O antropólogo com \'espião\' / El antropólogo como \'espía\' (2010) (Versión en español)

Share Embed


Descripción

REFERENCIA BIBLIOGRÁFICA: Zenobi, Diego. (2010). O antropólogo como "espião": das acusações públicas à construção das perspectivas nativas. Mana, 16(2), 471-499.

El antropólogo como “espía” De las acusaciones públicas a la construcción de las perspectivas nativas Autor: Diego Zenobi (UBA/FFyL-Becario doctoral CONICET) E-mail: [email protected] , [email protected]

Resumo Nos últimos anos, parte da academia norte-americana se mobilizou em torno de um grande debate sobre “antropologia e espionagem”. As acusações feitas sobre alguns colegas, estavam motivadas pela preocupação sobre o uso que poderia se dar ao conhecimento gerado no trabalho de campo. Elas expressavam que os antropólogos podem ser considerados como sujeitos perigosos para as populações estudadas. Respondendo às mesmas inquietaçóes, em algumas ocasiões, nós, os antropólogos, também somos objeto de acusações feitas pelos “nossos” nativos. Neste artigo, me proponho a analisar dois episódios acontecidos durante o trabalho de campo que realizei junto a uma turma de perentes de vítimas de um incêndio na cidade de Buenos Aires. Enquanto desenvolvía meu trabalho, se remarcou públicamente e em duas oportunidades, a possibilidade de que eu fosse um “infiltrado”, que estava espionando as ações e debates que tinham a eles como protagonistas. Com o objetivo de reconstruir as perspectivas das pessoas que me acusaram, proponho transformar esses acontecimentos, de aparência anedótica e pessoal, em perguntas de pesquisa. Inspirado em algumas idéias surgidas no campo dos estudos sobre acusações de bruxaria, proporei uma análise orientada a iluminar a dinâmica do campo na qual as acusações foram produzidas. Do mesmo modo, tentarei repor meu papel como produtor de conhecimento. Palavras-chave: antropologia e espionagem- trabalho de campo-”infiltrado”- acusações de bruxaria-categorías nativas Abstract In recent years, some American scholars were involved in an extensive debate about “anthropology and espionage”. Accusations that arose in that debate among colleagues, led to concerns about the fate of the knowledge generated during field work. Such accusations demonstrated that anthropologists could be regarded as 'dangerous people' for the populations they study. As a result of the same concerns, sometimes, we, as anthropologists are accused by “our” natives. In this article, I will discuss two episodes that occurred during my own fieldwork, developed among a group of relatives of victims of a fire. In two different occasions, along my fieldwork, I was publicly accused of being an “infiltrated”, someone who was spying them. My aim here is to transform those episodes -apparently personal and anecdotal- into productive instances. On the one hand, since this article is inspired in the studies on witchcraft accusations, I will draw on the dynamics of the social field in which the accusations were inflicted. On the other hand, I shall give account of the natives' perspectives through an analysis of the role of the anthropologist in the field as a producer of knowledge.

1

Key-words: anthropology and espionage- fieldwork-”infiltrated”- witchcraft accusationsnatives' categories Resumen En los últimos años, parte de la academia norteamericana se vio movilizada por un amplio debate sobre “antropología y espionaje”. Las acusaciones hechas a algunos colegas, estaban motivadas por la preocupación sobre el uso que podría darse al conocimiento generado en el trabajo de campo. Ellas expresaban que los antropólogos podemos ser considerados como sujetos peligrosos para las poblaciones que estudiamos. Respondiendo a las mismas inquietudes, en ocasiones los antropólogos también somos objeto de acusaciones que provienen de parte de “nuestros” nativos. En este artículo, me propongo analizar dos episodios ocurridos mientras realizaba trabajo de campo para mi tesis doctoral en un grupo de familiares de víctimas de un incendio. En dos ocasiones a lo largo de mi estadía, se señaló públicamente la posibilidad de que yo fuera un “infiltrado” que estaba espiando las acciones y debates que los tenían como protagonistas. Con el objetivo de reconstruir las perspectivas nativas sobre ciertas cuestiones importantes para quienes me acusaron, propongo transformar estos episodios en apariencia anecdóticos y personales, en instancias productivas. Inspirado en algunas ideas surgidas en el terreno de los estudios sobre acusaciones de brujería, propondré un análisis que intente echar luz acerca de la dinámica del campo social en el que las acusaciones fueron imputadas. A su vez, trataré de reponer mi papel en el mismo como productor de conocimiento. Palabras clave: antropología y espionaje-trabajo de campo-”infiltrado”-acusaciones de brujería-categorías nativas

2

Antropólogos y espías en el trabajo de campo Las múltiples causas que pueden conducir a que un antropólogo sea acusado de ser un “espía” o un “infiltrado”, son irreductibles a un sólo factor y las mismas deben ser contextualizadas y enmarcadas en cada situación particular. De todos modos, resulta pertinente preguntarse si ellas guardan algún tipo de relación con ciertas prácticas características de nuestra disciplina. Concretamente, me refiero a la necesidad de establecer relaciones sociales en el seno de los grupos que deseamos estudiar, en tanto requisito para el desarrollo de un trabajo de campo sistemático y para la producción de conocimiento antropológico sobre la vida en sociedad. La construcción sistemática de esas relaciones con el objetivo de conocer el mundo social edificado por “nuestros” nativos, suele ser conflictiva y las acusaciones de ser espías o infiltrados recaen frecuentemente sobre nosotros (Nader 1988, Wax 1971). Ello se debe a que en ciertas circunstancias los antropólogos somos considerados como sujetos peligrosos capaces de infligir algún daño a las poblaciones locales con las que trabajamos. Habitualmente, las sospechas y las acusaciones sobre nuestro trabajo suelen estar relacionadas con el uso que podríamos darle al conocimiento que hemos desarrollado a partir del trabajo de campo desplegado en esas comunidades. De esta manera, ellas expresan la preocupación sobre la relación que va a tener ese saber con las personas que lo han hecho posible al recibir al investigador y al participar en su investigación. Las preocupaciones mencionadas se han visto expresadas a través de diversos conflictos y tensiones que cuentan con una larga historia al interior de nuestro campo disciplinar. Quizás, la piedra fundacional haya sido la denuncia pública realizada por Boas a través de la carta titulada “Scientists as spies” que fuera enviada al periódico “The Nation” en octubre de 1919. Allí denunciaba la participación de antropólogos norteamericanos en la “Primera guerra mundial”, señalando que esos académicos “han prostituido la ciencia al utilizarla para encubrir sus actividades como espías” (Boas en Gonzales 2004: 24). i Como es bien sabido, diez días después la “American Anthropological Asociation” (AAA) censuraba a Boas y lo removía del cargo que ocupaba en su Comité Ejecutivo. El clima de patriotismo reinante no toleraba las expresiones de un inmigrante alemán, pacifista y de origen judío (Stocking 1976). Paradójicamente, algunas décadas después en el contexto de la denominada “Segunda Guerra Mundial”, importantes referentes de la antropología boasiana como Margaret Mead, Ruth Benedict, Clyde Kluckhohn y Ralph Linton, consideraron positivamente el hecho de involucrarse como antropólogos en el conflicto bélico. A través del estudio sistemático de la “cultura nacional” norteamericana, pretendían colaborar a mantener en alto la moral nacional durante el enfrentamiento armado. Al mismo tiempo que estudiaban su propia sociedad, los principales referentes de la escuela americana de “cultura y personalidad”, se dedicaban a estudiar el “carácter nacional” de los países “enemigos” (cfr. Benedict 1989). Ciertas agencias estatales orientadas por fines militares como la “Office of War Information” y la “Office of Naval Research”, así como la agencia de inteligencia “Office of Strategic Studies” (antecesora de la CIA), financiaban aquellos proyectos de investigación (Goldman y Neiburg 1998). Pero las producciones antropológicas realizadas en esos contextos no sólo eran utilizadas como informes con fines militares, sino que también eran evaluadas siguiendo criterios académicos, eran presentadas en congresos y publicadas como artículos en revistas especializadas. De esta manera durante los años previos y en el curso de la guerra, la antropología se presentaba como una disciplina “académica” desde la que resultaba posible contribuir a la resolución de problemas “prácticos”. En este contexto, deben comprenderse las relaciones entre el campo político y los procesos de legitimación social de ese campo de conocimiento particular (Goldman y Neiburg op. cit.).

