrollo de la economía rural: el problema d e 'la seguridad de la propiedad y del comercio en la frontera (por el robo), y la falta de una mano de obra estacionaria y barata. 16. Cf. Colín M. Lewis, “L a consolidación de la frontera argentina de la década del 70: los ind io s, R oca y los ferrocarriles’' en L a A rg e n tin a d e l O c h e n ta ..., op. clt., pp. 469-495.

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Desde la perspectiva de M ansilla, el problem a del gaucho era aún más serio: “La libertad, el progreso, la inmigración, la larga y lenta palingenesia que venim os atravesando diez y ocho años lo van haciendo desaparecer”. El gaucho -el gaucho trabajadorconstituía la figura fundadora de la nacionalidad; aun así era marginado por las numerosas formas del poder ilegítimo del Estado: el ejército, el juez de paz, etcétera. En varios sentidos, U na excursión se arma como una lectura de la poesía gauchesca, género literariamente marginal en su época. El texto no sólo tematiza la problem ática de la m arginación del gaucho -campo semántico clave de la gauchesca- sino que también incluye numerosos relatos de fogón -vidas de gauchos- en los cuales el otro asume la palabra, el discurso directo que, a primera vista, no parece estar subordinado al discurso del autor (que no es gaucho, como en la gauchesca). M ansilla com enta el procedim iento: “Yo era yo y a la vez el soldado, el paisano ése, lleno de abnegación, cuya triste aventura acababa de ser relatada por sus propios labios, con el acento inimitable de la verdad” (p. 71). Sin embargo, las vidas de Crisòstomo, Camargo, Chañilao o Miguelito, comprueban sólo mínimas variaciones en términos de la modelización narrativa, lo que indica la función del discurso autoral demarcando el discurso del otro. Miguelito huye de la “justicia” que lo oprime: ese conflicto inicial con la ley, que interrumpe la estabilidad de su vida anterior, da apertura a la historia de su persecución y de su antisociabilidad, que en realidad es el efecto de su m arginación en m anos de instituciones mal fundadas. El fogón no es sólo el escenario físico en que se cuentan las historias, sino una condición de existencia del discurso del gaucho, pues no en cualquier espacio se puede contar la historia de la represión. Como dice Mansilla, “El fogón es la delicia del pobre soldado, después de la fatiga. Alrededor de sus resplandores desaparecen las jerarquías m ilitares” (p. 20); ahí se dem ocratiza el discurso. Tales relatos remiten a la tradición de la gauchesca, a la tradición del “fogón” fundada por los diálogos p a trió tico s de H idalgo17. El gaucho, para Mansilla, también poseía los rasgos de la “ci­ vilización”: si la justicia no lo oprimiera podría defender la pro­ piedad privada, la institución familiar y el trabajo productivo. Podría

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constituir la mano de obra de un capitalismo criollo, basado en las riquezas de los campos y dirigido por una clase que, epitomizada por M ansilla, igual gustaba de “una tortilla de huevos de gallina frescos, en el Club El Progreso, [que de] una de avestruz en el toldo [del] cacique Baigorrita” (p. 3). Sólo así se podía defender la nacionalidad de las garras inglesas y del influjo inmigratorio. Se viaja, en fin, para resolver las contradicciones que debido al poder opresor im pedían la integración del “bárbaro” al espacio “civilizado” ; contradicciones que obstaculizaban la necesaria ex­ pansión de las fronteras, así como el desarrollo pleno de la economía del interior. Para M ansilla, sólo después de la solución de tales contradicciones podía replantearse el problema de la nacionalidad.

AQ UÍ, ENTRE NO S(O TRO S)

Importa notar ahora que lo anterior constituye una lectura limitada en tanto arma su objeto sobre la materia dicha; es decir, opera sobre lo enunciado por un sujeto -el narrador- como resultado de la continua reflexión que ese yo genera sobre el plano de la acción. En el caso de Mansilla, tal vez no sería demasiado perverso preguntarse si lo dicho no podría ser otra pose, otro gesto teatral y manipulador, ahora por paite del sujeto de la enunciación. Habría que leer los gestos del que habla ante ese otro que es la figura textualizada del que lo escucha. Más aún, habría que explicar los procesos escritúrales mediante los cuales se produce el habla del sujeto de la enunciación. Tal vez así podríamos luego cuestionar, con mayor certeza, el lugar del autor, agente de la ideología que legitima la lectura y la trans­ formación del liberalismo sarmientino; ideología desde la cual U na ex cu rsió n tiende una nueva escisión entre lo m ism o y lo otro. Reformularemos, entonces, el problema: ¿para qué se relata el viaje?; ¿a quién se destina el discurso, y cómo actúa el discurso sobre sus destinatarios? U na excursión comienza con la siguiente evocación a un lector: “No sé dónde te hallas, ni dónde te encontrará esta carta y las que seguirán” (p. 1). ¿A qué sujeto se refiere el tú que figura como destinatario textual de la enunciación? En la página siguiente se nom bra al destinatario: Santiago Arcos -que corresponde a una figura histórica- quien significativamente fue amigo íntimo tanto de M ansilla como de Sarmiento. Sin embargo, la función del desti­ natario pronto se complica: en la primera “caita” el narrador asegura que desconoce el paradero de su destinatario. Por lo tanto, se duda de la posibilidad de que Santiago se convirtiera en el verdadero receptor de las caitas. Por supuesto, el problema radica en que U na 86

excursión no es propiamente un conjunto de cartas dirigidas a un lector individual, aunque mantiene ciertos procedimientos retóricos del género epistolar como convenciones del género del relato de viaje. La función de Santiago, en tanto destinatario textual, no equivale a la función del lector hipotético que el texto proyecta, a veces sin nombrar, como la imagen de su lector real posible: el público del periódico donde aparecieron, por entregas, las “cartas”. Por eso el nombre de ese destinatario particularizado es un significante que la enunciación va llenando con las figuras de sus lectores hipotéticos quienes, con m ayor seguridad, tenían acceso al relato y podían convertirse en sus lectores reales. Sin embargo, Santiago Arcos cumple otras funciones más espe­ cíficas: es el nombre del autor del folleto titulado C uestión de los indios. L as fro n te ra s y los indios (1860). Según un biógrafo de Arcos, en este folleto se “proponía [...] una acción m ilitar contra los indios ‘que depredaban las tierras de los cristianos’”18. De ahí que el nombre de Santiago Arcos en el polo de la recepción facilite el encuadre del diálogo19 en el relato que, como vimos, postula la crítica de la “orgullosa civilización”. Santiago Arcos, entre otras cosas, significa la postura ante la civilización que U na excursión se propone desmontar. Ahora bien, ya en la primera carta hay indicios de que además de Santiago hay otros destinatarios del narrador: “Ya sabes que los ranqueles son esa tribu de indios araucanos [...]” (p. 2). De experto a experto ésa sería una información superflua; de ahí que podamos suponer que el enunciado va dirigido a un destinatario que no maneja tal información. Pronto se especifica la figura de ese otro destinatario: “Si al público a quien le estoy mostrando mi carta [...]” (p. 6). De ahí en adelante la enunciación oscilará entre estos dos destinatarios textuales, aunque como veremos luego aparecerán otras figuras del lector en las importantes dedicatorias internas, m eca­ nism o frecuentem ente utilizado por M ansilla en toda su obra20. Por un lado la mayoría de las primeras caitas se refieren a Santiago, “amigo”, y por otro, al público de “múltiple cabeza”, que en un comienzo rara vez es nombrado, aunque progresivam ente llegará a ocupar por completo el lugar del destinatario textual, desplazando

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a Santiago Arcos, que finalm ente desaparece. La relación entre ambos destinatarios es reveladora. Temprano en la lectura notamos una oposición entre el destinatario individualizado y el público colectivo: Si en lugar de estar conversando contigo públicamente lo hiciera en reserva, no me detendría en estos detalles y explicaciones. Todos los que hemos sido público alguna vez sabemos que este monstruo de múltiple cabeza sabe muchas cosas que debiera ignorar e ignora muchas otras que debiera saber. ¿Quién sabe, por ejemplo, más mentiras que el público? (P- 17). La configuración de ese destinatario doble -dualidad que com prueba una tensión- es la form a que asume un ideologem a liberal en la base m ism a de esta escritura: la relación entre la experiencia individual y la vida colectiva vista como una contra­ dicción. Ya Sylvia M olloy había señalado la im portancia de tal oposición en su lectura de una causerie de E ntre-nos: De algún modo parece intuir Mansilla, en este módico episodio, dos maneras de ser. Ser (escribir) para un único lector y así protegerse: contener, capitalizar su imagen. O bien ser y escribir ante los otros -que no son él: único lector- desperdigándose, distorsionándose. Mansilla escogió la segunda posibilidad -la imagen grotesca vista por un lector al que no siempre controlaba- pero no olvidó la primera: ser para sí o para los íntimos, no perderse21. Por supuesto, esa dualidad no es un hecho natural; más bien corresponde a un desajuste interno del liberalismo que, por un lado, propone el yo en un plano imaginario como origen de la historia y, por otro, confronta las determinaciones reales de los procesos sociales, inclusive la escritura. Ese desajuste que se establece como la contradicción entre el amigo -Santiago- y el público colectivo, entre lo íntimo y lo público, determina en gran medida la escritura de U na excursión. El público que la enunciación en un comienzo proyecta como la masa amorfa de “múltiple cabeza” adquiere cierta especificidad a m edida que el relato progresa. En un comienzo se particulariza mediante cierto procedimiento negativo: el público es el que ignora; desconoce los problemas de la “tierra” e incluso las formas verbales campesinas que a nivel léxico por momentos maneja el narrador.

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De ahí que el narrador M ansilla cumpla el rol de traductor -así como en el plano de la acción el yo hacía de embajador- que les suple a los excluidos la información que no poseen. Observemos los siguientes ejemplos: “Se inicia con un yapaí, lo mismo que si dijéramos: the pleasure of a glass o f wine with you?, para que vean los de la colonia inglesa que en algo se parecen a los ranqueles” (p. 141); o “He dicho que el camino de Cuero consiste en una rastradilla, y voy a explicar lo que significa esta palabra que en buen castellano tiene una significación distinta de la que le damos en la jerga de la tierra” (p. 17). En ambos ejemplos el uso de la cursiva registra una distancia frente a la palabra del otro, campesina o indígena. Sin em bargo, el segundo enunciado com prueba la inclusión del narrador en el “nosotros” (en damos), sujeto de la “jerga de la tierra”, y la consiguiente exclusión del “ustedes” (que requiere la explicación). Además, en ambos casos aparece cierto rasgo positivo cualifi­ cando al destinatario colectivo: no es éste simplemente el que ignora, es el sujeto del “buen castellano” que se opone a la “jerga” cam­ pesina. Es la figura de un grupo social urbano: “Este episodio tiene gran interés social, y les hará conocer a muchos de los que no salen de los barrios cultos de Buenos Aires, lo que es nuestra Patria amada [...]” (p. 52). Las referencias a ese destinatario textual de los “barrios cultos” son constantes: “La civilización de Buenos Aires debe pensar seriamente en esto. No soy un alarmista. Pero así como estamos amenazados [...]” (p. 66). El destinatario ahí es el sujeto de la “civilización”. Pero si antes habíamos notado que las explicaciones léxicas indicaban la exclusión del destinatario (urbano) del código (campesino) que en muchos momentos maneja el narrador, en este último ejemplo observamos la inclusión del narrador en el sujeto “civilizado” (en estamos) y la implícita formación de un “nosotros” con ese destinatario colectivo: destinatario, recordemos, que antes había sido considerado agresivam ente como una tercera persona excluida, com o el público que “sabe muchas m entiras”. De modo que no hay sólo una marcada exclusión, una distancia explícita en el desprecio ante la masa amorfa de “múltiple cabeza”. También hay instancias en que el sujeto de la enunciación proyecta su inclusión del destinatario colectivo, del “ustedes” civilizado, en su propio espacio: el lugar del “nosotros” que el yo regula. Esa oscilación en el grado de distancia entre el narrador y el destinatario colectivo se relaciona con algunos aspectos estilísticos del relato; por ejemplo, la variación entre el uso del “ustedes” y el "vosotros” en el texto. Por su parte, tal oscilación no se reduce al registro pronominal, sino que por momentos se evidencia en la sintaxis de los enunciados en que aparecen los pronombres: 89

¿No habéis corrido alguna vez a salvar un objeto querido al borde del precipicio, salvarle instintivamente, y mirándole sano y salvo, algo como un desvanecimiento de cabeza, no os ha hecho comprender que la existencia es un bien supremo, a pesar de las espinas que nos hincan y lastiman en las asperezas de la jomada? (p. 387). La marca de la oratoria, que se desprende del tono, del léxico y de la hipotaxis en este enunciado, es importante. En otros fragmentos desaparece el “vosotros” y se reduce la distancia producida por el alto grado de subordinación en enunciados como el anterior: “Habiendo esperado yo tanto: ¿por qué no han de esperar ustedes hasta mañana o pasado?” (p. 128). El discurso, en efecto, oscila entre la distancia de la oratoria y el efecto de cercanía que produce la imitación de la conversación familiar. Tal variación estilística no puede considerarse como una simple “peculiaridad”; es decir, como rasgo estilístico individuali­ zado. L a oscilación condiciona la sintaxis y la distancia entre el narrador y los destinatarios, lo que nos lleva a considerar su función ideológica. U na excursión revela la tensión entre dos estilos con­ flictivos que comprueban el diálogo en él texto entre dos modos de representación históricamente determinados. A esto regresaremos en la parte final del trabajo. Notemos, por ahora, que la oscilación remite, nuevamente, a la oposición matriz entre lo íntimo y lo público, instancia de realización de la oposición entre lo mismo y lo otro que modela la escritura de U n a excursión. Santiago Arcos, además de ser la figura de un autor con el cual se polemiza, permite la figuración de un desti­ natario íntim o. Las dedicatorias internas, los chismes y los enun­ ciados en clave refuerzan el proyecto de hacer de la escritura una experiencia privada o de cofradía, compartida por el círculo de los iniciados: “Sí, Orión, yo te deseo ‘la fuerza de la serpiente y la prudencia del león’” (p. 163). Más aún, la progresiva disolución de la distancia entre el narrador y el destinatario colectivo, m arcada por el paso del público de “múltiple cabeza” al “vosotros” de la oratoria, al “ustedes” familiar y al “nosotros”, comprueba el deseo de ampliar el ámbito de la intim idad, m undo de lo mismo, para así incluir al público de la “civilización” de Buenos Aires en el espacio propio. Del reverso de tal proyecto se desprende asimismo el deseo de incluir lo íntimo en el espacio amplio y extraño de lo público para resolver, de esa manera, la contradicción inicial. El proyecto conciliatorio, por otra parte, no implica la aceptación de la política de Buenos Aires, poder opresor. P or el contrario, se escribe para desprestigiarlo y para vaciar el “n osotros” que constituía su base social. 90

Por eso el “nosotros” de Buenos Aires significa doblemente: es el público que el sujeto quisiera incluir en el espacio de su sujeción -de la intimidad-, pero asimismo es la base de la política opresora de Sarmiento. Esa dualidad en la significación del “nosotros” produce una distancia por momentos irónica entre el narrador y sus des­ tinatarios, incluso cuando aquel proyecte la unidad de ambos en la primera persona plural: “Ésa es nuestra tierra como nuestra política suele consistir en hacer de amigos enemigos, parias de los hijos del país [...]” (p. 293). El sujeto se acerca a los “parias”, a los “hijos del país”; pero al mismo tiempo se incluye en el “nosotros”, sujeto opresor y sujeto deseado. La contradicción entre “lo propio” y el otro de Buenos Aires no es irresoluble. La base de la contradicción entre las necesidades de la tierra y la civilización de Buenos Aires radica en la política del Estado presidido por Sarmiento, que bien podía ser reformulada. Por eso Mansilla arma el espectáculo de su defensa de los “parias”22; se identifica con los excluidos porque, en realidad, el lugar del sujeto de la escritura también se encuentra en los márgenes desplazados del espacio del poder. A través de esta escritura habla todo un sector de la oligarquía que había sido marginado por el poder en época de Sarm iento; sector de la oligarquía que requería una política favorable a la economía rural. De ahí, además, los matizados elogios a la política de Rosas23. De este modo, la crítica al liberalism o en su formulación sarmientina se legitima, se autoriza en los postulados del liberalismo mismo. Propiamente no se desarma la ideología de la oligarquía, como ocurre, por ejemplo, en el M artín Fierro. Se critica la mala lectura del liberalismo que había realizado la política del Estado. A su vez, se insiste en el pacto con el grupo social que constituía la base del gobierno de Sarmiento. Las interpelaciones básicas del liberalismo no son cuestionadas. La propiedad privada sigue siendo un hecho natural; se viaja para extender sus fronteras. Se mantiene el ideologema del trabajo productivo -de la división del trabajo entre dueños y peones- que evidencia sólo una reformulación de la línea divisoria entre “nosotros” y “ellos”, entre lo mismo (lo propio) y lo otro (lo apropiable). En fin, el “progreso” y la “sociabilidad” se cuestionan sólo para incluir en el espacio de lo civilizado al desarrollo posible del campo.

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¿No habéis corrido alguna vez a salvar un objeto querido al borde del precipicio, salvarle instintivamente, y mirándole sano y salvo, algo como un desvanecimiento de cabeza, no os ha hecho comprender que la existencia es un bien supremo, a pesar de las espinas que nos hincan y lastiman en las asperezas de la jomada? (p. 387). La marca de la oratoria, que se desprende del tono, del léxico y de la hipotaxis en este enunciado, es importante. En otros fragmentos desaparece el “vosotros” y se reduce la distancia producida por el alto grado de subordinación en enunciados como el anterior: “Habiendo esperado yo tanto: ¿por qué no han de esperar ustedes hasta mañana o pasado?” (p. 128). El discurso, en efecto, oscila entre la distancia de la oratoria y el efecto de cercanía que produce la imitación de la conversación familiar. Tal variación estilística no puede considerarse como una simple “peculiaridad”; es decir, como rasgo estilístico individuali­ zado. La oscilación condiciona la sintaxis y la distancia entre el narrador y los destinatarios, lo que nos lleva a considerar su función ideológica. U na excursión revela la tensión entre dos estilos con­ flictivos que comprueban el diálogo en el texto entre dos modos de representación históricamente determinados. A esto regresaremos en la parte final del trabajo. Notemos, por ahora, que la oscilación remite, nuevamente, a la oposición matriz entre lo íntimo y lo público, instancia de realización de la oposición entre lo mismo y lo otro que modela la escritura de U na excursión. Santiago Arcos, además de ser la figura de un autor con el cual se polemiza, permite la figuración de un desti­ natario íntimo. Las dedicatorias internas, los chismes y los enun­ ciados en clave refuerzan el proyecto de hacer de la escritura una experiencia privada o de cofradía, compartida por el círculo de los iniciados: “Sí, Orión, yo te deseo ‘la fuerza de la seipiente y la prudencia del leó n ’” (p. 163). Más aún, la progresiva disolución de la distancia entre el narrador y el destinatario colectivo, m arcada por el paso del público de “múltiple cabeza” al “vosotros” de la oratoria, al “ustedes” familiar y al “nosotros”, comprueba el deseo de ampliar el ámbito de la intim idad, mundo de lo mismo, para así incluir al público de la “civilización” de Buenos Aires en el espacio propio. Del reverso de tal proyecto se desprende asimismo el deseo de incluir lo íntimo en el espacio amplio y extraño de lo público para resolver, de esa manera, la contradicción inicial. El proyecto conciliatorio, por otra parte, no implica la aceptación de la política de Buenos Aires, poder opresor. Por el contrario, se escribe para desprestigiarlo y para vaciar el “nosotros” que constituía su base social. 90

Por eso el “nosotros” de Buenos Aires significa doblemente: es el público que el sujeto quisiera incluir en el espacio de su sujeción -de la intimidad-, pero asimismo es la base de la política opresora de Sarmiento. Esa dualidad en la significación del “nosotros” produce una distancia por momentos irónica entre el narrador y sus des­ tinatarios, incluso cuando aquel proyecte la unidad de ambos en la primera persona plural: “Ésa es nuestra tierra como nuestra política suele consistir en hacer de amigos enemigos, parias de los hijos del país [...]” (p. 293). El sujeto se acerca a los “parias”, a los “hijos del país”; pero al mismo tiempo se incluye en el “nosotros”, sujeto opresor y sujeto deseado. La contradicción entre “lo propio” y el otro de Buenos Aires no es irresoluble. La base de la contradicción entre las necesidades de la tierra y la civilización de Buenos Aires radica en la política del Estado presidido por Sarmiento, que bien podía ser reformulada. Por eso M ansilla arma el espectáculo de su defensa de los “parias”22; se identifica con los excluidos porque, en realidad, el lugar del sujeto de la escritura también se encuentra en los márgenes desplazados del espacio del poder. A través de esta escritura habla todo un sector de la oligarquía que había sido marginado por el poder en época de Sarm iento; sector de la oligarquía que requería una política favorable a la economía rural. De ahí, además, los matizados elogios a la política de Rosas23. De este modo, la crítica al liberalism o en su formulación sarmientina se legitima, se autoriza en los postulados del liberalismo mismo. Propiamente no se desarma la ideología de la oligarquía, como ocurre, por ejemplo, en el M artín Fierro. Se critica la mala lectura del liberalism o que había realizado la política del Estado. A su vez, se insiste en el pacto con el grupo social que constituía la base del gobierno de Sarmiento. Las interpelaciones básicas del liberalismo no son cuestionadas. La propiedad privada sigue siendo un hecho natural; se viaja para extender sus fronteras. Se mantiene el ideologema del trabajo productivo -de la división del trabajo entre dueños y peones- que evidencia sólo una reformulación de la línea divisoria entre “nosotros” y “ellos”, entre lo mismo (lo propio) y lo otro (lo apropiable). En fin, el “progreso” y la “sociabilidad” se cuestionan sólo para incluir en el espacio de lo civilizado al desarrollo posible del campo.

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LOS “ESTILOS” Y LOS MODOS DE REPRESENTACIÓN

En varios sentidos, U na excursión es un texto excéntrico, escrito en los márgenes del espacio del poder. En el plano del enunciado, de la acción, relata una fuga, un salto a lo otro, a la “barbarie”, para reconfigurar el ámbito de la “civilización”. En el nivel de la enunciación, comprueba también la marginalidad del sujeto que sale del espacio de la intim idad y oscila entre el rechazo y el deseo de ese otro que es el público de Buenos Aires. Esa marginalidad, y la am bigüedad id eo ló g ica que se desprende de ella, puede comprobarse en la relación entre la escritura y los modos de re­ presentación de la época. Quisiéramos ahora, para concluir, retomar la problem ática de los “estilos” conflictivos de Una excursión y, aunque sea superficialm ente, sugerir cómo dicha tensión se rela­ ciona con los modos de representación que conforman otra instancia de la materia prima sobre la cual trabaja esta escritura. Comparemos los siguientes fragm entos de U na excursión: Una negra cabellera clara y lacia, nevada ya, cae sobre sus hombros y hennosea su frente despejada, surcada de arrugas horizontales. Unos grandes ojos rasgados, hundidos, garzos y chispeantes, que miran con Fijeza por entre largas y pobladas pestañas, cuya expresión habitual es la melan­ colía, pero que se animan gradualmente, revelando entonces, orgullo, energía y fiereza; una nariz pequeña, deprimida en la punta, de abiertas ventanas, signo de desconfianza, de líneas regulares y acentuadas; una boca de labios delgados marca la astucia y la crueldad [...] (p. 180). El cacique Ramón es hijo de indio y de una cristiana de la Villa de Carlota. Predomina en él el tipo de nuestra raza. Es alto, fornido, tiene los ojos pardos, cabello algo rubio, ancha frente y habla muy ligero. Viste como paisano rico (p. 88). El contraste estilístico entre ambos fragm entos es evidente. Notamos, entre otras diferencias, dos modos de adjetivación. En el prim er fragmento es notable el alto grado de subordinación y la consiguiente dependencia entre las cláusulas. El segundo frag­ mento reduce la subordinación a un mínimo: hay incluso párrafos form ados por una sola oración. U na excursión presenta muchas instancias de este contraste; precisamente, ésas son las dos unidades m ínim as de estilo que se encuentran en la base del texto. U na excursión opera en torno a una oscilación sintáctica que comprueba, por un lado, un alto grado de hipotaxis, y por otro, un alto grado de parataxis; oscilación, en un nivel superior, que antes habíamos 92

visto entre el “buen castellano” y la “jerga de la tierra”. Más que abstraer una significación de la inm anencia de las formas24, nos interesa observar cómo esa dualidad se relaciona con los modos de representación de la época. Ya señalamos antes que el primer estilo remite a la imitación de la oratoria y el segundo a la con­ versación familiar. Lo significativo es que U na excursión tematiza su relación con la historia de ambos estilos, en tanto modos escritúrales, al polemizar contra las “falsificaciones” efectuadas por los poetas argentinos: “Poetas y hombres de ciencia, todos se han equivocado. El paisaje ideal de la Pampa, que yo llamaría pampas, en plural, y el paisaje real, son dos perspectivas completamente distintas. Vivimos en la ignorancia hasta de la fisonom ía de nuestra Patria” (p. 55). En enunciados como éste Mansilla no propone la corrección de los “idealism os” de la poesía en abstracto. Su texto se sitúa ante una tradición literaria precisable: se refiere a los “bardos” “que no han tenido el valor de cantar [al gaucho] sino para hacer su caricatura” (p. 157). ¿Quiénes son los “bardos”: Echeverría, Ascasubi, del Campo? En el texto hay una referencia bastante irónica a los dos últimos: “El negro no tardó en irse con su música a otra parte. Como poeta festivo, como payador, no podía rivalizar con Aniceto el Gallo ni Anastasio el Pollo” (p. 173). El negro se convertiría luego en el poeta oficial del cacique M ariano. Las citas de Echeverría son abundantes, y toda U na excursión puede leerse como la lectura correctora de L a cautiva. Porque así como U na excursión critica el concepto dominante de la “civilización”, también polemiza contra el libro de los románticos argentinos y el estilo “alto” que identifica con esa otra instancia del sujeto del poder: La historia de cualquier hombre de estos que nos estorban el paso es más complicada e interesante que muchos de los romances ideales que leemos con avidez; así como hay más chiste y gracia circulando en este momento en el más humilde café, que en esos libros forrados en marroquín dorado, con que especula el ingenio humano (p. 96). Se critica la ideología literaria de la “civilización” y se propone un modelo alternativo: el estilo oral, paratáctico, de los “relatos de 24r Algunas veces se ha identificado la m ayor o m enor subordinación con la autoridad que el sujeto de la escritura ejerce sobre sus destinatarios. El estilo hipotáctico se identifica con un m ayor g rado de control ejercido sobre el lector, y la parataxis con el ju eg o y la crítica de la u n ivocidad au to ritaria. A unque cada estilo lleva su carga ideológica, la jerarq u iza ció n sería índice de un idealism o si un estilo u otro adquiriera en ella un valor predeterm inado, suprahistórico. Para u n a in troducción al problem a, cf. R oberta K avelson. "S em iotics and the A rt o f C o n v ersatio n ” en S e m ió tica. 32, 5, (1980).

