Nueva ciudadanía y movilización social en Chile: Análisis del proceso sociopolítico a partir del año 2011

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Descripción

Nueva Ciudadanía y movilización en Chile: Análisis del proceso sociopolítico a partir del año 20111

Rodrigo Gangas C.2

Resumen El presente artículo busca comprender el desarrollo de una nueva ciudadanía en Chile, que se expresa con fuerza desde el año 2011, y que evidencia la irrupción de un profundo cuestionamiento con el orden sociopolítico construido durante la dictadura militar de Augusto Pinochet, heredado y administrado durante las décadas de 1990 y el 2000 como un pacto consensuado entre las fuerzas político partidarias de la transición. En este escenario se postula que el desarrollo de la ciudadanía –adormecida y controlada bajo los gobiernos concertacionistas en el ejercicio liberal del votoirrumpe con fuerza, reclamando su lugar en el espacio público, y constituyéndose como una nueva ciudadanía que busca por medio de la acción colectiva y la movilización social ejercer incidencia dentro de las estructuras políticas establecidas. La investigación plantea la concepción de nueva ciudadanía, que se enmarca en el quiebre del modelo liberal clásico de la democracia representativa, de carácter individual y expresada por medio del sufragio o los partidos políticos. Esta nueva ciudadanía se sustenta en cuatro aspectos que la diferencian del modelo clásico: Autonomía frente a la institucionalidad representativa; desarrollo fragmentado o disgregado colocando énfasis en la diferencia más 1

La presente investigación forma parte de los resultados del Núcleo Temático de Investigación: “Sociedad civil en Chile y formación de nueva ciudadanía”, llevado a cabo durante los años 2013 – 2014, y Financiado por la Universidad Academia de Humanismo Cristiano. Esta fue presentada en el XI Congreso Nacional de ciencia Política 2014, y se agradece la colaboración de los ayudantes de la Escuela de Ciencia Política y Relaciones Internacionales Gabriel Gutierrez Ampuero, Wladimir López y Valeska Moreno, no obstante el contenido final es de expresa responsabilidad del autor. 2 Académico e investigador de la Escuela de Ciencia Política y Relaciones de la Universidad Academia de Humanismo Cristiano, coordinador responsable del NTI “Sociedad civil en Chile y formación de nueva ciudadanía” [email protected]

que en la igualdad; mecanismos de acción colectiva y participación política no tradicionales; y discursos transversales y críticos a la estructura misma del sistema político.

Abstrac This article seeks to understand the development of a new citizenship in Chile, which is strongly expressed since 2011 , and which shows the emergence of a profound questioning the socio-political order built during the military dictatorship of Augusto Pinochet, inherited and managed during the decades of 1990 and 2000 as a consensual agreement between the political forces in favor of the transition. This scenario postulates that the development of citizenship adormecida and controlled under the Concertación governments in liberal exercise of vote- gained strength , reclaiming their place in the public space, and establishing itself as a new citizenship that seeks through collective action and social mobilization exercise incidence within the established political structures. The research raises new conception of citizenship, which is part of the breakdown of the classical liberal model of representative democracy, and individuality expressed through voting or political parties . This new citizenship is based on four aspects that differentiate it from the classical model : Autonomy to representative institutions ; fragmented or disrupted development emphasizing on the difference rather than equality; mechanisms of collective action and non-traditional political participation; and transverse critical discourse and the structure of the political system. Conceptos claves: Ciudadanía – sociedad civil – democracia – movimientos sociales

Introducción

Los procesos de movilización social ocurridos en diferentes partes del mundo en los últimos años, han traído como consecuencia no solo la necesidad de revisar críticamente los regímenes democráticos que se han asentado –en algunos casos luego de importantes procesos de regímenes autocráticos- , sino que además la necesidad de revitalizar desde la Ciencia