3

Algunas décadas más tarde, durante la época de la llamada “Guerra Fría”, el gobierno norteamericano se propuso financiar proyectos en diferentes partes del mundo, invocando la promoción del desarrollo económico regional, la seguridad nacional y la lucha contra la “insurgencia”. Estos proyectos como el “Plan Camelot” en Latinoamérica (Berreman 1968; Galtung 1968; Horowitz 1967), el “Proyecto Agile” en Tailandia (Gough 1973; Wolf y Jorgensen 1973) y el “Proyecto Phoenix” en Vietnam (Gonzales 2009), proveyeron importantes fuentes de financiamiento que promovieron el desarrollo institucional y académico de la antropología norteamericana (Price 2003, Wax 2008). A pesar de ello, estos proyectos fueron denunciados por algunos antropólogos como un intento de utilizar procedimientos y saberes académicos con objetivos militares y de inteligencia. Movilizado por estas inquietudes, el Comité de Ética de la AAA puesto en marcha en 1969, manifestó el rechazo explícito de la asociación a que los antropólogos formaran parte de esas investigaciones. En los últimos años, estas preocupaciones se han visto reeditadas en la academia norteamericana. Si bien los debates se vieron actualizados a partir de la presentación del denominado Proyecto Minerva ii , el punto más alto de las discusiones se dio luego de la publicación del manual “FM-324” (2007). Ese manual de campo estaba destinado a las tropas ocupadas en operaciones de contrainsurgencia en los territorios invadidos de Irak y Afganistán. El documento resaltaba la importancia del “cultural knowledge” para la eficacia de la ocupación militar (Gonzales 2007:7). En el mismo sentido, el ejército norteamericano impulsó la creación del programa “Human Terrain System” a través de su agencia “Training and Doctrine Command”. iii El programa en cuestión promovía la participación de antropólogos en las brigadas de ocupación territorial con el objetivo de producir conocimientos sobre las costumbres, valores y perspectivas de las sociedades ocupadas. En fin, se enfatizaba en la necesidad de entablar relaciones sociales concretas en el campo, orientadas a conocer el punto de vista nativo sobre su propio mundo social y actuar sobre el mismo. En este caso, una vez más la AAA se opuso a la participación de los antropólogos. La asociación consideró que tal participación era violatoria del principio presente en su Código de Ética que establece la obligación de parte de los antropólogos de no producir daño a los grupos que estudian. iv En el marco de aquellos debates, los “cultural advisors” –término con el que se identifica a los profesionales que participaron en las brigadas de ocupación-, fueron acusados por otros colegas de realizar tareas de “espionaje”. La preocupación que orientaba esas acusaciones era la siguiente: si el antropólogo produce conocimientos a través de la relación que ha establecido con sus informantes, y ese conocimiento va a ser utilizado contra las mismas personas entre las que él ha realizado su trabajo de campo ¿No parece ser el suyo entonces, el trabajo de un espía? (cfr. Gledhill 2008). A los efectos de este artículo me interesa resaltar que en el corazón de esta pregunta se encuentra el hecho de que para la etnografía, la construcción de relaciones sociales con los miembros de los grupos que pretendemos conocer, resulta central al momento de producir conocimiento antropológico sobre la vida social. En este caso, la preocupación cobra sentido para quienes participan del debate, como una inquietud relativa a la ética y a los límites de nuestro trabajo. Pero ésta es sólo una cara posible de las acusaciones de espionaje. Por fuera de las disputas que se dan al interior de la academia, los antropólogos solemos ser objeto de acusaciones que provienen de parte de los sujetos con los que trabajamos. De modo corriente, se supone que es necesario establecer lazos de simpatía con los informantes ya que solamente estableciendo relaciones de larga data basadas en la confianza, uno podría recolectar datos adecuados (Bourgois 1995). Sin embargo, creo que en nuestro intento por desarrollar un

4

trabajo de campo sistemático, las relaciones que establecemos con los actores sociales pueden estar construidas –de uno y otro lado- en base a la desconfianza, la duda y la sospecha. Siguiendo esta idea, entiendo que la dificultad o la imposibilidad de establecer relaciones armoniosas y basadas en la confianza, pueden resultar estimulantes para la indagación etnográfica de las percepciones que tienen los actores sobre su propio mundo social. En este trabajo me propongo analizar dos episodios ocurridos mientras realizaba trabajo de campo para mi tesis doctoral. El mismo fue llevado a cabo entre familiares de las víctimas de un incendio ocurrido en un recital de rock en 2004, en la Ciudad de Buenos Aires. Allí murieron 194 jóvenes de una edad promedio de 20 años. El incendio fue producido por el impacto de un fuego de artificio en el revestimiento acústico altamente inflamable, ubicado en el techo del local. En dos ocasiones a lo largo de mi estadía entre estos familiares, se señaló públicamente la posibilidad de que yo estuviera espiando las acciones y debates que los tenían como protagonistas. Al ser considerado como un posible “infiltrado”, v se remarcó mi potencial capacidad de producir un daño al grupo, al traficar y utilizar maliciosamente la información a la que tenía acceso y que producía en mi trabajo de campo. De ser evaluados en términos personales por el investigador, este tipo de situaciones podrían ser calificadas como “angustiantes”, “antipáticas”, “negativas”, etc. Se trata de experiencias que se presentan como alteraciones o disrupciones en relación a la rutina de campo establecida en la investigación. Sin embargo, creo que es posible transformar estos episodios, en apariencia anecdóticos y personales, en instancias de conocimiento. A diferencia del naturalismo (Hammersley 1984), una postura reflexiva entiende que este tipo de episodios deben verse como instancias a ser problematizadas antes que como obstáculos para la investigación: “la trasgresión (lo que llamamos errores o traspiés”) es (…) un medio adecuado de problematizar distintos ángulos de la conducta social y evaluar su significación en la cotidianeidad de los nativos” (Guber 2001: 66). Partiendo de este principio propongo, entonces, analizar dos cuestiones. Por un lado, en la primera parte de este trabajo me interesa comprender algunos de los sentidos implicados en las figuras de “sobreviviente” y en la de “infiltrado”, desde la perspectiva de los familiares. Con ese objetivo señalaré sin extenderme, algunas cuestiones relativas al proceso de acreditación de su condición de “víctimas” frente a ciertas agencias del Estado de la Ciudad de Buenos Aires. Inspirado en algunas ideas surgidas en el campo de los análisis sobre acusaciones de brujería (Douglas 1970; Evans Pritchard 1976; Gluckman 1972, 1973; Hermitte 2004; Mc. Farlane 1970; Strathern 2008), sugiero que las acusaciones lanzadas contra mi persona, deben ser comprendidas en relación a los sentidos y tensiones existentes al interior del grupo estudiado. En segundo término, y de un modo complementario, propongo reponer en el análisis mi rol como antropólogo. Ello se debe a que entiendo que las acusaciones de espionaje de las que fui objeto, hablan tanto de los sentidos que los actores dan a las categorías disponibles en el campo, como de mi lugar en el mismo. Tal como se verá, al igual que en el caso de los debates sobre antropología y espionaje mencionados, en el corazón mismo de estas acusaciones estaba presente la inquietud sobre el destino y el uso que yo le daría al conocimiento producido en el trabajo de campo. Sobre el final de este articulo sugeriré que a pesar de que en un caso quienes estaban preocupados por ello eran los antropólogos expertos y en el otro los nativos, ambos tipos de acusaciones encuentran su fundamento en el modo en que se produce conocimiento desde la antropología social al establecer relaciones personales con los actores sociales cuyo mundo social buscamos comprender. Observar/participar: de la tensión a la primera acusación

5

El “movimiento Cromañón” (también denominado como “familia Cromañón”) está integrado por los padres de las víctimas fatales y los sobrevivientes del incendio. Tal conjunto se fue conformando a la par de las movilizaciones públicas realizadas los días 30 de cada mes, con el objetivo de demandar “justicia” y “cárcel” para quienes consideran que son los responsables del siniestro. Durante el primer año de demandas y manifestaciones públicas, “el movimiento” se ocupó de exigir públicamente el juicio político (“impeachment”) al ex Jefe de Gobierno de la Ciudad, Aníbal Ibarra, por considerarlo responsable político de la “corrupción” que, según señalan, hizo posible la falta de controles que garantizaran la seguridad del público asistente al show. Finalmente un año y medio después del incendio, Ibarra fue destituido luego de lo que los familiares consideran como una intensa “lucha política”. Por su parte, en agosto de 2009 fueron condenados quienes se encontraban procesados en la causa judicial: el dueño del local y el manager de la banda de rock que tocaba esa noche recibieron 20 años de prisión; los músicos, los funcionarios policiales y municipales fueron absueltos. En el “movimiento Cromañón” hay cuatro grupos diferentes conformados por los padres y madres de los fallecidos, que se reunieron de acuerdo a sus afinidades personales y políticas. Se trata de la “Asociación de padres con hijos asesinados en cromañón” (APHAC), “Memoria y Justicia por nuestros pibes” (MyJ), “Familias por la vida” (FpV) y “Nunca más Cromañón” (NMC). En este grupo se centró mi trabajo de campo realizado entre 2006 y 2008. NMC está compuesto por unos 50 padres y madres de las víctimas que se consideran a sí mismos como “familiares directos”, esto es, miembros de la familia nuclear del fallecido. La mayoría de los miembros del grupo son profesionales de clase media (abogados, comerciantes, empleados administrativos, arquitectos, médicos, etc.). De un modo diferente, los parientes de los fallecidos vinculados a los otros tres grupos son de extracción popular. Por otra parte, en esos grupos también participan sobrevivientes del incendio y sus padres, así como personas que no son reconocidas como “víctimas”: se trata de militantes políticos o psicólogos sociales que “acompañan” el reclamo y tienen una postura activa en las discusiones y debates que se dan al interior de los grupos. Los miembros de NMC se reúnen semanalmente con el objetivo de organizar las manifestaciones públicas en las que se vinculan con el resto de los grupos del “movimiento”. Las reuniones se realizan en un salón facilitado por una organización católica, ubicado en el centro de Buenos Aires. El salón fue conseguido por Pablo quien es “padre” y también es abogado de la mayor parte de los familiares de los fallecidos. Además de ser un experto del derecho, los miembros de NMC ven en él a un padre que “sabe de política”. Ello se debe a que Pablo militó durante más de 20 años en el Partido Justicialista. Teniendo en cuenta la relevancia que adquieren este tipo de conocimientos en el contexto de una lucha considerada como “judicial” a la vez que “política”, Pablo ha construido una cierta reputación y se ha constituido en el referente central de NMC. Él modera y orienta las reuniones semanales en las que los miembros del grupo se informan respecto de la situación de la causa judicial penal y debaten los caminos a seguir en relación a las actividades públicas de demanda. Mi llegada a NMC se dio a través de Juan, tío de Luciano, joven fallecido en el incendio. En tanto “tío”, él es el único miembro del grupo que siendo pariente de un fallecido, no es un familiar “directo”. La familia de Juan cuenta con una trayectoria militante que se extiende a lo largo de cuatro generaciones de su genealogía. Su padre, su madre y su abuelo ocuparon cargos de primer nivel en la dirección del Partido Comunista argentino desde la década del ‘50. Al igual que sus propios padres, Juan y sus dos hermanos conocieron a sus respectivas esposas en el contexto de la militancia política. Sonia, la ex-esposa de uno de ellos, es la madre de Luciano y es la referente pública del grupo MyJ.

