Nuevas oportunidades para las escritoras en la prensa a finales del setecientos: el extraño caso de la monja que firma H. D. S. (la Hija del Sol), sor María Gertrudis de la Cruz Hore (1742- 1801).pdf

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Nuevas oportunidades para las escritoras en la prensa a finales del setecientos: el extraño caso de la monja que firma H. D. S. (la Hija del Sol), sor María Gertrudis de la Cruz Hore (17421801) Frédérique Morand Universidad de Alcalá de Henares

En palabras de Mónica Bolufer, en el xviii, algo estaba cambiando. Aunque no presenciaremos de manera repentina una avalancha de escritoras –toda evolución es lenta– el modo en que las mujeres participaban en el mundo de las letras les invitaba a existir como sujeto literario propio. Sus apariciones adquirían un significado distinto del que habían tenido en siglos pasados. Por las nuevas perspectivas de divulgación de los impresos, la palabra escrita iba a tener mayor repercusión: “ahora más que nunca, tomar la pluma y dar a la prensa un escrito significaba darse a conocer en público, con las connotaciones específicas que ello planteaba a las mujeres en una época que estaba redefiniendo los límites de lo público y lo privado” (Bolufer Peruga, 1998: 299-300). No cabe la menor duda, la prensa se presenta como el género mayor en el setecientos, ofreciendo al movimiento ilustrado su más eficaz medio de expansión. Para las mujeres fue una oportunidad única para dar a conocer sus creaciones (Cruz, 2011: 297-312). Más si cabe a finales de la centuria, por razón de la Revolución Francesa y la consecuente prohibición de comunicarse con el país vecino. El contexto político ofrecía a las españolas un espacio ideal para difundir sus composiciones sueltas, poemas de moda como la anacreóntica, versos exentos de peligro para el periodo, al menos, en apariencia. No pretendemos realizar un estudio sobre la prensa en el siglo xviii en España, una materia sobre la que se han elaborado numerosos textos des-

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de hace décadas1, sino centrarnos en una de sus máximas colaboradora, en la década de 1790, tanto por la calidad de los elogios recibidos como por la frecuencia de sus publicaciones. En todo tiempo, vestir el hábito permitió a las féminas desarrollar sus habilidades literarias y editar con mayor soltura2. Por otra parte, el clero secular, al igual que el regular, reveló ser, a menudo, un ferviente lector de prensa, aunque la pareja “prensa-Iglesia” en la España de las Luces no siempre fue un maridaje bien avenido (Larriba, 1998 y 2012). Es en el seno de la Iglesia, tras la “negra muralla del velo”, según expresión de la autora (Quinario de ánimas, 1789), donde encontramos a la escritora más elogiada de finales de la centuria. Las composiciones de sor María Gertrudis de la Cruz Hore (1778-1801) fuesen anónimas o publicadas bajo seudónimo, revelan sin duda su deseo de renombre, al menos su afán de comunicarse con el público lector. Ricardo Palma, en su correspondencia con Menéndez Pelayo, de manera poco acertada (respecto del trabajo realizado), dijo: “A cualquier monjita que firmó una décima hecha por su confesor nos la declara el señor Serrano y Sanz poetisa y escritora” (en Sánchez Reyes 1978: 371). En el caso de María Gertrudis Hore y Ley (1742-1801), dama nacida en Cádiz a mediados del siglo xviii en una pudiente familia de comerciantes irlandeses, no estamos ante una monjita cualquiera, anodina, sino todo lo contrario. Al parecer, las publicaciones periódicas de las españolas en el último tercio de la centuria fueron escasas, de una a cuatro composiciones, según Zorrozua, quien calificó a Hore como una excepción dentro del panorama literario de la época, al lado de sor Ana de San Jerónimo, Rosa Gálvez y María Martínez Abello por sus frecuentes apariciones en prensa. En el Diario de Madrid, entre 1795 y 1796 la Hija del Sol publicó diez poemas y una carta en prosa (Zorrozua Santisteban, 1999: 196). Estamos ante una monja casada, excepcional profesa de velo negro, reclusa en el monasterio de concepcionistas calzadas de Cádiz, dispuesta a compartir su experiencia. Tras 16 años de vida marital y algunas que otras desavenencias familiares, con 35 años vistió el velo, sin ser viuda, con la licencia de su esposo, Esteban Fleming. A nuestro juicio, la poetisa profesó no por voluntad propia sino forzada, según las leyes vigentes en caso de adulterio (Morand, 2004). 1. Por citar algunos de ellos vid. Guinard (1973), Aguilar Piñal (1978 y 1981) o Urzainqui (2002 y 2006). 2. No es necesario recordar a santa Teresa, sor Juana Inés de la Cruz, Josefa de Jovellanos, la hermana de Gaspar Melchor, etc. Sobre estas y otras autoras de la época puede verse una extensa bibliografía en Bieses, .