Política la discusión en torno a los movimientos sociales y su importancia como mecanismos de participación, incidencia y transformación del régimen. En el caso de América Latina, los movimiento sociales han tenido un particular desarrollo en las últimas dos décadas, siendo vehículos importantes de transformación, luego de los procesos de dictaduras, y de consolidación de nuevas estructuras políticas que tendieron a reflexionar sobre la democracia y la participación de nuevos actores. No obstante en Chile, la movilización social, específicamente durante la transición a la democracia, ha sido esporádica y con resultados disímiles, siendo una fuerza más bien fragmentada y representativa de intereses específicos de grupos, que por medio de la presión buscaban reivindicar demandas sectoriales. El proceso democrático en nuestro país ha estado caracterizado por la consolidación de una institucionalidad democrática surgida de un pacto transicional o “transaccional”3, entre las fuerzas políticas que encontraron una salida electoral a los 17 años de la dictadura. La consolidación de una institucionalidad democrática estuvo determinada por la institucionalización de la actividad política entre la concertación4, los partidos de la alianza5 y los militares, dejando de lado a los actores sociales que se expresaron con fuerza durante la década de los 80 contra la dictadura militar. En ese contexto, la transición se vio favorecida por la ausencia de los movimientos sociales y el desarrollo de un modelo de ciudadanía neoliberal, consumidora e individual, poco participativa y sustentada en la representación indirecta. El poder popular que se había enfrentado a la dictadura había retrocedido para, en algunos casos asentarse en un modelo de consumo mientras copaba todas las esferas de la vida en salud, educación, vivienda, etc. Y en otros, asumir nuevamente una conducta liberal, institucional e instrumental de la ciudadanía que no permitiera colocar en duda o cuestionamiento el orden que se iba instaurando poco a poco con cada elección e institucionalización de la participación política. Es efectivo el hecho que en el año 2006, se produce una gran movilización estudiantil, y que puede ser considerado el punto de acción inicial para el proceso que se reactiva con fuerza en el año 2011. El pinguinazo o 3

La concepción de la democracia transaccional tiene referencia en el pacto expresado hacia el fin de la Dictadura Militar, y que tuvo como objetivo generar las condiciones institucionales necesarias para llevar a delante una transición a la democracia, basada en distintas transacciones hechas entre los grupos dominantes del periodo y que quedaron consolidadas en el plebiscito de las 54 reformas constitucionales de 1989, entre la naciente Concertación de Partidos por la Democracia, la derecha política y los militares. 4 La Concertación de Partidos por la Democracia es una alianza política que nace en la oposición a la Dictadura Militar de Augusto Pinochet. En su origen constaba de 14 agrupaciones –entre partidos y movimientos políticos-, pero que finalmente se consolido en un conglomerado de 4 partidos políticos: La Democracia Cristiana, el Partido Socialista, el Partido por la Democracia y el Partido Radical Social Demócrata 5 La derecha chilena la componían la UDI y RN

revolución pinguina, que significó la movilización de los estudiantes secundarios durante el año 2066, apeló a la sensibilidad social (no solo por una cuestión de afectados con el problema, sino también con la condición emotiva de la movilización) y sentó importantes bases políticas en acción y actitud para los posteriores procesos, no obstante fue rápidamente institucionalizado y el sistema gozó de cuatro años más de buena salud, haciendo gala de un gatopardismo aprendido en 20 años de administración del modelo. Sin embargo, desde el año 2011 se observa el resurgimiento de una nueva ciudadanía que por distintos medios tensiona fuertemente el régimen político de la dictadura. La nueva ciudadanía se establece en un marco de referencia asociada a lo menos a cuatro aspectos: En primer lugar, es una ciudadanía desafectada del sistema de representación formal con la consecuente crisis en el sistema de partidos; esta pierde el sentido clientelar para reivindicar la autonomía frente a la institucionalidad; en segundo lugar, se manifiesta de manera disgregada o fragmentada, ya sea en términos espaciales o en cuanto al tipo de demandas, lo que dificulta aún más la relación con la institucionalidad política, pero además se manifiesta una nueva expresión de demandas asociada a derechos que el régimen político no tiene – o tenía- capacidad de asumir y de responder, es el poder de la diferencia que se superpone a la homogeneidad de la igualdad de derechos de la ciudadanía liberal; En tercer lugar, utiliza mecanismos de participación política no tradicionales o no institucionales, rescatando distintos medios de acción que en algunos casos tienden a tensionar la estructura legal del sistema político. En ese sentido, la incorporación de las marchas y la revalorización del espacio público; la expresión de la toma como acto de protesta e incluso de presión; y por último, el ejercicio de las asambleas como acto deliberativo constituyen los medios más utilizados por esta nueva ciudadanía. Finalmente, establece una crítica abierta y transversal a la estructura misma del sistema, la cual trasciende a las autoridades de turno y apunta directamente al régimen político y económico instaurado por la dictadura y mantenido durante los gobiernos de la Concertación, este fenómeno se visualiza principalmente en el tipo de demandas colectivas y transversales que trascienden a los intereses particulares y que se presentan en los diferentes actores analizados, como lo son una demanda por una nueva constitución, reforma tributaria o reforma educacional. En ese sentido, plantea un discurso disruptivo con lo establecido en términos institucionales, pero también con su historia clientelar del sistema político, vuelve a un sentido originario y fundante que busca lo político en el espacio público, exigiendo una vuelta a modelos centrados más en el Estado que en el mercado. La primera parte del trabajo, establece una revisión teórica del desarrollo de la ciudadanía liberal y el paso hacia una concepción crítica de la misma, en la cual se fundamentan las principales tensiones que presenta el modelo liberal

