NUEVOS DATOS ACERCA DE LAS MISTERIOSAS RAZONES DE LA TOMA DE HÁBITO DE LA HIJA DEL SOL O EL ESTUDIO DE SUS IGNORADOS OFICIOS

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NUEVOS DATOS ACERCA DE LAS MISTERIOSAS RAZONES DE LA TOMA DE HÁBITO DE LA HIJA DEL SOL O EL ESTUDIO DE SUS IGNORADOS OFICIOS FRÉDÉRIQUE MORAND Universidad de París VIII Vincennes-Saint-Denis Sin tener acceso al Archivo conventual, sin la confianza que las monjas de Santa María del Arrabal me otorgaron, abriéndome las puertas de su monasterio, acogiéndome a diario con las más finas atenciones,1 enseñándome lo que les quedaba de tesoro histórico, seguiríamos ignorando tres de las funciones desempeñadas por la Hija de Sol durante sus veintitrés años de monacato. En efecto, las pesquisas realizadas en los distintos archivos de la ciudad durante años, así como los estudios sobre la gaditana emprendidos principalmente por eruditos gaditanos en el siglo XIX y por otros, esencialmente norteamericanos en el siglo XX, no resaltaron los cargos de sacristana, clavera y tornera ejercidos por la poetisa. Estas desconocidas funciones desempeñadas por Sor María Gertrudis de la Cruz Hore (1742-1801), apodada la Hija del Sol por sus coetáneos, ofrecían sin duda mayores aclaraciones acerca de las enigmáticas razones de su toma de velo. Quizás convendría recordar a grandes rasgos algunos datos de la poetisa-monja. Fenisa, como se denominaba ella en sus versos profanos publicados en la prensa madrileña y cartaginense en la década de 1790, ingresó en junio de 1778 en el monasterio de Concepcionistas Calzadas de Cádiz, la institución monástica más antigua de la ciudad (Morand, “Reflexiones sobre”). El 14 de febrero de 1780, con otra de sus correligionarias, hizo profesión de votos temporales y recibió de mano del obispo el hábito. Tres años más tarde, como lo exige la regla, profesó solemnemente. Fue religiosa de velo negro con la autorización de su esposo, Esteban Fleming, o sea, una religiosa más de la comunidad de Santa María, la única que no era ni soltera, ni viuda. Mujer culta, María Gertrudis hablaba varios idiomas. El estudio de su biblioteca conventual, la crítica del “Censor Mensual” en el Diario de Madrid así como la elección de sus distintos seudónimos revelaban sus selectas lecturas (Morand, “La biblioteca”). Mis agradecimientos se dirigen también a toda la comunidad de Descalzas de la Piedad y, en particular, a la abadesa Madre Benita García García que, al mudarse las monjas de Santa María a su monasterio en vista de obras y refacciones de gran envergadura, aceptó acogerme igualmente a diario con esmero y atenciones durante todo el año. 1

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¿Cómo creer que la Madre Cruz no leyó El Anzuelo de Fenisa de Lope de Vega ? Esa comedia en tres actos basada en el Decamerón de Boccacio en la que el personaje de Fenisa aparece como una mujer libre. Dicha elección reflejaba sin duda el atrevimiento literario de esta dama demasiado moderna para su época. A mi juicio, como en la comedia de Lope de Vega, Gertrudis (Fenisa) fue castigada por su audacia. Fue enclaustrada de por vida por desafiar el honor y conocer el verdadero amor fuera del matrimonio. Esa hipótesis se apoyaba en documentos archivísticos de carácter biográfico así como en la lectura atenta de sus poesías impresas y sin publicar. Uno de sus idilios manuscritos de índole privada, alrededor de 1760, decía así: El campo piso apenas cuando con alegría a recibirme amante Mirteo se anticipa. ¡Con qué placer le veo! ¡con qué gusto me mira! ¡ah amor! ¿quién a tu imperio le llama tiranía? (Hore, “Una poetisa” poema 52)

A no ser que fuese la lectura de la única obra teatral conocida de María de Zayas, La traición en la amistad, la que motivó la elección de ese apodo. En esta composición dramática escrita en verso destacaba el personaje de Fenisa, mujer fuerte, seductora, rebelde, para quien el juego amoroso adquirió valores de desafío frente a las pautas morales de la sociedad del seiscientos. El castigo también esperaba a la protagonista de este drama. Cual fuese la autoridad que llevó a Gertrudis Hore a elegir ese seudónimo, no parecía existir duda acerca del trágico destino y vínculo amoroso que unía a todos estos personajes bajo un mismo nombre : Fenisa. Cefisa fue otra de sus denominaciones en prensa a finales de la centuria ; permitía divisar la cultura literaria de esa peculiar gaditana: la feminización del río conocido en el setecientos bajo el nombre de Cefiso, cuyo curso estaba próximo al Parnaso, evidenciaba su cultura clásica y su afición por la poesía; el dramaturgo francés Jean Racine, en su Andromaca, usó también el nombre de Cefisa. Más cercano a ella, en 1743, Montesquieu escribió un pequeño regocijo mitológico titulado Céphise et l’Amour. Habló de la «joven Cefisa» cuando ella se propuso cortar al Amor sus alas acabando con la existencia de hombres infieles e inconstantes. Pero, para vengarse de Cefisa, el Amor decidió transformarla en la más inconstante de las Damas (Montesquieu, 525). Si tal vez considero que en este mismo instante infiel mi ingrato amante escucha placentero

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protestas de otro amor por verdadero. (...) Tú, bella Proserpina, observa sus acciones, y si vieres traiciones, con saeta divina venga el agravio de mi pasión fina. (Hore, Poema 34)

En definitiva, descubrimos a la Madre Cruz tras el disfraz poético, usando apodos íntimamente vinculados a la literatura y al amor, aunque fácilmente identificables para los hombres y las mujeres de la Ilustración. Sin embargo, su atrevimiento, fina mezcla de cordura y prudencia, la invitó a editar sus poesías profanas únicamente fuera de su ciudad (Cartagena, Madrid, Salamanca, Barcelona). Mientras que no dudó en difundir, con su verdadero nombre de profesa, sus escritos de carácter religioso en Cádiz, demostración pública de una conversión lograda. Vivir el amor fuera del matrimonio fue la única razón, a mi parecer, por la que esta dama de alcurnia irlandesa se vio obligada a vestir el velo. El castigo reservado a las mujeres adúlteras, según las leyes de finales del Antiguo Régimen, se correspondía con su ingreso en un monasterio de forma temporal, si así lo decidía el marido, o bien de por vida, como le ocurrió a Gertrudis, invocando por supuesto razones más piadosas para justificar el encierro (Morand, “El papel”, 45-64). Sor Gertrudis, secretaria y acompañante de médico Antes de descubrir dichas ignoradas funciones, recordemos el único empleo conocido: secretaria conventual. Ahora sabemos que desempeñó el cargo oficialmente a partir del 6 de abril de 1796 y hasta su muerte en agosto de 1801, o sea, dos trienios apenas. La localización de veinticinco cartas escritas de su puño y letra de forma oficial, así como su lírica más oficiosa, permitía seguir tanto la trama de sus sentimientos como su labor y responsabilidad como secretaria. Escribió al gobernador de Salamanca, al obispo de Cádiz y al Conde de Casas Rojas con la mayor fluidez; defendió sus hermanas, y no dudo en dar a conocer los derechos de las monjas a sus superiores, aunque siempre con respeto y mesura en el habla. Probablemente al mismo tiempo, tal vez un poco antes, ejerció de “acompañante de médico” en el convento. Me gustaría extenderme algo en esta función mencionada únicamente por Adolfo Castro (Castro, “La elocuencia” 4). Descubrí, en una de sus cartas dirigida al obispo Fray Antonio Martínez de la Plaza, los últimos propósitos de la gaditana. Empecé a sospechar que pudo haber desempeñado otras actividades en el seno de la comunidad. En palabras de la erudita: “sólo en el escrutinio pasado, pedí la leche de burra