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fogón”: “Toda narración sencilla, natural, sin artificios ni afectación, halla eco simpático en el corazón. El ideal no puede realizarse sino m anteniéndonos dentro de los lím ites de la naturaleza” (p. 151). El estilo de lo “natural” queda contrapuesto al libro “forrado en marroquín dorado” de la “afectación” romántica. “El mundo no se aprende en los libros, se aprende observando [...]” (p. 163), dice M ansilla. De ahí que U na excursión proponga, además de la crítica a la política del poder, la crítica de sus formas literarias. La crítica, sin embargo, es parcial, pues contiguos a fragmentos como los ante­ riores es posible encontrar referencias y citas de los modelos europeos del rom anticism o argentino. El deseo de inscribir la escritura en el código “alto” que a la vez se critica también puede comprobarse en los procedim ientos figurativos, la sintaxis y el tono de otros fragm entos de U na excursión: El sol hundió su frente radiosa tras las alturas de Quenque, augurando el limpio horizonte y el cielo despejado de nubes un nuevo día; las estrellas comenzaron a centellear tímidamente en el firmamento; las sombras nocturnas fueron envolviendo poco a poco en tinieblas el vasto y dilatado panorama del desierto, y cuando la noche extendió comple­ tamente su imponente sudario [...] (p. 258). Sería imposible determinar la “fuente” de los lugares comunes en esta descripción. No obstante, es notable que en fragmentos como éste, donde reaparece la marcada subordinación, la escritura busca inscribirse en los lugares del código “culto” de la época. Por eso, la posición de la escritura ante los modos de representación do­ minantes es sólo parcialmente crítica. La crítica se relativiza cuando U na excursión participa de las propias convenciones del discurso que pretende desarmar. Lo que figuraba en el plano de la enunciación como la oscilación del sujeto entre el deseo de excluir y criticar al “nosotros” del poder, y su deseo de incluirse en ese ámbito, corresponde ahora, en el nivel de los modos de representación, a la oscilación entre los dos estilos. Se comparte el lirism o romántico, pero al mismo tiempo se propone la crítica de su idealismo libresco. De esta manera, se postula la renovación del código “culto”, que desde la perspectiva vitalista de Mansilla ya se encontraba muy alejado de la experiencia vivida: objeto ideal de la escritura. Esa dualidad comprueba otra instancia de reformismo, ahora en términos de las ideologías lite­ rarias de la época. Sin llegar al grado de ruptura con el gusto dominante, U na excursión propone una nueva estética basada en la imitación de lo que se concibe como el lenguaje de la vida misma, 94

“dentro de los límites de la naturaleza”. De ahí la importancia, para M ansilla, de los géneros referenciales: la literatura de viajes, la crónica, la autobiografía, la biografía se convirtieron en su campo clave de acción literaria. Ahora bien, el estilo “dentro de los límites de la naturaleza” es otra manera discursiva de representar la experiencia vivida. En tanto modo de representación, el lenguaje de “lo natural” se relaciona, por lo menos, con tres modelos discursivos. Por un lado, se formula a partir del efecto de oralidad del ensayo “conversado” o causerie; género en que luego se inscriben los E ntre-nos de Mansilla. Esa oralidad, com o respuesta al libro del rom anticism o, se relaciona también con los “relatos de fogón” de la tradición gauchesca; género popular inicialmente excluido de la cultura “alta”, cuya marginalidad le permite a Mansilla situarse en los límites del espacio canonizado de la literatura argentina25. Por supuesto, las convenciones de la gauchesca -su oralidad y el relato de la marginación del gauchoquedan descontextualizadas y son articuladas, com o la “je rg a ” campesina, desde una marcada distancia. El otro modelo básico es el género testimonial del diario de viaje, que U na excursión declara como la “fuente” o la “memoria” de lo escrito (véase el capítulo XXX). El diario de viaje le facilita a Mansilla el efecto de espon­ taneidad, el simulacro de la escritura confabulándose como un acto inm ediato ante la vida. Tal efecto, a su vez, se relaciona con la oralidad de los modelos anteriores. Aunque ya en U na excursión esta poética del habla se encuentra formalizada, vale la pena referirnos a una causerie de E ntre-nos, donde se llega a comentar el proyecto: Y aquí va una página, escrita, sentado, de pie, mirando a derecha e izquierda, arriba, abajo, moviéndome! en todas direcciones, tambaleando unas veces, a plomo otras sobre los talones. He querido que pareciera conversada, recordando el precepto de Castiglione -scrivasi como si parla - y que mis impresiones palpitaran en ella con la misma intensidad y movilidad con que yo las he experimentado26. Los modelos del discurso de Mansilla le permiten la formulación de ese proyecto de disimular la distancia entre lo que se experimenta y lo que se cuenta, entre lo que se dice y lo que se escribe. La

poética de Mansilla, basada en el ideal de la voz, de la presencia absoluta, de la inmediatez entre el que escribe y el que lee, en fin, proyecta el deseo de resolver aquella contradicción matriz entre lo íntim o y lo público, contradicción propia del liberalismo. De los modelos sobre los que trabaja esta escritura proviene el llamado “fragmentarismo” de Mansilla; la notable flexibilidad tanto en el nivel de la sintaxis de la frase como en el plano del discurso que articula unidades más amplias. Tal fragmentarismo, que figura com o el rasgo distintivo de uno de los estilos que genera U na excursión, se convierte luego en el estilo dominante en los escritos posteriores de Mansilla. Es evidente que tal fragmentarismo no es un defecto, como a veces se ha pensado27. El estilo coloquial y la flexibilidad que se desprende de la imitación de la conversación familiar remiten a un modo escritural diferente; modo que en U na excursión indicaba cierta alternativa al modo dominante, aunque tras la presidencia de Roca se convertiría en una de las formas de más prestigio entre los escritores de la generación del ochenta. Muy lejos ya de los relatos del “democrático fogón”, ese estilo fue entonces uno de los modos en que se formalizó la ideología literaria de una clase que superaba, por el momento, sus fisuras internas28, tal como proponía M ansilla en el texto clave de U na excursión.

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ANTICONFES IONES: DESEO Y AUTORIDAD EN M EM O R IA S PO STU M A S DE BRÁS CUBAS Y DOM CA SM U R RO DE MACHADO DE ASSIS* Je form e une entreprise qui n’eut jam ais d ’exem ple, et dont l’exécution n ’aura point d ’imitateur. Je veux m ontrer à m es sem blables un hom m e dans toute la vérité de la nature; et cet hom m e, ce sera moi. Moi seul. Je sens m on coeur, et je connais les hom m es. Je ne suis fait com m e aucun de ceux que j'a i vus; j'o s e croire n'être fait com m e aucun de ceux qui existent. J. J. R ousseau. Confessions [. . .] falto eu m esnio. e esta lacuna é tudo. B ento, en Dom C asm u rro

En la historia de la literatura brasileña, las novelas de madurez de Machado de Assis registran el momento de una ruptura. Hasta la publicación de M em orias póstum as de B rás C ubas (1880), la narrativa brasileña -inclusive la novelística machadiana de 1870se inscribía en los marcos determinados por el romanticism o eu­ ropeo1. M em órias póstum as evidencia un desbordamiento, la fuga machadiana del territorio que hasta entonces delimitaba su práctica literaria. Esa discontinuidad frecuentemente ha sido explicada por la critica en términos de la fundación de una literatura “sicológica” o de “introspección” . Por ejem plo, A. Al atorre y P. de Botelho interpretan la transform ación de la siguiente manera: Machado de Assis [...] se preocupa más del hombre que de la naturaleza. En efecto, inaugura lo que hoy se ha dado en llamar literatura de intros­ pección, es decir, de sondeos en el alma del personaje, de exploración psicológica. Ha pintado un vasto fresco de la vida interior de los hombres que escogió para retratar; sus problemas son problemas de sentimientos, de conflictos individuales2. Com o había señalado Antonio Cándido, “um dos problemas fun-

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dam entais de sua obra é o da identidade. Quem sou eu? O que sou eu ?”3. La organización narrativa de sus novelas posteriores al 80 parece confirmar la validez de estas lecturas. Machado revitalizó la ficción “autobiográfica” en el Brasil (y en Latinoamérica, a tal efecto), en una época en que cobraban impulso la “objetividad” y la “om nis­ ciencia” privilegiadas por el positivismo naturalista. Tres de las cinco novelas de su madurez -M em orias postum as, Dom C asm u rro (1899) y M em orial de Aires (1908)- son ficcionalizaciones de la autobio­ grafía y del diario íntimo, en el caso de M em orial. Q uincas B orba (1890) y E saú e Jacó (1904), narradas en tercera persona, no sólo privilegian la temática de los deseos del yo, sino que problematizan la “omnisciencia” y la “neutralidad” del narrador, mediante las sis­ tem áticas marcas individualizadoras de la enunciación que relativizan la credibilidad y la “ausencia” de la tercera persona. No cabe duda, entonces, que la problemática del yo fue fundamental para Machado; problemática de los deseos del sujeto en tanto eje de la acción, así como de su sometimiento a las responsabilidades que consigna la enunciación. Ahora bien, esto no significa que la ficción machadiana se sitúe propiamente en el territorio ideológico de la “introspección”, de los “conflictos individuales” o de la “exploración sicológica”. Si por introspección entendemos la forma literaria de una ideología individualizadora que naturaliza la vida “interior” y postula al yo como un sujeto libre, origen de la historia, habría entonces que precisar la función de tal forma en la ficción machadiana. Machado opera, arma la productividad de su escritura, sobre la problemática de la identidad individual; es decir, de la ideología en tanto territorio del sujeto en su formulación liberal4. Lo hace transformando -y a veces parodiando- la m ateria específica del medio literario. Las formas de la introspección, los modos de representación que históricamente habían figurado como campos claves de acción del Yo: la auto­ biografía y las confesiones son el objeto de la transform ación machadiana5. Al asumir los discursos individualizadores como objeto

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de su transform ación, la escritura machadiana desplaza la proble­ mática de la identidad y del sujeto de su contexto ideológico primario: el liberalismo que, com o señala Roberto Schwarz, ya había sufrido una transform ación al ser trasladado de su contexto europeo a las sociedades latinoam ericanas6. En este tra b a jo nos proponem os una lectu ra de M e m ó ria s postum as y D om C a sm u rro 7, textos que desubican y desnaturalizan los discursos del y o liberal. Veremos cómo la ficción machadiana, a primera vista, m im etiza la forma individualizadora de la confesión, erigiendo el e sp ac io del yo como utopía. Y verem os cómo ese ejercicio aparentem ente mimètico relata el fallo y la imposibilidad de la utopía, desarm ando así los postulados básicos de la ideología liberal que representa o, más bien, parodia8. En la primera paite del trabajo seguirem os selectivamente algunas formulaciones claves de los deseos del yo ante las figuras de lo otro: formas de la autoridad, en las complejas articulaciones triangulares que orga­ nizan las relaciones entre los personajes en ambas novelas9. En la segunda, analizarem os el proceso de la enunciación, el discurso mediante el cual el yo busca hacerse otro: autor, aunque sometido al juego de poderes y subordinaciones que rige la situación con­ fesional.

I

Brás Cubas, el “autor difunto”, cuenta la historia de uno de sus prim eros deseos a comienzos de sus memorias de ultratumba. En 1814 la familia de Brás, apócrifamente aristocrática, organiza un banquete para celebrai- la caída de Napoleón. Durante la cena el Dr. Vilafa, florido orador, declama un largo discurso. Todos, menos el niño Brás, de nueve años, olvidan las vistosas golosinas que quedaban sobre la mesa. El niño, según recuerda el “autobiógrafo”, deseaba la comida. La descripción carnavalesca del banquete registra la materialidad y el sensual aspecto de las golosinas10: [. . .] os olhos moles e úmidos, ou vivos e cálidos, espregui?avam-se ou saltitavam de urna poma à outra da mesa, atulhada de doces e fructas, aquí o ananás em fatias, ali o melao em talhadas, as compoteiras de cristal deixando ver a doce de coco, finamente ralado, amarelo como urna gema -ou entao o melado escuro e grosso, nào longe do queijo e do cará (p. 133). El cuerpo de las golosinas suscita en el niño una pasión: “Quanto a mim, là estava, solitàrio e deslembrado, a namorar certa compota de m inha paixao” (p. 134). Esa pasión, proyecto del contacto inmediato con el objeto deseado, individualiza al niño Brás; el deseo parece substraerlo de las normas sociales que rigen el com porta­ m iento colectivo en la mesa. No obstante, entre el deseo del niño y las golosinas surge, como un impedimento: Vila^a y su retórica: “as glosas sucediam-se, como bátegas d ’água, obrigando-me a recolher o desejo e o pedido” (p. 134). El discurso del otro regula la pasión; la retórica, significante clave a lo largo de la novela, cumple ahí una función terapéutica, como el agua fría. El niño primero pide las golosinas; se subleva luego e 'interrumpe el discurso del orador. Finalmente es alejado, por la fuerza, de las golosinas deseadas. Pocas páginas después el narrador recuerda otro banquete; las contigüidades, en el discurso paratáctico de esta novela, son fun­ damentales. El personaje tenía entonces diecisiete años. En el segundo banquete aparece otro orador, Xavier, doble paródico de Vilaga: “sujeito abastado e tísico -urna pérola” (p. 138). Dice Brás: “O

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Xavier, com todos os seus tubérculos, presidia ao banquete noc­ turno, em que eu pouco ou nada comi, porque só tinha olhos para a dona da casa” (p. 138). El primer deseo del narrador encuentra un relevo en esta escena. La dama de la casa es Marcela, prostituta española. El deseo es ahora explícitam ente sexual. Sin embargo, así como la retórica del orador mediaba entre el niño y la comida, en la relación entre Brás y Marcela figura una nueva mediación: el oro que irresponsablem ente despilfarra Brás con la prostituta: “Marcela amou-me [...] M arcela amou-me durante quinze meses e onze contos de réis; nada m enos” (p. 142). Tras el espectáculo del “infam e” amor de Brás, aparece el sujeto del oro: el padre, que había proyectado para Brás una vida diferente, una catrera brillante: “[...] nao gastei dinheiro, cuidados, empenhos, para te nüo ver brilhar, como deves, e te convém, e a todos nós; é preciso continuar o nosso nome; continuá-lo e ilustrá-lo ainda mais” (p. 162). El padre, mediador autoritario, impide el contacto de Brás con el objeto de su deseo, enviándolo por la fuerza a cursar estudios de derecho a Portugal. La historia de los primeros deseos de Brás articula una estructura de enorm e im portancia en las novelas de M achado: el triángulo amoroso. El deseo, por un lado, individualiza; confronta, por otro, el interdicto, la autoridad que el padre impone. El sujeto deseante -el yo- es forzado a asumir el deseo del otro: realzar el brillo, el oro y los valores retóricos (“ornam entales”) de la familia. No obstante, a medida que progresa la novela, la contraposición de los dos campos semánticos (yo/lo otro) sufre notables transfor­ maciones. La etapa de los estudios de Brás en Coimbra marca una ambigua iniciación, en la que el yo comienza a hablar el lenguaje del otro: “Colhi de todas as cousas a fraseología, a casca, a or­ nam entado [...]” (p. 156). Asume, aunque siempre lo recuerda con ironía, no sólo la retórica, sino los valores del oro: la mercantilización com o m ediación entre los seres hum anos. Brás ya no despilfarra el oro; le paga la menor cantidad de oro posible al arriero que le salva la vida, poco antes de su retorno al Brasil. En Coimbra, en efecto, comienza a atraerlo el “gosto de luzir” (p. 267); Brás pronto se encuentra en el “cam inho de D am asco” (p. 170). Tras la muerte de su madre, el padre de Brás proyecta el matrimonio de su hijo. Virgília, que representa una apertura para la carrera política de Brás, viene a cenar el triángulo fundamental de la novela. La dinám ica del triángulo, sin embargo, ha sido transformada. En esta etapa Brás obedece al mediador, el padre. Más aún, la mediación genera, es el origen de, el objeto del deseo del yo: “Vinha dizendo a mim mesmo que era justo obedecer a meu pai, que era conveniente

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abracar a carreira política [...] que a constituido [...] que a minha noiva [...] que o m eu cavalo [...]” (p. 171). A pesar de que Brás se enamora de Virgília, el proyecto del padre no se'realiza. Virgília se casa con Lobo Neves quien, como sugiere el nombre, era más ambicioso y “brillante” que Brás. El padre muere poco después del matrimonio de una melancolía -sugiere el narra­ dor- causada por el fracaso de su proyecto. La muerte del padre parecería representar la disolución de la función mediadora y, por consiguiente, del interdicto. Ahora bien, las complejas relaciones de poder y subordinación en las novelas de madurez de Machado desbordan el Familienroman11. M em órias p ó stu m a s progresivam ente invierte la relación sinecdóquica oro/ padre (significante/significado). El padre pasa a ser la figura de un poder que trasciende el ámbito familiar, aunque la familia sea un escenario privilegiado para su representación. Tras la muerte del padre, en la vida propiam ente adulta de Brás, el triángulo sigue funcionando. Lobo Neves -hombre de poder en el Estado- y la “m irada ju d icial” (p. 156) de la opinión pública obstaculizan la relación adúltera entre Brás y Virgília. Además de ser un sujeto deseante de poder, Virgília es el objeto del deseo del otro. Brás diseña una estrategia para apropiar a Virgília. C on el fin de consolidar su deseo -mecanism o individualizadordesviste a Virgilia de los signos del m ediador autoritario: Evidentemente, Virgília come?ava a aborrecer-se de mim, pensava eu. E esta ideia fez-me successivamente desesperado e frió, disposto a esquecéla e a matá-la. Via-a dali mesmo, reclinada no camarote, com os seus magníficos bracos ñus -fascinando os olhos de todos, com o vestido soberbo que havia de ter, o colo de leite, os cábelos postos em bandós, á maneira do tempo, e os brilhantes, menos luzidios que os olhos déla [...] Via-a assim, e doía-me que a vissem outros. Depois, có n cav a a despi­ la, a por de lado as jóias e sedas, a despenteá-la com as minhas máos sófregas e lascivas, a tomá-la -nao sei se mais bela, se mais natural-, a tomá-la minha, somente minha, únicamente minha (p. 206). Es importante notar que el objeto de la enunciación ahí es la actividad imaginaria del sujeto. El imaginario del sujeto funciona com o una utopía que soluciona las contradicciones “reales” que confronta el personaje. Había que quitarle a Virgília el brillo, la ornamentación, las joyas de Lobo o la seda que apela a la mirada

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voraz de la opinión pública. La “desnudez”, sin embargo, mediante la cual el yo sueña el ejercicio absoluto de su poder (“sólo mía”), es una respuesta al poder del otro y a la contradicción en torno a la cual opera la utopía correctora. Tras la actividad im aginaria se erige el referente de la ley. Brás inventa “desnudeces” como respuestas a las múltiples formas del poder. Una de éstas ocupa un lugar central en la novela: la casinha, el recinto interior donde los amantes harían el amor de espaldas a la opinión pública. Allí Virgília seria propia: Para mim era aquilo urna situagao nova do nosso amor, urna aparéncia de posse exclusiva, de dominio absoluto [...]. Jáestavacansado das cortinas do outro [...]. A casa resgatava-me tudo; o mundo vulgar terminaría á porta -dali para dentro era o infinito, um mundo eterno, superior, excepcional, nosso, somente nosso, sem leis, sem instituifoes [...] (p. 211). La casa es un recinto regido por el dominio propio; es el santuario del deseo individual. Sin embargo, Brás introduce la mediación del oro dentro de la casa: compra la conciencia de doña Plácida, antigua nana de Virgília, que sería una mediadora frente a la opinión pública en la m edida en que figuraría como dueña “legítim a” del lugar. Más aún, la com unión del sujeto con el objeto del deseo en la “desnudez” -disolución de la contradicción que representaría la celebración de la individualidad definitiva- sólo adquiere sentido por oposición al afuera, espacio de la ley: “Agora que todas as leis sociais nos-lo impediam, agora é que nos amávamos deveras” (p. 195). En el santuario del yo opera la ley, la mediación, como referente de la transgresión. Sin el interdicto no es posible la utopía del yo, la afirmación de la individualidad en la violación de la norma. D esarm ada la casa y fracasados sucesivam ente los proyectos utópicos del yo, a Brás le absorbe finalmente la “voluptuosidade do nada” (p. 122). Lejos de celebrar el poder de la individualidad, la vida de Brás relata la imposibilidad del yo como origen del deseo. La ley, paradójicamente, es la condición de existencia del recinto interior. En varios sentidos Dom C asm u rro elabora y precisa la proble­ m ática del sujeto que había sido fundam ental para M achado en M em órias póstum as. Dom C a sm u rro también es el relato -‘auto­ biográfico” de los deseos y utopías de un yo que postula la defensa de la individualidad, mientras relata -por el reverso de la tramala im posibilidad de tal proyecto. Dom C a sm u rro , por su parte, especifica con mayor precisión que M em órias póstum as la función utópica y correctora del imaginario. Esto lo logra, nos parece, al detallar la relación entre las formas de poder y de subordinación 103

en el plano de la historia o del enunciado, y en el proceso de la enunciación: discurso confesional a partir del cual se organiza la narrativa y que también cumple una ftinción semántica fundamental, com o verem os luego. “A alma da gente”, dice Bento, narrador en Dom C asm urro, “é um a casa assim disposta, náo raro com janelas para todos os lados, muita luz e ar puro. Também as há fechadas e escuras, sem janelas, ou com poucas e gradeadas, ü semelhanga de conventos e prisóes” (p. 866). Si aceptamos esa antigua analogía, como quisiera el narrador, podríamos llevarla a una consecuencia no del todo equivocada: Dom C asm urro, entre otras cosas, es el relato de una de esas vidas que parecen cárceles. Sin ventanas, esa casa es el lugar del ensimismado: el casmurro que, sin embargo, confía su historia. En el doble movim iento de esa voz que se quiere ajena y que, sin embargo, formula su discurso a partir del modelo de la confesión -situación en la que el yo se hace público- se cruzan los térm inos de la contradicción en torno a la cual Machado arma su espléndida novela. No por casualidad la novela com ienza con la explicación del título, casmurro: “homem calado e metido consigo” (p. 807). Además, el relato comienza con esa especie de prólogo donde encontramos la primera referencia al otro término de la metáfora decisiva: la casa del Bento adulto y, si confiamos en lo que dice, radicalmente solitario. Como en el caso de Brás Cubas, esa casa es un espacio privilegiado, significante al cual obsesivamente retomará el narrador. La casa es el ám bito de un sujeto que a su modo -siempre contradictoriopostula la celebración de su ensimismamiento. La casa es el espacio interior, la coyuntura de lo propio'. “A casa em que moro é própria” (p. 807), dice enfáticamente el narrador. Allí el sujeto imagina el ejercicio de su dom inio absoluto; es decir, la resolución de la contradicción mas básica: la oposición entre su deseo y la autoridad deseante de los otros. Ese poder imaginario, esa capacidad de soñarse com o un yo ajeno al lenguaje de la autoridad, en gran m edida sintetiza el proyecto utópico del narrador. La casa es el prim er em blem a de tal proyecto. Ante el ámbito incontrolable de los deseos ajenos, el narrador construye su zona sagrada: la casa sin ventanas. Esa casa, no obstante, le parecerá una cárcel, un convento o un museo. Las rejas que lo separan de los otros -parece decirnos- lo enajenan de sí mismo. En parte por eso la utopía es fallida; la resolución de la contradicción es defectuosa. Desde el comienzo de su relato con­ fesional, Bento reconoce el defecto de su proyecto utópico: “Enfim, agora, como outrora, há aqui o mesmo contraste da vida interior, que é pacata, com a exterior, que é ruidosa” (p. 808). El espacio

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privado sólo existe en térm inos de su oposición con un recinto de la ley. En el interior mismo, el templo que inventa Bento está por los signos de su negación. Al construir la casa Bento ha reconstruir el mundo de su pasado, mundo de su historia y de los otros:

afuera, minado querido familiar

[...] fi-la construir de propósito, levado de um desejo táo particular que me vexa imprimi-lo, mas vá lá. Um dia, há bastantes anos, lembrou-me reproduzir no Engenho Novo a casa em que me criei na antiga Rúa de Mata-cavalos, dando-lhe o mesmo aspecto e económica daquela outra, que desapareceu (pp. 807-08). Y añade luego: “O meu fim evidente era atar as duas pontas da vida, e restaurar na velhice a adolescéncia” (p. 808). El decorado de la casa, al estilo antiguo, como todo en ella, corresponde al intento de realizar ese deseo “tan personal” de reconstruir el mundo del pasado, de la tem prana adolescencia. Entre los objetos de ese decorado, cuyo estilo o razón de ser el narrador no siempre re­ conoce, aparecen los retratos de los padres. De esos retratos, signos de la historia familiar, el narrador ofrece una reveladora descripción: Tenho ali na parede o retrato déla, ao lado do do marido, tais quais na outra casa. A pintura escureceu muito, mais ainda dá idéia de ambos. N3o me lembra nada dele, a nao ser vagamante que era alto e usava cabeleira grande; o retrato mostra uns olhos redondos, que me acompanham para todos os lados, efeito da pintura que me assombrava em pequeño [...]. Sao retratos que valem por origináis. O de minha mae, estendendo a flor ao marido, parece dizer: ‘Sou toda sua, meu guapo cavalheiro!’ O de meu pai, olhando para a gente, faz este comentário: ‘Vejam como esta moca me quer [...]’ (pp. 814-15). Bento lee los retratos. Su lectura privilegia dos aspectos de la figura del padre. Por un lado, siente que la m irada del padre lo persigue; de ahí el antiguo terror que recuerda. Pero el narrador, que posee la palabra, tiene algo en su dominio para armar la defensa. El hombre del retrato, ya casi olvidado, dice, es el marido de la madre. Llamarlo así -y olvidarlo- es borrar el derecho que autoriza al modelo; es quitarle el nombre a la paternidad. Sin embargo, a pesar del ten o r que le produce, Bento guarda el viejo retrato en el interior de la casa. Esos retratos, prim era form ulación del triángulo amoroso que servirá de marco a la organización de las relaciones actanciales en

MU

la novela, pasan a ser -como la casa- un emblema. Em blem a en el que se cruzan y se entrelazan dos gestos claves del narradorpersonaje: hay que aceptar -o hasta inventar- la m irada opresora del otro, modelo de la autoridad, a riesgo del tenor que produzca; pero a la vez, hay que quitarle el nom bre: desnom brarlo para desnaturalizarlo. Y sobre la ausencia del modelo borrado, sobre su huella, hay que ubicar el deseo propio; deseo del yo en su pos­ tulación más plena. L a utopía casm urriana, como decíamos, es defectuosa: “Se só m e faltassem os outros, vá; uní homem consola-se mais ou menos das pessoas que perde; mais falto eu mesmo, e esta lacuna é tudo” (p. 808). Falta el yo porque falta el otro. Asimismo, reconstruir el espacio del yo, el ámbito de su poder, conlleva la reconstrucción de los modelos, los mediadores a partir de los cuales opera el deseo del yo; reconstruirlos para borrarlos: ésa será la condición de existencia del sujeto configurado en la narración. Fallido el proyecto de la casa, a Bento le queda una alternativa aún más prometedora. El fracaso de la casa-utopía marca el comienzo de la escritura auto­ biográfica de Bento, mediante la cual el “autor” consolida un discurso propio. Resulta valioso, entonces, seguir a lo largo de la novela la con­ traposición de dos campos semánticos claves: por un lado, el que se produce en torno a los significantes de la confidencia; por otro, el de la invasión. Temprano en la novela el narrador reconstruye el ám bito de las prim eras confidencias; espacio interm edio entre las casas de Bentinho y Capitu, emblemáticamente separadas por una m uralla donde la chica escribe los nombres de los jóvenes amantes. En ese espacio interm edio, Bento asume conciencia de su prim er deseo: conciencia de sí. El narrador enfatiza que ese primer deseo marca el comienzo de su vida: “Verdadeiramente, foi o principio da minha vida” (p. 815). El primer deseo constituye, por lo menos, un núcleo matriz de su discurso autobiográfico: “Esse primeiro palpitar da seiva, essa revelando da conciencia a si própria, nunca mais me esqueceu, nem achei que lhe fosse com parável qualquer outra s e n s a t o da mesma espécie. Naturalmente por ser minha. Naturalmente também por ser a prim eira" (p. 820, énfasis nuestro). El objeto de ese primer deseo, espejo donde la conciencia se revela a sí misma, es C apitu12. Capitu no es simplemente un cuetpo, sino un cueipo comulgante: “As máos, unindo os ñervos, faziam das duas criaturas uma só [...]” (p. 822). El narrador insiste en el recuerdo de esa intimidad. Nada 12.

S obre la im portancia de la m etáfora del espejo en M achado, cf. Dirce C ortes R iedel,

M etáfora: o espelho de M achado de Assis (Rio de Janeiro: Livraria Francisco Alves, 1974).

