Palacio quijotista. Actitudes sensoriales en la crítica sobre el Quijote

July 23, 2017 | Autor: J. Martín Morán | Categoría: Cervantes, Don Quijote, Quijote, Cervantismo, Crítica Quijote
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PALACIO QUIJOTISTA. ACTITUDES SENSORIALES EN LA CRÍTICA SOBRE EL QUIJOTE DE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX José Manuel Martín Morán

En los últimos cincuenta años de crítica cervantina, como ustedes saben muy bien, se ha producido una verdadera eclosión de estudios sobre el Quijote: lo hemos analizado con todos los métodos y desde todas las angulaciones críticas posibles. Se lo recuerdo a ustedes en el momento en que el tópico del exordio me impone solicitar su benevolencia ante la síntesis que les voy a proponer, que no seguirá el camino —quedan advertidos— de la exposición pormenorizada de las ideas de los críticos, sino el de su agrupación en movimientos y tendencias analíticas, a sabiendas de que así sacrifico la complejidad de los razonamientos en aras de la evolución diacrónica de los mismos. Mi primer impulso clasificatorio fue el de reunir las contribuciones críticas en compartimentos estancos, cajones separados de un armario imaginario que enseguida se reveló insuficiente, por lo que tuve que ir ampliando el espacio hasta construir una entera casa, un verdadero palacio del cervantismo, en el que cada tendencia crítica tiene su propia habitación. Esto me permitió disponer las habitaciones en torno a tres diferentes pasillos, correspondientes a otras tantas sensibilidades críticas, de las que enseguida les hablaré, y que a mí me parece que contienen las múltiples variedades de enfoques; así tendremos, por un lado, el pasillo de quienes propenden hacia el contexto en que nace la obra, por otro lado, el de quienes analizan la estructura del texto y, por el otro, el de quienes proyectan todo un sistema de ideas sobre el texto. Los tres corredores confluyen, como en toda casa moderna, en un recibidor, que es el lugar que he reservado para los últimos años de la década de los 40, desde el que se puede ver el desarrollo de los tres corredores. Antes de invitarles a visitar mi casa, que es la suya, quiero advertirles de que no hallarán en ella una habitación reservada a las ediciones del Quijote, ni a las instituciones cervantinas, sean ésas asociaciones o revistas, y que tampoco encontrarán un espacio para los estudios bibliográficos. Les diré, eso sí, que para proyectarla me inspiré en los planos de quienes ya habían levantado otras mansiones cervantinas, como Close [1978, 1995, 1998a], Moner [1988b, 1999], Johnson [1995] y Montero Reguera [1997, 1998], y que la mayor parte de los materiales, o mejor, la referencia a ellos, la encontré en la utilísima Bibliografía del Quijote de Jaime Fernández [1995, en cd-rom 1998]. Ahora que he cumplido con la obligación del exordio y ustedes disponen del plano de

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la casa, podemos comenzar nuestra visita, echándole un vistazo al exterior del palacio. LA HERENCIA DEL CERVANTISMO

DE LA PRIMERA MITAD DEL SIGLO

A diferencia de otras épocas, el cervantista que a finales de los 40 se enfrentaba al Quijote —con la finalidad, tal vez, de participar en los numerosos actos de homenaje del 47—, tenía ante sí el rico y exhaustivo panorama crítico de las décadas anteriores, cuyos resultados no podía ignorar. La interpretación había dejado de ser libre; los trabajos de la crítica historicista y positivista le habían marcado unos cauces que impedían cualquier desvío hacia los fértiles terrenos de la fantasía, donde otrora retoñara la hierba esotérica del siglo XIX. Las sucesivas ediciones del Quijote de Rodríguez Marín [1911-13, 1916-7, 1927-8, 1947-8], si no habían establecido un texto definitivo, habían contribuido a aclarar notablemente sus puntos oscuros y, lo que es más importante, a devolverle la centralidad al texto. También Ortega [1914] había vuelto al texto y sus características técnicas y estéticas, y con él Toffanin [1920], De Lollis [1924], Savj-López [1913], Madariaga [1926], etc. Por si fuera poco, la reivindicación de la figura intelectual y artística de Cervantes llevada a cabo por Castro [1925] había privado de cualquier fundamento a la especie del «Cervantes, ingenio lego». La primera consecuencia de esta labor de conjunto, en vísperas de las celebraciones del cuarto centenario del nacimiento de Cervantes, era que habían dejado de tener sentido, como apuntaba al principio, las interpretaciones que no tuvieran en cuenta el rigor del método y los resultados alcanzados; habían desaparecido como por encanto los esotéricos y los quijotistas, es decir, los críticos que admiraban la obra y despreciaban al autor; el primero de ellos había sido Avellaneda, el último Unamuno —Nabokov [1983] podría ser considerado como un resucitado, un revenant que huye de la luz de la crítica contemporánea—. Pero los hechos se encargarían de desmentir prontamente estas róseas previsiones de la víspera: nada más iniciarse el periodo del que me ocupo, la crítica visionaria volverá por sus fueros, cargada de connotaciones ideológicas y no pasarán muchos años antes de que el esoterismo resurja, aunque sin la fuerza de antaño, y se infiltre subrepticiamente en ámbitos hasta entonces libres de sospecha. La segunda consecuencia de la depuración del panorama crítico fue su reclusión en ámbitos universitarios, a causa justamente de la mayor especialización requerida. El feliz diletantismo de autores como Valera, Ortega, Madariaga, Unamuno y, si se me apura, el propio Castro se había vuelto imposible; en efecto, desde 1947 para acá, se pueden contar con los dedos de la mano los críticos del Quijote procedentes de ámbitos extrauniversitarios, y cuando se han atrevido a intervenir, salvo en raras excepciones —Rosales [1960]—, sus opiniones pasaron sin pena ni gloria —Salinas [1958], Nabokov [1983], Benet [1980]—, o se limitaron a reproducir los juicios de los especialistas —Torrente Ballester [1975], Fuentes [1976], Goytisolo [1977, 1982, 1985, 1999]—. Este fenómeno, que, ¿para qué dudarlo?, tiene aspectos positivos, como el ya citado de la mayor especialización en el acercamiento a la obra, ha producido, como contrapartida inevitable, el alejamiento entre la interpretación académica, cada

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vez más técnica y sectorial, y la extraacadémica, por lo general anclada en la interpretación romántica. EL EQUÍVOCO

DEL

QUIJOTE

Y dado que estamos hablando de la lectura del Quijote fuera de las aulas, habrá que señalar otro aspecto característico de su recepción en esta última mitad de siglo. Como recuerda Eco [1990], podemos tratar un texto literario básicamente de dos modos: podemos interpretarlo o podemos utilizarlo para algo; pues bien, en estos últimos 50 ó 60 años, el Quijote ha sido uno de los materiales de construcción preferidos por los arquitectos ideológicos de todas las tendencias y escuelas. El franquismo quiso usarlo como armazón de la identidad nacional, pero años más tarde, uno de los admiradores del miles hispanicus gloriosus —según rezaba el vítor en su aplauso de la fachada de la catedral de Salamanca—, el general Pinochet, prohibió su lectura y publicación (Manguel [1998]). A veces, el Quijote ha sido compañero de la metralleta, el Che lo usaba como libro de cabecera, y el subcomandante Marcos, discípulo aventajado, lo imita en nuestros días en la selva lacandona. Tirios y troyanos lo usan como más les conviene, y todos lo leen como lo leían los románticos, acomodándolo a sus ideas. En mi repaso de las interpretaciones del Quijote de los últimos cincuenta años, no tendré en cuenta la utilización del texto para fines políticos, pero no podré eximirme de considerar la que de él se hace para fines supuestamente científicos. Y si la lectura política del texto consigue atribuirle significados contrastantes, no le va a la zaga la lectura científica; del Quijote hemos hecho una biblia del liberalismo (May [1947]), del conservadurismo (De Lollis [1924]), del comunismo (Osterc [1963, 1972, 1981, 1987], Garaudy [1989]); a través de las aventuras del caballero loco, Cervantes expone sus convicciones en el campo de la moral y la religión y se manifiesta como contrarreformista (Descouzis [1966, 1973], Moreno Báez [1948, 1968]), erasmista (Bataillon [1928, 1937, 1973], Castro [1925], Vilanova [1989]), cabalista (Aubier [1966]), cripto judío (Rodríguez [1978, 1981]); los principios estéticos que regulan la obra de arte que es el Quijote provienen del manierismo (Camón Aznar [1948], Moreno Báez [1948, 1968], Orozco [1980, 1992]), del renacimiento (Maravall [1948, 1976]), del barroco (Hatzfeld [1927], Casalduero [1949, 1967]); el género literario que le presta su código es el libro de caballerías (Menéndez Pelayo [1941], Menéndez Pidal [1920], Palacín Iglesias [1968, 1981], el diálogo renacentista (Criado de Val [1955], Jauralde Pou [1982], Rodríguez [1995]), la novela moderna, la sátira menipea (Socrate [1974], Parr [1988]), etc. Puede no tener nada de extraño que diferentes intérpretes propongan interpretaciones opuestas de la misma obra, pero no deja de ser curioso que lo haga el mismo crítico, a distancia de años —todo hay que decirlo—, y así por ejemplo, Castro primero lo leyó bajo la lente del erasmismo [1925] y luego bajo la de la angustia vital del converso [1957]; Maravall, por su parte, primero lo interpretó como un texto utópico [1947] y luego contrautópico [1976].

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CONTEXTO, TEXTO Y PRETEXTO. TRES

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SENSIBILIDADES CRÍTICAS DIFERENTES

Si los críticos mencionados han podido mantener tesis encontradas y para todas, como es obvio, han hallado un sustento textual, quiere decir que la multiplicidad de niveles de sentido, o la ambigüedad del texto en la exposición de los contenidos, las hace posibles todas ellas. Todo lo cual plantea un problema de método, que tal vez no pueda ni deba ser analizado en este momento, pero que apunta hacia una característica de la crítica del Quijote en el siglo XX, y es que, a menudo, bajo la apariencia de objetividad textual se ha ocultado la subjetividad del crítico. Entre estos dos extremos, el objeto-texto y el sujetocrítico, oscila el péndulo de la lectura del Quijote del último periodo; claro que no sería difícil ampliar el razonamiento a otros periodos y otras obras; al fin y al cabo estamos hablando de uno de los problemas centrales de la crítica literaria: la relación que el sujeto lector mantiene con el objeto leído. Concretamente, por lo que respecta al Quijote, la relación entre el objeto y el sujeto es la que, a mi entender, determina las dos grandes interpretaciones históricas: por un lado, la que recupera la lectura del momento histórico en que apareció la obra, por considerar que es la única legítima para comprender el objeto; y por el otro, la que proyecta sobre él las ideas del momento actual, es decir, la que considera que el texto vive en el sujeto lector. Desde siempre, como es sabido, las dos grandes interpretaciones del Quijote han sido inconciliables —veremos más adelante que hacia los años 70 algunos críticos intentarán alcanzar una síntesis de las dos—; lo son hasta tal punto que, en aras de la justicia equitativa, han procedido a la división de los diferentes planetas temáticos del universo hermenéutico del Quijote en dos hemisferios equipolentes: y así por ejemplo, en lo tocante a las modalidades genéricas del texto, la primera lo considera como obra cómica y la segunda como obra seria; mientras que la altura moral de los significados para la primera no va más allá de la trivialidad cotidiana y para la segunda expresa valores transcendentes y universales; el protagonista es un pobre loco para la primera y un héroe para la segunda. Las dos interpretaciones llegan incluso a repartirse amigablemente los siglos del cervantismo, el XVII y el XVIII para la primera, el XIX y parte del XX para la segunda. Pero ha llegado el momento de matizar levemente las afirmaciones vertidas hasta aquí, pues, si bien se mira, la escisión temática y cronológica de las dos grandes líneas interpretativas no siempre resulta tan nítida (Rico [1990] dice que han coexistido desde siempre), y lo es mucho menos cuando nos detenemos a considerar su efectiva articulación en las opiniones de los críticos. Con todo, la formulación sin matices es la que predomina entre los estudiosos del cervantismo y la que, no sin cierto humor, refleja Mandel [1958] en su clasificación de los críticos en duros y blandos, y Close [1978], cuando se aleja a sí mismo, el autor, un duro que revisa las interpretaciones ajenas, de la materia de su libro, la crítica blanda. A mi modo de ver, y aquí adelanto una de las posibles conclusiones de este trabajo, la división tajante entre las dos interpretaciones históricas, que puede tener sentido para la crítica anterior a 1947, ha sido superada en la última mitad del siglo XX; no digo que las dos grandes líneas de lectura hayan desaparecido, sino que, excepto en contadas ocasiones, han cedido el primer plano en los estudios cervantinos a otros tipos de lectura, más o menos contami-

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nados por ellas, pero radicalmente distintos. En la variedad, diría más, en la exuberancia de puntos de vista críticos sobre el Quijote se aprecian, como es lógico, diferentes concepciones de la literatura, de los clásicos, de la crítica literaria, e incluso de la didáctica de la literatura. El factor aglutinante de todas ellas hay que buscarlo, creo yo, más que en una suma de diferentes concepciones, en una actitud para con el texto. Por ello me permito sugerir una nueva clasificación de las tendencias de la crítica, la que inmediatamente les expongo, no sin antes contarles cómo nació la idea. Una ponencia me mandó hacer Cervantes, digo, la Asociación de Cervantistas, sobre el quijotismo del último medio siglo; pero esto ustedes ya lo saben; lo que no saben es que en el intento de justificar el por qué de esta ponencia, o figurarme a quién le podía interesar un resumen de lo dicho por otros, di en imaginar que, si por un extraño cataclismo desaparecieran todas las copias existentes de la obra —el milenarismo cundía por entonces—, alguien podría llegar a reconstruirla a partir de las lecturas críticas. Mi labor, por tanto, quedaba justificada como intento de integración de esas percepciones parciales en una holografía completa de la obra, que tuviera en cuenta todos los sentidos corporales, porque un libro se ve, se toca, se oye y —he de corregirme— raramente se huele o se saborea. Y así, con la conciencia un poco más tranquila, acometí la labor, en cierto sentido, análoga a la de Pierre Menard: reconstruir una imagen del libro en sus lecturas críticas que fuera igual pero distinta a la de sus críticos. Antes de seguir adelante he de aclararles la concepción del texto literario que me sirve de fundamento. Un texto nace como tal en diálogo con una tradición y un canon literarios, y con las circunstancias históricas, sociales y personales del autor, y cobra nueva vida en la interpretación de su lector, que puede ver reflejadas en él sus propias circunstancias. Hay, pues, en la base del texto una suerte de continuum discursivo formado por tres diferentes segmentos que podrían formar parte del ámbito de la significación de la obra: a) el contexto, b) el texto y c) el pretexto, que yo entiendo como a) el conjunto de circunstancias contemporáneas que hacen posible y explican la obra, b) el texto, c) las circunstancias de la lectura, entre las que incluyo la intención del lector; en correspondencia de esos tres segmentos, se pueden verificar tres diferentes actitudes del crítico, según que preste mayor atención a uno o a otro. Yo he creído captar ciertas diferencias de sensibilidad en los cervantistas, que dependen del predominio de un sentido corporal determinado en relación con los tres segmentos aludidos, y así tendríamos: a) el crítico auditivo que escucha el texto para percibir los ecos del contexto histórico y social; b) el crítico táctil que pretende tocar con su mano la disposición de las partes del texto; y c) el crítico visual que vislumbra contenidos trascendentales en la obra, elementos de un panorama ideológico que la lente del texto permite ver con mayor claridad. A cada una de estas grandes familias de intérpretes cervantinos les he reservado un pasillo de la casa, con diferentes habitaciones. El prototipo del crítico auditivo sería Castro [1925] con su auscultación del eco erasmista del Quijote, el táctil Casalduero [1949] que manipula y ordena los elementos textuales, y el visual Aubier [1966] que proyecta la cábala en el Quijote. La distinción no siempre resulta tan clara; los sentidos empleados en la percepción del texto pueden ser más de uno, porque el crítico puede pasar del contexto, al texto o al pretexto, según las exigencias de su argumentación,