6

En mi primera visita a NMC, me encontré con un amplio salón en el que había colgados dos cuadros de Juan Pablo II y algunas banderas con los colores del Vaticano. Allí había reunidos unos treinta familiares. Una vez adentro, Juan me presentó a Pablo. En aquella ocasión, y sin que medie presentación alguna al resto del grupo, Pablo me autorizó a asistir a las reuniones asegurando que “no hay ningún problema. Podés venir cuando quieras”. A pesar de esta “bendición” yo no me sentía conforme con el hecho de que Juan no me hubiera presentado al resto del grupo. De todos modos, y dado que supuse que él debía tener buenos motivos para considerar que ese era el modo correcto de introducirme en su mundo, decidí respetar su decisión y no presentarme públicamente. De esta manera, comencé a participar y a tomar notas en mi libreta de campo de las charlas e intercambios que establecían entre sí los asistentes a las reuniones. En la segunda ocasión en que asistí a la reunión grupal, ocurrió un suceso inesperado que me puso alerta sobre las dificultades que debería sobrellevar en el resto de mis visitas. Mientras tomaba notas, uno de los padres que claramente había estado atento a mis movimientos, dijo señalándome: “Perdonen mi ignorancia…pero…este muchacho ¿Es sobreviviente…? ¿O qué es? Porque lo veo…[tomando notas]” Mientras llamaba la atención públicamente sobre mi persona, Mario -tal era su nombre- hacía con su mano el gesto que representa el movimiento de la mano al escribir. Como cabría esperar, dejé de anotar inmediatamente y guardé mi libreta. A través de la gestualidad a la que apelaba, Mario mostraba su preocupación por el hecho de que yo estuviera registrando lo que se hablaba en la reunión. Para él resultaba extraño, tal como confesó más tarde, verme escribiendo constantemente. Mientras que “la participación pone el énfasis en la experiencia vivida por el investigador, a 'estar adentro' de la sociedad estudiada (…) la observación ubicaría al investigador fuera de la sociedad para llevar un registro detallado de cuanto ve y escucha” (Guber 2001: 57). Mi actitud en las primeras reuniones evidenciaba que esta tensión entre observar y participar inherente a la “observación participante” era definida irremediablemente a favor del primero de los elementos de la serie. Esto se debía a un principio que guiaba mis acciones y que yo consideraba como un cuidado adecuado orientado a mantenerme a distancia de “mis” nativos: no debía comportarme como una “víctima” ni como alguien que “acompaña” sino como un investigador que quiere conocer el mundo que los familiares han construido. Al mismo tiempo, consideraba que mi silencio sería interpretado como una muestra de respeto hacia su “dolor”, al no entrometerme en sus asuntos. Por ello, me había cuidado muy bien hasta entonces de no tener actitudes que yo creía reservadas a las “víctimas”, tales como participar en los debates y expresar públicamente mis opiniones personales. Sin embargo, esta era justamente una de las cuestiones que llamaba la atención de Mario. A la novedad de mi rostro, se había sumado mi obsesión por registrar todo: el resultado de esa sumatoria era que mi conducta aparecía como la de alguien “de afuera” preocupado sólo en registrar cuanto se decía y no en participar de la dinámica grupal. En mi intento de acercarme a estos familiares con el objetivo de producir algún tipo de conocimiento sobre su propia cotidianeidad, las cosas no estaban saliendo tal como yo lo esperaba. La duda planteada, se revelaba como una sospecha: si yo era un sobreviviente ¿Porqué me comportaba como alguien “de afuera” preocupado sólo en registrar cuanto acontecía en la reunión? De un modo opuesto, si yo no lo era ¿Qué hacía allí tomando notas? ¿Cuál era el objetivo de mi participación en el grupo? Pero la pregunta que Mario había lanzado no estaba dirigida a mí sino a Pablo que estaba moderando la reunión. Llevando las manos a su cara y en un gesto dubitativo él le respondió que yo era un periodista. Intentando salvar la situación, Juan, mi “portero”, increpó a Mario señalándole que él siempre generaba situaciones de enredos y que promovía

7

confusiones. En un intento de disipar la tensión surgida entre ambos, decidí intervenir. Teniendo en cuenta que era la segunda reunión a la que asistía, lo hice de un modo tibio y temeroso. Desde mi asiento, sin levantarme dije: “No, perdón, soy estudiante de la UBA y soy amigo de Celeste, la hija de Juan. Estoy estudiando como se organizan los familiares de los chicos”. Juan intervino a mi favor diciendo que hacía meses que yo asistía a las marchas y actividades y que por lo tanto, como los militantes políticos y los psicólogos sociales, “acompañaba” a los parientes de los fallecidos en el incendio. A pesar de ello, contrariamente a lo que yo hubiera esperado, la explicación sobre mi presencia en la reunión tuvo un efecto que complejizó las cosas aún más. Así, la siguiente intervención, logró desbaratar del todo la tensión a la vez que me ubicó en un lugar más incómodo aún. Alberto, otro “padre”, afirmó a viva voz y entre risas: “¡Es estudiante de la UBA y tiene una beca Ibarra!”. A través de este comentario él expresaba de modo humorístico mi posible asociación con Aníbal Ibarra, ex Jefe de Gobierno de Buenos Aires, a quien los familiares consideran como el responsable penal y político de la muerte de sus hijos. Luego de esto, todos rieron y yo me sumé, bien que de un modo nervioso, a las risas generalizadas. Como un modo ritualizado de señalar el papel indeterminado que para algunos tenía mi presencia allí, las sospechas eran expresadas a través de giros humorísticos que implicaban cierta hostilidad (Lloyd-Peters1972; Radcliffe-Brown 1974). Luego de la intervención de Alberto, Pablo cambió el tema de la conversación quitando importancia a lo sucedido y la reunión siguió su curso habitual. A lo largo de mi presencia en las dos reuniones, mis actitudes habían llamado la atención de quienes me señalaron. Mientras mis acusadores esperaban una mayor exposición de mi parte, algún tipo de declaración pública que les permitiera explicarse mi presencia en la reunión de NMC, yo respondía con silencio y con anotaciones en mi libreta. Al mismo tiempo, mientras yo consideraba mi silencio como una forma de no alterar la dinámica “natural” de la reunión con mis opiniones, ellos pretendían escuchar alguna manifestación de mi parte que les diera alguna pista sobre mi persona. Quizás, alguna señal de mi compromiso con su “lucha”. La inquietud sobre mi comportamiento tomó la forma de una acusación pública que dejó abierta la posibilidad de que mis acciones estuvieran motivadas por intenciones contrarias a las del grupo, tal como lo expresaban las palabras de Alberto. Puede verse entonces que los señalamientos públicos de los que fui objeto expresaron la preocupación por una conducta socialmente inadecuada que merecía ser destacada. La acusación como un mecanismo de control (Evans-Pritchard 1976; Hermitte 2004; Mc. Farlane 1970), hacía visible la conducta de un sujeto –el antropólogo- que podía ser considerado como “sospechoso”. Al señalarse públicamente mi lugar indeterminado en el grupo, sus fronteras se redibujaban. Por los motivos señalados, para las reuniones siguientes, consideré adecuado tomar otros cuidados con el objetivo de evitar pasar nuevamente un mal momento. Comencé a hablar más fluidamente con todos los padres e intenté explicarles el motivo de mi presencia en el grupo. En cada ocasión que pude hacerlo, también manifesté mi compromiso con la “lucha” y mi convicción personal de que los responsables de la muerte de sus hijos deberían ser condenados. Con la misma intención, en ocasión de las marchas de los días 30 de cada mes, me mostré interactuando abiertamente con miembros de otros grupos como FpV y MyJ, el grupo en el que la cuñada de Juan es referente pública. Mediante mis intervenciones, pretendía dejar en claro ante la mayor cantidad posible de miembros de la “familia Cromañón” que como antropólogo, mi intención era estudiar el mundo de los familiares. En lugar de resguardar mi posición en el campo, la exponía. Como puede verse, estas acciones estaban orientadas de un modo opuesto a lo que había considerado como adecuado hasta el