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Publicó en prensa decenas de poesías de carácter profano, no solo en el Diario de Madrid, sino en el Correo de Madrid, en el Diario de Barcelona, en el Semanario de Cartagena y en el de Salamanca. Bajo anonimato o firmando con sus iniciales de seglar (H. D. S., M. G. H., D. M. G. H.), sor Gertrudis siempre hizo alarde de su saber y determinación. En la prensa lo hizo esencialmente con una mirada dirigida a las de su sexo. A la sazón, dejó ideas y pensamientos manuscritos de importancia para la reconstrucción de su entorno social y político. Durante los últimos 23 años de su existencia, esta enigmática concepcionista casada, es de suponer que con la autorización de sus superiores, consiguió publicar numerosos versos de carácter profano, así como opúsculos religiosos al mismo tiempo. Sor Gertrudis empezó a difundir sus poemas en prensa, por lo que sabemos hoy, a mediados de noviembre de 17873, o sea, curiosamente, bajo el obispado de José Escalzo, hombre poco amigable y miembro de la Santa Inquisición con el que la poetisa, al parecer, no mantuvo correspondencia alguna (Morand, 2007: 189-192). El primer poema es una “Oda de una Poetisa a un Jilguero que cayó herido a sus pies”; al que sigue otro: “Anacreóntica de la misma a la muerte de un hermoso Canario, que murió por el descuido de una criada que dejó caer su jaula”. La publicación en la prensa de estos dos poemas anónimos cuya temática profana y de apariencia ligera –a la vez mística por el uso de la figura del pájaro– no revestía carácter trasgresor alguno para este obispo estricto y reformador, calificado de “ilustrado” por el padre Antón por su afán de instrucción (Solé, 1994:191). ¿Cómo pudo doña María Gertrudis Hore publicar en prensa y prescindir de la licencia eclesiástica? En el Semanario de Cartagena del 30 de noviembre se divulgaron las iniciales de la poetisa, D. M. G. H., y, algo más tarde, el 19 de diciembre, se retomó la información en el Correo de Madrid4 al publicar un pretencioso soneto en el que expresaba su deseo de reconocimiento como poetisa, ignorando los comentarios que menospreciaban a las mujeres sabias y aún más, a las presumidas: “Fenisa, que del Betis ascendía,/ osada llega entre otras concurrentes,/ y al ver de todas coronar las frentes,/ ¿Dónde está, dice, la corona mía?” ( Morand, 2007: 193).

3. Correo de Madrid, Tomo II, núm. 111, miércoles 14 de noviembre de 1787, pp. 543-544. Fue publicado en el Diario de Barcelona, Tomo XX, núm. 341, domingo 8 de diciembre de 1798, pp. 1381-1382. 4. En el Semanario de Cartagena, núm. XLVIII del viernes 30 de noviembre, p. 384, se lee: “El siguiente Soneto nos consta ser de la misma poetisa Española D.M.G.H. que la Oda, y Anacreóntica, insertas en el número 111 del Correo de Madrid del miércoles 14 de este mes”. En el Correo de Madrid, Tomo II, núm. 121, el 19 de diciembre de 1787, p. 624, se conocen las iniciales de la autora D. M. G. H.