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y empezar, por ejemplo, con un análisis táctil para desviarse al final hacia consideraciones visuales, como sucede, sin ir más lejos, con Casalduero [1949]. O sea, que en mi palacio cervantino algunas habitaciones están dotadas de dos puertas (alguna incluso tres): una da a uno de los pasillos y la otra a otro. Mi clasificación de la crítica, como ven, cubre los tres sentidos que necesitaba aplicar para la reconstrucción conjetural del Quijote; el instrumento, por lo tanto, parece adecuado a su finalidad. A modo de justificación de las tres tendencias de los sujetos lectores, hay que decir que los tres segmentos del continuum parecen estar incluidos en el objeto y con ellos las correspondientes actitudes sensoriales del autor hacia su obra: la atención al contexto resulta evidente no solo en la sensibilidad del narrador del Quijote para con los elementos de la realidad, sino también en su capacidad de reproducir auditivamente los discursos contemporáneos sobre poética, literatura, sociedad, etc. La preocupación táctil por el texto, por su coherencia y su estructura, se trasluce en la distancia adoptada por el narrador para con la narración, su crítica del autor arábigo y sus decisiones, la justificación de la interpolación de novelas, etc. Y por último el pretexto ¿cómo no incluir en ese segmento la utilización del Quijote de 1605 por el de 1615, o un personaje —Alvaro Tarfe— del de 1614 como legitimación de la autenticidad del de 1615? Con esta operación, Cervantes demuestra poseer la misma sensibilidad que los críticos visuales, pues hace derivar una realidad compleja —todo un texto, o bien, si queremos la autoría del mismo— del texto previo, que es lo que los críticos del pretexto hacen, cuando proyectan todo un sistema de ideas, un panorama intelectual, sobre la obra que leen. He llegado al final de este largo excursus en que he podido desahogar mi impulso clasificatorio, separador, definidor del maremágnum de libros, artículos, ediciones, reseñas, de tema quijotesco de este último medio siglo, con la satisfacción de haber rehuido la enunciación del tópico de inefabilidad referido a la mole de estudios, pero, como ven, he decidido recuperarlo in extremis, antes de dar un paso atrás, tras tanta palabrería, y anunciarles la subsistencia de la división tradicional de la crítica en duros y blandos para los primeros años del periodo que nos toca examinar. RESABIOS

ROMÁNTICOS EN LOS CRÍTICOS NACIONALISTAS

Ha llegado el momento de que les invite a conocer el palacio cervantino y que cada uno de uds. pueda acomodarse en la habitación más adecuada, esperando que la compañía no les desagrade. Bien, pues este es el recibidor, la sala reservada para el final de los años 40: las dos interpretaciones clásicas se presentan puntuales a las celebraciones del cuarto centenario del nacimiento de Cervantes, que es la fecha en que convencionalmente comienza mi análisis. En los trabajos a que dieron lugar las mencionadas celebraciones no es difícil reconocer la impronta de las tres diferentes sensibilidades de mi clasificación. Y así, si la retórica franquista aprovecha el personaje de don Quijote para resucitar la interpretación romántica, en versión corregida y aumentada, le responden desde la otra orilla, la de la interpretación cómica, Auerbach [1946] y poco después Parker [1948]. A la exaltación visionaria del caballero ejemplar y cristiano de los padres Olmedo [1947] y Gonthier [1962], años más tarde, y

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de otros como Montolíu [1947], Amado Alonso [1948a], Navarro González [1957], se contrapone el análisis táctil, exquisitamente literario de Auerbach, que critica el afán de búsqueda de significados transcendentes en el Quijote y se plantea la importancia de la obra para la historia de la literatura. La lectura nacional-católica —consiéntaseme la etiqueta, tal vez un tanto restringida, si incluimos en ella a Amado Alonso— comparte dos de los presupuestos críticos de la lectura romántica identificados por Close [1978]: a) idealización del personaje, b) proyección sobre el personaje y el libro de valores trascendentes relacionados con el presente del crítico, y le añade por su cuenta c) la asimilación, y a veces la identificación explícita, entre don Quijote y Cervantes, como en Sánchez Castañer [1948] y Montero Díaz [1957]. Don Quijote se convierte en el paladín del catolicismo tridentino (Camón Aznar [1948] y sobre todo Descouzis [1966, 1973]) y en el epítome del imperio español: su voluntad doblega la realidad (Camón Aznar [1948] y aún Palacín Iglesias [1981]). Hasta ellos llegaba el generoso caudal romántico, enriquecido en el curso de los años por afluentes de menor entidad, como la visión mítica y santificadora de don Quijote por parte de Unamuno, que recoge, entre otros, Sánchez Castañer [1948]; visión que Fernández Suárez [1953] presenta veteada de un nacionalismo muy adecuado al momento histórico, con alguna extravagancia como la conversión en mitos de Rocinante y el rucio. De modo que a los críticos de estos años —pero esta tal vez sea una definición excesiva— les basta con amalgamar convenientemente los ingredientes que les llegan de la tradición para obtener la papilla de la formación del espíritu nacional. EL HISTORICISMO

DE

MARAVALL

A caballo entre la visión idealizadora y la auscultación filológica del texto que reconstruye el ambiente cultural, histórico y social en que nace, está la obra de Maravall [1948], una de las más influyentes del siglo. Maravall escucha el texto del Quijote y percibe los ecos del pensamiento social contemporáneo —tal y como hiciera Castro [1925] con el pensamiento erasmista y reformador—, y luego se remonta al origen de esas voces, para escucharlas en su enunciación primera en las obras de los arbitrististas, pensadores y moralistas del periodo, y terminar delineando, con acción propia de la crítica visual, la utopía que sustenta los planteamientos del autor. Reconstruye así una suerte de perfil intelectual de Cervantes, a partir de las tensiones ideológicas que percibe en el texto: por un lado el pensamiento reformador del Medioevo que aún pervive y por el otro el estatalismo de la sociedad burocrática del Renacimiento. Cervantes propone, según Maravall, un método utópico, «el humanismo de las armas», basado en los libros de caballerías como instrumento de ascesis personal; las derrotas, los golpes y los desengaños tienen la finalidad de acendrar la virtud de don Quijote y subrayar la necedad de un orden social que no acepta la altura de miras de sus ideales. En la revisión de su libro aparecida en 1976, Maravall invierte completamente el planteamiento: En la primera redacción de este presente libro tendí demasiado a aproximar la línea de la mentalidad quijotesca al propio pensamiento del autor, a pesar de alguna referencia en contrario. Pienso que no solamente hay que distinguir ambas cosas, sino que hay que acentuar la distancia entre ellas. De esta manera, llego a afirmar, en esta nueva redacción,

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que Cervantes escribe para levantar una cortapisa a la amenazadora difusión de un tipo de pensamiento que había perdido la energía reformadora que le era propia, viniendo a quedar como un refugio de escape hacia el que tendía todo un sector de la sociedad española.

Con esta declaración, Maravall separa lo que Castro [1925] había unido en la «genial hipocresía» de Cervantes: la utopía de los valores reformadores renacentistas que provienen de la edad Media y la contrautopía de afirmación de la realidad presente. LA ESTILÍSTICA Si nos rigiéramos por la ley de la economía de palabras para un máximo de rendimiento —ley que, dicho sea de paso, convendría implantar en nuestro campo cervántico—, una mención de honor iría, sin duda alguna, para Spitzer [1948], uno de los trabajos más influyentes de todo el cervantismo, cuyas raíces no es difícil reconocer en el fundamental estudio de Hatzfeld [1927]. La idea de la que parte Spitzer para su análisis estilístico del Quijote —el perspectivismo de la visión del mundo en Cervantes presente a todos los niveles del relato— no era original; en su artículo, Spitzer trata de dar fundamento textual a una intuición de Castro [1925] acerca de la realidad oscilante del Quijote, que ya se encuentra en Ortega [1914] cuando propone como clave semántica de la novela no tanto la realidad que refleja como las interpretaciones que ésta suscita. Para Spitzer el perspectivismo es el gozne en torno al que giran todos los elementos narrativos, desde la lengua usada por los personajes hasta la concepción del mundo de su autor, o el reflejo de la sociedad de su momento, pasando por la estructura narrativa. Con el perspectivismo, según Spitzer, Cervantes equilibra la tendencia disgregadora propia de su tiempo; y esto es concretamente lo que hace también el crítico con el Quijote: gracias al concepto, equilibra en una estructura armónica y omnicomprensiva la tendencia disgregadora de la escritura cervantina, de modo que las vacilaciones en los nombres de los personajes y las cosas —lo que él llama polionomasia y polietimología—, o incluso alguna incoherencia narrativa, pueden responder simplemente al impulso de tratamiento y ordenación del caos externo. Añade Spitzer que el perspectivismo aleja al autor de sus personajes, estableciendo esa distancia irónica, que será objeto de los estudios sobre la técnica narrativa del Quijote. Spitzer lleva a cabo un análisis táctil de la obra, cuando comprueba en contacto directo con el texto una serie de fenómenos, e inmediatamente los pone en relación, con actitud ciertamente visual, con el panorama artístico y social del momento. La estilística de Spitzer, como se habrá podido constatar, no deja de tener ciertas afinidades con el historicismo de Maravall; utilizaré la exposición de los planteamientos de Casalduero [1949], otro crítico táctil, para tratar de evidenciarlas. Los historicistas, viejos y nuevos, buscan analogías entre el texto del Quijote, o sus fragmentos, y documentos de la historia social de la época. La comparación entre los dos elementos resulta esencial para ascender un nivel en la escala de la abstracción y poder establecer el mismo paralelo entre el sistema de ideas del documento seleccionado y el Quijote entendido en su globalidad. Un procedimiento análogo es el que informa la estilística de Casalduero

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[1949]; también Casalduero, que he clasificado entre los críticos táctiles, establece paralelos más propios de los visuales, a decir verdad, entre sistemas de conceptos, como barroco, gótico o renacimiento, y lo que él llama la estructura del Quijote. Cambia el término de la comparación, por lo general escogido en el ámbito artístico, y cambia también el método: Casalduero procede por inducción, va del texto al sistema de ideas, cuando rastrea la clave abstracta de interpretación de algunas características estructurales. Maravall, en cambio, suele proceder por deducción y busca en la obra la huella de unas líneas de pensamiento concretas, como el reformismo o el humanismo. De la diferente orientación del movimiento interpretativo surge la diversidad de planteamientos y el desplazamiento del énfasis hacia el texto o el contexto, que a Maravall le llevan a embutir en el Quijote dos épocas históricas, Medioevo y Renacimiento, y a Casalduero a proponer toda una serie de simetrías, ritmos, centros, círculos, etc., que luego extrapola del texto hacia los movimientos artísticos. De manera que si en Maravall podemos ver aún un procedimiento auscultatorio de reconstrucción del contexto original del texto, en Casalduero estamos ya en la zona táctil del análisis textual que caracteriza cierta crítica de los años 70 y 80. Vemos ya delinearse las tres grandes tendencias del cervantismo: el interés por el texto que acabamos de observar en las posiciones de Casalduero y Spitzer, y que vimos brevemente en las de Auerbach, el énfasis en el contexto como elemento indispensable para comprender mejor la obra de Maravall y la utilización del texto como un pretexto para afirmar valores actuales, de identidad personal o nacional. Aún nos falta un elemento imprescindible para el desarrollo del cervantismo; me refiero al existencialismo de Américo Castro, que habría que incluir en la actitud auditiva. CASTRO Y EL EXISTENCIALISMO En sucesivos artículos publicados a partir de 1941, luego recogidos en Castro [1957], don Américo cambia su interpretación del Quijote. La nueva visión de la historia de España y la identidad de los españoles, como resultado del diálogo entre las tres culturas y las tres religiones que habitaron la península, le hace modificar radicalmente su lectura del Quijote. Ya no se trata de la obra de un autor renacentista, humanista y melancolizado por la Contrarreforma, que se sirve del estoicismo y el erasmismo para dar expresión a sus ideas reformadoras, aun teniendo buen cuidado de ocultarlas bajo el manto contrarreformista; en su nueva visión, el estoicismo y el erasmismo no son el fin, sino el medio para la expresión de la angustia existencial del autor. Cervantes, dice ahora Castro, nos ofrece un personaje en su fluencia vital, en su constituirse en cuanto tal; don Quijote es una entidad abierta a las incitaciones de su ser interior y del mundo; esta es la novedad de la novela de Cervantes; el nuevo estilo del Quijote consiste en hacer independiente al protagonista de los dos grandes modos de representar una vida: el monologismo apriorista y enjuiciador de Alemán, y la transcendencia de ideas del Amadís. La novela moderna nace de ahí, de la posibilidad de reflejar en acciones humanas el diálogo entre la exterioridad condicionante y la interioridad que se sabe fuerte

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en su proyecto de vida y que ha de dialogar con el mundo, sobre la base de la incitación externa recibida a través de la ilusión, del querer ser. El fino oído crítico de Castro, que ya había logrado discernir las modulaciones erasmistas y reformadoras del Quijote, consigue ahora penetrar en los retretes del alma del caballero y descubrir esa angustia existencial del cristiano nuevo que le impulsa a la acción y que deriva en última instancia del conflicto de castas (Castro [1961, 1966, 1967, 1971]). Pero como quiera que esa condición era la misma que vivía Cervantes en cuanto descendiente de conversos, eso le permite concluir a Castro que la novela moderna nace de la angustia existencial de un cristiano nuevo en la España del Siglo de Oro. IDEAS