8

momento. Ahora consideraba à la Malinowski, que con el paso del tiempo y como consecuencia de mi nuevo comportamiento, los miembros de NMC se habrían desentendido de mi persona y que habrían “dejado de interesarse, alarmarse o autocontrolarse por mi presencia” (Malinowski 1975: 25). De este modo, remitía la acusación sufrida al hecho de que el grupo se había alterado en mis primeras visitas sólo porque había llegado alguien nuevo, un extraño entre ellos, que no había dado las señales adecuadas de compromiso con la “lucha” y que había privilegiado mantenerse apartado. Con el paso de los meses pensaba que los miembros del grupo estaban en el proceso de “considerarme como parte integrante de la vida, una molestia o mal necesario…” (ibidem.). Sin embargo, estos supuestos chocarían nuevamente con las sospechas de algunos padres que se ocuparon de señalar públicamente mi potencial “peligrosidad”. Finalmente, la ilusión de invisibilidad se develaría en su fantasía. Segunda acusación: los “infiltrados” y el tráfico de información Algunas reuniones después de aquella en la que fui acusado, los miembros de NMC propusieron al resto de los grupos la creación de una “Asamblea de familiares”. Su idea era que en la misma pudieran participar aquellos padres y madres “desmovilizados” que no eran miembros de ningún grupo. Para lograr que se acercaran a participar en “la lucha” creían necesario que quedaran excluidos de la asamblea los militantes de partidos políticos de izquierda que “acompañan” el reclamo. Según consideran, ellos tienen “intereses políticos” diferentes a los que debería tener un familiar en busca de “justicia”. Esta iniciativa funcionó durante algunos meses a razón de un encuentro por mes. Sin embargo, durante la realización de la cuarta asamblea ocurrió un suceso inesperado. Luego de una importante discusión que tuvo como eje una disputa sobre los modos considerados como adecuados de manifestarse públicamente en las marchas que organizan (Zenobi 2010 a), la “familia Cromañón” se dividió en dos partes. De un lado quedaron los impulsores de la asamblea -los miembros de NMC, con Pablo a la cabeza- y del otro, el resto de los grupos que habían decidido abandonarla. Según palabras de Pablo, la ruptura de la asamblea había sido promovida por Sonia, la cuñada de Juan. Para él se había tratado de una conducta “politizada” que buscaba la división del “movimiento”. Para apoyar su tesis, recordó el hecho de que Sonia “sabe de política” pues cuenta con una trayectoria como militante del Partido Comunista en su juventud y es militante de la “Asociación Madres de Plaza de Mayo” en la actualidad. Esta tesis fue apoyada por Andrés, un “padre” que suele manifestarse frecuentemente en contra de “la politización” de “la lucha”. Sin embargo, Juan intervino señalando que la actitud de Sonia no debía explicarse por una cuestión “política” sino por su carácter psicológico: dijo que se trataba de una mujer “loca” e “iracional”. En el contexto de este debate, cuatro meses después de la primera acusación, llegó el turno de la segunda. Esta vez, el episodio tomó la siguiente forma. En medio de la discusión sobre el camino a seguir luego de la ruptura del “movimiento”, Andrés dijo señalándome: “Yo sé que algunas cuestiones que hablamos en este grupo, han llegado a ser conocidas por los otros grupos. Si bien puede ser a través de otra persona, yo quisiera saber cuál es la posición del muchacho en todo esto…porque acá somos todos familiares y él es el único no familiar”. Juan, que estaba sentado delante de mí, se dió vuelta violentamente y mirándolo fuera de sí dijo: “¡Pero esto ya está hablado! ¡No puede ser!”. Dirigiéndose a todo el grupo y sin mirar a Juan, Andrés empeoró las cosas al decir “A mí me dijeron que es amigo de Celeste, la hija de Juan”. Evidentemente, para Andrés, esa no era una referencia suficiente sobre mi persona. En medio de un debate muy tenso, las sospechas sobre mi actividad en NMC cristalizaban en esta acusación pública. Luego de estas palabras, Juan se levantó de su silla, tomó su bolso y se retiró de la reunión dando muestras de indignación. Los miembros del grupo comenzaron a

9

hablar entre sí y en medio del bullicio me puse de pie. Algunos vociferaban “¡Déjenlo hablar!”, exigiendo el “derecho a defensa”. vi Con la voz entrecortada, pero con más conocimiento del campo y de cómo desenvolverme en el mismo, decidí intervenir. Mis palabras comenzaron del siguiente modo: “Mi nombre es Diego. Soy antropólogo y estudiante de posgrado de la Facultad de Filosofía y Letras”. Esta vez, a lo largo de varios minutos y no sólo a través de una oración simple, expliqué que estaba estudiando “como se organizan los familiares de los 'chicos'“, que soy becario del CONICET, etc. Intenté transmitirles la importancia que le daba al hecho de que me permitieran participar en esas reuniones. Expliqué que por el carácter de mi trabajo, en ciertas ocasiones debía charlar con padres, sobrevivientes y militantes políticos de otros grupos con los que ellos no tenían buena relación. También hice pública una vez más mi posición política personal: yo quería, al igual que ellos, “justicia para los chicos”. Para finalizar opté por darles la posibilidad de que, al menos por ese día, aceptaran mi retirada. La respuesta fue unánime y enfática: no era necesario que me fuera de la reunión. Es más, no iban a aceptarlo. Luego de mi propuesta, abundaban las expresiones faciales que intentaban minimizar el suceso y las señas que pretendían reducirlo a la mala disposición de un padre algo desubicado. Varios exageraban sus expresiones faciales y señalaban “No te vayas…no hace falta. Sentate…”. Algunas madres intervinieron en mi defensa diciendo que me conocían desde hacía tanto tiempo o desde tal o cual evento, y comentaban lo agradables que fueron algunas charlas que pudimos compartir; otras aclaraban que, efectivamente, ellas sí sabían de qué se trataba mi presencia en el grupo. Si en el primer episodio mi apariencia juvenil pudo haber estado en la base de las sospechas sobre si yo era o no un sobreviviente, ahora en cambio, la cuestión generacional no jugaba el mismo papel. En este caso, a diferencia del episodio anterior, Andrés agregó algo que vendría a confirmar mis suposiciones y a reforzar mis preguntas de investigación. Insistiendo, decía que su observación sobre mi persona se debía a que era necesario aclarar cuál era mi papel allí o, por lo menos, definir si yo era o no un “infiltrado”: “Te explico...acá hubo gente infiltrada…por eso lo dije en público, para hacerlo más transparente…”. Sobre el final de la reunión yo me sentía todo lo opuesto al investigador que con el tiempo deja de ser “un elemento disturbador” (Malinowski op. cit: 60). En cambio, sentí que todo el grupo se había conmocionado por lo que yo sospechaba que era mi “invisible” e “inofensiva” presencia y que quizás a lo largo de todos estos meses, algunos me habían estado mirando con recelo. Las actitudes que había tomado luego de la primera acusación, con el objetivo de exponerme con mayor énfasis como un investigador en el campo, no estaban teniendo el efecto buscado. Andrés sospechaba que yo estuviera entregando a los miembros de otros grupos con los que me había mostrado públicamente, información que él consideraba relevante. Si bien yo creía haber aprendido algo del episodio anterior, esta nueva situación volvía a ubicarme en el lugar de sospechoso. Para aumentar mi desazón, como producto de este episodio se habían tensionado y quizás roto -no podía saberlo en ese momento-, las relaciones entre Juan y Andrés. El miércoles siguiente llegué un rato antes del comienzo de la reunión. En la entrada del local me encontré con Lila, una de las madres que había reclamado por mi “derecho a defensa”. Sin que yo hablara del tema, ella lo abordó por cuenta propia. Para Lila el episodio de la reunión anterior se debía a un desequilibrio emocional de parte de Andrés producto del “dolor”. Por ese motivo, decía que yo no debía darle mayor importancia a la acusación: “hay cada loco...qué se va a hacer, pobre...”, eran sus palabras. Un rato después se sumó a la charla Raúl, su esposo. A diferencia de lo que pensaba su esposa, para él la acusación tenía consistencia y no era un producto de la inestabilidad emocional de Andrés. En cambio, la

10

historia de la “familia Cromañón” indicaba que la presencia de infiltrados era una circunstancia siempre posible: “…acá hubo infiltrados desde el principio…por eso Andrés te dijo lo que te dijo”. Su relato fue apoyado por Lila quien confirmó que en las primeras reuniones del grupo, un hombre que decía pertenecer al Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y ofrecía subsidios a familiares y sobrevivientes del incendio, fue identificado como un “infiltrado” y fue expulsado de las reuniones. Las afirmaciones de Lila rememoraban el comentario humorístico realizado por Alberto en el primer episodio e indicaban que los “infiltrados” eran para ellos, agentes vinculados al Estado que pretendían infligir algún tipo de daño sobre esta comunidad. vii Para ellos, la presencia de infiltrados enviados por el gobierno formaba parte natural de la “lucha política”. Esa presencia podía explicarse como un intento de parte del Estado de obtener información, con el objetivo de perjudicar al “movimiento” que le demandaba “justicia”. Estaba claro que en mi afán de estudiar los modos de organización del grupo, había ingresado a un campo de relaciones sociales previas y de algún modo mi persona social estaba siendo evaluada en relación a ellas. De un modo u otro se me estaba asignando un lugar dentro de ese entramado según categorías que para estos familiares tenían un sentido y una historia particular. Así como Mead, a lo largo de su trabajo de campo en Samoa, no podía evitar verse “prisionera entre las redes del rango real” (1983) al ser considerada como un “taupou”, yo me encontraba embrollado en las mismas redes que los actores sociales habían tejido para sí y de las que creía estar eximido al suponerme “externo”, “invisible”, “inofensivo”, etc. Mi lugar de observador estaba siendo significado por los actores sociales quienes actuaban en consecuencia. Tal como puede verse en estos episodios, lejos de permanecer como una realidad encerrada en sí misma o como un medio para obtener información, el trabajo de campo afecta y es afectado por las relaciones sociales que se analizan. Bajo estas circunstancias, los supuestos de las corrientes de corte epistemológico positivista que pretenden un investigador neutral, mero observador no conflictivo de cara a una realidad externa, devienen una quimera. El proceso de acreditación de las “víctimas” y los “falsos sobrevivientes” En los estudios inspirados en una perspectiva procesualista, las acusaciones de brujería son consideradas como expresiones de conflictos que exceden el marco de las relaciones interpersonales. Tales acusaciones están relacionadas con las contradicciones normativas y los conflictos internos del campo social en cuestión, que podrían ser identificados a través del análisis de esos procesos acusatorios (Gluckman 1973; 1978; Turner 1996). Frecuentemente esas tensiones profundas encarnan en personas concretas cuyo rol y posición social expresan una indeterminación que resulta preocupante para el resto de los actores. En ese sentido, tal como señaló Gluckman en su clásico trabajo sobre la lógica de la brujería (1973), las acusaciones recaen habitualmente sobre ciertas clases de personas y no sobre otras. viii Siguiendo estas ideas, en el presente apartado pretendo dar cuenta de los motivos por los cuales al interior del “movimiento” suelen darse episodios acusatorios en los que los familiares señalan a determinados sujetos como “falsos sobrevivientes”. Al hacerlo, será posible comprender las causas de que “sobreviviente” e “infiltrado” hayan sido las categorías a través de las cuales encontraron expresión las sospechas sobre mi persona. En tal sentido, luego de las acusaciones, yo me preguntaba si estos padres creían que un “sobreviviente” podía actuar como un espía, con el objetivo de conseguir información sólo accesible a los miembros de NMC. Pero la cuestión también podía plantearse del modo inverso ¿Podía un “infiltrado” actuar y hacerse pasar falsamente por un sobreviviente del incendio? Con el objetivo de responder esta pregunta considero relevante inscribir las acusaciones en un