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Sor Gertrudis declaró abiertamente y sin pudor la presencia de la inspiración femenina en el mundo de la poesía española. Se juntó con sus coetáneas letradas y no dudó en romper con el tópico de la escritora modesta, sin buscar estrategia alguna para que los lectores reconociesen la facilidad de su numen. Zorrozua (1999: 130), al comentar sus poesías anónimas, consideró la elección de publicar bajo las siglas H. D. S. (Hija del Sol) como otro caso de modestia, por miedo a la crítica, aunque reconocía que el acrónimo no presentaba muchas dificultades para ser desentrañado; tampoco el de D. M. G. H. Zorrozua afirmó que Gertrudis Hore no aspiró nunca al reconocimiento ni a la gloria literaria. Creemos que fue todo lo contrario. Algo de poder y ganas de ser reconocida tuvo que tener la Hija del Sol si, pese a su osadía, lejos de los códigos de la época, consiguió publicar y hacer que se desvelase su identidad aunque no constara su estado religioso ni tampoco su verdadero nombre. Quizás, por la temática desarrollada, en contradicción con la sociedad conventual a la que la autora pertenecía, prefirió conservar el velo sobre su identidad. Más que discurrir sobre la constante sospecha de autoría femenina, resulta más útil hacer un breve repaso de su producción poética antes de acercarse a la crítica de sus textos en la prensa madrileña. En la década de 1790, la religiosa conoció su mayor período de publicación en prensa coincidiendo con el obispado de su confesor y amigo, hombre conciliador y afable, fray Antonio Martínez de la Plaza, con el que mantuvo una privilegiada relación epistolar; el prelado, entre otros asuntos, le pidió su opinión a la hora de reorganizar la vida interna de la comunidad concepcionista a la que la poetisa pertenecía5. La ausencia de documentación acerca de cómo esta monja de velo negro consiguió publicar en prensa poemas profanos sin la menor traba –incluso siglos después del Concilio de Trento– no nos permite esclarecer el curioso caso. No teníamos rastro de licencia ni durante el obispado de José Escalzo ni durante el de Antonio Martínez de la Plaza. Sin embargo, podemos suponer que el carácter y la personalidad del obispo al frente de la diócesis tuvo que influir a la hora de dar a conocer las creaciones profanas de esta monja profesa por ser, hay que decirlo, una práctica poco habitual en la España de fines del setecientos. Cabe destacar que MG. de la CH, como le gustaba firmar en su correspondencia privada, nunca formó parte de estas religiosas que escribieron 5. Una correspondencia de mucho interés y todavía sin publicar. Para facilitar futuras investigaciones (algunas cartas están sin firmar, solo la grafía permite conocer a la autora), recogimos toda su obra manuscrita: hemos trasladado las 25 cartas localizadas en varios archivos de la diócesis entre los años 1997 y 2005 en un único archivo, con el beneplácito del entonces director del Archivo Diocesano de Cádiz, el padre Pablo Antón Solé (que Dios guarde).