COMUNES EN TORNO AL

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Las tres grandes tendencias, con sus diferentes declinaciones, dieron origen al quijotismo de la segunda mitad del siglo XX. Los hallazgos más importantes de cada una de ellas —que a veces se remontan, todo hay que decirlo, a décadas anteriores— han sido asimilados por las otras, en un proceso de ósmosis recíproca, del que ha surgido un terreno común, sobre el que se han instalado las lecturas especializadas de los últimos decenios. Ese terreno común ya parecía bastante consolidado en estos primeros años, cuando se produjo una especie de tácito consenso sobre ciertas posiciones. Seguiremos las huellas de cada una de las tres grandes tendencias, con sus diferentes ramificaciones, en las próximas páginas. Pero antes, nos detendremos un momento, si ustedes me lo conceden, a analizar los presupuestos comunes de las tres posiciones críticas en este comienzo del periodo, porque en ellos se encuentran las bases del desarrollo futuro de la crítica. Es más, me arriesgaría a decir que algunas de las ideas modernas del cervantismo se encuentran ya esbozadas e incluso desarrolladas en estos primeros momentos. Para las tres tendencias básicas, el Quijote narra el conflicto del hombre con la sociedad y el intento de aquél de transformarla, que es el fundamento del imperio español para los nacionalistas, el de la novela realista en clave cómica para Auerbach, el de la utopía para Maravall, el del destino del hombre para Casalduero y para Castro el de la incitación. En ese conflicto se percibe el choque entre dos culturas, que los nacionalistas ven como materialismo e idealismo, Maravall como Medioevo reformador y Renacimiento burocrático, Casalduero como Gótico y Barroco, y Auerbach como estilo sublime y estilo bajo. La idea de la maduración del individuo en su conflicto con la sociedad, en su lado intimista, informa también el existencialismo de Castro, se hace extensiva más o menos, bajo diferentes formas, a todas las lecturas posteriores y encuentra su más completa realización en los críticos que siguen la línea dialógica de Bajtin. Además de los contenidos comunes que acabo de señalar, se registra una predisposición hacia el texto común a todos, si exceptuamos a Auerbach y Parker: todos captan, un tanto románticamente, la excedencia de significados de la obra e intentan reducirla de diferentes modos: los nacionalistas la recluyen en la ideología de la era triunfal, Maravall en el contexto históricosocial, Casalduero en símbolos y geometrías que conectan con los grandes movimientos artísticos, Spitzer en la indeterminación epistemológica del

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periodo y Castro en el conflicto de castas. Para todos —sigo excluyendo a Auerbach y Parker— el Quijote es un texto estructuralmente cerrado, una unidad de sentido, que no se agota, que no se puede agotar en sí misma. El paradigma de esta concepción es el análisis de Casalduero, que ve en la forma circular de la obra el símbolo del destino universal del hombre, o sea que, parafraseando al gran ausente ideólogo del momento, nada le hubiera costado decir que «el Quijote es una unidad de destino en lo universal». Dicho de otro modo, resulta evidente en el cervantismo español de postguerra el condicionamiento, como aceptación o reacción, de la ideología del momento histórico, efecto del predominio de la actitud visual sobre la táctil, a diferencia de lo que ocurre con los hispanistas, Auerbach, Parker y, en cierta medida, Spitzer, que no se dejan desviar de la aplicación rigurosa de un método. SUMARIO

DE DESARROLLOS FUTUROS

Como les decía la principio, desde el recibidor de la casa se puede ver la larga perspectiva de cada uno de los tres corredores; en otras palabras: las grandes tendencias de este momento inicial, separadas como hemos podido ver por la diferente colocación geográfica de sus enunciadores, han tenido, como es lógico, sus continuadores y han dado lugar a las grandes líneas del cervantismo de las décadas siguientes. La interpretación táctil de Auerbach, que recogía algunas sugestiones de la lectura del Quijote de Valera [1864], como la crítica de la visión filosófica que en Parker [1948] se convierte en la visión romántica, cobrará nuevo vigor hacia el final de los años 60, entre los cervantistas anglosajones, con la tesis del Quijote como «funny book» de Russell [1969] y Close [1978], y hacia finales de los 70 recibirá el aporte de los estudios sobre la ironía, la parodia y lo grotesco derivados de las teorías de Bajtin sobre la cultura carnavalesca. La otra actitud táctil, la estilística, retoño de finales de los 40 del temprano brote de Hatzfeld [1927], depurada de su tendencia visual, dará pie a los estudios estructuralistas y narratológicos de la novela. Su preocupación por las técnicas de composición del relato, conjugada con una forma de historicismo, abrirá las puertas a la investigación de la teoría de la novela en Cervantes, a finales de los 50. Maravall y su auscultación sociológica del texto dispondrán de nuevos aparatos teóricos a mediados de los 70, en tierras de Iberoamérica, con el materialismo histórico de Osterc [1963, 1972, 1981, 1987], Aguirre [1976, 1979], Montserrat [1956]. En el robusto árbol maravalliano vendrá a injertarse, además, una nueva corriente, la del dialogismo bajtiniano. Previamente conseguirá extender sus ramas a los estudios que parten del folklore, cultivados sobre todo en la dulce campiña francesa, todos ellos particularmente sensibles a los tonos y los contenidos de los discursos sociales. Otra de las ramas del árbol maravalliano se entrelazará con las del arbusto formalista, en su vertiente postestructuralista, sección crítica de la autoridad, que habita en Estados Unidos, e incluso aceptará bajo su amparo algunas propuestas de la crítica psicoanalítica, concretamente las derivadas de la teoría del deseo y la violencia social de Girard. Las ideas del otro gran auscultador, el primero de todos, Castro, con su nueva tendencia a la escucha de la voz interior, del tono existencial de la

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sociedad, darán lugar a un filón de la crítica especialmente productivo, el existencialismo (Avalle Arce [1961, 1975, 1976], Rosales [1960]), que encontrará un aliado en el perspectivismo antes de diluirse en otras lecturas como el psicologismo (Bandera [1974, 1994]), el postestructuralismo (Zavala [1989], El Saffar [1989]), o incluso el dialogismo bajtiniano. Los visuales, en cambio, no tendrán descendencia; sus lecturas, demasiado ligadas al contexto histórico, difícilmente hubieran podido transmigrar a otras épocas. Les sobrevivirá, empero, su actitud para con el texto, que ya casi no producirá frutos autónomamente —siempre habrá excepciones como la de Aubier [1966]—, pero irá a insinuarse en el interior de otros modos y otros métodos. EL EXISTENCIALISMO,

DE NUEVO

En las páginas que siguen recorreremos las derivaciones de las actitudes básicas de la crítica a lo largo de los años, a partir de sus manifestaciones en torno al cuarto centenario, teniendo presente que, como acabamos de ver, se produce un fuerte intercambio de ideas entre todas ellas —no sé si les he dicho que las puertas de las habitaciones no tienen cerradura—, por lo que no será difícil encontrar posiciones críticas que en principio habíamos adscrito a una determinada actitud sensorial en un campo sensorial diferente. La permeabilidad de las lecturas aparentemente estancas de un periodo, y concretamente del final de los años 40, se observa, por ejemplo, en la trayectoria seguida por la referencia al estoicismo cervantino; es un elemento que probablemente facilitó la idealización nacionalista del Quijote y procede, como es sabido, de la vindicación de Cervantes llevada a cabo por Castro [1925], base de todas las visiones del Quijote de estos años. Apuntaba Castro en El pensamiento de Cervantes [1925] al naturalismo matizado de estoicismo de los personajes del Quijote, aspecto luego desarrollado en su nueva interpretación a partir de 1941; en dicha revisión de las tesis del 25, Castro relaciona con la doctrina estoica la concepción del ser humano del Quijote basada en la voluntad de ser y el gobierno de sí mismo y del propio proyecto de vida. De la misma opinión eran por aquellos años Maravall [1948] y Spitzer [1948]; los críticos existencialistas como el propio Spitzer [1947 y 1962] y Rosales [1960] harán del estoicismo la piedra angular de la libertad, que a su vez es la clave del Quijote y de toda la obra de Cervantes. Para Rosales [1960], don Quijote, y los personajes cervantinos en general, busca la verdad que todo hombre lleva en su interior, y por eso se rebela a las convenciones sociales y se refugia en la naturaleza, en busca de la utopía primigenia. La libertad es su arma para alcanzar la felicidad y la justicia, pues cada uno es artífice de su propio destino; esta idea senequista se halla en la base de la afirmación contra el mundo de don Quijote. La voluntad de afirmación habita el espacio interior del ser humano, donde la experiencia vital se desliga de las constricciones espacio-temporales; Cervantes, en opinión de Avalle-Arce [1976], descubrió anticipadamente respecto a la ciencia del periodo la importancia de ese castillo interior, que el caballero loco constituye y defiende con su proyecto de vivir la literatura (Avalle-Arce [1975, 1976]); la confusión entre literatura y vida, entre el modelo y la propia existencia, nos

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hace un poco quijotes a todos los lectores, pues reconocemos en el caballero loco la sed de empresas que a veces nos lleva a hacer planes de vida completamente irrealizables. Morón Arroyo [1976] traza un puente entre el existencialismo y el pensamiento de Ortega, que le lleva a rechazar la causa del existencialismo —la angustia vital del cristiano nuevo, según Castro— y del erasmismo del Quijote, tildado simplemente de «leyenda» en Morón Arroyo [1994]; por aquellos años, en cambio, lo reafirmaba Bataillon [1973], que no aceptaba las tesis de Vilanova [1950] sobre el influjo directo del pensador holandés en el alcalaíno, tal y como ya había sostenido en Bataillon [1928, 1937] discutiendo a Castro [1925]; Márquez Villanueva [1975, 1995] apunta en cambio hacia una visión crítica del erasmismo por parte de Cervantes en el personaje del Caballero del Verde Gabán. LA TEORÍA LITERARIA DE CERVANTES La atención por el contexto histórico y cultural en el que nace la obra, la línea auditiva de análisis, suscitada por la reivindicación de la cultura literaria de Cervantes por obra de Menéndez Pelayo [1905], primero, y sobre todo Castro [1925], se enriquece en los últimos años de los 50 y primeros de los 60 con los rigurosos estudios de Canavaggio [1958], Riley [1954, 1964] y luego Forcione [1970, 1972], acerca de la teoría literaria de Cervantes. A pesar de lo restringido del ámbito de estudio, al menos en comparación con la vastedad de lo planteado por Maravall y demás historicistas, los tres ilustres críticos no hallan un acuerdo completo sobre el argumento. Los tres apuntan hacia la preceptiva neoaristotélica como ámbito teórico de la novela cervantina y defienden la superación del canon clásico en la realización práctica de la novela —por lo demás, el terreno había sido acotado con esos mismos límites 40 años antes por Toffanin [1920]—, pero toman posiciones divergentes a la hora de determinar la fuente directa de dichos principios estéticos. Para Riley, es inútil tratar de precisar la fuente concreta de las teorías narrativas de Cervantes, pues las ideas que expone en sus obras son de dominio general entre los literatos del periodo; así que lo mismo podrían provenir del Pinciano, que de los preceptistas italianos (Tasso, Piccolomini, Cinthio y Castelvetro, por orden de probabilidad). Mayor interés que la búsqueda de la fuente directa de sus ideas estéticas reviste, según Riley, el proceso de asimilación de las mismas, que puede haberse debido a la lectura de tratados de retórica y poética, a conversaciones con escritores, a observaciones personales a partir de sus lecturas de novelas y a su propia experiencia como novelista. Y concluye su análisis de los planteamientos teóricos vertidos en la conversación entre el canónigo de Toledo y el cura, y de los aspectos técnicos y estructurales de la obra relacionados con las teorías expuestas, tales como la verosimilitud, la relación entre historia y poesía, la imitación de los modelos, la unidad y la variedad, etc., sopesando la contribución de Cervantes al desarrollo de la novela: la inclusión de la crítica literaria en el texto, la discusión de la teoría que lo sustenta por parte de los personajes, le permite al autor proponer en su práctica narrativa todo un complejo sistema de reproducciones y alteraciones de esos principios teóricos, de la que el género de la novela resurgirá renovado: de una simple

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distorsión y falsificación de la experiencia humana ha pasado a ser un elemento fundamental para iluminar su naturaleza. Canavaggio y Forcione, por su parte, sin descartar la influencia de otros autores, se arriesgan a proponer el nombre de un autor concreto como fuente más probable de la estética cervantina: para Canavaggio sería el Pinciano la fuente principal de las ideas cervantinas; para Forcione, Tasso. Forcione además subraya la dimensión anticlásica de la obra cervantina (ya De Lollis [1924] lo había señalado): concretamente en el Quijote no encontramos solo la adhesión a la estética neoaristotélica, en las palabras del canónigo de Toledo, sino también la irrisión paródica de la misma, en la disquisición posterior entre Sancho y don Quijote sobre las necesidades fisiológicas de los encantados. Por otro lado, las claves teóricas del relato del Quijote no siguen la teoría clásica de la verosimilitud, sino otra basada en la contraposición entre lo fantástico del romance y el realismo de la novela. No captar esa dimensión polémica de la obra cervantina, añade Forcione, equivale a negarle a Cervantes la consciencia teórica de la invención de la novela moderna. En la misma línea de Riley y Forcione declara situarse Percas de Ponseti [1975], y, en efecto, ausculta en el texto el eco de conceptos como verosimilitud, unidad y variedad, etc., pero el suyo es fundamentalmente un estudio de las fuentes de algunos episodios determinantes del Quijote, con exploraciones en la dimensión simbólica de los mismos que la llevan en más de una ocasión al borde del esoterismo, como en la interpretación del personaje del Caballero del Verde Gabán sobre la base del valor simbólico del color verde, o la cueva de Montesinos como símbolo de la profunda soledad intelectual del individuo, el misterio de la multiplicidad de rostros de la verdad o del conocimiento racional del universo, o el mono hablador como símbolo de la mímesis. Percas de Ponseti se percata de los límites del análisis del Quijote sobre la base del canon aristotélico; en la obra maestra de Cervantes, en cuanto primicia de un género no previsto por el canon, hay un excedente técnico que no puede ser abarcado por los preceptos de la época. Es, por otro lado, un problema que sienten también sus predecesores en el campo y que deriva, a mi entender, de la restricción que impone el planteamiento básico de sus investigaciones, si lo que se pretende es responder a la pregunta «¿es el Quijote la primera novela moderna?». De ahí que tanto Canavaggio, como Riley o Forcione hayan tenido que subrayar, más o menos explícitamente, en la conclusión de sus estudios, que el rastreo de la preceptiva contemporánea no agotaba la trascendencia literaria del Quijote; y en efecto, todos ellos mencionan aspectos técnicos y estructurales que se salen del canon clásico, como la metaliterariedad, o la inversión paródica de los principios estéticos, o el deslizamiento del énfasis estructural hacia la contraposición romance / novela. Percas de Ponseti, como ya he dicho, pone por obra otra estrategia de reducción de la excedencia técnica del Quijote, concentrándose en el aspecto semántico, con la búsqueda de valores simbólicos que puedan achicar el agua de la inundación del sentido. El estudio de la teoría de la novela de Cervantes no necesariamente debía haber derivado hacia la comprobación de su realización en el Quijote, pero la tentación de someterla a la prueba del nueve hubo de ser poco menos que irresistible. Los límites de la operación, a mi modo de ver, se deben al hecho de que para poder dar el salto de la sensibilidad auditiva a la táctil, los estudiosos

