“Otra clase de historia: Lo que cuenta la gente sin historia”, entrevista realizada por Osvaldo Aguirre, Suplemento Señales, diario La Capital de Rosario, 27 de Octubre de 2013

Share Embed


Descripción

4/5 | LA CAPITAL | Domingo 27 de octubre de 2013

NOTA DE TAPA

De la crítica a la apuesta por un cambio

Lo que cuenta la gente sin historia

Sebastián Carassai

El sociólogo Sebastián Carassai reabre el análisis sobre la clase media y los años 70, con un libro que recurre a entrevistas y al análisis de productos culturales de la época Osvaldo Aguirre |

P

LA CAPITAL

oner al descubierto la historia de “la gente sin historia”, los que no aparecen habitualmente en los estudios especializados, según la recomendación del antropólogo Eric Wolf, fue el espíritu de una singular investigación que desarrolló el sociólogo Sebastián Carassai y que terminó por dar forma al libro Los años setenta de la gente común. La naturalización de la violencia, de reciente edición por Siglo XXI Editores. “Me pareció que era propicio extender el significado de la idea de la gente sin historia a los sectores medios argentinos, sobre todo en una época en que una parte de esos sectores, el de la militancia política, fue muy estudiado. Era necesario incorporar esa otra voz de los que no se involucraron directamente en la lucha política”, dice. La incorporación de esas voces no escuchadas sigue diversas líneas en el libro de Carassai. Por un lado, son los registros de productos culturales emblemáticos de los años 70, como la telenovela Rolando Rivas, taxista y los monólogos del humorista Tato Bores, que bajo la mirada del sociólogo ofrecen percepciones reveladoras del modo en que la clase media se situó ante el fenómeno de la violencia y de la lucha armada. Por otro, son las voces en sentido literal de personas que fueron entrevistadas en la ciudad de Buenos Aires, en San Miguel de Tucumán y en Correa, provincia de Santa Fe. Testigos y protagonistas silenciosos de la época, los entrevistados aportan testimonios significativos no tanto por la fidelidad del recuerdo a los hechos históricos sino precisamente por sus divergencias, y por las reformulaciones que producen de los acontecimientos, fallas y reversiones de la memoria que traslucen posicionamientos y puntos de vista inadvertidos. Los años setenta de la gente común comprende cinco capítulos: “La cultura política”; “La violencia social (1969-1974)”; “La violencia armada (1970-1977)”, “La violencia estatal (1974-1982)” y “Deseo y violencia” (19691975). La última sección refiere a otro corpus poco indagado en los estudios sobre la época, el de la publicidad, donde surgen numerosas referencias a la violencia y los fenómenos políticos, como las alusiones peyorativas a la izquierda en el anuncio de Austral que constituye la tapa del libro. A los efectos de la investigación, Carassai realizó además un video documental con imágenes y audios de la época en cuestión, montados sin narración en off, con el cual abordó a los entrevistados. La idea del video surgió de la distinción de

Walter Benjamin entre memoria voluntaria y memoria involuntaria. El conocido episodio de En busca del tiempo perdido, donde el sabor de la magdalena, una medialuna en una taza de té, lleva a Marcel Proust a recuperar parte de su infancia y de su pueblo natal fundamenta la idea de una memoria involuntaria, que no depende de la razón ni de la intención de recordar. “Siguiendo esa pista, me dije que sería bueno, ya que íbamos a hablar de treinta años atrás, ofrecer magdalenas a mis entrevistados: posibles sabores, imágenes, audios que los llevaran hacia aquel pasado”, dice Carassai. El video “hizo que las entrevistas se dispararan en múltiples caminos, con preguntas que las entrevistas más clásicas no suelen hacer”. Y produjo datos también inesperados. “En general todo testimonio de la memoria tiene claroscuros y grises. Pero hubo uno especialmente que me interesó, donde saltaban contradicciones profundas. Era una señora que tenía un discurso fuertemente condenatorio de lo que ella llamaba un genocidio de más de 30 mil personas y de repente, escuchando el discurso de Videla que está en el documental, se pronunció favorablemente a la figura de Videla. Ella recordaba una cosa pero de repente una imagen, una voz, la llevaron a exclamar algo que no había dicho más razonadamente. En el libro intento interpretar de esa contradicción”. —Por otra parte el libro desmiente la idea de que la guerrilla tuvo una amplia adhesión en la clase media. —En una parte muy marginal de El estado burocrático autoritario, un libro muy bueno y un clásico sobre todo de la década del 60, Guillermo O’Donnell menciona el índice de actitudes hacia el terrorismo y dice que hay un nivel de aprobación hacia la guerrilla muy alto, casi del 50% en Rosario, Córdoba, Gran Buenos Aires y Buenos Aires. Después eso se reiteró, sobre todo en la academia, y se estableció como algo indiscutible. Me puse a rastrear esa pista, le escribí a O’Donnell y él me dijo, como yo digo en el libro, que nunca tuvo acceso al estudio sino que reprodujo unos datos que le había pasado Frederick Turner, un sociólogo norteamericano que hacía encuestas en Argentina. Turner me dijo a su vez que había construido ese índice a partir de preguntas indirectas: no se le preguntaba a la gente si estaba a favor o en contra sino, más bien, si creía que la guerrilla era la única forma de protestar que había, o bien si sus miembros eran gente fanática de la violencia; si la persona contestaba afirmativamente a