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la historia de su orden, su autobiografía espiritual o el relato de sus experiencias místicas por orden de su confesor. Razón por la cual, quizás, la actual crítica no la menciona entre las figuras clásicas de escritoras religiosas, aunque publicó varios textos de corte cristiano, entre los cuales destaca el famoso Stabat Mater editado en los siglos xviii, xix y xx en Cádiz, Barcelona y Sevilla. Es de notar, y de extrañar, que incluso el propio fray Beato Diego de Cádiz, la antítesis del ilustrado por antonomasia, publicó extractos de este famoso escrito inmaculista (Morand, 2006: 579-607 y 2011: 80-90). Fue la única mujer citada por la crítica franciscana como poetisa digna de representar la literatura espiritual de la orden en este siglo a menudo tachado de laico (Eiján, 1935: 371, 404-406). Tampoco la actual crítica se acuerda de ella cuando hace referencia a las traductoras (traducía latín e italiano). Solo se la conoce y clasifica como escritora vinculada con la burguesía y las familias de la élite mercantil gaditana (Bolufer, 2003: 30-33). No obstante, sor Gertrudis cultivó todos estos géneros literarios a lo largo de su existencia. Con más o menos prolijidad, se ejercitó en todas estas disciplinas y pasó de una categoría a otra con la mayor habilidad: mientras escribía para la prensa, publicaba en Cádiz un Quinario de ánimas, una Deprecación a María Santísima, y no creemos que fueran “obras por mandato” tan habituales en la España del Antiguo Régimen, sino que esta monja escritora, deseosa de formar parte de la “República de las Letras”, como otras de sus coetáneas, supo adaptarse al esquema literario requerido para pasar por las mallas de la censura. Pasó de ser la esposa “obediente” que publicó sin firmar (Novena a Jesús de la Esperanza, 1778) a ser la “Esposa de Dios”, vate gaditana reconocida por la originalidad de su lírica. En fin, una literata en toda la extensión del término que no tembló a la hora de firmar sus creaciones de carácter religioso con su nombre de profesa. No solo sus composiciones religiosas conocieron el beneplácito de la crítica (Huarte [1777-1778] elogió su creatividad), sino cada uno de sus textos en prensa. Su primer poema conocido hoy en el Diario de Madrid es una canción cuya frase de introducción, “Avisos a una Joven que va a salir al Mundo. Fenisa a Filena”, indica ya el tenor de su poesía: prevenir a las jóvenes de los riesgos que les esperan en el siglo. Publicado en mayo de 1795, la temática elegida refleja el argumento de la casi totalidad de su producción poética durante estos dos años. Sus versos tienen como propósito instruir a las mujeres pero, quizás, más que instruirlas se encargó de avisarlas del peligro que les esperaba si no eran capaces de resistir las falsas lisonjas del sexo opuesto. El tema de la tiranía masculina, de su versatilidad en amor, fue una constante en las publicaciones de esta religiosa como si, siendo profesa de velo negro, intentase avisar del riesgo a las que se disponían a gozar de lo que la

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insidiosa ideología ilustrada les ofrecía, pero solo, en palabras de la autora: “si te encuentra fuerte,/ perderá la esperanza de vencerte/ (...) Esta es, Filena mía,/ La fortuna que anhela:/ La ignorante ambición de nuestro sexo,/ (…) Cuando al mundo se entrega con exceso” (Morand, 2007: 194-196). Estamos ante el consejo de una peculiar religiosa casada. Fenisa advertía a la delicada joven de los riesgos a los que se exponían todas las féminas si apostaban por el amor en tiempos de matrimonios de conveniencia. Sor Gertrudis no dejó nunca de ser la esposa de Fleming, tal y como lo ratificaba el derecho canónico ante un caso de adulterio, el único (salvo excepción) que contemplaba la separación definitiva. Si toda obra es la manifestación de una conciencia, en el caso de Gertrudis Hore, monja casada, el acto de escritura desvelaba la existencia de una tradición de textos de mujeres. Nunca hubo una sola experiencia –la maternidad– para nosotras, sino toda una red de circunstancias tanto políticas como de carácter social y cultural que diferenciaban de forma radical las experiencias de las mujeres de las de los hombres. Aquello dejó huellas en las literatas de la centuria y en la poesía de la gaditana en particular. Se presenta como testigo histórico en materia de amor, deseosa de comunicar su trágica experiencia para que no se repita. Sus textos son los de una fémina nacida a mediados del siglo xviii, inmersa en su contexto social e histórico. Aun después de conocer la experiencia religiosa siguió reflejándose en sus rimas, las de una insólita profesa, toda la dimensión social de su literatura, así como su empeño en defender a “las de su sexo”, consciente de pertenecer a un grupo cuya opresión definía la superioridad de un sexo sobre el otro. Pocos días después de ese primer reclamo poético, sor Gertrudis publicó una anacreóntica en la que apostaba por los deleites sensuales, la sencillez del lugar, los placeres de la mesa, ese disfrute del locus amoenus propio del estilo anacreóntico, el verso preferido de sor Gertrudis aunque, en este caso, el locus amoenus necesitó de un lugar de recogimiento, un interior campestre para el pleno disfrute de esa placentera merienda en selecta compañía: “Niña, de la cabaña/ cierra pronto la puerta,/ y por que no la empujen/ arrímala una piedra./ Y en tanto que ellas rabian/ tráeme tú, Filena,/ con agua serenada/ la talla portuguesa” (Morand, 2007: 197198 y 2011: 76-80). Estas primeras composiciones merecieron los elogios de la crítica y no cualquier elogio sino los elogios del Censor Mensual, seudónimo detrás del que se escondía el poeta agustino fray Juan Fernández de Rojas, más conocido como Liseno, miembro del Parnaso Salmantino desde su comienzo. Por tanto, ese crítico exigente, cuya autoridad en la materia era conocida, fue el que comentó cada una de sus composiciones. Primero, no