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tuvieron que aceptar los siguientes presupuestos: a) que fuera la voz de Cervantes la que se escucha en boca de sus personajes, b) que los conceptos expresados fueran siempre unívocos y c) que el significado de los términos técnicos usados por Cervantes correspondiera al significado actual de los mismos, lo cual, como revela oportunamente Martínez Bonati [1993], no siempre es así. Y, por si fuera poco, a la indeterminación de los principios teóricos, se añade la escasa operatividad analítica de los mismos. Tal vez a causa de esa esterilidad interpretativa, esta línea de investigación no ha producido grandes novedades en los últimos tiempos, si no son algunos retoques a lo dicho por los mismos críticos citados, como la ampliación del campo conceptual del análisis del Quijote con la distinción de la crítica anglosajona entre romance y novela. La dicotomía romance / novela, ya anunciada en la preceptiva aristotélica como historia / poesía, tal y como señala Wardropper [1965], es la clave del Quijote, según Forcione [1970]; Riley [1973, 1989] la recoge como elemento fundamental de la teoría de la literatura de Cervantes, y señala (Riley [1980, 1981a, 1981b]) la aparente inclinación del alcalaíno por la forma idealizada (también Robert [1972]; para Allen [1986], se trata de no oposición al género), de la que la novela no es más que una evolución, la misma que se puede apreciar en toda la narrativa de Cervantes desde el idealismo al realismo, o, al menos, eso es lo que sostiene Riley [1989], invirtiendo las conclusiones de El Saffar [1975]. Han estudiado los restos de romance caballeresco en el Quijote Williamson [1986], Hart [1991], Dudley [1997]. EL PERSPECTIVISMO Y LA ESTILÍSTICA Desde mediados de los 60, pero sobre todo a partir de los 70, toman cuerpo en el cervantismo los nuevos métodos de análisis del texto a que dieron pie en occidente el descubrimiento de los formalistas rusos y la difusión de las teorías de Bajtin, por obra de la nouvelle critique francesa. A decir verdad, el terreno para la implantación de las nuevas perspectivas críticas había sido convenientemente abonado por la estilística, en Europa, y el new criticism, en Estados Unidos. Ya he mencionado el libro de Hatzfeld, en los años 20, y los trabajos de Spitzer y Casalduero, a finales de los 40; pero no hay que olvidar los artículos de Amado Alonso [1948b] y Dámaso Alonso [1950], que no por breves tuvieron menos influencia en la crítica posterior. El de Amado Alonso sobre las incorrecciones lingüísticas de Sancho, concretamente, abrió las puertas a la confrontación de la cultura escrita y la cultura oral como clave estructuradora del Quijote, que será tratada sobre todo por la crítica francesa. El de Dámaso Alonso acerca de las vacilaciones en la personalidad del escudero recogía una invitación de Madariaga [1926] y la pasaba a los críticos venideros con una leve corrección: no existe progresión psicológica en Sancho, sino manifestación desordenada de dos pulsiones de su personalidad: la una lo lleva hacia el ideal, la otra hacia el provecho personal. Pero en lo tocante a repercusiones en la crítica posterior, la palma se la lleva el ya citado artículo de Spitzer [1948] acerca del perspectivismo lingüístico. Son tantos los críticos para los que el perspectivismo constituye el crisol del pensamiento cervantino en el Quijote que hay incluso quien ha propuesto reservarles un apartado en una hipotética clasificación de la crítica cervantina

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(Efron [1971]); en dicho apartado encontrarían lugar los cervantistas que, con meritorio esfuerzo, tratan de integrar las dos grandes lecturas del texto por medio de la tan traída y llevada ambigüedad del Quijote. Una síntesis de las dos posiciones extremas de la crítica cervantina, los duros y los blandos, que cataloga a su autor como uno de los mayores exponentes del perspectivismo crítico, es la de Allen [1969, 1979, 1986]. El presupuesto inicial de Allen es que todas las interpretaciones del Quijote tienen un fundamento textual; el único modo de deshacer el «equívoco del Quijote» (Ortega [1914] y Del Río [1959]) es integrar esas lecturas parcialmente insatisfactorias con las otras. Durán [1960] identifica en la ambigüedad la clave de la modernidad de la obra; la indeterminación en el modo de presentar las circunstancias del mundo y las actitudes de don Quijote para con ellas hace que no se pueda resolver el conflicto que los opone, el cual, por otro lado, constituye el motor del ser del personaje. Con Durán [1960], la conexión entre perspectivismo y existencialismo se hace explícita; gracias a él, vuelven a la casa del padre Castro sus dos ideas pródigas. Pero volvamos a la estilística, una de las manifestaciones de la sensibilidad táctil. En presupuestos parecidos a los de Spitzer y Hatzfeld se basaba Moreno Báez [1948], el cual en su reelaboración de [1968] confluye hacia el historicismo de Maravall [1948], aunque con una ligera matización, la estructura del libro debe ser puesta en relación con el humanismo de las armas de la Contrarreforma y no con el Renacimiento; como se puede apreciar, en la síntesis de Moreno Báez [1968] también hallan lugar las ideas de Descouzis [1966, 1973]. Rosenblat [1971] vuelve a los orígenes de la estilística de Hatzfeld [1927] con su análisis de la lengua y el estilo del Quijote, para inducir a partir de ellos su estructura y, en menor medida que sus predecesores, los grandes principios de los movimientos artísticos del periodo. Para Rosenblat, el ideal lingüístico de Cervantes —la naturalidad de la lengua y la dignificación del habla popular— es lo que le permite caracterizar a cada personaje a través de modalidades lingüísticas diferentes; la convivencia de estilo alto y bajo, que hay que considerar a la par de la mezcla de heroísmo y necedad en don Quijote, o la del dramatismo de la situación con lo grotesco de su resolución, son el elemento que justifica las dos grandes interpretaciones del personaje como héroe cómico y paladín del ideal. Con lo que el seguidor de Spitzer nos confirma, si hiciera falta, que a través del análisis táctil de la lengua del Quijote se desemboca en la conexión inexorable entre la estilística y el perspectivismo. Y si Rosenblat apunta hacia el aspecto lingüístico en su definición del estilo del Quijote, Togeby [1957], en la línea de Casalduero, desplaza el acento hacia la estructura narrativa y el principio rector de la composición, que él identifica en Rocinante; el caballo de don Quijote determina el rumbo de su errancia e introduce los temas de la novela, como el tema amoroso con las yeguas de la sierra. La estructura de los significados es una espiral, en la que a cada reiteración van ascendiendo de nivel, en una depuración continua de los mismos que conlleva un paulatino perfeccionamiento del protagonista. La espiral representa para Togeby el emblema del devenir humano; en ella ve la capacidad del hombre de ser el artífice único de su destino. El vínculo entre geometría y destino ya estaba en Casalduero [1949] bajo forma de círculo y destino, como un intento de superar la limitación de la visión estructuralista,

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arquitectural —lo que he dado en llamar, la sensibilidad táctil de la estructura de la novela—, por medio de la saturación de significados transcendentes, es decir, por medio de la sensibilidad visual. La tendencia a compensar lo táctil de la estructura con lo visual de la trascendencia la notamos también en Segre [1974a, 1974b], con la recuperación de la espiral, asociada, esta vez, a la teoría de la novela, subrayando así, si aún fuera necesario, la genealogía estilística y estructuralista de los análisis semióticos —si bien, a decir verdad, el suyo aún se podría incluir perfectamente en el campo de la estilística—. Para Segre, la espiral representa gráficamente las relaciones entre escritor, personaje y primer autor, en la que va infartada otra espiral, la del significado trascendente para la teoría de la novela, entre realidad, verosimilitud, sueño e invención, que implica a su vez, otra espiral que es la de la novela que habla de sí misma, la novela ensayo; en el trasfondo de todo tenemos aún la crítica de una sociedad incapaz de aceptar al loco idealista. La espiral se fue levantando sobre sí misma a medida que Cervantes alargaba la novela con su estructura serial, y al afirmarlo Segre recuerda al padre de la idea, Sklovski [1920, 1971], uno de los formalistas rusos inspiradores del nuevo rumbo de la crítica literaria. Segre no se para en las relaciones entre autor - narrador - personaje, sino que estudia la relación entre las partes del libro, los mecanismos de interpolación de las novelas, la relación, en la mejor tradición estilística, con los movimientos estéticos de la época, integrados con algunos préstamos de la crítica sociológica de Maravall. Otros críticos italianos han seguido el camino emprendido por Segre en los análisis formales, impregnando sus plumas en el tintero de la narratología, y así por ejemplo, Ruta [1977, 1986, 1987] estudia las estrategias de composición; Bianchi [1980] estudia los modos de interpolación como modos de narración, en un contexto de un relato caracterizado por varios niveles diegéticos: historias interpoladas, historia de don Quijote, historia del manuscrito; Ruffinatto [1983] se centra en la verosimilitud y en las implicaciones que puede tener para el realismo del Quijote la presencia de detalles inútiles, verdaderos efectos de lo real y no de realidad. LA NARRATOLOGÍA Y LA SEMIÓTICA La narratología y la semiótica trajeron al cervantismo —como a la literatura en general— un clima de optimismo respecto a la posibilidad de existencia de una ciencia literaria, basada en un sistema de conceptos coherente y estable, capaz de explicar satisfactoriamente las características técnicas de cualquier narración. En un principio, el campo de acción, al menos en Europa, se redujo al texto —y en esta dependencia del objeto de estudio la semiótica pagaba su deuda con sus orígenes estructuralistas—, para luego ampliarse a la visión del texto como proceso de comunicación, con la pragmática y la teoría de la recepción. A decir verdad, pocos han sido los estudios inspirados por estas dos disciplinas (he aquí una pequeña muestra: Stegmann [1977], Fernández-Morera [1981], Gómez-Moriana [1988, 1996], Haverkate [1994]), mientras han cundido, sobre todo del otro lado del océano, los análisis postestructuralistas del Quijote, que han puesto en tela de juicio el optimismo científico del estructuralismo europeo y sus varias ramificaciones (Cruz y Johnson [1998]). Frente

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a la preponderancia del texto en los análisis europeos, los americanos proponen la primacía del lector y de la lectura —ambos, como se ve, caen dentro de la actitud táctil—. Frente a la estructura rígida, hecha de simetrías, oposiciones, movimientos, centros y límites del sentido, las varias hermenéuticas postestructuralistas reivindican la diferencia, la apertura del significado, la destrucción de las jerarquías del sentido y de la idea misma de estructura; el texto es un proceso y como tal está siempre en movimiento, incluso fuera de las fronteras establecidas por las estructuras cognoscitivas de los diferentes periodos de la historia. La pretensión por tanto no será la de describir el proceso, ni las técnicas del mismo, ni los modos de la comunicación, como el estructuralismo europeo habría hecho, sino la de abrir la estructura y cancelar el centro con la frecuentación de los espacios marginales del texto. Y tal vez haya sido esta inmediata especialización de las dos posiciones la que hizo inviable el desarrollo de puntos de vista analíticos basados en la pragmática o en la estética de la recepción, pues si se acercaba a sus lindes un estudioso cis-atlántico no podía sustraerse al vértigo de la estructura, y al vértigo del movimiento y la desterritorialización sucumbía el estudioso trans-atlántico cuando se aproximaba al terreno del lector. A continuación, haremos un breve recorrido por las contribuciones más relevantes de los cervantistas que siguen las dos grandes sensibilidades táctiles de los últimos decenios, la narratológica y la postestructuralista. En muchos casos no será fácil separarlas, dada su profunda imbricación en los trabajos de algunos estudiosos, aun así no renunciaré a hacerlo en aras de una mayor claridad expositiva. Comenzaré el recorrido por la sensibilidad más cercana a nosotros, al menos geográficamente: la narratológica y semiótica. La finalidad última a la que parecen tender los análisis narratológicos del Quijote es la de discernir si se puede considerar la primera novela moderna y por qué. Parece indiscutible el carácter apriorístico de semejantes pretensiones, que es el que lleva a los críticos a comparar la obra con un modelo preestablecido, en este caso, además, un modelo tan vago como el de novela moderna. Para ello han adoptado las especificaciones de teóricos del calibre de Frye, Lukacs, Bajtin, Genette, Todorov, etc. y han medido el Quijote con ese metro. Casi todos los teóricos citados señalan como una de las características fundamentales de la novela moderna la distancia del narrador hacia la narración; en el Quijote se consigue mediante los múltiples filtros de los autores ficticios: primer y segundo autor, Cide Hamete, traductor; ésta fue la puerta de acceso de los estudios narratológicos a la obra de Cervantes. Un trabajo pionero, aunque fuera de la óptica narratológica, aún influenciado por el new criticism, fue el de Haley [1965], que veía en la distancia entre Ginés de Pasamonte y Maese Pedro una síntesis de la que existe entre Cervantes y Cide Hamete, y las relaciones de los dos primeros con el espectador como una reproducción a escala menor de la relación de Cervantes con su lector. Márquez Villanueva [1973] llega a conclusiones parecidas a las de Haley por vías diferentes: en su búsqueda de las fuentes de algunos aspectos técnicos del Quijote, ve el origen de la nueva relación, que él define como «psicológica», entre el lector y el autor, y entre el lector y la obra, en los libros de Fray Antonio de Guevara, el cual interpone entre el lector y él mismo un filtro ficticio, adopta una distancia irónica hacia lo narrado y se introduce a sí mismo en la obra.

