¿Para qué sirve la Historia de Galicia?

August 27, 2017 | Autor: J. Bermejo Barrera | Categoría: Cultural History, Archaeology, Nationalism, Patrimonio Cultural
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Descripción

¿PARA QUÉ SIRVE LA HISTORIA DE GALICIA? José Carlos Bermejo Barrera

(traducción de ¿Para que serve a Historia de Galicia?, Santiago, Lóstrego, 2007)

Índice Dedicatoria Prólogo: Fábula de la ciudad culta Introducción: DE TE FABULA NARRATUR: pequeña genealogía de una historia Capítulo I Qué podéis esperar de la Historia. Discurso a los alumnos de la promoción 2002-2007 de la licenciatura de Historia Capítulo II ¿Deben los estudiantes fingir el orgasmo? Una contribución a la teoría politica Capítulo III El resplandor o la historia Capítulo IV El esplendor de la miseria: narcisismo y política en Galicia Capítulo V ¿De quién es el oro de nuestros antepasados? Los “bienes culturales” y sus modelos políticos



Capítulo VI Evidencia e interpretación en el estudio del arte rupestre galaico: estrategias institucionales y retórica de la ciencia en un grupo de investigación arqueológica Capítulo VII Historia y metafisica: conocimiento historico e identidad Capítulo VIII El pueblo nunca tuvo la razón Capítulo IX La dignidad de la pobreza: para otra filosofía de la historia de Galicia Capítulo X Nación, independencia y discurso político: el caso gallego. Referencias bibliográficas



Con Mar Llinares García

Este libro está dedicado a todos aquellos hombres y mujeres que vivieron en Galicia y alguna vez amaron la verdad, la bondad y la belleza.

Prólogo Fábula de la ciudad culta Quien esto escribe vive en un pequeño país que se sitúa en el suroeste de Europa, y en una ciudad de antiguo origen que se llama Santiago. En ese país y en esa ciudad tuvo lugar un acontecimiento sin parangón en el ámbito de la historia del arte, la cultura e incluso la historia política. Un político que una vez gobernó esa tierra, y que se llamaba Manuel Fraga Iribarne, antiguo catedrático de la universidad de Madrid, decidió construir una Ciudad de la Cultura de costes astronómicos y grandes dimensiones, puesto que su superficie iguala o supera la del casco histórico de la medieval ciudad de Santiago. Como eso provocó algunas incomprensiones, Manuel Fraga arguyó que tampoco fueron comprendidos Felipe II cuando hizo El Escorial, o Luís XIV al construir Versalles. No sabemos si consultó la prensa del momento para decir tal cosa (parece difícil consultar la prensa cuando no la había, pero no se puede descartar nada), pero lo que sí parece es que su amor por la historia lo llevó a equipararse con dos de los reyes más poderosos de la Europa Moderna. La Ciudad monumental se le encargó, por supuesto, a uno de los “mejores arquitectos del mundo”, que llegó de los EE.UU., que diseñó unos edificios que tendrían que ser punto de referencia obligado en la historia del arte del futuro, como lo son la catedral de Santiago o la Acrópolis de Atenas. Esos edificios deberían ser bellos, singulares, y sobre todo grandes, como el ahora paralizado palacio de la ópera, que sería uno de los mayores del mundo (para una ciudad de 1000.000 habitantes). No sabemos si los que asesoraron la construcción de la Ciudad de la Cultura, técnicos del patrimonio, profesores, arquitectos, conocen la anécdota protagonizada por el cabildo de la catedral de Sevilla. Sus miembros decidieron en su momento hacer una catedral tan grande que en los tiempos venideros se los tomase por locos, continuando así la carrera de gigantismo que en la Baja Edad Media desembocó en la construcción de catedrales góticas y garantizó numerosos desplomes. Aunque parece que los pensadores de esta ciudad comparten el gusto por la notoriedad de los canónigos sevillanos, lógico en una ciudad que convierte la religión en una exhibición competitiva en la Semana Santa (de hondas y antiguas raíces mediterráneas), hay sin embargo entre estos dos grupos de promotores urbanísticos una

diferencia fundamental: los canónigos sabían para qué querían la catedral (para practicar en ella una religión en la que creían), y estos intelectuales no saben para qué quieren la Ciudad de la Cultura. Derrotado Manuel Fraga en dura contienda electoral, se descubre que el coste de la Ciudad era aún más astronómico de lo esperado, que se debe reducir el proyecto, que hay edificios cuya función no se había definido o que eran simplemente absurdos (un Museo de las nuevas tecnologías, museo que se refuta a sí mismo). Así, cuando un nuevo gobierno llega al poder, se produce una situación insólita hasta ahora en la historia. Y es que se tiene una ciudad completa de edificios, que han de ser “paradigmáticos”, pero que no se sabe muy bien para qué sirven. Se contratan grupos de “expertos” por parte del Ayuntamiento de Santiago, de la Xunta de Galicia, y empieza un torbellino general de ideas para saber para qué sirve una Ciudad de la Cultura y cuánto va a costar. Una Ciudad con una gigantesca biblioteca que prácticamente no tendrá fondos (y quizás tampoco usuarios), en la que se diseñó un “Museo de la Historia” sin ningún contenido material, sin ningún objeto, destinado a albergar “exposiciones virtuales”. Un museo por lo tanto de imágenes de imágenes (eidola en griego), es decir, una auténtica morada de fantasmas, de apariencias si recurrimos al sentido etimológico del término. Una ciudad, además, que tiene tan difícil acceso desde la zona habitada que algún grupo político local llegó a proponer la construcción de un teleférico entre el casco histórico y el monte en el que se sitúa esta nueva acrópolis. Así está la situación en este momento (2006) en la ciudad y en la comunidad en que vivo. No es una ciudad tan extraña (quizás sólo tenga demasiada historia), sino un símbolo del comportamiento social, político e ideológico que se tiene en relación con el “patrimonio” y con la antigua historia en el mundo occidental. Si a este museo de los fantasmas acudiese Fidias, huyendo de la acusación de haber robado parte del oro de la estatua de Atenea y de su crimen de lesa notoriedad por retratarse como un dios olímpico, supongo que se reiría mucho. Él hizo la Acrópolis y coordinó las esculturas del Partenón simplemente para el uso y la vida de los ciudadanos. No pretendió ser tan trascendente, quizás porque no era un “científico del patrimonio”. Quizás Keops o Micerino comprendiesen mejor el proyecto. Ellos sí que construyeron tumbas destinadas a durar para siempre, aunque no estaban muy a favor del turismo cultural, puesto que sabían que en las secas tierras de Egipto, los ladrones de tumbas violaban siempre que podían las sepulturas con el evidente fin de “poner en

valor” los “bienes culturales”, sobre todo el que formaba la carne de los dioses del antiguo Egipto: el oro.

Introducción DE TE FABULA NARRATUR: pequeña genealogía de una historia Este libro es, en cierto modo, la historia de una desilusión, provocada quizás tanto por el transcurso del tiempo vital del autor, como por el propio desarrollo de la historia de su país, Galicia. Lo que aquí se intenta es llevar a cabo una reflexión sobre el papel que ha desempeñado, que desempeña, y que todavía puede seguir desempeñando un determinado tipo de relato, el que solemos denominar como Historia de Galicia, dentro de los ámbitos de las sociedades gallegas del pasado y del presente. Comenzaré con una reflexión autobiográfica. Yo me licencié en Historia en la Universidad de Santiago en el año 1974, cuando aún vivía el Generalísimo Franco. En aquella época la Historia de Galicia no tenía ningún estatus académicamente definido, aunque los escasos trabajos de investigación que se habían venido haciendo en el ámbito de la Universidad de Santiago se referían mayoritariamente al pasado gallego. No precisamente por patriotismo, sino simplemente porque se trataba de la realidad más cercana que se podía estudiar con la documentación y la escasísima bibliografía existentes. Cuando yo estudiaba, el mundo histórico se dividía en dos, desde un punto de vista administrativo, tal y como reflejaban las memorias de oposiciones a cátedras. La Historia, según sus épocas, se dividía en “Universal” y “de España”. No es que se pretendiese sostener que España no estaba en el universo histórico (aunque a veces parecía que sí), sino que lo que más bien se suponía era que la Historia Universal se estudiaba y se explicaba, pero no se investigaba. Y eso era así por dos razones: en primer lugar porque se entendía que cualquier investigación histórica era algo muy concreto, elaborado a partir de unos documentos (y los únicos documentos manejables, por razón de lengua y proximidad, eran los referidos al pasado gallego), y en segundo lugar porque nadie habría sido capaz de crear una visión global original del conjunto del devenir histórico. Algunos profesores podían escribir un libro de texto, pero se sobreentendía que lo harían resumiendo otros ya existentes. No sólo no había Toynbees, Spenglers o Braudeles en Santiago, sino que además la posibilidad de pensar en su existencia podía ser objeto de una sonrisa benévola y autocomplaciente como sólo la pueden tener aquellas personas que creen “controlar” intelectualmente un campo académico, debido precisamente a que la estrechez de sus horizontes les hace pensar en la exigua finitud del mundo (en este caso histórico).

Junto a estos historiadores de Galicia malgré soi (historiadores de Galicia obligados por la vida de provincias), surgían en la Universidad de Santiago otro tipo de historiadores que defendían una concepción militante de la Historia de Galicia, tanto desde las perspectivas más o menos difusas de las izquierdas, como pretendiendo continuar la truncada tradición nacionalista. Para ellos la Historia de Galicia era una reivindicación, algo marginado que había que intentar incluir en el ámbito académico, no sólo en la esfera de la investigación (donde ya estaba más que nada por puro provincianismo), sino también en el ámbito de la docencia. Para estos historiadores de mi generación, la Historia de Galicia era una reivindicación, una reivindicación que, una vez conseguida, pondría fin a un pequeño ciclo histórico: el del desarrollo de la propia historiografía. Sus ilusiones no sólo estaban en la historiografía, sino también en la propia transformación de la Universidad y de la sociedad y los sistemas políticos de Galicia y de España, en los momentos en los que el Generalísimo Franco era marcialmente enterrado tras una larga y televisada agonía. Pasados pocos años desde la muerte de nuestro dictador tuvo lugar un pequeño acontecimiento historiográfico, del que también fui coprotagonista, y que,visto desde el presente, podría ser analizado como un claro anuncio del provenir. En el año 1980 una editorial española, Alhambra, muy conocida por la publicación de libros de texto, más científicos que humanísticos, promueve la redacción de una Historia de Galicia, que aparecería simultáneamente en gallego y castellano, de la que eran autores José Manuel Vázquez Varela, el que suscribe, María del Carmen Pallares Méndez, Ermelindo Portela Silva, José Manuel Pérez García y Ramón Villares Paz. Se suponía que representábamos la nueva tradición académica que integraría en la docencia y la investigación esta disciplina, hasta entonces relegada, y en ese sentido el libro intentó ser una síntesis de lo investigado hasta el momento. Esto no hubiese sido significativo si no fuese porque la Caja de Ahorros de Galicia decidió promocionar el libro regalándolo (es un decir) a cada persona que abriese una Libreta de Ahorros con 10.000 pesetas. La promoción fue un éxito y el libro se agotó, no se sabe si por la gran demanda de historiografía de la sociedad gallega de aquel entonces, o porque se trató sólo de otra exitosa campaña de promoción comercial. De todos modos, en la ruleta de la historiografía parecía haber ganado la banca, aunque se tratase de esa forma peculiar de la banca que son las Cajas de Ahorros.

En esos años hubo en toda España un boom editorial de la Historia, sin duda por la fuerza que tiene lo que Freud llamó el “retorno de lo reprimido”. En Galicia se reeditaron las Historias de Galicia de Vicetto y Murgía, en gran formato, a gran precio, para que compradas a plazos ocupasen en los salones domésticos el espacio físico que no tan seguramente se correspondería con el espacio intelectual de sus propietarios. A partir de ese momento se publicaron numerosas Historias de Galicia, algunas con varias reediciones, como la de la Editorial Alhambra, ampliada y reeditada bajo otro sello. Algunos autores, como Ramón Villares Paz, supieron hacer de sus propias Historias de Galicia en pequeño formato un referente fundamental, que sí sería leído, frente a los cada vez más monumentales proyectos, como los de la Editorial Hércules, cuyo volumen tiende a hacerlos impenetrables. Y con esos proyectos continuamos, tejiendo y destejiendo pequeñas o grandes variaciones, como en una obra de Bach. No voy a hacer una crónica bibliográfica de toda esta rapsodia histórica, sino a centrarme en un funesto presagio: el de las Libretas de Ahorro y las historias de Galicia, del que fui inconsciente cómplice junto con otros compañeros de escasos sueldos, débil estatus académico y grandes ansias por aprender, y también, por qué no decirlo, de ser reconocidos, puesto que el deseo de reconocimiento es uno de los grandes motores de la vida académica. Para comprender dónde estamos en este momento, lo que es el fin de la genealogía nietzscheana y de la genealogía de la Historia (Bermejo Barrera y Piedras Monroy, 1999) será necesario hacer tres cortes en el tiempo, que nos permitan, tal como lo harían tres estratos arqueológicos, a veces superpuestos y en otras ocasiones entrelazados, comprender cuáles son las formas en las que se puede hablar hoy de la Historia de Galicia, puesto que, aunque se refiera a la realidad, la Historia es básicamente una construcción verbal socialmente compartida. Para ello partiré de una definción de la Historia que he establecido en otro lugar (Bermejo Barrera, 2005), según la cual la “Historia es la reconstrucción fragmentaria de un mundo desaparecido, la Historia es la evocación de una ausencia y la expresión finita de un deseo infinito”. Los historiadores no podemos ver el pasado; lo reconstruimos a partir de los documentos, y en esa reconstrucción simultáneamente intentamos describirlo (a través de la narración) y analizarlo, gracias a los métodos de otras ciencias sociales y humanas. Ahora bien, como ese pasado no es observable, debemos establecer formas de imaginarlo, de representarlo, de modo que consigamos hacer presente ante nosotros un

mundo ausente y definitivamente desaparecido (se pueden utilizar para ello textos, imágenes, o técnicas de representación virtual). Esos esfuerzos de descripción, análisis y evocación forman parte de una búsqueda sin término, razón por la cual la historiografía evoluciona, y esa búsqueda es a la vez la expresión de un deseo de conocer la realidad del pasado, y del deseo de aceptar o transformar la realidad del presente, un deseo tan inagotable como el propio deseo de vivir. Dejando a un lado los debates acerca de si la historia es sólo una mera narración o también algo más, debemos admitir sin discusión que la historia de un país, o de una nación, tiene que ser necesariamente un relato. Un relato que desemboque en el presente y que establezca un punto de partida, más o menos complejo. Todas las historiografías nacionales tienen una estructura en común, como también la tienen los poemas épicos, o las novelas de diferentes tipos. Y admitir esa estructura es algo inevitable. No obstante, caben muchas variaciones, como en una fuga de Bach, y sobre todo a esos tipos de relatos se le pueden otorgar diferentes sentidos sociales y políticos. Todos los relatos poseen, según Kenneth Burke (Burke, 1969a; 1969b), una estructura común, que también se le aplicaría al relato nacional. Esta estructura sería la siguiente: Acto- Escena- Agente- Medios- Fin. La historia de una nación es un episodio dramático que transcurre en un tiempo definido y concreto y que posee un determinado sentido. Dicha historia transcurre en un escenario que es la tierra patria, o el ámbito geográfico de un país, un escenario indisociable de esa misma historia, hasta el punto de que muchos historiadores desde la Antigüedad hasta el presente han intentado establecer vínculos (deterministas o no) entre la geografía y la historia nacional (Glacken,1996; Baker, 2003; Martin, 2005). Pero esa narración tiene que tener un protagonista, un sujeto, o un agente, y en una historia nacional ese agente es el pueblo, definido ya sea racialmente, como en el siglo XIX o en el nazismo, o lingüística y culturalmente, o de una forma mucho más compleja, si se lo entiende además en clave económica y social. Dicho pueblo puede ser definido, desde un punto de vista temporal, como un sujeto continuo ontológicamente, cuya auténtica esencia se encuentra en los orígenes (ya sea el pueblo germano, en Alemania, el galo en Francia o el celta en Galicia), o como el resultado de un proceso histórico. En el primero de los casos la verdad más radical y el mayor grado de autenticidad se encuentran en los orígenes, mientras que en el último la verdad de la historia se encontraría en el futuro. En el primero de los casos la nación es una esencia y

una realidad externa y objetiva, independiente prácticamente de la voluntad de sus miembros; en el segundo la nación es sobre todo un proyecto que depende de la voluntad y el consenso de sus conciudadanos. De acuerdo con esa concepción del sujeto narrativo, el historiador desarrollará dos tipos de dinámicas en su exposición. Si la concepción del sujeto es esencialista, el historiador intentará establecer una dinámica dentro/fuera; nosotros/ellos, intentando asociar lo bueno y noble con el “nosotros” y lo malo y perjudicial con el “ellos”. Esa fue la dinámica de muchas historiografías nacionalistas del siglo XIX, en el que, como decía Leopold von Ranke, la vida de una nación se apreciaba en el campo de la política exterior, y sobre todo en el mundo de la guerra, en el que el sujeto nacional se enfrentaba a otros sujetos con toda su vitalidad. De acuerdo con esta concepción, como decía J.B. Bury: “la historia es la política del pasado y la política es la historia del presente”, y esa política es básicamente la política exterior. Esta será la concepción histórica de Manuel Murguía en el caso gallego. Para él el sujeto histórico de su narración es objetivo, está unido a las ideas de raza, lengua y cultura, es inmutable a lo largo del transcurso histórico, fue auténtico en sus orígenes, y la dinámica de su devenir temporal consistió en una constante dialéctica entre lo exterior y lo interior: nosotros y ellos. En un relato, el agente o sujeto maneja medios para la conquista de sus fines y se opone a obstáculos. Si triunfa consigue dar sentido a su relato, y ese sentido es el fin del mismo. Si se trata de un pueblo que no está políticamente constituido como estado, el fin de la narración será una especie de encuentro. Pero no entre los dos protagonistas, como en una historia de amor, sino entre el pueblo y el pueblo mismo, en tanto que consigue autodeterminarse: hacerse con las riendas de su destino y conocerse a sí mismo. Y es en el autoanálisis donde los historiadores sin duda estamos destinados a desempeñar un papel privilegiado. Para comprender la historiografía gallega debemos tener en cuenta dos factores. En primer lugar las circunstancias externas de su propio desarrollo, y en segundo lugar las diferentes posibilidades de construcción de la misma, unidas, qué duda cabe, a las propias circunstancias externas que la condicionan. Ya habíamos dicho que la Historia de Galicia no tuvo reconocimiento académico hasta fines del siglo XX. Ello se debió a las circunstancias políticas y a la evolución del propio Estado español, que no otorgó a Galicia consideración política diferenciada hasta llegar a la Constitución Española de 1978.

Los principales historiadores de Galicia fueron outsiders académicos, sin formación profesional y con competencias limitadas, como en el caso de Benito Vicetto, o con la formación profesional de los demás historiadores españoles, como en los casos de Murguía y Risco, que se forman en Madrid, además de historiadores autodidactas enormementes dignos, como Florentino López Cuevillas. Este extrañamiento académico se mantuvo hasta fines de los setenta del pasado siglo, y explica, junto a la militancia política regionalista o nacionalista, la perduración en el tiempo de modelos antiguos, como el de Murguía, perfectamente comprensible en el momento en el que lo creó. Podíamos definir ese modelo como: 1. Historicista, plenamente narrativo y poco analítico 2. Esencialista, puesto que concibe un sujeto del relato plenamente objetivo e inmutable en el tiempo 3. Diádico, puesto que establece una dialéctica muy sencilla : exterior/ interior, nosotros ellos, intentando ver en el exterior el origen de todo lo negativo; de ahí su interés en los enfrentamientos bélicos: Monte Medulio, Irmandiños, característicos de la historiografía de su época. La validez del modelo murguiano se puede explicar, primero porque es parcialmente verdadero, (como cualquier otro intento parcial de reconstruir la realidad), y además por el mantenimiento de las circunstancias adversas al autogobierno gallego, desde la época en la que él escribe hasta 1978. En esas circunstancias esa tradición historiográfica estuvo unida a una determinada militancia política, que la mantuvo viva al margen de la tradición académica. Y si no se renovó fue porque en lo esencial las circunstancias externas no cambiaron, y porque, por otra parte, la historia académica en Santiago, desde fines del siglo XIX a finales del siglo XX, tampoco fue ningún modelo de renovación metodológica. Llamaré a esta tradición extraacadémica la tradición oculta (oculta para el mundo académico y para la mayor parte de la sociedad y la totalidad del sistema educativo). Y esta tradición oculta volvió a renacer cuando la Caja de Ahorros de Galicia injertó la Historia en las Libretas de Ahorro, siguiendo el ritmo de una dialéctica hegeliana que, como es de esperar, tiene que desembocar necesariamente en el presente, desde el que inevitablemente hablamos. El modelo historicista, según el cual la Historia es la historia de una nación y un pueblo, que se enfrenta constantemente a otras naciones y pueblos, una vez que ha

conseguido su unidad, se impuso en España junto al proceso de institucionalización de la disciplina histórica en el siglo XIX (Álvarez Junco, 2001). Aunque será un proceso fallido, como pone de manifiesto la propia existencia de una historiografía gallega extraacadémica. La renovación historiográfica española, y consecuentemente gallega, a partir de los años sesenta del siglo XX, consistió en introducir con bastante retraso los modelos franceses e ingleses de historia económica y social, junto con un marxismo que muchas veces fue más un sentimiento político difusamente compartido que una estricta metodología histórica. En la época en que mis compañeros y yo escribíamos esa pequeña Historia de Galicia para mayor gloria de la Caja de Ahorros de Galicia, sonaba bien ser “marxista”, aunque no se supiese del todo qué era eso. Pero también se decía que la verdadera historia era la económica y social en versiones más o menos estandarizadas de algunos autores de los Annales franceses. Una historia que llegaría a convertirse en un cliché luego innumerables veces repetido. Una historia escalonada, desde los condicionamientos geográficos y la demografía, ascendiendo por la pirámide de la economía y la sociedad, para acabar en la política y dejar un poco arrinconada a la mentalidad o a la ideología, esa “loca de la casa”, con la que nadie sabía muy bien qué hacer, y que era mejor que viviese en la buhardilla, como algunos locos privilegiados en el Antiguo Régimen, o como el eterno moroso de “13 Rue del Percebe”, un cómic que todos los historiadores de mi generación habíamos leído. Esa nueva historia académica, perfectamente reflejada en los capítulos de nuestra historia de Galicia, sobre todo a partir de la Edad Media, va a verse injertada, por parte de los especialistas en Historia Contemporánea en el modelo historicista murguiano, prácticamente indemne. Y ello fue casi inevitable porque no había otro modelo de “historia nacionalista”, que es lo que se quería hacer por parte de los contemporaneistas. Surge así un relato historiografíco híbrido que tendría las siguientes características: 1. En el desarrollo de la Prehistoria e Historia Antigua no se siguen modelos tradicionales, puesto que el peso de los datos en esos campos puede obligar a cambiar mucho la narración. De todos modos, en el caso del mundo castreño, sigue en vigor la obra de López Cuevillas, lo que se explica tanto por su calidad, como por la incapacidad de hallar otro modelo alternativo para entender esa época. Por el contrario, la época romana siguió bastante desatendida (hasta casi fines del siglo XX) por

recaer sobre Roma y su imperio los prejuicios del “poder central”, que pareció asociar Roma con España y la conquista romana con la primera derrota del pueblo gallego, siguiendo el modelo narrativo de Murguía. 2. Las edades Media y Moderna se ajustan con más claridad al modelo estratificado de los Annales, injertándose únicamente en ellas la tradición oculta con las postrimerías de la Edad Media y la Revuelta Irmandiña, por ser ese un tópico murguiano poco querido por algunos académicos, pero muy apreciado por parte del discurso nacionalista. En el ámbito de esos períodos la Edad Moderna aparece como oscura para la tradición oculta, y quizás por ello la investigación histórica estandarizada no se vio sometida a ningún injerto. 3. En la historiografía de Edad Contemporánea es donde se produce ya no un injerto de tipo metodológico o ideológico, sino una clara bipolaridad. Por una parte se mantiene el esquema estratificado de tipo académico, que políticamente es bastante neutro, pero por otro lado a esa misma historia desideologizada, y con una cierta tendencia hacia la ideología tecnocrática y de la gestión de recursos, se le superpone una historia política de Galicia que es básicamente una historia del movimiento regionalista o nacionalista gallegos, que parece llevar una doble vida: en las épocas anteriores parecía haber desaparecido la historia política, y sobre todo la

historia política escrita con tal precisión y detalle

(explicables no sólo por la importancia del tema, sino también por el carácter minoritario que ese movimiento tuvo hasta fines del siglo XX, y que permite desarrollar ese amor por los pequeños detalles). La fusión de la tradición oculta y la tradición académica permite explicar perfectamente la estructura metodológica de prácticamente todas las Historias de Galicia publicadas hasta el presente, entre las cuales podríamos volver a destacar la nueva versión de la Historia de Galicia de Ramón Villares (Villares, 2004). Sin embargo, para continuar con nuestra narración o con esta fábula, en la que, como su título indica, hablamos de nosotros mismos, tendremos que abandonar el campo de la investigación y la metodología históricas y volver al mundo exterior, en el que la Historia de Galicia ha adquirido una nueva función, tal y como presagiaba el injerto de libro y libretas de ahorro patrocinado por Caixa Galicia.

Y es que ahora, en 2008, la Historia de Galicia sigue intelectualmente como estaba hace unos veinte años. Se han llevado a cabo buenas investigaciones y realizado interesantes aportaciones en diferentes campos. Destacaría, por ejemplo, la Historia da cidade de Santiago de Compostela, coordinada por Ermelindo Portela Silva (Portela Silva, coord, 2003), a pesar de que diferentes autores sostienen opiniones contrarias sobre un mismo tema (lo que si bien es sano y habitual entre historiadores profesionales, puede llegar a confundir al lector no profesional), como en el caso de la Catedral de Santiago y su importancia en la cultura letrada, negada por una autora y afirmada por otros. La calidad de las investigaciones, sin embargo, no es ya lo fundamental, sino la transformación externa de la Historia de Galicia, la Cultura Gallega y todo un mundo de industrias que pretenden desarrollarse en torno a ella, no tanto basándose en el logro de legítimos beneficios en el mercado, como en la consecución y el control de los caudales públicos. Desde la aprobación del Estatuto de Autonomía de Galicia todos los partidos políticos pasaron a apropiarse (yo diría que a expropiar) el patrimonio intelectual del nacionalismo gallego. Muchos nacionalistas saludaron eso con alborozo, porque creían que eso suponía una especie de triunfo moral de una causa tantas veces derrotada. Sin embargo ello no fue así. Los antiguos lemas, puestos en todas las bocas, perdieron su sentido, las palabras dejaron de significar lo que significaban y se convirtieron en lemas cada vez más vacíos. Y no sólo las palabras: símbolos como el cadáver de Castelao recibieron honores por parte de aquellos, o de los sucesores de aquellos, a los que él nunca se los hubiera pedido. Como el ejercicio del poder político autonómico requiere de una justificación histórica y cultural (de otro modo Galicia como “nacionalidad histórica” no tendría sentido), cada cual alaba más la importancia de la Historia de Galicia, de la Cultura Gallega y de su lengua. Nadie se atreve a hablar en su contra, o a poner en duda su valor. Pero no porque se lo crean, sino porque lo contrario es políticamente inviable. El mundo de Galicia y su cultura es el mundo de la cultura oficial, junto al que parece sobrevivir otro mundo diferente. En realidad la mayor parte de los políticos no creen en absoluto en las palabras que usan, como cuando yo y mis compañeros coautores del libro citado teníamos que jurar la bandera en el ejército de Franco. No hablan en contra porque o bien son oportunistas, o bien porque no le ven sentido en el momento presente, y por eso, siguiendo el presagio de los libros y las libretas de ahorro, lo que ahora todos los partidos dicen es que la cultura es rentable, y

que el Estado debe apoyarla para favorecer el desarrollo económico. La cultura se compra y se vende (muchas veces es verdad, como cuando se compra un libro) y como nadie parece creer que la cultura le interese ya al pueblo que gobierna, quizás porque haya algunos políticos radicalmente incultos, se crean nuevos destinatarios culturales, los turistas que vienen a vernos, en un mundo en el que la cultura es sólo un simulacro. Este es el mundo en el que vivimos, y que a algunos ingenuos nos causa cierta desilusión. A denunciar la concepción de la historia y la cultura de ese mundo se dedican los capítulos 1, 2 y 4 de este libro. Este es un mundo de políticos y profesores autocomplacientes que se sienten muy a gusto en él, quizás porque algunos también se puedan lucrar económicamente, de una forma legal, por supuesto, pero quizás moralmente censurable en algunos casos. A sacar a la luz esa autocomplacencia de la propia Universidad dedico el capítulo 3, único testimonio en contra del supuesto Quinto Centenario de la Universidad de Santiago, que celebró la fundación de una Escuela de Gramática (o escuela primaria) en 1495 como si fuese la fundación de sí misma, casi setenta años posterior, y que cayó en el más triste discurso de la auto alabanza y falta de espíritu crítico. Hito parangonable a la celebración de los veinticinco años de la fundación de la Universidad de la Coruña en 1991, tras haber sido legalmente creada en 1990 (se celebró la construcción de un edificio, la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Santiago en A Coruña, del que por cierto la actual Universidade de A Coruña ni siquiera es todavía propietaria en 2008). La segunda parte del libro, los capítulos 5,6,7 y 8, uno de ellos en colaboración con María del Mar Llinares García, Decana desencatada y compañera inseparable, analiza estos problemas en los casos de la Prehistoria, la Antropología y la Historia Antigua, y en ellos se trata de poner de manifiesto la necesidad de renovar metodológica y políticamente la Historia y las ciencias sociales y humanas en Galicia, por lo menos de modo que los conceptos de esos saberes y lo que en otro tiempo supusieron de compromiso con la realidad económica, social y cultural de aquellos pueblos y personas que se vieron desfavorecidos por el propio devenir de la historia de Galicia no puedan ser mencionados en vano por parte de quien no cree en ellos, y sólo espera transformarlos en algún tipo de beneficio. El 19 de mayo de 1762 nació en Ramenau, en la región de Lausitz (en la actual Alemania) un niño que se tuvo que dedicar a ser pastor de gansos. El niño, Johann Gottlieb, tenía una memoria extraordinaria. Se daba el caso de que el señor feudal del pueblo se llevaba mal con el párroco local, y por eso no iba a la iglesia. Un día quiso

escuchar un sermón del pastor (luterano), pero llegó tarde a la iglesia. Sin embargo, los paisanos del pequeño Johann Gottlieb, pastor sólo de gansos, que conocían su capacidad de memoria, dirigieron el noble a él. El niño fue capaz de recitar íntegro el sermón. Por esa razón el señor feudal se hizo cargo de su educación. El niño Johann Gottlieb se apellidaba Fichte y se convirtió en uno de los grandes filósofos del idealismo alemán, creador además de una de las primeras doctrinas del nacionalismo. Como Fichte era de origen campesino, siempre creyó que entre el pueblo an sich (en sí) y el pueblo fúr sich (para sí), siempre habría una brecha insalvable, y no sólo porque los intelectuales alemanes fuesen de origen urbano. Por eso Fichte nunca creyó que nadie pudiese hablar con plenitud de derechos en nombre de pueblo alemán. Quizás por eso fue desposeido de su cátedra, y acusado de ateismo. Han transcurrido dos siglos después de Fichte, el nacionalismo alemán y otros nacionalismos consiguieron alcanzar grandes cimas en todos los campos de la cultura, aunque también se hundieron en profundos abismos, de los que el nacionalismo español también puede dar ejemplos. Fichte y contemporáneos suyos como los hermanos Grimm recogieron los mitos y los cuentos orales de los campesinos alemanes, estudiaron su lengua y se preocuparon por la conservación y el estudio de los escasos testimonios de nuestros antepasados que la fría guadaña del tiempo deja sobrevivir. Lo hiceron porque creían que eso tenía sentido, y porque, como dijo una vez el maestro de Fichte, Inmanuel Kant, hijo de un zapatero, es necesario distinguir aquello que tiene dignidad de lo que solo puede tener valor.

Capítulo I Qué podéis esperar de la Historia. Discurso a los alumnos de la promoción 2002-2007 de la licenciatura de Historia Queridos alumnos de la licenciatura de Historia de la promoción 2002-2207, queridos padres (bueno, ya que habéis seguido el criterio de no invitar a las altas autoridades académicas, ya dejo de decir queridos, pues a la autoridad en general se le debe aplicar cualquier adjetivo menos éste). En primer lugar quisiera agradeceros la confianza que en su momento depositasteis en esta Facultad, cuando decidisteis dedicar varios años de vuestra vida al estudio de la historia, confianza que conseguisteis que vuestros padres compartiesen. Dicho esto os confieso sinceramente que no sé como se os pudo ocurrir elegirme como representante del profesorado de vuestra licenciatura para hablaros en este acto, quizás debisteis pensar que la famosa sentencia de Groucho Marx: “nunca me merecería respeto un club que me aceptase como socio” podría ser de aplicación en mi caso, puesto que me caracterizo, como ya sabéis, por ser bastante poco indulgente con las notorias deficiencias de nuestro sistema universitario, que todos vosotros habéis tenido que sufrir. Yo creo que en nuestra universidad hay poca tradición en estos discursos de fin de la licenciatura, que todos conocemos más bien por la televisión y las películas norteamericanas. Por eso me entra la duda de si lo que tengo que hacer a continuación es un monólogo del tipo “El Club de la comedia” o un discurso solemne, en el que todos nos regocijemos hablando de la importancia de nuestros estudios y solicitemos de la sociedad gallega no sólo su compresión para con nosotros, sino también, sus recursos económicos para mantenernos. Intentaré, pues, mantenerme en un punto intermedio entre Hegel y Buenafuente y destacar consecuentemente en ambos registros la importancia de lo que para mí, y me gustaría que para vosotros, sería la idea más importante que se puede aprender a través del estudio de la Historia. La historia de la humanidad no es más que un paseo por el amor y la muerte, dos principios contradictorios, pero estrechamente solidarios. Nosotros los historiadores somos los únicos profetas capaces de predecir el pasado e intentamos con grandes esfuerzos reconstruirlo fragmentariamente, evocar a las personas desaparecidas que vivieron en él y expresar en un marco siempre forzado el infinito deseo de vivir.