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alabó los textos de la poetisa por razón de sexo, como se le reprochaba a veces a la hora de valorar creaciones de mujeres, sino que hizo un comentario de sumo interés para descubrir y conocer mejor a esta poetisa, lejos de menospreciarla por su condición femenina: Las poesías de los días 11 y 21, señaladas con las iniciales H.D.S., me consta son de una Señora Gaditana, conocida con el nombre de la “Hija del Sol”; su instrucción en varias lenguas, su erudición escogida, su buen gusto e ingenio, juntamente con sus prendas personales, la han adquirido la admiración de cuantos la han tratado. En estas tres composiciones se advierte su facilidad en la poesía, y aunque las dos Anacreónticas tienen la gracia y ligereza propias de este género, no son comparables con la Canción, llena de sólidas máximas y de filosofía (Serrano y Sanz, 1975: 529)6.

Está claro, los comentarios de la crítica le ofrecían promesas de éxito. Fray Juan Fernández de Rojas y, por tanto, los demás poetas salmantinos, al menos los que seguían vivos (Jovellanos, Meléndez Valdés) conocieron, aunque solo fuese de oídas7, a esta gaditana; supieron de la existencia de esa mujer culta, supieron que hablaba varios idiomas y tuvieron constancia de su fama como mujer de letras. Poco después de ver reconocidas sus cualidades, al mes siguiente, sor Gertrudis volvió a publicar otra anacreóntica, dirigida esta vez a una mujer residente en su convento. Aparentemente, esta se disponía a salir de la clausura y devolvió a la poetisa sus ganas de empuñar el cálamo: “Mas vela con cuidado/ el alcázar del pecho/ porque al corazón libre/ no le hagan prisionero” (Morand, 2007: 199-201). El amor parecía ser la temática de predilección de esta monja cautiva. Esta poesía también fue comentada por el Censor Mensual y los versos, calificados de excelentes (Diario de Madrid, 1795: 762). Ahora bien, pese a su aparente atrevimiento literario, el domingo 9 de agosto de 1795, sor Gertrudis reanudó con su labor de divulgación al publicar una oda anacreóntica dirigida a su amiga Gerarda (Morand, 2007: 201-203). Y tuvo, una vez más, el privilegio de ser reconocida como poetisa de talento: “La Anacreóntica del día 9 es sin duda la mejor composición de la H.D.S. que se ha puesto en el ‘Diario’; las útiles advertencias que contiene, la belleza del estilo, y la armonía del verso la hacen muy apreciable” (Diario de Madrid, 1795: 1025-1026). 6. Diario de Madrid, “Juicio de los Diarios del mes de Mayo”, lunes 8 de junio de 1795, 159, p. 651. 7. Ignoramos si Cadalso (1741-1782), gaditano y miembro del Parnaso en la década de 1770, tuvo alguna relación con la poetisa.