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era secreto entre ellos; en cambio, todo era confidencia: “franca­ mente, só agora entendía a emogao que me davam essas e outras confidéncias” (p. 819). Sin embargo, lo que para los jóvenes era confidencia, para los otros era secreto. Si bien el narrador acentúa la intimidad y el placer de las primeras confidencias, enfatiza asimismo la constante invasión por parte de los otros. Con una intrusión comienza la concatenación de los recuerdos de adolescencia del narrador. José Dias, confidente de la madie, sospecha una relación entre Capitu y Bentinho, y dice a doña Glòria: -Dona Glòria, a senhora persiste na idéia de meter o nosso Bentinho no seminàrio? É mais que tempo, e já agora pode haver urna dificuldade. -Que dificuldade? [...] -Há algum tempo estou para lhe dizer isto, mas nao me atrevía. Nao me parece bonito que o nosso Bentinho ande metido nos cantos com a ñlha do Tartaruga, e esta é a dificuldade, porque se eles pegam de namoro, a senhora terá muito que lutar para separá-los. -Nao acho. Metidos nos cantos? -É um modo de falar. Em segredinhos, sempre juntos (p. 809). Las esquinas, los rincones, son el espacio invadido. Los otros, los adultos, con frecuencia invaden físicamente: Días, la madre y el padre de Capitu interrumpen varias escenas íntimas. Pero la intrusión más radical se da en lo im aginado por el narrador, que a veces sólo es comprobable mediante la observación de la concatenación metonimica de los recuerdos. Por ejemplo, tras la celebración del prim er beso, experiencia de la privacidad más sublime, el personaje recuerda el deseo de la madre: “ -Sou homem! Quando repeti isto, pela terceira vez, pensei no seminàrio [...]” (p. 844). Recordemos que el seminario era el proyecto que el otro -la madre- había diseñado para Bento, por compromiso con Dios y con la opinión pública, desde antes del nacimiento del niño. Toda la primera paite de la novela, constituida por los recuerdos de adolescencia en Mata-cavalos, opera sobre la oposición de esas dos cadenas significantes; campos que remiten, es importante insistir, a la contradicción entre el deseo del yo y la autoridad de los otros. Ahora bien, ya en esta prim era etapa, el triángulo de deseos y poderes que se cruzan en la adolescencia de Bento incluye otro factor decisivo. Capitu, objeto del primer deseo, es también un sujeto deseante que le muestra a Bento el poder que otorga la confidencia. Desde temprano, Capitu comienza a abrir una fisura en la muralla que separa los mundos sociales de los amantes. A través de Capitu, 107

Bento aprende a m anipular la confidencia, estrategia para resolver las contradicciones en que se encuentra inmerso. De esta manera, la primera confidente -Capitu-, pasa a cumplir, por lo menos, una doble función actancial: por un lado, es el objeto del deseo; por otro, es el interm ediario que necesita el yo para superar la con­ tradicción inicial. Capitu apela a la confianza del otro; se convierte en confidente de la madre de Bento. Sin Capitu, la contradicción entre el deseo del yo y el proyecto del sem inario hubiera sido irresoluble. Es a partir de su relación con ese intermediario que Bento aprende a borrar el nombre del invasor. La madre, en efecto, pasa a ocupar un segundo plano en el juego de poderes que es el relato. El poder de ese otro se relativiza mediante la ayuda del confesor, función que inicialmente cumple Capitu, y que luego encuentra un relevo en la actuación de Escobar -personaje a quien Bento conoce en su breve estadía en el seminario-. Una vez que el poder de la madre es desplazado, el deseo del yo parece realizarse. No obstante, en el proceso de esa aparente consolidación, Bento erige nuevos poderes, nuevos m odelos de autoridad, que luego concibe como invasores y deseantes. La contradicción entre la confidencia y la intrusión no se ha resuelto. Por el contrario, el confidente se hará invasor; los campos semánticos inicialmente contrapuestos se su­ perponen y se contam inan. En el seminario -transición hacia la vida adulta- aparece la figura de un nuevo mediador. Es Escobar quien, junto con Capitu, con­ tribuye al plan para que Bento se libere del seminario. La primera descripción de Escobar en el relato es reveladora: Era um rapaz esbelto, olhos claros, um pouco fugitivos, como as maos, como ospés, como a fala, como tudo. [...] Urna cousa nao seria tao fugitiva, como o resto, a reflexao; íamos dar com ele, muita vez, olhos enfiados em si, cogitando (p. 866). Escobar es el impenetrable, el ensimismado. Sin embargo, es­ tablece con Bento un nuevo juego de confidencias. Invita a Bento a entrar al espacio tan protegido de la intimidad: “Escobar veio abrindo a alma toda, desde a porta da rúa até o fundo do quintal” (p. 866). Al permitirle la entrada a la “casa” tan protegida del yo, según el narrador, Escobar se concede el derecho de hacer de la confidencia un intercambio, “segredo por segredo”: “Eu, seduzido pelas palavras dele, estive quase a contar-lhe, logo, logo, a minha história” (p. 866). Contar el cuento, en la lógica del relato, es armar el juego de la seducción Ya en esta etapa Bento necesita de la intervención del confesor: “naquele mesmo tempo senti tal ou qual necessidade de contar a 108

alguém o que se passava entre mim e Capitu” (p. 885). Bento confía aspectos de su secreto a Escobar, aunque la confesión es parcial. De la confesión, Bento obtiene p lacer: Nào calculas o prazer que me deu a confidencia que lhe fiz. Era como que urna felicidade mais. Aquele corafáo mo^o que me ouvia e me dava razào, trazia a este mundo um aspecto extraordinàrio. Era um grande e belo mundo, a vida urna carreira excelente, e eu nem mais nem menos um mimoso do céu; eis a minha sensato. Nota que eu nao lhe disse tudo, nem o melhor [...] (p. 886). Ese lenguaje del goce no es común en el relato del casmurro. Se da, significativam ente, como la celebración del cuento, de la confidencia en que el contacto del yo con los otros es privado, regulado por las normas de la intimidad y la seducción. “Também se goza por influigüo dos lábios que narram” (p. 831), dice Bento. El lenguaje celebratorio de la confidencia vuelve a darse en la playa, donde se han mudado los matrimonios de Bento y Capitu, Sancha y Escobar: [...] tínhamos por assilli dizer urna só casa, eu vivia na dele, ele na minha, e o pedazo de praia entre a Glòria e o Flamengo era como um caminho dè uso pròprio e particular. Fazia-me pensar ñas duas casas de Matacavalos, como o seu muro de permeio (p. 920). La distribución del espacio corrige la relación sim bólica entre las casas de M ata-cavalos. La emblemática m uralla que separaba las casas de los jóvenes amantes ha sido anulada. Ahora bien, la confidencia total -la utopía del yo- es imposible. Bento confía a Escobar sólo una paite de su historia. Antes de los m atrim onios se había sugerido que Escobar, adem ás de ser un confidente, era la figura de una nueva invasión. Escobar penetra el espacio del yo: “Eu nào era ainda casmurro [...]; o receio é que me tolhia a franqueza, mas como as portas nao tinham chaves nem fechaduras, bastava empurrá-las, e Escobar empurrou-as e entrou. Cá o achei dentro, cá ficou, até que [...]” (p. 866). El narrador además sugiere que Escobar, conociendo el poder seductor de la confesión, se había convertido en confidente de la madre con el fin de m anipular el capital familiar: Escobar comegava a negociar era café [...]. Era opiniào de prima Justina que ele afagara a idéia de convidar minha máe a segundas nupcias [...]. Talvez ele nào pensasse eni mais que associá-la aos seus primeiros tentamens comerciáis [...] (p. 903). 109

El confesor, observamos de nuevo, es también un sujeto deseante. L a historia de la vida adulta de Bento desarrolla esa dualidad de la figura del mediador. Escobar, el confidente, es también una figura de autoridad que asume, para Bento, el rol de la paternidad. En la casa de la playa Bento guarda el retrato de Escobar junto al de su madre: “O retrato de Escobar, que eu tinha ali, ao pé do de m inha müe, falou-m e [...]” (p. 923). E sta escena tiene un antecedente en la referencia a los retratos familiales en el comienzo del relato. La transformación es notable: sobre la ausencia del retrato paterno, Bento erige el retrato de Escobar. Se reconfirma aquí el prim er triángulo familiar. Ante Escobar, Bento asume la doble postura que caracterizaba su lectura del retrato paterno. Se inventa al Escobar confidente, pero con el m ism o m ovim iento hace del confidente un invasor, cuya mirada penetra y persigue. Escobar, supone el narrador, era amante de Capitu. También había que desapropiar a ese otro de su nombre; había que anuí ai' su poder. De ahí que, antes de que Escobar muriera ahogado, Bento im aginara la posibilidad de su venganza: la po­ sibilidad de una relación amorosa con la esposa del otro, Sancha. Tras la muerte de Escobar, la realización del placer, la comunión con Capitu parecía posible. No obstante, la mirada de Escobar -como la del padre- persigue aún después de su muerte. Entre Bento y Capitu surge un nuevo mediador: Ezequiel (homónimo de Escobar), en cuya mirada Bento cree reconocer la paternidad ilegítima de su amigo difunto. Bento tam bién intenta deshacerse del nuevo mediador: proyecta su en­ venenam iento, aunque no llega a com eter el hom icidio. Cuando finalmente Bento comunica sus conjeturas a Capitu, prácticamente concluye la relación entre ambos. La posibilidad de la comunión -de lo que viene después de la confesión- se ha agotado. Es sig­ nificativa la reacción de Bento frente a Capitu en esa escena decisiva que marca el fin del relato del “primer” deseo y el comienzo de la casmurrizaciótr. “Desta vez a confusâo delà fez-se confissâo pura. Este era aquele; havia por força alguma fotografía de Escobar pequeño que seria o nosso pequeño Ezequiel. De boca, porém, nao confessou nada [...]” (p. 936, énfasis nuestro). Bento lee, interpreta forzadamente, el silencio de Capitu. Hace de la confusión una confesión. Ella, que antes figuraba como la confesora deseada, se transform a entonces -según Bento- en la pecadora que confiesa su transgresión. En la lógica del relato, el confesor es el que tiene el poder; aunque el confeso -Bento- es quien tiene la palabra, en el plano del discurso.

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II

Hasta el momento hemos visto, sin agotar sus posibilidades, el doble valor de las figuras de la m ediación y de la autoridad en el nivel de la historia y de las relaciones actanciales en ambas novelas. H em os notado cóm o los deseos de B rás y de B ento confrontan el interdicto de la mediación -el deseo del otro- que progresivamente llega a modelar los deseos propios. Al final de los relatos todos los mediadores han sido anulados o han muerto. La anulación de las figuras del otro, paradójicam ente, resulta en la “voluptuosidad de la nada” o en la casmurrización. La utopía de la confidencia, mediante la cual el yo consolida la “conciencia de sí”, ha sido desarmada. La casa, la zona sagrada, se transform a en un museo donde falta el yo porque falta el otro m ediador13. El final de la historia de los deseos marca el comienzo del discurso autobiográfico -retrospectivo- que se modela, en el presente de la “casmurrización” o de la “muerte”, a partir del relato confesional. El relato confesional, como sugiere Bento, tal vez permita la re­ construcción del sujeto “perdido”, puesto que él instaura al yo como “poseedor” de la palabra. Sin embargo, el acto de la confesión erige la figura de otro mediador, ahora en el nivel del discurso. El confesor, destinatario textual14 del narrador, media entre el yo y su nuevo objeto del deseo: el discurso, el cuento, capaz de producir placer en la situación de la confidencia. El confesor, sujeto deseante y poderoso, puede penetrar el espacio íntim o del discurso autobio­ gráfico. De esta manera, en otro nivel de la organización textual, se establece un nuevo juego de seducciones y conjuraciones. Parodiando el comienzo tradicional de la autobiografía, el na­ cimiento del yo, Brás enfatiza la importancia de la muerte que da apertura a su discurso. La muerte, en efecto, es una condición de la escritura de las memorias de Brás. La “neutralidad" que concede la muerte, en la lógica de M em orias postum as, legitima y autoriza la perspectiva del narrador. Según Brás, escribir la vida desde la vida misma da como resultado una cierta inverosimilitud. El narrador de la autobiografía tradicional se encuentra comprom etido con el

Ill

valor de su figura ante la opinión pública. La perspectiva interesada del sujeto edita el relato de sus recuerdos según las conveniencias y necesidades que im pone el contexto en el que escribe: Deixa lá dizer Pascal que o homem é um canijo pensante. Nào; é urna errata pensante, isso sim. Cada esta^ao da vida é urna edigáo, que corrige a anterior, e que será corrigida também, até a edigíio definitiva que o editor dá de graga aos vermes (MP, p. 161). Por el contrailo, Bras funda la legitimidad de su discurso en la perspectiva definitiva -fuera del tiempo y de todo contexto- que posibilita la muerte. La muerte anula el carácter performativo15 de la confesión y la convierte en un hecho pasivo, desinteresado. Al otro lado de la vida ya no es necesario impresionar o manipular al otro; el juicio de la opinión pública -destinatario de la confesióncarece de consecuencias prácticas: Talvez espante ao leitor a franqueza coni que lhe exponho e realeo a minila mediocridade; advirta que a franqueza é a primeira virtude de um defunto. Na vida, o olliar da opiniáo, o contraste dos interesses, a luta das cobijas obrigam a gente a calar os trapos velhos, a disformar os rasgòes e os remendos [...]. Mas, na morte, que diferenga! que desabafo! que liberdade! Como a gente pode sacudir fora a capa, deitar ao fosso as lentejoulas [...] confessar lisamente o que foi e o que deixou de ser! [...] O olliar da opiniào, esse olliar agudo e judicial, perde a virtude, logo que pisamos o territòrio da morte [...] (MP, p. 156). La muerte libera al sujeto de la mirada “judicial” de la opinión pública que se opone, como vimos antes, a los deseos del yo. El discurso desde la muerte, entonces, cumple una función análoga a la de la casa, de espaldas a la opinión pública: la muerte permite la ilusión de “desnudez” del yo en el discurso. No obstante, así como la casa y el amor ilegítimo de Brás sólo adquieren sentido por oposición a la ley, la confesión -nueva utopíadesata una paradoja irreductible. A pesar de la neutralidad que reclama el narrador, podemos cuestionar su inocencia, la pasividad de su discurso, y preguntarnos para qué escribe su vida. Recor­ demos las palabras finales del narrador: “Nào tive filhos, nào transmití a nenhuma criatura o legado da nossa misèria” (MP, p. 304). La paternidad -significante clave de la autoridad- había sido uno de

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los deseos frustrados de Brás. Ser padre: ser autor. En su relato, Brás busca corregir la negativa con que concluye su vida. Transmite, en efecto, el “legado da nossa misèria”. Se convierte, de tal modo, en autor de su “vida”. Y, al hacerlo, no sólo afirma el dom inio del yo en el recinto del discurso, sino que pretende salir del anonimato que la muerte representa. Sus memorias, como los epitafios, son una defensa contra el tem ido oblivion: “[...] gosto dos epitáfios; eles sao entre a gente civilizada, urna expressào daquele pio e secreto egoísm o que induz o homem a arrancar à m orte um farrapo ao menos da sombra que passou” (M P, p. 297). El discurso autobio­ gráfico de B rás cum ple la función correctora de la activ id ad imaginaria. Como la casa o la desnudez imaginaria de Virgília, la autobiografía intenta resolver las contradicciones “reales” , ahora en la form a del olvido -carencia definitiva de individualidad en la m uerte-. El yo sigue conspirando, inventando utopías desde el otro lado de la vida. Pero al transmitir el relato de su vida, al apelar a la memoria de la opinión pública, Brás acepta los pactos y las sub­ ordinaciones que rigen los discursos de los vivos. Acepta las normas de la confesión -situación discursiva inmersa en las m ism as con­ tradicciones que la utopía pugnaba por corregir-. Su discurso erige la figura del confesor que escucha, en tanto mirada “judicial” de la opinión pública: la ley, nuevamente, condiciona el recinto interior. En Dom C a sm u rro Bento también compara frecuentemente su discurso con el acto de la confesión. El narrador promete decir “a verdade, só a verdade, mas toda a verdade” (DC, p. 878). El carácter judicial de la confesión se comenta en varias instancias de la narración: “No fim, lem brou-m e que a Igreja estabeleceu no confessionàrio um cartório seguro, e na confissilo o mais autèntico dos instrumentos para o ajuste de contas moráis entre o homem e Deus” (DC, p. 879). En términos de nuestra lectura son muy significativas las páginas de la H istoria de la sexualidad que Michel Foucault dedica a la institución de la confesión en las sociedades seculares del siglo XIX: Durante mucho tiempo el individuo se autentificó gracias a la referencia de los demás y a la manifestación de su vínculo con otro (familia, juramento de fidelidad, protección); después se lo autentificó mediante el discurso verdadero que era capaz de formular sobre sí mismo o que se le obligaba a formular. La confesión de la verdad se inscribió en el corazón de los procedimientos de individualización por parte del poder. [...] El hombre, en Occidente, ha llegado a ser un animal de confesión. De allí, sin duda, una metamorfosis literaria: del placer de contar y oír, centrado en el relato

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heroico o maravilloso de las ‘pruebas’ de valentía o santidad, se pasó a una literatura dirigida a la infinita tarea de sacar del fondo de uno mismo, entre las palabras, una verdad que la forma misma de la confesión hace espejear como lo inaccesible'6. La confesión se organiza en torno a una asimetría de poderes. En la confesión, la mirada “judicial” del destinatario tiene el poder de juzgar, absolver o castigar. E s el confeso, sin embargo, el que emite la palabra. La confesión individualiza el acto de la enuncia­ ción, pero somete al sujeto a la mirada poderosa de otro. El yo habla en el discurso siempre y cuando reinstaure el interdicto que se había transgredido. En la confesion, paradójicamente individualizadora, prolifera el habla del yo, en tanto pronombre de la sujeción: “Inm ensa obra a la cual Occidente som etió a generaciones a fin de producir -mientras que otras formas de trabajo aseguraban la acumulación del capital- la sujeción de los hombres; quiero decir: su constitución como ‘sujetos’, en los dos sentidos de la palabra”17. Por supuesto, no podemos perder de vista el carácter ficcional de ambos textos; la confesión, como decíam os en un comienzo, es el objeto de la transformación machadiana, no su territorio. Sin embargo, no es casual que am bos textos estén armados sobre la analogía entre la confesión y la enunciación de los narradores. Siguiendo la lógica de las novelas, en el plano del enunciado, el contacto de la confidencia individualiza y conform a la base del placer. El confidente, al mismo tiempo, se convierte en un mediador de la ley y de la opinión pública. La mirada del destinatario que proyecta la enunciación persigue y penetra, como la m irada del padre o de Escobar. También a ese destinatario habrá que anularlo. Aunque de entrada ambos “autobiógrafos” aceptan las normas del pacto de la confesión -la verdad, nada más que la verdad- ambos asumen la tarea de relativizar el poder de juicio del otro -el lectormediante la calculada organización del relato que a él se le cuenta. La “verdad” que se transmite en ambas confesiones es sólo parcial, a pesar de que los narradores apelen continuamente a la verosi­ m ilitud e insistan en lo contrario. Al propio discurso “neutral” de Brás puede aplicársele su teoría de las ediciones sucesivas. Al asumir las normas del discurso de los vivos, Brás desmiente la pasividad que fundamenta la legitim idad de su perspectiva: se convierte en intérprete de su vida pasada. Su “edición” no es definitiva y cumple

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una función pragm ática; su ambiguo amor por el “brillo” , “sede de nom eada [...] amor da gloria” (M P, p. 113), subrepticiam ente contam ina el plano del discurso, que bien puede leerse com o la continuación del proyecto frustrado del emplaste, sueño de la fama y del reconocim iento público. En el caso de Dom C asm u rro la parcialidad del narrador es aún más evidente. Con frecuencia Bento figura en el relato como lector o intérprete. Lee los retratos, el extraño Panegírico de Santa Mónica, la fisonom ía de Ezequiel, el silencio de Capitu. De todas esas “lecturas” se desprende un rasgo distintivo del personaje-narrador: “A imaginagào foi a companheira de toda a minha existència, viva, rápida, inquieta [...] capaz de engolir cam panhas e cam panhas, correndo” (D C, p. 850). La im aginación devoradora fuerza las interpretaciones del personaje y se traduce en la “mala m em oria” que llena las lagunas propias y de los otros en el plano discursivo: “Nao, nào, a minha memòria nao é boa. Ao contràrio, e comparável a alguém que tivesse vivido por hospedarías, sem guardar délas nem caías nem nomes, e somente raras circum stáncias” (DC, p. 868),“Assim preencho as lacunas alheias” (p. 869). Las perspectivas de Bento y Brás, ante los otros y ante sus propias vidas, tienen el estatuto lógico de la suposición, de “urna imagina$2o graduada em consciencia” (M P, p. 180), al decir de Brás. La “ verdad” de las confesiones se fundamenta en la conjetura. Y la ambivalencia que se desprende de la conjetura, capacidad de la devoradora im aginación, se convierte en un procedim iento sistem ático que relativiza tanto la credibilidad del narrador18, como el poder de juicio del confesor. La parcialidad de la conjetura transgrede las normas básicas de la confesión y de todo discurso autobiográfico: la sin­ ceridad y probabilidad de lo dicho19. En tales desajustes radica el carácter anticonfesional y paródico de estas “confesiones”: el poder de confesor, función de la autoridad, ha sido relativizado. Sin embargo, la anulación del poder de ese otro remite nuevamente a las con­ tradicciones internas de la utopía del yo. El ámbito de la confidencia, el encuentro de la “conciencia consigo misma”, está atravesado por el interdicto que impone el poder. Allí donde la utopía de los narradores y del sujeto liberal enfatiza su contradicción, allí donde e l relato confesional registra el sometimiento del sujeto, adquiere lucidez el ejercicio critico de la ficción machadiana.

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LUISA CAPETILLO O LOS PLIEGUES DE LA LETRA*

Para M aría Elena, Rubén y Juan

I Quisiera comenzar recordando un retrato suyo, tomado en 1915 en La Habana. En la foto, la intelectual anarquista puertorriqueña, Luisa C apetillo, figura con un som brero panam á de ala ancha, levemente inclinado, que le sombrea el lado izquierdo de la cara. El cabello no puede vérse. Lleva una camisa blanca, de cuello alto, firmemente abotonada bajo el nudo de la corbata. La corbata negra sobresale, cubriendo levemente el primer botón del gabán, de tres botones verticales. El gabán es seguramente de lino, en corte ancho, al uso de la época. Las líneas del cueipo femenino son irreconocibles bajo la tela suelta del gabán. En efecto, Capetillo aparece ahí vestida de hom bre. En nuestros días ese gesto ha perdido su fuerza iconoclasta. En 1915, sin embargo, el desafío le costó a Capetillo un encarcela­ miento. La foto, publicada en el diario El D ía de La Habana, fue tomada poco antes del arresto de Capetillo por usar “ropa sólo para hombres”1. Esa foto nos sitúa, de entrada, ante las estrategias con que Capetillo respondió a la cultura dominante de su época, des­ haciendo fronteras e im pugnando precisam ente aspectos sólo en apariencia insignificantes, menores, de la vida diaria. ¿Qué significa, en Capetillo, usar la ropa del otro! ¿Se transforma la mujer, en ese acto m im ético -si bien teatral- en hom bre? ¿Se masculiniza al apropiar los discursos de la masculinidad, o de algún modo la apropiación somete esos signos a una crítica? ¿No implica la trayectoria del sim ulacro una distancia de la identidad que la sociedad le asigna a la mujer? ¿No supone, a su vez, un despla­ zamiento de la retórica de la m asculinidad -la ropa del hombre*U na v ersió n an terio r de este trab ajo ap areció com o P rólogo a A m or y a n arq u ía: Los

escritos de Luisa C apetillo (San Juan: E diciones H uracán, 1992). 1. La clásica foto se encuentra reproducida en Norm a Valle Ferrer, Luisa C apetillo (San Ju an , 1975).

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cuyo aparato exclusivo es radicalmente trastocado por el desafío, la burla y el simulacro? Aunque no nos concierne tanto la ropa de Capetillo¡ esa foto -emblemática- orienta nuestra lectura de su obra2. La hipótesis de este trabajo es la siguiente: la inestabilidad generada por el simulacro que apropia el lenguaje dominante, como disfraz, sin someterse a la lógica del mismo, es el impulso que activa la escritura en Capetillo y otros escritores marginales, subalternos, de su época3. Con ese aparente m im etism o -que siempre implica la distancia de una si­ mulación, frecuentemente burlesca- Capetillo responde a la cultura dominante de la cual, a su vez, paite su producción. Nos concen­ trarem os, primero, en un aspecto de esa relación ambivalente, si no contradictoria: veremos cómo Capetillo apropia y usa los dis­ positivos del discurso literario que por momentos parecería autorizar su escritura y contenerla, como !a ropa m asculina a la mujer en la foto. Intentaremos ver, asimismo, cómo Capetillo, al reescribirla -lejos de quedar inscrita en el recinto exclusivo de la institución literaria- somete sus lenguajes y normas a una intensificación crítica que nos permite hoy cuestionar los mecanismos de cieñe y cons­ titución de la literatura y su relación con el poder en Puerto Rico. La problemática, por cierto, no tiene sólo que ver con Luisa. Hacia las prim eras dos décadas del siglo, en una época m arcada por intensas luchas popúlales, el campo intelectual puertorriqueño fue objeto de pugnas que en efecto redefinieron el concepto mismo de la cultura en Puerto Rico. Huelgas, m anifestaciones, veladas literarias y la proliferación de escritos obreros en periódicos, tri­ bunas, obras teatrales, panfletos y consignas, registraban la emer­ gencia de una cultura contestataria que combatía por abrirse un lugar

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y así redefinir los límites del territorio severamente exclusivo de las instituciones políticas y culturales del país. En efecto, hasta el m omento en que trabajadores como Luisa C apetillo, Ram ón Rom ero Rosa, Eduardo Conde, José Ferrer y Ferrer, Manuel F. Rojas y otros se convierten en escritores4, en las primeras dos décadas de este siglo, la escritura en Puerto Rico -y sobre todo la literatura- había sido patrimonio exclusivo de inte­ lectuales de las clases dirigentes. La escritura era un medio exclusivo de intelectuales de formación universitaria que generalm ente ocu­ paban cargos en la administración de las instituciones básicas de la sociedad. La instrucción -en un país fundamentalmente agrícolano había sido democratizada. El Censo de 1899, por ejemplo, registra el analfabetismo del 77% de la población. En el trabajo agrícola, que constituía el eje de la fuerza laboral, el analfabetismo llegaba al 87%. En esa sociedad, la escritura -en el sentido am plio que incluye, más allá de la literatura, la administración misma de las leyes y los discursos estatales- era un dispositivo de control y subordinación social. Trazando los límites de una estrecha división del trabajo, la escritura era uno de los mecanismos del poder que decidía la distancia -y la lucha- entre los grupos señoriales y el campesinado, entre los que podían o no podían escribir. Si bien no fue el único objeto de pugnas entre estos grupos, la escritura -más que un simple marcador del prestigio de los sujetos- era una tecnología, digamos, que posibilitaba la administración de la vida pública y que decidía, en el campo de la producción “simbólica” y cultural, la legitimidad de cualquier discurso con expectativas de representatividad. En el interior de ese campo jerarquizado, los intelectuales -poetas y abogados- cumplían al menos una doble función. Por un lado, administraban la cultura escrita (hasta cierto punto, las leyes). Por otro, particularmente en las décadas posteriores a la invasión nor­ teamericana de 1898, esos intelectuales asumieron la tarea de elaborar un discurso nacionalista que contribuyó a legitimar la lucha de la clase señorial desplazada contra el nuevo poder extranjero. En ese campo de luchas se institucionaliza la literatura puertorriqueña, que 4. Es a Angel G. Q uintero Rivera a quien debem os la primera selección e introducción a algunos de estos intelectuales obreros: véase su L ucha o b re ra en P u e rto R ico (San Juan: CEREP, 1971). Véase, adem ás, Gervasio L. García y A. G. Q uintero Rivera, D esafío y so lid arid ad : breve h isto ria del m ovim iento o b re ro p u e rto rriq u e ñ o (Río Piedras: Ediciones Huracán, 1982); y A.G.Quintero Rivera, P a tric io s y plebeyos: burgueses, h acen d a d o s, a rte sa n o s y o b re ro s : L as relaciones de clase en el P u e rto R ico de cam bio de siglo (Río Piedras: E diciones H uracán, 1988). Tam bién resulta im portante la historia de las prim eras instituciones culturales obreras en Puerto R ico de Rubén D ávila S antiago, El d e rrib o de las m u ra lla s: o ríg en es in telectu ales del socialism o en P u e rto R ico (Río Piedras: Editorial Cultural, 1988), y su edición e introducción a T eatro o b re ro en P u e r to R ico (1 9 0 0 -1 9 2 0 ): A n to lo g ía (R ío P iedras: E dil, 1985).