La historia de la humanidad es el resultado de un proceso contingente en el que una especie animal muy frágil, y que al fin y al cabo, - como decía Nietzsche - no es más que una enfermedad de la piel de un planeta llamado Tierra, consiguió, con algunos avances y muchos retrocesos, mantenerse todavía viva, sin saber si está destinada a perdurar para siempre, o si un día se verá abocada a una futura extinción, que hoy en día muchos comienzan a considerar más que probable. A mi me gustaría que aprendieseis que lo fundamental para comprender la historia de nuestra especie son las ideas de contingencia y fragilidad, y que si todavía seguimos vivos en el presente es porque el amor aun sigue consiguiendo vencer a la muerte. De la misma manera, yo también pienso, y ya sabíais que lo pensaba cuando me elegisteis, que los dos errores capitales de los historiadores son la pretensión de totalidad y su incurable tendencia a asociarse con quienes ejercen el poder político. Decía Luciano de Samosata, en su opúsculo: “Cómo se escribe la historia”, que todo historiador debe siempre decir la verdad, en la medida en que pueda, y sobre todo no adular a los poderosos. Partiendo de estas dos ideas me gustaría hacer una pequeña reflexión sobre la utilidad y los inconvenientes que la historia podría tener para vuestras vidas, ya que, si la historia no os sirve para vuestras vidas, es que no sirve para nada. Estamos en el Paraninfo de la Universidad de Santiago, un salón de comienzos del siglo XX, pintado y decorado en un estilo que parece ser más propio del siglo XVIII y su periodo rococó, y en el comparten silenciosamente el espacio: una musa con un microscopio acercándose al templo de la diosa Atenea, el escudo de la República Española, que contempló desde las alturas el retrato del General Franco, sin que nadie pareciese haberse dado cuenta, - retrato que todavía se conserva en nuestra universidad, aunque parece que nadie sabe lo que hacer con él; y una inscripción conmemorativa a los “Caídos por Dios y por España”, que no fue redactada por unos estudiantes movilizados a la fuerza en la Guerra Civil, que lucharon con Franco porque les tocó estar en el lado en donde el golpe de estado triunfó inmediatamente - del mismo modo que hubiesen tenido que hacerlo al revés en el caso contrario, y de los que, además del nombre, no sabemos ni cuales eran sus filiaciones políticas - en muchos casos - ni tampoco lo que pensaron un poco antes de morir. Sus nombres están recogidos en esa inscripción, que redactaron los vencedores y que pasó a estar discretamente ocultada, por un cuadro, o por una bandera, porque tampoco nadie supo que hacer con ella.

Por suerte para vosotros, y para todo el mundo, la circunstancia histórica de esos estudiantes muertos, y de tantos otros muertos que no aparecerán en ninguna inscripción conmemorativa, es muy diferente al la circunstancia actual. Hace ya muchos años que no hay grandes guerras en Europa, después de que la Segunda Guerra Mundial hubiese dejado 60 millones de muertos, aunque sí hay y hubo tras esa guerra otras muchas guerras en el mundo. Por suerte también los estudiantes no pueden ser movilizados, porque el servicio militar obligatorio ha sido suspendido en gran número de países, precisamente en función de esa situación de paz aparente. Sin embargo, cuando digo suerte no quiero decir que vuestra circunstancia sea fácil, ni mucho menos que viváis en ese mundo perfecto que está en los discursos de nuestras autoridades académicas y políticas. En primer lugar porque vuestro futuro, y el de todos nosotros, es frágil e incierto, y en segundo lugar porque vuestra generación se ve y se verá enfrentada a una situación histórica nada fácil, caracterizada por la precarización del empleo, por la pérdida del valor de los títulos académicos, y por la omnipotencia de un mercado cada vez más omnipotente, que genera un orden social en el que los discursos triviales, las palabras vacías, las mentiras y la doble moral han pasado a convertirse en nuestro sistema de valores dominante. Frente a este maravilloso mundo en el que la estupidez parece haber desplazado definitivamente a la inteligencia, en el que la demagogia política extiende sus redes de falsas promesas y verdades a medias, y en el que se alaba el valor de la libre competencia, sobre todo por quienes manejan a su antojo los recursos del Estado, vosotros, como historiadores, y la universidad como institución, deberíais ser conscientes de que vivís en un entramado de derechos y deberes. Vosotros depositasteis vuestra confianza en esta facultad y en nosotros, vuestros profesores, y me temo que esa confianza pueda haber sido defraudada, por parte de una sociedad que no garantiza el empleo de los titulados en sus campos de trabajo específicos, y por parte de un sistema educativo que parece estar más atento a reproducirse a sí mismo y a defender los intereses de aquellos que vivimos de él, que a buscar el bien común y a defender el interés general. Quizás por esta razón estáis cada día más desilusionados, puesto que sois conscientes, por ejemplo, de la estrecha vinculación entre la historia y las diferentes ramas de la hostelería, de que en esa llamada sociedad del conocimiento parece quererse dar un papel cada vez más reducido a lo que fue el mundo de la cultura escrita,

pretendiendo, en aras de la banalidad dominante, sostener que los historiadores solo seríamos útiles si pudiésemos producir beneficios económicos en el campo del turismo y de las llamadas industrias de la cultura. Frente a este discurso, totalmente falso, no avalado por ningún tipo de estudio económico y que es más bien el reflejo de un tipo de líderes políticos que parecer pensar: “dónde está eso de la cultura que lo compro”. Y si lo compra, a su vez sólo será para ganar más votos, que, a su vez, le darán más acceso a los recursos públicos. Yo quisiera aquí reivindicar la dignidad de la historia como conocimiento, mi dignidad vuestra dignidad y la dignidad del pueblo gallego, diciendo que la historia no se escribe para entretener a los turistas, sino para contribuir al proceso social de nuestra educación. Ya sabéis que desde comienzos del siglo XIX, cuando se institucionalizan los estudios de historia en las universidades, la historia fue inseparable de la creación de los sistemas nacionales de educación. La misión de los historiadores consistió en enseñar a los niños y a lo adultos que su pasado podía ser explicado racionalmente, o por lo menos que así se podía intentar. Para poder hacerlo, los historiadores quisieron que los pueblos fueran conscientes del valor que como símbolos y como documentos podían tener viejos manuscritos, carcomidos pergaminos o castillos, catedrales y antiguos poblados abandonados ahora en ruinas. Con todo ello los historiadores consiguieron hacer verosímiles algunas visiones del pasado, pero en ellas a veces escondieron su odio, su fanatismo y su intolerancia, que fueron compartidos por sus conciudadanos, y de los que esa inscripción, ahora vergonzosamente ocultada, es una buena prueba. Sin embargo, ello no era necesario, porque con los precarios medios del historiador y los casi siempre miserables restos que nos deja el pasado, también podemos hacer que la historia contribuya, a su manera, a hacer que los valores de la tolerancia, el diálogo y la racionalidad sean los valores dominantes. Y eso sólo será posible, si reivindicamos el valor de la educación. La misión de los historiadores es buscar la verdad, contribuir al logro del bien común e intentar que todo el mundo pueda apreciar que en el recorrido de nuestra pequeña especie sobre la superficie de la tierra, junto al horror, el dolor, el odio y el derramamiento de sangre, también ha habido amor, solidaridad y muchos esfuerzos humanos que consiguieron crear obras de todo tipo: literarias, artísticas, científicas o

filosóficas que esconden una belleza y una dignidad que nunca se podrán medir con dinero. Los nuevos ricos, los ricos de rancia estirpe y casi todos nuestros políticos creen que todo se puede comprar con dinero - con el dinero del pueblo, en el caso de estos últimos -. Yo no quiero deciros, porque sería tomaros por tontos, que el dinero no sea muy importante. Lo es para todo el mundo. Lo malo que tiene es que está muy mal repartido. Vosotros también tenéis derecho a vuestra parte. La parte que legítimamente os corresponde después de haber pagado vuestros estudios y a la que tenéis derecho ejerciendo un trabajo también fundamental para el bien común que es el trabajo del historiador. Me gustaría saber que nunca llegareis a estar resignados. Que siempre seguiréis reivindicando lo que os corresponde justamente: una vida digna y un trabajo propio en función de lo que habéis decidido ser y de lo que las instituciones educativas os habían hecho creer que podíais llegar a ser. La primera reivindicación de los derechos humanos, como sabéis, fue la “Declaración de Independencia” de los EEUU, una declaración cuyo único defecto es que no se le pueda aplicar a todos los seres humanos y a todos los países. En ella se decía que es una verdad evidente que Dios hizo a todos los hombres iguales y que todos tienen derecho a la vida, a la libertad y a la búsqueda de la felicidad. No renunciéis nunca a intentar conseguir estos derechos, con todo lo que implica. A veces quizás más importante que su realización perfecta es su propia búsqueda, puesto que todos sabemos que la felicidad consiste fundamentalmente en creer que es algo que algún día se podrá encontrar. Muchas gracias por haberme escuchado y os deseo que la vida os pueda ofrecer todos los bienes que os merecéis.

Capítulo II ¿Deben los estudiantes fingir el orgasmo? Una contribución a la teoría politica Es de todo el mundo sabido que los acontecimientos conocidos comunmente con el nombre de Mayo del 68 tuvieron una enorme impotancia histórica, considerados demográfica, policial o intelectualmente. Llama la atención, en primer lugar, el gran número de personas de diferentes países europeos, y que tienen entre sí la propiedad de pasar ya de los sesenta años, que estaban ese mes en París, o en los principales campus universitarios americanos, e incluso en las universidades españolas. Esta concentración de población dió lugar a una revolución que, según algunos teóricos del pensamiento político, tuvo una importancia igual -si no mayor- que la Revolución Bolchevique, aunque se diferenció de ella en que, como todas las revoluciones estudiantiles, se terminó junto con el curso académico. En esa masiva revolución los esrtudiantes parisinos hicieron célebres pintadas, como aquellas que decía “sous les paves la plage” (o sea, la playa debajo de los adoquines), pintada cronológicamente equivocada, ya que buena parte de esos estudiantes encontraron en realidad la playa en las costas mediterráneas o atlánticas (lugares en donde suelen estar situadas las playas ), una vez que iniciaron sus vacaciones. En la revolución del Mayo del 68 parisina ocurrió igual que en la historia de otros países como España, que era un país en donde todas las personas de cierta edad todavía vivas corrían en esa época delante de los grises (también llamados policía armada). Aunque es de suponer que también algunos de los grises correrían delante de otros grises, pues avanzar todos perfectamente alineados es bastante difícil. Dejando a un lado los problemas demográficos y las técnicas policiales relacionadas con las carreras pedestres, lo que de verdad fue importante en la Revolución del 68 fue el desarrollo de un tipo de pensamiento político que se conoció con el nombre de freudo-marxismo, es decir, un injerto del psicoanálisis de Freud en la árida, trágica y prosaica teoría de Marx. En París, en los campus americanos y en España Herbert Marcuse, un judío alemán exiliado del nazismo hacia los EE. UU., pasó a ser el referente fundamental, junto con las obras del propio Freud, y de otros autores más bien imaginativos, a pesar de ser alemanes, como Wilhelm Reich.

Podríamos decir que en el freudo-marxismo se consiguió aunar las facetas objetiva y subjetiva de la vida social, de modo que la represión física, el uso de la fuerza bruta o la explotación económica tuviesen un correlato en la vertiente libidinal, es decir, en el campo del deseo, su represión y su control. Y ya se sabe que cuando un pensador occidental, desde San Agustín a Freud, pasando por Schopenhauer y los grandes poetas y escritores del romanticismo, habla del deseo se refiere siempre al deseo sexual, o deseo por antonomasia. Hubo algunos pensadores europeos que no parecían haberle dado mucha importancia al sexo, bien porque pensasen que había que reprimirlo - casi todos -, o porque no les plantease mayores problemas, como es el caso de Michel de Montaigne, un noble y militar francés que escribía sus libros en una torre con biblioteca y que decía que se investigaba a sí mismo, como también había dicho Heráclito de Efeso. Pues bien, decía Montaigne, si se permite la traducción que “joder es como cagar. Si no lo haces enfermas, pero tampoco hay que idealizarlo”. Es evidente que esta frase sólo la puede haber escrito un hombre, primero por su sentido claramente eyaculatorio, o arrojadizo, y segundo porque para una mujer euroepea del siglo XVI, el sexo tenía muchísimas consecuencias: sociales e incluso fisiológicas, ya que solía ir seguido bastante frecuentemente de embarazos. No era Michel de Montaigne un hombre zafio. Cuando murió su amigo Etienne de la Boétie, autor de un libro titulado por cierto Discurso sobre la servidumbre voluntaria, escribió “lo amaba porque era él, lo amaba porque era yo”, lo cual no deja de ser una bellísima descripción de la amistad, sólo posible entre hombres. En el freudo-marxismo se llegó a la conclusión, siguiendo a Freud y releyendo al joven Marx de los Manuscritos económico-filósoficos, tan queridos de freudomarxistas como el psicoanalista Erich Fromm, que la líbido es la raíz de nuestras personas y que en ella todos los deseos se transmutan, se mezclan y se subliman. El deseo sexual, que puede ser puramante físico, como en el caso de Montaigne, se puede sublimar o metamorfosear en deseo por la comida, el dinero, el poder o el arte y el conocimiento. Todos ellos, aunque sean diferentes, tienen una raíz común. Con la Revolución del 68 no se dieron enormes cambios económicos, políticos o militares en Europa y EE. UU. Tras ella los jóvenes americanos morían en Vietnam, continuaba la guerra fría, la economía de mercado estaba en plena expansión - una expansión sólo frenada tras el 1973 por la crisis del petroleo - y las instituciones políticas de los países democráticos seguían funcionando, mientras la URSS, caminaba

hacia su descomposición tras una inmutable fachada de cartón piedra, elevada en nombre del pensamiento de Karl Marx. Aunque no hubo cambios externos objetivos en muchos países, sí que hubo importantes cambios psicológicos y personales. Efectivamente, cambió la moral sexual, gracias al uso de los anticonceptivos, entre otras cosas. Cambiaron las modas los usos y las costumbres. Se rompieron viejos moldes y se crearon nuevas formas de vida. En otros países, porque luego veremos que España era diferente, como decía un viejo lema de la administración franquista, pensado para atraer el turismo, uno de sus motores económicos. Como fruto del 68 nació lo que luego se llamaría la correción política, y parte de ella fue la necesidad de liberase sexualmente. Palabras como reprimido, acomplejado ,traumado pasaron a incorporarse al lenguaje cotidiano. Y se llegó a suponer que, dada la vinculación entre la líbido, la persona y la estructura social, un individuo no inhibido era la condición sine qua non, no para su felicidad, sino para el correcto funcionamiento del orden social y político (órdenes que, por cierto, no parecían cambiar nada en lo fundamental). El descubrimiento de la sexualidad, el cuerpo, el deseo se asociaron a la lucha contra la autoridad, de tal modo que la autoridad en general se identificó con la imagen paterna, del Dios padre, del padre castrador y del padre de familia represor de la libertad de su mujer, sus hijos y controlador de los bienes familiares. Funciones éstas que los varones ejercían claramente, por cierto. Los cambios reales que sí hubo en la estructura de la familia, de las relaciones sexuales y de las formas de comunicación, llevaron sin embargo a algunas generalizaciones un tanto abusivas, cuya pervivencia puede explicar algunos de los rasgos del ejercicio de la autoridad y del funcionamiento de la servidumbre voluntaria en el momento presente. Decía un lema del 68, similar al de los adoquines, cuanto más hago el amor más ganas tengo de hacer la revolución, y cuanto más ganas tengo de hacer la revolución más ganas tengo de hacer el amor. Este lema, que es clara aplicación de la propiedad conmutativa, puede plantear no obstante algunos problemas, no sólo porque la elevada intensidad amorosa desemboca normalmente en un placentero cansancio, sino también porque en otros lugares diferentes a París, los guerrilleros de Vietcong no debían tener muchas facilidades para hacer tranquilamente el amor, y ni que decir tiene que ya sabemos de qué forma suelen hacerlo los marines.

No obstante los guerrilleros del Vietcong, y otros guerrileros, como el Che, hombres de dilatada vida política o militar, pero problemática vida sexual, pasaron a ser muy importantes en Ocidenme como iconos, como símbolos de una utopía posible y del deseo de cambiar una realidad que estaba en el mejor de sus esplendores económicos, militares y políticos. En España, que era diferente, los componentes básicos del 68 se unieron a una lucha política real contra el sistema franquista y a un proceso de lucha para conseguir el reconocimiento de diferentes identidades nacionales y lingüísticas. El 68 español fue mucho menos erótico, festivo y espontáneo que sus equivalentes americanos y europeos. Tambiénse acabó con las vacaciones, como todos los movimientos estudiantiles, pero con él se iniciaron cambios importantes no sólo en unas universidades en un claro y paradójico proceso simultáneo de descomposición y crecimiento caótico, sino poco a poco en el ámbito de toda la sociedad española, cuyos modos de vida, fruto de las transformaciones económicas no planeadas en todas sus concecuencias, comenzaron a luchar con el mundo de las ideas, las formas e incluso la estética del franquismo, supervivencia de los fascismos de la anteguerra mundial y de la pobreza económica y la miseria moral e intelectual que tantas veces caracterizó la historia de España. Hubo en España estudiantes que no se fueron de vacaciones, porque acabaron en la cárcel, junto con sindicalistas y militantes políticos a lo largo de unos años que sólo terminaron con la tranquila, prolongada y medicada agonía del dictador. El espíritu del 68 francés, norteamericano y europeo se centró en el mundo de las relaciones personales y de los comportamientos individuales, en los cuales los componentes estéticos y sexuales ocuparon un lugar muy importante. En España todo esto quedó diluido en el marco de una lucha política concreta. Dentro de la ecuación sexo = revolución, o sexo = drogas, ecuaciones nada viables en la matemática española, surgió el tópico de la necesidad de liberase sexualmente, de no ser nunca un reprimido(a) y de no fingir nunca social, política o sexualmente. En revistas europeas o norteamericanas para amas de casa posteriores al 68 se planteaban preguntas tan curiosas como ¿debe la mujer fingir el orgasmo?, que no solía tener, no fuera a ser que se quedase frustado su marido. El problema no fue sólo que las amas de casa en tránsito entre Doris Day y Sexo en Nueva York tuviesen o no que fingir el orgasmo, sino que todo el mundo tuvo que

pasar a fingirlo, ya que ello era una condición sine que non para ser auténtico y poder estar realizado. La retroalimentación entre el sexo y la revolución, que permitió dejar la revolución limitada al sexo, comenzó a hacerse problemática con la aparición del SIDA, con la crisis del petróleo, que hizo tambalear los fundamentos del modelo económico occidental, y con toda la serie de acontecimientos posteriores al derrumbe de la URSS, que sí que cambiaron el mundo y dejaron el 68 francés reducido a un buen emblema publicitario, explotable del mismo modo que todo aquello que Francia representa como sensualidad, glamour y gusto refinado. Por suerte en España también hubo cambios reales en la política, aunque mucho menos en la economía o en el campo estratégico, una vez que España se integra en la OTAN. En España también surge el Estado de las Autonomías que supuso el reconocimiento, total o parcial, de las realidades lingüísticas y nacionales de tres pueblos. Como parte de ello se inició el llamado proceso de normalización de las lenguas hasta entonces minoritarias, que supuso para mucha gente el reconocimiento del derecho a expresarse en su propia lengua, aunque también otros se quedasen como estaban. La construcción política de las nacionalidades llamadas históricas, y sus consecuentes procesos de normalización, también trajeron consigo otra curiosa aplicación de la propiedad conmutativa, que consistió en igualar hasta tal punto la identidad nacional con la lengua (esto tuvo lugar en menor medida e Euskadi, donde se sigue dado un claro preodminio del español), que llegó a dar la impresión de que la lengua se identificaba con toda la realidad económica, social y política, y que en ella estaría la clave de la solución de todos los problemas. En el 68 europeo y americano se dio prioridad a lo individual y a la expresión de la persona en sus componentes más íntimos, y a eso se lo identificó con la identidad y el sexo. En España la realidad era tan dura que eso sólo se hizo en un mínimo grado. Con el proceso de normalización de las lenguas parece darse en parte algo equivalente. La lengua y no el sexo es la clave de la identidad personal, una identidad cuya expresión parece depender sólo de ella - lo cual sólo es parcialemente cierto - ya que la vida humana tiene una enorme parte de componentes prelingüísiticos (en una conversación, por ejemplo, sólo el 20% de lo comunicado depende directamente de la lengua). La exageración de la importacia del sexo (tampoco hay que llegar a los extremos del Señor de Montaigne) y la exageración de la importancia de la lengua, pueden llegar

a rozar los límites de lo que Freud llamó histeria, o de otro fenómeno como el narcisismo, que también él analizó. Sin embargo lo que nos interesa ahora es desentrañar sus componentes políticos para comprender el discurso de políticos y dirigentes actuales que han conseguido convertir en coartadas personales y en lemas políticos vacíos, ideas, sentimientos, sufrimientos y dolorosos recuerdos de muchas personas que sí vivieron y sufrieron lo que ellos llaman Historia. La liberación sexual del 68 tuvo claros componentes positivos, pero también acabó convirtiéndose, como ya dijo Michel Foucault en 1976 (Histoire de la sexualité: la volonté de savoir, Gallimard, París), en otro dispositivo de control social y político. Hoy, más de veinte años después de ese libro de Foucault, por cierto víctima del SIDA, en un mundo en el que el 50% de los contenidos de Internet es pornografía, en el que la liberación sexual no sólo no puso fin a la prostitución, sino que la incrementó vertiginosamente, y en el que el sexo no es más que parte de un tráfico entre los ricos y los pobres, ese discurso del 68, que parece estar, en este y en otros sentidos, omnipresente, ha dejado de tener sentido, sobre todo cuando se ha convertido en una mercancia industrialmente explotable aquello de lo que se dijo que era lo más íntimo y profundo de la identidad humana. En el terreno de las identidades, y en el caso español, también se ha dado un proceso similar de banalización de problemas y sufrimientos profundos y se ha llegado a explotar política y económicamente - a costa de convertirlo en un discurso vacío gran parte de lo que se relacionó con las lenguas minoritarias y las identidades nacionales. En España, y esto es muy acusado en Galicia, el discurso político del viejo nacionalismo gallego ha pasado a ser asumido por todos los partidos del espectro político (yo incluso llegué a ver carteles de un grupo gallego neo-nazi en la Facultad de Geografía e Historia de Santiago, grupo que reivindicaba la raza celta como aria y la anexión de parte de Asturias, León y Portugal). Pero eso es una anécdota: lo que importa es la asunción de ese discurso y de los valores de la cultura y la lengua por parte de la derecha de Fraga Iribarne, el PSOE y todos los demás grupos políticos. Algunos nacionalistas consideraron que eso era parte de victoria, y sólo unos pocos creen que no. Una vez normalizado el mapa político español, incluida España en el sistema estratégico de los EE. UU. y la OTAN, y cuando ya casi nadie parece dudar de la solidez del mercado global y el pensamiento únicos, el discurso nacionalista gallego, que estuvo unido a un pueblo concreto y a sus problemas y formas de entender

el mundo, parece haber quedado reducido a una mera marca comercial explotable, como todo el mundo parece estar de acuerdo, con destino al turismo (la Consellería de Industria de la Xunta de Galicia, gestionada por BNG ha incluido en su Ley do Turismo del 2007 a la lengua gallega como un recurso económico generador de atracción turística). La lengua gallega, equiparada a la gastronomía o el paisaje, parece haberse convertido en mercancía para el consumo turísitico, un consumo que tristemente no excluye también el componente sexual (por suerte no en el caso español y gallego). La lengua gallega, las identidades nacionales y el sexo parecen haber dejado de ser problemas reales para haberse convertido en otras marcas comerciales más. Esto sería una ironía si no se hablase de industrias de la lengua (española o gallega), y si no se valorase a las lenguas por su impacto en el PIB, un parámetro de la economía que está cada vez más en boca de políticos, universitarios y demagogos de todo tipo, que parecen estar convencidos de que el bienestar personal, la vida política o la cultura y el mundo de la ciencia y el pensamiento son importantes si y solo si se reflejan en él. Las industrias de la lengua requieren de expertos, y ellos son, o pueden ser, algunos que se llaman a sí mismos filólogos, más especializados en cuantificar la rentabilidad de su trabajo - o del de otros - que en estudiar las lenguas y los problemas de los que las hablan, que siempre aparecen reflejados en ellas. Tras el 68 parece ser que, o bien no se debía fingir el orgasmo, o bien sí, dado que una persona no podía tener lo que podríamos llamar dignidad anorgásmica, una dignidad que la dureza de la vida impuso y ha impuesto a tanta gente. Tras el 68 sexo y corrección política han llegado a ser equivalentes, rozando la histeria lingüística por parte de aquellos satisfechos bienpensantes que se quedan muy tranquilos al saber que el cambio de las vocales, o el alargamiento o acortamiento de las mismas, es el principal instrumento para cambiar la realidad. Se puede llegar incluso a asociar teorías de la gramática histórica con mayores o menores grados de rigor o dureza política, quizás por la satisfacción, inherente a cada ser humano y a cada grupo social o político, que una buena opinión acerca de nosotros mismos nos produce y que nos hace sentirnos tan bien en el mundo, sin que ni él ni nosotros nos planteemos mutuamente problemas. Ya no vivimos en el mundo del 68 y sus ideas probablemente ya no sirvan para entender nuestro presente. Sin embargo muchos de los dirigentes políticos y

universitarios europeos y españoles actuales provienen - o por lo menos eso dicen - de ese mundo, y utilizan profusamente los tópicos y el lenguaje que ese mundo engendró. Esos tópicos son muy útiles puesto que lo que cambió en esos momentos hoy está plenamente asumido, y ya no significa nada como instrumento conceptual para cambiar la realidad. Y eso es aplicable tanto al 68 europeo y americano como al 68 español, y a todo de lo que él se deriva en el terreno de la política. El mundo puede cambiarse a partir de nuevas ideas, o a partir de otras que sean más viejas, pero que sean también más sólidas. Y cronológicamente el mundo del futuro le corresponde en buena medida a los jóvenes, y en el caso de la universidad y de la producción y el manejo de las ideas, a los estudiantes. No parece que en el momento presente sea nada fácil cambiar nada importante en el mundo occidental, partiendo de un mero voluntarismo, puesto que la fuerza de los poderes económicos, militares y políticos es aplastante. Pero para cambiar algo primero hay que saber lo que se quiere cambiar, y consecuentemente pensar con ideas propias. En un mundo carente de ideas nuevas, en el que los dirgentes políticos se legitiman a sí mismos apelando a un pasado de lucha y compromiso que no tuvieron, porque no lo asumieron, o bien simplemente porque su edad aún no se lo permitía, un pasado totalmente compatible con el orden actual, debería hacerse el esfuerzo de pensar, y más por parte de los jóvenes y de aquellos que dicen que quieren cambiar el mundo, en términos que permitan entender la realidad y no ocultarla. Por ello creo que se podría decir, a modo de lema, que los estudiantes ya no tienen necesidad de fingir el orgasmo, porque no están saliendo de un largo proceso de represión sexual. Tampoco tendrían que creerse que todavía están viviendo en los estertores del franquismo y consecuentemente asumir las ideas políticas que en esos momentos circularon, ni pensar que las realidades lingüísticas en España o Galicia (en concreto) sean idénticas. Y sobre todo sería digno de alabanza que, como fruto de una cierta reflexión histórica, supiesen distinguir los sufrimientos de quienes lucharon o murieron por unas ideas, que consiguieron abrir nuevos caminos en el mundo del pensamiento y de la libertad, de aquellos otros oportunistas que se han apropiado de ellas hasta hacerles perder el sentido y las han convertido en instrumentos de su propia rentabilidad económica y política. La historia de la humanidad nunca ha sido justa ni ha sabido reconocer el sufrimiento de quienes fueron sus víctimas; más bien ha sucedido que otros se apropiaron de él. Son quienes ahora creen que todavía tiene sentido preguntarse si es

conveniente fingir el orgasmo, o pretenden que cambiando las oes por las aes y supuestamente no censurando nada, el mundo ha conseguido llegar a una etapa de perfección y felicidad.

Capítulo III El resplandor o la historia El griego Luciano de Samosata, en un su pequeño tratado sobre el arte de historiar, redujo los deberes del historiador fundamentalmente a dos: narrar la verdad y no hacerle la rosca a los poderosos. Si bien es cierto que estas sencillas normas parecen estar avaladas por el sentido común, y que por lo tanto cualquier historiador actual las aceptaría, un breve recorrido por los mecanismos productores de la verdad histórica y por los entresijos en los que su producción se relaciona con los mecanismos del poder, nos muestra qué lejos estamos hoy del mundo de la Antigüedad clásica. Escogemos para este propósito la fabricación de un acontecimiento histórico: el Quinto Centenario de la Universidad de Santiago, porque en él se puede observar cuáles son los usos sociales y los mecanismos de producción de la verdad en el momento y en el contexto en el que nos movemos. En un principio podría parecer que las cosas son de lo más sencillo. Se puede hablar del Quinto Centenario de nuestra Universidad porque hace quinientos años que se fundó, y lo que hacemos hoy es recordar ese hecho. Pero la realidad es mucho más compleja. En primer lugar porque de un conjunto de fechas posibles, que abarcan sesenta años, se escoge la más antigua, primando el tiempo - que se asocia con el prestigio sobre otros factores como la continuidad institucional o la identidad de funciones. En efecto, no es lo mismo que la universidad sea una escuela de gramática, en la que se enseña a leer (lo que hoy llamaríamos “enseñanza primaria”), que un centro de estudios superiores. Y tampoco es lo mismo que la universidad sea un centro de investigación en el que predomine la libertad de pensamiento que la ciudadela de un movimiento religioso como la Contrarreforma. Si se busca el más antiguo origen estableciendo conexiones del tipo “A es precedente de B porque A y B estaban en el mismo lugar”, o porque “B se quedó con las rentas con las que se mantenía”, entonces se podría llegar muy lejos. Pero si se actúa así es porque se le concede un valor prioritario al tiempo. El tiempo posee valor por sí incluso, el tiempo es un capital, y cuanto más se tenga mejor; y si no se tiene, pero se les hace creer a los demás que se tiene, entonces uno posee crédito, lo que le permite, a su vez, seguir incrementando el capital.

La valoración del tiempo, la valoración de lo antiguo, es común a la cultura europea desde el Renacimento, en el que las antigüedades comenzaron progresivamente a quitarle prestigio a las reliquias. Santiago es rico en estos dos conceptos. Tanto la antigüedad como la reliquia poseen un doble valor. En primer lugar es interesante su posesión; y en segundo lugar es muy importante su exposición. Dos conceptos que, como vamos a ver, van a ser dos piezas clave en la construcción del acontecimiento histórico. Ahora bien, la priorización del tiempo por encima de otros factores es fruto de la voluntad, de una voluntad que decide construir ese acontecimiento. Y esa voluntad la encarnan en este caso las autoridades académicas democráticamente elegidas. A dichas autoridades les corresponde no sólo construir el acontecimiento histórico seleccionando una fecha, sino también generar un consenso alrededor de él. Esto parece haberse conseguido de muy buen grado, pues apenas hubo oposición alguna a la celebración de este Quinto Centenario. Corresponde entonces preguntar cómo se consigue el dicho consenso. Y en este sentido creo que la respuesta tiene que ser doble. El consenso se consigue porque la mayor parte de los miembros comparten estas ideas, por un lado, y por otro porque creen que los objetivos que se pueden conseguir con la invención de este acontecimiento histórico son de interés general. Si el consenso llega también a los objetivos será porque se entronca no sólo en la mentalidad de la comunidad universitaria, sino en un ambiente sociológico y político mucho más amplio. Así, es evidente que no habría Quinto Centenario si antes no hubieran existido acontecimientos como la Expo 92 o el Xacobeo 93, de los que el Quinto Centenario pretende ser émulo pobre. Y es evidente que la gente cree que el montaje de dichos acontecimientos es rentable porque atrae inversiones, o sirve para capitalizar fondos públicos en favor de una institución. Celebrar es sobrevivir; conmemora o muere. Pero conmemorar no es sólo enunciar el acontecimiento, o proclamar la posesión de un documento o reliquia, sino básicamente exhibirlo en un ritual. En nuestro caso la exhibición no se limita a una reliquia o un documento aislado, sino que se convierte en toda una panoplia de curiosidades y títulos de gloria que tienen que cumplir la función de asombrar a un posible público. Para ese fin hay que montar una cadena de exposiciones con que hacer presente el acontecimiento ante el público. Público que además no va a ser espectador espontáneo, sino inducido - colegios, institutos,

asociaciones -, encaminado para que oriente sus pasos hacia el recorrido de las salas de exposición. Como lo que se expone es un capital, este tiene que convertirse en rentable, en comercio venal, ya sea como exhibición de prestigio que trae como contrapartida fondos públicos o personales, o como mercancía de uso: pins, camisetas, catálogos, que materializan la presencia del acontecimiento. En este sentido baste destacar que el libro que se ofrece en estos casos es más un objeto de consumo - fotografía de lujo, gran formato - que un instrumento cultural de lectura y reflexión. La lógica de la exhibición se hace patente mediante la proliferación de acontecimientos que, aunque no relacionados con el acontecimiento originario, sí tienen que ver con él, o bien porque están bajo su paraguas protector - financiero o no -, como por ejemplo los congresos de variopintos temas, o bien porque dan lugar a fiestas: actos académicos, conciertos... Detrás de toda esta multiforme lógica de la exhibición sólo se esconde una única filosofía, aquella según la cual lo antiguo da prestigio, el prestigio se exhibe en el resplandor, GALLAECIA FULGET, y todo eso se vuelve a recapitalizar en más prestigio y en algún que otro beneficio económico, que a su vez se va a decir que incrementa el prestigio. Una vez encaminados por el rumbo del resplandor, después de que las autoridades políticas (autonómicas, locales o estatales) anuncian su apoyo, el prestigio se ve aún más incrementado por la presencia de esas mismas autoridades, y se puede comenzar a perder el contacto con la realidad histórica, como por ejemplo cuando se oyen en declaraciones o en discursos afirmaciones como: “la Universidad de Santiago siempre ha sido un punto de referencia intelectual para toda Europa”, o que “la historia de Galicia no se entendería sin la historia de la Universidad de Santiago”. Esto no es más que una consecuencia de la aplicación de toda esta lógica de la exhibición y el cultivo del resplandor, y por lo tanto habría que aceptarlo. El problema que se plantea es que de ninguna manera se corresponde con lo que podríamos llamar realidad histórica, que además de ser algo construido por el discurso histórico, es también algo de por sí, algo que posee unos límites que no se deben traspasar. En un principio podría parecer que la lógica de la exhibición no tiene porque estar en contradicción con sacar a la luz la verdad histórica. No obstante eso no es así porque aquella trae consigo una doble necesidad: exaltar todos los aspectos positivos y esconder todo aquello que, por no ser brillante, se considera negativo.