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para las enfermas y repito la instancia, aunque ya se les aya da algo para ella pero como de secreto” (A.D.C., leg. 47, s.n). En una correspondencia localizada en el Archivo Diocesano de Cádiz, conocí la utilidad de la leche de burra a finales del siglo XVIII: era una medicación aconsejada por los propios médicos de la ciudad (A.D.C., leg. 45, s.n.). Su importancia terapéutica, lejos de ser un simple capricho de la poetisa, tenía fundamento desde Hipócrates: éste lo aconsejaba para algunas enfermedades, en particular cuando había fiebre, mientras que desaconsejaba su toma frente a otros achaques. La leche, fuese de vaca, fuese de burra, era una materia que los médicos llamaban «alimento medicamentoso». A lo largo del siglo XVIII, sus propiedades, si no eran consideradas curativas, sí se pensaban beneficiosas. En la época de Sor Gertrudis, ya se prescribía en todos los casos de amenaza de enfermedades como la tos, la gota, el reuma, las enfermedades de la piel, el tratamiento de las enfermedades venéreas, etc., así como para su uso externo. Pero era la leche de burra la del uso terapéutico, por su composición y propiedades medicinales. Se recetaba en todas las enfermedades, principalmente cuando el paciente estaba muy debilitado. Por la importante cantidad de azúcar que contenía era el elemento nutritivo por excelencia, aunque su consistencia muy clara impidiera que muchos lo considerasen un elemento saludable. Su toma se aconsejaba en época primaveral y otoñal y, según el método ordinario, se daba una vez al día, por la mañana en ayuno o bien por la noche al acostarse. Además, era conveniente tomarla recién ordeñada. Por ello, los Enciclopedistas aconsejaban traer el animal hacia el lecho del enfermo, hacia la puerta de su habitación, o bien conservarla en un cuenco con agua caliente para que se quedara tibia (Diderot y D'Alembert, Tomo IX, 199-209). No tenía constancia alguna de cómo Sor Gertrudis hizo uso de esa medicina, sin embargo, cuando dijo, “y repito la instancia, aunque ya se les aya da algo para ella pero como de secreto”, podemos estar seguros de que la poetisa sostuvo, al igual que inminentes médicos, las virtudes de este brebaje. Sin embargo, era de suponer que la medida no fue muy popular en el monasterio, ora por su elevado precio, ora por las dudas que suscitaba aquella medicina. De hecho, Sor María Facio comentó: “En cuanto a la leche de burras está antiguada; que no omiten los cardos de víbora ni los de pollo” (A.D.C., leg. 42, 50). Me pregunté si su papel hubiese podido reducirse a escoltar a los médicos durante sus visitas en el convento, callada, sin formular la más mínima recomendación. A mi parecer, Gertrudis hizo sugerencias, dio algunas directivas al discretorio (o junta), a las enfermeras, para que cumplieran mejor con su labor de cuidadoras e incluso, porqué no, pudo brindar algunos consejos a los propios médicos. En efecto, cómo creer que no ojeó nunca ningún tratado de medicina. ¿Pudo ignorar los nuevos avances científicos desenvolviéndose desde su

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más tierna infancia en la urbe gaditana? Sabía que Alejandro Maguer, médico irlandés residente en Cádiz, frecuentó su casa en la década de 1760 : era amigo íntimo de su esposo Esteban Fleming (A.D.C., leg. 730, 38 y 179). Suponía que la práctica de la Medicina, tanto como la de la Astronomía, por su amigo Gonzalo de Cañas, profesor de Matemáticas y Astronomía, no le era desconocida. Sea lo que fuere, Sor Gertrudis sacó una enseñanza de interés, sin ningún lugar a dudas, al convivir rodeada de estos profesionales de la salud de frecuentes visitas en la clausura del monasterio de Santa María. Sabiendo que las hermanas podían acumular varias funciones, es probable que fuera secretaria y acompañante de médico al mismo tiempo, en la década de 1790. Quizás, mujer ilustrada y monja inquieta encontró en esta labor una manera de alentar su curiosidad, poner en práctica sus conocimientos y lecturas en esta ciudad en la que el interés científico no podía faltar, en esta metrópoli «pionera de casi todas las manifestaciones culturales del movimiento de la Ilustración», en palabras de Isabel Azcárate Ristori (192). No tenía más documentos que pudiesen demostrar sus conocimientos en la materia, sin embargo, la reclusión conventual le permitió dejar ese ínfimo rastro de su sentir sobre un tema con el que otras muchas mujeres tuvieron que estar vinculadas (García Fernández, 141). Durante siglos prepararon la comida, fabricaron jabones, ungüentos, remedios contra el dolor, etc., es decir, un sin fin de componentes en relación directa con la salud (Orozco, 11-16. Vernet, 33-35. Torralba, 295. Álvarez, 9-12). No obstante, en la bibliografía médica y científica española de la época de las Luces era muy difícil encontrar aportaciones femeninas, salvo alguna excepción (Demerson, 1-12).2 En el caso de Cádiz, y hasta donde llegan mis conocimientos, sólo Frasquita Larrea (1775-1838) fue recordada por la investigación gaditana (Torralba Martínez, 299). A lo largo de la segunda mitad del siglo XVIII, la enfermería parecía ser un lugar algo abandonado en el monasterio de Santa María: “hemos extrañado la poca asistencia que tienen las Religiosas Enfermas de este Convento especialmente las Pobres, pues ni aun enfermera hay de presente nombrada p.a este tan indispensable Ministerio” (A.D.C., leg. 507, 33). Algunos mandatos de visita fueron muy breves, aunque sin duda bastante explícitos. Fue el caso de la visita pastoral de 1785 en la que sólo se apuntó: Victoria de Félix nació en Francia pero se trasladó a Madrid con su madre. Su tío, oftalmólogo, le enseñó su arte. Pronto, superó al maestro y su fama se extendió por toda la Península: se fue a Cádiz en la década de 1790, a solicitud de D. Sebastián Pérez, Regidor Perpetuo y Alguacil mayor de la ciudad de Veracruz (Méjico), para extirparle las cataratas en ambos ojos. 2