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prolifera denunciando la “crisis” de la nacionalidad, y se proyecta como un depósito de valores culturales, capital simbólico que nutre las posiciones de la clase señorial en su búsqueda de un consenso nacional contra el aparato político y económico del nuevo imperio. L a literatura -forma de la política nacionalista hasta recientemente en Puerto Rico- fue uno de los discursos que proyectó el consenso: se encargó, al menos hasta la década del setenta, de imaginar los rasgos, la topografía “espiritual” de la patria. Como institución, la literatura configuró la homogeneidad del “alma” nacional, elaborada de m ateriales sociales irreductiblemente heterogéneos; “identidad” monológica, proyectada de arriba hacia abajo, que buscaba borrar -frustrada y nerviosamente- las contradicciones que desgarraban el interior mism o de la “fam ilia” puertorriqueña5. Nos preguntam os: ¿qué ocurre cuando Capetillo y los nuevos intelectuales obreros escriben? Es decir: ¿qué ocurre cuando una mujer obrera asume las tareas y los discursos que tradicionalmente habían definido al poder? ¿Qué transformación sufre el territorio exclusivo de la literatura cuando esa otra -la subalterna- la enuncia, le habla y la apropia como el lugar de su práctica cotidiana? ¿Deja la literatura de serlo al ser escrita por una obrera? ¿Deja la subalterna de serlo cuando se sitúa a la entrada de la ley, como el campesino de Kafka en El proceso6, enunciando, a veces con timidez y reserva, otras con exasperación y violencia, su deseo de mirarla -a la li­ teratura-, deseo de verla caía a caía y de pedirle cuentas, de exigirle las notas para el fiel registro de su entonación? Ante la ley, ¿hay para la otra alguna posible entrada? ¿Habrá salida? La entrada -si es que de entrar se trata- no fue fácil. Porque más que tocar delicadamente a la puerta cerrada del discurso, Capetillo y sus camaradas irrumpieron en uno de los recintos más celosamente protegidos del poder: la producción simbólica y cultural, territorio donde el poder produce las ficciones de su ley, las normas de su sociabilidad. Y las instituciones del poder, ante la pérdida de su hegem onía sobre esa zona, respondieron con violencia, frecuente

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y literalm ente rom piendo cabezas y encarcelando a los nuevos discursantes. No está de más recordar aquí, brevemente, el famoso y nefasto caso de represión contra Juan Vilar en 1911, cuya historia ha esbozado Dávila Santiago7, y en el que el notable tabaquero e intelectual de Caguas fue encarcelado por su supuesta asociación con V. Grillo, anarquista que había matado al representante de la “West Indies Trading Com pany”. Significativamente, la evidencia más “contun­ dente” que presenta el Jefe de Detectives, St. Elmo, en contra de Vilar y sus camaradas, es la literatura que encuentra en la pequeña biblioteca del centro de estudios que dirigía el artesano. Nadie como los agentes del poder prestó tanta atención al “peligro” de la cultura de discusión y debate que se generaba en torno a estas bibliotecas obreras. Lo que nos obliga a pensar, por cierto, que el acceso de los trabajadores al mundo exclusivo de la letra -desde los primeros indicios- no fue simplemente el efecto de un “mimetismo” pasivo, m ediante el cual el nuevo discursante repetía -sin cuestionar ni trastocar- la lengua dominante. La misma reacción y vigilancia de la cultura dominante registra la marginalidad e incluso la peligro­ sidad del nuevo sujeto. El objetivo radica en precisar las condiciones de emergencia de una cultura menor o subalterna; es decir, una cultura históricamente desposeída y marginada, sin soportes institucionales en la esfera de circulación de discursos y bienes simbólicos: ¿con qué materiales, con qué tipo de palabras, con qué registros, lógica y emblemas se constituye un discurso emergente? ¿Le exigiremos a ese discurso alguna instancia de originalidad que, por cierto, tampoco podríamos confirmar entre los lenguajes más céntricos y poderosos de la sociedad? ¿L o devaluarem os, nuevam ente, porque (sólo a prim era vista) pareciera “imitar” los valores, las formas de la cultura institucional? ¿Con qué, si no con lo disponible, con lo que encontraran a la mano, podían trabajar los nuevos discursantes? Para entender la emergencia de esa cultura alternativa, acaso tengamos que desha­ cernos del binom io originalidad/imitación y proponer, en cambio, una reflexión que dé cuenta de los usos y las estrategias con las cuales el nuevo sujeto somete y apropia las formas de la cultura 7. C f. R ubén D áv ila S antiago, El d e rrib o de las m u rallas: orígenes intelectuales del socialismo en P uerto Rico. op. cit. Un corresponsal puertorriqueño del periódico El In tern a ­ cional de Tampa com enta el caso: -‘el ‘Jefe de Inform ación’ se asom bra de hallar en el centro toda la literatura revolucionaria editada por las casas españolas de Barcelona y M adrid; deduce de ese d escu b rim ien to u n a 'co n sp ira ció n a n a rq u ista ': halla una lista de individuos p erso n ales de V ilar que de vez en cu an d o daban alguna sum a de 10 ó 15 centavos sostenim iento de su centro, y se le antoja hacer la fábula que aquellos donantes eran h ab ían d ad o el d in ero para que G rillo com prase el arm a hom icida E. S ánchez “ D esde Puerto R ico” , El Internacional de Tam pa. 21 de abril de 1911.

am igos p ara el los que L ópez,

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dominante. En ese sentido, el trabajo de Capetillo, su deseo de tomar con el puño la letra, nos parece ejemplar. II ¿Cóm o llega C apetillo a la escritura? Luisa Capetillo nació en 1879 en Arecibo, puerto importante y centro azucarero, y foco de la cultura radical obrera hasta mediados de este siglo8. Su madre, de ascendencia francesa, seguramente de las islas, llegó joven a Puerto Rico como institutriz de una familia señorial de Arecibo para la cual luego trabajaría como sirvienta. Su padre, im m igrante español, llegó a Puerto Rico como obrero de una com pañía de espectáculos y diversiones. Aunque de joven asistió a la escuela, la educación de Capetillo fue más bien informal. Siempre recordaría enfáticamente su expe­ riencia autodidacta, formación que ella frecuentemente oponía a la educación universitaria distintiva de los intelectuales “altos” : Yo hablo de todo con perfecta comprensión de lo que digo, con una profunda intuición que me orienta; pero nada he podido estudiar de acuerdo con los preceptos de los colegios, cátedras o aulas de enseñanza superior [...]. Hoy me lie presentado como propagandista, periodista y escritora, sin más autorización que mi propia vocación e iniciativa, sin más recomendación que la mía, ni más ayuda que mi propio esfuerzo, importándome poco la crítica de los que han podido cursar un completo estudio general para poder presentar sus observaciones escritas, protestas o narraciones literarias, mejor hechas (IIM, pp. 74-75). La institución universitaria -y la “buena escritura” allí canonizadaautoriza al otro intelectual. Fuera de las instituciones del saber, la escritora obrera postula la autoridad alternativa de la experiencia y la intuición. Ya ahí comprobamos la crisis de legitim idad que confronta la escritura del m ism o sujeto, así como las estrategias alternativas de autorización que despliega. Sin el crédito institucional que garantiza el valor de la palabra “alta”, “m ejor hecha”, del

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letrado, Capetillo postula la prioridad de un saber más inmediato, espontáneo, fundado en la experiencia y, por eso, liberado de las redes del poder que la anarquista buscaba demoler. Sin subestimar la indudable iniciativa personal de Capetillo, es necesario relacionar su formación intelectual y su acceso a la escritura con los modos de vida generados por la economía del tabaco en Puerto Rico, lúcidam ente estudiado por Angel Q uintero Rivera9. Capetillo inicia su trabajo intelectual como lectora -a sueldo- en una fábrica de cigarros en Arecibo. La fábrica de cigarros era, entre otras cosas, un espacio cultural donde los artesanos -muchos de tendencias anarquistas y socializantes- recibían una educación alternativa, a veces desde muy jóvenes. Aunque sea brevemente, es necesario esbozar el desarrollo de la institución de la lectura en las fábricas de cigarros, pues se trata sin duda de una de las instituciones que posibilitaron la emergencia de los primeros intelectuales obreros a fines de siglo pasado, muchos de los cuales, como Capetillo, Bernardo Vega y Jesús Colón, fueron tabaqueros10. Según Fernando Oitiz, en su libro clave C o n trap u n teo cubano del tabaco y del a z ú ca r11, la institución de la lectura en las fábricas se originó en las galeras de presos cigarreros en el Arsenal de La Habana. Hacia mediados de la década de 1860, y a contrapelo de la resistencia de los fabricantes, la lectura se estableció com o costum bre entre los tabaqueros, que así reclam aban acceso a la cultura escrita y se fam iliarizaban con las tendencias ideológicas más avanzadas del siglo XIX. Seguramente por los continuos flujos m igratorios de los artesanos y por los contactos que entre ellos posibilitaba la em ergente prensa obrera que circulaba entre los diferentes centros tabaqueros del Caribe y los Estados Unidos, ya hacia fines de siglo la costumbre de la lectura en las fábricas se

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consideraba como una de las instituciones definitorias del m undo artesanal del tabaco, no sólo en Cuba, sino en Puerto Rico, Tampa, Y bor City, Nueva York, Durham y otros centros productores de cigarros. Como señala el tabaquero puertorriqueño Bernardo Vega, “L a institución de la lectura en las fábricas de cigarros hizo de los tabaqueros el sector más ilustrado de la clase obrera” 12. El proceso de selección de las obras leídas en las fábricas registra la importancia de la discusión y el debate entre los artesanos. La sala elegía a un presidente, encargado de proponer a los trabajadores los artículos de la prensa obrera e independiente que se leerían en los tum os de la mañana, y de las obras de “ideas” y literarias que se leerían por la tarde. La sala votaba y la selección de obras era decidida por mayoría. El presidente dictaba, con una campanilla, los intervalos de la lectura y los descansos del lector, quien co­ múnmente leía en voz alta durante cinco o seis horas diarias, a veces en amplias salas que alojaban a más de cien cigarreros. El presidente tam bién se encargaba de mantener el orden en la sala, que frecuen­ tem ente estallaba en discusiones y debates espontáneos sobre los materiales leídos. A su vez, el presidente era responsable de cobrarle a cada tabaquero una cuota que semanalmente sumaba el sueldo del lector. En efecto, el lector era em pleado por los tabaqueros m ism os, y rara vez por los fabricantes, quienes sistem áticam ente se opusieron a la institución de la lectura. ¿Qué se leía en las fábricas? Bernardo Vega recuerda en sus M em orias las tareas de los lectores y la composición de su biblio­ teca: [El lector] leía una hora por la mañana y otra por la tarde. El turno de la mañana lo dedicaba a la información cablegrárica: las noticias del día y artículos de actualidad. El tumo de la tarde era para obras de enjundia, tanto políticas como literarias. Una Comisión de Lectura sugería los libros a leer, los cuales se escogían por votación de los obreros del taller. Se alternaban los temas: a una obra de asunto filosófico, político o científico le sucedía una novela. Esta se seleccionaba entre las obras de Emilio Zola, Alejandro Dumas, Víctor Hugo, Gustavo Flaubert, Julio Veme, Pierre Loti, Vargas Vila, Pérez Galdós, Palacio Valdés, Dostoievsky, Gogol, Gorki y Tolstoy. [...] Todos estos autores eran bien conocidos por los tabaqueros de ese tiempo (p. 59). [...] Al final de los tumos de la lectura se iniciaba la discusión sobre lo leído. Se hablaba de una mesa a otra sin interrumpir el trabajo (p. 60).

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Varios artículos en la prensa obrera de la época confirm an la intensidad de los debates en el proceso de selección y discusión de las obras. Las discusiones frecuentemente giraban en torno a las líneas políticas de la prensa seleccionada: “el lector debe tener en cuenta, que para la educación del trabajador hay una diferencia notabilísima entre la prensa diaria burguesa y la prensa obrera. [...] Por lo tanto la obligación del lector debería ser simpatizar (puesto que es obrero) con la prensa obrera y leer, cuando menos un tum o de ella; y en vez de esto hay algunos lectores que son capaces de leer hasta los anuncios y chascarrillos de la prensa burguesa antes que leer un periódico de los trabajadores [...]”13. Pero también se discutía, con criterios generalmente pedagógicos y políticos, el contenido y el valor literario de las obras elegidas: Sucede frecuentemente que se ponen a elección obras, unas de autores reputadísimos y otras de nulidades de la literatura; y bien sea porque el título de las últimas sea más sugestivo; bien porque los cargadores de cubo presientan en ellas algo de amoríos; bien por lo que sea: resultan elegidas las últimas, casi siempre por una inmensa mayoría, aunque al terminar su lectura, deploremos el haber perdido el tiempo en oírla. Nosotros hemos visto en lucha, “La canalla” de Emilio Zola y “Un racimo de grosellas” de Paul de Koch, y sin querer hacerle a este último la ofensa de compararlo con el gran maestro del siglo, con el gran Zola, presentamos este botón como nuestra elección. Sin desconocer los méritos literarios de Paul de Koch, creemos que hay tanta distancia de él a Zola, como de mí a Paul de Koch [...]H. Curiosamente, una de las cuestiones más debatidas en el proceso de la selección de obras era el contenido moral de la literatura: No podrá someterse al voto ningún libro o novela cuya solvencia moral sea dudosa, o que por su talla literaria no sea digna de figurar en una Biblioteca Pública. Es necesario desterrar del seno de los talleres la pornografía y toda literatura licenciosa y corrosiva que sólo sirve para atrofiar y corromper los sentimientos y la moral del obrero, sin que dejen en el entendimiento nada útil ni provechoso15.

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La postura moralista no debe sorprendernos: sin duda es efecto de un concepto y uso predominantemente didáctico de la literatura en las fábricas; concepto que, a su vez, se oponía a la noción de la lite ra tu ra com o en tretenim iento que com enzaba a lan zar la em ergente industria cultural en la época. A sim ism o habría que sospechar que la vigilancia del contenido moral de las obras también respondía a las críticas que los propietarios lanzaban contra la institución de la lectura en las fábricas, acusando insistentem ente a los lectores de fomentar la “decadencia” moral y la anarquía entre los trabajadores. En efecto, hasta su progresiva desaparición en la segunda y tercera décadas de este siglo16, la institución de la lectura fue siempre resistida por los fabricantes, quienes veían en la cultura de discusión y debate que generaba la lectura una am enaza a la estabilidad política de la industria. Desde sus orígenes, con frecuencia la lectura fue prohibida por los fabricantes y los gobiernos m ism os que acertadam ente, sin duda, identificaban el acceso de los artesanos a la lectura con la politización y militancia de los mismos. No por casualidad, en 1896, en plena guerra cubano-española, el gobierno colonial prohibió la lectura en las fábricas17. Y a lo largo de las próxim as décadas, en Cuba, Puerto Rico y los centros tabaqueros de la Florida y Nueva York, los intentos por abolir la lectura frieron constantes, así como lo fue la defensa de la institución en las innum erables huelgas del período. En Tampa, por ejem plo, tras haber logrado suspender la lectura hacia mediados de la década del 20, la organización de fabricantes responde así a los reclamos de los tabaqueros: Me es grato hacer constar que en el curso de las deliberaciones de dicha Junta, prevaleció el criterio de cordialidad y buen deseo que viene guiando las relaciones entre Fabricantes y Obreros de algún tiempo a esta parte, especialmente desde que la lectura cesó en los talleres, y que entre otras 16. En Tam pa, por ejem plo, la lectura desaparece definitivam ente de los talleres en 1931, según recuerda el tabaquero G erardo Cortina en "A ulobiography of a Person W ho Insisted 011 W riting O n e” en O ra l H istories, [1939] m ateriales inéditos del Federal Writers Project, Y bor City, en la C olección Young de la U niversidad de la Florida en G ainesville, p. 74. La lectura fue en p arte abolida por los fabricantes a m edida que entraba en crisis el m undo artesanal (y se re d u c ía la re sis te n c ia g rem ial) de los tab a q u e ro s en esa ép o c a de m ecan izac ió n de la ind u stria y de sustitución del cigarro por el cigarrillo, m ecánicam ente producido. L a m ecani­ zación tam bién tendía a im posibilitar la lectura, con sus exigencias sobre el cuerpo proletario que ya n o p o d ía distraerse en el nuevo régim en m ecánico de productividad y m áxim a eficien­ cia. Curiosam ente, la radio, en la década del treinta, sustituyó a los lectores en m uchas fábricas (cf. L ife H isto ry o f M r. E n riq u e P en d as, en los m ateriales citados del Federal Writers Pro­ ject). Se trata evidentem ente de la sustitución de la cultura oral de los artesanos por las nuevas voces de una cultura de m asas, adm inistrada desde arriba por la industria cultural. 17. F. O rtiz, C o n tra p u n te o ..., op. cil., p. 85.

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consideraciones, se puso de relieve que, desde que no hay lectura, los obreros han mejorado su condición notablemente, viéndose libres de suscripciones, derramas e imposiciones de toda clase, de parte de aquellos que usaban la lectura como medio para llegar al logro de sus aspiraciones egoístas. La ausencia de la lectura, eliminando influencias extrañas, permitió libremente su sano criterio, y de ahí se han derivado ventajas económicas sin precedentes, que los obreros han obtenido sin luchas y sin perder una hora de trabajo, lo cual ha redundado en mayor crédito y estabilidad para la industria del tabaco en Tampa. [•••] Por las razones antedichas, la Junta General de Fabricantes no se ha sentido dispuesta a apoyar la reimplantación de la lectura Los tabaqueros de Tampa responden: Casi constituye una ironía preguntar a nuestros compañeros si están o no conformes en mantener una institución que les ha sido arrebatada y la que han tratado de reconquistar siempre que consideraron la oportu­ nidad propicia [...]. Queremos una lectura honrada, dignificadora, instruc­ tiva, que satisfaga los deseos y las aspiraciones del trabajador. Deseamos una cátedra que limpie de impurezas el sagrado templo del trabajo y depure el ambiente morboso y malsano que envenena el alma y el corazón del obrero19. También en Puerto Rico la resistencia de los fabricantes a la institución de la lectura fue notable. De hecho, la restitución de la lectura fue en 1926 uno de los objetivos claves de la huelga general contra la Porto-Rican Tobacco Co. que duró más de un año. Tras la intervención del Senado a favor de los tabaqueros, y la aprobación de una ley que obligaba a los fabricantes a permitir la lectura en las fábricas, Luis Toro, Presidente de la poderosa com ­ pañía, le pide apoyo al General Frank B. Mclntyre, Jefe de la Oficina de Asuntos Insulares del Departamento de Guerra de los EE.UU.,

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y amenaza con cerrar sus fábricas y marcharse de la Isla si era obligado a restablecer la lectura en sus salas20. Como bien sabían los fabricantes, en las mesas tabaqueras la lectura era un acto político. Por mediación de la institución de la lectura entra a Puerto Rico toda una literatura de avanzada, europea, que contribuyó a la configuración del discurso libertario, de ten­ dencia anarquista, que distinguió al movimiento sindical de prin­ cipios de siglo. Para Capetillo la literatura europea anarquista fue siem pre un punto de apoyo21. Continuamente cita a Bakunin, Kropotkine y Malato, aunque esa formación nunca llega a siste­ matizarse en su discurso que igualmente podía apelar al imaginario popular, al espiritismo, a Tolstoy, Khrisna, Diderot o al cine mudo norteamericano. Era previsible que el emergente discurso obrero fuera heterogéneo, “indisciplinado”, y que desbordara los marcos de especialización, contrastando, precisam ente, los ideales de “pureza” y disciplina que comenzaban a dominar en las instituciones de la cultura canónica de la época. Esa heterogeneidad, por cierto, se comprueba en la misma hibridez genérica de los cuatro libros de Capetillo, generalmente compuestos de materiales ensayísticos, fragmentarios y coyunturales. Por otro lado, nos equivocaríamos si consideráramos la hetero­ geneidad del discurso obrero como un índice de atraso o subdesaiTollo. El internacionalismo de la biblioteca tabaquera seguramente rebasa los límites del mapa intelectual alto, institucional, dominado en esas primeras décadas del siglo por los modelos del criollismo nacionalista y por resabios de un tardío modernismo. No es im­ probable, incluso, que autores como Marx y Nietzsche -pero también Tolstoy y Dostoievsky- entraran a Puerto Rico, en traducciones generalmente españolas (de Valencia y Barcelona22), vía las fábricas de cigarros bastante antes de su circulación en los círculos de la

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cultura universitaria o letrada. En esa “biblioteca” se formó Capetillo23. Es importante señalar, por otro lado, que Capetillo, como mujer, no era un caso excepcional en las fábricas. Aunque el trabajo de la lectura le era comúnmente reservado a los hombres, la partici­ pación femenina en la producción del tabaco -segunda industria nacional en las primeras décadas del siglo- fue notable, particu­ larmente a raíz de la transformación de la artesanía tabaquera en manufactura capitalista en esa época24. La modernización y meca­ nización de la industria no sólo proletarizó a los artesanos sino que a su vez incorporó tanto a niños como a mujeres particularmente en las etapas iniciales de la preparación de la hoja para la producción del cigarro, y luego -hacia la década del 20- en el manejo de las máquinas productoras de cigarrillos25. No es casual, en ese sentido, que los primeros fermentos del feminismo en Puerto Rico se dieran en las fábricas de cigarros y en la prensa proletaria bastante antes de que se consolídala el movimiento sufragista en la década del

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veinte26. Luego retomaremos el discurso feminista de Capetillo, cuyo texto principal, Mi opinión sobre las libertades, derechos y deberes de la m ujer (1911), es el primer libro puertorriqueño (y seguramente del Caribe) dedicado exclusivamente a la problemática de la mujer. Notemos, por ahora, que el trabajo de la lectora registra, desde temprano, uno de los rasgos de la problemática autoridad de Capetillo y de su relación con la cultura oral de los trabajadores. La lectora opera como una especie de traductora, intermediaria entre la materia escrita -que progresivamente pierde exclusividad- y un destinatario de formación oral, frecuentemente analfabeto. Incluso entre los tabaqueros el índice de analfabetismo era muy alto: en 1899 llegaba al 40% de ese sector ilustrado de la clase trabajadora. De ahí que el rol de lectora -y luego de periodista- sitúe a Capetillo en un lugar de enunciación privilegiado pero a la vez conflictivo, entre el sistema de transmisión cultural de la clase dirigente y la cultura oral de su clase. Así recuerda a Capetillo un camarada en el periódico Unión O b rera, poco después de su muerte en abril de 1922: Aquella espartana roja, cuando dejaba la ciudad por el campo pasaba sus días leyéndole al campesino los periódicos y libros y daba confe­ rencias en cualquier sitio que ella tuviera oportunidad. Hablaba en la tribuna y dirigía huelgas de campesinos y caminaba largas distancias a pie por caminos y montes a la cabeza de manifestaciones. [...] Siempre tenía algo de que hablar, y se buscaba la vida en la venta de libros y folletos y periódicos y revistas. [...] Escritora culta y de pensamientos profundos, le encantaba la poesía y soñaba con el arte de la música y la pintura. Genio de bohemia roja, fuiste perseguida y encarcelada, y ¡oh martirio! tu cabeza fue una vez macaneada por la brutal mano del bruto de macana en una lucha de campesinos huelguistas27. Significativamente, la labor de Capetillo se representa ahí en términos del traslado de la letra de la ciudad al campo: mediación entre espacios jerárquicamente sobredeterminados, entre el espacio de la cultura escrita y el destinatario analfabeto, de tradición oral. La intelectual obrera le lleva la palabra escrita al otro excluido del medio. Y algo más: se dice ahí que Capetillo se ganaba la vida con lo que le dejaba la escritura, lo que indica ya cierto grado de división del trabajo en el interior mismo de la clase trabajadora.

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Ese grado de especialización nos permite pensar a Capetillo como una intelectual, aunque a la vez diferenciada de los letrados de su época -casi todos abogados- que, entre otras cosas, aún no depen­ dían económicamente de la escritura. Pero a la vez, al escindir la cultura obrera entre la comunicación escrita y la oral, la división del trabajo nos lleva a considerar a Capetillo como una trabajadora diferenciada de su destinatario, sobre todo del campesino e incluso del trabajador urbano, sujetos a las normas de la cultura oral. La intelectual obrera emerge entonces como democratizadora de la escritura, aunque el ejercicio de la mediación que la autoriza la somete a tensiones y pugnas sociales, a la jerarquización que en esa sociedad implicaba tener o no tener acceso a la escritura. Al mismo tiempo, sin embargo, habría que insistir en el despla­ zamiento y en la intensidad del proceso de apropiación a que son sometidos los materiales de la cultura letrada. En efecto, la des­ cripción de “la espartana roja” representa a Capetillo con los atri­ butos de la escritura: “libros, folletos, periódicos, revistas, confe­ rencias”; esos habían sido los medios exclusivos del intelectual alto. La hegemonía sobre esos medios se relativiza en las últimas dos décadas del siglo con el desarrollo de una prensa obrera en Puerto Rico que representó, para la emergente clase trabajadora y parti­ cularmente para los artesanos, un acceso a la escritura y la letra impresa. La condición que posibilitó ese periodismo fue la orga­ nización de los. artesanos en clubes, gremios, centros de estudios, y luego en sindicatos, particularmente después de la ley de Derecho de Asociación de 1873. A partir de la publicación de El Artesano en 1874, la proliferación de la prensa obrera presupone la moder­ nización gradual de la sociedad puertorriqueña, la relativa demo­ cratización de los medios de producción cultural y la irrupción activa en la vida pública de grupos hasta entonces sometidos a una estrecha división del trabajo manual e intelectual28. En el periódico, y luego en la tribuna, el trabajador apropia la tecnología de la cultura

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veinte26. Luego retomaremos el discurso feminista de Capetillo, cuyo texto principal, M¡ opinión sobre las libertades, derechos y deberes de la m ujer (1911), es el primer libro puertorriqueño (y seguramente del Caribe) dedicado exclusivamente a la problemática de la mujer. Notemos, por ahora, que el trabajo de la lectora registra, desde temprano, uno de los rasgos de la problemática autoridad de Capetillo y de su relación con la cultura oral de los trabajadores. La lectora opera como una especie de traductora, intermediaria entre la materia escrita -que progresivamente pierde exclusividad- y un destinatario de formación oral, frecuentemente analfabeto. Incluso entre los tabaqueros el índice de analfabetismo era muy alto: en 1899 llegaba al 40% de ese sector ilustrado de la clase trabajadora. De ahí que el rol de lectora -y luego de periodista- sitúe a Capetillo en un lugar de enunciación privilegiado pero a la vez conflictivo, entre el sistema de transmisión cultural de la clase dirigente y la cultura oral de su clase. Así recuerda a Capetillo un camarada en el periódico U nión O b rera, poco después de su muerte en abril de 1922: Aquella espartana roja, cuando dejaba la ciudad por el campo pasaba sus días leyéndole al campesino los periódicos y libros y daba confe­ rencias en cualquier sitio que ella tuviera oportunidad. Hablaba en la tribuna y dirigía huelgas de campesinos y caminaba largas distancias a pie por caminos y montes a la cabeza de manifestaciones. [...] Siempre tenía algo de que hablar, y se buscaba la vida en la venta de libros y folletos y periódicos y revistas. [...] Escritora culta y de pensamientos profundos, le encantaba la poesía y soñaba con el arte de la música y la pintura. Genio de bohemia roja, fuiste perseguida y encarcelada, y ¡oh martirio! tu cabeza fue una vez macaneada por la brutal mano del bruto de macana en una lucha de campesinos huelguistas27. Significativamente, la labor de Capetillo se representa ahí en términos del traslado de la letra de la ciudad al campo: mediación entre espacios jerárquicamente sobredeterminados, entre el espacio de la cultura escrita y el destinatario analfabeto, de tradición oral. La intelectual obrera le lleva la palabra escrita al otro excluido del medio. Y algo más: se dice ahí que Capetillo se ganaba la vida con lo que le dejaba la escritura, lo que indica ya cierto grado de división del trabajo en el interior mismo de la clase trabajadora.

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Ese grado de especialización nos permite pensar a Capetillo como una intelectual, aunque a la vez diferenciada de los letrados de su época -casi todos abogados- que, entre otras cosas, aún no depen­ dían económicamente de la escritura. Pero a la vez, al escindir la cultura obrera entre la comunicación escrita y la oral, la división del trabajo nos lleva a considerar a Capetillo como una trabajadora diferenciada de su destinatario, sobre todo del campesino e incluso del trabajador urbano, sujetos a las normas de la cultura oral. La intelectual obrera emerge entonces como democratizadora de la escritura, aunque el ejercicio de la mediación que la autoriza la somete a tensiones y pugnas sociales, a la jerarquización que en esa sociedad implicaba tener o no tener acceso a la escritura. Al mismo tiempo, sin embargo, habría que insistir en el despla­ zamiento y en la intensidad del proceso de apropiación a que son sometidos los materiales de la cultura letrada. En efecto, la des­ cripción de “la espartana roja” representa a Capetillo con los atri­ butos de la escritura: “libros, folletos, periódicos, revistas, confe­ rencias”; esos habían sido los medios exclusivos del intelectual alto. La hegemonía sobre esos medios se relativiza en las últimas dos décadas del siglo con el desarrollo de una prensa obrera en Puerto Rico que representó, para la emergente clase trabajadora y parti­ cularmente para los artesanos, un acceso a la escritura y la letra impresa. La condición que posibilitó ese periodismo fue la orga­ nización de los. artesanos en clubes, gremios, centros de estudios, y luego en sindicatos, paiticulármente después de la ley de Derecho de Asociación de 1873. A partir de la publicación de El Artesano en 1874, la proliferación de la prensa obrera presupone la moder­ nización gradual de la sociedad puertorriqueña, la relativa demo­ cratización de los medios de producción cultural y la irrupción activa en la vida pública de grupos hasta entonces sometidos a una estrecha división del trabajo manual e intelectual28. En el periódico, y luego en la tribuna, el trabajador apropia la tecnología de la cultura

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dominante para la elaboración de sus propios discursos29. En las fisuras abiertas por ese quiebre relativo de la exclusividad letrada, surge un nuevo intelectual, escritor y orador, que lejos de ser inspirado por las musas del ocio creador, emergía como un cuadro sindical, propagandista y agitador. En 1909 Capetillo se incorpora como agente publicitaria al periódico Unión O brera, órgano de la Fe­ deración Libre de Trabajadores. Ese mismo año funda la revista L a M ujer, de la cual lamentablemente no se conservan ejemplares30. De la fábrica de cigarros la lectora pasaría al periodismo, lugar clave de su producción intelectual incluso en sus años de emigrante en Tampa, Ybor City y Nueva York. Para entender el tono, el registro a veces proclamatorio de la obra de Capetillo, también hay que tener en cuenta la importancia de otro contexto de enunciación en que los intelectuales obreros fueron articulando su discurso: la oratoria, relacionada a las proliferantes huelgas y manifestaciones de la época. No está de más recordar que la noción de la “tribuna obrera” también fue un fenómeno nuevo en la época, y que hasta fines del siglo pasado la oratoria -cuyo impacto en la prosa puertorriqueña hasta bien entrado el siglo XX comprueba la estrecha interdependencia entre la literatura, la política y el discurso legal- había sido otro medio exclusivo de los inte­ lectuales altos. Si, la tribuna letrada estaba anclada en las instituciones de la ley y la política oficial, la oratoria obrera, en cambio, se desencadenaba en la agitación. Para dar una idea de su proliferación e intensidad a comienzos de siglo, vale la pena citar un texto curioso aunque en general poco memorable de quien en aquellos años era alcalde de San Juan. Sin disimular su pavor, Roberto H. Todd recuerda la agresividad de los agitadores obreros de la primera década de este siglo: En aquellos días [1903] venía la Federación Libre de Trabajadores -or­ ganismo antecesor del Partido Socialista- sosteniendo una intensa cam­ paña de propaganda en las plazas de San Juan. Casi todas las noches

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escalaban la tribuna sus principales oradores: Santiago Iglesias, Romero Rosa, Eduardo Conde y algunos otros [•••]• Los encuentros con los perturbadores de la paz eran frecuentes y era rara la noche en que no había alguna cabeza rota y algún detenido en el cuartel de la Policía31. Escalar la tribuna, en más de un sentido: en efecto, el intelectual obrero se instala en el espacio reservado de la tribuna -medio de la cultura oficial por excelencia-, pero a la vez entra violando los cercos exclusivos de la publicidad letrada. El intelectual obrero subrepticiamente apropia la palabra en un gesto nada inofensivo. Se trata, por cierto, de la “Cruzada del Ideal”, campaña de sindicalización en la que Capetillo llegó a participar como cuadro y agitadora entre 1909 y 1911. En esa campaña, organizada por la Federación Libre de Trabajadores, el movimiento sindical instituyó una nueva estrategia de reclutamiento y organización de huelgas: las manifestaciones, en las que los intelectuales obreros cumplieron un papel fundamental. El gobierno colonial, por supuesto, hizo todo lo posible por prohibir las manifestaciones. En una carta al Pre­ sidente Wilson, el gobernador Arthur Yager comenta:

Only one kind of public meeting has been curtailed or interfered with during this period, but that kind of assembly is in no sense a constitutional right, namely the so-called “manifestations” or parades along die roads. These are peculiar and intensive methods employed in this country, not of supporting a strike, but rather of creating strike conditions where none exist. A crowd is gathered in a town in a district where a strike is desired or has been declared by the Federation. In the crowd are some strikers, but in addition many leafers and idlers and some criminals, and preceded by an automobile containing speakers and with red flags and banners and horns they parade noisily along the roads through the cane fields and announce the strike to the workers in the fields bordering the roads and invite them to cease work. [...] In general our experience shows that these parades lead to violence and disorder, to intimidation of those who wish to continue work and frequently to clashes between [...] the so-called strikers and the police32.