Aplicada dicha lógica al Quinto Centenario, resulta que la Universidad de Santiago lleva viviendo un esplendor de quinientos años, en los que siempre se mantuvo idéntica a sí misma, de suerte que cualquiera de sus miembros que se identifique con ella en el presente también podría identificarse con ella en el pasado. Esta proyección hacia atrás supone borrar todas las diferencias existentes a lo largo del devenir histórico y destacar únicamente las semejanzas de manera tal que el retrato conseguido dista mucho de corresponderse con la realidad. Se obvia así que la Universidad de Santiago tiene dos fases claramente diferenciadas. Una primera, desde su fundación hasta el siglo XIX, en la que tiene sus propias rentas y una autonomía financiera. Y una segunda fase en la que pasa a depender económicamente del Estado central. Se dice que nace con el Renacimiento y que Fonseca -que no es su supuesto fundador en 1495 - era un humanista, pero silenciando que nunca fue profesor de esta Universidad, que se fundó para educar al clero. No se dice que durante los siglos XVI y XVII ninguno de sus profesores publicó un libro, que no compraban apenas libros y que su biblioteca, y la enseñanza en general, tenía un ínfimo nivel. Se destaca cómo científicos de primerísima fila a aquellos de sus profesores que a partir del siglo XVIII simplemente estaban al tanto de los desarrollos científicos europeos e hicieron algunas aportaciones, más bien modestas, a sus respectivos campos del saber. Se obvia afirmar que esta universidad, como todas las del mundo hasta llegar al siglo XX, tenía como misión educar a los hijos de las familias más acomodadas para que, presentados por sus títulos, pudiesen llegar a comprar o adquirir por otros medios algún oficio o cargo más o menos privilegiado. Se llega incluso a afirmar que la universidad se preocupó por el desarrollo de la sociedad, lo que, además de ser un anacronismo antes del siglo XX, es una triste ironía en el caso de Galicia. Se olvida así, en el fondo, que la Universidad de Santiago no se puede comprender más que en los ámbitos históricos en los que se desarrolló: el español, que la condicionó ideológica y económicamente a partir del siglo XIX, y el gallego, que fue su entorno más inmediato. La lógica del “todo refulge” es extremadamente paradójica aplicada a la historia de nuestra Universidad y a la historia de Galicia, pues nuestro país no se vio favorecido políticamente, ni tampoco económica y socialmente, a lo largo de su historia. Proyectar en el pasado, ya sea el pasado céltico o el romántico, grandiosos resplandores no es mas que un mecanismo de sublimación de las frustraciones del presente. Generalizar pasados esplendores a toda una historia como la de nuestra

Universidad no es más que una gran mixtificación de sus problemas de hoy en día, y un intento de impedir su análisis desviando la atención hacia un pasado que nunca existió. La labor del historiador, volviendo de nuevo a Luciano, tendría que consistir, en primer lugar y ante todo, en mostrar el pasado en toda su diversidad, e indicar como el presente es, en última instancia, su resultado. Pero a esta labor no se puede culminar si desconocemos cuál es la misión de la universidad en el presente (desarrollar el conocimiento con un espíritu libre y critico, y contribuir a la solución de los problemas económicos, sociales y humanos del entorno social y político que la mantiene) y si no se parte del principio de que estos fines obligan al poder político constituido a facilitarle los medios para que se puedan cumplir. El cumplimiento de esta misión no tiene que llevar, pues, a la adulación de los poderosos, pues los fines a los que la universidad debe orientarse le otorgan ciertos derechos, que no son otros que los derechos de los gobernados. Si los gobernantes no entendiesen que lo que la universidad necesita es independiente de los años que tenga y de los títulos y reliquias que pueda exhibir, poco bueno habría que decir de esos mismos gobernantes que cómo ciudadanos y seres humanos también tienen que aprender del estudio de la historia.

Capítulo IV El esplendor de la miseria: narcisismo y política en Galicia Decía el filósofo e historiador italiano Benedetto Croce que toda Historia es Historia contemporánea, y por esa razón parece procedente que el historiador enraíce sus reflexiones en su realidad más inmediata y que consecuentemente haga indisociable su profesión de su condición de ciudadano. En este sentido creo que sería oportuno comentar una curiosa paradoja que se produce en Galicia, en relación con el desarrollo de la política cultural, y que llama más la atención porque parece ser asumida por todos los partidos del espectro político parlamentario. Me refiero básicamente a dos hechos, uno de los cuales corresponde al fondo y el otro a la forma, y que se pueden enunciar en forma de dos tesis. La primera de ellas sostiene que a lo largo de la historia Galicia ha sido numerosas veces maltratada (lo que es cierto) y que o bien permaneció marginada de los grandes procesos históricos, o bien ha desempeñado en ellos un papel subordinado, debido a su sumisión o dominación por parte de poderes políticos ajenos a ella. No obstante, y siendo ésta su situación histórica, se da la paradoja de que Galicia ha sido capaz de producir una cultura de primera magnitud en una serie muy amplia de campos. La ocultación de esta cultura formaría parte de la estrategia de dominio por parte de los poderes políticos hasta ahora dominantes. De esta primera tesis, que esconde una honda contradicción sin embargo comprensible, derivaría una segunda, según la cual, dada esta estrategia de ocultamiento que hasta ahora los otros vinieron desarrollando, lo que tenemos que hacer nosotros es sacar a la luz esas inmensas riquezas culturales que hasta ahora se quisieron esconder. Veamos, ante todo, en qué consiste esta contradicción, y cuál es su posible explicación. Parece claro, si observamos la evolución de las diferentes culturas, que existe una cierta correlación entre las situaciones económicas y políticas y el desarrollo social y cultural. No se puede afirmar mecánicamente que para que se desarrolle una importante cultura literaria o artística sea siempre necesario el esplendor económico, pero sí que es cierto que determinadas formas de arte y cultura requieren ciertos medios materiales para su desarrollo. Consecuentemente, si queremos entender la historia de la cultura gallega deberemos investigar la historia de Galicia y observar qué correlaciones se dan en ella entre estos diferentes factores.

Es evidente que el desarrollo del arte y la literatura o la filosofía y la ciencia (si entendemos por cultura el conjunto de todos estos fenómenos) ha sido posible a lo largo de la historia de Galicia en grados más grandes o más pequeños en función de determinadas circunstancias económicas y sociales muy concretas. Así, por ejemplo, en el terreno de la Historia del Arte, es evidente que la construcción de las catedrales o los conventos requirió unos excedentes económicos, y que el desarrollo de esas obras no estuvo muy directamente vinculado con el avance de la situación “cultural” del conjunto de la población gallega, eminentemente rural (lo que, por otra parte, no es un fenómeno exclusivo de Galicia, sino propio de toda la historia de la cultura occidental, por citar la más próxima). Del mismo modo, el desarrollo de las formas literarias, de la filosofía y de la ciencia necesitó de unos grupos sociales y de unas instituciones que lo hicieran posible, y a los historiadores de esos campos les corresponde analizar cuáles fueron. En estos campos es evidente que, o bien el desarrollo literario fue unido a la aceptación de la lengua gallega por parte de las instancias que detentaban el poder político en un determinado momento histórico (pensemos en Alfonso X el Sabio), o bien estuvo vinculado a determinados grupos sociales y políticos que unieron el cultivo de esa lengua y el desarrollo de esas formas de cultura a una toma de posición social y política a favor de Galicia como entidad histórica, o del pueblo gallego como conjunto. En este sentido se podría decir que se puede producir el efecto contrario al que acabamos de citar. Es decir, que de una situación de impotencia política surge un gran desarrollo cultural (pensemos en el desarrollo de la filosofía y la literatura alemanas a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX, muchos años antes de que Alemania se constituyera como nación). Este vínculo de la conciencia política con el desarrollo cultural puede llevar al desarrollo de una posición voluntarista, según la cual del deseo de avance de las condiciones de vida del pueblo y de la situación política del país nace directamente un florecimiento cultural. Sabemos que evidentemente eso no es ni una condición necesaria, ni mucho menos una condición suficiente. Si a ese voluntarismo añadimos el sentimiento de postergación, cuando no de humillación, de los hablantes de una lengua y de determinados niveles sociales, puede pasar como consecuencia que del hecho de reivindicación de la dignidad de una persona y de un pueblo surja la idea de que todo lo que él contiene es loable y que además culturalmente también lo posee todo. De ahí derivaría ese curioso sentimiento de hybris, según el cual mi cultura no sólo es digna,

sino que es tan digna como las demás, o incluso más. Idea que habrá que hacer necesariamente compatible con el hecho de la postergación histórica, cuando no de la explotación económica y del dominio político. Partiendo de ese punto se puede desarrollar una curiosa inversión del sentido de esta tesis. Y es que, en vez de desempeñar un papel movilizador (al hacer que el desarrollo de la cultura pase a estar unido a una toma de conciencia sobre la situación presente), pasa a representar un papel mistificador en un doble sentido. En primer lugar porque ese supuesto esplendor cultural lleva a una autoafirmación de nosotros mismos que esconde las contradicciones económicas y sociales reales, ya que todo el mal viene de los otros y no de nosotros. Y en segundo lugar porque, una vez desarrollada esta ideología, es muy fácil incorporarse a ella asumiendo esos aspectos positivos de la realidad histórica, escondiendo todo lo negativo, que como ya dijimos siempre se va a deber al otro. El desarrollo de la cultura, en este caso y cuando las circunstancias políticas ya no son totalmente adversas, como ahora, se puede convertir en un campo donde florezca el oportunismo político y económico, sobre todo cuando esa cultura puede ser subvencionada. Efectivamente, cuando, como en la situación actual gallega, se produce la paradoja de que todas las fuerzas del espectro político asumen una cierta ideología nacionalista, entendiendo por tal la valoración enormemente positiva de todo lo que se entiende como gallego (lengua, cultura, filosofía...), aunque esta valoración es a veces muy superficial, surge un curioso cambio del sentido histórico de esa cultura. Su cultivo no va necesariamente unido a la asunción de una reivindicación política, sino que ahora pasa a ser indisociable del ejercicio del poder. La cultura gallega es un capital simbólico que produce ante todo prestigio, y a veces también beneficios económicos, y la posesión de la misma es fundamental para conseguir el ejercicio legítimo del poder. El poder político, en este caso autonómico, deberá favorecer el desarrollo de la cultura gallega, porque es la que le otorga legitimidad, y su identificación con esa cultura le resulta enormemente rentable si sigue utilizando la idea de que todo en ella es bueno y de que todos los males vienen de fuera. Pero una vez establecido este hecho, se pasa a la segunda parte de la tesis a la que hacíamos referencia, y es que esa cultura valorada sólo positivamente merece ser difundida, y sobre todo exhibida. Merece ser más exhibida que difundida, porque si se tratase simplemente de difundirla, dado que en su génesis el desarrollo cultural estaba unido a una toma de conciencia de la realidad inmediata, consecuentemente una profundización excesiva en

esa cultura pode llevar a realizar un análisis crítico de la misma, de sus contradicciones o de las contradicciones históricas existentes. Por eso va a resultar más rentable exhibir que difundir. Es en este sentido como las actuales políticas culturales conciben la cultura, como exhibición de objetos y conmemoración de acontecimientos. Exhibición y conmemoración van unidas, porque en los dos casos se trata simplemente de hacer público aquello nuestro que es positivo y rodearlo de un sentimiento de dignificación y autoafirmación. Y de esa unión deriva el hecho, fidedignamente comprobado en nuestra política cultural, de buscar continuamente acontecimientos en función de los cuales se pueda hacer alguna exhibición. Esto fue así en España con la Expo 92 y en Galicia con numerosas exposiciones que han coincidido con acontecimientos como los Años Santos, etc. En este sentido en 1997 se vivió una situación paradójica. El Parlamento gallego, a propuesta del consejero de cultura, aprobó por unanimidad celebrar el Bimilenario de la Fundación de Galicia (por imitación de la conmemoración del Milenario de la fundación del condado de Barcelona). Esa efeméride se celebraría con una serie de exposiciones. Sin embargo, la denuncia por parte de un medio de comunicación del carácter ficticio de dicho bimilenario no supuso que se interrumpiesen las celebraciones: simplemente se cambió el lema por el de “Galicia Terra Única”. ¿Cómo pudo ser posible la invención de ese insólito acontecimiento histórico, el nacimiento de una nación? Los argumentos fueron los siguientes. El Corpus Inscriptionum Latinarum, vol. II, recoge una supuesta inscripción que se encontraría en la ciudad de Braga correspondiente a la basa de una estatua que los Galaicos (pueblo que en la Antigüedad ocupaba la zona de Braga) habían dedicado a Cayo César, hijo adoptivo de Augusto. El problema es que la inscripción no existe. Hübner, el editor del Corpus, señala que su texto fue recogido por varios eruditos del siglo XVI y que pode leerse en él GALLAEC. Esta palabra fragmentaria puede interpretarse o bien como que los dedicantes de la estatua eran los Galaicos, o bien que era Gallaecia, lo que sería muy raro, pues no es normal en latín este tipo de inscripciones, y por otra parte Gallaecia no aparece en los textos latinos de esta época como una unidad cultural, y mucho menos política, claramente reconocida. Esta supuesta tesis, nunca publicada científicamente pero existente, desapareció del panorama político tras la publicación por parte del diario El Ideal Gallego (27-IX1996) de un artículo titulado “El Bimilenario de Galicia es una invención de la Xunta”,

con el que se rompió la unidad entre la exhibición y el acontecimiento (que hasta ahora parecía indisociable), lo que no fue obstáculo, sin embargo, para que la serie de exposiciones financiadas con dinero público continuara, quizás para rentabilizarlas en un año electoral. De todas formas, y a pesar de esta orfandad histórica de aquellas exposiciones, su existencia no deja de ser digna de atención por parte de los historiadores, pues pone de manifiesto la presencia de una doble lógica. Por una parte se trata de la lógica de exhibir lo que es nuestro, que por definición es bueno, y hasta ahora estaba escondido. Y por otra parte nos encontramos con la omnipresencia que la imagen tiene en la sociedad contemporánea. En una exposición se trata básicamente de enseñar cosas interesantes. Lo que predomina en ella es el objeto, pues las explicaciones que lo acompañan no son muy abundantes ni siempre son seguidas, y los catálogos explicativos son más libros-objeto que libros de lectura, y lo que mayoritariamente se encuentra en ellos son fichas. El consumo de imágenes de una exposición se asocia a las visitas de la misma, en las que desempeña un papel importante el turismo. Entre los bienes de consumo de este está también la cultura en todo el mundo contemporáneo. Las exposiciones pueden desarrollar un importante papel educativo, pero no por sí mismas, sino si son aprovechadas por las instancias educativas y culturales competentes. Una exposición puede ser un medio para la difusión de una cultura, pero también es cierto que es un fin en sí misma, que genera numerosos gastos públicos, y a lo mejor beneficios personales, y con una rentabilidad cultural que debería ser estudiada. Una exposición también es un fin en función de los propósitos para los que se realiza, y en este sentido creo que encuadrar políticamente el gran número de exposiciones que se realizan en Galicia (“Galicia no Tempo”, “Santiago, camiño de Europa”, “Gallaecia fulget”, “Galicia Terra Única”) y analizar lo que suponen de inversión económica resulta enormemente interesante. La carrera loca de exhibiciones y exposiciones llegó al clímax cuando el gobierno de Manuel Fraga Iribarne decidió construir la Cidade da Cultura. Un lugar de exhibición en el cual lo exhibido sería fundamentalmente el propio lugar y los contenedores de los objetos exhibidos, consiguiendo de este modo inventar la exposición pura: la exposición sin materia.

Lo más sorprendente viene después, cuando los dos partidos que en el Parlamento se oponían a Manuel Fraga llegaron al gobierno y asumieron sus principios políticos y culturales, tratando de dar contenido a una idea vacía e invirtiendo cuantiosos caudales públicos en todo tipo de brain storming para conseguir que alguien encontrase las ideas definitivas sobre qué función se le podría dar a esos contenedores vacíos y qué se podría exhibir en ellos. Esas propuestas tendrían que cumplir tres condiciones: que lo que se exhibiera fuera gallego, digno de conmemorar y además económicamente rentable, confirmando así las ideas de que la cultura gallega habría llegado a la cumbre de su esplendor gracias a unos políticos que la supieron valorar y que consecuentemente solicitan que sus conciudadanos a su vez los valoren a ellos. Retomando nuestra tesis, creo que se pode afirmar que esta política cultural esconde una contradicción de fondo. Y es que, bajo su lógica de la exhibición parece que se aúnan los principios de que Galicia es a la vez una inmensa veta cultural y una protagonista marginal de la historia. Y esa marginalidad quedará resuelta cuando simplemente se exhiba la riqueza escondida. Pero eso no es así, pues si entendemos por cultura la expresión de los sentimientos, las visiones del mundo y las ideas de un individuo o de una colectividad, no es posible comprender ninguna de las culturas existentes si no las enraizamos en sus situaciones históricas concretas. En este sentido, el estudio de la cultura es un elemento indisociable del estudio de la realidad histórica, y en el caso de Galicia, del análisis de la situación histórica concreta de los seres humanos que a lo largo del tiempo vivieron en ella. Dicho análisis no podrá quedar reducido a un esquema muy simple de la interrelación entre nosotros y ellos, entre el interior y el exterior, pues Galicia nunca fue una mónada al largo de la historia, y en ella existen también numerosas contradicciones internas que pueden explicar su situación en cada momento de la historia. Por eso como historiadores deberemos reivindicar que el estudio de la cultura gallega y la difusión de la misma se haga en función de un ideal político, que es el ideal del ciudadano en una sociedad democrática, en la cual la toma de conciencia de la situación política y social existente es un elemento fundamental, en tanto que el ciudadano está llamado a participar en la vida social y política. Si, siguiendo el consejo de Croce, queremos enraizar el estudio de la Historia en el presente, sólo a partir de una postura crítica podremos comprender qué significa la cultura gallega, cultura que no pudo resplandecer siempre a lo largo de la historia, sino que conoció algunos momentos de desarrollo en función de las circunstancias sociales y

políticas más o menos favorables, y otros momentos muy negativos que no hace falta esconder. La dignidad de un pueblo no se cifra en una falsa exaltación de un patrimonio cultural imaginario, sino en la valoración de ese patrimonio, un patrimonio que al fin y al cabo es también un capital, y que como todos los capitales siempre tuvo unos poseedores, que no fue precisamente la mayoría. La dignidad de un pueblo no es más que la dignidad de las personas que lo componen, y esa dignidad se cifra en el desarrollo de sus derechos humanos, y el desarrollo de esos derechos es un problema básicamente político.

Capítulo V ¿De quién es el oro de nuestros antepasados? Los “bienes culturales” y sus modelos políticos



A lo largo de los últimos decenios se ha extendido por toda Europa la denominación “bienes culturales” o “bienes de interés cultural” (BICs). En torno a estos términos se ha generado toda una retórica acerca de sus usos sociales y políticos y acerca de su supuesta rentabilidad económica, a la que se la denomina con un nuevo término: “puesta en valor”, un galicismo que ha penetrado con gran facilidad en las lenguas española y gallega, y que esconde una especie de mala conciencia, puesto que mediante él se reivindica el interés económico de los bienes culturales, pero dando a entender simultáneamente que en esos “bienes” también se esconde algún otro tipo de valor. El objeto de este trabajo será analizar cómo en Galicia se manejan tres modelos de codificación simbólica de los “bienes culturales” que forman parte del patrimonio arqueológico e histórico artístico: 1. El modelo mercantil globalizado 2. El modelo gallego tradicional 3. El modelo político comunitario, que es el que será reivindicado al final del texto. Comenzaremos por el análisis del primero de ellos, con el fin de sacar a la luz su inconsistencia. Y es que en realidad se trata de un supuesto modelo económico en cuya defensa nadie ha podido aportar suficientes datos cuantitativos, y mucho menos un modelo econométrico. Modelo mercantil globalizado Podríamos sintetizar la doctrina que se intenta desarrolla por parte de los defensores de este modelo en la definición siguiente: existe un tipo especial de bienes que son los llamados “bienes culturales”. Esos bienes son de la misma naturaleza que las demás mercancías, y por lo tanto están regulados por las leyes del mercado. El



Con Mar Llinares García

Estado debe favorecer la producción de “bienes culturales”, que suelen estar bajo su protección legal, con el fin de favorecer el desarrollo económico nacional y regional. Los bienes culturales pueden impulsar el turismo, y consecuentemente forman parte del sector terciario. Pero como su explotación debe llevarse a cabo selectivamente y mediante unos supuestos criterios estéticos, los bienes culturales pueden ayudar al logro del desarrollo sostenible. A continuación iremos analizando todos y cada uno de los componentes de esta definición, con el fin de sacar a la luz su incoherencia, así como la ausencia de todo tipo de bases empíricas que puedan sostener semejante planteamiento. En primer lugar no es cierto que los “bienes culturales” sean mercancías. Se llama mercancía a un objeto o producto que circula en un mercado. A un nivel abstracto se puede entender el mercado como la interacción entre dos factores: la oferta y la demanda. En la oferta se generarían una cantidad determinada de mercancías que serían consumidas en la demanda. Cuando todas las mercancías producidas se consumen el mercado se encuentra en equilibrio. En el mercado ideal un vendedor ofrece una mercancía a un comprador, y si logra venderla obtiene un beneficio, o plusvalía, ya que consigue amortizar los costos de producción de la mercancía y a ellos añade un margen de ganancia. Este modelo no puede aplicarse en modo alguno a los llamados bienes culturales, por las razones siguientes. Se llama “bien cultural” a un objeto o conjunto de objetos de diferente naturaleza, que posee un valor simbólico, que se enmarca bajo la etiqueta de “cultura”, en este caso el adjetivo que define al bien cultural. El valor cultural de un bien puede ser de diferente tipo: estético, histórico, intelectual, social o político. Si no existiese ninguno de esos valores el objeto sería un bien sin más, pero no un bien cultural. Además de esto, los bienes culturales se caracterizan porque están sujetos a una especial protección jurídica, regulada por leyes llamadas de “Patrimonio cultural”. Si no existiese esa protección, como no existió hasta el siglo XIX, esos bienes circularían libremente en los mercados de antigüedades o curiosidades, y serían el centro del interés de los coleccionistas privados, los únicos que existieron en Europa hasta la constitución del Estado-nación. La protección jurídica de los bienes culturales tiene como objeto limitar su libre circulación como mercancías, y además de ello supone la inversión de una serie de cantidades de dinero público en la financiación de instituciones dedicadas a la

conservación de esos objetos, en pagos a los trabajadores o funcionarios encargados de esas funciones, y en todo tipo de gastos que la conservación de esos objetos pueda requerir. De acuerdo con el modelo mercantil globalizado, la situación sería diferente. En primer lugar tendríamos una realidad incontrovertible, que sería el mercado, frente al cual el Estado debería intervenir sólo mínimamente. El Estado sería el gestor de los bienes culturales, de acuerdo con un criterio empresarial, y no el protector de los mismos. El uso de la palabra gestión tampoco es un uso inocente, pues tras ella se esconde la idea de que todo sujeto social y político se mueve con una lógica empresarial, desarrollando estrategias más o menos adecuadas, en función de su inteligencia (y en menor medida de sus recursos). Esa gestión de los bienes culturales tendría una doble cara. Por una parte sería una labor de protección jurídica (función específicamente estatal), pero por otro lado, dado que el Estado y el mercado se identifican prácticamente, de esa gestión tendrían que derivarse necesariamente unos beneficios. Esos beneficios podrían ir destinados a dos tipos de sujetos. Por una parte, aquellos que forman parte de la comunidad política sobre la que asienta y a la que sirve el Estado, y en segundo lugar, a otro tipo de personas que podrían ser considerados como consumidores externos, que serían por definición aquellas personas que viajan por motivos no mercantiles, sino de ocio; es decir, serían básicamente los turistas. La comunidad política no puede ser considerada como consumidora prioritaria de los bienes culturales por las razones siguientes. En primer lugar el Estado detrae de su presupuesto el dinero necesario para la conservación de los “bienes culturales”. Si esos bienes fuesen consumidos por la comunidad política básicamente, su rentabilidad sería muy baja. Ello sería así porque, o bien esa comunidad no necesitaría desplazarse para consumirlos, o haría desplazamientos a corta distancia, y esos desplazamientos generan escasos beneficios turísticos, que son los únicos beneficios tangibles de los bienes culturales. Puede darse además el caso de que los “viajes culturales” formen parte del proceso educativo (los destinados a los escolares) o de protección social (los destinados a jubilados). En ambos casos la inversión estatal necesaria para favorecer el consumo de los bienes culturales aun sería mayor, con lo cual su rentabilidad tendería a cero, o incluso sería negativa. Por esta razón los defensores de este modelo necesitan inventar un consumidor masivo ideal: el turista cultural, del que se espera que amortice las inversiones públicas

necesarias para la conservación de esos bienes, y que genere beneficios económicos para el conjunto de la comunidad política o nacional. Lo sorprendente es que nadie pueda aportar datos acerca de la rentabilidad de las inversiones públicas en el desarrollo económico a un nivel meramente estadístico, y ni mucho menos se puedan ofrecer ecuaciones que permitan planificar la rentabilidad de esas inversiones, como debería ocurrir en una auténtica economía de mercado. En el caso gallego se utiliza a veces como modelo económico el llamado fenómeno “Xacobeo”, y su supuesto impacto anual en el PIB gallego. Sin embargo, por una parte no se analiza cuál podría ser la rentabilidad de las inversiones públicas que el Xacobeo podría suponer si se llevasen a cabo en otros sectores productivos. Y además se obvia que ese fenómeno es singular e irrepetible, puesto que combina un componente religioso-tradicional (el Jubileo y el logro de las Indulgencias), un componente deportivo y competitivo (el Camino de Santiago como hazaña atlética), y un componente turístico libre e inducido (el turismo de Congresos, financiado con dinero público o empresarial, y ajeno a las duras realidades y fluctuaciones del mercado turístico real). Por supuesto debería ser obvio, pero no lo es, dada la retórica en la que se mueven los defensores gallegos de este modelo, decir que el prestigio de la Catedral de Santiago deriva de la supuesta presencia del cuerpo de un Apóstol. Y un Apóstol no es un “bien cultural” que se pueda producir para el “mercado”. Si reducimos el modelo mercantil globalizado a su desnuda dinámica, tendríamos lo siguiente: tenemos un Estado, cuya legitimidad deriva de una población que forma una comunidad política. Ese Estado invierte unas cantidades de dinero en la conservación o el descubrimiento de unos “bienes culturales”: monumentos u obras de arte, y yacimientos arqueológicos. Se supone que esos bienes han de ser consumidos por turistas externos, que son los únicos que puedan garantizar la rentabilidad económica. Pero esos turistas invierten dinero en la industria hostelera, cuyos beneficios corresponden a empresarios privados básicamente, y que paralelamente al favorecer el consumo contribuyen al incremento en la producción de determinados tipos de mercancías (las que consume la industria hostelera). Consecuentemente podremos afirmar que el Estado gallego (o la comunidad autónoma) financia con el dinero público la industria hostelera y la industria inmobiliaria, que es una parte de ella, con lo que privilegia a un determinado tipo de empresarios frente al interés común. En un modelo económico de mercado los

empresarios hosteleros y los constructores deberían ser quienes financiasen la conservación y el descubrimiento de los nuevos “bienes culturales”. Si no lo hacen es por dos razones. Primero porque ya lo hace el Estado, y en segundo lugar porque saben perfectamente que las principales magnitudes económicas del turismo tienen muy poco que ver con la cultura, y mucho con la industria del ocio. Podríamos ilustrar todo esto a través de un modelo geográfico en el que tomásemos como base una unidad espacial, que en el caso gallego podría ser una parroquia o Concello. Vamos a suponer, para simplificar el análisis, que ese Concello se decide a excavar un yacimiento arqueológico o varios que pueden ser objeto de interés turístico (lo que sólo ocurrirá si el yacimiento tiene algo de espectacular que pueda ser apreciado en una breve visita). Aquí tendríamos una inversión pública, que sumaría los costes de la excavación (salariales y de todo tipo), y los costes de la conservación del yacimiento. Ese yacimiento tendría que generar en un tiempo determinado unos beneficios superiores a los costes, beneficios destinados a quien invirtió el capital inicial, o sea al Estado. Dado que los beneficios que genera el turismo se centran en la hostelería y la construcción (comidas, alojamientos, costes de viajes y edificaciones varias), el Estado tendría que recuperar, vía impuestos, o sea a través de IVA y el IRPF básicamente, lo que invirtió en la excavación y conservación de ese yacimiento. Ahora bien, eso considerando la existencia de un turista cultural puro, que prácticamente no existe, pues el turismo se lleva a cabo durante las vacaciones y como parte del ocio. El impacto del turismo cultural puro en el PIB debe pues ser claramente diferenciado del impacto del turismo de ocio – o de sol y playa –si pretendemos ser mínimamente rigurosos. El turismo cultural puro, formado por excursiones de escolares o viajes de jubilados, u organizados por Concellos, está financiado por el propio presupuesto público, y consecuentemente debería ser excluido de este cálculo. Nadie hasta ahora ha llevado a cabo un estudio cuantitativo de este tipo, pero el sentido común y el conocimiento de la realidad rural gallega deja entrever que en todo caso la rentabilidad sería claramente negativa. Si el estado no cubre sus gastos ni se beneficia la comunidad política, en este caso del Concello, ¿quiénes son, pues, los verdaderos beneficiarios?

En primer lugar los empresarios hosteleros y los constructores, que no invierten nada en la conservación de los bienes culturales (porque saben que no son rentables). Y en segundo lugar los que podríamos llamar los nuevos gestores del patrimonio. ¿Quiénes son esos nuevos gestores del patrimonio cultural? En primer lugar no un tipo específico de empresarios que se mueven en el mercado libre. Hay mercados libres de arte, como las grandes galerías, pero esos mercados están regulados por sus propias leyes, y no necesitan de excesiva protección estatal, ya que son mercados mundiales, y además esa protección frenaría el libre juego de los precios. Nuestros gestores no viven en el duro mundo de esos mercados, sino cobijados por las alas de las administraciones públicas. El dinero invertido por el Estado en la conservación y desarrollo del patrimonio cultural se reparte entre los funcionarios y trabajadores que hacen de esta labor honrada su medio de vida, y entre los empresarios y trabajadores de aquellas empresas que son subsidiarias de estas actividades que engendra el dinero público. El capital estatal que se invierte en el patrimonio cultural es un capital que crea riqueza y empleo, de acuerdo con un modelo keynesiano, en un principio, pero en ese proceso de inversión puede haber una serie de trampas. A saber: 1- el crecimiento patológico del cuerpo social y funcionarial que gira en torno al mundo del “patrimonio cultural”, y 2- el aumento de las empresas parasitarias del dinero del patrimonio cultural. 1- Es una ley sociológica que los grupos sociales desean reproducirse en el tiempo, manteniendo o incrementando el número de sus miembros. Ello ocurre con grupos como los funcionarios de diferente tipo relacionados con el patrimonio cultural, o con los profesores de las universidades y organismos de investigación que trabajan en esos campos. Por esa razón intentarán atraer dinero público en aras de la propia reproducción de sus grupos, apelando falsamente al interés común, o al desarrollo económico (si profesan una ideología mercantil globalizada). Tienen que apelar a ese interés, nunca cuantificado, porque no pueden sacar a la luz sus propósitos, tan comprensible psicológicamente como indefendibles socialmente, si se rebasan ciertos límites. 2- En torno al mundo del patrimonio cultural se genera actividad empresarial de diferentes tipos. Esa actividad es subsidiaria del dinero público, que es quien costea las obras de restauración y mantenimiento de edificios, o distintos procedimientos de conservación e investigación. Los empresarios beneficiarios de esas actividades defienden legítimamente sus intereses, pero también estarán tentados a exagerar el

interés de sus actividades. Ello es así por una ley meramente económica (el incremento de los beneficios, al que tiende el mercado por su propia dinámica), y por una ley psicológica: el ansia de enriquecimiento personal. Los empresarios no pueden exhibir al desnudo su interés personal, y por ello han de apelar al interés común y a los beneficios económicos supuestos, que genera la industria del patrimonio cultural. En comunidades políticas o nacionales con escaso desarrollo industrial, como Galicia, en las que el peso del presupuesto del Estado en la economía es enorme, las empresas tienden a ser excesivamente subsidiarias del dinero público, y la administración puede adquirir unas dimensiones desproporcionadas. Por ello puede darse una auténtica carrera de captación de fondos públicos por parte de funcionarios y empresarios, para su propio beneficio, pero aludiendo al interés común. Si además se concibe al patrimonio cultural dentro del modelo de la sociedad del espectáculo, ya tipificada por Guy Debord (Debord, 1999), y se cree que es necesario construir grandes acontecimientos culturales, como los centenarios y aniversarios, que exigen grandes inversiones públicas, y que funcionan con el modelo: 1. Conmemoración; 2. Construcción del acontecimiento; 3. Celebración del mismo con: a)- campaña mediática; b)- gran exposición; c)-edición de textos y propaganda; 4.