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“Capítulo 11: Enfermas”, (A.D.C., leg. 60, s.n) mientras que en la visita de 1790 se precisaba algo más: “Que se asista a las enfermas” (Ibidem). En 1796 María Gertrudis comentó algo al respecto: “Las Ratas se han ido huyendo de la enfermería” (A.D.C., leg. 45, s.n. “Notas”). En 1802, el visitador volvió a insistir en la obligación de entregar un dinero para proveer a tan necesario ministerio (Ibid, 208). La Caridad, una virtud teologal que no parecía preocupar en demasía a algunas de las monjas del convento de Santa María. Sin embargo, un oficio que no dejó a la Hija del Sol indiferente, aunque no fuese exactamente el de enfermera, demasiado humilde para el estatus social de la rica y adulada poetisa. Tras esa pequeña digresión y con estos esparcidos datos, adentrémonos en dichos desconocidos empleos ejercitados por la que publicaba poesías profanas firmando H.D.S. y escritos de carácter religioso con su verdadero nombre. Descubramos, uno a uno, los oficios de esta antigua seglar acaudalada, poetisa de renombre a finales de la centuria, hija de comerciantes irlandeses pertenecientes a la alta sociedad gaditana, monja profesa con treinta y siete años todavía casada. Primer empleo oficial Recuerdo hojear y leer detenidamente cada una de las inmensas y gruesas hojas de papel de Holanda en las que estaban registradas las cuentas del monasterio para poder escribir su historia y la de sus monjas. Tras meses en el Archivo, entregada a la lectura de estos libros de pergamino debidamente encuadernados, empezaba a examinar el libro diez escrito entre los años 1781 y 1789. El factor suerte atribuido a la labor del investigador/a, en este caso, no fue éste, sino el rigor científico. Me explico. Por poco iba a cometer un traspié y omitir una información de interés. Al examinar estos inmensos libros de cuentas, dos hojas se quedaron pegadas entre sí, y no me di cuenta de ello. Sin embargo, al anotar cada dato extraído con la mayor precisión, apuntando sistemáticamente cada página consultada en nota de pie, me percaté de que había saltado una. En estas dos hojas pegadas por el tiempo venía apuntado, por primera vez, el nombre de María Gertrudis Hore (A.C.S.M., lib. 10, 81v). Curiosamente, hasta la fecha, 1786, no había aparecido ninguna referencia concreta sobre la poetisa, no había sido nombrada ni una sola vez en los libros de cuenta, ni siquiera en el momento de su ingreso, para el cobro del dote. Por tanto, acababa de descubrir, agradablemente sorprendida, uno de los ignorados empleos ejercidos por Fenisa. Apenas una década tras su ingreso, había sido elegida sacristana, oficio de importancia para cualquier religiosa de clausura. Fue su primer puesto, al menos de forma oficial.

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Reorganización del ministerio Me interesé en el oficio y en su funcionamiento en el monasterio antes de que cumpliera con dicho empleo. Si para la administración de las cuentas tuviera que retener una fecha, apuntar un antes y un después en la gestión financiera, el momento histórico en que la organización conoció un impulso de gran calado sería el año 1764. Fue el punto de partida hacia una mejoría constante en la manera de administrar y dirigir tan compleja y finalmente tan bien organizada familia monástica, al menos hasta fenecer la centuria.3 Por tanto, el punto de arranque de mis observaciones comenzaba con dicho cambio, posibilitando mayores precisiones sobre cada uno de los oficios ejercidos por la poetisa. A tenor del decreto mandado por el obispo de Cádiz en diciembre de 1763, primer paso antes de la adopción del sistema de clavería, las monjas de Santa María habían de formar, para mayor claridad en las cuentas, cuatro cuadernos: el primero para gastos ordinarios, cuidando anotar “el número de las religiosas entre quienes se hiciere la distribución.” El segundo para gastos extraordinarios, a utilidad del convento y de las monjas mientras que el tercero había de ser, precisamente, para el coste de sacristía y sus ministros: “apuntando en ellos con toda claridad y distinción los gastos que ocurrieren para que después sirvan de recados en la cuenta general que deberá formarse en cada trienio” (A.C.S.M., lib. 6, s.p).4 La formación de un cuaderno especialmente para el ministerio de la sacristía revelaba la importancia del oficio, y dejaba presagiar elevados gastos (ornamentos, adornos, vajilla...). Sin embargo, no tenía constancia de la formación de dicho cuaderno (lib. 7, 44v-45). Pero sí de la compra de un plumero para la sacristía en 1788, quizás, para redactar dichas cuentas instalada en la ancha y regia sacristía interior baja (lib. 10, 111v). Por tanto, únicamente gracias a los apuntes de los libros de cuentas generales conseguí obtener algunos detalles. Pero entre el anuncio del decreto y su aplicación transcurrieron varios meses y, sólo a partir del año 1765 la información se hizo más precisa. Fue cuando se empezó a anotar la ayuda de coste de sacristía, detallando el reparto del dinero y su finalidad. Los gastos de sacristía

Teníamos informaciones a partir 1709 hasta 1712 (lib. 4) y luego un vacío (ausencia del lib. 5) hasta el año 1755 (lib. 6) con datos continuos hasta 1800. 3

El cuarto libro era para el gasto de enfermería, médico, cirujano y consumo de botica. 4

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A partir de la fecha, las sacristanas recibieron un dinero entregado por el convento para alumbrar la lámpara de la Virgen y poco más. Ese año se consumió bastante cera, 600 r.s, “los mismos que en su año de sacristana le quedó a deber D.a Juana Uberti (...) y no teniendo esa pobre religiosa modo de pagarlos fue preciso que el convento los haya satisfecho” (lib. 7, 102v103v. lib. entradas, 69-70 y 72-73). Constatamos que bajo el régimen de vida privada las monjas habían de costear el ministerio. Como recordaba la Madre Clara, abadesa a principios del siglo XX, “cada religiosa tenía su peculio y sólo podía gastar en conciencia lo que necesitaba para su sustento, vestuario y pago de la doncella que le asistía.” Sin embargo, ante la imposibilidad de algunas, por tener tan escasa renta, durante ciertas festividades “se hacían repartos de limosnas del fondo de la Comunidad.” Así era en las fiestas del Jueves Santo y de la Concepción. Extrañada por la distribución, la Madre Clara reprodujo una lista en la que se registraba el reparto: ocho bollos y dos libras de chocolate para la prelada, seis bollos y dos libras de chocolate para la vicaria y, probablemente porque habían de organizar algún agasajo para las del coro, las maestras de novicias y de capilla recibían hasta seis libras y media de chocolate (A.C.S.M., Copia, 10v13). En el siglo XVIII comer dulces y tomar chocolate formaba parte del ritual festivo de las religiosas de Santa María y de su personal, al igual que en muchos otros conventos de la península. Pese a no encargarse de la totalidad de los gastos, el convento se ofrecía a aliviar a la religiosa del dispendioso ministerio. El balance advertía fluctuaciones en los costes así como en el consumo de cera, sencillamente porque no todos los años eran iguales. En 1768, se apuntó el lavado de la ropa de sacristía (346 r.s.) y los gastos en incienso (535 r.s.), ostias, algodón, carbón, vinajeras y varias menudencias pertenecientes al oficio. En 1776 se entregó a la sacristana 750 r.s. por la refacción de vino y aceite del culto divino (lib. 9, 104v-105). Algunas veces sobraba algo de cera vieja que se encargaba de vender la sacristana (lib. 8, 117 y 156). A partir de aquel entonces, se reservó una fracción de los alquileres y tributos cobrados para ayuda de gastos. Sin embargo, pronto estas ayudas se revelaron insuficientes. Entonces se empezó a repartir limosnas de varios bienhechores para el mantenimiento de la sacristía (lib. 9, 68, 96 y 133). El año 1779 marcaba un punto de inflexión en la gestión de los gastos de sacristía, una mejora y un mayor control de los pagos. Quizás, María Gertrudis fuera el instrumento de dicha reforma. Se entregó la suma de 1.850 r.s a la sacristana Josefa Rubio, “como lo acreditan los seis recibos que firmados de dicha señora presentamos”, según escribió la poetisa (Ibid. 155v).5 En 1780 y 1781 también fue ella la encargada de transcribir las cuentas pese a que la regla prohibiese a la religiosa, antes de la profesión 5

Sin que entrara la cera para el oficio cuyo importe fue de 3.854 r.s.