la primera pregunta, él infería una simpatía hacia la guerrilla, lo cual metodológicamente es muy discutible. El propio Turner me aconsejó hablar con José Miguens, otro sociólogo que tenía un centro de investigaciones y había hecho encuestas específicas sobre la lucha armada. Si uno toma esas encuestas, donde hay preguntas muy concretas, el resultado por lo menos pone en cuestión aquel lugar común. —¿Encontró otros mitos en el período? —El segundo mito con el que yo trato de discutir es otro lugar común en cierta parte de la intelligentsia argentina respecto de que las clases medias fueron cómplices del terrorismo de Estado, a partir de la lectura de frases como “algo habrá hecho” o “por algo habrá sido”. Yo trato de ofrecer una lectura diferente. Primero trato de poner en contexto lo que fue el gobierno militar que empezó en 1976; y a propósito ahora no estoy diciendo terrorismo de Estado, hay que recordar que esa noción ganó consenso mucho después. En 1976, 1977, ni siquiera las organizaciones de derechos humanos hablaban de terrorismo de Estado; no se puede decir tan alegremente que la sociedad lo avaló. —La idea es que la clase media se desentendió a sabiendas de lo que ocurría. Lo que se cifra en la frase “nosotros no sabíamos”. —Habría que contextualizar. Si uno mira lo que pasaba en los años previos al golpe lo que encuentra son informes internacionales que retrataban la situación en Argentina en 1974 y 1975 como un régimen de terror, que no tenía nada que envidiarle al Chile de Pinochet. Lo que trato de reconstruir es el clima previo a 1976: el golpe prometía poner un ordenamiento a esa violencia que parecía descontrolada, caótica y no gobernada por nadie. Por otro lado, en un primer momento, el golpe genera cierto alivio en los sectores sociales menos involucrados políticamente, porque restituye la idea de que hay un estado, de que hay un monopolio de la violencia. Eso, para la gente que creía estar ante un golpe más, no era algo necesariamente malo. Mucha de esa gente tenía experiencia muy fresca de otros pronunciamientos militares, y los golpes no habían significado en sus propias historias de vida procesos terroristas, aunque habían sido obviamente autoritarios. Entonces, lo que buena parte de esas personas vio en el golpe de 1976 fue otra vez sopa, otra vez la imposición de un proceso autoritario y la postergación de la política. Se tardó en reconocer que había un cambio cualitativo respecto de los otros golpes, pero esa certeza es posterior; uno recorre las pocas encuestas

Cara. El dictador Jorge Rafael Videla, rodeado de rosarinos durante una visita a la ciudad, en 1977. FOTO: CARLOS SALDI

La noción de terrorismo de Estado ganó consenso mucho después; no se puede decir tan alegremente que la sociedad lo avaló

Ceca. Jóvenes y vecinos en un momento del Rosariazo de septiembre de 1969.