Impulsos al turismo cultural,

entonces puede darse una auténtica carrera por la consecución de fondos públicos necesarios para poder desarrollar todo un sistema de este tipo. Los beneficiarios de estos fondos serían las empresas que consigan los contratos de las licitaciones públicas y los funcionarios estatales o profesores (no olvidemos que estamos dentro de la industria de la cultura), que consiguen incentivos económicos legales en sobresueldos, y que paralelamente pueden desarrollar alguna actividad empresarial, que también puede ser legal. Estos serán los defensores del mercado y de la rentabilidad que no existe, y los que ensalzarán la figura del turista como nuevo destinatario de la industria de la cultura. El turista, como señaló Dean MacCannell (MacCannell, 1999) aparece como una nueva versión de la clase ociosa analizada a comienzos del siglo XX por Thorstein Veblen (Veblen, 1963). El turista es un viajero, que sale de su país porque posee recursos y que quiere adquirir prestigio consumiendo bienes culturales, en mayor o menor medida. El

turista de Veblen, un millonario norteamericano de principios del siglo XX, venía a Europa a adquirir prestigio y a consumir los bienes culturales y el pasado europeo, pudiendo realizar además grandes inversiones en arte. El nuevo turista masivo que estos ideólogos proponen no puede realizar inversiones en arte, sino sólo consumir folletos y souvenirs. Dispone de mucho menos tiempo e incluye su consumo cultural en el marco de un breve tiempo de ocio, muy diferente al año, o años, que podían pasarse en Europa los viajeros de Veblen. Se supone que de su llegada, no se sabe cuán beneficiosa para él, se derivarán beneficios para las comunidades políticas que viven en los territorios en donde yacen los bienes culturales, en este caso Galicia, que ha de esperar a estos turistas como nuevos Mesías. Creemos que esos beneficios no existen, ni han sido cuantificados. Por ello intentaremos esbozar dos modelos diferentes del patrimonio cultural gallego. El primero de ellos es el modelo tradicional, asociado a las comunidades campesinas, que está prácticamente extinguido, pero que tuvo un enorme valor, y el segundo será el modelo que intentamos defender. Se trata de un modelo político comunitario (o nacional), cuyos beneficiarios serían los miembros de la comunidad política, y que parte de la reivindicación del concepto de cultura. Modelo campesino tradicional. Las comunidades campesinas gallegas tradicionales, estructuradas en torno a la aldea y la parroquia, poseyeron un modelo de interpretación de lo que ahora sería denominado patrimonio cultural que estuvo unido a un sistema de apropiación del territorio y que fue inseparable de unas estructuras sociales y familiares, de unos sistemas económicos y una cultura material, que sólo pueden ser comprensibles en el marco de una red simbólica de valores morales, políticos e ideológicos que, enmarcados en el Lebenswelt o mundo vital del campesinado gallego, formaron una cultura perfectamente diferenciada, unida a una determinada lengua. Únicamente en ese mundo vital se puede comprender el sentido que el ahora llamado “patrimonio cultural” tuvo para el campesino o el marinero gallegos. Fuera de ese mundo únicamente puede o bien desarrollarse un discurso antropológico que intente explicarlo y comprenderlo, o bien llevar a cabo una manipulación de esa cultura con fines políticos, alabando desde un mundo urbano y letrado una cultura a la que uno es ajeno pero de la que se supone que es la base sobre la que construye la comunidad

política. En este caso se procederá a una cosificación no sólo de los elementos materiales tangibles: casas, aperos, trajes, herramientas, sino también de los supuestos elementos lingüísticos y simbólicos que definieron esa cultura, catalogando lo que se ha venido en llamar “patrimonio inmaterial”, denominación que es una auténtica aberración conceptual (Prats, 1997; Bermejo y Llinares, 2006). A continuación ofrecemos un esquema de la apropiación del patrimonio cultural de tipo arqueológico, tal y como se llevó a cabo en la cultura popular gallega. Nos centraremos en él porque otros tipos de patrimonio, como el religioso monumental (iglesias, esculturas de santos...), estaba enmarcado en el mundo vital del campesino, del mismo modo que su casa o sus aperos, que él no identificaría como “bienes culturales”, sino como instrumentos útiles. Sólo un erudito ajeno al mundo campesino apreciaría como “bienes culturales” esas casas y herramientas. En la apreciación de un “bien cultural” ha de darse un proceso de extrañamiento. Cuando se define un bien cultural en un territorio debemos ser conscientes de que es algo diferente, algo singular, al que debemos otorgarle un sentido (Kemp, 1991). El campesinado gallego apreció, desde hace siglos, el carácter extraño de muchos restos arqueológicos, como los Castros y los megalitos. Procedió a otorgarles sentido, no dentro de un discurso de tipo arqueológico, histórico o folklorista, sino integrándolos en su espacio propio. Ese espacio era un espacio culturalmente codificado mediante una red de valores simbólicos, como veremos a continuación. Una comunidad campesina gallega vivía en un territorio propio, del que se apropiaba mediante el trabajo (Marx, 1999; Simmel, 1978), un trabajo con el que supo explotar con una gran racionalidad todo tipo de recursos. Esa comunidad campesina siempre supo lo que era la escasez de bienes, y quizás por ello quiso hallar una riqueza imaginaria (Shell, 1985) en unos Castros y unas Mámoas (túmulos megalíticos) habitadas por unos seres diferentes a ella misma. Los Castros y Mámoas eran percibidos como construcciones, como elementos obviamente “culturales”, pero no procedentes de la tradición propia, no identificados como producto de la cultura propia, concebida en cierto sentido de forma intemporal (siempre igual a sí misma). Así que lo que para la cultura letrada son yacimientos arqueológicos fue adjudicado por la cultura tradicional gallega a constructores míticos, antiguos, con poderes mágicos y poseedores de grandes cantidades de oro, que nunca daban gustosamente: los mouros y las mouras (veánse algunos relatos en el apéndice).

Podríamos decir, y esto no sería una ironía, que el campesinado gallego soñó con hacerse rico con el oro de unos seres extraños a los que consiguió codificar en un complejo marco de valores sociales y familiares, propias de su cultura, un sistema cultural completo en el que el “bien cultural”, el “patrimonio”, es el sistema mismo. Los sueños de los campesinos gallegos no fueron el resultado de su ignorancia, ni de su falta de formación, sino de su sufrimiento y de su pobreza. Los sueños de los campesinos gallegos fueron, como alguna vez dijo Karl Marx, la esperanza de un mundo sin esperanza, el corazón de un mundo sin corazón y el espíritu de un mundo sin espíritu. Los sueños de los campesinos gallegos fueron los sueños dignos de un pueblo digno y trabajador. El campesinado gallego no convirtió a sus “bienes culturales” en fetiches del prestigio o la riqueza, y siempre supo distinguir la realidad de la ilusión, aunque supiese que para vivir era necesario tener algún tipo de ilusión: “Como apareza o tesouro o meu fillo vai ser algo, porque eiquí ten que haber camións e bicicletas de ouro e o meu fillo ha pasear montado nelas” (Castro de Guitara, O Saviñao; López Cuevillas y Fraguas, 1955). La lectura que se puede hacer de este modelo resulta bastante clara: los campesinos gallegos sabían perfectamente que sin trabajo no hay riqueza. Pero también sabían por experiencia que incluso con trabajo, y muy duro, hay pobreza. Conocían también de primera mano la opción contraria: la obtención de riquezas sin trabajo, por parte de los rentistas. ¿Qué era lo que les daba estas riquezas? Las propiedades, que les proporcionaban rentas (a costa del trabajo de los campesinos) y beneficios. Oro, en suma, obtenido sin esfuerzo. La representación mítica de este aspecto concreto de la mitología popular gallega (que no debe separarse de todos modos del análisis del sistema global), nos ofrece por lo tanto una visión que puede articularse en dos espacios. Por un lado está el espacio real, donde existe el deseo de riqueza sin trabajo. Por otro, está el espacio imaginario, donde la moura posee oro encantado guardado en los Castros o los túmulos megalíticos. El campesino puede no emprender el desencantamiento por miedo a lo que está alrededor del oro (alquitrán, veneno). Puede intentarlo, pero el desencantamiento prácticamente siempre fracasa. Este fracaso es el que lo devuelve a la realidad. Quienes pretenden convertir en mercancías fetiches a esos bienes culturales son los beneficiarios de la inversión pública en “bienes culturales”, que a cambio de este modelo tradicional, propio, integrado y coherente, aunque apelando falsamente a él, pretenden ofrecer al pueblo gallego, al que gobiernan, una mera riqueza – que al final

también es imaginaria –en la que se han perdido los valores estéticos, históricos y simbólicos que conforman una cultura. Su modelo por lo tanto es sustancialmente distinto del que acabamos de ver. Se parte de un presente en el que la política cultural promete inmensas riquezas recurriendo a un pasado. Este pasado convertido en “patrimonio” sería la forma de cumplir el deseo de riqueza casi sin trabajo. Esta riqueza se promete a toda la comunidad política. Los turistas ávidos de contemplar el “patrimonio” y los “bienes culturales” serían los nuevos mouros poseedores de oro encantado. Pero el desencantamiento de nuevo fracasa, y los dueños de la riqueza no van a ser los miembros de la comunidad poseedora del “patrimonio”, sino los gestores, empresarios, técnicos y funcionarios que transforman lo que fue un elemento vivo de una cultura completa en “bienes culturales” susceptibles de ser explotados. Como esos funcionarios, profesores y empresarios viven en el marco de la sociedad del espectáculo, consecuentemente pasan a concebir a la cultura popular gallega como un sistema de objetos destinados a una exhibición para aquellos que, viniendo de fuera, pueden traer la riqueza. Los antaño poseedores de un mundo propio pasarían a ser actores en una pantomima ajena. La cultura popular gallega prácticamente ha desaparecido, debido a las transformaciones geográficas, económicas y políticas de los últimos dos siglos. Ese mundo vital ha desaparecido, y en muchos casos sólo puede ya ser objeto fragmentario de estudio. Aunque se mantuviese, si se pretendiese integrar en una cultura letrada y en un marco político, tendría que ser enormemente transformado. La diferencia fundamental estaría en la forma y en los agentes de esa transformación: desde dentro o desde fuera, por la acción de los propios creadores de esa tradición o por imposición. Por ello es necesario proponer un modelo político comunitario, dentro del marco gallego, en el que los “bienes culturales” puedan adquirir un sentido que sea válido para el conjunto de la comunidad, y en el que esos bienes sean definidos por sus valores específicos. Modelo político comunitario Se puede definir una comunidad política como un conjunto amplio de personas que, teniendo una serie de características en común, como pueden ser una misma lengua, un determinado tipo de instituciones y costumbres que le son propias, unos sistemas de valores simbólicos, un determinado tipo de pasado con el que se identifican,

viven en un territorio específico, en el que son gobernados por un poder político que controla físicamente ese territorio. El control del territorio sólo es posible si existe una red de comunicaciones que lo hagan accesible en todos y cada uno de sus puntos, con mayor o menor celeridad, y si en ese territorio se aplica una sistema jurídico (civil y penal) propio y un sistema fiscal, a la que vez que funciona un mercado, que sea común a todo el territorio. Este mercado, a su vez, puede estar integrado en otro mercado, o mercados más amplios. Toda comunidad política va unida a un Estado, que es quien aplica las normas legales, controla el sistema fiscal, y puede estar presente en cualquier parte del territorio. La estructura esencial del estado se diseña en una Constitución, propia de cada Comunidad política. Una Constitución es la sistematización de los derechos fundamentales de los ciudadanos de un Estado y una Comunidad política. Pero ese sistema de derechos no puede existir si paralelamente no se plasma en un sistema de valores en los que crean los miembros de esas comunidades. Dichos valores han de ser, en primer lugar, los valores políticos democráticos, pero esos valores no pueden funcionar en una forma abstracta, tal y como los concibió Jürgen Habermas con su patriotismo constitucional. El patriotismo constitucional de Habermas sólo es comprensible en el marco de una realidad pasada, como lo fue la República Federal Alemana. Habermas tenía que justificar la existencia de su país, dividido en dos por los resultados de la Segunda Guerra Mundial, rompiendo así con la tradición nacional alemana. Además de ello, como en esa tradición existía la idea de Sonderweg, camino especial de la modernización alemana, en el que siempre estuvo presente una cierta tendencia antidemocrática y autoritaria, consecuentemente este filósofo pretendió justificar la existencia de un país que no asumía su propia historia, y cuya existencia podría incluso ser puesta en duda, puesto que una estructura constitucional sin comunidad política limitada sólo podría ser una estructura cosmopolita. Posteriormente incluso se ha confundido ese cierto cosmopolitismo con el cosmopolitismo del mercado (ya dijo Marx que el Capital no tiene patria), creándose así el sistema de: mercado globalizado = constitución cosmopolita = pensamiento único, en el que gustan desenvolverse los defensores del modelo mercantil globalizado de los bienes culturales.

Una constitución es, pues, indisociable de una comunidad y de un sistema de valores culturales, que dan sentido a la existencia de esa comunidad. Dentro de ese marco jurídico es donde se crea la noción de “bien cultural”, bien protegido jurídicamente, y que exige gasto público porque está dotado de un valor específico. Un bien cultural puede tener valores estéticos, históricos, intelectuales, sociales o políticos. Pero un “bien cultural” es ante todo un símbolo, un símbolo de la existencia de una comunidad política, que puede ser compartido por otras, o por personas a nivel individual, en tanto que es una creación del género humano. Un bien cultural sólo es secundariamente una mercancía. Una mercancía no puede ser por sí misma un bien cultural. Un bien cultural puede ser una mercancía, o no serlo, o bien puede ser una mercancía protegida jurídicamente, con lo cual tendríamos que el valor mercantil estaría limitado por valores extramercantiles. Un bien cultural no es un bien consumido, no sólo por no ser casi nunca un bien fungible, sino por su propia naturaleza. Un bien cultural es un bien valorado o apreciado. La valoración de un bien cultural no es posible si no se conocen y no se comparten diferentes sistemas de valores. No podemos apreciar la música si no la sabemos distinguir de otros sonidos, lo que ocurre en el caso de una extraña enfermedad cerebral. Debemos tener a nuestra disposición en nuestro cerebro una información y unos códigos que nos permitan localizar, definir y apreciar la música. No podemos apreciar la música si no tenemos alguna cultura musical y no disfrutamos estéticamente de ella. Así pues para apreciar la música es necesaria alguna educación musical, sea codificada o adquirida más o menos espontáneamente. Del mismo modo podemos decir a nivel general que la apreciación de los bienes culturales exige dos cosas: conocimientos y asunción de determinados sistemas de valores. Los bienes culturales no son consumidos sino asimilados y disfrutados. Para que ello pueda ser así es necesario un proceso de educación, una educación no solo entendida como un proceso escolar, sino como un proceso social y político global, lo que en alemán se llamó Bildung, o proceso de configuración humana. El destinatario de la educación de un país es su comunidad política: sus ciudadanos. Por ello deberíamos decir que los bienes culturales deben estar orientados a los ciudadanos de las comunidades políticas. Ellos deben saber apreciarlos, comprenderlos, y sólo así sería posible conservarlos, puesto que no es posible aplicar leyes en las que nadie cree, y una ley no puede funcionar si es meramente coercitiva.

Por esa razón, cualquier política de conservación del patrimonio sólo puede ser eficaz si la comunidad política interioriza los valores específicos y simbólicos del patrimonio cultural. Si de lo que se tratase fuese de estimar su valor económico como mercancías, en cualquier momento podrían ser desplazados por otras mercancías de mayor valor, lo que es lógico, si tenemos en cuenta que el valor monetario se mide cuantitativamente y no cualitativamente, como ocurre en el caso de los bienes culturales. Los “beneficiarios” de los bienes culturales han de ser los ciudadanos de cada comunidad política. La propia existencia de esos bienes es indisociable de un proceso de educación, y no de un proceso de exhibición. Esos bienes pueden generar algún tipo de beneficios, básicamente turísticos, pero esos beneficios no son los específicos de los bienes culturales, porque las grandes magnitudes del turismo funcionan de acuerdo con otra lógica. Por otra parte planificar economías basándose en el turismo, como se pretende hacer en Galicia, es suicida, en primer lugar porque la demanda turística es muy variable e inestable y depende de las modas. Si ello se intenta hacer en el caso del llamado turismo cultural la aberración es todavía mayor, ya que no se puede producir en serie lo singular e irrepetible, como la Catedral de Santiago, y el fomento de ese turismo depende más del incremento del nivel educativo que de las meras técnicas del marketing puro y duro. Debemos defender los valores políticos y los valores comunitarios cuando hablamos de los bienes culturales. En primer lugar porque son sus valores específicos, en segundo lugar porque no es cierto que sean generadores de inmensas riquezas. Y por último para evitar caer en la confusión terminológica, nunca inocente ni bien intencionada, de quienes hablan del interés común para defender su interés particular, y de quienes hablan de la cultura de su pueblo y de sus valores para acabar hablando indirectamente de sí mismos, puesto que ellos se consideran no sólo los portavoces, sino también los más eximios creadores y productos de esa cultura, cuyos valores pretenden convertir en un oro como el que celosamente guardaban en mámoas y castros las desaparecidas mouras, fieles compañeras del sufrimiento y el trabajo del pueblo gallego. Apéndice “Cóntase que nos anos antigos, no fondo dos castros, aparecía todas as noites unha muller moi guapa cunha tenda moi bonita, que era toda de follas. Un día pasaba por alí un home, e a muller preguntoulle:

- Que queres da tenda? -Unha peineta - díxolle el. - Dobláchesme o encanto - respondeulle ela. Ao día seguinte, vólvelle aparecer en forma de cóbrega. Ela tórnalle a preguntar: - Que queres? - Unha tixeira - díxolle el. - Dobláchesme o encanto - respondeulle ela. O terceiro día apareceu en forma de muller, e pasou un home ao que lle dixo: - Que queres da tenda? El respondeu que estaba namorado da tendeira. Antes de decir estas verdades, quedou todo convertido en ouro” (Castro de Toiriz, Silleda; Llinares, 1990). “No castro viviron os mouros ou un exército, pois o castro está atrincherado e disque nunha leira que hai cerca da porta si pisamos con forza fai un ruido como de campás, pois hai dúas vigas, unha de ouro e outra de alquitrán pero ninguén quere ir buscá-la de ouro porque si ó collé-la rompera a de alquitrán morrería. Por enriba desta viga de ouro pasaban os carros” (O Castrillón, Carballo; Aparicio, 1999). “Din que os antergos da Casa do Patrón empezaron a enriquecerse repentinamente. Entón a muller preguntáballe ao home a qué se debía, pero el non podía decirllo. Todas as noites, o home saía co cabalo sen decir a onde; pero, despóis de moito preguntarlle, acaboulle por contalo á muller, e desde ese intre cerráronselle as portas, pois a el dixéranlle que non llo contara a ninguén, senón xamáis lle darían nada” (Castro de Piñeiro, Silleda). “Un home da Laxe falou unha vez cun home que era maragato, que lle preguntou de onde era. O da Laxe díxolle que era de aquí. Entonces o maragato preguntoulle se sabía onde estaba Castra Monaz (sic.); ao responderlle que si, dixolle: “¡Ay Castra Monaz, Castra Monaz! ¡Qué rico eres, India de España!” (Castro Montaz, Silleda).

Capítulo VI Evidencia e interpretación en el estudio del arte rupestre galaico: estrategias institucionales y retórica de la ciencia en un grupo de investigación arqueológica Quizás en otras ocasiones un investigador no necesitaría iniciar un trabajo formulando unas determinadas prevenciones de tipo personal; sin embargo en este caso consideramos que eso sí es procedente, porque en el tratamiento del asunto que nos va a ocupar se entremezclan muy diferentes niveles que hacen que los conceptos y los debates meramente científicos se entremezclen con toda clases de ideas y palabras de resonancias políticas, institucionales, y a veces incluso aparentemente personales. Por ello comenzaremos por decir que, de acuerdo con un viejo refrán inglés que afirma que “los señores hablan de ideas y los criados hablan de personas”, nosotros no vamos a hablar de personas, sino de algunas ideas, que se encarnan en un determinado grupo de investigación, compuesto sin duda alguna por personas competentes y honradas, pero que, como todo el mundo, no están en posesión exclusiva de la verdad, por lo que es posible criticar, incluso acerbamente, sus ideas, sin menoscabar su dignidad como personas. Se trata en este caso del grupo de la USC (Universidade de Santiago de Compostela) y del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), que se suele denominar de “Arqueología del Paisaje”, aunque a veces ha cambiado de denominación, como se puede comprobar siguiendo su página web (http://www-gtarpa.usc.es). Todo grupo de investigación tiene el deber de dar a conocer los resultados de su trabajo, e incluso de mostrar su estructura interna y sus fuentes de financiación, con el objeto de que pueda ser estudiado, de acuerdo con los métodos de la etnometodología (Latour y Woolgar, 1995; Zammito, 2004) o de la epistemetría (Rescher, 2006), y que pueda ser también objeto de evaluaciones científicas. Aunque no disponemos de todos los datos de este grupo relacionados con este aspecto, sí que tenemos una cierta información que nos puede permitir plantear la hipótesis central de nuestro trabajo, a la que someteremos a contrastación a lo largo del mismo, con el objeto de que pueda ser discutida, siguiendo así las normas básicas de la investigación empírica. Podemos formular la hipótesis de la forma siguiente: el estudio del arte rupestre galaico por parte del grupo de Arqueología del Paisaje está fuertemente condicionado

por el propio entramado institucional en el que se desenvuelve dicho grupo. Ese entramado le obliga a presuponer la existencia de una teoría global innovadora, que no existe, y que intenta exponer mediante una serie de argumentaciones muy endebles. Para poder analizar esta hipótesis de partida dividiremos la cuestión en dos partes. En la primera de ellas expondremos los condicionantes externos, a los que llamaremos no epistémicos, de la labor del grupo; y en la segunda mostraremos la fragilidad de los nuevos supuestos epistemológicos.

Condicionamientos externos a la investigación. Llamamos así a una serie de creencias, o presupuestos, que no derivan de los datos empíricos estudiados, pero que condicionan su búsqueda y predeterminan su interpretación. Estos condicionamientos se pueden enumerar a través de una serie de presupuestos, cuyo carácter a priori, e incluso su no pertinencia metodológica deben ser sacados a la luz. Son los siguientes: Presupuesto 1: existe una teoría sistemática y globalizadora que se llama

“Arqueología del Paisaje”, que exige reinterpretar globalmente todo el conocimiento arqueológico. Esa teoría es de carácter sistemático y supone una alternativa no sólo a la arqueología más tradicional, sino incluso a disciplinas como la historia o la historia del arte. Presupuesto 2: esa teoría, como es lógico, ha sido desarrollada por el

director del grupo y es aplicada por sus miembros, a través de sus investigaciones empíricas. Presupuesto 3: esa teoría es solidaria de una nueva forma de hacer

arqueología, que se llama la “arqueología de gestión”, que presupone relegar el ámbito académico de la investigación arqueológica y privilegiar el ámbito administrativo. Presupuesto 4: ese cambio de métodos y de ámbitos en los que la

arqueología se desenvuelve presupone orientar la actividad arqueológica a un nuevo mundo, el de la economía, en el que los destinatarios de la misma serían un nuevo tipo de consumidores, a los que se llama turistas. La arqueología sería parte del desarrollo sostenible. Todos estos presupuestos han sido recogidos en el texto de uno de los investigadores del grupo, David Barreiro, en su tesis doctoral inédita (Barreiro

Martínez, 2005), en la que se insiste más que nada en el presupuesto 4, ya que su autor reconoce no intentar hacer una teoría interna del conocimiento arqueológico, pues presupone su existencia. A continuación, por las limitaciones de nuestro trabajo, nos centraremos en el análisis del presupuesto 1, teniendo en cuenta los 2, 3 y 4 únicamente en tanto que condicionan la investigación empírica. Inconsistencia del presupuesto 1: no es cierto que el director del grupo, Felipe Criado Boado, haya desarrollado una teoría coherente y completa del conocimiento arqueológico llamada “Arqueología del Paisaje”, y que esa teoría goce de un amplio reconocimiento académico. El director del grupo no es autor de ningún libro sobre el tema, cuya complejidad exigiría por lo menos esa extensión. Si se examina su currículo se verá que el número de trabajos de tipo epistemológico es muy reducido (Criado, 1991; 1993; 1997; 1999a; 1999b; 2000; 2006), y su impacto igualmente reducido. En una búsqueda llevada a cabo en Web of Science el día 29-12-2006 el número de citas de este autor es solamente de tres, lo que sería sorprendentemente bajo de ser cierta la amplia repercusión de su teoría en el mundo anglosajón, que es en el cual se supone que se genera actualmente la ciencia. El subdirector del grupo, Marco V. García Quintela, aparece en esa misma consulta con 7 citas, de las cuales ninguna se refiere a la “arqueología del paisaje”. La arqueología del paisaje más que un concepto es un lema, una mera palabra, en la que se entremezclan varios estratos conceptuales, a saber. En primer lugar una realidad empírica: el estudio de los restos y yacimientos arqueológicos en el espacio físico y el análisis de los mismos en todas sus dimensiones, que puede ser muy complejo y sutil. No obstante, este aspecto, que también podría denominarse “arqueología del espacio” o del territorio, no es el que le interesa privilegiar en sus breves textos epistémicos. En ellos, partiendo de la arqueología postprocesual de Ian Hodder, F. Criado pretende sostener que se puede lograr el estudio de la percepción

subjetiva del espacio tal y como pudo haber tenido lugar en el pasado. O lo que es lo mismo, que podemos tener la visión indígena del espacio sin conocer el lenguaje de los indígenas, con sólo escasos restos de su cultura material. F. Criado utiliza como autoridades de referencia a autores como Lévi-Strauss, H. G. Gadamer o incluso en cierto modo a S. Freud. Autores todos ellos que consideraron que para comprender al indígena, o al enfermo, hay que dejarlo hablar, y que el arte de la interpretación o hermeneútica es un arte en el que el objeto del análisis es siempre el lenguaje o los textos, intentando siempre ver cómo se interrelacionan los voces del indígena, el autor

de un texto antiguo, y su intérprete moderno. A veces da la impresión, leyendo a este autor, de que cree que se podría escribir una obra monumental, como las Mitológicas de Lévi-Strauss, sin disponer de ningún mito americano. Y en el caso de su discípulo García Quintela podremos observar igualmente cómo la aplicación del método de Georges Dumézil, creado para el análisis de los textos indoeuropeos antiguos, se convierte en un método para el estudio de grabados de diferentes épocas (García Quintela, 2005; García Quintela y Santos Estévez, 2000; 2003; 2004). Algo que el propio Dumézil nunca hubiese soñado, a pesar de que en uno de sus textos llevó a cabo un juego erudito con un petroglifo. El traslado de métodos diseñados para interpretar relatos orales o textos mitológicos y religiosos antiguos a un mundo, como el de la prehistoria gallega, en el que no hay textos mitológicos ni relatos orales prehistóricos –como es lógico-, no es una arbitrariedad, sino una necesidad de un método que pretende dar cuenta de la totalidad de las culturas del pasado y erigirse en un saber completo, sistemático y cerrado en sí mismo. Si no se procediese de ese modo la “arqueología del paisaje” sería una arqueología más y no se podría ofrecer como una alternativa epistémica, institucional y política frente al aparato tradicional de la arqueología establecida. La existencia de esa contradicción se puede explicar por la confusión sistemática en la que se mueve este grupo entre sus supuestas bases epistemológicas y su estructura institucional. Creemos que la retórica de sistema que la arqueología del paisaje exhibe no es más que una autorreferencia del propio grupo y la exhibición cara al exterior de su coherencia interna, por lo que pasaremos a examinar los presupuestos 2 y 3. Sorprende en ese grupo de investigación su alto grado de autorreferencia y cita interna, como puede verse en sus trabajos sobre arte rupestre. Da la impresión de ser un grupo muy cohesionado en torno a la idea de la “arqueología del paisaje”. No obstante esa idea no se puede apreciar en muchos de sus trabajos, o bien porque son meros informes técnicos, o bien porque sus temática es ajena a una idea endeble que pretende explicarlo todo (véase como ejemplos los 17 informes con el título Arqueología de la

gasificación publicados en la citada colección CAPA). La noción de paisaje es la clave de la geografía humana. Sin embargo los teóricos de la geografía no aparecen reflejados en los trabajos de los directores del grupo, que parecen haber creado una palabra que tiene más de un siglo de tradición. Si

se examinan los trabajos del grupo se verá que ocurre lo siguiente: el número de trabajos es muy bajo comparado con el número de miembros del mismo. Muchos de estos trabajos son publicados por el propio grupo para un consumo limitado en las series TAPA y CAPA (http://www-gtarpa.usc.es/publicaciones/index.htm). Esos trabajos, tal y como ha señalado el Informe del Consello de Contas de Galicia del año 2003 para la Universidade de Santiago de Compostela (http://www.ccontasgalicia.es, informe en PDF), refiriéndose a una serie de grupos entre los que éste se encuentra, “consisten en típicos traballos técnicos que compiten co sector privado, que se encargan aos profesores pola lexitimidade e autoridade que lles aporta a institucion universitaria pero que non teñen un contido científico que xustifique a utilización de esta figura” (pág. 181). Y se realizan además en un régimen de prestaciones continuadas de servicios que aproximan “a actividade investigadora a unha relación profesional coas empresas que contratan servizos, impropia destas actividades de investigación” (pág. 145, en la que se cita dos veces a Felipe Criado Boado). En los informes de este tipo la coherencia es la propia de cualquier empresa de servicios. En ellos el carácter recopilatorio no se presta al desarrollo de ningún tipo de teoría, al contrario que en los verdaderos trabajos de investigación. En estos trabajos, muy escasos teniendo en cuenta la financiación del grupo y el número de sus miembros, podríamos decir que se combinan dos niveles de análisis. Uno en el que se muestra una arqueología convencional, la única posible, dado el carácter de la documentación, como la cerámica del megalitismo. Y otro en el que se exhiben citas de pensadores de diferente tipo: antropólogos, teóricos sociales, o incluso algún filósofo, con el objeto de demostrar que quien escribe también es un teórico, para asumir así la seña de identidad del grupo. El amor a la teoría es un signo de distinción que sirve para diferenciar al “arqueólogo del paisaje” del arqueólogo convencional. El problema es que esa teoría se conoce superficialmente, porque si se conociese se vería que no tiene ninguna aplicación posible. La relación entre teoría y datos empíricos en este grupo es muy curiosa. Sus miembros, siguiendo el modelo lógico que siempre impone el director del grupo, intentan mostrar su competencia técnica y científica, hasta el punto que se definen como “tecnólogos”, de acuerdo con la terminología de David Barreiro (tesis doctoral citada). Pero además de ser paleotecnólogos, que es lo que habían sido en buena parte los “arqueólogos tradicionales”, parecen también querer ser algo así como grandes teóricos y sistematizadores. No pueden conseguirlo, además de porque no

existe la teoría, porque no poseen el número de conocimientos metodológicos suficientes. Eso trae como consecuencia que su uso de determinados conceptos sociológicos, antropológicos o filosóficos quede reducido a una mera retórica, más o menos banal. A ellos se le podría aplicar aquella famosa frase que afirma que “ un poco de filosofía aleja de la realidad, pero mucha acerca a ella”. El uso de la teoría como signo de distinción, en el sentido que dio al término Pierre Bourdieu (Bourdieu, 1988) obedece a la necesidad de mostrar la cohesión del grupo frente al exterior. Esta necesidad es explicable en función de los presupuestos 3 y 4, como ahora veremos, pero también se comprende si tenemos en cuenta el hecho de que la mayoría de sus miembros corresponden al grupo sociológico conocido como “investigadores precarios”, cuya dependencia profesional respecto del investigador principal es muy fuerte. Tenemos, pues, a un grupo muy cohesionado en torno a un investigador que cree en el valor de un lema, que no se define científicamente, que tiene tendencia a la autocita y al rechazo de otras visiones exteriores diferentes a las del investigador principal, y que incluso parece dar a entender que es objeto de agresión o rechazo, por parte de otros medios arqueológicos profesionales o meramente académicos, como puede observarse en recientes debates arqueológicos en la página Arqueoweb, en los que cualquier crítico de una de sus ideas se convierte en un “censor” y en un enemigo de la arqueología de paisaje. Inconsistencia de los presupuestos 3 y 4: el análisis de estos presupuestos merecería un estudio aparte, puesto que en ellos se entremezclan ideas políticas, como la ideología de la gestión, económicas, como la de la preeminencia del sector servicios en el desarrollo económico regional, y meramente ideológicas como las ideas de globalización y cultura del ocio. No vamos a entrar en ello, dado el objeto de nuestro trabajo, pero sí es necesario poner de manifiesto un hecho muy curioso: Felipe Criado sostiene en sus escasos trabajos teóricos que la “arqueología del paisaje” y la “arqueología de gestión” son dos nociones inseparables, lo que no es cierto. La arqueología del paisaje es un presupuesto epistemológico, para cuyo desarrollo pueden utilizarse diferentes sistemas de financiación, públicos o privados. La