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solemne, ejercer algún cargo oficial. Reconocí su grafía. Incluso ella lo había escrito a sus amigas el día de su profesión de votos temporales, a principios de 1780 : y después de rendir como es debido al santuario, aquel primer momento A la labor dedico algunos ratos otros en la lectura me divierto y la pluma me ponen en la mano gusto, y obligación al mismo tiempo. (Hore, Poema 45)

Minuciosa, la Madre Cruz no sólo anotó el consumo de vino sino que precisó el número de barriles comprados y a quien se lo compraron: “736 r.s pagados a la viuda de Juan de Roy por valor de 4 barriles de vino como consta de sus recibos” (lib. 10, 12v). Es de notar que antes de que se ocupase de transcribir las cuentas del monasterio, éstas nunca habían sido anotadas con tanta precisión. A partir de 1782 ya no se encontraba su grafía en los libros de cuentas; sólo en agosto de 1788 retomó la pluma. MG. de la CH., sacristana en 1786 Para hacerme mayor idea del empleo, tenía a mi alcance todas las reglas conservadas en el convento. Como lo sugirió Sor María de Córdoba, la sacristana había de velar sobre todo lo que pertenecía a la sacristía, “cuidando mucho de los Ornamentos, y ropa blanca.” Había de encargarse, con la ayuda de alguna compañera, de dar los recaudos al sacristán así como recibirlos “con mucho silencio” (Córdoba, 295). En aquel entonces, el sacristán mayor era Juan Cantero; el menor, Antonio Collantes, dos hombres con los que María Gertrudis tuvo que relacionarse, aunque fuese con algo de parsimonia y reserva (leg. 60, s.n. PT 2501, 197. lib. 10, 42 y 97v). Por otra parte, había de oficiar codo con codo con la vicaria del coro para hacer que se cumplieran las dotaciones y fiestas a cargo del convento. Como sus antecesoras, recibió y gestionó dinero, se encargó del coste del aceite, del gasto del incienso y de las ostias, así como del desayuno diario, comida por Semana Santa y Octava de Concepción que se daba al sacristán. Ese año de 1786 a la Madre Cruz se le entregó 1.191 r.s, además de 164 r.s en incienso (lib. 10, 81v y 111).6 No parecía haber pedido cálices, ni misales nuevos para la sacristía, pero sí un terno de damasco negro, aunque faltase dinero (313 r.s) para poder acabar la faena y pese a lo elevado de la suma a su disposición (3.444 r.s.). Sor Gertrudis tuvo que esperar algún tiempo la limosna de Agustín de Cuba (3.011 r.s), así como los 120 r.s de Manuel de Barrios que, finalmente, llegaron antes de cumplir 6

Era de notar que se consumó sensiblemente menos incienso en 1788: 111 r.s.

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el año (Ibid, 82v). Necesitó también 108 r.s para la compra de nueve varas de tafetán blanca para la sacristía; gastó 407 en comprar vino de la tienda del Montañés cerca del convento, mientras no venían los barriles de Jerez de la Frontera. Si no tenía constancia de más fiestas citadas que la de Semana Santa y Octava de Concepción tenía una particular, “que hicieron a Nra Señora en acción de gracias de haber recuperado un enfermo la salud” (Ibid, 82v-84v y 94v-95). Ese año, María Gertrudis no vendió cera vieja, o sea, que no tuvo que sobrarle nada. Como es fácil imaginar, el ministerio no estaba exento de peligro: María Gertrudis tenía que proveer y administrar las cosas necesarias a la iglesia y sacristía, estar segura de que nada faltase para las celebraciones, arriesgando, obviamente, el debido recogimiento. Tenía ocasión de estar “todo el día manejando los Cálices, los Corporales, los Ornamentos, y todas aquellas cosas que están santificadas” (Córdoba, 295). Los continuos paseos de la clausura al templo, del templo a la clausura se hacían inevitables. Quizás, aprovechó este empleo para parecer oficiosa y diligente, olvidándose por un momento de su condición de Esposa del Señor, disfrutando de la relativa sociabilidad que permitía el oficio. A no ser que reclamase la contribución de todo el convento, recorriendo sin cesar la desigual y complicada estructura de “su” monasterio, buscando ésta y aquélla, “a una que prepare las flores, a otra que lleve el agua de olor, a otra que llene la vinajera de vino generoso.” En fin, tuvo mil motivos ese año de 1786 para ir veinte veces a la Reja, “pasar por delante del Santísimo Sacramento sin hacerle reverencia”, esperar al Sacerdote en la Sacristía y a las “Monjas en el Coro mientras se encienden cincuenta luces, incordiando a las que están rezando las Horas” (Ibidem, 305-306). Pudo también fácilmente disiparse a la hora de organizar convites y agasajos. Los días de Fiesta eran inmensos preparativos de flores, bebidas, sorbetes y dulces; y otro pretexto para estar todo el día “a la Reja, a la Sacristía, de la Sacristía al Locutorio, del Locutorio a la Celda, de la Celda a la Puerta reglar” (Ibid, 316-317). No obstante, es de suponer que el comportamiento de la Madre Cruz fue loable, que tuvo moderación en el trato y mesura en el habla, aunque no tuviese ningún indicio al respecto. Para ultimar el primero de sus desconocidos oficios, me gustaría apuntar la compra, en 1766, no sólo de doce candeleros de madera plateados, sino de treinta y seis ramos de flores de Génova, y dieciocho pies plateados para dichos ramos (A.C.S.M., lib. 8, 35v-36). La procedencia de las flores no dejaba de causarme admiración: optar por ramos procedentes de Liguria para hermosear la gaditana iglesia de Santa María del Arrabal a mediados del setecientos. ¡Qué chic!

Clavera oficial en 1790

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Aunque haya titulado ese apartado clavera oficial en 1790, no voy a detenerme únicamente en ese año, sino retroceder en el tiempo para desvelar el porqué de la función desempeñada por la poetisa. Había de esclarecer las circunstancias en que Gertrudis ejerció este ministerio, así como enmendar el período oficialmente establecido. Dicha función le permitió acceder al órgano de dirección del convento, un puesto de calidad sin duda ansiado por la rica e inteligente Madre Cruz. Sin embargo, la prohibición de formar parte del discretorio que le imputaba, por creer las razones de su enclaustramiento íntimamente vinculadas al “crimen de adulterio”, parecía tambalearse. Si cualquier religiosa “penitente” estaba automáticamente excluida “de todas las juntas de la Religión”, según lo comentó Luis Moreri en su Diccionario a la acepción “adulterio”, ¿cómo pudo formar parte del órgano de dirección del monasterio? (Moreri, Tomo I, 154). No había de ceñirme a las apariencias, sino buscar en todas las fuentes a mi alcance y, precisamente en la mismísima clavería del convento si quería desenmarañar lo que echaba por tierra la teoría del encierro forzado, del velorio como sentencia. El obispo instaura el sistema de clavería Probablemente porque el convento se hallaba penalizado por el crecido número de deudores y por un elevado número de certificaciones respectivas a obras y reparos, el obispo decidió, en 1764, reajustar la manera de administrar la institución adoptando el sistema de clavería. Por tanto, Fray Thomas del Valle prohibió al mayordomo a quien incumbía “hacer ejecutar ninguna especie de obra” (A.C.S.M., lib. 6, s.p). Y decretó la exposición de todas las cuentas del monasterio para su aprobación en cada trienio. Las cuentas habían de presentarse dos meses antes de que se cumpliera dicho trienio y remitirse “en poder de nuestro infrascrito Notario mayor para su reconocimiento y examen”; sin que por ningún motivo se retrasara la entrega. Por tanto, desde primero de enero de 1764 se habían de administrar todas las rentas por clavería, quedando a cargo del mayordomo hacer las cobranzas con recibos de la abadesa y claveras, así como custodiar sus ingresos en el arca destinado a este fin. Al año de instaurar dicho modo de organización, tras ofrecer a la comunidad más autonomía y mayor control de sus pertenencias, el obispo se felicitó por su “acertada elección”: pues las citadas cuentas se hallan dispuestas con toda distinción y claridad, guardando el método y formalidad a que dio regla dho nuestro decreto (…) lo que es más, evitada la confusión de atrasos de cuentas cuyo defecto ofreció antes de dha determinación algunas dudas. (Ibid, 46v-47)