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En esta anacreóntica sor Gertrudis cumplió con su función didáctica, avisó a su amiga de los peligros del amor. El yo poético (Yo,... yo,.. .yo,... Fenisa) conducido por el discurso de la experiencia, se enfrentaba con ese tú que dirigía a su amiga (Gerarda,... tú); una advertencia a todas las mujeres, como si la monja literata se declarase ahora la portavoz de las féminas en el siglo. Pese a que Sullivan (1995: 36) afirmó que las monjas no tenían contacto con el exterior al intentar descubrir la identidad de Beatriz Cienfuegos, sor Gertrudis no esperó más de tres meses para publicar de nuevo: el 5 de noviembre de 1795 firmó H. D. S. un poema dirigido a Filena. El pensamiento y la opinión de la gaditana estuvieron, al menos ese año, en consonancia con las ideas de sus contemporáneos (Morand, 2007: 203-206). Liseno no dudó en revelar, una vez más, los méritos de su poesía: “La Anacreóntica de la H.D.S. del día 5 es muy bella no sólo por las gracias poéticas, sino también por la filosofía de que está llena” (Diario de Madrid, 1795: 2080). Con ella sor Gertrudis advirtió, una vez más, a su amiga de los peligros del amor. Tras recibir Cádiz la visita del rey Carlos IV y de su familia, escribió, en palabras de Castro (1881: 4-5), a un amigo madrileño para contarle el evento y, aparentemente este decidió hacer pública la misiva apenas recibirla. Castro (1881: 4) calificó esta carta de “modelo de buen decir” y afirmó no recordar que en castellano se conservase un escrito en que el habla tuviera más facilidad, sencillez y ligereza. La carta empezaba así: “Ya es tiempo, amigo mío, de que yo tome la pluma para dar a Vuestra Merced parte de la que me ha tocado en el común alboroto por la venida de los Reyes nuestros Señores a esta Ciudad” (Morand, 2007: 208-211). Leer la opinión del Censor Mensual confortaba al lector del siglo xxi acerca de la notoriedad de la gaditana, tanto en su ciudad como en otros lugares de España. Además, permitía rectificar algún error de impresión: “La carta del 29, y los versos que la siguen, están escritos con mucha gracia, y se conoce el grande alborozo (no alboroto como erró la imprenta) en que rebosaba su Autor con tan plausible motivo; como lo demuestra la rapidez del estilo, y la viveza de la descripción” (Diario de Madrid, 1796: 401-403). Finalmente, localizamos la crítica de su última creación original firmada H. D. S. en el Diario de Madrid del 17 de abril de 1796. Esta seguía siendo elogiosa, aunque, en este caso, Liseno no comentó el contenido del poema, no se comprometió en dar explicaciones, sino que se conformó con un breve cumplido: “La canción del día 17 es graciosa, y muy bien escrita, como todas las de su autor H.D.S.” (Diario de Madrid 1796: 540). Esta última composición se titulaba “El amor caduco” y era, en palabras de Sullivan (1992: 167-168), un diálogo con ella misma, un poema

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de amor bucólico que evocaba una anciana cuya memoria le permitía revivir su pasión, aunque el recuerdo de aquella juventud parecía impropio de una mujer de su edad: “¿Con rostro arrugado,/ Cabello nevado/ De amor padecer?/ ¡Ah! no, antes se pruebe/ Que el hielo, y la nieve/ Se vieron arder” (Morand, 2007: 211-214). A nuestro parecer, esa original canción desvelaba su inclinación, su sensibilidad amorosa a lo largo de su existencia, pese a los casi 20 años de reclusión. El amor fue la razón por la que esta dama de la alta sociedad se vio obligada a vestir el velo: “poetisa desgraciada/ la culpa de vivir enamorada”, según se denominó ella. Aunque aquí no haya ningún héroe describiendo las peripecias de su aprendizaje en el mundo, como en la novela de educación del siglo xviii, sacando lecciones de ello, sino una mujer escarmentada, encarcelada de por vida por razones de adulterio (Morand, 2009: 387-412). No es de extrañar la elección del verso como vehículo de expresión: el valor de la poesía en esta finisecular centuria no era el del romanticismo, sino el instrumento de la comunicación social, de la intención didáctica. “El arte por el arte” en la literatura del setecientos era un principio incomprensible, la divisa de un ilustrado como Jovellanos era “quid utile, quid verum”, y la escritura se consideraba como un medio de actuar sobre las mentes y las costumbres. En nuestro caso, el elemento femenino aparece como un factor dinámico, innovador, subversivo. La gaditana conquistó parte del espacio periodístico en una época en la que, tras el cierre de las fronteras con Francia, había que llenar los periódicos autorizados con poesías y temas de poca sustancia, nada de política, solo el verbo ligero. Aprovechó el momento histórico tanto a nivel nacional como en su diócesis: como dijimos al principio, fray Antonio Martínez de la Plaza, obispo de Cádiz en la década de 1790, era un hombre bueno, afable, conciliador, fue cercano a ella, fue su amigo y su confesor. Probablemente estos factores facilitaron, bajo la aparente ligereza del verso, la propagación de sus advertencias sin que la censura se lo impidiera, recibiendo los elogios de la crítica por sus propósitos en consonancia con los gustos de la época. Asimismo, cabe destacar el momento histórico en el que difundió estos versos, en las postrimerías de la centuria, cuando se produjeron profundos cambios históricos en el mundo. La influencia del viejo continente europeo, su consolidación a nivel económico, la importancia marítima de su flota así como el fuerte aumento de población alteraron en parte la percepción humana en términos de orden cristiano universal (Santos y Martínez, 2002: 129-134). Por tanto, la visión de una ilustrada española afincada en Cádiz, puerto de mar en el que circulaban a diario corrientes cultura-