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En las manifestaciones los g napos populares ocupaban física y carnavalescamente el espacio público del que históricamente habían sido excluidos. Las fotos de las manifestaciones y paradas obreras registran el carácter festivo, contestatario, de grupos de mujeres, hombres y niños que, con emblemas y música -símbolos y discursos, ocupaban las plazas y calles centrales de pueblos y ciudades33. Acaso no esté de más recordar la etimología de la palabra clave del discurso obrero de la época: huelga, y sus connotaciones lúdicas y festivas que algunos intelectuales obreros, como Romero Rosa y J. Ferrer y Ferrer, bien supieron cristalizar en su escritura34. No es casual, en ese sentido, que el segundo libro publicado por Capetillo, el relato utópico titulado L a h u m anidad en el fu tu ro (1910), concluyera en tono festivo, con una fiesta en el centro de la plaza pública, en celebración de la victoria de la huelga general35. En esas manifestaciones emerge la oratoria obrera que en buena medida determina el tono inflamatorio, si se quiere, de mucha de la literatura proletaria, que con frecuencia se apoya formalmente, tanto en términos de su entonación como de su sintaxis, en la unidad mínima de la consigna.

P u erto rriq u eñ o s d e N ueva York). P or supuesto, los intelectuales de la élite colonial tam bién o b serv ab an la em ergencia del discurso obrero con sospecha y desconfianza: A ntonio R. BarCeló, P residente del Senado, le escribe a Félix C órdova, C om isionado Residente en W ashing­ ton: "P uerto Rico ha presenciado últim am ente uno de los m ás tristes espectáculos: U na docena de d esalm ados cayendo sobre los pueblos predicando la huelga, insultando a los propietarios, in cen d ian d o p lantaciones, desjarretando ganado, agrediendo a los que no querían tom ar parte en tales fechorías y proponiendo al fin com o solución de las cosas no un arreglo de jornal o de condiciones de trabajo com o era el pretexto aparente de la huelga, sino algo para la propagan­ da y el so stenim iento del P artido S ocialista que es el ideal de Iglesias. Así la propaganda era distin ta en cad a sitio, según se acom odaba a sus conveniencias. Yo. creo, am igo Córdova, que si el G obernador no hubiese refrenado esta situación, estaría­ m os en v u elto s en un estado de revolución en Puerto Rico, teniéndonos que d efen d er en los cam inos y en las calles con el revólver en la m ano” . (Carta del 15 de mayo, 1919 en “ Materials fro m th e N ational A rchives"). 33. V éase la foto de E duardo Conde a la vanguardia de una festiva m anifestación incluida en tre los m ateriales gráficos de A m o r y a n a rq u ía ... o p. cit. 34. L a sátira y la prosa hum orística, generalm ente presentada en forma de diálogos, fue un g én ero clave en la prensa obrera de la época. V éase, sobre todo, los punzantes diálogos de R. d e R om eral (R om ero R osa) en su colum na sem anal, “En se rio y en brom a” , p ublicada en el sem an ario dirigido p o r Ferrer y Ferrer, E n say o O b re ro , de los últim os años del siglo pasado. A u n q u e el h u m o r n o es el rasg o m ás sobresaliente de C apetillo, sus visiones de la sociedad futura insisten en la im portancia de la escena festiva y carnavalesca, momento en que el cuerpo o b re ro se so b rep o n e a las ex ig en cias d el trab ajo y la ex p lo tació n . De ahí, p o r ejem plo, la relació n fundam ental entre el o cio -el derecho al u so del cuerpo propio- y las huelgas. 35. En u no de sus E nsayos lib e rta rio s añade Capetillo: “ Debían los obreros de los diversos p u eb lo s d e la isla, d ed icar a alg u n o s de sus hijos para m úsicos, pues, es bien triste que se o rg an ice u n a m anifestación obrera y no tenga m úsica propia, teniendo que soportar la incon­ v en ien cia y exigencia de artistas enem igos, por ignorancia, de su propia causa” (E L , 30).

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Ill La agitación generalmente motiva y autoriza la escritura en Capetillo. De ahí que lejos de constituir una “obra” con pretensiones de cierre y totalidad, sus cuatro libros -casi siempre de modo fragmentario y coyuntural- respondan a problemáticas ligadas a los conflictos de la vida diaria36. La crianza infantil, el amor, la represión familiar, la sexualidad femenina, la prostitución, las creencias re­ ligiosas, las luchas en los centros de trabajo: esos son algunos temas constantes en sus escritos. Asimismo, su relación con la cotidianidad sobredetermina los modos de representación -siempre heterogéneos e híbridos- que confluyen en su escritura. Por ejemplo, los tres libros principales de Capetillo, Ensayos libertarios, Mi opinión sobre las libertades, derechos y deberes de la m ujer e Influencias de las ideas m odernas, son conjuntos de materiales menores, cartas, tra­ ducciones, proclam as, apuntes autobiográficos, fragm entos de oratoria, breves artículos y ensayos. Son casi siempre materiales que no llegan a constituir unidades orgánicas; escritos que formal­ mente responden -más que a paradigmas genéricos institucionalesa las presiones de la coyuntura política y a las exigencias de contextos de enunciación ligados a una emergente “publicidad” obrera. Más importante aún, ese recorrido de la escritura por las formas de la vida diaria presupone un concepto de autoridad intelectual muy distinto de las normas de la cultura letrada. En los libros de Capetillo proliferan, por ejemplo, textos de otros: cartas de compañeros, traducciones, resúmenes de artículos de revistas extranjeras. En efecto, ahí no opera la norma de originalidad -la noción del libro como propiedad individual- distintiva de la institución literaria. Luego retomaremos estos rasgos de la autorización de la escritura menor. Por ahora digamos, para enfatizar las contradicciones, que no son excepcionales en Capetillo ciertos momentos en que el discurso apela, enfáticamente, al valor estético de la palabra. Esa escritura literaria no es dominante en Capetillo. Sin embargo,

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conforma una zona de su discurso que resulta privilegiada en términos de su relación con la cultura alta. En esa zona -sus obras de teatro, algunas narraciones, poemas y escenas paisajísticas- lá escritura menor, situada ante la ley, revela cierta atracción por el poder que a la vez critica. Observemos cómo trabaja la descripción lírica del paisaje en el fragmento siguiente: ¡Qué poderosa admiración sentimos por el mar! es casi sugestivo el con­ templarlo, ejerce una fuerte atracción en nuestro ser. Cuando en noches de luna lo contempláis, luciendo sus aguas mil colores bellos en com­ binación con los fríos rayos de la luna, parece como que se adormece bajo la claridad que le envía la eterna solitaria nocturna. Y otras veces en pleno día, bajo los ardientes rayos del Sol, que doran su blanca espuma, cuando ésta salpica las rocas, muéstrase orgulloso de lucir su poderosa hermosura, bajo la tutela de nuestro padre Sol (MO, p. 80). [No editamos la sintaxis de la autora]. Bajo la tutela de la Literatura, ahí el nuevo sujeto queda ador­ mecido bajo la claridad que le envía la eterna solitaria nocturna: ante la ley, cegada por la luz de la metáfora y las figuras literarias, pidiendo entrada, imitando -imaginando- el registro de la bella escritura. Ahí la autoridad del discurso no se apoya en la agitación, ni tampoco, acaso, en el ideal de la comunicabilidad, de la expre­ sividad de las palabras. La enfática estilización, más bien, pareciera simplemente comunicar la factura literaria con que el sujeto quiere marcar su discurso. Ese paisaje bien puede leerse alegóricamente como la representación del sujeto apelando -y siendo interpeladopor la autoridad y el prestigio de la biblioteca letrada. En pasajes como ése es notable el lugar común. El clisé., tanto en las imágenes tópicas como en el tono un tanto automático del fragmento, cumple una función clave. El lugar común es una cita mediante la cual la escritora apela a la autoridad estética, proyec­ tando el deseo de inscripción de su palabra en la tradición literaria; y, por el reverso, es también una invitación -una cita- mediante la cual la institución literaria interpela a la subalterna: “Me atrae de un modo irresistible la literatura, escribir es para mí la más agradable y selecta ocupación, la que más me distrae, la que más se adapta a mi temperamento” (IIM , p. 75). La cita, por cierto, no puede darse a la luz del día. No en cualquier contexto puede darse la interpelación: Y sin embargo, cuando estoy sola, sin saber porqué, me siento triste, y necesitando disipar esta tristeza, me pongo a leer y a estudiar, y leyendo unos párrafos de Castelar a la una, recordé aquella luna bella que con­ templé tantas veces esperándole a é l ... y las lágrimas humedecieron mi 136

rostro, y me levanté a escribir [...] cual ‘tórtola herida’ ... es que aún te amo... ‘a pesar del tiempo y la distancia, guardaré en mi corazón vuestra memoria, como una flor de singular fragancia’ (MO, pp. 186-7). Significativamente el desliz del discurso hacia la autoridad lite­ raria se da en el momento de la privatización del sujeto: cuando “estoy sola” comienza la actividad literaria, separada la voz de las exigencias colectivas de la agitación. Sin embargo, esa soledad tampoco puede leerse como el espacio de una expresividad indi­ vidual, espontánea o inmediata. Se da más bien en el lugar de la cita, ahora de -con- Castelar. Hay dos lugares claves para la cita en Capetillo: el sitio previsto de la soledad del yo, por un lado; y, por otro, el topos descriptivo del paisaje. No es casual que también sea en el paisaje donde se dé 'la cita y la infatuación. La literatura puertorriqueña, en varios sentidos, nace elaborando el paisaje de la tierra criollista. Entre los poetas oficiales contemporáneos de Capetillo -José de Diego y Luis Lloréns Torres serian ejemplos básicos- el paisaje constituía un tópico descriptivo fundamental donde quedaban dispuestos los tropos de la ideología de la tierra que sobredetermina los debates en el interior de la institución literaria, al menos hasta René Marqués y la década del sesenta. Nos equivocaríamos si redujéramos el dis­ curso de Capetillo a la retórica criollista de la época37; su antina­ cionalismo también es evidente38. Nos interesa enfatizar, en cambio,

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las contradicciones de su discurso, precisamente en esos momentos de cita con la cultura alta. Se trata nuevamente del campo de las tensiones irreductibles en que emerge y opera la escritura menor -incluso en la tribuna o la prensa obrera- al mediar entre dos sistemas culturales en conflicto. El simple acto de escribir situaba a Capetillo no sólo al margen de la Literatura sino también en una posición problemática en el interior de la cultura obrera. En un texto dirigido “A un amigo barbero”, Capetillo reflexiona sobre su doble marginalidad: “Me has dicho que los que escriben no producen, que solamente los que aran la tierra son productores [...]. No es la fuerza bruta la que rige, es la inteligencia, sin embargo, la inteligencia es fuerza y luz” (IIM , pp. 61-63): El que hace una casa, hace una cosa útil, pero no la crea, la construye. La naturaleza crea y produce, el hombre utiliza sus productos. Aquí verás la superioridad de la inteligencia creadora, esto no quiere decir que tenga el intelectual más derecho a la vida ni a las condiciones ni a ser superior como ser humano (IIM, p. 62). La crítica del barbero a Capetillo era seguramente demoledora: acusar a un obrero de improductivo era identificarlo con el ocio de las clases capitalistas; la misma Capetillo frecuentemente eleva el valor del trabajo contra la inutilidad y el parasitismo de los propietarios. De ahí el tono notablemente exacerbado de su defensa ante el barbero. Al defenderse, sin embargo, se desliza hacia la misma ideología de la creación, de la “superioridad de la inteligencia creadora” frente a la “fuerza bruta” del trabajo manual. Naturalizadora de la división del trabajo, ésa era una de las ideologías claves de las clases propietarias y, sobre todo, de sus intelectuales. Sin embargo, incluso en los momentos aparentemente pasivos de la cita y la apelación a la autoridad literaria, también es evidente la lateralidad de Capetillo respecto a las normas de la cultura letrada. Esa marginalidad es comprobable en la sintaxis misma de su escritura, de marcada inflexión oral. Para un letrado de la época, la sintaxis, la dicción o la ortografía de C apetillo, aún en sus momentos voluntariosamente literarios, serian seguramente índices de una “mala escritura”. Su manejo de materiales del imaginario popular -el cine mudo o el espiritismo, por ejemplo-, así como la misma hibridez en la organización de sus libros, la distancian de los parámetros de valoración que ya regían en la institución literaria. No es nuestra intención, por cierto, “corregir” el trabajo de la lengua en Capetillo; en tal caso reproduciríamos la economía del sentido instituida por

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la gramática y los cánones letrados. En cambio, leemos esas par­ ticularidades como el choque entre la letra y la irrupción de la oralidad -eje de la otra cultura- en la superficie misma de la escritura menor. Incluso en los momentos en que es seducida e interpelada por la autoridad de la biblioteca letrada, Capetillo figura como una extraña, como una extranjera que al manejar la lengua nueva disloca su normatividad, el sistema exclusivo de la “buena escritura” y de la lengua misma, precisamente en una época en que la defensa de la pureza lingüística y el “bien decir” comenzaba a ser una de las ficciones más consolidadas de la autoridad letrada en Puerto Rico. IV Entre los textos literarios de Capetillo, un relato, “El cajero” (IIM, pp. 105-13) -sobre un robo perfecto-, resulta privilegiado. Ese cuento, emblemáticamente anarquista, bien puede leerse como una ficcionalización del complejo lugar de Capetillo ante la ley, ante el capital simbólico de la institución literaria. Conviene de entrada resumir el relato. “El cajero” cuenta la vida de Ricardo, joven proletario, hijo de una costurera, Ramona, quien con la propuesta de educar a su hijo para facilitarle el ascenso social, le busca un “protector”, un “padrino”, don Castro, comerciante rico. Sistemáticamente la narradora evita la referencia al padre de Ricardo. Hay una leve sugerencia, muy elíptica por cierto, a la posible paternidad de don Castro. En la adolescencia del joven, don Castro decide enviarlo a estudiar contabilidad a Nueva York, donde Ricardo logra completar una carrera administrativa. Ramona, explotada por la costura, muere de tuberculosis sin el apoyo del “padrino”. Después de unos años, Ricardo se encuentra trabajando de cajero para “una gran casa comercial de una gran ciudad de E.U.”. Con un empleo regular, parecería que Ricardo -como su nombre lo indica- había logrado realizar el ideal del ascenso social que motivó su educación y su afición por los libros. Sin embargo, el empleo es un “soporífero” que lo transforma en “una máquina de contar sin otras aspiraciones que tener cuidado de no equivocarse” (p. 110). Con el apoyo de su amante, Matilde, Ricardo diseña el plan de un robo perfecto. Desfalca un millón de dólares y se fuga exito­ samente a San Petersburgo con su amante. Se fugan, insistimos, a San Petersburgo. En su lúcida crítica del paternalismo -del lugar que el discurso patriarcal le asigna al huérfano subalterno en el interior de la “gran

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familia”, como diría Juan Gelpí39-, Capetillo no sólo tematiza el rol del dinero en la sociedad capitalista, sino que convierte la circulación monetaria en el motor mismo de la trama. El dinero circula de mano en mano, de arriba a abajo, y se convierte en un shifter que posibilita el encuentro entre los personajes: “Ricardo decía ¡Qué vida! allí pasando dinero de uno a otro lado, millones de dollars [sic] sin poder disponer de un céntimo, acorralado, amordazado, hecho una máquina de contar [...]” (p. 110). El dinero es el motor de la trama hasta el momento en que Ricardo decide sacarlo de circulación, desquiciando la lógica y la ley capitalista en su fuga a San Petersburgo. Así como el dinero opera en el relato (y en el capitalismo) como un shifter, un proveedor de engranajes que articula, imperiosamente, las relaciones actanciales, el transporte -el tren- es la figura que establece lazos y conexiones entre los diferentes espacios en el mundo ficcional del cuento: Ramona abrazó a su hijo y lo besó. Ricardo subió al tren y don Valentín detrás, cada uno con su maleta. Ramona esperó que marchara el tren, y saludó por última vez a Ricardo. El pito del tren sonó y el conductor dio el aviso antes de subir. El tren empezó a respirar para ponerse en marcha, y Ricardo asomado en la ventanilla saludaba a su madre. El tren se alejaba y Ramona aún agitaba su pañuelo. Por fin se perdió el tren de vista en los serpenteados raíles de hierro pasando por entre pinos y palmetos, y follaje áspero que demostraba la tierra seca y árida en la cual crecía, de extensos arenales, y el mar a la izquierda manso dispuesto a recibir toda clase de embarcaciones (p. 108). ¿No se trata, ahí, de una escena de cine mudo norteamericano? En todo caso, el tren desplaza, pone en circulación -como el dineroa la vez que establece articulaciones entre espacios discontinuos. Pero el tren establece articulaciones por tierra, ordenadamente, en la dirección dispuesta por el capital. Capetillo, en cambio, tiene la vista puesta en un desplazamiento más radical, desterritorializador. Capetillo observa el mar a la izquierda: “manso, dispuesto a recibir toda clase de embarcaciones”. Anticipando el proyecto de la fuga marítima de Palés Matos, Capetillo desliza el discurso sobre el fluido del mar, arrancando las raíces de la literatura puertorriqueña, pre­ cisamente anclada, en esos años, por un estabilizador discurso de

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la tie rra l. Evita, ante la circulación del capital, cualquier tipo de nostalgia, cualquier tipo de regreso al lugar “materno”, y se lanza en un viaje aún más radical, que lleva la misma lógica del des­ plazamiento instaurada por el dinero y por el transporte a un lugar insospechado: a un no-lugar, más bien, al no-lugar de la utopía. ¿Qué podría ser ese San Petersburgo a donde se fugan, con el dinero del banco, Ricardo y Matilde, si no la utopía de la anarquista de comienzos de siglo? Pero San Petersburgo puede significar algo más: el lugar de la literatura rusa que Capetillo lee y apropia al escribir su relato. El relato no sólo articula una crítica de la propiedad privada, sino que también representa la propia posición de Capetillo ante el capital cultural que su escritura apropia y desquicia, como Ricardo en su robo. Por cierto, la reflexión sobre el robo y la propiedad privada es constante en Capetillo: [Les] digo que tan criminal es que ellos [los obreros] se dejen morir de hambre y denudez, como que por llevarle el pan mataran, y que antes de matar que asalten todas las ganaderías y puestos de pan o estable­ cimientos de comestibles.[...] ¿Vale más la propiedad de uno o dos individuos que la vida y salud de miles de personas? Las bases o prin­ cipios de esa propiedad, ¿cuáles son? El fraude y el engaño, violento y artificioso. Los anarquistas dicen, esa propiedad hecha de ese modo (y no hay ninguna hecha de otro) es un crimen; sustraer diaria y cau­ telosamente a miles de trabajadores una peseta de su jornal, para formar un capital, es un robo; la ley no castiga ese robo hipócrita con antifaz de virtud y honradez y nosotros le quitaremos el antifaz [...] (MO, p. 93). Sin embargo, también en Capetillo la fuga tropieza con aporías. En Europa, Ricardo y Matilde viajan por los grandes centros de

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la “cultura”: “pasaron a Italia, pasearon por París “paseaban tranquilamente por los museos” (p. 112). Y se establecen -estabilizan la fuga- en Granada, donde “fueron a comprar una casita ideal a preparar el nido para la cría” (p. 112). V Es raía la respuesta pasiva de Capetillo ante la interpelación de la cultura alta. En cambio, su discurso frecuentemente incide en un antintelectualismo comprensible que, sin embargo, no es si no el reverso dialéctico de su propia infatuación. En La hum anidad en el futuro, relato utópico sobre una huelga general, tras la victoria, así celebran los trabajadores: Pasamos a la plaza, y el enorme montón de libros y papeles y objetos inútiles, era atroz; como hacía buen tiempo, se transfirió para el fin de semana, y a los tres días, vigilando todos los que estaban interesados, se procedió a prender fuego y a las tres horas, era sólo cenizas, que se mojaron para recogerlas y enviarlas al campo. Esta fue la apoteosis de la huelga (HF, p. 18). Quemar el libro -en la ciudad- y trasladar su ceniza al campo: la utopía, en ese ritual iconoclasta, proyecta la disolución de la división del trabajo: la unión definitiva del “poeta y el bracero burdo y torpe” (HF, p. 21). La utopía proyecta la disolución de las contradicciones reales, pero por el anverso de su propuesta registra el carácter ineluctable de las mismas contradicciones: la distancia entre el que escribe y el que escucha, incluso en el interior de la cultura obrera. Acaso no sea en esos momentos de furia antintelectual -que en todo caso sugieren cieito nerviosismo- cuando Capetillo somete la cultura letrada a una impugnación severa. Esa crítica, como hemos visto, es generalmente ambigua y hasta contradictoria: nunca elimina del todo las marcas de la participación, los lugares de la cita. La crítica tampoco es sistemática y rara vez asume una disposición teórica. Más bien pareciera que la impugnación se desprende del discurso alternativo que día a día Capetillo elaboró, trabajando fragmentariamente con los materiales que tuviera a la mano; materiales a veces fragmentarios de segunda mano, restos de la cultura alta, que la escritura menor apropia, mezcla y refuncionaliza. En efecto, más allá de los temas, el trabajo sobre la lengua en Capetillo, así como la autoridad que regula el valor de esos materiales, confirma la emergencia de un discurso alternativo que abría, en el campo 142

cultural puertorriqueño, nuevas opciones, nuevos modos de repre­ sentación y mundos posibles. La escritura menor cristaliza, sobre todo, un tipo de autoridad distinta -un agenci amiento, al decir de Deleuze41- que presupone un rechazo radical de las normas establecidas por la institución literaria. La autoridad menor es colectiva, no sólo por el rechazo explícito de la originalidad y de la propiedad intelectual, sino porque responde a las necesidades de un grupo social desposeído, histó­ ricamente ajeno al poder del discurso. De ahí el carácter local y particularizado del saber en Capetillo. Se trata de un saber que no pretende producir reglas universales o representaciones generales de la sociedad de su tiempo. En efecto, la escritura en Capetillo no participa de la función generalizadora, universalizante, que predomina en la literatura alta de su época. En Capetillo es notable, sobre todo, la ausencia del concepto monológico de la identidad, la propuesta de “definición” de las “esencias” de la nacionalidad que autorizaba las posiciones en el campo literario puertorriqueño, desde la llamada generación del “trauma” del 98 hasta René Marqués, por lo menos. Capetillo insistentemente evita la pregunta que en buena medida fundamenta la legitimidad de la institución literaria, y particular­ mente del ensayo, género que le es limítrofe. Ante la pregunta matriz del ensayo puertorriqueño -qué somos- la escritura menor no hace si no marcar su silencio, no entra al espacio regulado de ese “diálogo”, sugiriendo con la firmeza de su silencio que la pregunta misma, en la implícita expectativa de la respuesta categórica y esencialista, era paite de la problemática a la que pretendía “responder”. ¿Quién, si no el poder, tiene la autoridad, en una sociedad heterogénea y compleja, para imaginar los rasgos de la supuesta homogeneidad nacional? Ante la pregunta por la identidad, la escritura de Capetillo desliza la mirada aguda e iluminadora hacia las contradicciones, hacia las problemáticas locales -la sexualidad, las luchas femeninas, las minucias de la vida diaria- que constituían las zonas invisibles de la puertorriqueñidad, zonas desplazadas y aplastadas, en las reflexiones intelectuales, por la prioridad otorgada a la cuestión de la “identidad nacional”. De ahí, por otro lado, que la misma entonación de sus trabajos distancien su escritura de la retórica magisterial y pater­ nalista cristalizada particularmente en el ensayo, e incluso en algunas zonas de la narrativa puertorriqueña de la primera mitad del siglo. No es casual, en ese sentido, que en M¡ opinión sobre las libertades, 41. D eleu ze y G uattari. K a fk a . P o r u n a l i te r a tu r a m e n o r, o p. c it., particu larm en te el capítu lo tercero, “ Q ué es una literatura m enor” .