Thomas del Valle dejó al cuidado de la abadesa proponer las religiosas que le pareciera para el oficio; las claveras tenían la obligación de juntarse

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mensualmente, entregar los caudales cobrados por el mayordomo, así como repartir las raciones en dinero. El convento asignaba seis pesos a cada religiosa para sufragar su ración alimenticia, un dinero que iría en aumento conforme avanzaba la centuria y mientras perdurase el régimen de vida privada. Ese 15 de febrero de 1765, siendo abadesa María Josefa de Albelda, no escasearon los cumplimientos. El obispo dio a las Madres “muchas gracias por su aplicación y cuidadoso esmero.” Confiaba en los beneficios de una mejor gestión. Si las claveras nombradas habían de concurrir cada mes a la averiguación y seguimiento de las operaciones, al mayordomo cobrador se le prohibía penetrar la clausura para ello, a no ser que fuese realmente indispensable. En 1767, se decretó que “la clavería se tenga en el propio sitio que desde su institución ha sido costumbre sin alterarse ésta” (A.C.S.M., lib. 8, 40). Es de suponer que el oficio que iba a ejercer María de la Cruz la llevaría a esta clavería primitiva, veinte años más tarde, en esta oficina en la que desempeñó orgullosa el cargo. La dignidad de clavera, palabra derivada del latín clavarius, designaba, en algunas órdenes militares, el “caballero a cuyo cargo estaba la custodia y defensa del principal castillo o convento.” La definición misma dejaba entrever la importancia del oficio. Los elogios del obispo no permitían dudar de la facultad de “intervención e inteligencia de dhas Rv.as M.es”, (Ibid, 167) grupo de mujeres perfectamente capaz de llevar a bien las operaciones y diligencias útiles al buen funcionamiento del convento. Las monjas hicieron fructificar el amplio patrimonio del que disponía el monasterio en la década de 1770, con sus cuarenta y cinco casas, sus infinitos censos y tributos, además de bóvedas y entierros en su iglesia. Los años transcurrían y las alabanzas no amainaban, pese a las dificultades encontradas (A.C.S.M., lib. 9, 31). El precio de la novedad o la difícil puesta en marcha Si bajo el obispado de Thomas del Valle la implantación de la clavería parecía funcionar con eficacia, a la muerte de su instigador desaparecieron las expresiones de continuidad en su aplicación. La documentación proporcionaba algunas huellas de abandono. De hecho, en el libro tres de cargo correspondiente a los años 1776-1783 descubrí un periodo de total inestabilidad. Las firmas de las claveras alternaban prácticamente cada mes. A pesar de haber transcurrido una década tras el cambio iniciado, el empleo no parecía asegurado. Aparentemente, la comunidad eligió turnarse algún tiempo antes de asentar definitivamente el cargo y nombrar a dos religiosas para el puesto. Incluso había meses en que nadie se preocupaba por el relevo, dejando el oficio vacante. Durante el año 1781, así como al año siguiente las firmas de las claveras seguían siendo variables. Digo las firmas porque no redactaban ellas las cuentas en el libro de cargo sino el administrador; las claveras sólo ponían su firma al final de las operaciones descritas, después de su debida verificación. Sólo en el libro de cuentas del

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año 1783 encontré claramente apuntado el coste de la clavería al incluir en data 160 r.s “para poner en uso la clavería dentro del convento” (A.C.S.M., lib. 10, 40v). Fue cuando las claveras empezaron a redactar de su puño y letra los libros de cuenta del monasterio, aunque seguían sin redactar los libros de cargo. El empuje definitivo El año 1783 surgía como segundo periodo válido, después de 1764, para dar principio al sistema de clavería en el monasterio. Es decir, ofrecer una mejor gestión y mayor responsabilidad a las religiosas y, a la vez, imponerles un mayor control de los gastos por parte de la jerarquía. Dicha reforma tuvo lugar exactamente un lustro antes de que la Madre Cruz cumpliera con el empleo. El relevo de abadesa, con la elección de Manuela Fernández en mayo de 1783, probablemente fuera la razón por la que el cenobio y su administración conoció ese segundo y definitivo empuje, según se recogía en el cuadernito en el que se apuntaron los oficios mayores del convento (A.C.S.M., libro manuscrito, s.f.). Tampoco podía olvidar que 1783 correspondía con la venida del obispo José Escalzo a Cádiz. Al año siguiente, Ana de Vilches cumplió con las directivas administrativas ordenadas por el nuevo prelado y apuntó los tributos sin cobrar antes de emprender las cuentas anuales (A.C.S.M., lib. 10, 49-51v). En abril de 1785, por primera vez, su Ilustrísima mandó que se pasasen estas cuentas a la inspección del Fiscal. Ya no había duda en cuanto a quien llevaría la gestión del monasterio, sino "nuestras amadas hijas en el Señor, las RRMM Abadesa y Claveras del convento” (Ibidem, 55v-56). En el libro cuatro de cargo, el que correspondía a los años 17841789, se ajustaron finalmente las funciones y el número de claveras. Las dos monjas elegidas fueron Ana de Vilches y Juana López, y las dos sirvieron el empleo durante años. Sólo a partir de 1785 se apuntó en el cuadernillo de oficios los nombres de las claveras (A.C.S.M., libro manuscrito, s.f). Vilches permaneció en el cargo hasta que fuera nombrada abadesa en 1796, o sea, durante más de doce años. Tenía constancia de la firma de Juana López hasta el mes junio de 1788, mientras que en julio aparecía sólo la firma de Ana de Vilches, probablemente, por impedimento de su compañera. El libro de cuenta número diez confirmaba, el 22 de agosto de 1788, la muerte de Juana López (A.C.S.M., lib. 10, 110v). Su desaparición desencadenó sin duda una situación molesta para el cenobio, una situación que las monjas habían de remediar rápidamente, a pesar de no haber ninguna elección antes del año 1790.

María Gertrudis Hore, clavera de circunstancias

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Ese mismo mes de agosto de 1788 descubría la firma de María Gertrudis al lado de la de Ana de Vilches. A mi parecer, esa fue la razón por la que la Hija del Sol estuvo de clavera oficial en 1790, por haberlo sido año y medio antes y porque alguien había de suplir a Juana López. En la urgencia, ¿quien mejor que la preparada y competente poetisa para supervisar las cuentas? Al mes siguiente de la desaparición de Juana López, y durante todo el año 1789, podía acreditar la presencia de la firma de María Gertrudis Hore como clavera segunda sin que faltase ni una sola vez al puesto, pese a que no fuera elegida de forma oficial. Me quedaba la duda : ¿María Gertrudis se propuso como candidata a la muerte de Juana López para ejercer el ministerio o bien fue designada por las discretas y la abadesa Rosa Valdés por sus reconocidas cualidades?

Su firma en el libro de cargo. sept. 1788 (A.C.S.M.)