en el desarrollo de una nueva dinámica sociopolítica. A su vez, expone algunas de las características que presenta la nueva ciudadanía en un contexto de crisis y revisión de los patrones del régimen democrático representativo. La segunda parte ha considerado una visión global del desarrollo de la nueva ciudadanía en Chile, fundamentalmente en sus dimensiones diferenciadas y participativas, a partir de los procesos de movilización social desarrollados desde el año 2011 en adelante. Para tal efecto se han considerado fundamentalmente como fuentes primarias de información un conjunto de entrevistas a diferentes actores sociales y políticos que permiten describir en conjunto las dimensiones antes descritas de esta nueva ciudadanía. En esta segunda etapa se ha optado por la entrevista en profundidad de actores provenientes de distintos ámbitos, los cuales han formado parte de movimientos sociales con demandas específicas como regionalistas y ambientalistas, así como también aquellos movimientos asociados a demandas por transformaciones más estructurales del régimen como aquellos nacidos al alero de la demanda por una asamblea constituyente y una nueva constitución. En este caso se ha optado por excluir deliberadamente a los actores provenientes del movimiento social por la educación, ya que por las dimensiones y alcances de dicho movimiento, resulta imposible dar tratamiento acabado en esta investigación, siendo este sujeto de análisis en una posterior investigación.

De la ciudadanía liberal a la nueva ciudadanía El desarrollo de la concepción de ciudadanía, desde la perspectiva liberal clásica ha estado determinada por la adquisición y ejercicio de derechos de carácter individuales al interior de la organización política que denominamos Estado. Desde el triunfo del liberalismo en el siglo XIX, y su posterior desarrollo en el siglo XX, la ciudadanía ha estado adscrita a la relación que establecen los individuos con la comunidad política. Según Heater, esta se define como la condición sociopolítica producto de la relación de un individuo con el Estado, y se consagra en los derechos otorgados por este a ciudadanos individuales y en las obligaciones que estos, personas autónomas en condición de igualdad, deben cumplir (Heater, 2007). Para el autor, es en la relación de los individuos con el Estado la que define la condición de ciudadanía, y a su vez como dicha relación queda legitimada con la consagración de derechos individuales. La ciudadanía integrada propuesta por Marshall en la década de 1950, como una sucesión de derechos (civiles, políticos y sociales) que se adquieren con el tiempo y son reconocidos por la estructura política dominante, fue el parámetro que permitió determinar la ciudadanía dentro de la unidad política, bajo las lógicas de inclusión/exclusión, se constituyeron individuos que

gozan en condiciones de igualdad de derechos ciudadanos. Tal como plantea Rubio Carracedo (2007), “la ciudadanía liberal es intencionalmente igualitaria y universalista (inclusiva), aunque en la práctica se traduce en numerosas restricciones jurídicas e institucionales tanto en la igualdad como en la universalidad (excluyente)” (Rubio, 2007:66). Tanto en sus versiones negativas como afirmativas, el individualismo adquiere una relevancia importante, desde una posición donde llega a una “desestructuración de la sociedad” (Rubio, 2007:71), Rubio plantea que esta “se convierte en simple agregado de individuos que colaboran instrumentalmente entre sí mediante las leyes del mercado”(Rubio, 2007:71), como versión negativa, hasta donde la autonomía individual no significa necesariamente un obstáculo para la cooperación colectiva, y que según Rawls, en su concepción afirmativa, se manifiesta en la dimensión razonable que tienen los individuos al aceptar en forma autónoma reglas que permiten la cooperación y el desarrollo colectivo entre iguales. Para Rawls (1993) “las personas son razonables en un aspecto básico cuando, por ejemplo, entre iguales, están dispuestas a proponer principios y normas como términos justos de cooperación y cumplir con ellos de buen grado, si se les asegura que las demás personas harán lo mismo”(1993:67), y para completar su argumento nos indica que “lo razonable es un elemento propio de la idea de la sociedad como un sistema justo de cooperación, y el que sus justos términos sean razonables a fin de ser aceptados por todos forma parte de su idea de reciprocidad”(Rawls, 1993:68), con lo cual deja zanjada la cuestión fundamental del individuo al interior de la comunidad en condición de igualdad. La inclusión de los individuos en condiciones de igualdad dentro de una misma unidad política, requiere estar en posesión de un conjunto de condiciones que permita acceder a una relación contractual con el Estado. No obstante ello, dicha inclusión depende de los mismos criterios que establezca el estado nación para determinar o discriminar entre la inclusión y la exclusión. Desde los derechos de sangre (ius sanguinis) y de tierra (ius soli), hasta la triple generación de derechos establecidas por Marshall, en cualquiera de los casos, la inclusión quedará determinada por el Estado, y será este quien determinará los patrones que permitirán la integración de los individuos a la colectividad política con derechos ciudadanos, quedando como pautas las condiciones que el grupo hegemónico o dominante determine como asimilación y homogeneización. En ese sentido, Rubio Carracedo plantea que “la relación bilateral ciudadano – estado se enfoca siempre desde el segundo: es el estado quien otorga el reconocimiento que capacita al individuo para participar en la vida civil y política” (Rubio, 2007:66). Para tales efectos, el estado asumiría la concepción de ciudadanía de vital importancia, y destinaría recursos importantes en modelos de reproducción cultural que garantizarían, su hegemonía cultural y política a través del concepto de ciudadanía moldeada a