11

contexto más amplio que excede el marco de las relaciones interpersonales establecidas entre los familiares y mi persona. Para ello voy a introducir una breve descripción y el análisis del proceso de acreditación de la condición de “víctima” frente a diversas agencias estatales, del que fueron protagonistas los padres de los fallecidos en el incendio y los sobrevivientes del mismo. Luego del incendio, el “Programa de Atención integral a las víctimas del 30 de diciembre de 2004” ix se ocupó de organizar las acciones previstas para la atención médica y psicológica de sobrevivientes y familiares de los fallecidos. Entre las acciones del Programa estaba incluido el pago del “Subsidio Único para las Víctimas del 30 de diciembre de 2004”. x Los fundamentos de la creación de este subsidio, señalaban que la asignación de la ayuda económica debía destinarse a “quienes sufrieron la perdida de un familiar directo y a quienes hayan padecido o padezcan afecciones de salud que podrían guardar relación directa con los hechos” (subrayado mío). En el primero de los casos, para que los padres de los fallecidos se constituyeran en víctimas reconocidas por el Estado, el trámite necesario requería la certificación ante el Programa del vínculo filiatorio con la víctima fatal. Esto se hacía mediante la presentación de diversas documentaciones tales como Documento Nacional de Identidad, Partidas de nacimiento y Libreta de Matrimonio. Desde la perspectiva de los padres de las jóvenes víctimas, los documentos mencionados ratificaban la relación filial concebida como “natural”. Para ellos, la misma está fundada sobre un vínculo (biológico) más allá del Estado, del cuál éste sólo es garante. Por su parte, el modo en que los sobrevivientes del incendio debieron acreditar su relación con el mismo, era diferente. Los requisitos para acceder al “Subsidio Único” en este caso, eran los siguientes: “a) Acompañar constancia médica de que el interesado se encuentra en tratamiento y su diagnóstico. b) Acompañar constancia de que se encuentra en tratamiento psiquiátrico o psicológico y está imposibilitado de retornar y/o continuar con sus tareas habituales”. xi Tal como puede verse, en este caso, era necesario presentar una constancia que diera cuenta de un estado de vulnerabilidad física o psicológica. Estos certificados de atención médica podían conseguirse de dos modos diferentes. O bien se trataba de aquellos que habían sido entregados tras la hospitalización la misma noche del incendio, o bien podía accederse a ellos varios meses después cuando la persona se incorporaba a las acciones de atención que formaban parte del Programa. Esos documentos también fueron para la Justicia Federal el criterio determinante para demostrar la condición de “sobreviviente”. Contar con un certificado que acreditara haber sido atendido en un hospital la noche del incendio, era el primer paso necesario para quienes quisieran constituirse en “querellantes penales”. La Justicia los aceptaba como tales teniendo en cuenta que “fueron atendidos en distintos nosocomios el día del hecho, lo que alcanza por el momento para tener por acreditado que concurrieron a 'República Cromañón' y que a causa de ello sufrieron lesiones” (subrayado mío). xii A lo largo del proceso de acreditación, las agencias estatales identificaban a “un individuo como único y particular (…) a los fines de conceder derechos y exigir deberes” (Peirano 2002: 37). Como parte del mismo, estos certificados habilitaban a quienes se presentaban como “sobrevivientes” a participar como tales en los diversos circuitos burocráticos. Pero si bien para el Estado municipal y para la Justicia Federal tales producciones estatales fueron consideradas como suficientes para refrendar la condición de “sobreviviente”, no todos los familiares de las víctimas fatales piensan del mismo modo. Buena parte de ellos creen que muchas personas “inmorales” e “inescrupulosas”, accedieron a la atención médica y psicológica con el objetivo exclusivo de conseguir el certificado que les permitiera cobrar el “Subsidio Único”, sin haber estado presentes en el incendio. En la

12

“familia Cromañón” son varios los casos de personas que son señaladas como “falsos sobrevivientes”. xiii Según algunos miembros de NMC, se trata de personas que se lastimaron en eventos ajenos al incendio y que, tras acercarse a algún hospital para ser atendidos, desplegaron un relato sobre su presencia en el mismo. Simulando haber estado presentes allí y haciéndose de una constancia que acreditara su condición de sobrevivientes del incendio, el acceso al “Subsidio Único” estaba asegurado. Las dificultades en determinar la condición “real” de esos sobrevivientes se expresa en la inquietud de que “los sobrevivientes pueden inventarse”. Cuando alguien es acusado de ser un falso sobreviviente, “la acusación se presenta como un modo de lidiar con la indeterminación” (Gluckman 1972: 152) expresada en esa sospecha. xiv Las sospechas de que alguien pueda simular ser un sobreviviente del incendio, se deben a que tal categoría es para estos miembros de NMC, producto de una construcción burocrática endeble. Tal como acabo de señalar, en este caso nos encontramos frente a certificados producidos a partir de los relatos de la experiencia de haber “estado allí”. En ese proceso, los certificados son escindidos de la experiencia de las víctimas y ésta es objetivada a través de la palabra experta en un documento legal (Fassin y d’Haillun 2005). Tales documentos se constituyen en el nexo causal entre una persona y el incendio al objetivar su experiencia de aquella noche; por lo tanto, ellos no demuestran un vínculo preexistente entre una persona y el evento dado que son ellos mismos los que lo instituyen al objetivar la experiencia narrada. Ellos “son” el vínculo y el vehículo de su construcción. Es por este motivo que, para estos familiares, la constancia de atención médica no acredita a los sobrevivientes frente al Estado sino que los crea, al crear el vínculo entre ellos y el incendio a través del relato. Al mismo tiempo, se representan el caso propio de un modo inverso. Mientras que el certificado de atención médica y psicológica es considerado como un producto ex post facto, como causa y no como consecuencia de “haber estado allí”, el vínculo que ellos mantienen con la víctima fatal es concebido como producto de una relación filial “natural”. Dado que tal relación es representada como previa e independiente del documento que la legitima, la condición de “familiar”, a diferencia de la de “sobreviviente”, no es asumida como un resultado del proceso de acreditación de la condición de “víctima”. xv Ello explica el hecho de que, a diferencia de los casos de “falsos sobrevivientes”, nunca haya tenido noticias acerca de acusaciones a falsos familiares. Considero que para comprender porqué al investigador se le pueden asignar ciertos roles, es necesario abordar la problematización de ciertas categorías nativas disponibles en el campo de relaciones sociales estudiado. En ese sentido, si “sobreviviente” formó parte de la acusación, quizás ello se debió a que algunos la consideran como una categoría fácilmente manipulable. Si algunos padres creían que yo podía ser un infiltrado, pues bien, un infiltrado que quisiera hacer daño al grupo, bien podría ocultar sus (malas) intenciones haciéndose pasar falsamente por un sobreviviente del incendio. Simulando ser una víctima, tendría las puertas abiertas para participar en las actividades de NMC y de la “familia Cromañón”, aún cuando sus objetivos fueran opuestos a los de los familiares y pretendiera ejercer algún tipo de daño sobre ellos. Por este motivo, cuando me relataron el caso de “Fito”, un infiltrado que con el objetivo de captar las voluntades de los parientes de las víctimas, ofrecía subsidios a pocos días del incendio, me resultó muy comprensible que me lo presenten como el caso del “sobreviviente-infiltrado”. Me interesa resaltar entonces, que de un modo similar a lo que ocurre en el caso de las acusaciones de brujería, aquí la acusación se asentó sobre cuestiones inherentes a la dinámica social propia del campo en el que fue imputada (Gluckman 1973; Strathern 2008). El modo particular que tomó, se debió en parte a cuestiones que están más allá de las relaciones

13

interpersonales que me vinculaban a los miembros de NMC. Tal acusación estaba relacionada con las representaciones y valoraciones diferenciadas de parte de los familiares sobre las formas de acreditación burocrática de las “víctimas”. El antropólogo como productor de conocimiento Con el objetivo de reconstruir la perspectiva de los actores en tanto construcción teórica orientada por el investigador, resulta necesario establecer relaciones y lazos con los nativos. La importancia de realizar trabajo de campo con ese fin, se debe a que “ningún dato tiene importancia por sí mismo sino es en el seno de una situación como expresión de un haz de relaciones que le dan sentido. Esto es: los datos se recogen en contexto, porque es en el contexto donde adquieren significación” (Guber op. cit: 81). De este modo, afirmar que el conocimiento generado a través del trabajo de campo es producto de “una interacción humana y no algo meramente ‘extraído’ de los informantes nativos” (Scheper-Hughes 1977: 35), especifica que el mismo es producto del establecimiento de relaciones sociales, y que por ese motivo, siempre debe ser entendido en el contexto local de su producción, de sus idas y vueltas, de sus vaivenes y entredichos. xvi La necesidad de tejer lazos con los sujetos implicados en las relaciones sociales que se pretende estudiar y el hecho de frecuentar sus espacios de sociabilidad, conduce a establecer vínculos más o menos orgánicos con ellos. Una vez que el etnógrafo ha pisado suelo nativo al intentar establecer esas relaciones, ha quedado atrapado en las tensiones, conflictos y dinámicas propias del campo en el que desenvolverá su actividad. Las acusaciones públicas suscitadas en el marco del trabajo en terreno confirman que el antropólogo es evaluado de acuerdo con las categorías disponibles en el campo, categorías cuyo sentido deriva de las relaciones y principios que le resultan propios. Hasta aquí sabemos que para algunos familiares “sobreviviente” parece ser -a diferencia de “familiar”- una categoría falseable: ciertas personas que buscan una ventaja personal pueden valerse de ella para acceder al “Subsidio Único”. El “infiltrado”, en cambio, aparece como un agente vinculado a alguna agencia estatal; su objetivo es el de producir algún tipo de daño sobre el conjunto a partir de la utilización maliciosa de la información que dispone. A causa de ambos motivos, un “infiltrado” podría hacerse pasar por un “sobreviviente”. Con el objetivo de comprender porqué se me señaló como un sujeto peligroso, hasta el momento he considerado algunos aspectos relativos a mi comportamiento en el grupo y he indagado en algunas percepciones de los miembros de NMC sobre el proceso de acreditación de la condición de “víctima”. Pero si bien las acusaciones expresaron tensiones propias de la comunidad estudiada, considero que también pusieron en evidencia ciertas inquietudes sobre mi papel como antropólogo en ella. Según creo, esos señalamientos públicos combinaron tensiones que están más allá de mi posición en el grupo, con una preocupación generada por la naturaleza de mi rol en el mismo. Para completar el círculo, y comprender porqué fui acusado a través de la categoría de “infiltrado”, creo ahora necesario dar un paso más y reponer mi lugar como investigador en el grupo. Como parte de las nuevas actitudes adoptadas luego del primer episodio acusatorio, fui percibido por algunos de mis interlocutores de un modo diferente. Sin embargo ello no evitó una segunda acusación. Al principio de mi llegada al campo yo había pretendido ganarme su confianza a través del permiso que me había dado Pablo para presenciar sus reuniones. También había pretendido comportarme como alguien “de afuera” que mantendría en reserva sus opiniones personales, que respetaba su “dolor” y que no pretendía alterar el curso “natural” de sus relaciones. De todos modos, algunos de ellos desconfiaban de esa posición. Tal desconfianza se debía a que como parte de su “lucha política” contra el Gobierno de Buenos Aires, se habían enfrentado en diversas ocasiones a “infiltrados” enviados por el