No tenía la llave del enigma, pero sí mayor información sobre el cargo ejercido y, quizás, sobre el porqué de su obtención. Para ello, era necesario comentar la fuente documental que me autorizaba a elaborar hipótesis sobre las razones de su elección oficial, mientras pensaba estar segura del carácter de castigo de su enclaustramiento. A lo largo de la centuria, el cuadernillo de elección de oficios, una de las joyas del monasterio para la investigación, había sido redactado por varias religiosas.7 Ese cuadernillo era la fuente que me permitía pensar en una elección por error, por mero descuido de la jerarquía debido a las A partir de la elección de Sor Gertrudis como secretaria, aunque su precursora Rita Turón había emprendido el cambio, los oficios y la disposición de los mismos se consignaron de forma mucho más clara e inteligible, una fórmula adoptada por todas sus seguidoras, en palabras de la Madre Clara. 7

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circunstancias que envolvieron los comicios. María Gertrudis nunca hubiese debido acceder al discretorio si, como venía afirmando desde el principio, vistió el velo forzada, por razón de adulterio. Descubramos los argumentos que me llevaron a esta afirmación. El 14 de enero de 1790, día en que Sor Gertrudis fue oficialmente elegida clavera, correspondía con la elección de la abadesa Beatriz Zapata. A partir de dicha elección, además de apuntar los apellidos de las que ejercieron algún oficio mayor en el convento, aparecieron varias notas añadidas en el cuadernillo. En particular, había una de especial interés para la investigación, cabalmente escrita por la nueva secretaria Rita Turón. Decía así : El año de 1790 a 14 de enero segundo jueves del mes se hizo la elección de abadesa. Y a la primera votación salió elegida Beatriz del SS.mo Sacramento y Zapata la que habiendo tenido más de los necesarios fue elección canónica así consta por el libro de elecciones; por estar malo su Illma no pudo seguir el escrutinio y lo acabó el provisor y seguidamente hizo la elección. Oficios: vicaria la misma Fran.ca Ortiz; Maestra María Morejón; secretaria Rita Turón. Claveras Ana de Vilches y María Gertrudis Hore. (A.C.S.M., libro manuscrito, s.f.) (Cursivas mías)

Dicho apunte revelaba que apenas tres meses antes de su desaparición, el obispo José Escalzo se encontró indispuesto en medio del escrutinio (Antón, 191).8 Por tanto, “lo acabó el provisor y seguidamente hizo la elección.” Lo que en un primer momento me llamó la atención, por constituir un caso excepcional en la historia del monasterio, fue la ausencia repentina de su Ilustrísima, en pleno escrutinio. Aunque otro 14 de enero del año 1796 la escena se repitió, esta vez con Antonio Martínez de la Plaza, pero a diferencia de los comicios de 1790 se detuvo la elección y, “quedó de presidenta la misma abadesa” hasta que “el día 6 de abril del mismo año de 1796 vino el S.r Obispo a hacer la elección” (A.C.S.M., libro manuscrito, s.f).9 Ese año optaron por la prudencia y algo de paciencia, quizás, escarmentado por la experiencia y confusión suscitada en 1790, al nombrar a la monja equivocada a uno de los oficios mayores del convento. De momento, si bien es cierto, mi teoría no tenía mucho fundamento, si no fuese la ausencia del obispo y el desconocimiento que atribuía al provisor en cuanto a las verdaderas razones del ingreso de Gertrudis. No obstante, pese a la fragilidad de la base sobre la que empezaba a intuir el malestar, a mi juicio, ésta era la razón por la que el provisor recondujo 8 El

obispo feneció en Puerto Real el 16 de marzo de 1790.

9 Escrito

por María Gertrudis Hore, la secretaria.

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automáticamente a la que venía ejerciendo el cargo desde hacía año y medio, por mera ignorancia, por puro desconocimiento. Tal vez, fuera la prueba de que las razones de su velorio habían sido cuidadosamente preservadas por los jerarcas. Pues bien, esa primera suspicacia, en cuanto a la validez y legitimidad del empleo ejercitado, aparecía reforzada por lo ocurrido al año siguiente, en 1791: En el año de 91 entró de clavera D.a María Josefa Barba en el lugar de D.a María Gertrudis Hore que salió de este oficio para el de tornera (Ibídem).10

De forma repentina, la Madre Cruz fue relevada del cargo. No tenía ejemplo de clavera en el monasterio que permaneciese al frente del empleo tan sólo un año; y menos aun, conocimiento de alguna que retrocediese al cargo de tornera antes de cumplir con el oficio de secretaria. El carácter excepcional de la medida emprendida invitaba a seguir cuestionando la legitimidad del cargo. En el cuadernillo de oficios, salvo muerte de las abadesas en 1744 y 1785, ningún empleo había sido reconsiderado al año de su ejercicio. Menos nuestra poetisa, –extraña monja casada–, todas las demás se quedaron en el puesto varias décadas. Sólo la clavera Josefa Barba permaneció en el oficio de 1791 a 1799, o sea, ocho años (Ibid).11 Fue sustituida por Victoria Bosichi; ésta cumplió hasta el trienio de 1824 cuando, por falta de personal, permaneció en el cargo además de ser la Maestra de Novicias. Antonia Laguna sustituyó a Ana de Vilches en 1796 y abandonó el ministerio por el de abadesa en 1824. Es cierto que las monjas podían renunciar, como ocurrió en 1819 cuando Josefa Barba entró de vicaria “por desistimiento que hizo de dho empleo la M.e D.a María del Rosario Facio.” (Ibid) 12 Sin embargo, me parecía poco probable o, mejor dicho, difícilmente creíble que la afanada Madre Cruz pudiese renunciar al prestigioso oficio de clavera. Con mayor motivo, tras consultar el libro de cuentas número once, el que correspondía a los años 1789-1797. Lo había empezado ella. Orgullosa, el 15 de marzo de 1790 la Hija del Sol firmaba como clavera oficial del monasterio de Santa María del Arrabal. El hallazgo ofrecía la certeza de que era la Madre Cruz una mujer cumplidora, laboriosa y

10

Escrito por Rita Turón, secretaria.

María Josefa Barba fue secretaria, al menos oficialmente, desde el 6 de abril de 1802. 11

12

Escrito por la secretaria Josefa Castañino.

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aplicada en su trabajo, además de poseer todas, y con creces, las calidades requeridas para el ejercicio.

Su firma y grafía en 1790

La P en forma de cañón por M.G.H. Las catorce primeras hojas de este libro número once así como su portada habían sido escritas por ella con el mayor cuidado, procurando incluso amenizar su lectura. Sor Gertrudis fue la primera y la única que consiguió redactar el libro de cuentas haciendo su lectura placentera, detallada, comentando y redactando cada tramo con el mayor acabado e inteligencia. Sus seguidoras, pese a imitarla en la presentación de las cuentas y originalidad en la grafía, aplicándose con esmero y cierta inseguridad en el pulso al reproducir, e incluso innovar, lo que la poetisa había empezado, no consiguieron transformar ese arisco trabajo en lectura amena como ella supo hacerlo. Mi afirmación reposaba sobre la lectura de los ocho libros anteriores, así como del siguiente y último libro de cuentas número doce, todos conservados en el Archivo de su monasterio.

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La R flores maceta-serpiente del resumen de cuenta

Para expresar su creatividad, mediante la representación gráfica, la Madre Cruz eligió preparar sus floripondios con lápiz y, sólo tras delinearlos, coger la pluma para acabar sus bonitos trazados.

La Q con lazos y símbolo mariano

La Y árbol con pájaro

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La C cometa, la T musical con guitarra y partitura, tambores, trompetas y corchea en la I

Data en relieve (A.C.S.M.)