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Y sobre el problema de la distancia de la narración y su control por parte del narrador discurría El Saffar [1968] y sobre todo [1975]; la distancia y el control del autor sobre el relato y sobre el protagonista y el lector es la base de la conciencia cervantina de la narración, de su implicación y alejamiento alternativos como mecanismo de fruición lectora del nuevo modelo narrativo. La función del narrador (Mancing [1983]) es uno de los argumentos abordados más frecuentemente por los críticos: Flores [1982a] estudia la diferente función «editorial» de Cide Hamete en la primera y la segunda parte; López Navia [1988] aborda la función narrativa de Cide Hamete y analiza [1989] el filtro narrativo en la segunda parte; Martín Morán [1992a], siguiendo los planteamientos de Genette sobre las funciones del narrador, distingue diferentes estatutos de realidad para Cide Hamete en la primera y la segunda parte. En el análisis del filtro narrativo que representan los autores ficticios del Quijote la crítica ha visto una estrategia para introducir la distancia irónica hacia la narración, como ya he dicho, pero no hay acuerdo sobre el número de esos filtros: la mayor parte de los estudiosos mantiene que el número de filtros se reduce a cuatro: primer autor, segundo autor, Cide Hamete y traductor, (El Saffar [1968, 1975], Nepaulsing [1980], López Navia [1988], Martín Morán [1992a], etc.); para Fernández Mosquera [1986] y Parr [1988] a ese plantel habría que añadir el de la voz extra— y heterodiégetica que supervisa la narración entera y que recibe el nombre de supernarrador en el análisis de Parr. Paz Gago [1995] niega el papel de narradores a las cuatro entidades mencionadas, en cuanto no son más que la parodia de un recurso de los libros de caballerías, sin ninguna función narrativa y devuelve su peso en la narración a la voz externa y omnisciente. Avalle-Arce [1988, 1991], por su parte, prefiere reflexionar sobre la fiabilidad del narrador infidente —siguiendo en esto las propuestas de Allen [1976], que profundizaba en las relaciones entre lector y narrador— y Molho [1989], por la suya, reflexiona sobre la dimensión metaliteraria que los filtros narrativos introducen en el Quijote, cualidad que lo asigna definitivamente a la modernidad. Pertrechados de nuevos instrumentos de análisis, los críticos táctiles emprendieron el análisis de las formas de interpolación de novelas en el Quijote de 1605. Hasta entonces, la interpolación se había justificado por motivos temáticos: las novelas venían a cubrir un espacio temático que faltaba en la trama principal (Gaos [1959], Spitzer [1962], Ayala [1974]); desde presupuestos textuales más rigurosos se sigue manteniendo la misma justificación (Segre [1974a], Percas de Ponseti [1975], Neuschäffer [1989]). También se habían justificado las interpolaciones por la simetría textual (Immerwahr [1958]), que ahora se convierte en obediencia a un plan narrativo preconcebido (El Saffar [1975], Bianchi [1980], Ascunce Arrieta [1981], Zimic [1998]); y cuando se llega a señalar la paradoja de que las novelas interpoladas constituyen un reducto de romance y sus técnicas narrativas en un libro que lo combate (Spitzer [1962], Fox [1979], Benet [1980], Williamson [1982]), se sigue sin poner en tela de juicio la unidad de la obra. Y es que se ha convertido en una especie de dogma crítico que raramente se discute, precisamente porque se interpretan los instrumentos de descripción de la supuesta ciencia literaria no como lo que son, sino como elementos de un modelo, con lo que hemos desplazado el interés de la descripción a la prescripción.

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Para que la rigidez del esquema estructural se abriera a la evaluación de las características del texto, a partir de instrumentos de análisis más afinados, fue necesario que la semiótica se encontrara con la hermenéutica en los trabajos de Martínez Bonati [1977a, 1977b, 1978, en 1992]. Uno de los mayores obstáculos para considerar el Quijote como la primera novela moderna es la coexistencia de diferentes mundos posibles, provenientes de diferentes géneros literarios; es este el argumento tratado por Martínez Bonati [1977b, en 1992], que niega el realismo del Quijote y concluye su estudio afirmando que hay más gérmenes de la novela moderna en las Novelas ejemplares que en el Quijote. En otro trabajo, Martínez Bonati [1977a, en 1992] discute la unidad del Quijote y argumenta que le da mayor cohesión la dimensión paradigmática de las aventuras, que las pone en relación con un modelo repetido, que la sintagmática, que las hace derivar unas de otras. Martín Morán [1999], utilizando instrumentos de la lingüística del texto, estudia las formas de coherencia textual del Quijote que considera alternativas a las de la novela moderna. Y por lo que respecta a la evolución de los personajes, que desde Madariaga [1926] se aceptaba como un proceso de recíproca y paulatina convergencia de amo y escudero, Martínez Bonati [1978, en 1992] la pone en tela de juicio, a causa de las incongruencias y las discontinuidades de dicho proceso. Sobre el argumento, en lo referente a Sancho Panza, se había pronunciado Sletjöe [1961], que veía, utilizando un método vagamente basado en la psicología, dos Sanchos diferentes, sin evolución posible entre la primera y la segunda parte. Vuelve sobre el tema de la quijotización de Sancho Panza Urbina [1991] en un trabajo que reseñaré brevemente al hablar de la línea carnavalesca de interpretación del Quijote. Y en elementos externos a don Quijote se basa Martín Morán [1992b] para explicar los saltos bruscos de su personalidad, como disimilación provocada por la necesidad de adaptar su actuación a una situación determinada. POSTESTRUCTURALISTAS En los años 80, siguiendo la corriente de difusión de las teorías de Derrida en los Estados Unidos, con el apoyo a veces del psicoanálisis de Lacan y Jung, de Bajtin y el marxismo, surgen los análisis postestructuralistas de la gran novela cervantina. Surgen también como reacción, ya lo he dicho, contra la concepción de la literatura como un fenómeno exclusivamente textual, en el que la obra es el único objeto posible de estudio, y contra la pretensión de constituir una ciencia literaria. La idea central de los estudios postestructuralistas —y no es fácil encontrar un núcleo en la variada galaxia de tendencias— es justamente que no hay un centro, que no se puede ordenar la complejidad del fenómeno literario en una estructura rígida de elementos que se atraen y se repelen. Hay un aspecto de la literatura completamente desatendido hasta entonces, desde el punto de vista de los postestructuralistas, y es el de su interacción con el destinatario. La obra se hace sustancialmente en el momento de la lectura; cuando cojo en mis manos un libro y lo leo no puedo evitar a mi vez ser leído por él; el texto moviliza en mí mi cultura y mi personalidad, como depósitos de los que me sirvo para extraer los códigos sociales y culturales de mi tiempo, el canon literario de mi momento histórico, etc. que me han

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de servir para integrar convenientemente en mi enciclopedia personal el libro en cuestión. La labor del crítico, por tanto, consiste en desconstruir la supuesta estructura uniforme del texto, así como la del canon y los códigos del momento de la recepción, para que puedan tener cabida en el proceso de constitución del texto las estrategias de análisis y síntesis propias de la lectura individual; pero, desde el momento en que no existe una lectura mejor que otra, una jerarquía de las lecturas posibles de la obra, de igual modo que no existe una jerarquía de sus niveles de significación, todos los asedios críticos al texto gozan del mismo predicamento. Diré inmediatamente que, a mi modo de ver, esta manera de entender la crítica se funda sobre una falacia —la identificación de la función del crítico con la propuesta de un ejemplo de lectura y no de un modelo—, porque deja de lado el poder institucional de que el propio crítico dispone. Ya no se busca el significado trascendente en el texto, sino para el lector, un lector cualquiera, como si cualquiera pudiera publicar lo que piensa sobre el Quijote, y no hiciera falta apropiarse de una terminología, unos instrumentos, un canon, unas formas y, last but no least, un poder para acceder a los canales de difusión. No todos los lectores son iguales; el simple hecho de que muchos de nosotros enunciemos estas ideas desde una cátedra universitaria lo demuestra. Y cuando digo lectores digo lecturas e interpretaciones; no tengo dificultades en conceder que no hay un grado de legitimidad mayor o menor en la comprensión de un texto, pero desde el momento en que tratamos de un texto clásico, integrado por lo tanto en la corriente institucional llamada «historia de la literatura» que ordena cronológicamente los textos en los que una cultura se reconoce diacrónica y sincrónicamente, necesitamos, o mejor, podemos proponer en primer lugar una descripción de los mecanismos estéticos del texto en cuestión, y luego, si se considera oportuno, una lectura que entre en diálogo precisamente con esa imagen de la cultura y de la identidad cultural, hasta darle la vuelta como un guante. Pero no es este el momento y tal vez tampoco soy yo el sujeto más adecuado para emprender tamaña aventura como la desconstrucción del desconstruccionismo; el interesado puede leer la crítica de Close [1998b] y la respuesta y los trabajos postestructuralistas contenidos en Cruz y Johnson [1998]. Me contendré por consiguiente en los límites de mi papel institucional de relector de lectores y volveré a mi cometido de reseñar los estudios más importantes de la crítica. Uno de los argumentos principales de los estudios postestructurales es el de la subversión del poder de la palabra monológica a través de la literatura. De la subversión de la autoridad narrativa en el Quijote, por medio de la desautorización de los narradores entre sí, trata Parr [1981, 1988, 1990, 1993]; esa subversion es crucial para el género de la obra, puesto que genera ciertas inconsecuencias de punto de vista, en la representación del mundo, que son incompatibles con lo que llamamos novela moderna; Parr propone entonces que cataloguemos el Quijote como sátira menipea, recogiendo una categoría propuesta por Bajtin [1975] ya defendida por Socrate [1974]. Otra idea de Bajtin, amalgamada con ideas de Derrida, sustenta el análisis de la intertextualidad y el dialogismo del Quijote de Zavala [1989], en el que concluye que por medio de la heteroglosia Cervantes da cabida en el Quijote a las voces marginales de la sociedad, como forma de subversión del discurso monológico del

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poder. A esa misma conclusión llega El Saffar [1989] por caminos distintos; basándose en Lacan y Jung y sus teorías acerca de la identidad, evalúa las pulsiones de los individuos hacia la marginalidad como un deseo de reintegración en la Gran Madre, en alternativa a la exigencia de orden, rigor y unidad que les plantea la sociedad. Hutchinson [1992] estudia las consecuencias de esa liberación del centro opresor, de la estructura y el sistema, en los personajes cervantinos, movilizados por el deseo, en contra de la vida sedentaria; propone Hutchinson un método crítico que imite a los personajes de Cervantes y rehúya las estructuras fijas para concentrarse en los aspectos de la literatura que implican la movilización del sentido, la fluencia, la heterogeneidad, la multiplicidad, y busca en los términos clave el movimiento histórico de los significados a partir de la etimología; analiza los espacios de las obras de Cervantes, sobre la base de los cronotopos de Bajtin, según hayan sido experimentados por los personajes. La insistencia en la legitimidad de cualquier lectura lleva a veces a los practicantes del desconstruccionismo a una especie de nuevo simbolismo, muy cercano en algunos aspectos al esoterismo del XIX. Es el caso de Gerli [1995] quien, a vueltas con el proceso de escritura y reescritura de algunos episodios del Quijote y otras obras de Cervantes, se para a observar a través de las fisuras del texto sus significados escondidos, metafóricos o simbólicos, y ve —lo incluyo, se habrá intuido, entre los visuales— fenómenos bastante curiosos, como la conversión de Zoraida en una Virgen María que reescribe la leyenda de la Cava. Por esos mismos derroteros simbólicos se encaminan Sullivan [1996] y Dudley [1997] en sus análisis del Quijote sobre el fondo de las historias caballerescas medievales francesas; Dudley concretamente compara a Pasamonte y Cardenio nada menos que con Hermes, en cuanto mensajeros de nuevos contenidos narrativos, arguye que Cervantes da una solución todavía más radical que Descartes al problema del conocimiento, de la verdad y la ficción, admitiendo lo irracional y lo intuitivo como forma del conocimiento, y concluye diciendo que de tal modo crea un género en el que lo femenino halla su tierra de cultivo. Esta última idea de Dudley nos lleva de vuelta a las teorías junguianas de El Saffar [1989], que habían recibido una formulación más amplia en El Saffar [1984], donde analiza la evolución del tratamiento reservado a las mujeres desde el punto de vista funcional por Cervantes en el conjunto de su obra. Para ello se sirve de la estructura cuadrangular del deseo —corrigiendo el triángulo de Girard [1961]—, en que el sujeto deseante aspira al objeto deseado por medio de una doble proyección en modelos más o menos abstractos de los dos polos del deseo; de la inhibición de uno de los cuatro puntos, la imagen real de la mujer, surgen conflictos entre los personajes masculinos, el sujeto deseante, y los femeninos, el objeto deseado, de los que a su vez nacen las situaciones narrativas. Hacia el final del trayecto narrativo de Cervantes la aparición del cuarto elemento hace posible la armonía entre los sexos. Tampoco El Saffar [1984] se halla libre de la propensión al simbolismo, como demuestra en más de una ocasión en su libro, del que recuerdo aquí únicamente el ejemplo de Rocinante como símbolo del subconsciente de don Quijote.

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PSICOANÁLISIS Y con el psicoanálisis hemos dado, amigo cervantista. En él, como usted sabe, Cervantes es de casa, dada la predilección de su fundador por nuestro autor, como pusieron de relieve Grinberg y Rodríguez [1988] y Riley [1991]. Un precedente de la crítica psicoanalítica, que combina la actitud auditiva con la visual —por un lado ausculta las resonancias del texto y por el otro termina por aplicarle una imagen definida a partir de un sistema de conceptos—, lo podríamos encontrar en los estudios del Quijote que se inspiran en la caracterología de la época —y aquí estaríamos en plena actitud auditiva—, sobre todo en las teorías de Huarte de San Juan, que es lo que hacen Weinrich [1956] y luego Palacín Iglesias [1965], siguiendo los pasos de Salillas [1905] e Iriarte [1938]. La crítica psicoanalítica del Quijote se desarrolla en Estados Unidos a partir de mediados de los 80, y lo atestigua El Saffar y Wilson [1993], pero había sido inaugurada en Europa por Girard [1961], con la aplicación al personaje de don Quijote de su teoría del deseo mimético. Para Girard, el ser humano desea de modo mediato, a través de un modelo que le sugiere el objeto del deseo; a don Quijote le enseña a desear Amadís, y eso es lo que desencadena la violencia, pues el hecho de saber que existe otro que desea lo mismo que yo engendra la envidia, los celos, la violencia. En las teorías de Girard se fundan Bandera [1974] y Pini Moro [1990], para sus análisis del Quijote, y Combet [1980] para el de la obra entera. Bandera recoge también otra propuesta de Girard acerca de la relación entre la novela y el deseo metafísico del autor traspuesto en el protagonista, para explicar la dinámica de la distancia como un resorte liberatorio que pone fin al relato: el autor necesita mantener cierta distancia de su obra para que ésta se pueda ir objetivando; la ironía es una de sus manifestaciones; cuando Cervantes se apercibe de que esa distancia se va reduciendo, la novela se encamina hacia su fin. Combet [1980], por su parte, retorna a la idea del deseo triangular y postula que el mismo se manifiesta a través del masoquismo; el caso de don Quijote es revelador: su modo de amar a Dulcinea consiste en lanzarse al mundo a sufrir penalidades para poder merecerla; es una forma de ascesis a través del sufrimiento. Pero para poder cumplir con su cometido don Quijote ha de aparecer como un hombre desvirilizado, en perenne huida de las mujeres viriles como Maritornes y de la propia Dulcinea cuando evita que Sancho termine la tanda de azotes que había de desencantarla a ella y permitirle a él reunirse finalmente con su amada. La lectura del Quijote de Combet se integra, como ya he dicho, en un análisis más amplio de la obra entera de Cervantes, en que investiga lo que él llama el psicosistema de la obra cervantina a través de la psicoestructura de los personajes. Llega a la conclusión de que el elemento central del psicosistema es el amor, por lo que para llegar a comprender a fondo su centralidad ha de renunciar a su empeño inicial de no analizar la psicoestructura del autor, cosa que puntualmente lleva a cabo en el último capítulo, en el que coincide en sus conclusiones con Zmanthar [1980]: Cervantes proyecta sobre sus personajes sus fantasmas homosexuales, su masoquismo y una actitud de sumisión hacia la mujer viril. Johnson [1983] sugiere otra explicación posible para la huida ante las mujeres por parte de don Quijote, que él ve como el motor mismo de sus acciones, y es que en su tran-