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derechos y deberes de la m ujer (1911), la escritura se desencadene precisamente a partir de una consigna contra el paternalismo de los intelectuales altos: “y aún así, se llaman patriotas y padres de la patria. ¿Qué concepto de la patria tendrán? Un concepto egoísta, que empieza en ellos y termina en ellos. Ellos lo son todo” (MO, p. vi). C apetillo, en cambio, propone un modo alternativo de ver: “Ciegos con derecho a ver más, pues a veces llevan la antorcha luminosa de la ciencia en la mano. Pero creo que esto mismo los ha dejado ciegos, su vista es muy imperfecta para ver las cosas con toda claridad” (M O, p. 122). Lanza su mirada -su mirada “ilegítima”, desde la perspectiva institucional- sobre la materia eludida, borrada, por la del saber letrado que progresivamente reducía el espectro de su reflexión a la definición de las esencias nacionales. La lateralidad de esa mirada constituye precisamente el lugar de enunciación y la condición que hace posible el discurso sobre la mujer en Mi opinión, texto matriz del feminismo en Puerto Rico, que conviene ahora releer42. Más que un tratado orgánico, Mi opinión es también una madriguera de fragmentos, rica y no exenta de contradicciones, que explora, con cierta ironía demoledora, los lugares que la institución del matrimonio y la moral religiosa que lo fundamenta le asignan a la mujer. Escrito cuando apenas tema treinta años, en Mi opinión Capetillo logra articular algunas líneas de su discurso obrero previo con la problemática femenina que, si bien había sido una preocu­ pación de algunos de los intelectuales sindicalistas, rara vez fue elaborada con la especificidad que requería43. La matriz ideológica

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del libro continúa siendo la crítica anarquista a la religión y al capital; crítica que en Capetillo siempre estuvo basada en un firme concepto de la libertad humana como naturaleza reprimida por las conven­ ciones sociales y por la ley. De ahí que su crítica del matrimonio y la moral burguesa, así como su reflexión sobre una sexualidad libre para la mujer, sean inseparables de su anarquismo, muy marcado también por las teorías del amor libre que circulaban en la época. Los trabajos anteriores de Capetillo estaban más circunscritos en el discurso sindicalista y propagandístico de la FLT. Aunque fue escrito en 1911, en plena época de la Cruzada del Ideal en que Capetillo participaba como agitadora, Mi opinión coloca al centro de su reflexión toda una serie de cuestiones, particularmente re­ lacionadas con la sexualidad femenina y la vida conyugal, que desbordaban el marco de la temática y las preocupaciones proletarias de su época. No habría que pensar, por supuesto, que la autonomización y especificación que la temática de la mujer adquiere en Capetillo sean índices de la despolitización de su escritura. Por el contrario, su enfrentamiento con problemas y conflictos específi­ camente femeninos registra en ella el trabajo de politización de zonas tensas de la vida social que hasta entonces no encontraban repre­ sentaciones en los discursos -ya fueran patrióticos o de clase- que dominaban el territorio de lo político. Para Capetillo la voluntad del cambio no podía reducir el foco de su deseo al estado nacional o a la abolición del capital, sino que simultáneamente debía operar con representaciones de otras zonas más localizadas -como la familia, la sexualidad, la crianza- también atravesadas por luchas y rela­ ciones de poder. En efecto, la mirada, el discurrir tan peculiar de Capetillo en Mi opinión se hace así doblemente marginal, tanto con respecto a las “esencias” letradas, como en relación a las expec­ tativas y posibilidades de su clase en la época44. 44. N o cabe duda, com o nos recuerda A m ílcar Tirado en sus “ Notas sobre el desarrollo de la industria del tab aco ” (pp. 23-4), de la atención que la FLT le d ed icó a las obreras en sus diferentes congresos en las prim eras décadas del siglo: el reclutam iento de las trabajadoras era cia v e p ara el sin d ica to , d ad a la p o lítica p atro n al, sobre to d o en la industria tab aq u era, de sustituir a los artesanos por m ujeres de m enor m ilitancia y sueldo. Pero en general la proble­ m ática de la m ujer obrera se subordinaba a las prioridades de la ‘clase’, categoría que tam bién tendía a obliterar las diferencias y contradicciones internas de los grupos particulares diferen­ ciados sexualm ente, incluso en térm inos de las condiciones de trabajo. C onvendría hacer una revisión m ás d etallada de los discursos sobre la m ujer en la prensa obrera de la época, pero desde ahora podem os anticipar que no abundan. V éase, po r ejem plo, los tres textos incluidos com o ap én d ices de A m o r y a n a r q u ía escritos por m ujeres trabajadoras Josefa M aldonado y R a m o n a D e lg ad o , p u b lic a d o s in ic ia lm e n te en el p e rió d ic o El P a n d e l P o b re (1 9 0 1 ) q u e dirigía Ferrer y Ferrer. Estos textos -los prim eros escritos de m ujeres trabajadoras que conoce­ m os- revelan cóm o en el m om ento de en trada al discurso (y a la pren sa obrera que lo hace p o sib le) las m u jeres subordinan la esp ecificid ad de sus problem áticas a la prioridad de las lu ch as d e su s co m p añ ero s. En el d isc u rso c rític o de C apetillo la p roblem ática de la m ujer ad q u iere esp ecificid ad y autonom ía.

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El cambio de posición de Capetillo ante las prioridades otorgadas por el discurso obrero a la categoría de la “clase” implica una reelaboración del concepto de lo político y, asimismo, genera trans­ formaciones internas en su discurso. En Mi opinión, por ejemplo, cambia el destinatario de Capetillo, en un libro que principalmente parecería estar dirigido tanto a mujeres de los grupos dirigentes, como a mujeres obreras. ¿Cómo se explica este cambio de des­ tinatario? Se trata, en parte, de los reagrupamientos y las alianzas entre zonas de las distintas clases posibilitadas precisamente por la transformación y apertura que asume el concepto, ahora más específico y localizado, de lo político. Es decir, si la moralidad en la institución familiar, por ejemplo, es interpretada como el fun­ damento político y represivo del matrimonio, entonces la lucha por fundar principios y relaciones alternativas unía a mujeres tanto obreras como burguesas en la necesidad del cambio. Ese parece haber sido uno de los proyectos claves que moviliza la escritura en Capetillo: producir contactos, cruces entre las clases, casi siempre logrados mediante la intervención de la mujer, como confirmaría la lectura del rol que, en su drama titulado Influencia de las ideas modernas, cumple Angelina, hija de un propietario rico que se solidariza y se enamora de Carlos, dirigente sindical45. A su vez, es necesario enfatizar que la nueva articulación fe­ menina tampoco se esencializa en Capetillo, quien a lo largo de Mi opinión continuamente marca las diferencias entre las posiciones de clase de las mujeres que integran la ficción deseante del nuevo agenciamiento. El discurso de Capetillo permanece en un continuo estado de alerta contra las esencias. Su feminismo nunca se propone fijar la definición y el proyecto de La Mujer. Más bien propone lugares de encuentro, alianzas coyunturales entre mujeres de trasfondos heterogéneos. Ése es, sin duda, otro corolario de su saber subalterno y localizado, de su mirada atenta al flujo y a la hete­ rogeneidad social. Para situar el discurso' feminista de Capetillo en su contexto, es necesario abrir el diálogo entre Mi opinión y otros textos sobre la mujer escritos en su época. Situado ante otro ensayo inaugural, Fem inism o (1922) de Mercedes Solá46, una de las dirigentes del

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movimiento sufragista de los años veinte, el discurso en Mi opinión nos obliga a diferenciar las posiciones de Capetillo de las líneas distintivas del feminismo sufragista. El contraste se debe, en parte, a la relación irreductible de Capetillo con la emergente cultura obrera, incluso cuando su discurso pareciera apelar, al menos en Mi opinión, a un público más amplio, que incluía mujeres de otros registros sociales. Presentado inicialmente como conferencia leída en el Ateneo de Puerto Rico en 1921, el texto de M. Solá responde a exigencias y propuestas muy distintas a las de Capetillo. Muy distante del utopismo libertario de Capetillo, Solá busca legitimar su feminismo reclamando para la mujer un lugar central en el discurso de la patria. Para Solá, la mujer -como primera educadora de los futuros go­ bernantes- debía consolidar la familia proveyendo una “severa base moral” (p. 24): “Cuando esto suceda podemos asegurar que se ha afirmado el hogar: que las sociedades marchan francas a su completo mejoramiento y que la patria existe grande y poderosa, en el corazón del hombre, no importa los límites que circunscriban la más extensa o pequeña nacionalidad” (p 23). El tono frecuentemente defensivo de Feminismo, al enfatizar el carácter socialmente “responsable” y edificador del movimiento de liberación de la mujer, acaso tenga que ver con las estrategias de Solá intentando buscar credibilidad para una agenda indudablemen­ te renovadora: el reclamo de igualdad de la mujer ante la ley y, sobre todo, la defensa del sufragio universal. En su conferencia, Solá incluso critica abiertamente el monopolio masculino sobre el lenguaje de la ley, en el que reconoce uno de los soportes de la desigualdad social: “En algunas familias, especialmente campesinas, en que el padre lee y escribe, con frecuencia los hijos son anal­ fabetos. En cambio, en ningún caso en que la madre sabe, dejan de aprender los hijos. Algo como esto pasa con las leyes; han estado siempre en manos del hombre y no las conoce la familia” (p. 27). Pero a la vez que critica, frontalmente, por momentos, las relaciones de poder y desigualdad en la familia, intenta legitimar sus posiciones inscribiéndolas en la misma retórica cívica y patriótica del nacio­ nalismo de la época: ¡Oh! ¡un ciudadano formado por una madre ciudadana y patriota! ¡Cómo sentirá la patria ese corazón! Cuando la madre sepa y enseñe al hijo lo que es la patria, se han salvado los pueblos para sus hijos. Las nacio­ nalidades existen donde el hombre quiere, porque él es quien ha de formarlas. Pero esto se hace sólo con amor, y como lo dará la MADRE, el hijo querrá una patria y tendrá una patria (énfasis de Solá, p. 26).

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En el fondo, Solá apela al discurso de la “crisis” de la nacionalidad que ya en su época ejercía un impacto notable sobre las posiciones de los intelectuales letrados. Maneja, con cierta agilidad, el mismo concepto de la “cultura” como resistencia a la m odernización económica (dominada por los norteamericanos) y repositorio de los valores espirituales de la nación; concepto matriz del nacionalismo culturalista y estetizante de las décadas del veinte y el treinta47. Maniobrando una interesante vuelta de tuerca, Solá exige para la mujer el derecho de entrada al mundo de las ideas, al reclamar para la madre y para las maestras la tarea fundamental de administrar el “corazón” del pueblo depositado en la cultura. Si, tal como sostenían los mismos hombres que en el Ateneo la escuchaban, la defensa de la patria pasaba por la edificación espiritual y cultural del “pueblo”, entonces esos mismos intelectuales tenían que reco­ nocer el papel fundamental que la mujer, como formadora del alma del niño, debía cumplir en ese proyecto. Se trata, en paite, de una estrategia de legitimación de la mujer como nueva profesional, en tanto búsqueda de una autoridad, un lugar desde donde intervenir en el campo de la producción intelectual; campo, casi de más resulta decirlo, dominado por hombres, y donde la categoría de la escritora o de la mujer intelectual no operaba aún. Esa estrategia lleva a Solá, por momentos, a imaginar los roles posibles de la mujer de acuerdo con los mismos estereotipos que circulaban en los discursos do­ minantes de los letrados: “Yo os invito, mis queridas compatriotas, a conservar nuestro tipo criollo” (p. 29). Las estrategias argumentativas de Capetillo son muy distintas. Acaso en última instancia, como sugerimos antes, las diferencias remitan a los lugares de enunciación, a los soportes institucionales tan distintos que apoyan, por un lado, a una escritora feminista en diálogo con los intelectuales del Ateneo; y, por otro, a una escritora relacionada con los discursos de una clase obrera contestataria y militante48. Pero esa explicación de “clase”, como también suge­ rimos antes, nos sitúa ante el riesgo de obliterar las inflexiones particulares que el discurso proletario asume en la escritura de Capetillo, especialmente en su inscripción de un proyecto feminista. Curiosamente, en Mi opinión el discurso también parece comen­ zar reiterando roles estereotipados de la mujer: “una mujer limpia,

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exacta, cariñosa, indulgente y persuasiva, hará las delicias del marido” (p. 2); pero inmediatamente notamos los pliegues irónicos de un discurso que le da la vuelta al estereotipo: “No le demostréis [al marido] que tenéis más razón que él, esperad que él os la dé, de acuerdo con el sistema actual, que no reconoce que la mujer pueda tener razón" (énfasis nuestro, p. 2). El procedimiento es clave en Capetillo: la escritura se instala sutilmente en el estereotipo e implosivamente comienza a demolerlo. La ironía -una de las es­ trategias claves de la escritura subalterna: “treta del débil”, al decir de Josefina Ludmer en su lectura de Sor Juana Inés- produce así un discurso doble, cuya fuerza critica no aliena, al menos de entrada, a uno de los destinatarios que Capetillo buscaba interpelar: mujeres de los gx-upos dirigentes, en quienes Capetillo reconocía un aliado virtual y necesario en la lucha por el cambio: “La mujer que teniendo su marido dueño de ingenio o hacienda [...] debe visitar las familias de sus peones. [...] Luego de visitar sus peones, expondrá a su marido en qué estado y condiciones se encuentran los infelices que le producen su capital [...]” (p. 23). A medida que progresa el libro, sin embargo, se hace más evidente la intensidad crítica de la propuesta feminista de Capetillo, quien en M¡ opinión no sólo insiste en el derecho al divorcio, sino que rechaza la necesidad misma del matrimonio en la propuesta del “amor libre”, uno de los conceptos visionarios más recurrentes en su obra: “Para formar matrimonio no se necesita sanción de las leyes ni seguir costumbre alguna establecida. La voluntad de dos seres humanos de ambos sexos es suficiente para formarlo y constituir un hogar” (p. 5). Más aún, la crítica del matrimonio sitúa a Capetillo de frente contra los convencionalismos morales, religiosos, en que se apoya la institución matrimonial: La mujer que se sienta herida en sus derechos, libertades y en su naturaleza de mujer, debe reponerse y reclamar, y cambiar de situación, cueste lo que cueste. La moral establecida, o lo que se llama moral, no lo es, no se puede aceptar una moral que está en contra de la libertad y de los derechos de cada uno de los seres humanos. No hay que temer a una moralidad que sólo existe de nombre. Vamos a establecer la verdadera moralidad, la que no obliga ni contraría los derechos establecidos por la naturaleza (p. 18). A partir de la crítica del fundamento moral del matrimonio, Capetillo explora aspectos de la vida diaria de la mujer, particularmente relacionados con la sexualidad, en un registro desenfadado y libre de convencionalismos. En efecto, su discurso sobre el amor es de una voluntad renovadora que todavía hoy asombrará a muchos: 149

Vamos a llevar a la práctica este sistema, y entonces llevaremos el amor a su verdadero estado. Este es el amor libre, que nos critican y tratan de profanar y difamar, diciendo que es inmoral, cuando la moralidad y los desórdenes y vicios están establecidos actualmente. [...] Y la mujer actual que tiene iguales derechos, ha de privarse por una supuesta honestidad, de pertenecerle a su novio para luego martirizarse y enfer­ marse aniquilando su organismo, atrofiando su cerebro, envejeciéndose prematuramente, sufriendo mil achaques, vahídos [...] todo esto por no conocer sus derechos ni lo que realmente la haría feliz, que es pertenecerle al hombre que ama, sin temores [...]. ¿Quiénes son los culpables de tales aberraciones? [Los moralistas tienen la palabra! (pp. 35-6). Desencadenada de las esencias y categorizaciones de la retórica nacionalista -que incluso marcó la inflexión del discurso sobre la mujer en el texto clave de Solá, por ejemplo- la escritura en Capetillo le abre un espacio precisamente a la experiencia y a las contra­ dicciones eludidas por las reflexiones y los debates de la cultura oficial; contradicciones y luchas asimismo imprevistas por el dis­ curso proletario, de “clase”, en el que se apoyaba toda su produc­ ción. Escritura híbrida, si se quiere, imposible de fijar: irreducti­ blemente crítica y permanentemente alterada por la pasión del cambio y la militancia de sus sueños. No es casual, por esos mismos rasgos de su voz alternativa, que con insistencia la memoria institucional de la literatura haya excluido la obra de Capetillo y de los escritores subalternos de su época dé la historia cultural. La literatura, como todo discurso, es un campo constituido mediante recortes y exclusiones. Justamente la crisis de ese aparato exclusivo -crisis del discurso nacionalista que decidía la entrada de materiales al sagrado recinto de la tradición- hace posible hoy la lectura de esa otra producción cultural que nos obliga a continuar repensando las tareas, los objetos de la reflexión crítica y la noción misma de los clásicos puertorriqueños.

III. PASAJES

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TRÓPICOS DE LA FUNDACIÓN: POESÍA Y NACIONALIDAD EN JOSÉ MARTÍ*

I Pocos libros en la historia latinoamericana han gozado de tanta popularidad como los Versos sencillos1. Las vicisitudes del fe n ó -» meno son de por sí reveladoras: si bien en 1891 Martí trabajaba -desde la literatura y sus debates internos- con materiales orales de cierta cultura popular, con el paso del tiempo y la intervención de las instituciones culturales y pedagógicas, el canto popular ha logrado reabsorber a ese pequeño y extraño texto. En la historia de sus lecturas, Versos sencillos ha sido objeto de una marcada folclorización que si bien cifra en la poesía maitiana una notable autoridad social, a la vez corre el riesgo de domesticar la intensidad de esos poemas engañosamente sencillos; textos que cristalizan uno de los trabajos poéticos más radicales y complejos de su momento his­ tórico. Acaso como ningún otro libro de poesía latinoamericana moder­ na, Versos sencillos ha pasado a la matriz misma de la lengua nacional. Particularmente en el Caribe, más que un acontecimiento poético, más que un trabajo sobre la lengua, Versos sencillos ha pasado a ser un clásico de la lengua, un modelo -institucionalmente consolidado- que nos enseña a ver y a recortar las cosas, que enseña a rememorar, a cantar y a contar el relato del origen. Versos sencillos es uno de esos libros donde se aprende a decir la lengua materna; un lugar donde aprende a hablar, en respuesta a un llamado interpelativo, el sujeto nacional.

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Significativam ente, sin embargo, la canonización de V ersos sencillos, su reinscripción en el seno de la lengua-madre, se basa en la obliteración del lugar de la escritura del libro. Porque a pesar de la enfática rememoración, Versos sencillos se produce en el exilio, en Nueva York, en las entrañas de la modernidad. Por el reverso de la modernidad, y como resistencia a la misma, se entona la evocación de la tradición distante, el necesario relato del origen: En vano, -faltos del roce y estímulo diario de nuestras luchas y de nuestras posiciones, que nos llegan ¡a mucha distancia! del suelo donde no crecen nuestros hijos-, nos convida este país con su magnificencia, y la vida con sus tentaciones, y con sus cobardías el corazón, a la tibieza y al olvido. ¡Donde no se olvida, y donde no hay muerte, llevamos a nuestra Madre América, como luz y como hostia [...]!2. A la distancia del suelo materno se erige el discurso martiano de la tierra, de lo autóctono, que culmina en “Nuestra América” y Versos sencillos. A contrapelo del lugar de la escritura, el sujeto en ese discurso reclama venir del suelo -sincera y espontáneamentecomo crece la palma en el trópico. Es la mediación del tropo, sin embargo, la que guía esa especie de retomo del poeta a la lengua “natural”, el retorno del exilado al país natal, y la que elabora una compleja medicina contra la enfermedad del olvido en la moder­ nidad. Ésa es, por cierto, la metáfora que da apertura al libro: la escritura como remedio contra la enfermedad de la memoria: [...] el horror y la vergüenza en que me tuvo el temor legítimo de que pudiéramos los cubanos, con manos parricidas, ayudar el plan insensato de apartar a Cuba, para bien único de un amo disimulado, de la patria que la reclama y en ella se completa, de la patria hispanoamericana* me quitaron las fuerzas mermadas por dolores injustos. Me echó el médico al monte: corrían arroyos, y se cerraban las nubes; escribí versos (p. 233). La amenaza imperialista de que ahí habla Martí, poco después del Congreso Panamericano en Washington, no era simplemente una metáfora. Pero el poder terapéutico de la poesía contra la mala memoria de la política parricida no corría espontáneamente -como el agua por el arroyo-, ni venía garantizada por la naturaleza -como la lluvia de las nubes-. Se trata, más bien, de una estrategia de legitimación que intenta, entre otras cosas, ampliar la autoridad

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política de la literatura. El lugar problemático de la escritura en la modernidad no es simplemente el trasfondo pasivo del discurso del origen, trópico de la fundación. El desplazamiento, las líneas de fuerza que atraviesan el lugar de la escritura, sobredetermina la mirada martiana y condiciona el contorno de los objetos represen­ tados por la rememoración, el itinerario de los recorridos y recortes que la poesía opera sobre el cuerpo de la lengua materna y el libro de la tradición. La identificación del discurso con el origen -dispositivo legiti­ mador de la retórica nacionalista en Versos sencillos y “Nuestra América”- fue producida, hasta cierto punto, por Martí, cuya es­ critura, no obstante, continuamente reflexiona sobre los mecanismos retóricos de ese discurso, y problematiza la relación entre la poesía y la identidad. Por otro lado, más allá de Martí, los usos posteriores de'V ersos sencillos en la historia de su canonización han tendido a escamotear las contradicciones, los pliegues del relato del origen, endureciendo e institucionalizando su autoridad. A pesar de que para Martí la temporalidad moderna problematiza el funcionamiento de los códigos tradicionales de representación y nos aleja, vertiginosamente, de una “plenitud” originaria, muchos de sus lectores han querido ver en su escritura, especialmente en Versos sencillos, la presencia de la tradición de modo continuo y estable. Incluso un crítico del rigor “materialista” de Marinello no titubea al leer en el libro más que la presentación de la “cubanidad”, la presencia de la tradición hispánica que el crítico opone al “galicismo” de los modernistas, de los cuales busca separar, an­ titéticamente, a Martí3. Una lectura similar se encontraba ya en J. Arrom quien insistía, sin mayor consideración de las transforma­ ciones, en la importancia del romancero y de la copla española como modelo formal y fuente temática del libro4. Por otra paite, en respuesta a las lecturas hispanistas de Martí, Fina García Marruz ha propuesto -con agudeza- un acercamiento alternativo, relacionado con la vocación criolla de la generación de Orígenes. Ella señala que la relación del poeta con la tradición española “jamás se da como una influencia”5. Sin embargo, García Marruz añade que en Martí la escritura es como “un partir de la misma fuente madre del idioma”6. Esa lectura naturaliza, como le

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hubiera gustado a Martí, la metáfora materna, la supuesta prioridad, en el discurso martiano, de una verdad originaría a la cual la iluminación poética tiene un acceso privilegiado. Además, en esa cita de García Marruz hay también una metáfora que nos sitúa de frente ante la problemática “presencia” del origen: entre la “fuente madre del idioma” y la inscripción martiana se erige la distancia establecida por un itinerario; ese “partir de” -y partir a- la fuente materna, implica un desplazamiento, si no el corte, del cuerpo originario. García Marruz criolliza la noción del origen en un gesto crítico del hispanismo, demostrando cómo las estrofas maitianas, más que coplas, son décimas “truncas” en las que faltan (emblemáticamente, para nosotros) los dos versos del enlace. Pero a pesar de que intuye, con gran lucidez, el carácter trunco, fragmentado, incompleto, de la forma tradicional, García Marruz no explora las consecuencias de esa lectura e insiste, por el contrario, en el carácter orgánico, armonioso y total de la iluminación martiana. La lectura llena los vacíos de su objeto, cierra las fisuras que proliferan en la escritura martiana. Y para fundamentar el enlace, ese proceso reconstructor, por cierto, cita al propio Martí: Todo es hermoso y constante todo es música y razón, y todo, como el diamante, antes que luz es carbón. Totalidad, armonía, continuidad: nos equivocaríamos si dudára­ mos de la importancia que Martí le otorga a un concepto de la poesía como superación de la fragmentariedad, de la pérdida del centro, que él mismo identifica como el rasgo definitorio de la vida moderna. Pero tampoco habría por qué reducir el campo de acción de su escritura a los efectos, siempre relativos, de una exasperada voluntad de orden o armonía. Acaso la intensidad de los Versos sencillos sea el efecto de una tensión irreductible entre la voluntad de estabilidad que manifiesta la búsqueda del fundamento, del origen, y la frag­ mentación -marca de la temporalidad moderna- en los mismos materiales que la escritura despliega y pone en movimiento. Si en Versos sencillos esa voluntad de orden dominara efecti­ vamente sobre la significación, el resultado sería un texto codificado en función de la normatividad de algún paradigma ideológico, ya fuera religioso o ético-político. En tal caso, tendríamos un texto reductible a los reclamos de prioridad de un discurso de la identidad, una escritura subordinada por las maniobras de una retórica au­ toritaria. En cambio, para Martí, si bien la literatura debía anticipar 156

el “concierto final y dichoso de las contradicciones”7, al mismo tiempo la práctica literaria era inseparable de la incertidumbre, de las “preguntas al cielo vacío, gimiendo junto a los cadáveres de los dioses”8. Entre el “cielo vacío” de la modernidad y el proyecto de reconstrucción del fundamento, de la armonía, se sitúa la in­ tensidad irreductible de la escritura martiana. Por otro lado, tampoco incurrimos en la tendencia -muy frecuente en la “deconstrucción”- a hipostasiar el signo político del discurso de la identidad, alineando abstractamente su retórica (“autoritaria”) con el poder, sin considerar las redes institucionales, los debates localizados a que responden sus “figuras”. Es decir, la configuración de la autoridad en un discurso -las medidas de valoración en su particular economía del sentido- no implica una correspondencia directa entre la retórica y el poder. La confusión entre la disposición de la autoridad y los ejercicios del poder nos llevaría, por ejemplo, a postular el carácter represivo de cualquier discurso nacionalista (de cualquier discurso ético-político, a tal efecto), escamoteando los usos -posiblemente locales y estratégicos- que se hacen de la retórica en contextos pragmáticos específicos, frecuentemente coloniales. Paradójicamente -por el reverso de su “antiautoritarismo”- ese tipo de crítica de la “identidad” tiende a homogeneizar los discursos múltiples y estratégicos del “ser” nacional, no siempre elaborados, por cierto, desde el poder y el Estado. Hay que insistir, entonces, en el espesor discursivo del relato del origen, fundamento del discurso del ser nacional, pero sin soslayar los debates, la pragmática a que responde. En el caso de Versos sencillos el campo de luchas en que emerge la escritura es por lo menos doble: primeramente, como sugiere Martí en el prólogo al libro, la postulación de la “memoria” contra el “olvido parricida” registra una posición crítica de la expansión norteamericana y de los discursos desarrollistas que, además de constituir una autoridad dominante en el campo intelectual de 1891, aún configuraban la legitimidad misma de muchos estados modernizadores, liberales, en América Latina. En segundo lugar, nos resulta difícil pensar que “ese antiimperialismo -al decir de Cintio Vitier- surge como una necesidad intrínseca, como una consecuencia inexorable” del “ser americano” de Versos sencillos9. Por el contrario, acaso el “ser americano” sea la consecuencia inexorable -en Martí- de la retórica antiimperialista y de la voluntad de poder que la moviliza. ¿Cuál

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es la autoridad -los parámetros de la “verdad”- que modela ese discurso del ser americano? A primera vista, el antiimperialismo parece ser una respuesta espontánea, inm ediata, a la amenaza ineluctable y nada retórica de la expansión norteamericana. Sin embargo, no todas las postulaciones del “ser”, incluso cuando responden a exigencias tan patentes, tienen el mismo estatuto político ni discursivo. Nuevamente: ¿qué autoridad regula los materiales de la rememoración -de la memoria voluntaria- en que adquiere espesor y forma el “ser americano”? Digamos, en el nivel más básico, que el discurso antiimperialista se produce desde la literatura. Es en el espacio literario donde han sido dispuestos -poblados- los signos, las palabras “originarias”, del ser americano. De ahí se desprende que el discurso de la identidad también responde a una serie de debates internos del campo literario finisecular que en varios sen­ tidos deciden la dirección y las tensiones internas del itinerario poético de Martí.