su gusto y conveniencia. Durante décadas, distintos programas educacionales estuvieron destinados a socializar conceptos y determinar conductas de los individuos para qué actuaran conforme a los intereses del liberalismo, y la ciudadanía se constituyó en el paradigma de acción a través del cual los individuos establecían la relación con el Estado. La ciudadanía, su identidad y pertenencia, así como también sus mecanismos de acción y participación en los asuntos públicos quedarían configuradas por el Estado, quien bajo su estructura jurídica garantizaría en condiciones de igualdad los derechos ciudadanos. La condición de sometimiento a las discriminaciones entre inclusión y exclusión se contrapone con uno de los argumentos más importantes del liberalismo, y que es la libertad y la autonomía de los individuos. Sin embargo, si bien se reconoce dicha libertad y autonomía, esta se pierde o se desdibuja en la medida que debe aceptar patrones impuestos por el grupo dominante, y con ello renunciar a la garantía del reconocimiento de otras identidades o concepciones más particularistas que pretenden versiones más pluralistas de la democracia, como veremos más adelante. Otro de los aspectos que adquiere relevancia en la ciudadanía liberal, se refiere específicamente a los mecanismos de participación política. Si bien las condiciones de desigualdad social y política buscan quedar superadas por medio de la participación política, esta no logra superar “las desigualdades por razón de etnia, nacionalidad, cultura e incluso de las minorías específicas desfavorecidas” (Rubio, 2007:73), situación que será fuertemente cuestionada más adelante. Pero también, la misma participación queda muy sujeta a los mecanismos de la democracia liberal representativa. Como plantea Rubio Carracedo (2007), el triunfo del modelo liberal representativo no solo trajo consecuencias importantes para el desarrollo de las democracias modernas, sino que también para el desarrollo de la ciudadanía y su ejercicio en los sucesivos siglos XIX y XX, “la representación indirecta es un producto típicamente ilustrado (todo por el pueblo, pero sin el pueblo), poco importaba que la participación ciudadana en la política quedara reducida a la figura clientelar del votante, que se ve obligado a optar entre unas pocas recetas, frecuentemente siguiendo la lógica del mal menor y, en todo caso, la fórmula de lo tomas o lo dejas” (Rubio, 2007: 58). En ese sentido la ciudadanía se desempeñó siempre en la condición de votante y como elector de representantes que supuestamente tomarían decisiones asumiendo las voluntades de quienes los elegían. Gran error creer que dicha situación no se transformaría con el tiempo en un modelo delegativo en el cual las autoridades (representantes) dejarían de ser menos representantes de los intereses ciudadanos para convertirse en guardianes de sus propios intereses, dejando la acción y participación de la ciudadanía en un acto mecánico que se repetiría cada cierto tiempo sin mayores discusiones ni

exigencias. Lo público, que por definición es el espacio donde se discuten los asuntos de la polis, quedaría reducida a una mínima expresión cada vez más pequeña y con poca capacidad de incluir, pero con gran capacidad de excluir, a todos quienes quisieran de un momento a otro, o de un lugar a otro, ingresar y formar parte de la toma de decisiones. Lo público se transformaría en el espacio privado / sagrado de los representantes, y todos quienes quisieran de vez en cuando arrebatar una mínima parte de dicho espacio ya no sería un simple ciudadano sino que un enemigo interno al cual se debía eliminar. El ciudadano liberal solo debía remitirse al ejercicio mecánico del voto, aquel acto solemne en el cual las autoridades de siempre –los representantes- abrían esa pequeña puerta para que quienes estando en posesión de los derechos de inclusión pudieran revalidar aquellas reglas que ya habían sido establecidas y sacralizadas por las mismas autoridades. La ciudadanía liberal, con su manto de derechos civiles, políticos y sociales, era suficiente para que los individuos se relacionaran de vez en cuando con las instituciones del Estado, para que ingresaran a decidir en los asuntos de la polis, el resto del tiempo era fundamental que volvieran al ejercicio privado de sus asuntos, a la familia, a los negocios, al trabajo.