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quila casa manchega le debieron de asaltar irrefrenables deseos sexuales en la edad crítica de la andropausia; muy probablemente el objeto de esos deseos era su sobrina. Como se puede apreciar, parece difícil para los críticos que utilizan el psicoanálisis evitar la asimilación del personaje al autor. Y eso era precisamente lo que ni siquiera intentaba soslayar Arias de la Canal [1970, 1975], cuando, siguendo las teorías de Bergler, un discípulo de Freud, afirmaba que don Quijote es la representación de la mente de Cervantes, el cual tendía a la subversión de la autoridad como una forma de masoquismo, o agresión a su egoideal por parte del ego que debe defenderse a su vez de la agresión del daimonion del super-ego. La asimilación entre Cervantes y don Quijote la propone también y la justifica largamente Robert [1972], para quien es evidente que el Quijote es la «novela familiar» de un Cervantes descendiente de conversos, una especie de niño adoptado que no se reconoce en la familia cristiano vieja de la sociedad española, y por lo tanto imagina una madre ideal, que es el sueño del que hace portador a don Quijote. Como se ve los puntos de contacto con la visión junguiana de la novela de El Saffar [1984, 1989] son más que notables. Sería muy fácil criticar a la crítica psicoanalítica porque utiliza conceptos anacrónicos para el Quijote, pero es un planteamiento que privaría de base a cualquier interpretación contemporánea de cualquier texto. En cambio me parece más pertinente la objeción que se le ha hecho por asimilar, en algunos casos y con bastantes precauciones, el protagonista loco a Cervantes. A eso se podría añadir que so capa de análisis auditivo realiza una proyección visual de fantasías más o menos motivadas en un sistema de conceptos apriorístico. El resultado, a veces, es una visión del texto como entidad cerrada, repleta de sentido, a la espera del crítico que posea la llave para abrirlo a la luz de la comprensión general. Como se ve, la distancia con las lecturas esotéricas no es mucha. INTERPRETACIÓN

CÓMICA

En este trayecto sensorial de las interpretaciones del Quijote, que no necesariamente respeta el orden cronológico, hemos constatado un deslizamiento de la sensibilidad crítica desde una actitud sensorial a otra; comenzamos con una manifestación de la sensibilidad auditiva como el análisis de la teoría de la literatura de Cervantes y hemos visto que esa actitud iba derivando, en el transcurso de los años, hacia la sensibilidad visual del psicologismo, pasando por la táctil de la crítica estructural y la estilística —a decir verdad ya la tendencia auditiva de los estudios de la poética del periodo mostraban cierta inclinación por la crítica táctil—, que se transformaba sin tardanza en narratología y postestructuralismo, para terminar desviándose, como decía antes, hacia la sensibilidad visual de la crítica psicoanalítica. Hubo otra línea de crítica táctil que mantuvo la coherencia de su actitud para con el texto en el transcurso de los años, y fue la que inaguraron Auerbach y Parker a finales de los 40, por lo que me consentirán ustedes que dé un salto atrás en el tiempo para volver a contemplarla en su nacimiento.

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La interpretación del Quijote como libro de burlas nace como reacción contra las incrustaciones interpretativas de signo idealista con que llega hasta nuestros días. De algún modo es una anticrítica, una interpretación que postula la anulación de las interpretaciones, y es precisamente su carácter reaccionario —en el mejor sentido de la palabra, mal que le pese a Osterc— el que ha levantado sarpullidos en el medio, tal vez porque trae a las mentes ideologías basadas en el rechazo de la historia y la intelectualidad. El blanco de los dardos de Auerbach, Parker, Russell, Close, etc. es la crítica romántica que sigue impregnando, a su modo de ver, la interpretación del Quijote. Comenzó Auerbach [1946] con su reacción contra la palabrería que embute significados donde Cervantes no quiso; el origen está en el romanticismo, según él, que vio en un loco al caballero del ideal; don Quijote no es más que eso, un loco, cuyas acciones no sirven para cambiar el mundo, protagonista de un libro sin más intención que la de divertir al lector. De ahí se sigue que no tengan cabida en la obra de Cervantes interpretaciones filosóficas, sociológicas o históricas. El Quijote no critica nada, como no sea la literatura del periodo, y sobre todo, si crítica hay, no surge de las acciones de don Quijote. Goza, en cambio, la obra, sigue diciendo Auerbach [1946], de una posición de privilegio en la historia del realismo, por el panorama social que presenta y sobre todo porque cuenta la historia de un individuo en lucha con la sociedad que no acepta sus aspiraciones. Aquí no es difícil ver un eco de las ideas de Lukacs [1920] respecto al mundo demoniaco como base necesaria para el nacimiento de la novela: cuando Dios desapareció del mundo, el hombre percibió la distancia entre sus ilusiones y la realidad; en el choque con el mundo el carácter de los personajes se va formando y perfeccionando; el relato de ese proceso constituye la novela. Esta última idea, que volveremos a encontrar en la línea dialógica bajtiniana de análisis del Quijote, desaparece en la interpretación cómica dura, aunque reaparece en Close [1990]. En efecto, Parker [1948], Russell [1969, 1985] y Close [1978] parecen más atraídos por la historia de la recepción del libro que por su análisis, lo cual no deja de aumentar el tono polémico de sus intervenciones. Poco después de Auerbach, Parker [1948] solicitaba una mayor atención al texto, en contra de la interpretación romántica que rellena de idealismo la trama. Durante siglo y medio, añade Russell [1969] cuando vuelve sobre los argumentos de Parker, los lectores de toda Europa vieron en el Quijote un libro divertido —y en su artículo pasa revista a un amplio panorama de escritores y críticos del periodo mencionado—, tal y como quería Cervantes (Eisenberg [1984]); solamente con el romanticismo empezó a considerársele seriamente, como un alegato en pro de determinados valores trascendentes, en que cada generación de críticos incluía los que creía oportunos. Close [1978] caracteriza la recepción romántica del Quijote según tres puntos básicos: a) idealización del héroe y negativa de la propuesta de lectura satírica de la novela; b) la novela es simbólica y expresa ideas sobre el espíritu humano o sobre la historia de España; c) la interpretación de ese simbolismo refleja la ideología, sensibilidad y estética de la era moderna. Acto seguido rastrea su presencia en la crítica posterior al romanticismo, Menéndez Pelayo, Ortega, Unamuno, Ayala, hasta llegar al momento actual, con El Saffar, Forcione, Rosenblat, etc. Close es partidario de leer el Quijote desde la historia intelec-

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tual o literaria, para liberarlo de las incrustaciones críticas del tiempo; sus dos amplias visiones de conjunto del cervantismo más recientes [1995, 1998a] abandonan el rígido esquema bipolar, interpretación romántica e interpretación cómica, que fundamenta su libro de 1978 y dan cabida a otras tendencias. En dos de sus últimos trabajos [1993, 2000], Close relee el Quijote a la luz de su relación con los géneros cómicos de su tiempo, demostrando así una marcada sensibilidad auditiva. EL CARNAVAL DE BAJTIN Así pues, la interpretación del Quijote como obra cómica se presenta más como un ejercicio de metacrítica, de historia de la recepción, que como una verdadera lectura del Quijote; sus promotores probablemente responderían a esto diciendo que lo único que se puede hacer desde la crítica es criticar a la crítica, porque el único modo de hacer una lectura cómica del Quijote es, justamente, riéndose (Díaz Migoyo [1999]). A desmentirlos acudirían los múltiples estudios sobre la risa, lo grotesco, la parodia, o incluso la ironía en el Quijote, que como derivación de la interpretación cómica, ayudados por las nuevas perspectivas ofrecidas por la línea carnavalesca bajtiniana, han proliferado en los últimos tiempos. Pero será necesario evitar equívocos, enojosos tal vez, para unos y otros, y dejar claro que media alguna distancia entre la interpretación dura del Quijote como obra de burlas y los trabajos que se basan en las teorías de Bajtin, que suelen considerar el contenido de crítica social, subversión del poder e inversión de valores, que conlleva el uso de la parodia. Por otro lado, no debemos olvidar que había sido el propio Bajtin [1965] quien había aplicado al Quijote algunas de sus ideas sobre la cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, concretamente veía en él la pervivencia de la línea grotesca, carnavalesca, que subvierte los discursos oficiales con la preponderancia de la materialidad de la existencia, los ciclos naturales, la fisiología del cuerpo; pero en Cervantes, añadía Bajtin, la cultura popular aparece ya contaminada por la cultura oficial, aun cuando el relato se organice en torno a la dialéctica entre la pareja carnavalesca don Carnal / doña Cuaresma, y aun cuando se pueda reconocer en el carnaval el fundamento mismo del realismo cervantino. (Es este el momento de recordar que la oposición entre literatura culta y literatura popular como columna vertebral del Quijote ya estaba en Amado Alonso [1948b] y que ya la había señalado someramente Sklovski [1925]). Los seguidores de Bajtin han concedido mayor importancia al fondo de la idea que a su matización, y se han servido de sus teorías sobre el carnaval para desvelar las claves estructurales y temáticas de la novela; lo hicieron los precursores Socrate [1974] y Ledda [1974], y luego Durán [1980], Gorfkle [1993] e Iffland [1995a, 1995b, 1999], que sigue a Bajtin para sopesar las técnicas cervantinas en contraste con las de Avellaneda; o bien han iluminado la relación del Quijote con la cultura popular de referencia, en el contraste con la cultura oficial, como Redondo [1998], que en sucesivos trabajos publicados en los últimos veinte años insufla nuevo vigor en la línea historicista maravalliana con el oxígeno bajtiniano. En la otra orilla, la de la cultura libresca, Urbina [1991] estudia la reelaboración carnavalesca, paródica, del escudero de los libros de caballerías en la

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figura de Sancho, y su peso en un relato que define «sanchificado». La centralidad del escudero como clave de todo el relato ya la había puesto de manifiesto Molho [1976], uno de los primeros acólitos de Bajtin, el cual veía en la doblez de un Sancho que a veces lleva el apellido Panza, y una vez el apelativo Zancas, su reversibilidad tonto / listo, que explica algunas aparentes contradicciones del comportamiento, señaladas entre otros por Dámaso Alonso [1950]. En esa doble caracterización del rústico, que es por otro lado la de los bobos folklóricos —y eso negaría el origen culto del personaje—, en esa reversibilidad se encuentra ya subsumido don Quijote, por lo que se puede decir que en el mecanismo caracterial de Sancho Panza encontramos la almendra de la pareja carnavalesca cuyo diálogo da vida al relato. Del origen culto del personaje de Sancho habían hablado Hendrix [1925] y luego Márquez Villanueva [1973] adscribiéndolo al teatro, que era, por otro lado, la tesis defendida por Savj López [1913]. El punto de la situación hasta entonces se encuentra en Flores [1982b]. Y aquí, aprovechando la referencia al teatro, abriré un pequeño paréntesis para hablar de otra derivación de la interpretación del Quijote como libro de burlas, que tiene que ver directamente con el teatro. DON QUIJOTE

JUEGA

El carácter cómico del Quijote queda patente en la autoconciencia del personaje, el cual, según Van Doren [1958], representa un papel: Alonso Quijano decidió convertirse en caballero andante para huir del tedio de su vida cotidiana; su nueva vida se basa en la imitación y esta nace de la conciencia del modelo, que implica conciencia de la operación que está llevando a cabo y voluntad lúdica. Don Quijote es el personaje y Alonso Quijano el actor. Del aspecto lúdico de la obra ya había hablado Auerbach [1946] y lo vuelven a hacer Serrano Plaja [1967] y Rosales [1960] quien, en su caracterización de don Quijote como adolescente, halla en el teatro para sí mismo, en la imitación de un modelo, una de las propiedades adolescentes del caballero. Torrente Ballester [1975] pone en relación, como Rosales, el teatro, el juego y la infancia, porque al igual que los niños, el espectador y el actor han de creer que la ficción es realidad; y eso es lo que hace don Quijote, cuando conscientemente representa su papel. Reconoce Torrente su deuda con Van Doren y va más allá cuando afirma que también Cervantes juega al componer su novela, pues va escamoteándole al lector algunas claves necesarias para entenderla. EL DIALOGISMO

DE

BAJTIN

Hay una línea más del cervantismo que prolonga algunas observaciones de Bajtin acerca del Quijote; aunque tal vez sería más apropiado hablar de una cierta presencia transversal en la crítica de las reflexiones sobre el dialogismo del teórico ruso, que fundamentan la línea crítica a la que me refería. Bajtin, como es sabido, veía en la novela un género en directa relación con la sociedad; de la sensibilidad del género hacia las instancias sociales le deriva una estructura temática y formal peculiares: las diferentes voces de la sociedad, que nacen de otras tantas visiones del mundo, son representadas en igualdad de

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condiciones jerárquicas en la novela, sin que el diálogo entre ellas se resuelva en la preponderancia de una sobre las otras. El dialogismo de la novela se percibe incluso en los más pequeños detalles, como la palabra híbrida, que conjuga dos visiones del mundo, o como la parodia, que conjuga también dos intenciones autoriales en una sola expresión, o en el diálogo entre los textos, que supone la asunción de las posiciones estéticas y epistemológicas del uno en el otro, etc. Todo ello se encuentra ya en el Quijote y así lo señala el propio Bajtin [1975]. Los cervantistas han llevado más allá el razonamiento y han defendido la preeminencia del Quijote en el campo de la novela moderna, lo que, como acabo de decir, nunca dijo Bajtin. Han seguido esta línea de investigación Rivers [1983, 1987], Gracia Calvo [1985], Lázaro Carreter [1985], Cros [1988], Weich [1989], Zavala [1989], Rossi [1992], y se encuentran referencias al dialogismo en gran cantidad de trabajos recientes, por lo que desisto de citarlos aquí. Las teorías de Bajtin cumplen una función de cremallera entre dos interpretaciones del Quijote que se habían distanciado considerablemente: la lectura sociológica o historicista, con su actitud auditiva, y la formal derivada del estructuralismo, de sensibilidad marcadamente táctil. A partir del estudio del reflejo en la estructura del texto del diálogo social, se puede dar mayor sustento a algunas intuiciones de la crítica sociológica; y viceversa, se puede ofrecer una vía de escape al laberinto formalista en su vértigo nominalista. En cierto sentido, también confluyen en esta línea algunas preocupaciones de los estudiosos de la preceptística en el Quijote, desde el momento en que la conjugación de las dos líneas de la novela, la sofista y la de formación, que según Bajtin se integran por primera vez en el Quijote, podrían identificarse con las dos grandes corrientes de la novela tan caras a la crítica anglosajona, el romance y la novela realista. Y aquí hemos de hacer un alto en el camino para señalar nuevamente un deslizamiento de una sensibilidad textual a otra; acabo de proponer a Bajtin y el dialogismo como cremalleras entre la sensibilidad táctil de los estudios formales y la auditiva del historicismo; a este punto hemos llegado habiendo comenzado por exponer los modos de la actitud táctil de la interpretación cómica, que en realidad nacía con una marcada inclinación hacia la actitud auditiva del historicismo, en su purismo filológico de reconstrucción de las circunstancias de la interpretación y la intención originales del texto; así que no nos causará sorpresa que algunos críticos duros hayan utilizado el nuevo historicismo de Bajtin: sus teorías acerca del carnaval les permiten reconstruir, auditivamente, el ambiente cultural del que procede la risa del Quijote. Pero ahora ha llegado el momento, después de tantas alusiones, de ver la evolución del historicismo post-Maravall. EL QUIJOTE

COMO DOCUMENTO.