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les y religiosos llegadas de todos los ámbitos, obviamente, ya no podía estar totalmente impregnada de los rigurosos conceptos católicos. Sor María Gertrudis de la Cruz Hore asistió a la expansión de la sociedad civil en detrimento de la religiosa o, mejor dicho, incluso desde la clausura la religión tuvo que remodelarse. Ella fue un componente más de esa burguesía mercantil, conoció los nuevos descubrimientos, sintió curiosidad científica cuando se iniciaron teorías sobre las sociedades, los orígenes, así como la revalorización de la conciencia individual (Morand, 2007: 249-274). Sin duda, fueron estos ingredientes los que permitieron a sor Gertrudis desarrollar nuevas formas de pensar y de considerar el mundo. Poetisa comprometida, escribió parte de su obra pensando en un público femenino, irrumpió en el espacio poético de la modernidad, se involucró en la defensa de las mujeres. Todas o casi todas sus composiciones publicadas en prensa están dirigidas a sus coetáneas. Participó en la promoción de la “sororidad” (sisterhood), un sentimiento nuevo de comunidad entre mujeres, ante el temor de que su fracaso amoroso pudiera ser compartido por otras. A partir de la filosofía de la individualidad, desarrolló un sentimiento de grupo (no hemos de olvidar que creció arropada por una familia irlandesa y una educación inglesa, o sea, en un clima ideológico más abierto). A nuestro parecer, deseó romper el aislamiento en el que las de su sexo se encontraban, cautivas en la sociedad patriarcal rígida de finales del Antiguo Régimen, la misma que la condenó a la reclusión perpetua en un monasterio únicamente por ser una “mujer libre”, una dama poco dispuesta a conformarse con el trato reservado a las féminas en materia de amor. No obstante, la prudencia parece haber conducido su exaltado recorrido literario. En efecto, decidió dar a conocer su obra profana en lugares distantes: Madrid, Salamanca, Cartagena, Barcelona, en los que la probabilidad de ser leída por sus paisanos se hacía escasa. Mientras tanto, disfrutaba del reconocimiento de los gaditanos publicando textos de corte cristiano en su ciudad, como si quisiera desvelar a sus coetáneos solo la conversión ideal de una seglar mundana en una monja perfecta.

Bibliografía Aguilar Piñal, Francisco (1978), La prensa española en el siglo XVIII: diarios, revistas y pronósticos, Madrid: CSIC. — (1981) Índice de las poesías publicadas en los periódicos españoles del siglo XVIII, Madrid: CSIC. Antón Solé, Pablo (1994), La iglesia gaditana en el siglo XVIII, Cádiz: Universidad de Cádiz.

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FRÉDÉRIQUE MORAND

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