Minnesota Messenian Expedition desarrolló un programa de investigación de todo el territorio mesenio, correspondiente al antiguo reino micénico de Pylos con una metodología y un propósito meramente científicos, y lo mismo ocurrió con estudios del territorio de antiguas ciudades sumerias. En esos proyectos no hubo ningún componente

ahocicado a la “gestión del patrimonio” ni al “desarrollo sostenible”. Se trató de proyectos científicos planificados en busca de un determinado de tipo de conocimiento, como es el análisis arqueológico del territorio. Sus supuestos epistémicos eran los mismos que los del método arqueólogico estándar, y, por supuesto, el estudio de temas como las percepciones “indígenas” del territorio estaban además avaladas por la existencia de tablillas micénicas y sumerias. En Galicia podrían desarrollarse programas de investigación de arqueología del paisaje, con propósitos meramente científicos como en los ejemplos mencionados anteriormente, sin necesidad de establecer vínculos indisolubles con la administración autonómica, encargada de la custodia y conservación del patrimonio y el seguimiento de las obras públicas o privadas que puedan afectar a este último. La vinculación arqueología del paisaje, arqueología de gestión y el seguimiento arqueológico de las obras públicas no posee ningún rango epistemológico, es algo meramente casual y más fruto de las legítimas opciones personales de F. Criado – de cuya honradez no se puede dudar, por supuesto - que de la coherencia interna de una teoría. Lo que ocurre es que la fragilidad teórica de la arqueología del paisaje necesita ser defendida. Como no puede serlo científicamente, como el escaso número de publicaciones demuestra, se utiliza una estrategia de ocultación, que es la siguiente. La gestión arqueológica es un sistema jurídico-administrativo, y por lo tanto es coherente. La coherencia jurídico-administrativa, que no depende de una opción epistemológica, se traslada a la opción epistemológica, que por otra parte parece servir de fundamento a la arqueología de gestión, dando así una falsa idea de seguridad y sistematicidad. Esta idea es falsa puesto que se basa en un tipo de sofisma conocido vulgarmente como “círculo vicioso”. El razonamiento correcto sería: - La “arqueología del paisaje” es igual a la “arqueología de gestión” - La “arqueología de gestión” por su propia definición es coherente luego la“arqueología del paisaje” es coherente Pero se convierte en: - La “arqueología del paisaje” es coherente por sí misma - La “arqueología de gestión” sólo es coherente si sigue a la “arqueología del paisaje” - Luego “arqueología de gestión” y “arqueología del paisaje” no se pueden separar

Si a ello añadimos la retórica del interés social y el bien común, entonces tenemos que la “arqueología del paisaje y de gestión” es un sorprendente mecanismo de creación de riqueza, que hasta ahora nadie ha cuantificado, y que impulsa el desarrollo sostenible, poniendo en marcha el turismo. En una entrevista a la revista Tempos Novos (nº 100, 2005) F. Criado afirma, basándose en los datos económicos del último Xacobeo extraídos de Fuentes Quintana referidos al impacto del Xacobeo en el crecimiento del PIB gallego, que la excavación de miles de yacimientos arqueológicos en Galicia incrementaría en la misma proporción la riqueza del país. Obvia que la Catedral no es un megalito, aunque etimológicamente en ella haya muchas piedras, y que su prestigio deriva de una tradición histórica multisecular, de una fe religiosa y de su carácter irrepetible, por lo cual esos supuestos datos no serían, en modo alguno generalizables, con lo cual nos ofrece un argumento poco consistente. Pero, además de ello, afirma que Galicia necesita de un “Gran Pacto por el Paisaje”, con lo cual su concepto clave se convierte en el remedio casi mágico para resolver todos los problemas económicos de Galicia. En esta afirmación se ve claramente el papel tecnológico que se atribuye a esa arqueología que gusta definirse como “tecnociencia” (Barreiro, op. cit.), y que se sitúa a la par, cuando no integra a las demás ciencias del territorio, como la geografía, la economía aplicada, la ecología y los estudios medioambientales. En este discurso la idea de coherencia de la arqueología del paisaje-gestióndesarrollo sostenible parece quedar ya blindada. El peso de la realidad parece avalarla, pero su fragilidad epistémica, aunque arropada por palabras grandiosas sigue igual, aunque oculta. Esta “arqueología del paisaje y la gestión y el desarrollo” (APGD, para abreviar), se ofrece en esa entrevista como una estrategia política, y ha sido diseñada en un plan estratégico que pretende construir una Rede Galega do Patrimonio Arqueolóxico (RGPA). De acuerdo con ella la arqueología se estructuraría en torno a una serie de macrocentros de carácter temático, destinados básicamente al turismo. En ellos además se centraría la investigación de cada época pasada, estructurada en torno a la idea de arqueología de gestión y del paisaje, puesta al servicio del desarrollo sostenible de Galicia.

En los libros publicados a tal efecto por la Consellería de Cultura del último gobierno de M. Fraga se diseñó el sistema, pero en ellos no se puede ver ningún estudio económico de su viabilidad (Tallón et al., 2004; Infante et al., 2004; Rey et al., 2004). Este sistema de Parques es pertinente en nuestro caso, ya que habría uno dedicado al arte rupestre estudiado desde esta perspectiva, con lo cual la APGD se cierra en sí misma. Este carácter cerrado y global del complejo sistema de la APGD se puede observar a nivel docente en el programa del Máster de “Gestión integral del patrimonio” de la USC y CSIC, que condensa toda la teoría y los métodos, y en el que es curioso observar el desplazamiento de la palabra gestión, que daría cuenta del aspecto administrativo, a la investigación, que parece ser ahora una parte de la gestión, quizás para ocultar la propia fragilidad intelectual. Todos estos elementos van a condicionar el estudio del arte rupestre tal y como lo ofrecen los trabajos del grupo, y por ello ha sido pertinente exponerlos antes de pasar a nuestra segunda parte.

Estructura interna de la investigación El estudio de los petroglifos gallegos posee una larga tradición que se remonta al SEG, que supo ofrecer entre otras cosas el excelente Corpus petroglyphorum

Gallaeciae de 1935. Esa tradición gallega se puede unir a otras tradiciones europeas en las que estos investigadores beben. Sin embargo los condicionantes externos del Grupo de Arqueología del Paisaje les llevaron a desarrollar unos estudios que ellos, utilizando una terminología científica, llamaron “revolución o corte epistemológico”, en la que se pretende romper con todo lo anterior. Además de a esa necesidad de novedad, la estructura del grupo les obliga a varias cosas: - Crear una teoría totalmente nueva; - Desarrollar una teoría integral que pretenda dar cuenta de aspectos simbólicos muy profundos, no percibidos por los investigadores anteriores; - Introducir nuevos métodos y nuevos autores de referencia; - Integrar todo ello en la APGD, a través de la conexión petroglifos-parques arqueológicos; Los petroglifos son grabados rupestres que pueden corresponder a una cronología amplísima, como esos mismos autores reconocen. Normalmente se sitúa a los más antiguos en el Calcolítico y la Edad del Bronce, gracias a las correspondencias entre grabados y armas u objetos de esa época conocidos y datados. Su disposición

puntual en el presente puede no corresponder a su situación original, debido a los fenómenos de erosión y sedimentación geológicas. Sus usos no son fácilmente identificables, por ser representaciones de tipo simbólico o geométrico, y por no poder acceder a la mente de sus autores o espectadores. Todo esto se reconoce, así como la aportación de autores anteriores, aunque esas aportaciones a veces no se dejan lo bastante claras, debido al exceso de auto-citas del propio grupo y al uso del castigo simbólico, que consiste en no citar a quien se considera como ajeno, competidor o enemigo del grupo. Esto último puede verse en el caso de un autor como García Quintela, que se atribuye, nada más ni nada menos que haber introducido el método de Dumézil en España, cuando los libros de Dumézil estaban ya traducidos, en muchos casos incluso antes de que él iniciase su carrera, y cuando su método ya había sido aplicado por autores anteriores, como yo mismo (Bermejo Barrera, 1978). Reconocido esto se opta por arrinconar el saber adquirido sobre los petroglifos de la Edad del Bronce, a cuyo conocimiento se contribuye muy poco, y por reservar la revolución científica para la Edad del Hierro. Se distinguen así los motivos tradicionales del Bronce, como las armas, las escenas cinegéticas, los círculos concéntricos, y se busca un tema radicalmente nuevo como son los podomorfos, que se atribuyen a la Edad del Hierro, basándose en casos en los que un podomorfo se superpone a un círculo concéntrico. El razonamiento utilizado es el siguiente. Si el podomorfo está superpuesto es que es posterior; como la Edad del Hierro es posterior a la del Bronce, el podomorfo es de la Edad del Hierro. Este argumento tan endeble se acepta porque ya se ha establecido a priori que tiene que haber petroglifos del Hierro y que éstos además tienen que ser celtas. Las evidencias lingüísticas de la protohistoria galaica son mínimas. Algunos autores admiten la existencia de topónimos, antropónimos y teónimos celtas, pero ello no quiere decir que se pueda definir claramente qué tipo de lengua se hablaba, ya que los celtas formaron un gran grupo lingüístico que se extendió de Inglaterra a Asia Menor, y mucho menos que se conozca ningún mito ni rito celta galaico, a partir de la lingüística, y mucho menos de los petroglifos “celtas a priori”. Una vez admitido, sin discusión que en la Edad del Hierro ya hay una cultura celta se plantea el problema de cómo estudiar sus ritos y mitos, ante la total ausencia de

documentación, exceptuando la epigrafía y las fuentes clásicas (ahora desplazadas por los petroglifos). Para proceder con éxito y cumplir los requisitos antes citados se procede a admitir, sin discusión los siguiente supuestos: - Todos los celtas eran culturalmente idénticos - En el mundo céltico no importan las distinciones espacio-temporales. Por eso un texto irlandés del siglo XII d. C. es una fuente válida para la Galicia del siglo VI a. C, por ejemplo, y ya no digamos cualquier fuente referida a la Galia - Como aun así seguimos sin tener textos, entonces se afirma a priori que el folklore del campesinado gallego es celta, y es una fuente para el estudio de la Edad del Hierro. Se puede saltar así de una leyenda gallega del siglo XX a otra bretona del XIX, o un texto irlandés del siglo XII y a un petroglifo. Los resultados de la investigación son previsibles: se halla lo que se quiere hallar Se trasladan arbitrariamente realidades de otros países y pueblos célticos a Galicia y consecuentemente se utiliza la evidencia que conviene, de forma bastante libre, y se oculta toda la demás, como veremos en dos ejemplos sorprendentes. Se toma como referencia autores como Dumézil, un filólogo que siempre analizó textos (con la excepción del famoso petroglifo), a Lévi-Strauss, que estudió culturas vivas y analizó relatos orales recogidos directamente, y a otros autores como Freud, utilizado tan libremente que el uso que de él se hace lo describió el propio doctor vienés en su ensayo “Psicoanálisis silvestre”. Al perder las referencias espacio-temporales, al considerar que un grabado es lo mismo que un texto, porque así se quiere decir, y al utilizar la analogía sin medida como instrumento heurístico se crea un sistema de razonamientos auténticamente incontrolable. Se salta del todo a la parte, de la parte al todo, se encadenan analogías sin fin, y si algo los contradice afirman que es una inversión, lo que sería una característica del pensamiento mítico. Con esta libertad absoluta de razonamientos analógicos parecemos estar asistiendo a un juego, como los que en su momento hicieron los surrealistas, lo que a veces así se insinúa. Pero casi siempre todo ello se hace en nombre del método científico y de la solidez de la teoría global de la “arqueología del paisaje”, avalada por la gestión y la “tecnociencia”, aunque no por la evidencia arqueológica.

Se pueden llegar asía construir teorías a partir de la nada, como la de la alineación astronómica de “A Ferradura” o la de la Catedral de Santiago como “Santuario de Lug”. Hasta ahora no hay ningún dato que sugiera la existencia en Santiago de un hábitat prerromano (Suárez Otero y Caamaño Gesto, 2003) y desde luego nada que indique que bajo la Catedral pudo haber un templo de Lug. Sin embargo como los templos de Lug eran al aire libre, el espacio vacío se convierte en un testimonio fiable, estableciendo así una teoría de la prueba que daría resultados sorprendentes en el derecho procesal (no hay cadáver, luego hay asesinato). Y además como la fiesta de Lug era más o menos sobre el 25 de julio (fecha del Apóstol), ya hay base para desarrollar la imparable cadena de analogías. No importa saber cuándo se estableció esa fecha cristiana, ni mucho menos si había calendarios en la Galicia prerromana, puesto que si los hay en la Galia ya sirven. Así se construye una fiesta del Lugnasad en un Santiago deshabitado y se hace aterrizar en Galicia otra vez a toda la Galia prerromana y romana. Lo mismo ocurre con la “Arqueoastronomía”. Se parte de un abrigo rocoso (Coto do Raposo) en el que hay un agujero por el que entra el Sol el día del solsticio de invierno. Se hace un cálculo astronómico y se intenta comprobar si es correcto, pero el día del Solsticio correspondiente está nublado. No importa, la teoría siempre es perfecta. Ese rayo de sol ilumina un supuesto dibujo. Se establece que el dibujo es un mapa (un mapa en un petroglifo, o sea un descubrimiento revolucionario a priori). El mapa corresponde al valle en el que está situado el Castro de San Cibrán (Santos y García 2004). En realidad se parece más al valle al revés, pero no importa, es una inversión estructural. Una vez definido el paisaje (valle), la fecha (solsticio) y teniendo una fiesta gala del Solsticio que se asociaba al poder real, ya tenemos la fiesta y nada menos que un rey y una institución monárquica, que no importa que no esté atestiguada en ninguna fuente epigráfica ni literaria. La solidez del método comparativo (entre la Galia y nada, el dato galaico) y el aval de la arqueología del paisaje le dan verosimilitud, sobre todo si la hacemos coincidir con los podomorfos y los rituales de entronización deducidos de leyendas y ritos bretones, de textos irlandeses y de toda clase de documentación dispersa. Si las investigaciones sobre los petroglifos podomorfos o las de “A Ferradura” las asociamos a dos de los grandes Parques del proyecto estratégico de la “arqueología

del paisaje”, entonces veremos cómo la gestión y el desarrollo sostenible son los criterios definitivos de la metodología de investigación arqueológica, y no la triste, pobre y dispersa evidencia, que puede llegar a agotar la paciencia de algunos investigadores. Continuando con el estudio de la estructura interna de la investigación, pasemos a analizar ahora el uso de las citas que hacen estos autores. Las citas proliferan, tanto las auto-citas como las que no lo son, pero su uso es muy peculiar. Una cita, según A. Grafton (Grafton, 1997; 1998) tiene cuatro valores retóricos: - Informar de la existencia de un dato, o una fuente - Avalar lo que el investigador dice con la autoridad de otro investigador eminente - Exhibir los conocimientos de quien la usa, ya que da a conocer lo que leyó y los datos que maneja - Crear una red de apoyo a través de citas, que muestran que el autor reconoce los méritos de otros o no, si no los cita a propósito (simbólicamente los mataría). En estos trabajos aparece el uso número 1, como es lógico, pero se usan curiosamente los otros tres. Son muy abundantes como decíamos la autocita, a través de la cual los miembros del grupo se dan reconocimiento mutuo, y la ausencia de cita, para castigar a los extraños y supuestos rivales, lo que correspondería al uso 4. En los casos de los usos 2 y 4 se da una enorme proliferación de citas usadas no como fuente de información, sino de disuasión del adversario, aplastándolo con el número de las mismas, aunque lo que digan pueda contradecirlo. Eso es así porque toda cita es parcial, y las de estos autores también. Así Blanca Prósper, que critica rotundamente las interpretaciones de García Quintela por considerarlas lingüísticamente insostenibles, es una autoridad a su favor si se trata de avalar la existencia de una lengua celta. Ni que decir tiene que las religiones célticas de Prosper y García Quintela no se parecen en nada (Prósper, 2002). El uso parcial e incluso arbitrario de las citas es el mismo que el del sistema de razonamiento que se impone cuando se quiere convertir la analogía incontrolada o la “asociación libre” de aroma freudiano en el método básico del razonamiento científico. En las cadenas de razonamiento de estos autores aparece esta estructura: tenemos un hecho a, que se puede interpretar de x número de formas, lo que señalan correctamente. A continuación, sin embargo, suelen decir que del número n de posibilidades es

evidente que sólo la tres, por ejemplo, es válida (por supuesto es la única que les conviene). Partiendo de ella se pasa a escoger otra arbitrariamente de entre un nuevo número n, y así hasta hilar la conclusión deseada, que es la que ya se había establecido previamente. Se crea así un sistema cerrado, perfecto e irrefutable, que es creído por la comunidad del grupo de investigación, que lo aprecia como erudito y complejo, y que, como encaja con los supuestos borrosos de eso que ellos mismos no son capaces de definir, que es la “arqueología del paisaje”, queda elevado a la categoría de un hecho científico, que será consolidado en el marco de la gestión administrativa e integrado en un proyecto arqueológico de desarrollo regional. “Se non é vero e ben trovato”, o quizás podríamos decir “eppur si muove”, como otro gran revolucionario de la ciencia (en este caso sólo en el ámbito de la física): Galileo Galilei. Podríamos acabar con la cita de un texto ya antiguo. Su autor, Robert Musil, criticaba así en su artículo “Esprit et expérience. Remarques por des lecteurs réchappés de Déclin de l´Occident” (Essais, Seuil, Paris, 1984, p. 100), el uso de la analogía por parte de otro gran constructor de sistemas globales, que también consideró al paisaje como la clave de cada cultura, y que hoy es poco conocido, Oswald Spengler. Dice R. Musil: “Hay mariposas amarillo limón; también hay chinos amarillo limón. Por lo tanto se podría definir a la mariposa como: un chino enano con alas que vive en Europa Central. Las mariposas y los chinos son considerados como símbolos de la voluptuosidad. De este modo podemos entrever por primera vez la existencia de una posible concordancia, hasta ahora no estudiada, entre el gran periodo de la fauna lepidóptera y la civilización china. El que las mariposas tengan alas y los chinos no, no es nada más que un fenómeno carente de importancia. Un zoólogo por poco que sepa de los últimos y más profundos descubrimientos de la técnica tendría que reflexionar sobre el hecho de que las mariposas no hayan inventado la pólvora: ello se debe precisamente a que se les adelantaron los chinos. La tendencia suicida de ciertas especies de mariposas nocturnas que se arrojan a las luces encendidas es también una secuela, difícil de explicar con el pensamiento diurno, de esta relación morfológica con la China”. A veces es mejor no querer ver más allá de lo evidente, y dejar a los chinos en la República Popular China y a las mariposas en el Reino animal.

Capítulo VII Historia y metafísica: conocimiento histórico e identidad Alrededor del gran número de problemas que originan las nociones de pensamiento, identidad e historia aplicadas al ámbito concreto de la Antigüedad galaica, los temas son complejos de por sí, y por eso será necesario, antes de entrar en el ámbito de las determinaciones, como diría Hegel, comenzar por recorrer, aunque sea a vuelo de pájaro, el reino de los conceptos. Ya decía Hegel que “la relación existente entre la historia política, las constituciones de los Estados, el arte y la religión, por un lado, y la filosofía por otro, no consiste, ni mucho menos, en que aquellos factores sean otras tantas causas de la filosofía o esta, por el contrario, el pilar de ellos, sino que todos tienen una y la misma raíz común, que es el espíritu de la época en la que se producen” (Hegel, 1955, p. 56). Aceptemos o no la filosofía del Espíritu de este filósofo y creamos o no en el Zeitgeist, de lo que no hay duda es de que de unos años a esta parte filósofos y historiadores no dejaron de empeñarse en dos cosas: por una parte, en que, como decía el propio Hegel, “toda filosofía, precisamente por ser la exposición de una fase especial de la evolución, forma parte de su tiempo y se encuentra prisionera de las limitaciones propias de este” (íbid., p. 48); y por otra, en que para la comprensión de una época histórica determinada hace falta tener en cuenta todas las dimensiones que conforman la vida de los hombres, una de las cuales es, sin duda ninguna, eso que llamamos el pensamiento. Pero ¿qué es el pensamiento? Y concretamente - y siendo más humildes- ¿de qué se tiene que ocupar la llamada Historia del pensamiento? Normalmente se suele asociar, quizás como fruto de la voluntad de poder o de la afición imperialista de los propios filósofos, Historia del pensamiento con Historia de la filosofía. No hay duda de que esta ecuación está mal formulada, pues el pensamiento no es patrimonio exclusivo de los que dicen filosofar, sino que es, en su riquísima diversidad, patrimonio de la humanidad. Pero es que, además de eso, sería necesario aclarar cómo se concibe la Historia de la filosofía para centrar lo que podría ser nuestra brevísima exposición. La Historia de la filosofía, en efecto, se puede entender de las formas siguientes, y de manera tanto complementaria como excluyente. En primer lugar, como la historia de las grandes figuras y de sus sistemas de pensamiento, lo que llevado al caso galaico nos traería graves problemas, pues el único pensador original de origen galaico (por

haber nacido en la provincia romana de Gallaecia, que incluía territorios muy diversos con fronteras aún mal conocidas), sería el historiador Paulo Orosio. Si no hay ni grandes ni pequeños pensadores, no podremos hacer la historia del pensamiento en cortes longitudinales observar su evolución, o sincrónicamente para analizarlo en profundidad en un momento concreto, por lo que se podría afirmar que fallan los fundamentos sobre los que construir una posible historia antigua del pensamiento galaico. Pero al margen de los grandes pensadores, también es posible escribir una Historia de la filosofía si la consideramos como una historia de las formas de pensar o Weltanschauungen, o como una historia de los principios morales, por ejemplo, o de algunas ideas, o sencillamente como historia del planteamiento de algunos problemas, o de la exposición de algún tipo de conocimientos (Carpio, 1977, pp. 43 y ss.). En este caso, lo que habría que aclarar es a qué tipo de problemas o principios nos referimos y cuáles son las fuentes, ya que no los autores, de las que partimos. El problema se complica por las siguientes razones. Es cierto que se puede escribir la Historia del pensamiento sin hacer referencia a la personalidad de los autores, o por lo menos así lo proclamaba Michel Foucault, pero si con la personalidad expulsamos a los autores, nos encontraremos con que lo que no tenernos es la base material, es decir, lo que en la Historia se llama el documento, del que tenemos que partir. Pero antes de entrar en la descripción de la realidad, o quizás casi en la nada, documental con la que nos encontrarnos, será conveniente precisar otro concepto, ya que no estamos hablando aquí del pensamiento en general, sino del pensamiento galaico antiguo y de su relación con la identidad. Claramente, el concepto de identidad tiene muchos y variados sentidos. De la psicología a las matemáticas, pasando por la sociología y la teoría política, podríamos ir trazando muy diversas genealogías y describir muchas transformaciones de la historia de este concepto, que en la mayor parte de sus ámbitos funciona más como metáfora que como realidad. Pero como no estamos hablando ni de psicología ni de matemáticas, sino básicamente de historia, habrá que suponer que la identidad que se busca es la de un pueblo, una cultura, y quizás de una nación. Yo creo, siguiendo a J. Habermas, que cada uno de nosotros, como individuo, posee una identidad propia, y que también los grupos sociales la tienen, pero me parece dudoso que se pueda hablar de una identidad propia de una cultura. En efecto, si abandonamos la noción de sujeto de la historia, lo que desde la perspectiva del materialismo histórico, vienen pidiendo C. Pereyra (Pereyra, 1984, pp. 9-93) y el propio

Habermas (1981), nos encontraremos con que la identidad de una sociedad no se deja reposar en el seno de una organización, sea esta el Estado nacional o el partido paraestatal, y que tampoco parece nada claro que cada sociedad esté perfectamente articulada alrededor de una determinada “imagen del mundo” (Habermas, ibid.). En el caso galaico en concreto, en el que se produce ya desde la propia Antigüedad el fenómeno de la superposición de culturas y la diferenciación entre cultura dominante y cultura subalterna, o popular (véase el capítulo siguiente), el desarrollo de esta noción adquiere aún más, si cabe, un carácter imperativo. Y es que, en efecto, ¿dónde podría residir, históricamente hablando, la identidad de un pueblo como el gallego? Sin duda en el propio pueblo gallego, si es que la tiene. Pero, ¿cómo se expresa esa identidad en la historia? Naturalmente todo se va a vincular a la teoría del pueblo o de la nación de la que partamos. Si tomamos una teoría de impronta fichteana, tal y como J. G. Fichte expuso en sus célebres Discursos a la nación alemana, tendríamos que el núcleo de la cultura alemana, o gallega en nuestro caso, residiría en el pueblo, y básicamente en el campesinado. Ahora bien, el campesino, alemán o gallego, es depositario del núcleo de la cultura, pero sin tener conciencia de ello, y por lo tanto conciencia de sí mismo, a no ser que asuma, desde el punto de vista político, la reivindicación de esa cultura. Dicha reivindicación es posible desde un punto de vista abstracto, pero de ninguna manera en un nivel concreto. Vamos a ver por qué. Toda nación tiene que tener unos órganos, y quizás una clase, dirigentes; los miembros de los mismos han de ser cultos, es decir, han de asumir el ideal de la Aufklärung, en el caso de Fichte, que es un ideal cosmopolita. Al margen de las peculiaridades del pensamiento fichteano, podríamos decir que esta idea se mantiene, ya que un campesino analfabeto no puede llegar a convertirse en un hombre de Estado, o un grupo de ellos no puede llegar a gestionar un estado nacional, a no ser que se eduquen asimilando el derecho, la economía, la filosofía, la historia y todo eso que se llama cultura en un sentido cosmopolita, es decir, entendida como patrimonio universal comprensible y transmisible fuera de los marcos de la comunidad étnica. Los dirigentes nacionales, partiendo de la raíz que los define, que es su pertenencia a la nación alemana, tienen que conseguir una síntesis entre cultura y cultura popular, con el fin de logar que la raíz del pueblo se transforme en base de la nación, a través de su plasmación en formas de arte cultas, o en una literatura y una filosofía propias. Con ello quedaría superada la diferenciación entre cultura y cultura popular, al encajar la raíz de

la etnicidad en una joven cultura cosmopolita, que conseguiría la síntesis de lo universal y lo particular. Pero las síntesis fichteanas, tan hermosas como todas las síntesis de las filosofías idealistas, no solamente no consiguen superar, sino que además ocultan las diferencias que existieron en la historia y que siguen existiendo en la sociedad actual, como la diferenciación entre cultura y cultura popular, o entre cultura dominante y cultura subalterna, configurada como cultura de masas o cultura campesina o marinera. En el caso concreto de la Historia de Galicia, no hay duda alguna de que la configuración de una cultura popular y rural es un hecho ya atestiguado desde la época romana, en la que podernos ver cómo los testimonios de los concilios de la época sueva y visigoda nos retratan ya a un campesino inculto y pagano, víctima del influjo de los demonios a los que rinde culto. Campesinado que va a seguir presente, para despreciarlo o para exaltarlo, con el fin de dirigirlo y redimirlo de su falta de conciencia política y de su falta de cultura, hasta la actualidad. Una de las misiones de la Historia, y del discurso histórico en particular, consiste en anular las contradicciones existentes y crear un orden ficticio, que pretende ser la expresión de las claves que estructuran el funcionamiento del mundo real. Esa misión la ha cumplido la historiografía gallega en distintos niveles, y especialmente en su tratamiento del problema de la identidad cultural o nacional, a lo que hasta ahora se le han dado prácticamente un único tipo de soluciones. Definir una identidad es muy fácil si se consigue hacer que la identidad encaje con un núcleo y, como se supone que la Historia es un paraíso del devenir, es lógico pensar que cada núcleo tenga que tener una génesis, un origen, por lo que la construcción de las identidades en la historiografía se realizó a lo largo de muchos siglos mediante un procedimiento que podríamos llamar genealógico. A partir del Renacimiento, el progresivo uso de las fuentes clásicas, junto con un cierto gusto por la secularización, hizo que el uso y el discurso de las reliquias como objetos dadores de prestigio, que permitían demostrar la superioridad de una comunidad tirando por encima de sus vecinos, fuese lentamente sustituido por la ansiosa búsqueda de ancestros históricos prestigiosos. Estos ancestros, que van a ser pueblos provenientes de la tradición clásica (egipcios, fenicios, celtas, pero sobre todo griegos y romanos), definen el núcleo de una ciudad, un pueblo, un reino, por ser precisamente sus fundadores. Tener como ancestro a un héroe griego de la Guerra de Troya, como es el caso de la ciudad de Pontevedra, dignifica a una ciudad, y en un mundo en el que la

pertenencia a una clase nobiliaria aún sigue siendo un elemento fundamental en la diferenciación social, proporciona un pedigree altamente reconfortante, tanto para las personas como para los grupos sociales. Claude-Gilbert Dubois (Dubois, 1970) ha hablado de la existencia de un “complejo del fornicio” que llevó a reinos como el de Francia a buscarse en el siglo XV unos ancestros nobles, los galos, la superioridad pretérita de los cuales sería a la vez un título de prestigio y un talismán que garantizaría su superioridad presente y sobre todo futura. En este mismo sentido, desde el siglo XX numerosos historiadores gallegos buscaron ancestros y fundadores nobles para sus ciudades, para el reino de Galicia o para el pueblo gallego. Hasta el pasado siglo incluso, esos ancestros eran normalmente los griegos, por ser juzgados como depositarios de un pasado noble y culto, y por ser a la vez héroes de hazañas gloriosas (Bermejo Barrera, 2000, pp. 313-344). Este prestigio del héroe bélico griego no solamente resuena en la historiografía, sino también en la poesía, como por ejemplo en los numerosos versos de E. Pondal dedicados a los guerreros espartanos que, como héroes bélicos, pueden cumplir el mismo papel literario que otros héroes celtas. Será en el siglo XIX y sobre todo en la obra de M. Murguía, cuando otra de las figuras de antepasados o héroes fundadores, la de los celtas, presente en la historiografía gallega desde hacía siglos, adquiera un privilegio no sólo notorio sino también excluyente, por encima de todos los demás héroes fundadores. Y eso fue así porque Murguía ya no imagina al héroe, cualquier que sea su origen, como fundador de una casa noble o de una ciudad concreta, sino como definidor del núcleo étnico de una nación. Un héroe sólo pode fundar una casta o una ciudad, pero no un pueblo, a no ser que pensemos en el reino del mito, y por eso Murguía ya no va a hablar de Teucro o Filoctetes, sino del pueblo celta, padre del pueblo gallego y fundador de su cultura, y en consecuencia objeto privilegiado de la Historia de Galicia. Murguía se inspira en la historiografía francesa; en ella el galo se definía como anti-romano, al igual que el alemán antiguo en la tradición historiográfica alemana a partir de Herder. Por esa razón, y por ser el romano común a toda la península Ibérica, la oposición celta / romano y el enfrentamiento cultural o bélico entre indígenas galaicos y conquistadores romanos va a pasar a ser un tema privilegiado de la historiografía gallega, continuando una tradición establecida ya antes del propio Murguía.