Las competencias de Sor Gertrudis, lejos de haber sido puestas en tela de juicio por la jerarquía, fueron alentadas y reconocidas por el propio Antonio Guerrero, Visitador general de los conventos de religiosas durante el periodo de vacancia. El informe de las cuentas aprobadas, además de ser conciso, constituía la primera sede vacante elogiosa de toda la centuria; el canónigo empleó un tono inhabitualmente lisonjero para con las claveras del monasterio ese año de 1790: Habiendo visto las cuentas que comprenden las 14 hojas sin esta que anteceden y para nuestra inspección y examen como tal Visitador (...) dando como damos las más afectuosas gracias a dhas RR MM por el esmero, y laborioso trabajo con que se dedican al cuidado y conservación de su propios intereses, esperamos continúen sus desvelos para el logro de los mayores aumentos, confiadas en las Misericordias del S.or. Dado en la ciudad de Cádiz, a 28 de junio de 1790. (A.C.S.M., lib. 11, 15-16)

No pudieron ser incorrecciones, tampoco incompetencia las que provocaron su destitución, si el superior reconoció “el esmero, y laborioso trabajo” realizado por la poetisa, así como su cuidado en conservar los intereses del cenobio. Pese al esfuerzo emprendido, pese a su aplicación en

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la redacción y presentación, Fray Antonio M. de la Plaza, buen conocedor de sus ovejas y de las razones de su ingreso, prefirió respetar las leyes establecidas y destituir a Gertrudis del puesto al que nunca hubiera debido acceder. Por tanto, en mi opinión, sólo una cadena de circunstancias y casualidades la llevaron a ejercer dicho empleo, escogiendo precisamente, mala suerte, a quien le era formalmente prohibido ocupar un oficio de tanta importancia en el cenobio. Al año siguiente, exactamente el 18 de marzo de 1791, las cuentas fueron escritas y firmadas por Josefa Barba, la nueva clavera, y Ana de Vilches (Ibidem, 29). La Madre Cruz había permanecido oficialmente en el puesto apenas un año. Quizás, no fuera indicio de interés, sin embargo, no encontraba explicación a su estancia oficial de tan sólo doce meses. ¿Cómo iba a preferir ejercer de tornera? Tornera en 1791 En 1767, Francisca de Ortiz era la tornera, en 1774 la secretaria, la vicaria en 1780 y en 1785 la presidenta hasta que hubiera nuevamente abadesa. Aunque no fuese clavera, se podía apreciar una progresión constante en su carrera religiosa. Como ella, la mayoría vivió el ascenso dentro de la jerarquía conventual y bajo ningún concepto un salto atrás. Aunque la tornera había de ser “de la más virtuosa” (Constituciones, 1748, 130-131), ser mujer de mucha prudencia y religión, además de saber escribir y contar “porque a su cuenta ha de estar el proveer, y comprar todo lo que fuere menester para la Comunidad” (Constituciones, 1618, 52-53), el empleo seguía siendo menor. Había dos torneras generalmente, la primera o mayor, y la menor. La primera “era de las más ancianas, y celosas” (Constituciones, 1748, 130-131). No sabía si Gertrudis había sido la primera, ni conocía la identidad de su compañera, pero dudaba de que fuera la más anciana, si no tenía ni cincuenta años. En teoría, ninguna religiosa podía entrar en el aposento del torno “a dar, ni recibir cartas, ni otra cosa alguna” (Constituciones, 1618, 53). Aun la propia tornera no podía “recibir recaudos en el hasta tener doce años de profesión” (Ibidem). En algunos conventos, el período incluso alcanzaba los veinte años. En 1791, la Madre Cruz llevaba once años de profesión. Por tanto, en teoría, no tenía derecho a recoger mandado, pero le tocó responder al torno a quien venía a hablar a las monjas, aunque a la menor le era formalmente prohibido “sino en ausencia de la Tornera mayor.” Probablemente, Gertrudis se hallase al mando cuando, según una tradición oral que se sigue contando en el monasterio, su esposo, Esteban Fleming, acudió al torno a pedirle un vaso de agua. Tampoco podía olvidarme de los versos manuscritos que dirigió a su primo Rafael Hore, según la frase explicativa del copista escrita al principio del poema anacreóntico:

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Habiendo ido Don Rafael Hore, enviado por una amiga de la Autora a pedirla a ésta las Poesías que había compuesto en el Siglo, le respondió en el mismo torno, con la Siguiente .(Hore, Poema 35)

La Madre Cruz aseguró a su primo no poseer más versos de su época de seglar, cuando clamaba "del mentido Parnaso / y sus fingidas Ninfas" los amores pasados; afirmó haber destruido y olvidado para siempre dichos versos en que invocaba a sus amantes Mirtilos y Ergastos: "Abandoné de su hijo/la Deidad fementida/y del Amor Divino/me hice dichosa Víctima". Ahora, la que había compartido manuscrito y copista con Gaspar Melchor de Jovellanos, Félix María de Samaniego, Juan Pablo de Forner, Tomás de Iriarte y Vicente María de Santibáñez, era una simple portera en el convento de la Concepción de Santa María. No resplandecía de mil fuegos por su posición en este universo femenino como cuando era seglar en la década de 1760, mientras reunía todas las habilidades para llegar a lo más alto de la jerarquía conventual. En fin, sólo le quedaba cerrar con llaves y cadena la oficina; respetar la hora de cierre según fuese invierno, a las seis, o verano, a las ocho. Por la mañana, al igual que cuando era sacristana, madrugaba para abrir el torno al salir el sol, “después de haber estado en la oración mental en el Coro” (Constituciones, 1748, 130-131). El aposento no se quedaba abierto a lo largo del día, sino que cerraba durante el Oficio Divino, así como a la hora de comer (Constituciones, 1618, 51). En verano volvía a abrir a partir de la cinco de la tarde, y se volvía a cerrar al anochecer. En la oficina había de reinar el silencio, “y lo que se hablare sea con voz baja, de manera que no lo puedan oír los de afuera.” Había de ocuparse del almuerzo del sacristán y “de dar la comida, y cena a los Vicarios” (Constituciones, 1748, 130-132). Todas estas medidas eran las que se recogían en las constituciones de la orden. Concretamente, para el monasterio de Santa María, la información en los libros de cuenta escaseaba. En 1767 la tornera recibió, para ayuda de costo al ministerio, 120 r.s. (A.C.S.M., lib. 8, 76v). En 1777, cobró algo más por el costo del esterado de junco “que mandó hacer para las oficinas de dicho torno y libratorios” (A.C.S.M., lib. 9, 108v). La Madre Cruz no sólo había de recibir a los de fuera, sino mantener el buen estado del lugar y abastecer la oficina de todo lo que le era necesario: alumbre, esterado, etc. Las monjas eran grandes consumidoras de esteras; se las podían encontrar en muchas partes del monasterio para proteger las lozas de mármol de sus oficinas. En 1791, cuando Gertrudis ejerció el ministerio, en el libro de cuentas no se apuntó más que el coste anual, 480 r.s, sin nombrar a las torneras, ni ofrecer detalles de lo gastado (A.C.S.M., lib. 11, 37). Estas ignoradas funciones desempeñadas por la Madre Cruz, las dos últimas en particular, clavera y tornera, se revelaron de máximo interés para apoyar la tesis del encierro forzado. Su pronta destitución al puesto y su consecuente veda de mayores responsabilidades en el monasterio ilustraban,

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en mi opinión, las verdaderas razones de su velorio, tal y como Moreri lo consignó en su gran diccionario: Según el legislador de los Lacedemonios, ordenó se castigase la mujer cogida en adulterio, despojándola de los adornos de su condición, y excluyéndola de todas las juntas de la Religión y de la sociedad de las mujeres honradas (Moreri, I, 154).