de opinión que hay durante el proceso y en general no hay una conciencia social respecto de la magnitud de la muerte y de los centros clandestinos de detención. Todo eso fue paulatinamente tomando estado público. Por ejemplo, hasta las declaraciones de Adolfo Scilingo, los vuelos de la muerte eran algo que permanecía oculto. Esa industria de la muerte que comienza en 1976 se va conociendo con el tiempo, en la medida también en que la sociedad y su dirigencia política tiene ganas de conocerlo. Las voces que denunciaban las atrocidades tuvieron cierta dificultad para obtener espacio público. —¿El subtítulo, “la naturalización de la violencia”, refiere al modo en que la clase media aceptó el fenómeno? —Esa hipótesis surge al encontrar en los consumos culturales dirigidos hacia los sectores medios, y sobre todo en la publicidad,

muchas armas por un lado y por otro metáforas de la violencia. En el capítulo final hay una reconstrucción del mundo publicitario que utilizó esas metáforas para interpelar a los consumidores. No digo que la clase media haya naturalizado de manera lineal la violencia; digo que efectivamente en el espacio simbólico uno puede ver una violencia diseminada, que no tiene que ver con los protagonistas materiales, con el estado que reprime ni con los grupos insurgentes, sino con algo que estaba en el ambiente. En 1970, por ejemplo, Bonafide elige vender un caramelo con una publicidad donde se asesina a una persona. Matar a alguien no estaba moralmente condenado de cabo a rabo, porque alguien podía pensar una estrategia eficaz para interpelar consumidores utilizando el asesinato como un modo gracioso de invitar al consumo. No son una o dos, son varias; la publicidad de la épo-

ca utilizaba armas para vender medias, para vender bombachas, para vender corpiños. —Uno de los entrevistados relata el atentado de la guerrilla contra un ómnibus que llevaba a policías, en Rosario, y modifica los hechos: en vez de policías, dice que en el micro iba gente común. ¿Esa transformación que produce la memoria condensa el modo en que la clase media observó a las organizaciones armadas y a la violencia? —Al menos condensa cierta visión. El historiador oral hace entrevistas no porque suponga que el relato es verdadero en términos de que traduce de manera transparente y sin mediaciones una verdad histórica. Pero sí es importante la verdad sentida. Hay como dos verdades. En primer lugar, el plano de lo que efectivamente pasó, y ahí los historiadores tenemos otros instrumentos para ver si la memoria recuerda bien, agrega u omite algo respecto de lo que se recuerda. No deja de ser importante que esa persona recuerde aquel atentado como un atentado contra gente como él. Lo que refleja es una verdad que sirve para lo que yo quiero explicar. Yo no quiero explicar la realidad histórica en sí misma, los hechos fácticos, porque para eso vamos a los diarios. Lo que yo quiero entender es la percepción que tenían estos sectores medios de los hechos y para eso me sirven incluso los errores de la memoria, porque esos errores están dando una clave interpretativa de esa sensibilidad. Ahí sí podemos avanzar y decir que en el testimonio se condensa cierta percepción que tuvieron las clases medias respecto de la violencia armada: en general no tendieron a verla como una violencia política dirigida contra los poderosos. En la memoria y muy probablemente también en aquel momento, lo que había era la percepción de que se trataba de acciones donde podían morir civiles. Nunca terminaron de adjudicarles una intención política, por lo tanto el juicio que mantuvieron fue un juicio moral.

“Nuestra clase media es un gag. Por eso nos reímos de ella (...). Si no hay complacencia para nosotros mismos, tampoco puede haber piedad para la clase media argentina, para nuestra clase”, escribió David Viñas en 1972, en el prólogo a una obra de teatro crítica de la familia de clase media argentina. La sentencia de Viñas no era una frase escrita al pasar. Condensaba un juicio peyorativo sobre la clase media que, comenzado a mediados de los años cincuenta, mantenía todo su vigor tras lustros más tarde entre intelectuales, artistas, el periodismo progresista y la juventud comprometida políticamente. Durante la primera mitad de la década de los setenta, un amplio sector de la intelligentsia argentina, especialmente en su metrópoli, dedicó páginas en los periódicos y en las revistas, obras de teatro y producciones cinematográficas a cuestionar a la clase media. El mismo año en que Viñas escribió la frase citada, el periodista Tomás Eloy Martínez publicó en el diario La Opinión una serie de artículos titulada “La ideología de la clase media”. Llegada al país desde Europa a finales del siglo XIX con ánimo de regresar más que de quedarse, en un primer momento la clase media argentina −según Martínez− no encontró problemas en someterse a los gobernantes, e incluso permanecer indiferente ante el fraude electoral. Décadas después, obsesionada por el consumo y sin otro horizonte que le de conseguir el automóvil y la casa que envidiarían sus vecinos, conquistó las características que la definían entonces: resistencia al cambio, temor a perder la comodidad, desconfianza ante cualquier comunitarismo, disposición a aceptar los líderes que les imponían, adscripción a los valores difundidos por los grandes diarios,