Es lógico que el mito del antepasado o del héroe fundador se complete con otro mito que cuente su propia derrota, cuando la reivindicación del ancestro noble se hace desde una situación en la que se vive y se siente una clara inferioridad ante una cultura y un Estado dominante, como es el caso de M. Murguía y de la mayor parte de los historiadores gallegos anteriores a él; si bien es cierto que no se salen, de ninguna manera, de posturas nacionalistas, también lo es que sienten que el reino de Galicia se encuentra en una situación de inferioridad respecto de algunos de los otros reinos de España. El ancestro noble nos hizo superiores en origen, pero fue vencido, no ignominiosamente, sino gloriosamente, y en razón de esa gloria inmortal es donde reside la esperanza de una situación futura en la que los insultos del presente se vean reparados por una derrota del antiguo agresor. Este mítico papel lo representa la hazaña del Monte Medulio, un episodio mal conocido de la conquista romana del Norte de Iberia en el que unos indígenas defienden su independencia hasta la muerte. Desde el siglo XVII los historiadores gallegos van a convertir el Medulio en la Numancia y el Sagunto galaicos (o bien van a reivindicar una localización gallega para Numancia, como es el caso de Huerta y Vega), y van a hacer de él el santuario en el que se sacrificaron las libertades y en el que los galaicos habrían perdido su patrimonio con el fin de defender su honor. Este mito va a adquirir en Murguía una dimensión nacional comparable a las hazañas de los héroes de E. Pondal, y junto con el símbolo celtista va a pasar a constituir un elemento clave lo que será el discurso político del nacionalismo gallego. El discurso político nacionalista ha evolucionado, pero hasta ahora no se puede afirmar que haya conseguido librarse del hechizo del celtismo. Si, por razones que luego mencionaré, nos situamos al margen del mito fundador de ese discurso (pero no necesariamente del discurso incluso) y asumimos los conceptos de los que habíamos partido, tendríamos que plantear de nuevo nuestro problema desde otra perspectiva. No vamos a ir a buscar la clave de una supuesta identidad cultural de Galicia en los mundos castreño y romano, pues tal identidad cultural, entendiéndola en el sentido de que sería la “nuestra”, no existe en absoluto. Por ese motivo va a ser evidente que no vamos a intentar analizar el arte, el pensamiento, o la organización social y política desde esa perspectiva, sino más bien partiendo de una perspectiva contraria. Frente a la historia lineal, continuista y evolutiva, nos alinearemos junto a la historia de lo disperso, lo discontinuo y de las rupturas, tal y como la concebía Foucault, y por eso y por

carácter fragmentario de nuestra documentación, voy a limitarme a hacer algunas observaciones de interés para este tema. Partiendo del mito celtista, el estudio de la llamada por los arqueólogos cultura castreña se convierte en un tema de necesaria relevancia historiográfica. No les voy a dar nociones de las condiciones materiales, económicas, sociales o religiosas de esa cultura pues me vería obligado a caer en lo banal, sino que voy a formular la cuestión desde la perspectiva que nos interesa, que es la de la identidad. De acuerdo con Murguía, la base de la cultura gallega, que sobreviviría en su época como cultura popular, habría que buscarla en esa cultura, con la que hoy (no en su época, en la que se confundía con la megalítica) habría que intentar identificar los posibles elementos célticos. ¿Existen o no esos elementos?; ¿son los castreños celtas o no? Vamos a ir poco a poco. Lo céltico se puede definir lingüística, arqueológica, ideológica y socialmente. Hay una lengua céltica, que no tiene casi nada que ver con el gallego, que es un dialecto del latín, y de la que en nuestra lengua quedan huellas en la toponimia, junto con las de las otras lenguas anteriores y posteriores a la de los romanos; pero esos elementos no son tan diferentes de los de otras zonas de la Península como para que se pueda decir que la lengua hablada por los “castreños” sea más céltica que otras de la Meseta o Extremadura. Arqueológicamente tampoco se puede decir que lo “castreño” sea céltico, y se consideramos céltico lo que conocemos bien en Irlanda o la Galia, tampoco podemos afirmar que aquí haya habido instituciones claramente célticas, como el druidismo, la monarquía específicamente céltica o las cofradías de guerreros o Männerbünde. Sí que está documentada una rica religión diferenciada de la de otras áreas de la Península, y un grupo de instituciones de parentesco, penales y de otros tipos, propias; pero esas instituciones y esos cultos no tienen, excepto en el caso del matrimonio entre primos cruzados (patrimonio de todas las estructuras elementales del parentesco), y el culto a las divinidades de las encrucijadas, continuidad con otras instituciones de la cultura popular actual (Bermejo Barrera, 1986). En la Gallaecia “castreña”, cada persona poseía su identidad, los grupos sociales, de parentesco por ejemplo, también tenían la suya, y los grupos territoriales, los castros, y políticos, quizás lo que los romanos llamaban populi. Pero esas identidades históricas concretas no tienen continuidad en épocas posteriores, mientras que todas ellas forman un sistema de identidades que va a desaparecer y transformarse históricamente con esa propia cultura. Ese sistema no es de ninguna manera el de la

cultura rural actual, que es una cultura subalterna, mientras que la “castreña” no lo fue hasta el dominio romano, de una manera diferente al de la cultura popular medieval o actual. Y por eso no tiene mucho sentido buscar a nuestros ancestros ideológicos ni a nuestros antecesores políticos. Son solamente nuestros antepasados físicos, y muy remotamente culturales, pero si decidiésemos compararnos con ellos la diferencia primaría claramente sobre la semejanza (sobre este tema véase Llinares, 1990). Si del mundo prerromano pasamos al de la Galicia romana, nos encontraremos con una época que, en principio, tuvo pocas simpatías por parte de los historiadores gallegos, sobre todo de los de inspiración nacionalista, por ser el momento de la pérdida de la identidad y de la uniformización con el resto de la Península y el Imperio. Refiriéndose a ella, G. Pereira Menaut plantea el problema de la identidad, aunque de una manera quizás tangencial (Pereira Menaut, 1978, pp. 271-280; 1980, pp. 25-32; 1983la, pp. 169-190; 1983b, pp. 199-212). Partiendo del estudio de un grupo de inscripciones en las que unas determinadas agrupaciones sociales son denominadas en latín con un término que se abrevia con el signo), este autor, recogiendo la lectura del mismo que había realizado M Lourdes Albertos Firmat, según la cual sería castellum y no centuria como sostienen otro grupo de historiadores (puede verse una revisión historigráfica del tema en Bermejo Barrera, 1978-80, pp. 94-116, y la defensa de la lectura centuria en Tranoy, 1981). Toda vez que el área de expansión de este tipo de inscripciones coincide prácticamente con el territorio galaico, este autor ve en ellas, lógicamente, el testimonio de un fenómeno que debió ser propio de las comunidades de esa zona. Pero, ¿de qué tipo de comunidades se trata? Según este autor, de comunidades territoriales y no de parentesco: serian los castros de la arqueología, junto con sus circunscripcións territoriales correspondientes, que servirán para dar la denominación social de los individuos que se designarían políticamente por referencia a ellos. Todo eso podría ser cierto, aunque luego voy a introducir algunos matices, y a primera vista no parece tener que ver con el problema de la identidad nacional o cultural, pues se trata de la identidad de personas concretas en un nivel político-social, referida a un grupo determinado históricamente que desaparecía a partir del siglo I de nuestra Era. Sin embargo, este autor extrapola identidades, y al suponer que los castella de la epigrafía son los castros de la arqueología y sus territorios, que luego se transformarían, tras Vespasiano, en comunidades de las que derivaría la actual parroquia, base de la cultura campesina (al menos territorialmente), entonces el pilar o la clave de la cultura

gallega tendría un origen prehistórico concreto, estaría datado, y con él el mecanismo clave de la identidad, que sería la referencia a una comunidad territorial. Naturalmente esta extrapolación no está en absoluto justificada, y dadas las ambiciosas pretensiones de la teoría, merece una consideración un poco más cuidadosa. Vamos a ir por partes, con el fin de no confundir diferentes niveles hermenéuticos, y para poder separar el análisis de los documentos históricos de los supuestos ideológicos de los que parte el autor. Partimos de un grupo de inscripciones en las que un cierto número de indígenas galaicos expresan su origo refiriéndose a un tipo de comunidad que se designa con una palabra que comienza por la letra C. Y dado que las inscripciones están en latín, cuya difusión en Galicia en el siglo I de nuestra Era no debía ser muy grande, y que alguna de ellas aparece fuera de la Gallaecia, por ejemplo en Huelva, podemos suponer que esa institución era comprensible para los habitantes de otras partes de la Península, y que ademáis pudo ser utilizada como instancia administrativa por los romanos, que siempre tuvieron tendencia a utilizar con estos fines las instituciones indígenas antes de introducir otras nuevas. Todas las comunidades humanas tienen una doble dimensión: territorial y social. En unos casos uno de los elementos predomina sobre el otro, a veces los dos encajan de una manera perfecta, y a veces la organización territorial y social forman redes de interconexiones muy complejas. No tiene sentido pues establecer, siguiendo los criterios de la antropología del siglo XIX recogidos por L.H. Morgan y F. Engels, una dicotomía, por ejemplo entre parentesco y territorio, o lo que es lo mismo, entre organizaciones gentilicias y territoriales o estatales, pues el estado no se define solamente por la referencia territorial, y dado que todas las comunidades humanas, incluyendo los cazadores nómadas de las selvas sudamericanas, están estructuradas territorialmente. Afirmar, en consecuencia, que los castella son organizaciones territoriales y no de parentesco no es correcto, pues una cosa no solamente no excluye a la otra, sino que la pide. Y pretender afirmar que esas comunidades son estatales y semejantes a la polis griega supone una generalización excesiva, pues la polis no es entendida hoy como un Estado, y además no se definió por su referencia al territorio, sino mediante una genealogía de carácter mítico (como en el caso de Atenas) que explicaría el origen de sus habitantes como una crónica familiar. Si tenemos en cuenta estos hechos veremos que el debate centuria/castellum, en el que numerosos autores intentan aclarar con argumentos epigráficos la morfología de una palabra que comienza por C, es en parte

banal, pues lo que interesa desde un punto de vista histórico es saber el significado de la misma. Toda palabra posee un campo semántico que abarca el conjunto de sus posibles significados. En cada época histórica y en cada zona ese campo se articula de una manera diversa en función del habla, entendida en un sentido saussuriano, y del contexto en el que la palabra es usada. El contexto de nuestro misterioso término son una serie de proposiciones en las que un individuo expresa una de sus identidades haciendo referencia a la comunidad a la que pertenece. Podríamos afirmar que una buena parte del significado de nuestra palabra nos viene dado simplemente por ese contexto: X significa un grupo de personas con las que un individuo de una determinada área geográfica se identifica, para algunos efectos, en un momento histórico determinado. Y como toda comunidad es a la vez territorial y social, la diferencia entre las dos lecturas posibles de la palabra queda claramente difusa. Conviene además destacar que lo único que sabemos históricamente de esas comunidades es que existieron, pero ignoramos de ellas todo lo demás: su estructura interna, sus interrelaciones mutuas, su composición numérica, sus expresiones ideológicas, etc. Y por eso afirmar que son comunidades territoriales, paraestatales y semejantes a la polis clásica supone llevar a cabo una serie de generalizaciones en absoluto justificables. Quedémonos con lo siguiente: existieron unas comunidades en Gallaecia en el siglo I de nuestra Era (llamadas castella o no, ya vimos que eso sería indiferente), que tuvieron un carácter social y territorial, cuyos contenidos concretos desconocemos, con respecto las que los individuos, o al menos algunos de ellos, se definían y que fueron utilizadas administrativamente, aunque no sabemos cómo, por los romanos. Esas comunidades desaparecen después del siglo I, lo que se debería, según G. Pereira, al establecimiento del ius latii concedido por Vespasiano. Con él se produciría una transformación de dichas comunidades y un cambio en el hábitat galaico, cuyas configuraciones históricas básicas se plasmarían en este momento histórico al producirse el abandono de los castros. Pero si echamos mano de la arqueología, veremos que los castros no se abandonan, y que no hay cambio en el hábitat con la romanización hasta unas etapas mucho más tardías. Cambio que no tiene nada que ver con la concesión del derecho latino, que tendría una eficacia social real bastante dudosa, sino con el proceso de

explotación del territorio y con el establecimiento de la villa romana, que este autor ni siquiera menciona. Si, por otra parte, recurrimos a la historia, veremos que el origen de la parroquia es un tema muy oscuro y que está descartada la relación castro-parroquia, propuesta hace ya muchos años, por lo que no tiene sentido generalizar alrededor de la identidad étnica o social galaica partiendo solamente de una institución específica del siglo I que es muy mal conocida. Pero es que, además, privilegiar los castella y el ius latii como hace G. Pereira supone buscar un origen casi mítico de lo que sería el núcleo de la cultura gallega, pues se olvida toda la historia de la Gallaecia romana al no tener en cuenta, por ejemplo, todo el periodo del Bajo Imperio y las épocas sucesivas. No hay pues ninguna identidad unitaria, ninguna identidad mágica en la historia de la Gallaecia romana, sino identidades de los individuos con niveles que nos resultan totalmente desconocidos, de los grupos, como los castella, los castros, las casas, las familias, etc., de las que no sabemos nada prácticamente, por lo que conviene abandonar el terreno de las generalizaciones abusivas y no exagerar la importancia de un problema epigráfico convirtiéndolo en la “clave” de la Historia de Galicia. Si de las fuentes epigráficas pasamos a las arqueológicas veremos que éstas, por su propia naturaleza, no nos pueden proporcionar la solución a problemas de este tipo, que solamente podría venir dada por las fuentes escritas o literarias. Pero éstas son obra de griegos y romanos que toman Gallaecia o los pueblos del Norte de Iberia en general como objeto de sus propios discursos etnográficos, y por lo tanto hablan más de la identidad del griego o del romano, definida por su contraste con el bárbaro (Bermejo Barrera, 1986; Dauge, 1981; Balboa Salado, 1996) que de la propia identidad del indígena. Solamente nos quedaría el recurso de dirigirnos a autores supuestamente galaicos, como Prisciliano de Ávila o Paulo Orosio, pero la galleguidad de ambos es más que dudosa, por los amplios límites de la provincia de Gallaecia, y ni sus escritos teológicos ni su obra histórica, respectivamente, están concebidas en función de la circunstancia específicamente galaica, sino que su inteligibilidad debe buscarse, en el caso de Orosio, en la filosofía agustiniana de la Historia y en su intento de plasmar la idea de Roma aeterna y de dar un fundamento teológico al Imperio romano, y en el de Prisciliano, en todo el complejo mundo de las reyertas doctrinales del siglo IV.

No hubo pues en Galicia un pensamiento que se haya desarrollado de una manera lineal a lo largo de la Historia, y que además haya tenido unas características propias que pudiesen esconder las claves de una identidad intemporal. La identidad, el pensamiento y la historia gallegos no son el resultado del despliegue a lo largo de un tiempo histórico de una esencia que sólo fue verdaderamente genuina y auténtica en sus comienzos. Por el contrario, para que esa identidad y ese pensamiento puedan llegar algún día a existir, hará falta la voluntad y el consenso de un pueblo, que siempre tendrá que hacer frente a las imprevisibles circunstancias de la Historia.

Capítulo VIII El pueblo nunca tuvo la razón El pueblo nunca tuvo la Razón. No pudo tenerla, porque desde el momento en que la Razón se constituye como tal lo hace definiéndose a sí misma a través de su contraposición con el mito o la religión: lo que es lo mismo, a través de la valoración negativamente crítica de las costumbres y de los modos de pensar vulgares o populares. Cultura popular y racionalidad son entonces conceptos antitéticos ab origine. Y, a nuestro modo de ver, más vale que lo sigan siendo, ya que buscar la racionalidad de la cultura popular supone, por una parte, el intento de asimilarla concediéndole una cierta dignidad que la haría comparable con la cultura dominante; por otra (y a la vez), muestra la clara intención de marginarla admitiendo y consagrando precisamente su existencia en tanto cultura popular, esto es, como cultura inferior, vicaria o subordinada. Hubo y hay toda una serie de intentos para la superación de tal dicotomía. Podemos agruparlos en: 1. Intentos llevados adelante por antropólogos comprometidos con una estrategia de dominación 2. Los de naturaleza antropológica supuestamente aséptica. Dentro del primer grupo cabe además distinguir dos categorías diferentes que podríamos denominar simplificaciones nacionalistas en sus versiones marxistas y burguesas (quede claro que no entran en este grupo todos los planteamientos marxistas o nacionalistas de la antropología). Una buena muestra de la primera nos la da, entre los etnólogos de envergadura, Vladimir Propp. Así, según este autor, la contraposición entre cultura popular y racionalidad quedaría absolutamente superada en el socialismo, cuando este integra el nacionalismo. Pues “en el socialismo, el folklore pierde sus rasgos específicos de creación de los grupos sociales inferiores, porque aquí no hay grupos sociales inferiores y superiores: sólo hay pueblo” (Propp, 1980, p. 147). Ese pueblo, más allá de constituir un grupo único y coherente, crea una razón propia a través de una ciencia “basada en la visión del mundo en nuestra época y de nuestro país” (Ibid., p. 144). Y de este modo queda totalmente superada la antítesis que antes señalábamos. Como ejemplo de la simplificación que llamamos nacional-burguesa de la antropología podemos considerar la obra de Sir George Grey sobre la cultura y la mitología polinesias. Este autor relata en el prólogo de Polinesian Mythology (Grey,

1855), los motivos que lo llevaron al estudio de la lengua, cultura y mitología de los polinesios. Razones bien simples: Sir George Grey era gobernador de este territorio recién integrado en el Imperio Británico y comprendió que su buen gobierno, para serlo, había de partir del conocimiento de la lengua, costumbres e ideas de sus súbditos. La antropología, en este caso y en el de gran cantidad de investigadores de los siglos XIX y XX, no fue sino un complemento muy útil y un instrumento auxiliar del gobierno colonial. Se comprenderá ahora que en los autores adscritos a esta orientación antropológica el estudio de los pueblos primitivos llegue a tener la misión de demostrar el benéfico influjo de la colonización sobre los indígenas, al hacerlos pasar de lo mítico a lo racional y del mundo salvaje al civilizado mediante una sabia administración colonial. Llevar adelante el análisis de estas concepciones simplificadoras de carácter nacional, ya burgués o marxista, no es tarea simple. Primero, y ante todo, porque la mera consideración crítica de las mismas provoca en la mente de muchos historiadores y antropólogos tal explosión de ira que la razón queda oscurecida por anteposición a cualquier forma de razonamiento de criterios y prevenciones ideológicas. Y, en segundo lugar, porque la discusión saldría fuera del campo estrictamente antropológico por las vastas implicaciones de naturaleza teórico-política que implica. Sin pisar, desde luego, ese terreno, expondré a continuación ciertas consideraciones básicas relativas a los fundamentos teórico-antropológicos de estas posturas. Los etnógrafos que las defienden, parten, en primero término, de un principio que destaca el carácter de la antropología como un saber o una ciencia de afirmación nacional, legitimadora del expansionismo colonial. En realidad, podríamos decir que la antropología nació con este carácter, aún que con un sentido diferente. Si examinamos así globalmente el saber antropológico europeo del siglo XIX y primera mitad del XX, podríamos observar, como señalan Cl. Lévi-Strauss, R. Jaulin y muchos otros (LéviStrauss, 1961; Jaulin, 1973), que la misión de la antropología fue la de celebrar los valores de la cultura europea, depositaria legítima de la herencia de la Razón, legada por los griegos, a través de la contraposición con los de los pueblos primitivos o inferiores. Al ser catalogadas estas poblaciones como animistas (Tylor, 1977-1981), mágicas (Frazer, 1944) o prelógicas (Lévy-Bruhl, 1974; 1979) caían derrotadas en su imaginario combate con la Razón (celebrado en las mentes y los libros de los antropólogos o en las aulas de las Universidades) igual que habían sido sometidas a nivel real.

La descolonización del mundo trajo, naturalmente, un radical cambio de posturas en lo tocante al estudio de países y pueblos conquistados (Berque, 1968). Y como fruto de esta transformación nació y se desarrolló (en los últimos tiempos y con carácter minoritario) la antropología anticolonial, tanto entre los investigadores de los pueblos colonizados como entre sus antiguos colonizadores. Ahora ya no se trata de negar la cultura de los otros pueblos (en especial de los “primitivos”) sino de la tentativa de invalidar o criticar la cultura a la que pertenece el propio antropólogo mediante una valoración de la cultura de los otros pueblos o del propio. Si el investigador pertenece a un pueblo antiguamente colonizado es lógico, por cierto, que valore su propia cultura al tiempo que la estudia. Pero en este caso todas las precauciones serán pocas si no quiere caer en el grave riesgo de trasplantar los esquemas de la antropología colonial al contexto de la descolonización. Tal injerto puede degenerar además en un chauvinismo nacionalista que resultará inocuo (si el pueblo que lo practica carece de poder para colonizar a alguno otro) o muy peligroso, en el caso de que una clase dirigente utilice (como ocurre en Propp) la exaltación de la cultura popular o nacional (unida a la promoción de una pretendida ciencia antropológica nacional y/o marxista) como medio de ejercicio del poder. En este último caso, el grupo o partido dirigente pretende encarnar la supuesta conciencia popular o nacional. Y una vez consumada tal encarnación en las personas que dirigen el grupo o el partido, esa conciencia, que no es otra que la antigua y falsa RAZÓN universal, se desarrolla a sí misma como Ciencia (en nuestro caso como ciencia antropológica) tratando de asumir y resolver todas las posibles contradicciones, y entre ellas, naturalmente, aquella de la que partimos. Ya no hay entonces, como decía Propp, cultura popular y racionalidad, sino una Razón única que lejos de ser nueva como pretenden sus defensores, constituye apenas el enmascaramiento de las contradicciones reales Esta ocultación implica, en rigurosa consecuencia, la represión de todas las diferencias. Por eso no puede significar ni por asomo la superación de la contradicción cultura popular-racionalidad y sí más bien la generación del concepto de cultura popular. Se vuelve por tanto en esta dirección al mismo planteamiento teórico del conocimiento antropológico de la Edad Media. Tanto este período como la Antigüedad clásica no otorgaron apenas valor a la cultura de los pueblos ajenos al propio ni a la cultura de los grupos sociales inferiores de la misma sociedad. Por tal razón se tendió a concebir esos pueblos en forma mítica (o por lo menos imaginaria), como podemos

observar en el caso del arquetipo de los pigmeos, que debe ser incluido en la categoría genérica de los pueblos enanos. Lo atestiguan desde Homero hasta el siglo XIX de la nuestra era gran cantidad de textos antiguos, medievales y modernos coincidentes en presentar colectividades dotadas de aquella característica física, habitando determinadas regiones muy alejadas del Universo civilizado y poseedoras de propiedades mágicas o sobrenaturales, juzgadas unas veces de carácter benéfico, otras de carácter maligno (Janni, 1978). Prolongando este modo de pensar, el antropólogo nacional-marxista al que hacíamos referencia acaba por diseñar unas concepciones más o menos fantasmagóricas que permiten encubrir todas las notas desafinadas en la representación de la Magna Opera de la Nación. A partir del descubrimiento de América se crea una nueva tradición literaria sobre el tema, representada en toda la serie de autores que, como Jean de Lery en el propio siglo XVI (de Certeau, 1975; sobre el desarrollo de estos planteamientos antropológicos puede verse Feldmann y Richardson, 1979), fueron dejando aparte esa concepción mítica del extraño para comenzar a desarrollar una orientación epistemológica que tendría una prolongación en la actual antropología de la descolonización. El valor de las obras de los autores adscritos a esta última corriente es hoy muy superior, segundo nuestro parecer, al que poseen las obras de los antropólogos “canonistas”. Lo demuestra el hecho de que estos últimos, pertenezcan a una nación grande o pequeña, formen o no parte del aparato estatal, carecen casi siempre de perspectiva teórica y capacidad práctica para desarrollar sus ideas en el campo abierto de la antropología. Por eso deben limitarse, ora a ser los ideólogos de determinados sistemas políticos, ora a desempeñar (cuando no disponen de un aparato burocrático y político) el papel de folcloristas locales. En este caso suelen constituir una comunidad semiesotérica, que se relaciona a través de una serie de escritos de circulación más bien restringida y mediante congresos de ámbito local, donde predominan los estudios de los objetos que definen a nivel material la cultura popular y la recopilación de datos relativos a usos, costumbres y creencias “populares”. Un ejemplo muy claro de esta especie nos lo dan los folcloristas de la Grecia actual. A pesar de contar con el apoyo burocrático estatal, no forman parte de ningún partido totalitario y por tanto no pueden ser considerados como ideólogos. Se trata de un grupo de pequeños eruditos tan cerrado que no permite consultar sus archivos a quien no pertenezca a su asociación. Puesto que, como antes indiqué, no pretendo entrar ahora en la crítica de ninguna postura a nivel político, pasaré a examinar el segundo intento de superación de

la dicotomía existente entre cultura popular y racionalidad, representado por la obra de una serie de antropólogos, algunos de ellos hipotéticamente asépticos (Cl. Lévi-Strauss) y otros comprometidos con la defensa de las culturas que estudian (como R. Jaulin). Este grupo de investigadores intenta superar la dicotomía en cuestión siguiendo una estrategia mucho más compleja que la aplicada por los autores antes aludidos. Para empezar, acometieron el análisis de los propios fundamentos teóricos y epistemológicos de la antropología y en esta línea la publicación de El pensamiento salvaje de Cl. LéviStrauss, constituye un punto de partida indiscutible e indispensable. Y eso se debe a que el autor francés, al demostrar que el pensamiento mítico no prelógico ni mágico, ni irracional, y sí más bien poseedor de una validez y una lógica propias, consigue derribar la distinción entre el primitivo y el civilizado, básica en el planteamiento teórico de la antropología clásica. En consecuencia, elimina de la misma manera la contraposición existente entre la cultura popular y la Razón. Uno de los méritos de esta posición radica en situar la distinción entre el primitivo y el civilizado no en el interior de los hombres, en sus mentes, sino en las condiciones materiales (ecológicas, económicas y sociales) de su existencia. En esta perspectiva tenemos por lo tanto que el pensamiento y la cultura llamados primitivos tienen la misma validez que la civilización y la Razón. Lo que pasa es que estos dos últimos términos corresponden a unas condiciones históricas distintas de aquellas en las que actúa el pensamiento primitivo. Estos investigadores ponen entonces el énfasis en la Historia, hasta el punto de disolver en ella a la última de las diosas que sobrevivieron al naufragio de la cultura clásica y de las religiones modernas: la RAZÓN, entendida en un sentido absoluto, inmutable y eterno (véanse no obstante las matizaciones a los planteamientos de LéviStrauss en Goody, 1977, Sperber, 1974, y Regnier, 1971. Estas matizaciones, con todo, no afectan al planteamiento en general, sino que únicamente limitan algunos de sus excesos). Razón por lo tanto ya no universal, y sí más bien concreta e histórica. Por eso no puede mantenerse, antropológicamente hablando, la idea de un conocimiento objetivo universal producto de un sujeto cognoscente situado tirando por encima de la sociedad, los pueblos y la historia, que coge el relevo de la Razón Pura y así no hace sino levantar, desde Platón, los nuevos tronos, la nueva cátedra de la deidad (M. Foucault insistió en la validez de la noción de sujeto trascendental aplicada a la Historia, 1978 passim).

Si aceptamos este planteamiento, que aquí menciono sin pretensión alguna de desarrollarlo, nos veremos en el deber de abandonar el campo de la gnoseología tradicional. Su repertorio temático ha de ser enfocado ahora sobre el punto de vista histórico, estudiando la formación del conocimiento en el tiempo y bajo la acción de unos condicionamientos materiales concretos. De esta manera, la Historia y la Antropología pasarían a ocupar a nivel colectivo el mismo puesto que corresponde a la epistemología genética, según la concibe Piaget, a nivel individual (un modelo de un estudio de este tipo se pode ver en Foucault, 1968 y 1970; el planteamiento epistemológico de Piaget se pode ver en Piaget, 1968). Apelemos pues a la Historia. Fue en la Grecia Arcaica donde por vez primera se delimitó claramente la distinción entre el mythos y el logos, o (es lo mismo) la diferenciación entre el conocimiento racional y el saber de naturaleza oral, vivo fundamentalmente en la memoria popular. Y serán los presocráticos quien inicie la creación de una nueva racionalidad, que debe comprenderse en muy estrecha relación con el desarrollo de las instituciones propias de la polis. Los griegos no descubrieron la Razón, crearon más bien una razón concreta, relativa a sus condicionamientos históricos. Mas, a fin de cuentas, esa Razón sobrevivió hasta llegar a convertirse en un patrimonio propio de la cultura europea. El logos fue por lo tanto una invención (utilizando el término en sentido nietzscheano) propia de los griegos. Y esta invención interesa enormemente a nuestro objeto porque desde que el logos se constituye como tal, negando el valor del mito, queda trazada con toda claridad la diferencia entre la nueva racionalidad y la cultura popular donde aquel tenía su sede. Si examinamos la bibliografía más reciente a propósito de los orígenes de la filosofía encontraremos confirmadas todas estas hipótesis. En primero término, está establecido a partir de la publicación de los trabajos de W. Jaeger y F. McDonald Cornford (1952; 1952 y 1957 respectivamente) que no existe ningún corte epistemológico entre la mitología y la filosofía griegas aunque tengamos una diferenciación en el razonamiento y en la aplicación de los contenidos. Filósofos, sacerdotes, chamanes, conciben su actividad de un modo paralelo. Esto queda de manifiesto con las figuras de Epiménides y Pitágoras, y en general de todos los filósofos griegos (sobre Epiménides, véase Demoulin, 1979; sobre Pitágoras, las obras ya clásicas de A. Delatte, sobre todo Delatte 1922. Sobre la concepción de la filosofía como actividad religiosa, véase Delatte, 1934; Croissant, 1932; Boyancé, 1936; Aubenque, 1974; Motte, 1973). El propio lenguaje de la filosofía tiene en esta época una naturaleza

religiosa en multitud de ocasiones. Y el pensamiento se construye a partir de una reflexión sobre los propios textos míticos, como en el caso de Parménides y de la Teogonía de Hesíodo (como demuestra M. Pellikaan-Engel, 1978). La diferencia entre mitología y religión no radica por lo tanto en las capacidades de pensamiento ni en los modos de pensar; más bien y, sobre todo, en los contextos. No se puede decir ni por asomo que la mitología sea “anterior a la polis” y que la filosofía corresponda como ideología a la ciudad; pero sí resulta evidente que la filosofía sería incomprensible sin la ciudad griega. Las primeras filosofías, en especial la mejor conocida, el pitagorismo, se edifican con referencia a la ciudad, aunque pretendan negarla. Los pitagóricos fueron lo que nosotros acostumbramos a llamar filósofos, pero también reformadores políticos. Su pensamiento no puede separarse del propósito de llevar adelante una reforma de la polis de sentido aristocrático. Y frente a las normas de conducta propias de su secta, frente a sus ideas filosófico-religiosas, se erguía por tanto amenazadora la religión de la ciudad, sustentada en los mitos (Detienne, 1973; 1977; 1979; Delatte, op. cit.). Por supuesto, el demos será el depositario de esa mitología, asociada íntimamente a un conjunto de rituales que, por una parte, sirven de medio de unión y de expresión colectiva del propio pueblo urbano y, por otra, en especial después de la ruina de la polis como comunidad política, van a permanecer y constituir los cuadros fundamentales de la religión popular griega. Y esta religión no es otra que la serie de ritos y creencias propios de las comunidades de pastores y labradores (Nilsson, 1954). El enfrentamiento entre el mythos y la Razón, concebido de este modo, está bien claro en el pensamiento de Platón, como mostró M. Detienne (Detienne, 1981, pp. 155189). En efecto, se oponen en él la Razón, asociada en su teoría de las ideas al conocimiento propio de la divinidad, y las ideas e historias que cuenta el pueblo, los mythoi, oralmente transmitidos e inculcados a los ciudadanos a través del murmullo de las conversaciones de los viejos y de las amas con los niños. La mitología es, para Platón, un problema político, un peligro, una amenaza que es necesario controlar inculcando en el pueblo nuevos mitos forjados por los filósofos gobernantes. Mitos por ese motivo carentes de cualquier capacidad subversiva. Y de ahí, como señala Detienne (Ibid., pp. 92-94), que tengamos atestiguados casos en los que se llama mythietai a los grupos populares sublevados contra un tirano. El pensamiento de Platón va a seguir vigente al largo de toda la Antigüedade en el discurso de los filósofos, incluso de los ateos. Estos hicieron la crítica de la religión

popular en tanto que representaba un peligro para sus planteamientos políticos, de carácter predominantemente oligárquico (Drachmann, 1922). El filósofo reformista precisa, pues, inventar o recrear una nueva religión que sirva a las necesidades de su causa. A menudo él mismo no va a creer en la religión ideada (es el caso de Platón) o defendida, como en el caso de Cicerón; pero estará convencido de su necesidad para que cumpla el papel asignado de religión popular. De Platón en adelante queda por lo tanto delimitado con nitidez el concepto de religión popular. Concepto que aproximadamente corresponde a lo que nosotros entendemos por “cultura popular” (si exceptuamos el hecho de que apenas existen diferencias en el nivel de la cultura material entre el mundo rural y el mundo urbano durante la Antigüedad), y que se opone de manera bien patente al de Razón. Tal distinción se mantuvo en la Época Helenística y se acentuó aún más en el Imperio Romano por la superposición de la diferencia entre las religiones de los pueblos conquistados y la oficial romana a la distinción ya vista entre cultura (y religión) campesina y la propia de la Urbs. Una vez sucintamente aclarados los conceptos que se usan en el texto, podemos centrarnos en el caso de Galicia para esbozar el planteamiento siguiente. En primer término, resulta evidente que sería necesario estudiar la relación entre cultura popular y racionalidad en el caso gallego desde una perspectiva histórica. Y en esta línea debemos partir del momento en que cabe pensar que la distinción se haya configurado como tal: la Galicia romana. No disponemos de la cantidad de datos precisa para apurar el análisis de este problema, pero sí resulta posible suponer, a título de hipótesis, que la diferenciación entre cultura popular y racionalidad se forma en Galicia en este momento histórico. Y esto en tanto está establecido que en la Galicia romana se produce una superposición de dos culturas: la indígena y la oficial romana, fruto de una situación de ocupación o de conquista (Lei Roux y Tranoy, 1973). Tenemos pues la primera condición necesaria para que se produzca una cultura folk o popular, tal como la define R. Redfield (Redfield, 1963). Por otra parte, es muy posible (a pesar de no estar plenamente demostrado) que se produjera una diferenciación entre las ciudades que funcionaron como capitales administrativas, como Lucus Augusti, y su entorno rural (Le Roux, 1977). Pudo también darse el caso de que la ciudad contribuyese, como ocurre en el caso de Bracara Augusta, a una fusión más armoniosa entre indigenismo y romanización (Tranoy, 1980). Pero en este caso surge una categoría social afortunada

que constituye el medio indígena de la ciudad y pasa así a diferenciarse de los grupos indígenas inferiores. De todos maneras está muy claro que a partir del siglo IV la contraposición entre la cultura y la religión populares y la Razón dominante (que ahora va a ser la Razón cristiana) puede juzgarse definitivamente establecida; así se manifiesta en los textos de (De correctione rusticorum, XVI) cuando describe ciertos rituales propios de la religión popular y en los cánones LXXI-LXXIV del Concilio de Braga (Villanuño, 1850; en Bermejo Barrera, 1978, pp. 77-117 realicé un análisis de este texto de San Martín de Dumio, comparándolo con una serie de textos clásicos similares, dentro de un estudio de los Lares Viales. Creo que es posible considerar estos dioses un buen ejemplo de culto a divinidades de carácter popular presente en la Galicia Romana). La Historia de la Antigüedad no suministra muchos más datos que nos permitan estudiar cuál fue el modo en que surge la contraposición entre cultura popular y racionalidad romana en Galicia. La historia de esa configuración es, por supuesto, la historia de las relaciones de la población indígena con la población romana. Y sobre todo la historia del proceso a través del cual esas dos poblaciones llegaron a integrarse en una configuración dual. Para su estudio sería fundamental comprender el funcionamiento de instituciones como la supuesta centuria y tener muy definidos los mecanismos de administración de las poblaciones aplicados en este caso por los romanos. Pero esa Historia sí permite afirmar que, cuando queramos estudiar este problema, la Antigüedad debe ser nuestro punto de partida. El estudio del período de mi especialidad no permite por lo tanto (por la ya citada falta de documentación) fijar ninguna conclusión; apenas sirve para plantear el problema en unos términos más correctos. Llegado el momento de hacer el balance final, me interesaría únicamente destacar dos puntos a modo de conclusiones. Primero, que (tal como se dijo) la oposición entre la cultura popular y la racionalidad sólo puede ser comprensible en una perspectiva histórica. Debemos, pues, apelar a los que cultivan el campo de la Historia de Galicia para que traten de formular y resolver este problema de importancia histórica capital. Su estudio es inseparable del análisis del funcionamiento de los mecanismos de poder en los grupos sociales ya que, como señaló M. Foucault (Foucault, 1976), existe una profunda relación entre el proceso de constitución de la Razón y el proceso de constitución y consagración del Poder. Y no hay ni que decirlo: mientras no se comprendan estos mecanismos es imposible entender el comportamiento real de una sociedad.