Algunos años más tarde, María Gertrudis mantuvo correspondencia con el obispo Fray Antonio Martínez de la Plaza. En palabras de la poetisa: Cuando sucedió la quiebra de D.n Ramón de Morales se impuso que el Mayordomo diera toda la entrada, y de aquí se le pagaba su cuatro por ciento, y de las cuentas que traía se pagaban las que eran más urgentes, o por una especie de prorrateo un tanto a cada una, ahora ved que hay otro método, pero no soy clavera, y no me toca impugnarlo. (A.D.C., leg. 47, s.n)

Eran precisamente estas últimas palabras, “pero no soy clavera, y no me toca impugnarlo”, las que me hacían pensar que a Sor Gertrudis le hubiese gustado ocuparse de la dirección financiera del monasterio. Hace varios años me hice esta reflexión, mucho antes de tener acceso el Archivo conventual. Ahora, estas palabras me permitían apoyar la teoría de que la Hija del Sol había sido equivocadamente nombrada al puesto, un puesto que le hubiese gustado conservar, y en el que podía ejercer sus habilidades tanto gráficas como financieras. Discurrir sobre dichos empleos me permitía destapar algunos de estos insignificantes indicios, muy útiles a la hora de constituir hipótesis. A mi juicio, todos estos destellos ofrecían mayores muestras del castigo, proporcionaban más pistas acerca del carácter penal de su ingreso, a la vez que desvelaban parte de su organización personal y de sus quehaceres comunitarios en el monasterio de Santa María del Arrabal, el edificio conventual más antiguo de la ciudad milenaria. OBRAS CITADAS Antón Solé Pablo. La iglesia gaditana en el siglo XVIII. Cádiz: UCA, 1994. Álvarez, M., Pizarro, I. y Someira, G.. Un enfoque coeducativo desde la Historia de las Ciencias en Occidente. Sevilla: Consejería de Educación y Ciencia, 1994. Azcárate Ristori, Isabel. Los jesuitas en la política educativa del Ayuntamiento de Cádiz (1564/1767). Granada: Facultad de Teología, 1996.

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Castro, Adolfo. “La elocuencia epistolar de la mujer”. La verdad. Revista de intereses materiales y administrativos, de ciencias, artes y literatura. Año V, núm. 139 (enero de 1881): 3-5. Constituciones generales para todas las monjas y Religiosas, sujetas a la obediencia de la Orden de nuestro Padre San Francisco en toda la Familia Cismontana. De nuevo recopiladas de las antiguas; y añadidas de la V. Madre de Jesús de Ágreda. Madrid, 1748. Constituciones y Manual de las religiosas descalzas de la orden de la Purísima e Inmaculada Concepción de la Virgen Santísima Nuestra Señora, dadas a la Abadesa, y Monjas del monasterio de Jesús, María, Joseph de Madrid y a todos los que de este instituto se fundaren sujetos a la sagrada religión de nuestro padre San Francisco, y confirmadas por el capítulo general de la dicha orden, que se celebró en Salamanca, año de 1618. Córdoba y Pacheco, Sor María de, trad. Discursos espirituales y morales, para útil entretenimiento de las Monjas, y de las Sagradas Vírgenes, que se retiran del siglo. Dirigida principalmente a las Jóvenes, que habiendo de elegir Estado, tienen algún pensamiento de ser Religiosas, escritos en italiano por el Padre César Calino. Parte I. Málaga: D. Félix de Casas y Martínez, 1786. Demerson, Paula. “Una mujer cirujano en tiempos de Carlos IV: Victoria de Félix”. Anales del Instituto de Estudios Madrileños IX (1973): 1-12. Diderot y D'Alembert. Encyclopédie, ou dictionnaire raisonné des sciences, des arts et des métiers, par une societé de gens de lettres. 17 vols. Paris: Librairie Le Breton, 1751/1766. Tomo IX. García Fernández, María Nélida. Burguesía y toga en el Cádiz del siglo XVIII. Vicente Pulciani y su biblioteca ilustrada. Cádiz: Servicio de Publicaciones de la Universidad de Cádiz, 1999. Montesquieu. Œuvres complètes. París: Ed. du Seuil, 1964. Morand, Frédérique. “La biblioteca de la poetisa gaditana Sóror María Gertrudis de la Cruz Hore (1742-1801)”. Cuadernos de Estudio del Siglo XVIII 17 (2007): 249-274. ___. “Reflexiones sobre el alcance político y social de las fundaciones de la Concepción: el peculiar caso gaditano”. Tiempos Modernos 18 (junio 2009). Revista electrónica.

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___. “El papel de las monjas en la sociedad española del setecientos”. Cuadernos de Historia Moderna 19 (2004): 45-64. ___. Una poetisa en busca de libertad: María Gertrudis Hore y Ley (1742-1801). Miscelánea y Taraceas de versos, prosas y traducciones. Cádiz: Diputación Provincial de Cádiz, 2007. Moreri, Luis. El Gran Diccionario Histórico o Miscelánea curiosa de la Historia Sagrada y profana. Trad. Joseph de Miravel y Casadevante. París, 1753. Tomo I. Orozco Acuaviva, Antonio. Bibliografía Médico-científica gaditana. Ensayo Biobibliográfico médico, científico y técnico de Cádiz y su provincia. Cádiz: Obra cultural “Casino gaditano”, 1981. Torralba Martínez, Antonio. “La actividad científica patrimonio masculino durante la Ilustración y el Romanticismo : el ejemplo gaditano”. VIII Encuentro de la Ilustración al Romanticismo. La identidad masculina en los siglos XVIII y XIX (1750-1850). Alberto Ramos Santana, coord. Cádiz: UCA, 1997: 293-300. Vernet Ginés, Juan. Historia de la Ciencia española. Madrid: Instituto de España, 1976. ARCHIVOS CITADOS Archivo del Convento de Santa María de Cádiz A.C.S.M., lib. 6 de cuentas, cargo y data de la renta y caudal, al final del libro, s.p. (al final del libro) ; lib. 7. de las cuentas del año de 1764 y 1765, fols. 44v-45 ; lib. 8 de las cuentas de los años de 1766, 1767, 1768, y 1769, fols. 35v-36, 40, 76v, 117, 156, 167 ; lib. 9 de las cuentas del año de 1774 a 1780, fol. 31. lib. 10 de las cuentas del año de 1781 a 1789, fols. 12v, 40v, 42, 49-51v, 55v-56, 81v, 97v, 108v, 110v, 111 ; lib. 11 de las cuentas del año de 1789 a 1797, 15-16, 29, 37. Folletos atados (13). Copia de la Madre Clara. El estado económico de la Comunidad desde 1800 en adelante, fols. 10v-13. Libro manuscrito de 1718 a 1872 sobre elección de oficios, s.f.

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Archivo Diocesano de Cádiz A.D.C., Sección I. Despacho de los Obispos. leg. 42, fol. 50 (carta nº 5 escrita por Sor María Rosario Facio) ; leg. 45, s.n (documento escrito por MG de la CH. “Notas de las variaciones que he observado en nuestras constituciones”) ; leg. 45, fol. 208 (visita pastoral de 1802) ; leg. 47, s.n (carta nº 6 escrita por MG de la CH.) ; leg. 60, s.n (visita pastoral de 1785, otra de 1790). Visitas pastorales, leg. 507, fol. 33 (1776). Sección IV. Varios. Demanda de divorcio, leg. 730, fols. 38 y 179. Archivo Histórico Provincial de Cádiz A.H.P.C., Not. 12., PT 2501, fol. 197.

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