El autor. Sebastián Carassai, investigador del Conicet y docente en en la UBA.

renuencia a discutir la historia, represión sexual y culto a la apariencia. En su desesperación por ser aceptada, la clase media −también según Martínez− adhería a los intereses de las clases dominantes, imitaba sus costumbres y plagiaba su indumentaria y sus comidas. En resumen, la clase media argentina era, para esta visión, una criatura sin ideología. Por esta misma cualidad, sin embargo, en el contexto de los agitados primeros años setenta la clase media constituyó un botín que disputar. Porque si, a diferencia de lo que

sucedía con la clase obrera, a la clase media se la criticaba sin contemplaciones, en contraste con el tratamiento que recibían las elites económicas o militares, no se la juzgaba irrecuperable. Los dardos que se lanzaban contra ella a menudo asumían la forma de medicinas para un enfermo. Si a pesar de ser un gag era un deber criticarla impiadosamente, como escribió Viñas, no era porque fuera un sector social del que ya nada podía esperarse. La denuncia acerca de sus vicios solía ir acompañada por una apuesta, tácita o explícita, a su transformación. En el cine y en el teatro hubo claras expresiones de esa apuesta. En Las venganzas de Beto Sánchez (1973) −película dirigida por Héctor Olivera, con libro de Ricardo Talesnik− un joven de clase media decide vengarse, revólver en mano, de una serie de personas a las que considera responsables de su propio fracaso: la maestra que lo educó convencionalmente, el sacerdote que le inculcó tabúes, la novia que reprimió sus instintos sexuales, el militar que lo humilló en la conscripción, el jefe de su oficina que lo condenó a la rutina y el amigo que le enseñó a codiciar estatus. (de Los años setenta de la gente común)

Tato. Un humor para la parroquia.

lo que hay de los libretos y finalmente di con un espectáculo en donde Tato dice que a su personaje le pasaba lo que le pasaba al hombre común de clase media. Ahí medio que cerré la idea de que efectivamente el propio Tato hablaba para ese sector. Lo que yo quería era saber cómo estas clases medias sin un compromiso militante importante percibían lo que estaba pasando, sobre todo la militancia juvenil y el regreso de Perón. Tato fue una vía de acceso a esta percepción. Respecto de Rolando Rivas, casi todos recordaban que era una cita obligada, para ellos y para su familia. Fue una novela que amplió el público clásico del género. Compré todos los capítulos a través de una página web y los empecé a ver, uno por uno. En los dos años de la telenovela hay una historia secundaria pero importante: el hermano de Rolando Rivas es guerrillero en el primer año, en el segundo el hijo del que va a ser la esposa de Rolando Rivas es el hijo de un famoso guerrillero desaparecido en Córdoba. Estos consumos culturales completan ese mosaico de la percepción de la lucha armada que tenían los sectores sociales medios.

ENSAYO

Los años setenta de la gente común La naturalización de la violencia de Sebastián Carassai. Siglo XXI, Buenos Aires, 2013, 336 páginas, $ 125.

En busca de los héroes de la clase media —¿Cómo aparecieron los productos culturales de los 70 en la investigación? —Primero hice un rastrillaje sobre las líneas editoriales de los principales diarios consumidos por los sectores medios. Pero uno no puede decir que esos sectores pensaban necesariamente lo mismo que los diarios. Necesitaba completar ese mosaico con otras voces. Con el video que hice, donde incorporé algunos cosas de la televisión y del cine, me fui dando cuenta de que había ciertos héroes de la clase media. La aprobación de Tato Bores en el sector social medio era global, por ejemplo. No encontré entrevistados que me dijeran que no lo veían. Tato Bores podía ser analizado como un humor bien típico de esa clase. Traté de conseguir

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.