En segundo lugar y por último, cabe destacar que la contraposición entre cultura popular y racionalidad constituye una antítesis carente de valor científico, basada como está en la aceptación, más o menos matizada, de la idea de una racionalidad universal y objetiva. Y tal idea lleva en sí misma la marginación inevitable de la llamada cultura popular, que por su propia naturaleza no pode casar con esa Razón. Ya el mero hecho de catalogar una cultura como “cultura popular” marca el distanciamiento con respecto a otra cultura dominante. Esta distinción es en la actualidad, por lo tanto, el fruto de una situación histórica y de un prejuicio sociológico, y no una clasificación de valor científico. Por lo tanto: el pueblo nunca tuvo la Razón. No pudo tenerla porque nunca tuvo el poder. Y no la va a tener jamás. Si la tuviera tendría entonces el poder y ya no sería el pueblo sino la clase dirigente. Sólo nos queda, pues, esperar que en alguna fase de la evolución de la humanidad, la Razón, el Poder y el Pueblo desaparezcan históricamente de la faz de la Tierra y surja ante nuestros hipotéticos sucesores, en relación con ese proceso, un Universo mental y social totalmente nuevo.

Capítulo IX La dignidad de la pobreza: para otra filosofía de la historia de Galicia Lo que aquí se ofrece es una reflexión sobre las voces, y más en concreto sobre las distintas voces en las que se puede escribir actualmente la historia, centrándonos en el caso especial de la Historia de Galicia, en la que la voz dominante podría formularse con un lema totalmente opuesto a aquel que encabeza este texto. En el discurso histórico gallego actual - sea o no de orientación política nacionalista - el lema retórico bajo el que se escribe podría resumirse en la frase: esplendor de la miseria, puesto que se argumenta sistemáticamente evocando a su vez una situación de marginación política y atraso económico, que habrían caracterizado históricamente al pueblo gallego, y un supuesto y contradictorio esplendor cultural, que resulta difícil hacer compatible con esa situación histórica real. Desde un punto de vista retórico los términos a partir de los cuales se argumenta son

básicamente:

orgullo/humillación;

aprecio/desprecio;

riqueza/pobreza

y

poder/subordinación. A continuación intentaremos comprender a qué se debe el uso sistemático de esos términos, siempre implícitos y nunca explícitos, y de formular una serie de tesis sobre las que se podría formular otro discurso posible acerca de la Historia de Galicia. En la mayor parte de las sociedades letradas se desarrollaron históricamente diferentes visiones del pasado, que podrían resumirse, o bien en la redacción de crónicas asociadas al ejercicio del poder político y redactadas por los escribas, que eran a su vez quienes ejercían las labores de administración económica y política (como ocurrió en los casos de la China Imperial, el Egipto faraónico o la Mesopotamia antigua, (con sus numerosos reinos e imperios); o bien el desarrollo de la poesía épica, que en sociedades como las de la India Antigua, le Grecia preclásica, o en otras antiguas sociedades indoeuropeas, como las célticas y germánicas, ofreció una visión del pasado que ocupó el lugar que luego correspondería a la historiografía. El poeta épico administra la única voz que puede narrar el pasado, un pasado que, por supuesto es incapaz de ver, y lo suele hacer gracias a la inspiración poética, que le suele ser concedida por alguna divinidad, como las Musas en el caso del poeta épico griego. El poeta épico maneja, como ha señalado Georges Dumézil (G. Dumézil, 1943) dos voces: el elogio y la censura o la injuria, ambas asociadas el ejercicio del poder del

rey., quién necesita que alguien cante continuamente sus alabanzas y lo defienda de la crítica o la maledicencia. Cuenta un antiguo mito griego, recogido por el mitógrafo Antonino Liberal (Mertamorfosis; IX) que en un tiempo remoto en Beocia,- una de las regiones de la antigua Grecia, tuvo lugar la siguiente historia. Allí vivía el rey Piero, que tenía varias hijas, llamadas Piérides. Las hijas de rey gustaban de cantar en coro, y un día decidieron retar a la Musas,- encargadas de cantar las alabanzas de Zeus- e instrumento imprescindible de su soberanía- a un concurso de canto en el que ellas cantarían las alabanzas de Tifón.. Esto en el mundo griego antiguo suponía un pecado de hybris, de orgullo desmesurado y sacrílego., que tendría que ser castigado por Zeus. Una vez celebrado el agón, o concurso, Zeus decidió castigar a las Piérides convirtiéndolas en insectos. A continuación las Musas fueron metamorfoseadas en pájaros insectívoros, que se comieron a estos insectos, que una vez habían sido unas chicas adolescentes y que se habían atrevido a cantar las alabanzas de Tifón, el máximo enemigo de Zeus en las cosmogonía hesiódica, (puesto que pretendió usurparle el trono real del Olimpo y convertir el universo físico en una caos de viento , agua y tierra, tal como todavía nos evoca actualmente su nombre, convertido en un sustantivo que denomina a un determinado tipo de fenómeno metereológico). En el mundo histórico griego los poetas cantaron la gloria militar (kléos) de los héroes de la épica, como Aquiles, o bien la gloria de los nobles - a los que Píndaro dedico sus poemas; pasando en último lugar a cantar la gloria militar de las ciudades, administrada primero por los poetas y luego por los historiadores. La historiografía europea, como casi todas las historiografías, centró su labor en administrar el recuerdo de la gloria (política y militar), y por esa razón la historiografía gallega, cuando se desarrolle en sus formas incipientes en la Edad Moderna, o bien cuando se sistematice, sobre todo con Murguía, se construirá partiendo de ese modelo retórico. Un modelo compartido por poetas como Pondal, que cantará a imaginarios héroes bélicos, por creer que en eso debía consistir la historia y la poesía épica. Sin embargo, el modelo retórico de la gloria y la alabanza

presentaba un

problema en el caso de Galicia, sobre todo cuando los historiadores pretendían hacer compatibles esos términos con los de marginación, humillación y desprecio, unos hechos reales en el pasado de Galicia y en el momento en el que Murguía y Pondal escribían.

Murguía no era capaz de pensar un discurso histórico diferente al de la Europa de su época, ni al de la historiografía nacionalista española, puesto que su formación básica como historiador la había adquirido en Madrid, en la Escuela Superior de Diplomática, una institución destinada a formar arqueólogos, archiveros y bibliotecarios. Si hubiese sido capaz habría estado por encima de su tiempo, y como decía Hegel, eso nadie puede conseguirlo. Consecuentemente construyó un relato histórico gallego, diferente al español, partiendo de un sujeto narrativo específico: el pueblo gallego, que sería continuo en el tiempo, inalterable en lo esencial, y cuya acción, básicamente política, se desarrollaría en el marco de las coordenadas de la gloria, el orgullo y la alabanza, o bien de la derrota, la humillación y el desprecio. Murguía, comprometido políticamente con el pueblo gallego - tal y como él lo definía - pensó que ese pueblo debería entrar en el ámbito de los términos retóricos positivos: gloria, orgullo y alabanza, y por ello construyó un metarrelato épico de la historia de Galicia, que tendría que acabar con una victoria política final. El problema narrativo de ese relato fue que, para compensar los elementos negativos, asociados a las ideas de vergüenza y menosprecio - muy presentes, por ejemplo en la obra de su mujer Rosalía de Castro - y sociológicamente reales en su época, exageró todos los componentes contrarios: gloria y alabanza. Esto no hubiese supuesto un problema aplicado a la historia de otro pueblo, pero en el caso del pueblo gallego supuso el crear una contradicción muy profunda, ya que se intentó hacer de un pueblo subordinado políticamente un pueblo políticamente glorioso. Por esa razón se buscaron episodios épicos, como el Monte Medulio, o la Revuelta Irmandiña, que pudiesen desempeñar ese papel narrativo, dejando en la oscuridad, o en el trasfondo el análisis de la situación más concreta de la evolución histórica del pueblo gallego. En el relato de Murguía, como en el resto del discurso histórico europeo de los siglos XIX y XX el narrador es un narrador ausente, una voz neutra y sin personalidad propia que dice enunciar la realidad, simplemente por el hecho de esconderse, y porque creer firmemente que su uso de los documentos históricos - que Murguía había aprendido en Madrid - le da un acceso directo e incontaminado al pasado. El narrador ausente se convierte en el texto histórico en la voz, no de una persona concreta, sino del sujeto de la narración. Y como el sujeto de la narración murguiana es el pueblo gallego, el historiador se convierte en el portavoz del pueblo

gallego. Un portavoz infalible e inapelable, puesto que habla a través de los documentos, y aparte de lo que dicen ellos, él confiesa no tener nada personal que decir. La voz omnisciente del historiador, como portavoz de un sujeto político, puede ser completada por la voz equivalente de un líder político, sobre todo si una elección democrática le permite acceder al gobierno de su nación, lo que no pudo hacer Murguía, ni se conseguiría en Galicia, total o parcialmente, hasta la implantación del Estatuto de Autonomía. En un sistema democrático existen, por definición, varios partidos políticos que compiten por el logro del ejercicio del poder, dentro de unas reglas de juego establecidas. Todos ellos deben intentar hablar como portavoces del sujeto político que pretenden gobernar, y por ello sus líderes suelen decir frases del tipo: “el pueblo gallego quiere”, o “el pueblo gallego piensa que”. Se supone que el pueblo habla en los procesos electorales, en los que sólo puede decir: si o no, o bien: A, B, C o D. Basándose en esa ficción del pueblo que habla (en realidad sólo vota) los políticos democráticos, como los historiadores, o los antiguos poetas épicos, se convierten en sus portavoces. Unos portavoces que no sólo suelen decir lo que pueblo piensa, sino también lo que el pueblo es o debe ser, de acuerdo con aquellos textos que pretenden definirlo. La definición de un pueblo en la Europa de los siglos XIX y XX correspondió a los historiadores o filólogos, que fueron quienes establecieron los caracteres nacionales de los pueblos de Europa. Tal y como ocurrió con Michelet, un gran historiador francés del siglo XIX y sus definiciones de Francia y los franceses. Tal como en España hicieron Marcelino Menéndez y Pelayo (en el ámbito nacional católico), o bien Ramón Menéndez Pidal (en el ámbito liberal, y en sus libros, como Los españoles en la historia, (1947) o Los españoles en la literatura (1949). Por esta razón los políticos europeos necesitarán, a partir del siglo XIX, apelar constantemente a los historiadores, a la hora de definir los sujetos tanto de la acción histórica, como de la acción política: los pueblos de Europa, cuya naturaleza intentaron estudiar los historiadores. Ahora bien, los historiadores europeos del siglo XIX, entre los que se incluye Murguía, al poseer una concepción política y narrativa de la historia, creyeron que podrían enunciar la totalidad de la realidad. Famosas definiciones de la historia de la Europa del siglo XIX intentaron dejarlo bien claro. Lord Acton, por ejemplo (un gran historiador conservador inglés, creador de las famosas series de Historia de la

Universidad de Cambridge) decía que: “la historia es la política del pasado y la política es la historia del presente”.Las historia agota la realidad en la política. Y, dado que como dijo otro gran historiador inglés (en este caso liberal) J.G.Bury: “la historia es una ciencia, ni más ni menos”, el discurso del historiador se cierra. Un discurso cerrado es un discurso inapelable, del mismo modo que lo es una narración clásica. Una narración tiene un comienzo, un final y uno o varios protagonistas, y eso mismo le ocurre a las narraciones históricas, tal y como se configuraron en la Europa del siglo XIX, y tal como configuró Murguía el relato de la Historia de Galicia, que es el único existente hasta ahora en Galicia, a pesar de las matizaciones posteriores, que le han ido añadiendo matices demográficos, económicos y sociales. En el discurso de Murguía tenemos, pues, dos limitaciones: la primera consiste en su carácter exclusivamente político-narrativo, y la segunda en su dependencia (característica de un relato de este tipo) de las nociones de gloria, alabanza, humillación y menos precio, que en el caso gallego llevan a caer en una contradicción insalvable, puesto que un pueblo que actuó históricamente como agente político ni ha llevado a cabo grandes guerras (por suerte) no puede acumular mucha gloria militar, y un pueblo relativamente marginado y no muy rico, tampoco puede ser acreedor de las glorias del prestigio cultural, entendido bajo el paradigma europea del siglo XIX de la cultura letrada, asociada a las cortes o al poder político, como las Musas, dispensadoras de todas las artes, estuvieron siempre asociadas al poder del dios Zeus en el reino de los cielos: el Olimpo. A continuación intentaremos plantear, en forma de tesis, una serie de presupuestos que podrían servir para reformular el metarrelato de la Historia de Galicia. Deberemos aclarar antes que en la elaboración de la historiografía consideramos que existen dos niveles: la investigación histórica y el metarrelato que le da sentido. La investigación histórica se realiza a través de los documentos y restos materiales, y de acuerdo con unos métodos convencionalmente establecidos. En ella puede decirse que las afirmaciones de los historiadores pueden ser verdaderas o falsas (es cierto, por ejemplo que Augusto fue el primer emperador romano) y ser contrastadas mediante el estudio de los documentos y las reglas de inferencia lógica. Ahora bien, la investigación histórica únicamente puede ofrecer intentos parciales de reconstrucción de la realidad histórica pasada, puesto que el número de los documentos es limitado y su conservación dependen del azar y los factores físicos, químicos y biológicos. Y además

de ello el historiador dispone de instrumentos intelectuales de análisis limitados por su propio tiempo. Murguía, por ejemplo, no habría podido hacer historia económica, aunque hubiese querido, faltaban muchos años para que naciese esa disciplina. La investigación histórica como ejercicio técnico y académico puede ser más o menos neutral con respecto a las opciones políticas de los historiadores. Los metarrelatos no. Un metarrelato es una estructura que da sentido a la creación de una historiografía. Un metarrelato es una idea histórica que engloba el conjunto de la historia narrada de un pueblo. Un metarrelato lleva implícitos una serie de valores, no necesariamente conscientemente asumidos. Por esa razón los metarrelatos no son ni verdaderos ni falsos, sino sólo mejores o peores moral y políticamente. Las tesis que a continuación ofrecemos se referirán, pues, al metarrelato de la Historia de Galicia, y no a su investigación concreta. Serán tesis de filosofía de la Historia de Galicia, y no consejos prácticos para investigar detalles concretos de esa historia. T.1: existe un sujeto político que se puede denominar como pueblo gallego. Este sujeto existe en el momento presente, en el año 2007, debido a que en Galicia existe una estructura política propia, establecida por el Estatuto de Autonomía y dentro del marco de la Constitución española de 1978, pero no sólo gracias a ello. Para que eso llegase a ser posible fueron necesarias dos tipos de condiciones. La primera de ellas es la existencia de movimientos políticos regionalistas y nacionalistas, que se esforzaron por definir ese sujeto político como una entidad diferenciada., lo que culminó en la aprobación del Estatuto de Galicia del año 1936. La segunda de estas condiciones fue la propia evolución política del Estado español, que permitió que el Estatuto de 1978 entrase en vigor e impidió, por el contrario la entrada en vigor del Estatuto de 1936. Consecuentemente se puede decir que el pueblo gallego como sujeto político diferenciado puede, o bien no, ser posible en el marco político español, o bien serlo de diferentes modos. Pudiéndose darse el caso de que también fuese concebible al margen de ese Estado, que , como todas las entidades políticas que han existido a lo largo de la historia universal es limitado en el espacio y en el tiempo.

T-2-el pueblo gallego es un sujeto político diferenciado, y por lo tanto es distinto a todo otro sujeto político. Todos los seres existentes son diferentes entre sí. Si dos seres fuesen absolutamente iguales serían el mismo. Esto constituye un principio filosófico que Leibniz denominó principio de identidad de los indiscernibles. Si bien este principio metafísico parece evidente, y está avalado por el sentido común, sin embargo no estará de más apelar ahora a él, debido al uso indiscriminado de los términos diferente y diferenciado en el lenguaje político gallego. Es evidente que todos los pueblos y las entidades políticas que han existido en la historia universal han sido diferentes. Cada pueblo es diferente y singular. No tiene sentido, pues hablar en la historia universal, ni en la de Galicia de pueblos universales y singulares. Todos los pueblos son singulares y universales a la vez. Lo que ocurre es que en el discurso de la historia universal europea se tiende a llamar universal a todo aquel pueblo que establece su dominio político sobre otros y ocupa un gran espacio geográfico. Así para el historiador griego Polibio la historia universal nacería con Roma, puesto que ella ocupa todo el Mediterráneo y domina a todos los pueblos que habitan en él. Y lo mismo ocurrirá en las Edades Media y Moderna con la historiografía cristiana, que asocia la universalidad de la Iglesia - asociada a su afán proselitista y expansionista, ( no en vano Católico, quiere decir etimológicamente universal) desde un punto de vista religioso con el legado político universal del Imperio Romano, ahora convertido en Sacro Imperio Romano. No es una verdad evidente que el pueblo gallego sea un pueblo singular, y no universal. Es universal en la misma medida que cualquier otro pueblo. Lo que ocurre es que, dada la asociación de los términos: universal y dominante políticamente, Galicia tiende a convertirse a priori como al margen de la historia universal, lo que sería una aberración histórica si fuese algo más que una confusión lingüística. La asociación de gallego con singular o local y su contraposición con universal es, pues, un prejuicio político, y no un concepto histórico. Asumir esa confusión lingüística como instrumento de diferenciación política es un contrasentido, puesto que se basa en confundir el derecho al autogobierno con la estructura básica de la historia El juego de lo diferenciado y lo universal ha llevado a algunos historiadores gallegos al contrasentido de asociar lo universal con el poder político centralizado,

español, o de otro tipo, lo que es un absoluto contrasentido, puesto que ese poder se basó precisamente en otro tipo de localismos, básicamente castellanos. La contraposición universal- singular puede servir como sinónimo de dominante y dominado políticamente, si hay un poder político que domina a diferentes pueblos, pero no tiene sentido en los campos del pensamiento , el arte o la cultura. Beethoven no es menos “universal” por ser de lengua alemana, ni tampoco Kant, Hegel o Marx. En nuestro caso el Pórtico de la Gloria, por ejemplo, sería tan “universal” como “gallego”. T-3: el pueblo gallego es aquello a lo que se refiere la Historia de Galicia, no el sujeto narrativo de la misma. Todo lo que puede decirse históricamente de la humanidad que vivió en Galicia, desde que existe la especie humana hasta el presente, puede considerarse ontológicamente como referido al pueblo gallego. Ello es así, en primer lugar porque existe una continuidad biológica y genética en la historia de la población. Pero, además de ello porque sabemos que los procesos históricos poseen también diferentes formas de continuidad, ruptura y cambio. Es objeto de la Historia de Galicia analizar todo aquello que se refiere a todos los seres humanos que vivieron en Galicia y a su relación con su medio físico. Esos análisis, sin embargo, siempre serán provisionales y fragmentarios, debido a la escasez de las fuentes históricas y a la capacidad intelectual limitada que los historiadores, como todos los seres humanos poseen. En el caso de Galicia, la escasez de las fuentes históricas se ve agravada por dos razones: por las circunstancias climáticas, que impidieron la conservación de determinados tipos de restos - por ejemplo en arqueología -. Y al hecho de que la inexistencia de un poder político diferenciado generó menos documentación. Sabemos históricamente que la documentación escrita va unida, desde la Antigüedad al ejercicio del poder político. Además el pueblo gallego no es el sujeto narrativo, o el protagonista de la Historia de Galicia, porque la realidad no es una narración, por el contrario una narración es una forma parcial de acercarse a algún tipo de realidad. Para considerar al pueblo gallego como protagonista narrativo de la Historia de Galicia sería necesario asumir lo siguiente: a) que existe una única voz narrativa de la Historia de Galicia;

b) que esa voz narra un proceso lineal y unidireccional; c) que el protagonista de la historia narrada puede ser definido. Condiciones todas estas que sólo se dan el discurso histórico político del siglo XIX. Como hemos visto. T-4: el pueblo gallego no es continuo en el tiempo y el espacio, ni puede ser definido unitariamente. En Galicia y en la historiografía gallega se ha considerado que el pueblo gallego siempre ha sido el mismo a lo largo del tiempo, al igual que en otras historiografías europeas. En Francia se habla, desde el siglo XVI, de “nuestros antepasados los galos”. Historiadores españoles han hablado de “los pintores españoles de Altamira”, o del “Imperio hispánico del vaso campaniforme” (y esto no necesariamente en época franquista). También se tiende a hablar del “primer gallego” en el paleolítico. Esto se debe a una concepción narrativa en la que el pueblo es el sujeto del relato. En realidad no es posible saber ni en que lenguas hablaron a aquellos seres humanos que habitaron Galicia en el paleolítico o en el neolítico. Incluso en el ámbito de la Edad del Hierro, o en la época romana, la escasez de la documentación nos permite trazar mapas lingüísticos mínimamente fiables. Y parece lógico suponer que los lazos lingüísticos, sociales, ideológicos, o de otro tipo, serían mayores entre los galaicos integrados en el Imperio Romano y otros habitantes del Imperio que entre éstos y los “gallegos” actuales. Todo ello es así porque, del hecho de que exista un sujeto político en el presente no se deduce que tenga que haber un sujeto narrativo en historiografía y que ese sujeto sea inmutable en el tiempo. Afirmar eso es poseer una concepción determinada de la historia. Una concepción que nadie tiene derecho a considerar como excluyente de cualquier otra, y que no es la única desde la que se puede defender una determinada postura política en la actualidad; a menos que se crea en la omnisciencia de los dirigentes de los partidos políticos. Una omniciencia comprensible psicológicamente como una tentación por su parte, pero cuya asunción por parte de los demás miembros de la comunidad no parece en modo alguno exigible. En Galicia se ha tendido a definir el pueblo gallego por su lengua, el gallego. Sin embargo esto no constituye un criterio valido, ya que esa lengua únicamente existe a

partir de la Edad Media, y no antes, y dado que, además en Galicia ha convivido, para bien o para mal con el castellano. El no poder definir al pueblo gallego no es, por lo tanto una limitación que tenemos que lamentar, si no un signo de riqueza, ya que partimos de que el pueblo gallego existe y no se puede agotar en una definición T-5: dada la situación de subordinación política del pueblo gallego, desde la Antigüedad romana, se ha tendido a definir a ese pueblo subalterno como campesino El arquetipo del campesino está presente en los textos que hacen referencia a Galicia, desde la Antigüedad. Estrabón llama en época de Augusto a los habitantes de Galicia: “montañeses”.La imagen del campesino inculto está presente en época sueva en San Martín Dumiense y así continuará en sentido despectivo.. El regionalismo y el nacionalismo gallego - sobre todo en sus orientaciones más recientes, cambiaron el sentido de esta definición, otorgándole un valor positivo. No obstante esa definición siguió siendo unilateral, por las razones siguientes. En primer lugar porque se privilegió, por ejemplo, al campesino frente al pescador, lo que es explicable en Murguía, Otero Pedrayo, o Risco, por sus lugares de residencia, pero menos en Castelao. En segundo lugar porque se borró casi del mapa la presencia de un mundo urbano en Galicia, lo que ya se ha intentado corregir en la historiografía desde hace algunos años. Esto es más dramático si tenemos en cuenta que es desde ese mundo urbano, desde el que se llevó a cabo un parte importante del ejercicio del poder, desde época romana. Pero, es que además de ello esa definición encierra una trampa mortal, que consiste en lo siguiente. Las culturas campesina o pescadora poseen una identidad propia muy fuerte: económica, social e ideológicamente. Pero no son culturas letradas, sino orales. Esas culturas orales no se pueden convertir en culturas letradas sin más - como se puede ver a lo largo de este libro -. Y puede darse la paradoja de que la voz narrativa de la Historia de Galicia, Una voz letrada y urbana, asuma ilegítimamente la voz de esos otros grupos humanos intentando anular su discurso, tal y como se expondrá. En la historiografía gallega puede haber así diferentes tipos de campesinos y pescadores alienados - es decir carentes de voz propia -:

El campesino característico de los textos del romanticismo, asociado a un paisaje con el que vive en simbiosis y concebido de un modo idílico, aunque se reconozca su pobreza. El campesino científicamente estudiado mediante la historia agraria, obra de muchos historiadores de origen urbano, que es entendido como parte de una serie de mecanismos demográficos, económicos y sociales. El campesino de los etnógrafos y folkloristas, a veces analizado como superviviente de la prehistoria, o como portador de un tipo de pensamiento diferente. Los campesinos gallegos poseyeron una visión propia del mundo, del pasado de su cultura y de su entorno. Sin embargo esa visión no puede ser volcada literalmente a un sistema de educación letrada, sino que tiende a ser explicada histórica o antropológicamente , por lo cual su verdad queda anulada por la verdad del discurso erudito, único depositario de la verdad. Razón por la cual deberemos abandonar el uso del campesino como referente arquetípico. T-6: la Historia de Galicia ha de ser escrita desde diferentes voces narrativas, que han de ser conscientes de que la realidad no se puede agotar en un discurso o una definición. Los historiadores gallegos deben intentar superar el logocentrismo y no aplicar modelos narrativos o explicativos a Galicia por analogía con otros pueblos y países. El pueblo gallego no es como si fuese otro pueblo similar. El pueblo gallego es único. El pueblo gallego no necesita para existir que alguien diga continuamente que existe. Eso sólo es cierto de las naciones, pero no de los pueblos. El desafío histórico que supone la Historia de Galicia consiste en intentar pensar la historia de un modo diferente. Herodóto creo un determinado tipo de historiografía intentando comprender su tiempo, el Imperio Persa y las Guerras Médicas. Tucídides creo la historia política analizando la historia de su ciudad y la de la Guerra del Peloponeso. Flavio Josefo, un historiador universal dedicó gran parte de su vida a tratar de entender la historia de su pueblo: el pueblo judío. Sin embargo la Historia de Galicia siempre parece haber pensada por analogía. Por analogía con Francia, en Murguía, con España, en muchos historiadores gallegos, con Alemania, en V. Risco, o con la descolonización del Mundo, en X. M. Beiras.

Todos estos intelectuales, prácticamente los únicos creadores de grandes estructuras narrativas (Castelao sería en este sentido - no políticamente - más dependiente de tradiciones anteriores), intentaron responder al reto de comprensión que su tiempo les impuso mediante este sistema de razonamiento. El problema es que en la actualidad no parece haber una analogía clara. Además de que una explicación por analogía es siempre una explicación fragmentaria. Asumiendo lo bueno de estas interpretaciones la labor presente

consistiría en

abandonar la analogía y crear una forma de pensamiento original, que ,por supuesto sería a su vez singular y universal. T-7: aunque deba haber una pluralidad de voces narrativas y explicativas, sin embargo la Historia de Galicia sólo puede formularse a partir de un determinados sistema de valores. Las interpretaciones pueden discutirse, los valores básicos no. Un valor no es verdadero ni falso, es válido o no. Los valores se estructuran en una jerarquía. Hay valores indiscutibles, como la vida humana, y determinados valores básicos: salud, alimento, vivienda, sin los cuales son imposibles los valores superiores: artísticos, filosóficos…. Toda historia se construye a partir de unos valores. El discurso histórico europeo privilegió tradicionalmente los valores culturales espirituales, asociándolos al poder político y a unas clases sociales que se apropiaron y disfrutaron de ellos. Algunos valores, como la belleza artística o los logros intelectuales estuvieron asociados al ejercicio del poder político, porque las clases altas se apropiaron de ellos. Por ello se habla históricamente del esplendor cultural de las clases y pueblos dominantes. Esa concepción de los valores culturales los determina de una determinada forma, debido a su asociación con el ejercicio del poder político, al que se unen riqueza económica, gloria militar y explendor cultural. Esta concepción de los valores culturales más elevados no es necesariamente valida, puesto que se han dado casos, como la de los alemanes de finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX, que consiguieron grandes logros en música, literatura, filosofía, filología e historia , sin que existiese ningún Estado alemán. Decía Heinrich Heine, en la época de Napoleón, que Inglaterra dominaba el mar, Napoleón la tierra y Alemania el aire (o sea el mundo del pensamiento). Una ironía que,

además de reflejar una cierta nostalgia por un poder político que no se posee, reflejaba esa realidad a la que aludimos. El sistema de valores a partir del que debe (moral y políticamente) construir la Historia de Galicia ha de tener clara la situación histórica de un pueblo diferenciado, pero subalterno políticamente y no beneficiado económicamente, lo que no impidió el logro de grandes logros culturales en arquitectura, escultura, y literatura , básicamente. En esa situación apelar a los valores de la gloria militar, y política, el prestigio cultural y la autocomplacencia, no sólo es erróneo, sino que es además censurable, por ser quién ello hace - y si lo sigue haciendo en el momento presente - culpable del mantenimiento de esa situación de subordinación. En la situación presente apelar a esos valores- que no pueden darse en un pueblo subalterno - es contribuir a crear y mantener una falsedad, además de pretender alagar a unos sujetos políticos, de los que se piensa que pueden ser manipulables mediante la utilización de un sistema de adulación casi infantil. Además la apelación a esos falsos valores posee una dimensión todavía más dañina. Y es que las voces: historiográficas, culturales o políticas que los utilizan sistemáticamente, en realidad, al hablar de esa realidad que no existe, en realidad se refieren a sí mismos. Cuando se dice que Galicia es maravillosa y excelente a lo largo de su historia, o que la Cultura gallega ha sido y es una de las mejores, además de practicar un halago infantil se está diciendo: “yo que soy responsable del bienestar real de los gallegos he conseguido que todo sea maravilloso, porque, en realidad, yo soy maravilloso” cultural y simbólicamente hablando. Nadie podría decir que lo que es maravilloso es la realidad, sobre todo en Galicia, porque todo el mundo puede verla y juzgarla. T-8: el valor clave sobre el que debe construirse la Historia de Galicia es la dignidad de la pobreza. Nadie es culpable de ser pobre (P.Dieterlen,2003), pero sí de ser miserable. Son miserables aquellos pobres que hacen más pobres a otros que ya los son y quienes contribuyen a que exista la pobreza. La dignidad humana no consiste sólo en la posesión de riquezas (R. González Fabre, 2005), aunque sin la posesión de algunas de ellas la vida humana no es ni física ni psicológicamente posible. Los bienes económicos se integran en sistemas culturales y

sociales complejos (M. A. Ferber, J.A.Nelson, eds., 2004), y sólo alcanzan sentido dentro de ellos. Pueblos pobres y subalternos políticamente no sólo han poseído históricamente la misma dignidad que otros pueblos ricos y dominantes, sino que a veces han dado más muestras de ella, tanto en su vida material como en sus creaciones culturales de tipo oral, por ejemplo. Y éste ha sido el caso del pueblo gallego. En el mundo actual la pobreza sigue siendo un problema acuciante y la solución de la misma, como señala Jeffrey Sachs (J. Sachs, 2005) pasa por cubrir necesidades básicas, como son el agua, la alimentación, redes básicas de comunicación, la sanidad y la educación básica, (lo que por suerte no ocurre en Galicia) quedando muy lejos de todo este mundo el maravilloso universo de la red y la economía global, que es más una amenaza que una ayuda para muchos pueblos. Apelar al valor de la dignidad de la pobreza historiográficamente hablando supone intentar pensar Galicia desde sí misma, para el pueblo gallego y no para exhibirlo ante otros. Supone ser conscientes de que la realidad no se puede agotar en el lenguaje, ni en ningún relato ni en ningún discurso. Supone admitir que debemos intentar acercarnos humildemente a ella. En un marco político que haga posible no sólo la participación electoral de los ciudadanos, sino la pluralidad de las voces y el acceso a la libertad de palabra, lo que lo griegos llamaron isegoría, y sin la cual, para ellos la democracia no sería posible (L. Canfora, 2004). Los historiadores y los políticos pretenden ser la voz del pueblo. Por eso el pueblo gallego se pasa el día y la noche oyendo voces, esas voces cada más ajenas a la realidad y que parecen intentar envolverlo en, una red de palabras, como aquella en la que viven las personas infelices que padecen la esquizofrenia. No lo conseguirán.