II Desde comienzos de la década de 1880 Martí había sido uno de los primeros latinoamericanos en reflexionar sobre el relativo desprendimiento de la literatura de la vida pública, desplazamiento que para él cristalizaba uno de los rasgos distintivos de la “crisis” moderna. Ligado a ese desprendimiento, el primer libro de versos publicado por Martí, Ismaelillo (Nueva York, 1882), presupone un concepto de literatura relativamente nuevo en América Latina, muy distante ya de la noción utilitaria e instrumentalista de las “letras” que dominaba entre los patricios modernizadores, fundadores de los estados nacionales. La modernidad del Ismaelillo -más allá de la temática y de los procesos figurativos del libro- se comprueba sobre todo en el “saber” que autoriza y estimula la configuración de su escritura. En el Ismaelillo, ese “saber” -ligado a la experiencia onírica y a la irracionalidad del niño- demarca los contornos de un interior, enfáticamente defensivo, que el discurso poético va llenando con los signos de un mundo devaluado, a veces incluso arcaico, y en todo caso opuesto a los valores dominantes de los discursos “fuelles” de la racionalidad moderna. En ese interior exótico y estetizado, el valor de la palabra está regulado por una autoridad específicamente poética que opera, fuera de la vida pública, como crítica del utilitarismo que dominaba en las sociedades en vías de modernización. El proceso de interiorización de la poesía es co­ rolario, en un nivel superior, de la autonomización de los discursos que la misma modernización desataba. Es decir, a partir del Ismae158

lillo y del prólogo al Poema del N iágara -otro texto clave de Martí de 1882- constatamos la relativa especificación de la autoridad literaria que, cada vez más autorreflexiva, intentaba diferenciar sus objetos, su relación con la lengua, con el poder, así como su posición ante otros discursos que también se especializaban, precisando y consolidando sus campos de acción discursiva. Si para Bello y Sarmiento, por ejemplo, las letras habían sido un dispositivo civilizador -modelo de una vida pública racionali­ zada- en el Martí de 1882 comprobamos una progresiva autonomización literaria que problematiza la relación entre la escritura, la lengua y las leyes de la racionalidad. De ahí que la escritura moderna frecuentemente se represente, en Martí, mediante la metáfora del exilio, como la pérdida de la residencia en la polis -y en la lengua misma- e, incluso, como el desplazamiento radical que, sin las garantías de la filiación, sufie un hijo ilegítimo: la poesía, en el prólogo al Poem a del N iágara es el “clamor desesperado de hijo de gran padre desconocido, que pide a su madre muda [la naturaleza] el secreto de su nacimiento”10. La escritura en Martí es una práctica desterrada, un hijo natural, desposeído de la legitimidad que garantiza la genealogía. No está de más recordar, en este sentido, que el título de ese primer libro aludía a Ismael, hijo natural de Abraham (en Agar), desterrado al desierto tras el nacimiento del hijo de Sara, Isaac, el legítimo. En Martí la escritura poética -en tanto hijo natural y desterrado- se sitúa al otro lado de la ley. (¿Podemos, entonces, decir que se trata de un letrado?). Para Martí, el destierro del poeta de la polis coincide con una crisis más amplia que él mismo relaciona, en el prólogo al Poema del Niágara, con la experiencia de la modernidad. Anticipando la reflexión, perfectamente actual, sobre la fragmentación moderna como efecto del “desencantamiento del mundo” del que luego hablaría Weber, Martí relaciona la crisis de la poesía con la experiencia de una temporalidad vertiginosa. Esa temporalidad, en el reino de lo “nuevo” y de la mercancía, desmantela la autoridad de los sistemas ideológicos tradicionales que garantizaban la coherencia y la relativa estabilidad de un mundo centrado en la religión: No hay obra permanente, porque las obras de tiempos de reenquiciamiento y remolde son por esencia mudables e inquietas; no hay caminos constantes, vislúmbrame apenas los altares nuevos, grandes y abiertos cómo bosques. De todas partes solicita lamente ideas diversas: y las ideas son como los pólipos, y como la luz de las estrellas, y como las olas

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de la mar. [...] Partido así el espíritu en amores contradictorios e intran­ quilos; alarmado a cada instante el concepto literario por un evangelio nuevo; desprestigiadas y desnudas todas las imágenes que antes se re­ verenciaban; desconocidas aún las imágenes futuras, no parece posible, en este desconcierto de la mente, en esta revuelta vida sin vía fija, carácter definido, ni término seguro [...] producir aquellas luengas obras [...]“ . Por otro lado, Martí no se entrega a los flujos de la modernidad. Por el contrario, en ese mismo texto elabora un concepto de la literatura como respuesta a la crisis del saber generada por la temporalidad moderna. Para Martí, en el prólogo, la capacidad compensatoria de la literatura es doble: por una paite, hace posible, mediante la visión poética, una transformación del lenguaje capaz de superar las insuficiencias que él relaciona con las convenciones, las estructuras represivas de la racionalidad -con lo cual lanza una crítica del iluminismo letrado (“Una tempestad es más bella que una locomotora”12)-. Por otra, y concomitante con la autoridad del “genio” visionario, la literatura también encarnaba un modo de resolver los enigmas consecuentes de la fragmentación que -rela­ cionada con una excesiva acumulación de experiencia históricaalejaba a la sociedad del estadio “puro”, originario, de la naturaleza: porque “todo el progreso consiste acaso en volver al punto de que se partió”13. La literatura le provee a la sociedad moderna, carente de modelos estables de interpretación, una hermenéutica ligada a “la ciencia que en mí ha puesto la mirada primera de los niños”14. Se trata, en efecto, del reclamo de legitimidad de la literatura como una “ciencia” alternativa del origen, como una critica del “progreso” y la modernización. Ahora bien, además de venir de un mundo donde la literatura moderna no contaba con sólidas bases institucionales -mundo donde la modernidad, en todos sus aspectos, era un fenómeno desigual y contradictorio- en Martí la autonomización confronta una serie de aporías insuperables que problematizan la autoridad literaria en su discurso. Para Martí, el interior -espacio emblemático de la literatura autónoma- se va convirtiendo en el lugar represivo de un sujeto “alienado” de la acción, de la moral y de la comunicabilidad misma que rige los usos del lenguaje en la vida diaria. Sobre todo en Versos Ubres, esa problemática es el núcleo generador de la escritura y frecuentemente se tematiza: “y yo, pobre de mí, preso en mi jaula/

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la gran batalla de los hombres miro”15. Es la tensión, como sugiere E. M. Santí, de una escritura escindida entre la política y la poética16. Por otro lado, tampoco conviene reducir esa pugna entre las dos (y acaso otras) legitimidades, a la subordinación de una autoridad estética cuyas homogeneidad y prioridad quedarían entonces pre­ supuestas. En tal caso, la simple inversión de la jerarquía política/ arte, que efectivamente domina en la historia de las lecturas martianas, nos ubicaría en el mismo campo de fuerzas en que antes operaba la antítesis, sólo que ahora se postula la prioridad del segundo término -el estético-. No cabe duda de que Martí -con el sacrificio de su propia vida, en la revolución- intentó articular las exigencias de las dos patrias: las leyes del discurso ético-político con las crecientes presiones de la actividad “nocturna” -rebelde e indisciplinada- de la poesía. Incluso es notable cómo hasta 1891 escribiría cada vez menos poesía, subordinando a veces explícitamente la patria noc­ turna a la prioridad de la acción política e insistiendo en el deseo de convertirse en “poeta en actos”. Sin embargo, la misma exas­ peración de su vitalismo, que culmina en el discurso maitiano de la guerra y en los Diarios de cam paña, tal vez sea el mejor índice de lo que el propio Martí había llamado en el prólogo la “nostalgia de la hazaña”: la pérdida de las dimensiones épicas y colectivas de la literatura como un rasgo distintivo de la modernidad. Martí, con desesperación, intenta reintegrar la palabra poética, la “acción” y los contenidos ético-políticos, pero la misma nostalgia de la totalidad no logra sino acentuar la fragmentación del mundo-de-vida en que opera voluntariosamente el deseo de la armonía. El retorno del poeta-exilado al país natal, a la polis, se emprende desde la ciudad moderna y como respuesta a la ineluctable soledad y al despla­ zamiento que consigna el exilio: la experiencia moderna. En el bolsillo el revolucionario lleva cincuenta balas, pero también algún volumen de su biblioteca17. III En la coyuntura de 1891, una época de intensa actividad revo­ lucionaria, Martí publica Versos sencillos. Lo había mandado el

médico al monte. En tono apologético señala que publica esa “sencillez, escrita como jugando” por insistencia de algunos amigos íntimos que lo motivaron a lanzar el libro a la luz pública después de “tanto pecado mío escondido y de tanta prueba ingenua y rebelde de literatura” (p. 233). A pesar de la reveladora apología, Versos sencillos elabora una poderosa estrategia de legitimación de la literatura moderna latinoamericana, en tanto discurso privilegiado para la definición de la identidad, del ser nacional, precisamente opuesto a las amenazas de la modernidad. Sin embargo, sobre la mesa quedan, incluso en Versos sencillos, los reclamos no siempre articulables de las “dos patrias”. También en Versos sencillos, esas tensiones posibilitan y desatan el discurrir de una escritura armada como reflexión y trabajo sobre aquella serie de dualismos básicos (cultura / naturaleza, representación / objeto, palabra / acción, arte / política) que Martí intenta superar: Bien estará en la pintura el hijo que amo y bendigo: -¡mejor en la ceja oscura, cara a cara al enemigo! Martí regresaba a la poesía, pero sólo tras someter su juego a la prioridad del imperativo ético-político. En su retorno (público) al verso, Martí retoma el concepto de literatura que venía elaborando desde comienzos de la década de los ochenta: la literatura como respuesta a la tem poralidad fragmentada de lo “nuevo” , como resistencia a la modernización y como hermenéutica capaz de descifrar los enigmas del origen perdido en el devenir del progreso. También en Versos sencillos la literatura se representa como una economía alternativa, depósito donde se conservan no sólo objetos devaluados por la vida utilitaria, sino palabras y restos de formas tradicionales gastadas por el uso y la excesiva circulación. Como vio Rama con lucidez, se trata de una economía que opera por el reverso de la racionalidad mercantil, aunque presuponiendo su lógica, como punto de referencia polémico, en el mismo gesto de la inversión18: El alfiler de Eva loca es hecho del oro oscuro que le sacó el hombre puro del corazón de una roca.

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Un pájaro tentador le trajo en el pico ayer un relumbrante alfiler de pasta y de similor. Eva se prendió al oscuro talle el diamante embustero: y echó en el alfiletero el alfiler de oro puro. En oposición al valor inestable, fluctuante y “embustero” del alfiler apócrifo, producto del simulacro mercantil, la poesía se alinea ahí con la pureza del oro, oscuro como la tierra, la roca originaria. El gesto de depositar el alfiler desechado por Eva loca en ese interior miniaturizado del alfiletero es uno de los núcleos generadores del libro. Esto vuelve a tematizarse en un poema sobre Agar -en hebreo, “la fugitiva”- que, como Eva, otra figura de la temporalidad y el movimiento vertiginoso, aterroriza a Martí: En el extraño bazar del amor, junto a la mar, la perla triste y sin par le tocó por suerte a Agar. Agar de tanto tenerla, al pecho de tanto verla Agar, llegó a aborrecerla: majó, tiró al mar la perla. Ahí la relación entre la temporalidad (fugitiva) y el mercado es explícita: Agar no encuentra la perla originaria y “sin par” en la naturaleza, sino en el mercado. El uso, la circulación del objeto, su permanente derivación, culmina en el desecho. La perla se convierte para Agar en un abyecto, en basura, que ella decide expulsar al mar. En la última estrofa Agar reclama la perla, pero el mar -repo­ sitorio del origen- le responde: “yo guardo la perla triste”. En efecto, ahí encontramos uno de esos momentos, proliferantes en Versos sencillos, en que la poesía reflexiona sobre las propias condiciones de su confabulación: el doble movimiento de una poética del desecho y la conservación; el discurso poético como refuncionalización, a otro nivel, de formas verbales de la tradición; la poesía como exploración de los monumentos de la lengua materna, manoseados y gastados por el uso -como la perla de Agar- por la experiencia del desgaste distintiva de la temporalidad moderna. 163

Por otro lado, es importante enfatizar que en Versos sencillos la investigación de las formas del “origen” asume una autoridad política que no había sido prevista por Martí a comienzos de 1880. La rememoración en 1891 no sólo presuponía una crítica de la pérdida del origen en la modernidad, sino que se postulaba como la forma misma de una práctica política, como defensa del ser americano ante la expansión amenazante del capitalismo. En ese sentido, tanto el texto más programático “Nuestra América” como su acompañante poético Versos sencillos constituyen un trabajo sobre los enigmas de la política desde la hermenéutica que la literatura, desde una década antes, venía elaborando en su crítica a la modernización19. En ese discurso del origen americano parecería que Martí supera definitivamente la crisis de legitimidad que, sobre todo en él, sufría la poesía, la patria nocturna y rebelde, siempre reacia a subyugarse a los imperativos de la actividad ético-política. Habría aún que ver lo que encuentra el investigador del origen. ¿Podía el juego de la poesía -incluso en Martí- sostener un discurso del fundamento y decidir, categóricamente, los rasgos esenciales, atemporales, de la identidad? El origen, en Versos sencillos, es también el lugar del cadáver, de la descomposición, de la muerte, ineluctablemente ligada -en la lógica del libro- a la temporalidad. La poesía no cesa de señalar el desgaste en el interior mismo del fundamento.

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EL REPOSO DE LOS HÉROES*

I José Martí cayó en plena batalla, en Dos Ríos -en el Oriente de Cuba- el 19 de mayo de 1895, apenas unos meses después de iniciada la guerra contra el ejército colonial. Según el testimonio de los últimos que lo acompañaron, cabalgó en su caballo blanco de frente contra una emboscada1. Su cadáver, capturado y mutilado por las fuerzas enemigas, no fue recuperado hasta años después. En torno de su ausencia radical proliferan los monumentos; los discursos se multiplican, se disputan su silencio. Murió por la patria. Dio la vida por un sentido de la justicia, la condición más básica y material de su existencia por la idea de una comunidad futura. ¿Cuáles son las condiciones que hacen posible el intercambio entre el cueipo del poeta/soldado y los principios de la patria futura? ¿Cuáles los discursos que intervienen para producir la ética del patriotismo, el nexo de la identificación, la lógica que regula el valor del intercambio, el don mayor de todos que el soldado -particularmente aquel que cae en la batalla- le ofrece a su comu­ nidad2?

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Casi dos décadas antes de su muerte, mientras residía en Gua­ temala, Martí le escribe al general Máximo Gómez, veterano de la Guerra de los Diez Años, una apasionada carta de presentación. “Aquí vivo -le escribe Martí al General- muerto de vergüenza porque no peleo”3. La carta inicia un notable intercambio epistolar entre el joven escritor y el soldado experimentado situándonos ante la relación problemática entre el intelectual moderno y la guerra. Son, notables las jerarquías que recortan las posiciones de los sujetos en aquella primera carta, particularmente el lugar distante y perimido en que se sitúa Martí al expresar su admiración por la vitalidad y la capacidad de acción que identifica con el héroe militar: “He conmovido muchas veces refiriendo la manera con que Ud. pelea: la he escrito, la he hablado: -en lo moderno no le encuentro semejante: en lo antiguo tampoco”. Martí le pedía a Gómez infor­ mación para un libro sobre la guerra, con la intención, además, de escribir una biografía del General. La caita despliega el espejeo de un proceso doblemente constitutivo, tanto del soldado como objeto de cierto proyecto de resonancias épicas, como del sujeto intelectual que allí se inscribe y recorta su lugar. Martí jerarquiza los lugares en ese intercambio desigual y, por el reverso del reconocimiento de la heroicidad viril y poderosa, se ubica en el lugar secundario de las palabras -el lugar mediado y pasivo de la escritura- desde donde admira y representa la prioridad de la acción emblematizada por el cuerpo sano y completo del guerrero. “Enfermo seriamente y fuertemente atado, pienso, veo y escribo”, señala Martí, identificando la escritura con cierta carencia física, con la práctica contemplativa de un sujeto incapacitado para la guerra: “Seré cronista, ya que no puedo ser soldado”, le escribe al General, pidiéndole noticias con el fin de “publicar las hazañas escondidas de nuestros grandes hombres”. Por otro lado, es cierto que no debemos soslayar los pliegues de la propuesta, la negociación implícita en el gesto del recono­ cimiento otorgado a ese Otro poderoso. En efecto, la mirada del cronista se postula como la condición misma de la “grandeza” del soldado, al hacer públicas -mediante la escritura- sus “hazañas escondidas”. Habría también que explorar la crítica martiana de la violencia que, unos años después, llevaría a Martí, en un momento de ruptura con los líderes militares del movimiento emancipador, a recordarle a Gómez que “un pueblo no se funda como se manda un campamento” (Epistolario, p. 7); crítica que desde comienzos

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de 1880 se articula desde una defensa de la sensibilidad poética, espiritual, en tanto garantía de la coherencia y del sentido mismo de la guerra justa, de una revolución inevitablemente violenta, pero orientada como “obra detallada y previsoria de pensam iento” (Epistolario, p. 3). En todo caso, sorprende el enigmático cierre de aquella primera carta en que Martí se despedía del General autodenominándose “el mutilado triste”4. ¿A qué mutilación se refería? Las dolencias crónicas que niiIí Ió Martí, causadas en parte por la brutalidad de su encarcelamiento en Cuba cuando sólo contaba con 17 años de edad, no lucion, por cierto, simplemente metafóricas. Sin embargo, la Intcmddwi dramática con que Martí cieña su primera caita al General subiere otro tipo de carencia, corte o fragmentación que bien puede le e iN C en otro registro, como el efecto de la tensa emergencia do un sujeto profundamente dividido, cruzado por la tajante oposición entre lu prioridad de los actos y la pasividad suplementaria y sospecho»« de la representación; es decir, un sujeto escindido por el “aborre­ cimiento en que tengo a las palabras que no van acompañadas de actos” (Epistolario, p. 2). La oposición entre la palabra y el acto -corte que mutila, digamos, la potencialidad de un sujeto orgánico, heroico- remite al antiguo topos de armas y letras, reinscrito con frecuencia en la historia latinoamericana, en el Inca Garcilaso y en Ercilla, por ejemplo, o más cercanos a Martí, en los escritos de Bolívar y en la C am paña del Ejército G rande de Sarmiento, quien enfáticamente se lamenta del lugar subalterno del cronista en el campo de batalla. Sin embargo, la “vergüenza” que le comenta Martí al general Gómez es más radical y registra -precisamente en el lugar de la culpa, de la “envidia a los que luchan” (Epistolario, p. 1)- la constitución de un nuevo tipo de sujeto intelectual cuya relación con la guerra y con la patria futura se encontraría mediada, hasta el momento mismo de la muerte de Martí en Dos Ríos, por el proceso de la autonomización estética. II En efecto, ya a comienzos de la década de 1880, mientras Martí residía en Nueva York, su discurso sobre la guerra se inserta en una compleja e intensa reflexión sobre la crisis y la reconfiguración de la literatura en la modernidad. El prólogo que escribe Martí en 1882 al Poema del N iágara del venezolano Juan Antonio Pérez Bonalde, inaugura esa reflexión, identificando el surgimiento de la 4. Carta escrita en N ueva York el 20 de octubre de 1884.

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“poesía moderna” con la “nostalgia de la hazaña” y la disolución de las condiciones que habían hecho posible la autoridad épica los contenidos normativos, nómicos- de la literatura5. Se trata, como sugiere Martí en el prólogo de los “dolores del hombre moderno” (p. 213) ante las transformaciones de un “nuevo estado social” (p. 207) en que se encontraban “desprestigiadas y desnudas todas las imágenes que antes se reverenciaban [y] desconocidas aún las imágenes futuras” (p. 207); época de “cegamiento de las fuentes [y] anublamiento de los dioses” (p. 210). Nuevo estado social ligado a lo que M. Weber llamaría luego el desencantamiento del mundo, en tanto efecto de la racionalización moderna- que Martí explícitamente relaciona en el prólogo con la disolución del tejido discursivo e institucional que hasta el momento había garantizado la autoridad central de las formas literarias en la elaboración del nomos constitutivo del orden social. De ahí, para Martí, las “alas rotas” del poeta, figura solitaria que transita por un paisaje de ruinas y “se presenta armado de todas sus armas en un circo en donde no ve combatiente, ni estrados animados de público tremendo, ni ve premio” (p. 212). La crisis del heroísmo que Martí lúcidamente relaciona con la disolución de las posibilidades épicas de la literatura moderna rebasa la perimida cuestión de los géneros literarios. Se inscribe en una reestructuración profunda de las condiciones mismas de la comu­ nicación social que, según Martí, había sido sometida a un intenso proceso de fragmentación que acarreaba el “desmembramiento de la mente humana” (p. 208) y la “descentralización de la inteligencia” (p. 209); reconfiguración del orden simbólico que aseguraba los nexos, las articulaciones de la sociedad, la efectividad de la iden­ tificación social. En términos del campo literario -cuya especificidad y relativa autonomía se constituye precisamente en el interior de tales trans­ formaciones- ese proceso de racionalización moderna sometió a los intelectuales a una nueva división del trabajo, impulsando la ten­ dencia a la profesionalización del medio literario y delineando la reubicación de los escritores ante la esfera pública y estatal. Pero más importante aún, puesto que cruza diagonalmente y a la vez desborda los marcos del análisis sociológico e institucional, el proceso de autonomización produjo un nuevo tipo de sujeto relativamente diferenciado, y frecuentemente ubicado en situación de competencia y conflicto con otros sujetos y prácticas discursivas que también

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especificaban los campos de su autoridad social. Este sujeto literario se constituye en un nuevo circuito de interacción comunicativa que implicaba el repliegue y la relativa diferenciación de esferas con reglas inmanentes para la validación y legitimación de sus enun­ ciados. Más allá de la simple construcción de nuevos objetos o temas, esa autoridad discursiva cobra espesor en la intensificación de su trabajo sobre la lengua, en la elaboración de estrategias específicas de intervención social. Su mirada, su lógica particular, la economía de valores con que ese sujeto recorre y jerarquiza la materia social demarcaba los límites de la esfera más o menos específica de lo estético-cultural. Tal vez no sea necesario detenernos aquí en las contradicciones que marcan la inflexión latinoamericana de ese proceso de autonomización6. Al no contar con soportes institucionales, el proceso desigual de autonomización produce la hibridez irreductible del sujeto literario latinoamericano y hace posible la proliferación de formas mezcladas, como la crónica o el ensayo, que registran, en la misma superficie de su forma y modos de representación, las pulsiones contradictorias que ponen en movi­ miento a ese sujeto híbrido, constituido en los límites, en las zonas de contacto y pasaje entre la literatura y otras prácticas discursivas y sociales. Tal proceso de autonomización tuvo efectos profundamente pro­ blemáticos para Martí. Si bien la descentralización implicaba cierta democratización de los medios, en una época en que comienza “a ser lo bello dominio de todos” (p. 209), la autonomización asimismo estimulaba el repliegue del sujeto literario y la consecuente reduc­ ción de sus efectos sociales. “La vida íntima y febril -señala Martíno bien enquiciada, pujante y clamorosa, ha venido a ser el asunto principal y, con la naturaleza, el único asunto legítimo de la poesía moderna” (p. 210). De aquí esos poetas pálidos y gemebundos; de aquí esa nueva poesía atormentada y dolorosa; de aquí esa poesía íntima, confidencial y per­ sonal, necesaria consecuencia de los tiempos, ingenua y útil, como canto de hermanos, cuando brota de una naturaleza sana y vigorosa, desmayada y ridicula cuando la ensaya en sus cuerdas un sentidor flojo [...]. Hembras, hembras débiles parecerían ahora los hombres, si se dieran a apurar, coronados de guirnaldas de rosas, [...] el falemo meloso (pp. 206-7). Martí responde al repliegue del sujeto lírico con una notable ambivalencia. Responde con la sospecha, incluso, de que la au6. Cf. Ju lio R am os, “ L ím ites de la au to n o m ía" en D e se n c u e n tro s de la m o d e rn id a d en A m érica L a tin a : lite r a tu r a y p o lítica en el siglo X IX (M éxico: Fondo de C ultura E conóm i­ ca, 1989), pp. 8 2-111.

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tonomización reducía la literatura a una posición contemplativa, a una forma débil de intervención social. Su reflexión inscribe la emergencia de la poesía moderna en el drama de la virilidad, “feminizando” la marginalidad de la literatura con respecto a los discursos fuertes, efectivos, de la racionalidad estatal. De ahí se desprende, por un lado, la “nostalgia de la hazaña” (p. 209); y, por otro, el énfasis mismo con que Martí -a lo largo del Prólogo y de buena paite de su poesía- refuncionaliza el lenguaje de la guerra trasladándolo, mediante la operación metafórica, a las “batallas” del poeta solitario, nuevo tipo de guerrero, “de los li­ diadores buenos, que lidian con la lira” (p. 205). Como si de algún modo la metáfora del poeta/guerrero pudiera asegurar el vigor, la voluntad viril del sujeto, compensando la debilidad, la secundariedad, la “feminización” de la lengua que el propio Martí identificaba como uno de los riesgos distintivos de la poesía moderna. Por supuesto, ni la “feminidad” ni la “debilidad” son atributos esenciales de la poesía. Se trata, insistimos, de una respuesta a la autonomización: una representación que identificaba al nuevo sujeto lírico con las formas maleables, débiles, del pensamiento; una reacción estimulada por la sospecha de que la interiorización no sólo reducía la capacidad de intervención pública de la literatura, sino que también, en las instancias más radicales, nocturnas, de su repliegue, la pulsión estética problematizaba su relación con los contenidos ético-polí­ ticos, con la economía de la verdad, con el tejido mismo de la comunicabilidad social7. ¿No explica esto la reticencia de Martí al publicar sus dos libros de versos -Ismaelillo y Versos sencillos- así como su decisión de dejar inédita su obra más extensa, los Versos libres8? “Antes que hacer colección de mis versos me gustaría hacer colección de mis acciones”9. Sin embargo, nunca dejó de escribir poesía. A contrapelo de la sospecha, su poesía prolifera impulsada precisamente por las tensiones generadas por la autonomización; es decir, por las pugnas internas de una escritura intensificada y puesta en movimiento por la doble pulsión de ese sujeto intersticial, ubicado entre las dos patrias -Cuba y la noche- del memorable texto de Versos libres10. 7. C f. M ichel F oucault, “ The F a th e r's N o” , sobre la poesía de H ölderlin, en L a n g u a g e , C o u n te rm e in o ry , P ra c tic e , D. F. B ouchard, trad. (Ithaca: com etí University Press, 1977), pp. 68- 86. 8. Sobre la am bivalencia de M artí ante la práctica poética en el Ism aelillo. ver Enrico Mario Santí, “ Ism aelillo, M artí y el m odernism o” , R evista Ib e ro a m e ric a n a . 137, 1986, pp. 811-840. 9. Martí, C u a d e rn o s de apuntes. O b ra s com pletas (La Habana: Editorial Nacional de Cuba, 1963-75), t. 21, p. 159. 10. “Dos patrias” solía incluirse en F lores del d estie rro (La Habana: Im prenta M olina, 1933), volum en póstum o com pilado por G onzalo de Q uesada y M iranda. L a reciente edición crítica de la P o esía co m p leta (La Habana: Editorial Letras Cubanas, 1985), a cargo de Emilio de Armas, Fina G arcía M arruz y Cintio Vitier, identifica "Dos patrias” com o parte de V ersos libres.

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III

Conviene leer este poema de Martí con algún detenimiento: D os patrias D os patrias tengo yo: Cuba y la noche. ¿O son una las dos? N o bien retira su majestad el sol, con largos velos y un clavel en la mano, silenciosa Cuba cual viuda triste m e aparece. ¡Yo sé cuál es ese clavel sangriento que en la m ano le tiembla! Está vacío m i pecho, destrozado está y vacío en donde estaba el corazón. Ya es hora de empezar a morir. La noche es buena para decir adiós. La luz estorba, y la palabra humana. El universo habla mejor que el hombre. Cual bandera que invita a batallar, la llama roja de la vela flamea. Las ventanas abro, ya estrecho en m í. Muda, rompiendo las hojas del clavel, com o una nube que enturbia el cielo, Cuba, viuda, pasa...

El primer verso ubica al sujeto -inicialmente enfático, marcado por el signo de la posesión- entre dos patrias. ¿Cómo se puede tener dos patrias? Parecería que el concepto de la patria remite ahí al país natal, al lugar de origen, tan añorado por Martí en el transcurso de su largo exilio. Pero si sólo así fuera, no se explicarían ni la dualidad a la cual remite el título del poema -“Dos patrias”- ni la referencia a la noche en el primer verso. Es decir: el origen, por definición, es la fuente única de la identificación del sujeto. De ahí la paradoja constitutiva del poema en su postulación de la dualidad irreductible del fundamento. La paradoja se intensifica en la fisura introducida por el desliz entre Cuba -la patria civil, el nombre propio de la nación en ciernes- y la noche. ¿Cómo puede ser la noche una patria, la patria una noche? La noche sólo puede ser patria, por cierto, en un sentido metafórico, lo que nos lleva de entrada a pensar que el desliz entre Cuba y la noche desencadena el problemático pasaje entre el nombre propio y unívoco de la patria política y la designación metafórica. La 171

metáfora de la patria nocturna atraviesa el contexto más amplio de los Versos libres con cierta frecuencia: “A la creación la oscuridad conviene/ [...] la oscuridad fecunda de la noche” (“La noche es la propicia”). -Y las oscuras Tardes m e atraen, cual si m i patria fuera La dilatada sombra. ¡Oh verso amigo: M uero de soledad, de amor m e muero! (“Á guila blanca”)

Opuesta a la luminosidad del sol -su majestad, el rey, del segundo verso- la “oscuridad fecunda de la noche” se relaciona con la práctica específica de la poesía, la segunda patria del sujeto. El sujeto se ubica así en los límites que separan dos modos radicalmente distintos de nombrar. Se sitúa entre dos patrias, dos lógicas del sentido, dos esferas de legitimidad. Entre dos leyes: por un lado, la demanda de la nominación ético-política, la patria civil, Cuba; y por otro, la práctica rebelde, oscura, la patria metafórica de la noche, la intensidad nocturna de la pulsión estética. Allí se sitúa precisamente para proponer el paso, el nexo entre ambas leyes, el intento de superar la escisión, la fragmentación acarreada por la autonomización, y llevar la poesía de vuelta al centro de la batalla para producir allí el don de la poesía a la guerra. ¿“O son una las dos”?: la síntesis, no está de más enfatizarlo, aparece interrogada. Es cierto, sin embargo, que el poema propone la síntesis como superación de la paradoja. Esa postulación de síntesis, de lazos, de conexiones, bien puede ser el principio que sobredetermina el discurrir del poema cuya configuración despliega, desde el tercer y cuarto versos, la conjunción metafórica de las dos leyes mediante la condensación de esa Cuba viuda, oscura, que se presenta al poeta justamente cuando se retira la luminosidad del sol, la otra ley. El procedimiento metafórico redistribuye doblemente el campo de las oposiciones: separa a Cuba -la patria política- de la luminosidad del sol para trasladarla y reubicarla enseguida en el reino oscuro de la noche, dominio de la pulsión estética. Como si el sujeto postulara, mediante la rearticulación metafórica, un modo alternativo de hacer política ligado a la pulsión nocturna de la legitimidad estética, opuesta, a la luminosidad solar. Así, en otro poema de Versos libres, “Águila blanca”, leemos: Oh noche, sol del triste, am able seno Donde su fuerza el corazón revive, Perdura, apaga el sol, [...]

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Líbrame, eterna noche del verdugo, O dale, a que m e dé, con la primera Alba, una lim pia y redentora espada. Que con qué la has de hacer? Con luz de estrellas!