EL NUEVO

HISTORICISMO

El presupuesto en que se basan las investigaciones de corte historicista sobre el Quijote es que en la novela de Cervantes se puede vislumbrar el estado de la sociedad del momento. Hay incluso quien va más allá y capta en los contenidos de la novela un mensaje más o menos encubierto contra algunos vicios sociales, y otros, los más inspirados, ven en el texto de Cervantes una

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suerte de profecía de la sociedad venidera. Así que, a escala reducida, tenemos un panorama bastante completo de los modos de sentir el texto: los primeros proceden según el sentido del oído, auscultando el texto en busca de un panorama social; los segundos, que son los que perciben en la obra una finalidad de denuncia social, tocan con la mano la estructura derivante del objetivo que la informa; y los terceros visualizan la utopía de un futuro mejor entre las mallas del Quijote. Los primeros hacen una lectura más o menos literal, los segundos despliegan las alas de la alegoría sobre las palabras inertes y los terceros dotan a esas palabras de capacidad profética. Al primer grupo, al de los auscultadores, pertenece sin duda el estudio de Arco y Garay [1951], que considera al Quijote como un fresco de la sociedad española del momento, en el que todas las categorías sociales se hallan representadas, desde los soldados, a la aristocracia, a los letrados, etc. Su atención a la crítica social es mínima, al contrario de lo que sucede con el libro de Márquez Villanueva [1975] acerca de los personajes del Quijote, en el que por su conducto capta las resonancias ideológicas, religiosas, literarias y políticas del momento, en la línea del primer Castro; el perfil ideológico de Cervantes resultante de esta indagación es el de un humanista cristiano que no puede aceptar la posición oficial respecto a la expulsión de los moriscos, que trata con ironía al Caballero del Verde Gabán en cuanto símbolo de los valores erasmistas de la prudencia y el gustoso anonimato, en una palabra, de los valores burgueses. Mayor hincapié en la crítica social hace Salazar Rincón [1986], para quien Cervantes tuvo ante todo la intención de denunciar una serie de lacras sociales a través del enfrentamiento entre los protagonistas del libro y una sociedad que no los comprende; ellos son los representantes de la virtud y la justicia; con su derrota Cervantes pone el dedo en la llaga de una sociedad incapaz de asimilar su mensaje reformador. Salazar, como se ve, se coloca en el cauce del primer Maravall; parece preferir, en cambio, el segundo Maravall Creel [1988], a juzgar por la reiteración de la tesis de la contrautopía, es decir, la denuncia de Cervantes de la tendencia al escapismo hacia ciertos valores reformadores inviables en su momento histórico; Creel encuentra un símbolo del mensaje del Quijote en la bacía, que en cuanto yelmo representa los antiguos valores heroicos, el humanismo de las armas del primer Maravall, y que en cuanto «vacía» indica la inadecuación de dichos valores al momento actual. Discute las dos tesis maravallianas Pelorson [1986], mientras, por su parte, mantiene la dimensión utópica del texto Scaramuzza Vidoni [1989]. Las lacras que Cervantes denuncia son, en opinión de Aguirre [1976], «el ausentismo y los zánganos». Para esta autora, que utiliza el método del materialismo histórico para su lectura del Quijote, y que podríamos incluir en el grupo de los visuales, o incluso entre los visionarios, pues ve en el Quijote un anuncio del futuro, para Aguirre [1979], digo, Cervantes se identifica con don Quijote, y lamenta la pérdida de los grandes valores y el triunfo de la «clerigalla» en España; en su novela el alcalaíno responde al espíritu burgués italiano con la crítica erasmista, y rechaza el sueño imperial, con su ataque a los libros de caballerías. También Osterc [1963], que sigue el materialismo histórico, identifica a Cervantes con don Quijote y asegura que uno de sus objetivos eran los inquisidores (Osterc [1972]); pero la verdadera finalidad del caballero es la procla-

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mación del comunismo primitivo. La declaración cervantina de que su libro va contra los libros de caballerías es solamente una pantalla, así como la parodia y la ironía, para evitar las represalias del poder. Antes de Osterc [1963], dentro de la línea visual-profética, ya había intuido Montserrat [1956] que don Quijote era el precursor del proletariado y su misión histórica. Completa el argumento Garaudy [1989], para quien los encantadores representan la alienación naciente del mundo capitalista; Garaudy, siguiendo al Castro casticista, ve los elementos semíticos del Quijote: la voluntad como fundamento del ser, la comprensión del amor como el amor udrí musulmán, etc., para concluir que don Quijote es el último en haber comprendido la grandeza de la cultura sincrética de las tres religiones; tal vez por eso se comporta como un profeta de la línea abrámica, idea que había sido propuesta por Aubier [1966], en la línea visual y visionaria, con su lectura cabalística del Quijote, y apoyada indirectamente por Rodríguez [1978, 1981] que identifica los elementos judaicos del pensamiento de Cervantes, antes de asignarle como patria un pueblecito de Sanabria. Pero convendrá mantener las distancias entre la interpretación esotérica de Aubier y otros, y la línea historicista de interpretación del Quijote, cuyos presupuestos y resultados científicos van avalados normalmente por la erudición histórica y por la aplicación de un método riguroso. FOLKLORE Por seguir la coherencia de las ideas de un autor, he abandonado el decurso lógico del razonamiento que me encaminaba a hablar del otro gran campo de la cultura representado en el Quijote, tan bien captado por Bajtin: la cultura folklórica. Al estudio de sus implicaciones para la obra y su confrontación con la cultura escrita se ha dedicado, en particular modo, el cervantismo francés, con los trabajos de los ya citados Molho [1976] y Redondo [1998] a la cabeza. El acervo cuentístico tradicional ha sido el casillero en que fueron encontrando puesto algunas narraciones breves integradas en el Quijote gracias a los trabajos de Nelson [1978], Chevalier [1974, 1980, 1981], Penton [1981]. Ricard [1962] y Chevalier [1992] confrontan la proveniencia de ambas culturas, la escrita y la oral, de los materiales narrativos que introduce el personaje de Sancho. La paremiología y su papel en la trama del Quijote fueron tratados por Joly [1991, 1996]. Esta es una de las posibles aproximaciones al estudio del folklore en el Quijote y es la que corresponde, a grandes rasgos, a la búsqueda de las fuentes en la cultura escrita (Marasso [1947], Márquez Villanueva [1973, 1975]). Hay otra posible aproximación que busca las huellas del folklore en la estructura y en las técnicas narrativas de la novela; es, en cierto modo, el planteamiento de Molho [1976] y Redondo [1998], y es sin duda el que fundamenta el estudio de las huellas de las técnicas narrativas orales en el Quijote de Moner [1988a, 1989a], para quien Cervantes se presenta ante el lector con la misma actitud que puede adoptar un narrador oral ante un espectador; fruto de su concepción oral del relato sería la despreocupación por la coherencia interna del mismo, como en la estela de Moner propone, arrimando el ascua de la oralidad a la sardina de los descuidos, Martín Morán [1990]. El análisis de Moner puso de relieve un hecho cuando menos curioso: la primera novela moderna, el único género nacido después de

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la invención de la imprenta, conserva en las entretelas de su texto muchos genes orales. LOS

MEDIOS DE COMUNICACIÓN

Desde mediados de los 80, con el nuevo interés por los medios de difusión cultural debido sobre todo, pero no solo, a los trabajos de Ong, que a su vez sigue a McLuhan, Havelock, Parry, etc., el cervantismo imprimió un nuevo rumbo a la cuestión del conflicto de culturas en el Quijote; ahora se ve como el conflicto entre dos mentalidades que pertenecen a tiempos diferentes, delimitados por la irrupción de la imprenta en el panorama cultural: por un lado la mentalidad del hombre tipográfico que es don Quijote (Iffland [1992], Jaksic [1994]) —y por aquí resuenan las teorías de McLuhan— y por el otro la del analfabeto que es Sancho Panza; dos mentalidades que corresponden, por tanto, a dos culturas, dos medios de difusión cultural y dos modos de ver el mundo (Rivers [1986, 1987]). La división del conflicto no es tan uniforme, como podría parecer; el propio don Quijote lo vive en el interior de su persona: por un lado se comporta como hombre tipográfico y por el otro desea reintegrarse a la gran madre de la naturaleza, en el trayecto que la voz dibuja por encima de la escritura, o al menos eso es lo que sostiene El Saffar [1987]; lo que desde luego parece claro, al menos para mí (Martín Morán [1997b]), es que sus comportamientos están condicionados por las dos mentalidades en conflicto, cuya huella se extiende también, más allá del comportamiento de los personajes, a los aspectos técnicos de la narración (Martín Morán [1997a]). A la luz del conflicto entre la cultura escrita y la cultura oral, omnipresente en el relato, se puede explicar toda una serie de características de la obra maestra de Cervantes (Parr [1991, 1992, 1993]), como su peculiar sistema de coherencia textual, los mecanismos de generación narrativa, las relaciones entre los personajes, la concepción de la voz autorial, el tratamiento de la autoridad literaria (Martín Morán [1998a, 1998b, 2000]), etc. que lo alejan de los géneros narrativos tradicionales y lo convierten en un clásico de voz siempre actual. LA LITERATURA El interés por las consecuencias para el texto de su concepción para uno u otro canal de difusión, la imprenta o la difusión oral, podría corresponder perfectamente a una forma de nuevo historicismo, dentro de la sensibilidad auditiva, que pretende completar el panorama cultural y social del momento de la publicación del libro, a la luz de las nuevas cristalizaciones conceptuales de otros ámbitos de conocimiento. De manera que podríamos conectar esta corriente de estudio con las preocupaciones históricas y sociales de Maravall [1948], o con la reconstrucción del panorama intelectual del que brota el Quijote de Castro [1925]. La diferencia es que, con esta línea de investigación, se intenta calar en lo específico de la obra literaria y del género con los instrumentos de la historia de la cultura y la tecnología de difusión de la misma. Un ámbito afín al que estamos tratando es el que analiza el influjo de los libros, ya no la imprenta, sino las obras mismas, en el Quijote. La importancia de los libros es fundamental para la constitución de don Quijote en protago-

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nista; el Quijote en efecto es, como dice Gerhardt [1955], la novela de un lector, y le hacen eco Foucault [1966] y Fuentes [1976], cuando añaden que don Quijote es un lector que se empeña en leer la realidad. Esto supone una crítica de la lectura (Fuentes [1976]), o al menos de un tipo de lectura, y la propuesta de otra nueva (Gerhardt [1955], Spitzer [1962]), en la que sin duda la responsabilidad de los autores es grande, pues han de huir de la vulgarización de la cultura, y aquí el ataque a los libros de caballerías se hermana con la crítica de la comedia nueva, en opinión de Gilman [1970]. En suma, en el Quijote Cervantes ha convertido en argumento literario la relación entre la literatura y la vida (Gerhardt [1955], Moner [1989b]), otorgando así a la novela moderna uno de sus elementos constitutivos: la metaliteratura, la literatura que habla de sí misma, la autoconsciencia del género. Durante la segunda mitad del siglo XX ha proseguido su curso la comparación del Quijote con los libros de caballerías, con la finalidad de comprender mejor algunas de sus claves. Busca las fuentes burlescas del Quijote primero Dámaso Alonso [1962] y luego, en la literatura macarrónica de Folengo, Márquez Villanueva [1973]. Pero la comparación con los libros de caballerías suele tener por objeto marcar la distancia paródica (Urbina [1980]) o irónica (Williamson [1984]) del Quijote respecto de los modelos. Fruto del diálogo intertextual con la caballeresca es la concepción temporal del Quijote, que según Murillo [1975] está en el origen del laberinto cronológico de la obra. Torres [1979], en cambio, señala el realismo del Tirant lo Blanch como fuente del realismo cervantino, siguiendo la distinción de Riquer [1973] entre libros y novelas de caballerías —los primeros criticados por Cervantes, los segundos alabados—. Mancing [1983], por su parte, desempolva la exaltación romántica del modelo de vida ascética que persigue don Quijote inspirándose en los libros de caballerías. Riquer [1973] vuelve sobre el tan debatido tema de la finalidad del Quijote y argumenta que bien podía ir contra el crédito de que gozaban los libros de caballerías entre el vulgo, sin que eso suponga una rémora para la persecución de objetivos más altos. En cambio, Eisenberg [1982, 1987] da nueva vida a una idea de Menéndez Pelayo, cuando afirma que el hecho de que los libros de caballerías ya casi no fueran publicados antes de la aparición del Quijote, y que aun así sobrevivieran después de ella, junto con el dato de que en las mascaradas aparecieran tanto don Quijote como los caballeros andantes de los libros, implica que el objetivo de Cervantes no podían ser los libros de caballerías, sino la renovación del género. GÉNESIS Un filón estratégico del quijotismo es el que se ocupa de la génesis del libro, por cuanto se encuentra a caballo entre los estudios tradicionales de las fuentes, la filología y la crítica estructural, de modo que habría que clasificarlo entre las corrientes críticas de la actitud táctil. Han sido varias las cuestiones abordadas en este sector, o mejor dicho, las que yo ahora incluyo en él: el Quijote de 1604, la reelaboración del texto, los descuidos y la influencia de Avellaneda en la segunda parte. Oliver Asín [1948] defiende con pasión la existencia de una edición del Quijote de 1604, renovando una tesis que había hecho correr ríos de tinta en la

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última mitad del siglo XIX; para ello aduce el testimonio de un morisco huido a Túnez, Ibrahim Taibilí, en añadidura a los ya conocidos de la mención del Quijote en La pícara Justina cuya aprobación es de 1604, en una carta de Lope de agosto del mismo año y el registro de dos volúmenes de la obra en el libro de la hermandad de San Juan Evangelista de los Impresores de Madrid en mayo de 1604. La tesis de Oliver Asín no tuvo continuadores; hoy día la crítica parece propensa a rechazarla. Las investigaciones sobre la refundición del Quijote de 1605 tienen su pionero en Stagg [1959], con su conocido estudio sobre la desaparición del rucio de Sancho, en que, con la atención puesta en algunas inconsecuencias textuales, como el repentino cambio de paisaje poco antes del episodio de los cabreros, el epígrafe equivocado de I, 10 que promete lo que el capítulo no contiene, etc., concluye que fue Cervantes quien robó el asno a Sancho y no Pasamonte, o mejor, que Cervantes no se acordó de volver a incluirlo en la trama cuando trasladó el episodio de Marcela y Grisóstomo desde las inmediaciones del capítulo I, 25 a los capítulos I, 11-14. En la línea de Stagg, con un estudio de las incongruencias textuales al que añade una serie de consideraciones acerca de los errores de los tipógrafos, Flores [1975, 1979] establece las fases de elaboración del Quijote de 1605, que comprenderían interpolaciones, añadido de títulos de capítulos, etc. No acepta la hipótesis de Flores Moner [1993]. De la división en capítulos de la primera parte ya se había ocupado Willis [1953]. Reduce las 6 fases de Flores a 3 Weiger [1985] y a 5 Martín Morán [1990]. Este último trabajo sugiere la existencia de un Protoquijote, que recuerda el Urquijote sobre el que volveré en breve, compuesto de 3 partes de 8 capítulos, en el que no hallarían espacio los episodios relacionados con la venta de Palomeque, lugar reservado a las interpolaciones. El análisis de los descuidos lleva al último crítico mencionado a realizar una serie de consideraciones sobre el arte narrativo cervantino, que haré mías, desde el momento en que su nombre coincide con el mío, a modo de conclusión parcial de este filón del cervantismo. Las incongruencias narrativas y los arrepentimientos del Quijote desvelan una concepción del texto por parte de Cervantes bastante alejada de la concepción moderna (Ascunce Arrieta [1997] sostiene lo contrario); para él no tiene tanta importancia el desarrollo lógico-causal del relato, como la iteración de los atributos de los personajes; los episodios se acumulan en la estructura serial de la novela, mientras los personajes confrontan sus puntos de vista, sin que exista una verdadera evolución de los mismos, sino solamente saltos bruscos de una posición a otra de los dos polos de la personalidad que los caracterizan. Todo lo cual pone seriamente en duda la consideración del Quijote como primera novela moderna. Otros críticos como Molho [1992], Lathrop [1992] han discutido que se pueda hablar de descuidos, la base textual de las consideraciones que acabo de exponer, por cuanto parecen de todo punto voluntarios. Tal vez el aspecto más interesante de los trabajos centrados en los descuidos, más allá de la plausible restitución de un estadio anterior del texto, es la entrega al cervantismo de un texto abierto, cuya coherencia interna se puede discutir, listo para todo tipo de evaluaciones sobre su adhesión al canon genérico.