14

mismo. Estos personajes se habían presentado falsamente como sobrevivientes del incendio. Luego de la primera acusación, consideré que resultaría más adecuado exponer en cada circunstancia posible mi carácter de investigador universitario. Esta nueva actitud hizo posible que se me acusara de compartir información con miembros de otros grupos con los que había decidido mostrarme públicamente. La segunda acusación dejaba expuesto el hecho de que el problema ya no era mi potencial relación con el gobierno, sino mi relación con otros grupos de familiares. Luego de la segunda acusación, a cuatro meses de haber comenzado mi trabajo de campo, yo me preguntaba cuál era mi lugar en NMC y de qué manera considerarían sus miembros mi participación en él ¿Era yo “uno más”? ¿Era alguien “de afuera”? Algunas semanas después comentaba con Juan el segundo episodio y él me decía: “¿Cómo te va acusar así? Si vos venís a acompañarnos! Estás en todas las marchas, en las reuniones…no venís como analista”. Mientras él me veía como un amigo que “acompañaba” el reclamo, no todos los miembros del grupo me ubicaban en ese lugar. Teniendo en cuenta que había manifestado públicamente mi apoyo a su “lucha”, no podía dejar de preguntarme porqué algunos como Andrés, no me consideraban del mismo modo que consideraban a los psicólogos sociales o a los militantes de partidos políticos que apoyaban la causa. En principio, creo que para comprender la diferencia planteada entre una y otra perspectiva sobre mi persona, resulta central llamar la atención sobre un importante contraste entre el primero y el segundo episodio. En la primera ocasión se trataba de mi segunda visita al campo y los familiares del grupo, a excepción de Pablo y Juan, no me conocían ni sabían nada sobre mi trabajo. En el segundo caso en cambio, quien me acusaba, había escuchado la presentación a través de la cual yo había explicado que era un antropólogo interesado en conocer cómo se organizaban los padres de las víctimas fatales. Por otra parte, me había visto durante meses realizando actividades junto a ellos y habíamos compartido charlas y situaciones de diverso tipo. Andrés sabía que mi participación en el grupo tenía como objetivo producir conocimiento sobre su mundo. Conociendo mis intenciones de establecer relaciones con ese objetivo, y preocupado por el destino de la información a la que yo accedía, él había señalado a través de la acusación, mi potencial capacidad de “llevar y traer”, de traficar información. A diferencia de Juan, al no considerarme como uno de “los que acompañan”, ponía de relieve el hecho de que yo estaba estableciendo relaciones sociales que tenían como último fin esa producción de saber: a diferencia de los militantes y de los psicólogos sociales, en este caso mi condición de antropólogo “registrándolo todo”, cobraba mayor peso en la evaluación que él hacía de mi persona. Él me recordaba que yo no estaba ahí tanto para apoyar su causa, sino para trabajar por la mía. La intranquilidad sobre mi papel en NMC, expresaba una preocupación sobre el destino que yo podría darle a la información a la que accedía y que producía a partir del trabajo de campo. Para comprender porqué se me consideró como un sujeto peligroso, debe prestarse atención a mi condición de productor de conocimiento y a las herramientas metodológicas por mí elegidas, herramientas que implicaban el establecimiento de relaciones sociales con los miembros de esta comunidad con el objetivo de conocer su mundo social. Al ser infligidas sobre la persona del antropólogo, las acusaciones recaían sobre una relación social que mi persona expresaba particularmente: aquella que se da entre investigador y sujetos de estudio. Como he señalado a lo largo de este trabajo, la etnografía ha asignado una importancia central al trabajo de campo en la reconstrucción de las perspectivas locales. Puede verse entonces, que el requisito necesario que la etnografía plantea como paso número uno para conocer esas perspectivas, era también la piedra de toque sobre la que aquellas

15

acusaciones podían levantarse. Mi posición en el grupo, inscripta en el contexto más amplio al que me he referido, hacía posible que yo fuera señalado como una “bruja”. Creo que la relación que el etnógrafo establece con los sujetos con el objetivo de conocer su mundo social, resulta problemática ya que éstos se encuentran inscriptos en redes de relaciones previas a su llegada que cuentan con sus propias tensiones. En la medida en que los datos se producen dentro de esta red de relaciones en la que él está sumergido, “estar ahí” permite producir un tipo de conocimiento íntimamente ligado a la dinámica propia del campo que se estudia. Los usos de la metodología que el investigador actualice en el mismo y las técnicas que allí despliegue estarán siempre atravesadas por la coyuntura del mismo y por la especificidad de las relaciones sociales que allí están en juego. Por este motivo, resulta imprescindible integrar analíticamente situaciones como las que aquí he analizado al objeto de estudio construido. Si el objetivo es comprender las perspectivas nativas, creo que esas situaciones bien pueden decirnos algo acerca de ese objeto. Si bien la investigación depende de ciertos factores que podrían considerarse constantes (como la biografía del investigador, las opciones teóricas de la disciplina en determinado momento o el contexto histórico-político más amplio) las situaciones imprevisibles que se configuran en el día a día local de la misma no son menos importantes en su determinación (Peirano 1995). Así como diversos contextos sociales cuentan con sus propias tensiones internas, el hecho de que el antropólogo se interese por recabar y generar información en ellos, es un importante factor que puede colaborar a generar inquietudes. Recuperando el vínculo conflictivo que establecemos con nuestros informantes al intentar producir conocimiento sobre sus vidas cotidianas, no resulta extraño que otros investigadores en otros contextos, hayan sido acusados de ser espías. Tal como he intentado demostrar aquí, tales episodios pueden colaborar a configurar ciertas preguntas vinculadas a la perspectiva de los actores sobre temas importantes para ellos. Al mismo tiempo nosotros, en tanto investigadores, podemos restituir nuestro lugar como productores de conocimiento al analizar las relaciones que entablamos con los informantes. Comentario final: el antropólogo en la red He señalado en la introducción que la búsqueda de empatía y de generar lazos de larga data que permitan establecer relaciones de confianza, se presentan habitualmente como cuestiones centrales para conducir la investigación a “buen puerto”. De todos modos, en este caso, la desconfianza y la forma concreta que tomaron las acusaciones, resultaron productivas y me condujeron a realizar ciertas preguntas en determinada dirección. Tal movimiento estuvo guiado por aquellas cuestiones que resultaban significativas para los propios actores. En el clásico “Brujería, magia y oráculos entre los azande” (1976), señala Evans-Pritchard que si bien al principio de su investigación, él no tenía un interés particular por la brujería, los azande sí lo tenían, por lo tanto se dejó orientar por ellos. Tanto en el primer episodio como en el segundo, la relación entre investigador y nativos fue reconocida como problemática. La preocupación se expresó a través de ciertas categorías locales cuyo sentido derivaba de un contexto más amplio que el de las relaciones establecidas entre estos padres y yo. De esta manera, en esos señalamientos públicos se combinaron conflictos que estaban más allá de mi posición en el grupo, con otras inquietudes generadas por la naturaleza misma de mi rol de investigador en el mismo. En este trabajo he optado por atender a ambas cuestiones. En primer lugar, he intentado demostrar que las ideas sobre “falsos sobrevivientes” e “infiltrados” hunden sus raíces en las relaciones establecidas entre familiares y agencias del Estado, relaciones mediadas por el proceso burocrático de acreditación de la condición de “víctima”. De un modo complementario, he intentado reponer