La luminosidad nocturna garantiza el retorno, el nuevo paso, del poeta a la acción de la batalla y a la política misma. Se trata, por cierto, de una luminosidad designada por la feminidad, por el seno de la noche, que en “Dos patrias” aparece erotizada, en esa curiosa reinscripción de la mujer fatal que rompe, bajo la ventana del sujeto solitario que la observa, las hojas del clavel. La erotización es clave: traslada el corazón, con el paso de la metáfora del clavel, del pecho del sujeto a las manos de la patria: “¡Yo sé cuál es ese clavel sangriento / que en la mano le tiembla! Está vacío mi pecho, destrozado está y vacío / en donde estaba el corazón!”. Más que una simple metáfora, ese clavel sangriento es un comentario sobre el procedimiento metafórico en tanto mecanismo de articulación, de intercambio amoroso entre el sujeto poético y la demanda patriótica11. La metáfora traslada, transporta la sangre del corazón al emblema de la flor patriótica. La metáfora garantiza el paso, no sólo entre las dos esferas de legitimidad inicialmente separadas en el primer verso, sino también entre el cueipo del sujeto y la patria. La metáfora es fundamentalmente la figura de un intercambio, portadora del don, del regalo, sobre el que se funda la interpelación patriótica y amorosa. Don que ahí se encuentra inexorablemente ligado a la muerte, al vacío del pecho destrozado que, sin embargo, registra el encuentro sublime con el Todo en que “El universo / habla mejor que el hombre”. Los versos finales, en cambio, retoman la escena de la escritura. La llama roja de la vela -otra instancia de luminosidad nocturna, que condensa el color de la sangre y de la bandera que flamea­ se postula como la condición que hace posible la escritura, la escritura como form a de la batalla. No obstante, esos versos vuelven a situar al sujeto en el espacio interiorizado y solitario desde donde ve a Cuba pasar. Casi de más está decir que ese interior remite nueva­ mente al espacio demarcado por la autonomización estética que en Martí se relaciona con la soledad del poeta moderno: “Y yo, pobre de mí!, preso en mi jaula, / la gran batalla de los hombres miro”, leemos en “Media noche” de Versos libres; “Mis ventanas / abro, ya estrecho en mí”, añade “Dos patrias”. Pero afuera la Cuba que 11. Sobre las cargas pulsionales desaladas por el patriotism o, ver Doris Somm er, F o u n d atlo n al F ictions: T h e N ational R om ances o f L alin A m erican (Berkeley: University of California Press, 1991) y Pierre L egendre, El a m o r del censor. E nsayo so b re el o rd en dogm ático, N. Giacom ino, trad. (Barcelona: A nagram a, 1979).

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pasa es una raya oscura que cruza y enturbia la transparencia del cielo, un objeto en movimiento, elusivo, inaprehensible. Lejos de cualquier tipo de síntesis, el movimiento de la raya oscura disuelve el don, la epifanía del encuentro. No hay que subestimar, sin embargo, el peso, la exasperación del intento que en buena medida decide el devenir, el deseo de la poesía martiana, y acaso el destino mismo que Martí confrontó heroicamente en Dos Ríos, entre dos ríos, en el momento de la muerte por la patria. IV Cierto es, por otro lado, que el sujeto lírico que observa la pérdida del objeto, la fugacidad de Cuba al pasar, no contiene la hetero­ geneidad de posiciones que autorizan el complejo discurso martiano. La soledad del sujeto interiorizado de Versos libres, su exilio de la patria civil, se encuentra evidentemente contrarrestada por la reinserción política de Martí hacia fines de la década de 1880, así como por la centralidad de sus intervenciones en la fundación del Partido Revolucionario Cubano en 1892 y, finalmente, por su discurso de la “guerra necesaria” que parecería superar definitivamente el aislamiento y la inacción de aquel sujeto escindido por la paradoja de las dos patrias. Discurso de la guerra que, si bien parece superar la oposición matriz entre la prioridad de los actos y la secundariedad de la palabra y las representaciones, sólo lo logra en el silencio más radical, en el reposo definitivo que le concede al poeta-soldado la muerte en el campo de batalla. Mientras vivió, sin embargo, sus prácticas discursivas se ubicaron -más que en uno u otro campo de la oposición, más que en el lugar estable de una síntesis capaz de superar las diferencias- en el recorrido de los bordes, de los umbrales que separan y que con el mismo movimiento inscriben zonas de contacto, puntos de intersección y pasaje. Conviene recordar las condiciones del pasaje del poeta en su retorno al país natal, el lúcido testimonio de la formación del sujeto soldado en los Diarios de cam paña que escribiera Martí camino de vuelta a Cuba y que se cierran sólo unas horas antes de la batalla final. Acaso como ningún otro texto martiano sobre la guerra, por el reverso mismo de la trama de la formación del soldado que allí se cuenta, los Diarios inscriben una aguda crítica de la violencia; crítica articulada desde la postulación de la necesidad de la me­ diación, de la imagen, en tanto forma capaz de contener y otorgar sentido a la energía ineluctablemente agresiva de las fuerzas re­ volucionarias: El espíritu que sembré, es el que ha cundido, y el de la isla, y con él, y guía conform e a él, triunfaríamos brevemente, y con mejor victoria,

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y para paz mejor. Preveo que, por cierto tiem po al m enos, se divorciará a la fuerza a la revolución de este espíritu -se le privará del encanto y gusto, y poder de vencer de este consorcio natural, se le robará el beneficio de esta conjunción entre la actividad de estas fuerzas revolucionarias y el espíritu que las anima12.

Para Martí, la revolución misma se encontraba dividida por una doble' pulsión: por un lado, por el despliegue de una actividad incontenible y violenta; y, por otro, por el “encanto y gusto” del espíritu que debía orientar la acción. ¿No se trata, nuevamente, de la intervención del “encanto” y del “gusto” estético en plena guerra? Martí enfatiza varias veces la oposición en los Diarios de cam paña; insistencia que sólo parcialmente se explica por sus marcados desacuerdos con el general Antonio Maceo, quien en un momento -según anota Martí- lo acusa de “defensor ciudadanesco de las trabas hostiles al movimiento militar” (p. 89). Más importante aún, la oposición escinde al sujeto revolucionario y desencadena la disputa entre las posiciones diferenciadas que intervienen en el movimiento emancipador, problematizando el sentido mismo de la violencia bélica13. Esto porque la guerra, para Martí, es el exterior temido y a la vez deseado del discurso, es la energía violenta que quiebra el orden de las formas. Por ello el movimiento revolucionario requería la intervención de otro sujeto -acaso “débil” y maleable- pero capaz de conjugar y mediar la tendencia constitutiva de la guerra a la dispersión y a la destrucción; un sujeto capaz de garantizar el sentido de su justicia. En las vicisitudes de ese sujeto se inscribe el don de la poesía a la guerra.

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MIGRATORIAS* p ara C eschi y D avid: “p eq u eñ o s viajeros en larg a tra v e sía ” (ag o sto 93)

¿Qué significa escribir en un país distinto, un lugar diferente del que el sujeto postula como propio? ¿En qué registro se constituye, a la distancia de la lengua materna, el sujeto que parte? ¿Cuáles son las líneas del territorio de la comunidad en que se inscribe? ¿Qué deja afuera? De modo un tanto paradójico, una cita de Theodor Adorno ha estimulado esta reflexión sobre las trampas de la melancolía: “En el exilio la única casa es la escritura”1. Las implicaciones de la metáfora son bastante obvias, Ante el flujo, el desplazamiento -perso­ nal, cultural y jurídico- que consigna el viaje y el cruce del límite territorial, para Adorno la escritura es un modo eficaz de establecer un dominio, un lugar propio al otro lado de una frontera. La casa construida por la escritura pareciera así fundar un lugar compen­ satorio, armado precisamente a contrapelo de presiones externas, incluida la del “peligro” del mayor o menor contacto con una lengua ajena2. La casa de la escritura es un signo transplantado que constituye al sujeto en un espacio descentrado entre dos mundos, en un complejo juego de presencias y ausencias, en el ir y venir de sus misivas, de sus recuerdos, de sus ficciones del origen.

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Se trata, entre otras cosas, de un problema de residencia y ciudadanía. Sin escatimar las diferencias irreductibles entre las fuerzas históricas que desencadenan las distintas experiencias migratorias, en esta breve reflexión sobre la escritura latina en los Estados Unidos, suspendemos de entrada el aura concedida con la palabra “exilio”. El aura del exilado familiariza la distancia, al configurarla como una breve pausa o interrupción en el devenir de una identidad continua, e inscribe al sujeto en la ficción del retorno al país natal. Incluso el que regresa siempre encuentra un país distinto. Sin embargo, también es cierto que la problemática de la residencia -esa zona de cruce entre la categoría jurídica y la subjetividad- es más obvia en el caso de la persona inscrita en redes de identificación que no necesariamente responden al proyecto del retorno al país natal. En todo caso, es evidente que al plantearnos estas preguntas nos situamos ante uno de los fenómenos históricos decisivos de nuestro fin de siglo: los flujos migratorios, los procesos de desterritorialización y redistribución de límites en el despliegue de la globalización con­ temporánea. Me parece que estos procesos obligan a repensar las categorías modernas mediante las cuales Occidente, desde hace ya varios siglos, ha concebido la problemática de la identidad y la ciudadanía. En el exilio la única casa es la escritura. ¿Qué casa puede fundar la escritura, incluso cuando enfáticamente se lo proponga? ¿De qué modo puede la escritura garantizar la residencia, el domicilio, del sujeto? Dos poemas sobre la ausencia y la separación preparan el acercamiento a estas preguntas: primero, un texto de José Martí, uno de los primeros intelectuales de la comunidad latina de Nueva York; y segundo, un poema de Tato Laviera, escritor nuyorrican contemporáneo. Aunque esta reflexión no intenta trazar la línea de un proceso histórico, sí es necesario sugerir, aunque sea de paso, que en sus posiciones tan distintas frente a la problemática del origen y la identidad, Martí y Laviera marcan dos de los límites posibles de una genealogía del discurso fundacional latinoamericanista y sus dispositivos de enseñanza3. El primer poema, “Domingo triste”, fue escrito hacia mediados de 1880 cuando Martí residía en la ciudad de Nueva York, donde vivió, por cierto, más de quince años -acaso el período clave de su vida política y de su formación intelectual-. “Domingo triste”

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forma parte de Versos libres4, libro póstumo de Martí que inscribe, con una intensidad verbal insólita en su época, la compleja expe­ riencia del desplazamiento del poeta en la modernidad. De ahí que la temática del exilio en Martí pueda leerse, más allá de la situación biográfica, como una temprana reflexión sobre la situación cam­ biante, desplazada, del escritor en la ciudad capitalista, en una sociedad orientada por nuevos principios de organización que problematizaban la relación entre la literatura y las instituciones pre­ dominantes de la esfera pública. Sin perder de vista ese contexto mayor en que se produce “Domingo triste”, aquí quisiera más bien preguntarme sobre las redes de identificación en que se inserta el sujeto en el poema: D om ingo triste Las campanas, el Sol, el cielo claro Me llenan de tristeza, y en los ojos L levo un dolor que todo el m undo mira, Un rebelde dolor que el verso rompe Y es ¡oh mar! la gaviota pasajera Que rumbo a Cuba va sobre tus olas! Vino a verme un am igo, y a m í m ism o M e preguntó por mí; ya en m í no queda Más que un reflejo m ío, com o guarda La sal del mar la concha de la orilla, Cáscara soy de m í, que en tierra ajena Gira, a la voluntad del viento huraño, Vana, sin frutó, desgarrada, rota. Miro a los hombres com o montes; miro Com o paisajes de otro mundo, el bravo Codear, el mugir, el teatro ardiente D e la vida en m i tomo: Ni un gusano Es ya más infeliz: suyo es el aire Y el lodo en que muere es suyo. Siento la coz de los caballos, siento Las ruedas de los carros; m is pedazos Palpo: ya no soy vivo: ni lo era Cuando el barco fatal levó las anclas Que m e arrancaron de la tierra mía!

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La primera estrofa sitúa al sujeto ante los límites que recortan un espacio escindido por una separación: la distancia, trazada por el mar, entre el sujeto melancólico y el lugar ausente del origen. Significativamente, aunque la separación del lugar de origen -la Cuba, del sexto verso-, sitúa al yo en una orilla, no disuelve al sujeto, sino que paradójicamente lo constituye como el portador de una ausencia, el que “lleva” un dolor. Ese dolor es la marca intensa de una pérdida que lo “llena de tristeza”. Los primeros versos de la segunda estrofa reinscriben el gesto paradójico del poitador, aunque ahora el sujeto lleva, más que un afecto, el fragmento desprendido de un cueipo íntegro originario: “Vino a verme un amigo, y a mí mismo / me preguntó por mí; ya en mí no queda / más que un reflejo mío, como guarda / la sal del mar la concha de la orilla. / Cáscara soy de mí, que en tierra ajena / Gira, a la voluntad del viento huraño, / Vana, sin fruta, desganada, rota”. La identidad del sujeto se representa ahí como un residuo, como un resto del mar, desplazado y contenido en el recipiente de la concha. Aunque Martí elude el lugar común, la concha en la orilla a su vez remite a un eco, simulacro de la presencia del mar o del objeto repetido. “Sin fruta”, el sujeto se autorrepresenta como una instancia de discontinuidad tan devaluada como la secundariedad del “reflejo” que es el yo en el noveno verso, como el engañoso simulacro del eco, o como un desecho del mar con­ tenido por la concha. Resto, simulacro, discontinuidad. Sobre la experiencia del flujo migratorio, la escritura martiana impone una economía del sentido, jerarquizando los lugares -el aquí y el allá- en una especie de topografía simbólica que hace posible la identificación del sujeto. En esa topografía el itinerario del viaje traza el proceso de una pérdida, de una desintegración. El que se va pierde y corre el riesgo, en el contacto con la tierra ajena, de convertirse en eco, en resto, en simulacro o secundariedad. El emigrante es un portador de huellas. Y por el reverso de la desposesión en que tanto insiste el poema, al otro lado del mar se erige la plenitud, la prioridad, la estabilidad de la “tierra mía”; es decir, la esencia extraviada por el sujeto emigrante. Ligada ineluctablemente a una imaginería telúrica y territorializadora, esa esencia aparece como el centro mismo de la identidad, y constituye la zona-capital, digamos, tanto de los valores que regulan las posiciones y la circulación del sentido en el texto, como del mapa simbólico que ahí fija su centro y su periferia, el interior, las fronteras y el otro lado del territorio nacional. El discurso sobre el viaje como pérdida y desarraigo insistentemente proyecta así la articulación de una retórica nacionalista que, sin embargo, no cesa de registrar el espesor de su aporía. 180

Porque a pesar del centro que ahí nostálgicamente se postula, el poema está escrito aquí -¿o será allá?-. El aquí de la plenitud es el allá del sujeto que escribe. El sujeto escribe sólo en esa orilla delineada por la separación y la fractura. Entonces, ¿qué casa puede fundar, para el exilado, la poesía? El acto de escribir aparece tematizado a partir del cuarto verso del poema: “Un rebelde dolor que el verso rompe / Y es ¡oh mar! la gaviota pasajera / Que nimbo a Cuba va sobre tus olas!”. La complejidad de la sintaxis despliega ahí una irreductible ambigüe­ dad: ¿cuál es el sujeto de “romper” en la frase? De más está enfatizar, a estas alturas, la importancia del acto de romper que abre una serie de asociaciones claves a todo lo largo del poema. Puede ser que el dolor rompa el verso. Pero también puede ser que el verso rompa el dolor, particularmente a la luz de los versos que siguen, donde, también de modo oblicuo y ambiguo, “el verso rompe y es [...] la gaviota pasajera / que rumbo a Cuba va sobre tus olas”. La metáfora que asocia la poesía con la gaviota sugiere que la escritura tiende un lazo, un encuentro con la tierra ausente. Pareciera, asi­ mismo, que gaviota pasajera sustituye (y borra), en el mismo eje de selección, a paloma mensajera, lo que nos llevaría nuevamente al acto de la escritura como misiva o mediación efectiva. Sin embargo, enseguida en el poema hay un espacio en blanco que no se explica simplemente por las exigencias métricas de las estrofas. Ese espacio en blanco marca literalmente una discontinui­ dad. Sí lo leemos así, como un elemento significativo del poema, cobran otro sentido los versos posteriores que elaboran la imaginería de la fragmentación y del ser como residuo. La imagen de la concha de la orilla, a su vez, empalma con el verso de la gaviota pasajera. La asociación se explica en la homología siguiente: el mensaje es a la gaviota lo que el eco es a la concha. Pero la gaviota es pasajera y en la lógica del poema, como hemos visto, el pasaje registra un movimiento desestabilizador, como el “viento huraño”, también contiguo a la gaviota, que hace girar al sujeto roto. Al anular la voluntad del que gira, ese movimiento sin duda se opone al fun­ damento de la raíz. Entonces la cualidad pasajera de la gaviota, criatura del viento, elucida la ambigüedad del verso que rompe. “Ya en mí no queda más que un reflejo mío”. El verso, como la casa de Adorno en el exilio, bien puede repetir algo de la plenitud originaria: inscribe una imagen, un eco de la experiencia. No es sólo el emigrante el portador de ausencias. La separación que rompe es constitutiva del acto mismo de la escritura, criatura del viento, de los ecos, de la secundariedad de los reflejos.

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El segundo poema que voy a comentar se titula “Migración” y forma parte del libro M ainstream Ethics (ética corriente) (1988) del poeta nuyorrican Tato Laviera5. De entrada, el título del poema sugiere un corte, una mínima elisión, que anticipa uno de sus procedimientos claves. “Migración”: en referencia a los desplaza­ mientos demográficos, la lengua española generalmente privilegia el prefijo -emigración o ¿«migración- que le otorga un sentido de dirección al flujo. El prefijo registra las coordenadas de un mapa que representa el proceso migratorio en función de un ir a o venir de, del inicio o final del viaje. Para los territorios entre los que se mueve el viajero, la designación de la dirección del movimiento en el prefijo despliega una oposición entre el interior y el exterior de la nación que resulta fundamental para la demarcación del territorio y, por lo mismo, para la producción de su sentido de integridad. Jurídica e ideológicamente esa oposición tiene consecuencias in­ eluctables: para el territorio que “recibe”, el sujeto que entra en su interior es un elemento extraño, una especie de prolongación física del territorio contiguo, lo que da pie a toda una tropología del “hospicio” o, en el peor de los casos, de la invasión y el contagio. Para el territorio que despide, la distancia del emigrante registra, en el mismo devenir del viaje, la integridad del territorio nacional que se cierra con su partida. Pero el prefijo es también importante en un sentido más personal. Por ejemplo, para el que se desplaza no es lo mismo designarse como e-migrante que como /«-migrante. La distinción entre la “entrada” o la “salida” fundamenta una breve y a veces dramática trama de la identidad, que bien puede enfatizar la identificación con el país de origen o la incoiporación a la sociedad a la que estaba destinado el viaje. Adentro / afuera, origen / destino: drama de la identidad, pero también narrativa de espacio, máquina territorializadora que inserta nuevamente al movimiento en la red simbólica nacional. La elisión del prefijo en el título y a lo largo del poema de Tato Laviera registra el gesto de una escritura que problematiza tanto la noción del límite que demarca la integridad de las territorialidades, como la ideologización de las nociones de “origen” y “destino” que fijan el movimiento. Pero a su vez, como en buena paite de sus otros textos, la elisión del prefijo en el título trabaja otra frontera, la de la lengua materna, que entra ahí en contacto con otra lengua, el inglés, y genera una intensa zona de cruce que nos lleva a preguntamos, nuevamente, sobre la “ciudadanía” en que se inscribe

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esta escritura. No puedo aquí detenerme en el rol que la ficción de la pureza lingüística ha jugado en la elaboración de los discursos de la identidad nacional en Puerto Rico6. Baste señalar que en esos discursos nacionalistas el contacto lingüístico cristaliza una pérdida, la marca verbal de una crisis de la identidad nacional. La crisis es una metáfora de historia médica que presupone la prioridad de un cuerpo sano cuya integridad es afectada por el contacto con un cuerpo invasor. Laviera responde: “los únicos que tienen / problemas con el vernáculo / lingüístico diario de nuestra gente / cuando habla de / las experiencias de su cultura popular / son los que estudian solamente a través de los libros / porque no tienen tiempo para / hablar a nadie, ya que se pasan / analizando y categorizando / la lengua exclusivamente / sin practicar el lengua­ je”7. En efecto, si con Laviera y Labov entendemos la lengua (la identidad misma) como una práctica, y no como un sistema inmu­ table de normas, relativizaríamos el poder de la metáfora de la crisis. Esa es, por cierto, la mainstream ethics de Laviera; su ética corriente, como añade irónicamente el subtítulo. Es el proyecto de la con­ figuración de valores -de una comunidad, de una tradición- armados con la misma experiencia que el flujo migratorio despliega en su movimiento. ¿Cómo se construye una subjetividad alternativa? “Migración” es, precisamente, una breve exploración de cómo se arma una ética, un modo alternativo, poitátil, de juzgar. El sujeto migrante es nombrado en el poema: Calavera, parte del esqueleto, pero también “sujeto sin juicio”. Calavera se sitúa, como el sujeto en'Martí, en una orilla: el East River de Nueva York, en el extremo del Lower East Side. En esa orilla, también como en Martí, el sujeto se desata en un proceso de rememoración y cita:

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“en m i viejo san juan’\ calavera cantaba sus dedos clavados en invierno, fría noche, dos de la mañana, sentado en los stoops de un ed ificio abandonado, suplicándole sonidos a su guitarra, pero: sus cuerdas no sonaban, el frío hacía daño, noel estrada, compositor, había muerto, un trovador callejero le lloraba: “cuántos sueños forjé”, calavera voz arrastrándose, notas m usicales, hondas huellas digitales.

Recordamos sin titubear la canción popular. Se trata de “En mi Viejo San Juan”, un bolero de los años cuarenta, compuesto por Noel Estrada en Nueva York. En el último medio siglo esa canción se ha convertido, como ningún otro texto, en una especie de himno de la emigración puertorriqueña en Nueva York. Y digo emigración porque la canción de Estrada es sobre todo un himno de la nostalgia, un recordatorio del pasado de un sujeto cuya identidad es definida por la esperanza de un regreso que nunca llega: “Pero el tiempo pasó / mi cabello blanqueó / ya la muerte me llama / y no pude volver al San Juan que yo amé / Puerto Rico del alma / Adiós, adiós, adiós, Borinquen querida, tierra de mi amor”. Escrito como un pequeño homenaje tras la muerte del compositor, el poema de Laviera cita la canción de Estrada casi completa. En efecto, el principio y el final de la canción son idénticos a los del' poema, en el que Calavera -un sujeto extraviado y sin juicio- intenta sacar las notas de Estrada en la guitarra. Un sujeto que busca ocupar un lugar en un camino: el poema en efecto no sólo representa el acto de la rememoración, sino que también escenifica la compleja relación entre el sujeto -Calavera-, y el clásico -el camino- de una comunidad. De entrada, notemos ya que en el poema la relación entre el sujeto desplazado y el origen se presenta como la interacción entre la memoria y un texto. Aquí no se privilegia la tropología fundacional de la tierra; aunque acaso luego veremos que sí, pero siempre de un modo mediatizado por la cita de la canción de Estrada: como si el origen fuera desde siempre, para el sujeto, un discurso saturado, una forma maleable y en permanente circulación con la cual establece -incluso mediante el pastiche- una intensa identifi­ cación. 184

También en Laviera el sujeto -calavera-, en el devenir de su constitución, emerge como un portador de huellas. Pero para ese sujeto las huellas no delinean la silueta, la traza de una plenitud ausente. La traza es más bien la.marca de las notas musicales de la canción citada, asociadas metafóricamente con esas “hondas huellas digitales, guindando sobre cuerdas”. Las huellas digitales imprimen las marcas del cueipo del cantor callejero sobre las cuerdas que desencadenan el trino del clásico. El clásico -de más está decir que hablo de un clásico popular- es incorporado por el cantor callejero, quien a su vez deja una impresión -las líneas identificatorias de los dedos- sobre las notas citadas. De ahí que las notas musicales sean doblemente “huellas digitales”: las huellas son la silueta de un archi-texto que se realiza sólo en el movimiento de los dedos del intérprete. En esa interacción radica el núcleo generador del poema, la relación entre el sujeto “sin juicio” y el camino que significa Estrada. ¿Aceptará el sujeto ese camino, ese modo de juzgar? O, más bien: ¿cómo se inserta el sujeto en ese camino, en el itinerario de la rememoración del origen que propone la canción? calavera cantaba: “adiós”, andando hacia el east river, “adiós”, a batallar inconsecuencias, “adiós”, a crear ritmos “borinquen”, a ganarle a la fría noche, “querida”, a esperar la madrugada, “tierra”, a apagar la luna, “de m i amor”, esperando el sol, “adiós”, caliente calor, “adiós”, calavera lloraba, “adiós”, sus lágrimas, “m i diosa”, calientes, “del mar”, bajando hasta el suelo, “m i reina”, quemando la acera, la carretera, “del palmar”, lágrimas en transcurso, -“m e voy”, aclimaban las cuerdas, “ya m e voy”, y pasaron por sus manos, “pero un día”, y todo se calentó, “volveré”, sin el sol, “a buscar”, y finalmente “m i querer”, las cuerdas sonaron, “a soñar otra vez”, el frío no hacía daño, “en m i viejo”, el sol salió, besó a calavera, “San Juan”, al nombre de noel estrada.

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En el trabajo de la cita de la canción, el poema de Laviera genera una serie de intensos desplazamientos. La escritura se inserta entre los versos de la canción y desarticula, con la violencia del enca­ balgamiento, la sintaxis y el sentido mismo de ambos discursos interpolados. El contrapunteo no escatima la ironía producida por el choque entre dos espacios irreconciliables: por un lado, el paisaje del lugar de origen, tal como lo construye el sujeto melancólico en la canción de Estrada, con sus diosas y palmares; por otro, el espacio urbano de la otra orilla, el East River, con sus aceras y carreteras. Como en el poema de Martí, el sujeto se sitúa entre dos orillas, pero el lugar de origen -“mi viejo San Juan”- es una cita, un lugar en una canción. La cita diluye la referencialidad del nombre -“San Juan” es un objeto mediado por la letra de la canción- y disuelve el reclamo de prioridad ontològica del fundamento. Por supuesto, el gesto de citai-, de pronunciar el nombre del lugar de origen -“San Juan”- no cesa de ser constitutivo para ese sujeto que al citar, al reinscribir las notas del bolero con sus huellas digitales, experimenta una especie de epifanía de la participación. Al marcar las cuerdas, el sujeto ocupa un lugar en la historia de la canción repetida en “coros en barberías”, por “voces dulces alejadas de borinquen”. El coro es el “pedacito de patria”. Ese es, por cierto, uno de los pocos momentos en que el poema espacializa la noción de la comunidad: la patria es cantada en barberías, en nightclubs, dice Laviera. Porque se trata, precisamente, de un modo de concebir la identidad que escabulle las redes topográficas y las categorías duras de la territorialidad y su metaforización telúrica. En Laviera la raíz es si acaso el fundamento citado, reinscrito por el silbido de una canción. Raíces portátiles, dispuestas al uso de una ética corriente, basada en las prácticas de la identidad, en la identidad como práctica del juicio en el viaje.

Agradecimientos

Casi todos los ensayos incluidos en este volumen fueron escritos en Berkeley, California entre 1990y 1995. Sus propuestas fueron inicialmen­ te elaboradas en mis cursos en la Universidad de California en Berkeley, motivados por la amable intensidad de las discusiones con mis alumnos en las aulas del Departamento de Español y Portugués. Agradezco el generoso estímulo y la amistad de mis colegas de Berkeley, particular­ mente Francine Masiello, interlocutora intensa y solidaria, y Antonio Cornejo Polar, quien le abrió un espacio en su Revista de Crítica Literaria Latinoamericana a varios de estos trabajos. Luz Mena y David Lloyd me acompañaron en los momentos más difíciles, en la calle Bancroft, cuando a veces la escritura parecía un oficio sordo y lejano. Ojalá y algunas de estas páginas también vibren con la resonancia de mis conversaciones con Yolanda Martínez San Miguel, Alfred Arteaga, John D. Blanco, John Beverley, Arnaldo Cruz Malavé, María Elena Rodríguez Castro, Oscar Montero, Antonio Vera-León, Agnes Lugo Ortíz, Silvia Alvarez Curbelo, Rubén Ríos Avila, Víctor Fowler y Joao Camilio Penna. Agradezco profundamente el generoso interés de mis amigos de Excultura Editores de Caracas y de la Universidad Andina Simón Bolívar de Quito - particularmente Eleonora Cróquer Pedrón y Fernando Balseca - quienes me propusieron la publicación del libro y se encargaron del cuidado de la edición con un esmero y una paciencia que sin duda rebasó las exigencias editoriales. A Rafael Castillo Zapata le agradezco el lúcido y solidario prólogo que acompaña la edición. Dejo también constancia de mi agradecimiento por el apoyo de la Andrew W. Mellon Foundation, la Ford Foundation, y el Committe on Research de la Universidad de California en Berkeley, cuyas becas me facilitaron la preparación de varios de los ensayos aquí incluidos.

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