Capítulo X Nación, independencia y discurso político: el caso gallego. En el debate político gallego hemos vivido recientemente, con motivo de la abortada reforma del Estatuto de Autonomía de Galicia, una serie de discusiones, que vistas por un espectador ingenuo podrían parecer más o menos bizantinas, acerca de la definición del término Galicia y de todas las variantes gramaticales que pueda tener el término nación. Sería interesante definir, con toda la claridad posible, una serie de conceptos del discurso político, con el fin de que personas o grupos puedan manejarlos libremente y construir diferentes tipos de teorías, sin llegar a caer en lo que en el debate parlamentario gallego estuvo a punto de parecer un auténtico esperpento lingüístico, que se debió a la falta de claridad, muchas veces voluntariamente asumida, de las distintas partes. Tanto por parte de aquellos que pretendían introducir el término nación, con el fin de poder reivindicar posteriormente la independencia nacional (aunque eso sí, pretendiendo ocultar la voluntad de esa reivindicación futura), como por parte de aquellos otros que no consideraban la independencia como un objetivo político asumible, pero que - sin atreverse a negar lo que se consideraba una realidad nacional-, pretendieron resolver la cuestión cambiando nombre por adjetivos, o por otras palabras derivadas de nación, como nacionalidad, realidad nacional, nación subjetivamente sentida…. O bien centraron la discusión en debatir si se podría poner nación en el preámbulo del nuevo Estatuto, con el fin de que no tuviese ninguna virtualidad, ni valor jurídico o político. A lo que respondieron otras partes señalando que los preámbulos de las leyes sí que poseen valor jurídico, aunque sus conceptos no se desarrollen en el articulado de las mismas. Por poner sólo algunos ejemplos de malabarismo lingüístico podríamos centrarnos en los siguientes. Xosé Manuel Beiras Torrado, representante cualificado del nacionalismo gallego, afirmó que la “nación es un hecho metalingüístico”. Lo que correctamente explicado sólo quiere decir que Galicia definida como nación es un nombre propio femenino singular, puesto que en la filosofía del lenguaje y en lingüística se llama metalingüístico a un lenguaje que se refiere a otro lenguaje, como por ejemplo la lógica o la gramática. Lo que Beiras quería decir es que, se diga o no se diga, Galicia existe como nación porque es una realidad histórica. Para avalar esta concepción ontológica de la nación, que es una de las posibles, señaló Beiras que esa

existencia de Galicia como nación es tan cierta como una ley física. Se comprende el sentido de esta afirmación si tenemos en cuenta que Beiras cree que existe una ciencia de la historia, que es el materialismo histórico, cuyas afirmaciones poseen el mismo valor de verdad que las de cualquier otra ciencia. Otro representante del nacionalismo, aunque más moderado, Xosé Ramón Barreiro Fernández, presidente de la Real Academia Galega, afirmó igualmente que aunque nadie dijese que Galicia es nación lo seguiría siendo. Aunque pueda resultar curioso que el responsable del cuidado de la lengua gallega le dé tan poca importancia al lenguaje, su afirmación se comprende si tenemos en cuenta que también él comparte la concepción ontológica de la nación. Las naciones existen y son reales. Dicho en términos de la filosofía escolástica (en la que este historiador se formó): la nación existe in re, aunque luego no existe post rem. Sólo sería excluible que la nación existiese ante rem, es decir, en la mente de Dios, y antes del inicio de la historia de Galicia. Un científico llamado al debate, Senén Barro Ameneiro, físico, informático y rector de la USC (Universidade de Santiago de Compostela), también dijo que Galicia era nación, pero que había que “ponerla en valor”, o sea sacarle beneficios (se supone que para el disfrute de la totalidad de los gallegos). Decir que Galicia es una nación sería interesante no por ser un hecho científico, ni porque pueda ser verdad, sino porque podría ser más útil o rentable. La teoría que señala que el bien común consiste en la obtención de la mayor cantidad de bienes para el mayor número posible de personas se llama utilitarismo e históricamente estuvo directamente asociada al liberalismo político y económico, representados en Inglaterra por Jeremy Bentham y John Stuart Mill. Dos autores que Senén Barro seguramente no leyó, pero cuyas ideas comparte, como la casi totalidad de quienes creen en el “pensamiento único”. De todos modos llama la atención que X. M. Beiras, siendo economista, haya hablado como si fuese físico (leyes físicas…) y Senen Barro, siendo físico, hable como si fuese economista. En el debate también terció Ramón Villares Paz, Presidente del Consello da Cultura Galega, y uno de los principales historiadores gallegos. Villares propuso una definición híbrida. Galicia: nación de Breogán. Galicia sería una nación, pero no porque fuese real, sino porque se asocia a un personaje claramente imaginario e históricamente inexistente, Breogán, por mucho que se le cante en el himno gallego Da la impresión de que, al definir a una nación no por la historia, lo que sería la obligación de Villares como historiador, sino por la literatura, pretendiese llegar a una

solución de consenso. Galicia es una nación, pero sólo a medias, con un pie en la realidad y otro en la literatura. De este modo las consecuencias político-jurídicas de la definición serían más que borrosas, puesto que si bien podría existir Galicia, sin embargo Breogán no existe, con lo cual un elemento típico de la climatología gallega, la niebla, también se introduciría en el debate político. Este escaso amor por la claridad no fue patrimonio exclusivo de los políticos nacionalistas gallegos, puesto que por parte del nacionalismo español tampoco se jugó de manera clara. Unos, como Mariano Rajoy Brey, decían cosas como que es evidente que Galicia no es una nación porque lo que es una nación es España. Lo que supone tener muy clara la definición de nación, cosa que se ha logrado en la filosofía política. Hubo toda clase de juristas dispuestos a afinar la ingeniería constitucional y ponerse a discutir si en la Constitución Española caben una o varias naciones. Al final no se llegó a ningún acuerdo, porque no había voluntad política de lograrlo. No es nuestra intención suplantar a los líderes políticos democráticamente elegidos, ni menospreciar a algunos intelectuales gallegos. Lo que pretendemos es definir algunos conceptos que ciudadanos y políticos pueden combinar de distintas maneras, a veces endiabladamente complicadas.

Nación: No existe ninguna definición de la nación unánimemente aceptada, sino diferentes teorías acerca de lo que pueda ser una nación. Esas teorías se pueden dividir en dos grupos: las teorías de tipo ontológico-realista y las teorías de tipo lingüístico y consensualista. Teorías ontológico-realistas. Estas teorías afirman que las naciones existen in re. Son parte de la realidad social e histórica, y su existencia puede llegar a ser independiente de la conciencia de los miembros que de ellas forman parte. A su vez se dividen en dos tipos: teorías esencialistas y estáticas, y teorías dinámicas. Las teorías esencialistas, también llamadas organicistas, parten de que las naciones y los pueblos que están asociados a ellas son los sujetos de las “historias nacionales”. Y esos pueblos mantienen unas características comunes, llamadas su identidad, a lo largo de todo el proceso histórico, desde la prehistoria a la actualidad. Su creador más destacado fue J. G. Fichte, en sus Discursos a la nación alemana, pronunciados en plena ocupación francesa de los pequeños estados y ciudades-estado alemanes de principios del siglo XIX; y en su libro El Estado comercial cerrado en el

que propone que una nación debe ser un universo económico autárquico y consiguientemente cerrado. En esa concepción de la nación se suele utilizar la idea de pueblo originario, que es el sujeto de la historia nacional. Ese pueblo, siempre fiel a sí mismo, se enfrenta con enemigos externos, que serán siempre sus principales adversarios desde prácticamente sus inicios, hasta que al fin logra constituirse como Estado-nación, poniéndose así prácticamente fin al relato de la historia nacional. En los relatos de ese tipo de historias se minimiza el papel de los “enemigos internos”, puesto que el pueblo, sujeto de la historia nacional, es monolítico y solidario. No obstante, hay casos, como el de Fichte, en el que se plantea un dilema entre el pueblo en sí y el pueblo para sí. El primero en la Alemania de comienzos del siglo XIX sería el campesinado (se trataba de un mundo con más del 90% de población rural). Ese pueblo es el depositario de los tesoros que definen la nación: la lengua no contaminada (en este caso el alemán y sus dialectos), el folklore y la literatura oral, y las costumbres campesinas y los modos de explotación de la tierra. Hay una conexión muy íntima entre el pueblo, que se encarna en una estirpe (Sippe), que posee una “sangre” propia (Blut) y la tierra o el paisaje (Boden). Ambos son inseparables. No se puede hablar estrictamente de determinismo geográfico, pero sí de la identificación perfecta pueblo-tierra, que se encarna por ejemplo en la forma de las aldeas y en la casa campesina, que sería un reflejo del espíritu (Geist) nacional. Este pueblo originario (alemán, galo en el caso francés, celta en el gallego, o celtibérico en el español) es fundamental en los nacionalismos del siglo XIX, y todavía lo sigue siendo en la actualidad. En Galicia, estas ideas, introducidas por Murguía, fueron desarrolladas por Risco y Otero Pedrayo, en los que la presencia de esos conceptos de pueblo, de la asociación pueblo=campesinos, y de la importancia del paisaje rural parece bastante clara. En segundo lugar tendríamos pueblo para sí, es decir, los intelectuales. Ajenos a la lengua y la cultura rural-nacional y de procedencia urbana y formación política, histórica y literaria. Esos intelectuales poseen conciencia política. Sin embargo son ontológicamente deficitarios. Les faltan raíces en la cultura campesina o marinera. Para que surja una nación, dice Fichte, el pueblo en sí y el pueblo para sí deben llevar a cabo una simbiosis, en la cual los intelectuales dan al pueblo cultura (Bildung) y conciencia política, y el pueblo les otorga a cambio autenticidad y raíces nacionales.

Fichte siempre fue consciente de ese dualismo y nunca creyó que los intelectuales pudiesen identificarse exactamente con el pueblo alemán. Los nacionalistas gallegos de la Xeración Nos tampoco. Siempre hablan de “nosotros” y el “pueblo”, y se esfuerzan porque “el pueblo nos entienda”. Incluso a veces se consideran, un poco humorísticamente, como una especie de “señoritos” urbanos. Posteriormente en Galicia, otros intelectuales parecen haber perdido el sentido del humor y de las proporciones. El papel de los intelectuales será otro de los tópicos que tendremos que analizar. Pero antes describiremos las teorías de tipo dinámico. Las teorías ontológicas de la nación de tipo dinámico se diferencian de las teorías esencialistas en que consideran que una nación nunca es el punto de partida en un proceso histórico, sino su conclusión. A pesar de que admiten la existencia de la nación como una realidad externa, se parecen en lo fundamental a las teorías lingüístico-consensuales, que analizamos a continuación. Teorías lingüístico-consesuales: Estas concepciones, cuyo primer defensor fue Ernest Renan en su breve texto ¿Qué es una nación?, definen a la nación como un “plebiscito cotidiano”. O lo que es lo mismo, como un proyecto de futuro y no como una esencia que se prolonga desde el pasado. La existencia de la nación depende la voluntad y el consenso de sus ciudadanos. Y ese consenso se debe construir mediante la educación y el trabajo de los intelectuales. Esta concepción no ontológica es una concepción democrática, puesto que en ella la existencia de una nación es una opción entre otras, y no una realidad inmutable, indiscutible y avalada por la ciencia histórica, más o menos infalible. Esta fue una concepción minoritaria dentro de la historia del pensamiento nacionalista. En años recientes, a partir de las obras de Benedict Anderson, Anthony Smith y Ernest Gellner se vió revitalizada añadiendo unos claros matices lingüísticos y constructivistas. Estos autores sostienen, frente a los cada vez más escasos esencialistas que todavía pueden sobrevivir en el mundo anglosajón, como Adrian Hastings (que sigue fiel a la idea del valor inmutable de la historia), que una nación es una construcción, que se lleva a cabo mediante instrumentos externos, que son los configuran el Estadonación (y que veremos en el apartado siguiente) e instrumentos internos. Estos instrumentos internos serían la lengua y la educación nacionales. Anderson señala cómo la normalización de una lengua es inseparable de cualquier

proceso de construcción nacional. Y esa normalización supone privilegiar un dialecto en prejuicio de otros existentes. En este sentido él compartiría la famosa definición según la cual “la lengua es un dialecto que posee un ejército”. Ese proceso normalizador se llevaría a cabo a través de la educación nacional. En ella se trata de lograr un cuerpo de ciudadanos alfabetizados, no sólo porque se quiera mejorar su cultura, sino porque sólo así es posible lograr la normalización lingüística. Por ello, dice Anderson, no puede haber naciones, si no existe la imprenta. El objeto básico de la educación nacional sería el estudio de la lengua y la historia patrias, sobre las que se construye la identidad nacional. La identidad nacional constituye un proceso de normalización política que en los siglos XIX y XX tuvo como fin fundamental la formación de los ejércitos nacionales, basados en el servicio militar obligatorio. Esos ejércitos, o naciones en armas, serían la expresión máxima de la voluntad nacional. Será en la guerra, como dijeron grandes historiadores nacionalistas como el alemán Heinrich von Treitschke (1834-1896), donde las naciones muestren toda su vitalidad. El servicio militar sería entonces un elemento fundamental de la formación del ideal patriótico, encarnado en frases famosas como “patria o muerte”. Y en ese servicio militar fue fundamental el adoctrinamiento histórico-patriótico y la imposición de la lengua nacional. Según E.Gellner y A.D. Smith, la idea de nación surgiría tras la revolución industrial con el fin de recuperar la cohesión social, rota por los hechos siguientes: la revolución agraria, la revolución industrial y el desarrollo de las ciudades. Tres hechos que supusieron emigraciones masivas de población, y sobre todo la ruptura de la solidaridad social de las pequeñas comunidades rurales, que trajo consigo el nacimiento de la anomía, o desorden social y político. Las naciones se definen como lo que no son: comunidades, y por eso Anderson las llama “comunidades imaginadas. No son comunidades, sino sociedades, grandes organizaciones en las que es preciso integrar a los individuos que perdieron sus vínculos familiares y locales. Para lograrlo se usaron metáforas, como patria=familia, e ideas de patria=madre o patriotas=hermanos. Todo este proceso es incomprensible sin la creación del Estado-nación.

Estado-nación

Llamamos Estado-nación a la forma específica de organización del poder político que surgió a partir de fines del siglo XVIII en Europa y América. Podemos definirlo por las características siguientes. Ideológicamente el Estado-nación se autodefine partiendo de una concepción no religiosa del poder político. El poder del rey o del gobierno no es un bien de origen divino que se transmite hereditariamente o por delegación de las autoridades religiosas, sino la plasmación de la voluntad del pueblo. Un pueblo que para algunos historiadores románticos como Michelet, se identificaría básicamente con las clases inferiores más que con las clases altas, y cuya voz pasará a ser un instrumento esencial de la vida política, ya sea a través de los mecanismos electorales, o mediante la formación de la opinión pública, como ha analizado George Boas. La voz del pueblo pasa a ser un referente sagrado de la vida política. Se supone que el pueblo como tal estrictamente no habla; lo haría cuando vota a unas personas o partidos por razones de distinto tipo, y de acuerdo con mecanismos electorales complejos, que en la actualidad pueden ser objeto de estudio científico y consecuentemente de manipulación oportunista, como se puede ver en la historia de todas las democracias. O bien el pueblo “habla” a través de los literatos, historiadores o políticos que pretenden ser sus portavoces, con mayor o menor legitimidad, o con grandes o pequeñas dosis de narcisismo y soberbia por parte de quienes siempre pretenden ser los depositarios de su palabra. Ese pueblo y su voz se relacionan directamente con los sistemas educativos nacionales, y a partir del siglo XX con los medios de propaganda política, instrumentos indispensables de los gobiernos democráticos o totalitarios, pero más esenciales en este segundo tipo. El Estado-nación, construido para el pueblo, necesita de la historia como saber que legitima su existencia y explica su origen y evolución hasta llegar al momento presente, y por ello la historia es un componente fundamental del pensamiento nacionalista. Sin la historia el Estado-nación no tendría sentido porque no se podría justificar por qué tal o cual Estado tiene que existir específicamente, aisladamente y no unido a otros Estados. La historia, se decía en el siglo XIX, es el saber de lo singular, y nada hay más singular que un Estado-nación perfectamente diferenciado frente a los demás.

Pero un Estado-nación necesita de unos instrumentos materiales, sin los que no puede existir, que serían los siguientes: a) Un territorio perfectamente delimitado por fronteras, que son elementos cargados de gran poder simbólico, por el límite que marcan entre el interior y el exterior, entre nosotros y ellos. Ese territorio se cartografía en un mapa nacional, cuya figura es símbolo de la nación (como el “hexágono francés”). La cartografía es además indispensable para el conocimiento del terreno, de sus recursos, comunicaciones y población. Por eso la geografía es otro de los saberes nacionales básicos y los pensadores nacionalistas le dan tanta importancia. En la geografía los aspectos prácticos pueden ir aunados con la ideología de la “sangre y la tierra” e incluso con la mística del paisaje, cultivada por pensadores alemanes, franceses, españoles y gallegos. b) Un sistema de comunicaciones que permita llegar a cualquier lugar del país con cierta facilidad con el fin de poder controlar a la población, facilitar la circulación de las mercancías, hacer posible la aplicación de las leyes y la imposición de la educación nacional. En cada lugar la población deberá ser censada, de acuerdo con criterios legales y lingüísticos uniformes. Por ello se crearán sistemas oficiales de nombres y apellidos, que a veces rompen las tradiciones locales. En ese censo se deberá conocer cuál es el número de varones movilizables para el servicio militar y cuáles son los recursos de la población sobre los que se puede establecer un sistema fiscal. Y todo ello será imposible si no se puede llegar a cualquier lugar. c) Un mercado nacional, que podrá estar o no integrado en otros más amplios. Fichte proponía que fuese cerrado a comienzos del siglo XIX. En el siglo XX otros regímenes totalitarios reivindicaron la autarquía. Y hoy en día, en un mundo globalizado por el mercado, esa autarquía es casi imposible. El mercado nacional deberá ir unido a la creación de una moneda nacional, instrumento fundamental del intercambio. Esas monedas, símbolos auténticos en otra época de la identidad y el orgullo nacionales, comenzaron a debilitarse tras el establecimiento del patrón oro. En la actualidad, con la unión monetaria europea y la creación de instrumentos internacionales de crédito y financiación, su papel está muy disminuido, pero no por ello es residual. El valor identitario de la moneda fue un tópico de todos los pensamientos nacionalistas, y también del gallego, en el caso de Castelao, por ejemplo.

d) Un sistema jurídico propio, tanto a nivel penal como civil y mercantil. Ese sistema jurídico es inseparable de la existencia de una policía nacional, que respalde a los jueces en la aplicación de las leyes y disuada a los ciudadanos de incumplirlas. Y de un sistema penitenciario propio, que sería el último instrumento de disuasión, antes de la intervención del ejército en casos extremos. Ese sistema jurídico debe ser elaborado por un Parlamento, con el fin de que pueda ser considerado como expresión de la vox populi, aunque realmente es la obra de técnicos juristas, que lo crean, lo conocen y aplican. Sólo los técnicos lo saben manejar a la perfección, muchas veces en beneficio propio. Y ello es así porque desde el siglo XIX se trata de sistemas muy complejos, con leyes interpretables de diferentes formas (dentro de un abanico de posibilidades), siendo esa complejidad el intersticio por el que se pueden infiltrar las presiones políticas, económicas y de otro tipo en la aplicación de las leyes. e) Un ejército propio. La existencia de un ejército fue inseparable de la creación de los Estados-nación. En primer lugar como garantía de su soberanía frente a la posible amenaza de otros Estados. Y en segundo lugar como medio último de control interno de su población, ante conflictos de clase o de disidencia política. Ese ejército puede tener cuerpos (como la Guardia Nacional en los EE. UU., la Guardia Civil española, las CRS en Francia), que se sitúan a veces en un nivel intermedio entre la policía y el ejército propiamente dicho. Y puede estar estructurado de diferentes maneras. Así, por ejemplo, puede tener cuerpos destinados sólo a actuar en el exterior (los marines de los EE. UU., los ejércitos coloniales) o bien a defender el país de la agresiones exteriores, o a controlar los países interiormente) ejércitos de ocupación). En la actualidad, la existencia de macroalianzas militares, el peso que la tecnología y el control de las armas tienen en la guerra moderna y la mundialización de la economía y la política debilitan mucho el papel de los ejércitos estrictamente nacionales. Sin embargo siguen siendo un instrumento básico del Estado-nación y están presentes en la idea del patriota y el patriotismo, a pesar de la casi inexistencia del servicio militar en muchos países y de la perdida de prestigio del ejército en la opinión pública, que sólo se mantiene en los EE. UU., entre los países democráticos y sin servicio militar obligatorio. f) Una educación nacional. Esa educación, instrumento básico de uniformización política, sigue basándose en el aprendizaje de una lengua nacional

normalizada, cuyo estudio suele ir unido al de la literatura nacional, concebida como la máxima expresión y el logro del mayor desarrollo de esa lengua. Todo ello unido también al estudio de la historia y cultura nacionales, que formarían un todo integral junto a la lengua y la literatura. Existen dos concepciones de la educación nacional: 1. La educación entendida como un medio de uniformización y creación de patriotas (y soldados patriotas); 2. La educación como un medio de perfeccionamiento de los seres humanos y de formación de ciudadanos responsables Ambas concepciones pueden superponerse. Sin embargo la segunda de ellas sólo es posible en un sistema democrático y parlamentario, en el que haya varias opciones políticas entre las que el ciudadano pueda elegir responsable o mecánicamente. El primer tipo de educación tenderá al dogmatismo y a la formulación de verdades irrebatibles, mientras que el segundo debería favorecer el espíritu crítico, el debate y la tolerancia como valores fundamentales. g) Un sistema político propio, que se manifieste en una Constitución nacional que garantice la soberanía del Estado, de forma autónoma o compartida, de acuerdo con fórmulas políticas que pueden ser enormemente complejas. En la actualidad, el desarrollo de sistemas políticos transnacionales, como la Unión Europea, con moneda y Banco propios, y la creciente internacionalización del derecho han llevado a redefinir los conceptos de Estado, Soberanía y Ciudadanía en formas cada vez más cosmopolitas, lo que no quiere decir que la nación y el ciudadano clásicos puedan llegar a desaparecer en un futuro próximo. Sobre todo debido a la existencia, especialmente en Europa, de lenguas nacionales muy potentes, que siguen estando unidas a tradiciones nacionales, regionales o locales. De todos modos lo que sí está claro es que la soberanía nacional, entendida en sentido militar, económico y tecnológico o político están siendo claramente limitada, siendo el terreno de los factores culturales el que todavía puede ser más reacio, a pesar de la creación de una cultura globalizada de masas. Estos son los elementos que componen un Estado-nación. Pasemos pues a definir la noción de

Pueblo Desde el nacimiento del nacionalismo tendió a concebirse el pueblo como fundamento ontológico de la nación. No puede existir una nación sin pueblo, por mucho

contractualismo y mucho giro lingüístico que queramos darle. Y en ese sentido las teorías ontológico-realistas, si no son esencialistas, siguen teniendo un componente válido. Ese pueblo fue concebido en Fichte, Michelet, y en general más como “ pueblo llano” que como clases dirigentes, puesto que las clases dirigentes siempre han tendido más hacia el cosmopolitismo, ya sea para defender sus intereses propios, que están por encima de los de las naciones y los pueblos (recordemos la frase de K.Marx: “el capital no tiene patria”), ya sea porque sus posibilidades de desplazamiento y su cultura les permitió desarrollar ese cosmopolitismo. Y fue considerado el portador del ser nacional por su cultura o su lengua. En el caso del nacionalismo gallego y en España se suele identificar mecánicamente lengua y nación. Sin embargo esa identificación puede no ser correcta, por las razones siguientes. No se sabe cuántas lenguas hay en el mundo, ni mucho menos cuántas ha habido en la historia humana. Todavía se puede asistir a la muerte de lenguas, cuando son habladas ya sólo por unos cuentos viejos y cuando nadie ni siquera ha fijado su gramática y su vocabulario. Existen menos de 200 Estados-nación actualmente. Si los sumamos a unos 800 grupos que pueden reivindicar un estatus nacional, como señala Anthony D. Smith, y los comparamos con el número de lenguas cuya existencia se conoce (unas 8.000), la ratio Estado-nación (real o posible) /lengua sería de un 10%. Suiza es un Estado-nación fuerte con cuatro lenguas. La Constitución de la India reconoce unas 75 lenguas oficiales y en el país se hablan más de 500, de modo que el único idioma que une a los indios puede ser el de sus antiguos colonizadores ingleses. El proceso de creación de naciones en el antiguo Imperio español se llevó a cabo, como señala Anderson, en países que tenían la misma lengua.Y la reciente guerra civil yugoeslava se luchó entre hablantes de serbo-croata. Un pueblo pues, o varios, tiene que ser el fundamento ontológico de una nación, pero no se puede decir que tenga que tener una sola lengua, ni cómo tiene que ser ese pueblo. En este sentido la suma del componente consensual y lingüístico al ontológicorealista es plenamente necesaria. Se suele decir que hay dos clases de naciones: las naciones con Estado y las naciones sin Estado. Dado que en realidad lo que se puede definir correctamente es el concepto de Estado-nación, deberíamos decir que hay pueblos que por razones

históricas quieren constituirse como Estados-nación y otros no, ya sea porque se enmarquen en Estados-nación en los que conviven con otros pueblos, o porque las propias circunstancias históricas no facilitaron en ellos el proceso de Construcción nacional, que pasaremos a definir, pero después de dar un definición provisional de la nación: Se llama nación a una forma política estatal en la cual uno o varios pueblos se definen a sí mismos como nación, porque creen que poseen unas características propias que los diferencia de otros pueblos y que deben ser plasmadas políticamente. Consecuentemente una nación ni es una creación arbitraria ni una realidad que exista antes de ni al margen de la conciencia del grupo de hablantes que la componen. Ya que la lengua es el hecho social por excelencia.

Construcción nacional Las naciones ni han sido creadas por Dios ni son el resultado de un proceso histórico regido por unas leyes que son totalmente independientes de la voluntad de sus conciudadanos. Por eso no se puede decir que algunas naciones llegarán a ser Estados inexorablemente, del mismo modo que es seguro que algún día volverá el cometa Halley. Un proceso de construcción nacional tiene que desarrollarse en un marco histórico concreto y partiendo de unas condiciones dadas, entre las que es fundamental la existencia previa de uno o varios pueblos que pueden llegar a sentirse diferentes. El hecho de que, por ejemplo, unos hablantes puedan llegar a sentirse diferentes no sólo depende de que sus lenguas también lo sean, sino de su conciencia lingüística. Hay por ejemplo muchas más diferencias gramaticales entre algunos dialectos italianos que entre el castellano y el gallego. Sin embargo los gallegos pueden sentirse no españoles y muchos de los hablantes de esos dialectos no necesariamente se definirán como “no italianos”. En la formación de la conciencia diferenciada pueden influir otros factores, como por ejemplo el papel marginal económica, social y políticamente que uno o varios pueblos puedan tener frente a quienes detentaron el poder político. Si a la percepción lingüística diferenciada se añade la sensación de marginación política o inferioridad económica, la posibilidad de percepción diferenciada se hace mayor.

La percepción social, individual y de grupo es fundamental en la historia y la política, puesto que los seres humanos hablamos y paralelamente tenemos conciencia de quienes somos individual y colectivamente, ya sea en grupos familiares, locales, regionales o culturales. Partiendo de esa situación, un proceso de construcción nacional no es posible si no existe un grupo de intelectuales que conozcan las técnicas jurídicas y políticas, y que posean una cultura letrada histórica, literaria y gramatical. Esos intelectuales han de decidirse a desarrollar una acción política, en un marco democrático o totalitario. Serán ellos los que con las herramientas propias del pensamiento nacionalista, que son limitadas, como las de todos los tipos de pensamiento, monten o construyan una teoría política que sea la base de su movimiento. Ese movimiento formará parte de una lucha y acción políticas, cuyo éxito dependerá no sólo de las condiciones ontológicas previas, sino también de la capacidad política de sus componentes y de las propias circunstancias históricas en las que vivan. Puesto que, como dijo Marx, los hombres somos libres, pero actuamos en el marco de unas circunstancias históricas que no hemos elegido. Volvamos, pues, al principio: ¿a qué se ha debido el esperpento lingüístico protagonizado por el Parlamento Gallego? Primero al hecho de que la difusión de una serie de ideas propias del pensamiento nacionalista gallego, sobre todo de tipo ontológico-esencialista, por parte de todos los partidos políticos ha creado en Galicia una enorme confusión intelectual. Todo el mundo aceptaría que es más o menos nacionalista o “galleguista”, siempre y cuando eso no implique ir mucho en contra de lo establecido. Y a eso es a lo que están jugando constantemente el PSG y el PP. Con la connivencia del BNG, que sabe que un discurso nacionalista y marxista, que le fue propio, sería hoy en día muy poco rentable electoralmente. No obstante el BNG ha intentado tensar la cuerda, jugando a sí pero no: “quiero poder pedir la independencia, pero prometo que no la voy a pedir, aunque sí que la quiero seguir pidiendo”, y por esa razón debió romperse la baraja en semejante asombroso debate. Quizás las cosas se aclarasen si cada uno supiese lo que quiere y lo supiese expresar y se dejasen de utilizar los siguientes malentendidos: 1- Pensar que la independencia de Galicia es posible es formular una posición política no democrática.

Este malentendido es posible por el terrible peso que la ETA y el nacionalismo vasco tienen en la política española, lo que ha afectado a Galicia de la forma siguiente. Primero por la asociación (real o imaginaria) de los tres nacionalismos no españoles, vasco, catalán y gallego. Y por la tentación a demonizarlos siempre recurriendo al terrorismo vasco. De esto serían culpables tanto los nacionalistas españoles como los nacionalistas gallegos de izquierda (o por lo menos algunos de ellos), que hicieron y siguen haciendo constantes guiños al mundo abertzale, con o sin armas y lucha callejera. Guiños que fueron simbólicos a veces, y que en otros casos acabaron en actos fallidos. Los nacionalistas gallegos serían también culpables de ello por creer, en contra de la lógica que: “si tres elementos se diferencian de un cuarto son iguales entre sí”. A nadie se le ocurre que eso sea así en otros casos, pero sí en política, debido al viejo adagio de que “el enemigo de mi enemigo es mi amigo”, y ya se sabe quién es el enemigo del nacionalismo gallego. 2- Pensar que la independecia de Galicia no puede conseguirse por medios democráticos. Esta idea estaría muy unida a la anterior y se asociaría a los modelos de conquista de las independencias nacionales en los procesos de descolonización del mundo posteriores a la II Guerra Mundial. En todos ellos la lucha armada, en forma de guerrillas o guerra abierta, fue fundamental. Ese fue el modelo militar de la ETA, y sigue siendo en Galicia un icono político con imágenes con las de Ché. Es evidente que Galicia no fue una colonia como Vietnam, Argelia o la India, ni por las circunstancias históricas ni por las religiosas, culturales o lingüísticas. Aplicarle las teorías y las estrategias políticas de la liberación del Tercer Mundo no tiene sentido. En primer lugar porque la realidad es diferente. En segundo lugar porque ese tipo de lucha armada, encarnado por ETA, es censurable moral y políticamente. Y además, y sobre todo, porque es inútil e inviable. El Vietcong venció por la ayuda del Vietnam del Norte, de la URSS y la China de Mao. El ejército norteamericano no pudo ganar la Guerra del Vietnam por las limitaciones estratégicas que impuso la guerra fría a los generales norteamericanos. Y ninguna de esas míticas luchas de conquista de la independencia nacional es en modo alguno aplicable a la situación gallega. 3- Pensar que la independencia de Galicia es una utopía que no sirve para nada.

Ello sería así porque, debido a la globalización económica, a la integración de Galicia en la Unión Europea, a la existencia del euro y la política comunitaria, la capacidad de acción de una Galicia independiente no sería mayor que la de la actual Galicia autonómica. Y ya no digamos nada de su integración en la OTAN y en el dominio militar de los EE. UU., del que sería casi imposible salirse. Si no hay nada en la economía, la sociedad o la política que pudiese conseguirse, ¿para que serviría la independencia? ¿Para desarrollar los componentes orgánicos y esencialistas: lengua, folklore…? En gran parte es lo que está desarrollando ahora, por ser precisamente los más inocuos, y porque en cierto modo centrar todos los problemas en la lengua es lo menos conflictivo. Sólo se podría salir de esta confusión si, al reivindicar el derecho a la independencia, clave de todo el debate político de la reforma del Estatuto, se pudiese ser capaz de pensar, con viejas o nuevas herramientas, un independentismo posible, que fuese democrático, racional y que sirviese como un medio específico de resolver problemas reales del pueblo gallego que no pudiesen ser resueltos de otro modo. A los gallegos del futuro le corresponde la tarea de pensarlo.

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