16

mi lugar como antropólogo en el campo. Las tensiones expresadas en torno a mi papel como productor de conocimiento -me refiero a la incertidumbre relativa a cómo clasificar a mi persona y mi participación en NMC- me obligaron a hacerlo. En sintonía con la propuesta de Strathern, quien señala la necesidad de fundir la perspectiva social-procesual y la cognitivointelectualista en el estudio de las acusaciones de brujería (2008), he intentado remarcar que los modos de acción de los familiares y las representaciones sobre su propio universo se presentaron indisolublemente ligados en las situaciones analizadas. Coincido con quienes afirman que desde las corrientes realistas y naturalistas el lugar del investigador no es problematizado (Frederic 1999, Hammersley 1984). De todos modos, un análisis centrado en el rol del antropólogo en el campo, que obvie problematizar las categorías con las que los actores piensan y construyen sus mundos cotidianos, hubiera resultado incompleto para comprender los sentidos de los episodios que he descripto. De un modo opuesto, un examen enfocado en el estudio de estos sentidos nativos que no aborde el lugar específico del antropólogo en un universo al que ha llegado sin que lo llamen, tampoco hubiera resultado suficiente. Esto se debe a que la opción por el trabajo de campo etnográfico implica enredarse en la red local de relaciones sociales, quedar atrapado en ellas y si la situación así lo requiere, tener que reacomodarse a las nuevas circunstancias. Al hacerlo, el antropólogo no puede evitar encontrarse atravesado por las mismas categorías y relaciones que conciernen a los miembros del grupo social que ha decidido estudiar. Así, si bien es cierto que los nativos tienen sentidos propios para “su mundo”, también debe tenerse en cuenta que a través del trabajo de campo, los antropólogos pasamos a formar parte del mismo y que nuestras acciones son evaluadas en consecuencia. Como expresión de ello, siempre está latente uno de los mayores temores de cualquier etnógrafo: tener que salirse de la red y verse obligado a abandonar el campo. El miedo a ser rechazado o expulsado habla del estrecho vínculo entre la construcción de relaciones sociales y la producción de conocimiento tal como se lo ha planteado la etnografía. Tal como he señalado en la introducción para el caso de las acusaciones de espionaje, la relación entre producción de saber y la construcción de relaciones a través del trabajo de campo fue abordada últimamente como una cuestión relativa a la ética de nuestro trabajo. Aunque aquí he optado por otro camino al abordarlas, retomo el mismo interrogante que se planteaban aquellos colegas preocupados por el trabajo de los antropólogos en contextos bélicos: frente a la suposición de que el conocimiento antropológico puede llegar a ser utilizado contra esas las mismas personas entre las fue producido ¿Qué diferencia habría entre nuestro trabajo y el de un espía infiltrado en un grupo? Sospecho que frente a las dudas sobre mi potencial peligrosidad, ésta era también la pregunta que se hacían quienes me acusaron. Tal como puede verse, en un contexto muy diferente, estos nativos se estaban haciendo la misma pregunta que aquellos antropólogos. A través de su constitución como un campo de conocimiento socialmente legitimado la antropología ha sido presentada como una disciplina capaz de resolver problemas “prácticos”. Así, en determinados contextos bélicos en los que se ha resaltado la importancia del conocimiento cultural de las naciones invadidas para la eficacia de la acción militar, se la ha considerado como una disciplina especialmente relevante. Pero dado que la utilización de ese conocimiento cultural podría colaborar a producir daños sobre las poblaciones estudiadas, esto trajo aparejadas una serie de discusiones relativas a la ética y a los límites de nuestro trabajo (cfr. Whiteford y Trotter 2008). Tales discusiones expresaban una inquietud por el destino “práctico” del conocimiento “académico”. Esta cuestión era expresada claramente en la conclusión del informe de la AAA sobre la aplicación del “Human Terrain System”, en la que se señalaba que “el proyecto HTS implica una inaceptable aplicación de la expertise

17

antropológica”. Esta misma preocupación se ve actualizada cuando los sujetos con los que trabajamos nos acusan, por ejemplo, de ser “infiltrados” en sus comunidades locales. En el caso que he analizado aquí, las acusaciones a mi persona se presentaron como una forma de asignar responsabilidades (Gluckman 1972) por el potencial daño que el grupo podría haber sufrido a partir de mi actividad en el mismo. Tanto en el caso de los académicos preocupados por el bienestar de los nativos, como en el caso de los nativos preocupados por el comportamiento de los académicos que los estudian, puede reconocerse una inquietud por el impacto del trabajo del antropólogo en relación a las comunidades en las que trabaja. Considero que el fundamento común entre las preocupaciones de unos y otros debe ser buscado en el modo en que se produce conocimiento a partir del trabajo de campo etnográfico. La necesidad de establecer vínculos personales con los actores con el objetivo de producir conocimiento antropológico, hace posible comprender las inquietudes por el destino de los saberes generados in situ. Puede verse entonces que a partir de la opción por el trabajo en terreno, cuestiones tales como el estudio de las perspectivas nativas, el rol del antropólogo en las comunidades locales y la ética de nuestro trabajo, se encuentran estrechamente relacionadas. Los recursos con los que contamos para establecer el vínculo entre el investigador y los sujetos de estudio -técnicas, métodos, etc.-, “son para una antropología reflexiva, más que una mera herramienta para conocer a los sujetos, el lugar mismo donde se produce conocimiento” (Guber 1995: 31). Si bien el investigador conoce sus propias intenciones y despliega una cierta instrumentalidad en las relaciones que establece en el campo, el camino que esas relaciones tomarán nunca puede conocerse de antemano. Al suponer que tenemos un cierto control sobre ellas y al estar preocupados por generar empatía y confianza, nos sorprendemos y angustiamos frente a situaciones inesperadas que no coinciden con nuestras expectativas. De ahí que las consideremos como “incidentes” o “episodios”. Tal calificación intenta dar cuenta de lo extraordinario de estos hechos que no coincidían con nuestras expectativas de investigación. Señala Bourgois que “la necesidad de tejer lazos de simpatía con las personas a las cuales se estudia (...) conduce a los investigadores a ser negligentes con las dinámicas negativas” (1995: 10). Atendiendo a esa advertencia en este trabajo he intentado demostrar que la producción de conocimiento es posible no sólo a partir de la construcción instrumental de relaciones sociales en el campo, sino también a partir de su destrucción, de la dificultad y de los obstáculos encontrados para establecerlas.

18

Bibliografía BENEDICT, Ruth. 1989. The Chrysanthemum and the Sword: Patterns of Japanese Culture. New York and Boston: Houghton Mifflin BERREMAN, Gerald. 1968. “Is anthropology alive? Social responsability in social anthropology”. Current anthropology, Vol 9 (5): 391-396 BOURGOIS, Phillipe. 1995. En quête de respect. Le Crack a New York. París: Seuil. CLIFFORD, James y MARCUS, George. 1988. (eds.) Writing culture. The poetics and politics of ethnography. Berkeley: University of California Press. CRIVELLI, Naldi. 2007. “Juventud en riesgo. Un estudio sobre la comunicación de las víctimas del caso Cromañón”. Tesis de Licenciatura, Facultad de Ciencias Sociales, UBA. Buenos Aires: mimeo. COMAROFF Jean y COMAROFF Jhon. 1997. “Introduction” In: Modernity and its malcontents: ritual and power in postcolonial Africa. Chicago: The University of Chicago press. pp xi-xxxvii. DOUGLAS, Mary. 1970. “Introduction” In: Witchcraft, confessions and accusations London Tavistock: Publications limited. pp xiii-xxxviii. EVANS-PRITCHARD, Edward Evan. 1976. Brujería, magia y oráculos entre los azande Madrid: Anagrama. FASSINN Didier y d'HALLUIN, Estelle. 2005. “The truth from the body: medical certificates as ultimate evidence for asylum seekers”. American anthropologist, Vol 107, issue 4: 597-608. FREDERIC, Sabina. 1998. “Rehaciendo el campo. El lugar del etnógrafo entre el naturalismo y la reflexividad.” In Publicar en Antropología y Ciencias Sociales, Año VI, No VII: 85-107 FAVRET-SAADA, Jeanne. 1989. “Unbewitching as Therapy”. American Ethnologist, Vol. 16, No.1: 40-56 FM 3-24. 2007. The U.S. Army – Marine Corps Counterinsurgency Field Manual Chicago: The University of Chicago Press. GALTUNG, Johan. 1968. “Después del proyecto Camelot” In Revista Mexicana de Sociología, Vol. 30, No. 1:115-141 GESCHIERE, Paul. 1997. The modernity of witchcraft: Politics and the occult in postcolonial Africa. Charlottesville: University of Virginia Press. GEERTZ, Clifford. 1989. “Estar allí. La antropología y la escena de la escritura” en El antropólogo como autor. Barcelona: Paidós. GLEDHILL, John. 2008. “Anthropologists as spies” disponible en http://johnpostill.wordpress.com/2008/11/29/anthropology-and-espionage-2/ GLUCKMAN, Max. 1978. “Trastornos místicos y ajuste ritual”. En: Política, derecho y ritual en la sociedad tribal. Madrid: Akal. -------------------------. 1973 Custom and conflict in Africa. chapter 4 “The logic in witchraft” Oxford: Basil Blackwell. ------------------------. 1972. The allocation of responsibility Manchester: Manchester University Press. GOLDMAN, Marcio y NEIBURG, Federico. 1998. "Anthropology and politics in studies of national character". Cultural Anthropology. Vol 13 nº1:56-81. GONZALES, Roberto. 2009. American Counterinsurgency. Human Science and the Human Terrain Chicago: The University of Chicago Press. ----------------------------. 2007. “Towards mercenary anthropology? The new US Army