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Mencionaba antes el Urquijote. Es cuestión suscitada por Menéndez Pidal [1920], a raíz de su comentario sobre el influjo de El entremés de los romances en la primera versión del Quijote, que, como se recordará, según don Ramón, se reduce a los 6 primeros capítulos. La polémica estaba servida; en ella se vieron involucrados gran parte de los cervantistas, a partir de 1947; en tiempos de exaltación del espíritu nacional, no parecía conveniente reconocer que la gran obra de nuestra literatura era poco menos que fruto de un plagio; y de hecho fueron ante todo los hagiógrafos de Cervantes quienes más se señalaron en la defensa de su originalidad: Astrana Marín [1948-1958] niega la precedencia del Entremés, Palacín Iglesias [1965] lo sigue. Desde posiciones más ecuánimes defiende la posterioridad del entremés Murillo [1986]; la niega Pérez Lasheras [1988]. Aunque el consenso parece orientarse hacia la segunda posición, es necesario decir que la cuestión ha perdido interés, gracias a los nuevos planteamientos de la crítica literaria, que ya no ve en ella un problema de originalidad; el concepto de intertextualidad nos ha librado de ciertos fetichismos críticos y ha contribuido a abordar el asunto desde la perspectiva del diálogo con la tradición y el canon, donde aún queda amplio espacio para la intervención del autor. Otro punto de vista sobre la cuestión es el de Murillo [1981], para quien el Urquijote es el relato del capitán cautivo, que Cervantes debió de escribir en torno a 1589 y en el que ya se encuentra una serie de elementos temáticos luego desarrollados en la obra total. Menéndez Pidal [1920] planteaba también la cuestión Avellaneda en términos que fueron juzgados poco respetuosos para el genio cervantino; venía a decir don Ramón que el influjo de Avellaneda sobre la segunda parte era mucho mayor de lo que se pensaba, y que probablemente gran parte del Quijote de 1615 se podría explicar como una reacción de Cervantes al apócrifo. Gilman [1951] invirtió los términos del problema al afirmar que había sido el continuador el que había tenido conocimiento de la segunda parte, cuyas primicias probablemente se leían en las academias, y había plagiado una serie de episodios. Sicroff [1975] vuelve a la tesis de Pidal y halla evidencias textuales de imitación de Avellaneda por Cervantes en algunos episodios anteriores a II, 59. Romero [1990, 1991] acepta el planteamiento de Pidal y Sicroff, y rastrea por su parte la inclusión tardía de los episodios atinentes a Sansón Carrasco y al retablo de Maese Pedro, como respuesta a Avellaneda. Martín Morán [1994] explica algunas incongruencias de los primeros cinco capítulos de la segunda parte como efectos de la remodelación en respuesta a Avellaneda. En apéndice a lo dicho señalo algunos trabajos recientes que testimonian el creciente interés de la crítica por el apócrifo: Calabrò [1988], Marín López [1988], Riquer [1988], Moner [1988c], Aylward [1989], Molho [1991], Joly [1996], Iffland [1999]. MANUALES Comencé esta charla hablando de la distancia entre interpretación académica e interpretación popular del Quijote; algunos estudiosos han intentado colmarla con sendos manuales de divulgación, en su mayoría, en realidad, dirigidos a la academia, lo que termina por condicionar la organización, el tono y los temas de la exposición. El primero fue Riquer [1960] y a mediados

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de los años 80 lo siguieron Close [1990], Murillo [1988], Riley [1986], Russell [1985], Gilman [1989], Johnson [1990], Meregalli [1991], Eisenberg [1993]. La proliferación de manuales es, a mi modo de ver, un fenómeno indicativo de la situación de la crítica sobre Cervantes. Es indicativo, en primer lugar, de la existencia de un público especializado, que proviene de las instituciones universitarias, en su mayor parte, como ya he dicho. Es indicativo, en segundo lugar, de la fragmentación de la crítica: si es necesario un libro que pueda servir de guía de lectura y que compendie las lecturas del Quijote, quiere decir que se ha perdido el objetivo de la crítica de ofrecer una visión epocal del libro de Cervantes. Y esta podría ser una de las conclusiones de este trabajo, CONCLUSIONES que quiero inaugurar subrayando los aspectos positivos de estos últimos cincuenta años de quijotismo. La multiplicidad de lecturas y la enorme variedad de enfoques bajo los que se ha analizado el Quijote en este periodo, por un lado, nos proporcionan una imagen del texto rica y exahustiva, aunque no necesariamente completa y, por el otro, reactualizan la más universal de nuestras obras clásicas según los parámetros de la cultura moderna. Si se produjera el cataclismo al que me he referido al principio de mi exposición y, sin el texto del Quijote, algún lector intentara reconstruir una visión holográfica de la obra a partir de las contribuciones críticas, encontraría que cualquiera de los tres sentidos aplicables a su percepción, oído, tacto y vista, tendría a su disposición una infinidad de detalles con los que poder integrar esa visión del todo; pero, ¿resultaría una imagen unitaria? Además, percibiría cierta sintonía entre las diferentes sensibilidades críticas, que nace, sin duda, de la permeabilidad de las mismas, de la disponibilidad a acoger en su seno planteamientos e ideas de sensibilidades distintas. A partir de ese intercambio de ideas, el mencionado lector podría llegar a convencerse de la existencia de una base común en la interpretación del Quijote, más o menos aceptada por todos, por debajo de la explosión pirotécnica de lecturas especializadas, que le causaría la sensación de haber dado con la ansiada visión uniforme de la obra; en efecto, todos concordamos en que el Quijote es una obra dialógica, en la que el protagonista crece en su conflicto con la sociedad, con una multiplicidad de niveles de significación, a la que se acompaña la distancia irónica del narrador respecto de lo narrado, de la que resulta una ambigüedad y un pluriperspectivismo en el tratamiento de los elementos del relato, que hacen de ella la primera novela moderna, y lo reafirma la prueba del nueve de la metaliterariedad. En mayor o menor medida, todos los críticos aceptamos esta base común, sin percatarnos muchas veces de que es tan básica y tan común que nos limitamos a enunciar las características del género al que pertenece el Quijote, con lo que incurrimos en uno de nuestros mayores defectos de los últimos tiempos: el valor tautológico de muchas de nuestras afirmaciones. De modo que los mismos factores que me llevaban a subrayar los aspectos positivos de la crítica de los últimos tiempos son los mismos que me llevan ahora a poner de relieve los aspectos negativos. Esa especialización creciente de la crítica, que nos restituye una visión cada vez más detallada de la obra, tiene sus inconvenientes: ya no existe el adán crítico, todos nos leemos, con la

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finalidad de conocer los avances en la interpretación del Quijote y también con la finalidad de encontrar un reducto de intervención en un panorama ampliamente saturado de lecturas, microlecturas, angulaciones, puntualizaciones, escolios, etc. De hecho, ya casi no hay debate, ya casi no hay polémicas —hago una excepción para la generada por el postestructuralismo, que ya he mencionado antes—; cada uno tiene su parcela y de ella se ocupa. En la lista de discusión sobre Cervantes en Internet los últimos argumentos que hemos discutido —y nótese que me incluyo— han sido el número de personajes del Quijote y el nombre del rucio. Hemos pasado del intento de hacer del libro un mito nacional a las lecturas parciales y sesgadas, fruto de la aplicación de un método, que caen muchas veces en la tautología de afirmación de la validez del método mismo. Hemos pasado del intento de aplicación del clásico al mundo, a explicar por qué es un clásico y por último a explicar lo que se puede ver en un clásico. A veces, nuestra lectura del Quijote parece tener solo la finalidad de explicar por qué podemos hacer esa lectura, es decir, por qué estamos enunciando un discurso institucional, en un ámbito institucional, con métodos especializados. Hemos vuelto manierista la crítica, lo importante es el método y la posición de quien enuncia el análisis, y mucho menos lo que se dice en él. Este anquilosamiento de la discusión creo que se debe a varias causas; una de ellas es la mitización del libro. Me explico mejor. Somos víctimas de una especie de determinismo teórico: el Quijote es un libro perfecto, es una obra donde todas las estrategias han producido los efectos deseados y esos efectos coinciden con los méritos y los valores estéticos del clásico; por lo tanto la misión del estudioso se reduce a oír el rumor de la sociedad que se percibe en el trasfondo del texto, a proyectar sobre él su peculiar visión del mundo o del texto mismo, a manipular sus elementos constitutivos y describir su funcionamiento, o, en su defecto, a ir poniendo al día las denominaciones técnicas a medida que las modas van imponiendo nuevas etiquetas. No nos planteamos la posibilidad de que algún elemento o alguna estrategia narrativa no hayan funcionado, o no correspondan a los fines que les atribuye la novela moderna. Casi nadie, por ejemplo, pone en tela de juicio la unidad de la trama; para ello nos basamos en que los fenómenos que empujan la estructura narrativa hacia la inestabilidad y la inconsistencia han sido ampliamente previstos por los teóricos clásicos —podría ser el caso de la interpolación de novelas o la mezcla de diferentes planos de realidad—, o por los críticos modernos, que bajo la etiqueta de perspectivismo, ambigüedad, o intención oculta del autor, han cobijado fenómenos como los descuidos narrativos, la cronología laberíntica, la falta de consecuencialidad entre las acciones, etc. Se trata de hallar el nombre adecuado y desde ese momento el fenómeno gozará de carta de naturaleza en la narrativa. La justificación última para ello reside en la mitificación del autor y su obra a la que hemos asistido después de la reivindicación de Castro [1925]; la panacea para todos los males técnicos del Quijote está en la genialidad del autor, que no ha podido escribir más que una obra genial, en la que se puede apreciar el panorama de la narrativa de la época, que ha previsto los posibles desarrollos de la novela («todo está ya en el Quijote»). Y cuando la panacea no funciona, cuando descubrimos un aspecto que no figura en ninguna de las teorías narrativas hoy circulantes, o que choca contra la defini-

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ción del género novela implícita o explícita en ellas, siempre nos queda el antídoto mágico de argumentar que el deficiente teórico en cuestión se dejó inspirar por un libro menos completo que el Quijote, como por ejemplo, la Recherche de Proust. Tras todas esta opiniones está el juicio predeterminista que el Quijote es una summa y una cima, con lo que ponemos de manifiesto la pervivencia del idealismo romántico que hemos trasladado del protagonista al libro. Así que no hay para qué extrañarse, si todo lo que tiene que ver con el Quijote enciende el fervor milenarista y profético de su promotor, con frases como «sobre el Quijote aún no se ha dicho la última palabra», o «estamos ante la edición del milenio», o «esta es la mejor obra que he hecho para el común de los mortales» —y conste que quien habla no es Cervantes—, o este mismo Congreso, celebrado en el año 2000, en Lepanto, la más alta ocasión que vio el cervantismo, que ha tenido la bondad de escucharme. BIBLIOGRAFÍA AGUIRRE [1976]: Mirta Aguirre, La obra narrativa de Cervantes, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1976. AGUIRRE [1979]: Mirta Aguirre, Un hombre a través de su obra: Miguel de Cervantes Saavedra, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1979. ALONSO [1948a]: Amado Alonso, «Don Quijote no asceta, pero ejemplar caballero y cristiano», Nueva Revista de Filología Hispánica, 2 (1948), pp. 333-359. ALONSO [1948b]: Amado Alonso, «Las prevaricaciones idiomáticas de Sancho», Nueva Revista de Filología Hispánica, II, 1948, pp. 1-20. ALONSO [1950]: Dámaso Alonso, «Sancho-Quijote, Sancho-Sancho», en Del siglo de Oro a este siglo de siglas, Madrid, Gredos, 1962, pp. 9-20. [Antes en Homenaje a Cervantes, F. Sánchez-Castañer [ed.], Valencia, Mediterráneo, 1950, II, pp. 53-63]. ALONSO [1962]: Dámaso Alonso, «El hidalgo Camilote y el hidalgo don Quijote», en Del Siglo de Oro a este siglo de siglas, Madrid, Gredos, 1962, pp. 20-28. ALLEN [1969]: John J. Allen, Don Quixote: Hero or Fool? A Study in Narrative Technique, Part I, Gainesville, University Presses of Florida, 1969. ALLEN [1976]: John J. Allen, «The Narrators, the Reader and Don Quijote», Modern Language Notes, 91 (1976), pp. 201-212. ALLEN [1979]: John J. Allen, Don Quixote: Hero or Fool? A Study in Narrative Technique, Part II, Gainesville, University Presses of Florida, 1979. ALLEN [1986]: John Jay Allen, «Introducción» a su ed. de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Madrid, Cátedra, 1986, pp. 9-43. ARCO Y GARAY [1951]: Ricardo del Arco y Garay, La sociedad española en las obras de Cervantes, Madrid, Patronato del IV Centenario de Cervantes, 1951. ARIAS DE LA CANAL [1970]: Fredo Arias de la Canal, «Intento de psicoanálisis de Cervantes», ‘Introducción’ a El «Quijote» de Benjumea, Barcelona, Ediciones Rondas, 1986, pp. VII-XXXI. [Antes en Norte (1970), 14 pgs.].

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