19

counterinsurgency manual FM 3-24 and the military-anthropology complex” Anthropology today, Vol 23 No 3: 14-19. ----------------------------. 2004. Anthropologists in the public sphere: speaking out on war, peace, and American power Texas : University of Texas Press. GOUGH, Kathleen. 1973. “World revolution and the science of man” In Weaver T. (org.) To see ourselves: anthropology and modern social issues Glenview IL: Scotts Formeman. Pp. 156-165. GUBER, Rosana. 2001. La etnografía. Método, campo y reflexividad. Buenos Aires: Editorial Norma. ----------------------1995. “Antropólogos nativos en la Argentina: análisis reflexivo de un incidente de Campo” In Publicar en Antropología y Ciencias Sociales, año 4, no 5: 25-46. HASTRUP, Kirsten y HERVIK Peter. 1994. Social experience and anthropological knowledge. London and New York: Routledge HAMMERSLEY, Martin. 1984. “Reflexividad y naturalismo en etnografía”, en Dialogando, nº2. HERMITTE, Esther. 2004. Poder sobrenatural y control social: en un pueblo maya contemporáneo Buenos Aires: Antropofagia HOROWITZ, Irving Louis. 1967. (ed.) The Rise and Fall of Project Camelot: Studies in the Relationship between Social Science and Practical Politics. Cambridge: The MIT Press. LONGONI, Ana. 2007. Traiciones. La figura del traidor en los relatos acerca de los sobrevivientes de la represión. Buenos Aires: Editorial Norma LLOYD-PETERS, Frank. 1972. “The control of moral ambigüities” In: M. Gluckman (org.), The allocation of responsibility Manchester: Manchester University Press. pp 109-161. MEAD, Margaret. 1983. Cartas de una antropóloga. Barcelona: Bruguera-Emecé. MALINOWSKI, Bronislaw. 1975. Los argonautas del Pacífico Occidental. Barcelona: Península. MARWICK, Max. 1965. Sorcery in its social settings: a study of the northern Rhodesian Cewa. Manchester: Manchester University Press. Mc FARLANE, Alan. 1970. “Witchcraft in Tudor and Stuart Essex” In: M. Douglas (org), Witchcraft, confessions and acussations London: Tavistock Publications Limited. pp 81-98. NADER, Laura. 1988. “Up the anthropologist: perspectives gained form studying up” In: Johnetta Cole (ed) Anthropology in the nineties. New York, The free press. PEIRANO Marisa. 2002. “'This horrible time of papers: documentos e valores nacionais”. In Serie Antropología N° 312, Universidad de Brasilia. ------------------------. 1995. A favor da etnografía. Rio de Janeiro: Relúme-Dumará. PITT-RIVERS, Julian. 1973. “El análisis del contexto y el “locus” del modelo”. In: Tres ensayos de Antropología estructural. Barcelona: Anagrama. pp 13-47. PRICE, David. 2008. Anthropological Intelligence: The Deployment and Neglect of American Anthropology in the Second World War. Durham: Duke University Press. -------------------. 2007. “Prostitución de la antropología al servicio de las guerras del Imperio” Disponible en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=58547 ------------------. 2003. “Subtle jeans and Enticing Carrots. The Impact of Funding on American Cold War Anthropology”. En Critique of Anthropology, 23 (4): 373-401. RADCLIFFE-BROWN, Alfred Reginald. 1974. “Sobre las relaciones burlescas” en Estructura y función en la sociedad primitiva, México: Península. pp 107-123.

20

RIVIÈRE, Peter. 1970. “Factions and exclusions in two south American village systems” In: M. Douglas (org), Witchcraft, confessions and acussations London: Tavistock Publications Limited. pp 245-256. RUTHERFORD, Blair. 1999. “To find an african witch”. Critique of anthropology. Vol 19 nº1: 89-108. SCHEPER-HUGHES, Nancy. 1977. La muerte sin llanto. Violencia y vida cotidiana en Brasil. Barcelona: Ariel. STOCKING, George W. Jr. 1976 Ideas and Institutions in American Anthropology: Thoughts Toward a History of the Interwar Period. In George W. Stocking Jr Selected Papers from the American Anthropologist vol 2. Washington: AAA STRATHERN, Andrew. 2008. Brujería, rumores, habladurías y hechicerías. Madrid: Akal Universitaria. TURNER, Victor. 1996. Schism and Continuity in an African Society: A Study of Ndembu Village Life. Berg Publishers. WOLF Eric y JORGENSEN Joseph. 1970. “Anthropology on the warpath in Thailand”. The New York Review of Books Vol. 15 nº9: 26-35. WAX, Dustin. 2008. “Organizing anthropology: Sol Tax and the professionalization of anthropology”. En Dustin M. Wax (ed.) Anthropology at the Dawn of the Cold War, London: Pluto Press. WAX, Rosalie. 1971. Doing fieldwork. Warnings and advice. Chicago: The University of Chicago Press. WHITEFORD, Linda M. y TROTTER II, Robert T. 2008. Ethics for Anthropological Research and Practice. Long Grove Ill.: Waveland Press. ZENOBI, Diego. 2010 a) “Los familiares de víctimas de Cromañón, en la encrucijada del “dolor”. Emociones, relaciones sociales y contextos locales”, Revista Brasileira de Sociologia da Emoção Vol. 9 nº 26:581-627. ------------------------------b) Documentos, certificados y sospechas. Familiares y sobrevivientes de la 'masacre' de Cromañón ante las agencias estatales” En S. Visacovsky (comp.) Estados críticos. Estudios sobre la experiencia social de la calamidad. Buenos Aires: Antropofagia. (en prensa) Notas i

Todas las traducciones que aparecen en el artículo fueron realizadas por el autor. El Minerva es un proyecto que aglutina a una cantidad de universidades norteamericanas que reciben recursos para ciertas áreas de investigación tales como estudios sobre tecnología militar china y aspectos culturales y religiosos de Irak y medio oriente. El objetivo es producir conocimientos orientados a informar la toma de decisiones de parte del gobierno norteamericano (http://www.insidehighered.com/news/2008/04/16/minerva). iii Una completa descripción del programa puede encontrarse en http://humanterrainsystem.army.mil/default.htm iv La declaración sobre el HTS puede encontrarse en http://www.aaanet.org/about/Policies/statements/HumanTerrain-System-Statement.cfm. Además de la AAA, la red “Network of concerned anthropologists” preocupada por la promoción de una “antropología ética”, se manifestó en contra de tal participación (http://concerned.anthropologists.googlepages.com). v Señalo en cursivas las expresiones utilizadas por los actores. vi La preocupación por la circulación de información no es exclusiva de los miembros de NMC que me acusaron. Crivelli (2007) señala que mientras realizaba trabajo de campo en un grupo de sobrevivientes del incendio, ellos le prohibieron compartir con miembros de otros grupos de “víctimas”, la información a la que tenía acceso así como asistir a ciertas reuniones. Sin embargo, en su trabajo el hecho de que los nativos sospecharan que se trataba de “una espía” (op. cit. 152), es considerado sólo como un obstáculo para el trabajo de campo y no es integrado analíticamente al cuerpo del mismo. ii

21

vii

En el caso de la antropología argentina, la consideración del antropólogo como un espía oficial al servicio del Estado, ha sido analizada por Guber (1995). Señala la autora que en el contexto de su trabajo de campo con ex combatientes de la denominada “guerra de Malvinas” -conflicto bélico desatado en 1982 entre la Argentina y el Reino Unido-, fue acusada por algunos de ellos de ser “gente de 'Inteligencia'”. En este caso “Inteligencia” hace referencia a la “Secretaría de Inteligencia del Estado”, agencia estatal en la que desempeñan sus tareas los “espías” oficiales. A partir de tal acusación la autora reflexiona sobre los significados que comparten antropóloga nativa y actores sobre el Estado argentino, la historia y la política local. viii Para una crítica de estos enfoques ver Favret-Saada 1989. Según esta autora, no puede afirmarse que en todos los contextos sociales las acusaciones refieran necesariamente a las relaciones sociales consideradas como las más problemáticas. Basándose en su trabajo con granjeros franceses, afirma que a pesar de que la tensión fundamental en esas unidades productivas se encuentra en el grupo sucesorio, los acusados de ser brujos suelen ser los vecinos. Lo que debe resaltarse, según su perspectiva, es el hecho de que la “curación” iniciada a partir de la acusación reajusta los roles familiares, funcionando de este modo como un tipo de “terapia” familiar. por otra parte, algunos autores (cfr. Rutherford 1999) han señalado que los análisis clásicos sobre el tema se encuentran constreñidos por preguntas de orden funcionalista que también estarían expresadas en los "nuevos análisis" (new analitic) que abordan el tema como los de Comarofff y Comaroff (1997) y Geschiere (1997). ix Este programa fue creado mediante el decreto 67/05 del Poder Ejecutivo del Estado municipal (GCBA) y fue coordinado por la Subsecretaría de Derechos Humanos del GCBA. x Este subsidio fue creado por el decreto 692/05, algunos meses después de la creación del programa. xi Resolución n° 54 del poder Legislativo de la ciudad de Buenos Aires que reglamenta el Decreto 692/05. xii Por cuestiones de confidencialidad obviaré citar los números correspondientes a las resoluciones de la causa penal, dictadas por el Juzgado de Instrucción n 1. xiii A lo largo de mi trabajo de campo he registrado por lo menos cinco casos de personas que fueron acusadas públicamente de ser sobrevivientes “truchos” (falsos). Siguiendo el modelo de Douglas (1970), teniendo en cuenta a los sujetos involucrados en cada caso, puede distinguirse entre tipos de acusaciones diferentes. De un lado, están aquellas situaciones en las que “la bruja” -el “infiltrado”- viene de afuera, tal como en el caso de las acusaciones de las que fui objeto. Por otro lado, se encuentran aquellas situaciones que se dan entre miembros de grupos diferentes, pero que pertenecen a una misma comunidad. En este último caso, “la bruja” sería un miembro de “la familia Cromañón”. En sus análisis clásicos, tanto Marwick (1965) como Rivière (1970) han reparado en esta distinción al dar cuenta de la relación entre facciones y brujería. xiv En otros contextos la figura del sobreviviente también parece connotar estos sentidos de ambivalencia y peligrosidad. Esta cuestión ha sido tratada por Longoni (2007) para el caso de los sobrevivientes de la dictadura militar argentina. xv Si bien me interesa enfatizar aquí en la perspectiva de los familiares sobre el particular, mi propia consideración de las relaciones filiales como relaciones estatales pretende problematizar este punto (cfr. Zenobi 2010 b). xvi La importancia de comprender que el conocimiento producido etnográficamente es parte de una interacción y no una mera extracción de información, también tiene consecuencias para la construcción de la autoridad etnográfica. Ella no deviene simplemente del “estar ahí” (Geertz 1989) cual testigo de unos hechos ajenos a la persona del etnógrafo, ni de un mero artificio retórico, tal como propone la crítica textualista (Clifford y Marcus op. cit.). Tal autoridad, en cambio, debe ser referida a la participación del investigador en el contexto en el que acciones e interacciones tienen su lugar y toman sentido (Hastrup y Hervik 1994) y a su lugar, rol y posición en el mismo.

22

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.