Hacia una nueva ciudadanía No obstante la importancia del pensamiento liberal en el desarrollo de la ciudadanía, las fuertes transformaciones a las que se han visto expuestas las sociedades globalizadas y con ellos las relaciones sociopolíticas entre los individuos y el Estado, no solo han puesto de relieve la necesidad de discutir sobre el tipo de democracia que puede resistir dichas transformaciones, sino que también la necesidad de considerar nuevas visiones respecto al ejercicio de la ciudadanía. Según Lechner (1999), ya hacia fines de los noventa planteaba que “las modificaciones en la política institucional obligan a las personas concebir de manera nueva su rol de ciudadano” (1999: 10). Dichas modificaciones también tienen que ver con los procesos de consolidación institucional de la democracia, pero además con la exigencia de una ciudadanía más activa, participativa y vigilante del proceso democrático institucional. En ese sentido, una nueva concepción de la ciudadanía que supere las categorías de la ciudadanía liberal y que según Rubio Carracedo “proporciones cauces reales a la participación cívico-política, que busque construir los principios mediante la deliberación pública, a partir del pluralismo de comunidades” (2007:77), en un contexto de mayor realidad y complejidad, se transforma en necesario para comprender los procesos de cambios y transformaciones a que se han visto expuestas las democracias contemporáneas.

Las transformaciones a las que se han visto sometido las sociedades contemporáneas, ya sea desde el punto de vista de las comunicaciones, cambios en las relaciones de producción y consumo, en la economía, el papel que ha tomado el Estado con el triunfo del neoliberalismo, así como también los procesos de diferenciación social que han puesto en tela de juicio las antiguas categorías sobre las cuales se definían las sociedades y sus relaciones sociales, políticas y económicas, sumado a la crisis de los paradigmas desde la década de los ochenta, indudablemente que han afectado las mismas categorías políticas que si bien se mantienen en la forma, el fondo queda totalmente desdibujado, sin contenido o soporte analítico, con una falta de sustento teórico que hace imposible comprender el funcionamiento y desarrollo de los sistemas políticos actuales, sus cambios y procesos, y como se constituyen en nuevas realidades sociopolíticas en el siglo XXI. La crisis de los paradigmas y junto a ello el derrumbe de las ideologías, significó un importante abanico de interpretaciones sobre los cambios a que se vieron expuestas las sociedades de fin de siglo. La liquidez del mundo expresada por Bauman (2004, 2009, 2011) permite comprender la falta de solidez en la cual nos movemos en las nuevas sociedades, y donde las categorías impulsadas por la modernidad que definían la política hoy pierden solidez frente a las nuevas realidades. La búsqueda de convergencia en lo público, y por ende en la política, se hace cada vez más difícil en este nuevo escenario, “las penurias y los sufrimientos contemporáneos están fragmentados, dispersos y esparcidos, y también lo está el disenso que ellos producen. La dispersión de ese disenso, la dificultad de condensarlo y anclarlo en una causa común y de dirigirlo hacia un culpable común, solo empeora el dolor. El mundo contemporáneo es un container lleno hasta el borde del miedo y la desesperación flotantes, que buscan desesperadamente una salida. La vida está sobresaturada de aprensiones oscuras y premoniciones siniestras, aún más aterradoras por su inespecificidad, sus contornos difusos y sus raíces ocultas” (Bauman, 2009:23).

La fragilidad de las certezas y la experiencia de un mundo lleno de dudas, de difícil sedimento y lleno de inseguridades, es también reflejo de una atomización identitaria que dificulta una condensación en la política y la ciudadanía liberal. Por otro lado, el individualismo liberal triunfante coincide con la impotencia colectiva, y en ese sentido la posibilidad de construir un puente desde lo político a la politica queda restringida solo en la mantención de la democracia representativa, donde los individuos en condiciones de igualdad se manifiestan según las reglas que se mantienen, sin necesariamente ser tensionadas por los cambios antes descritos. La democracia representativa se instala como realidad hegemónica, y junto a ella la participación política y la

ciudadanía juegan el papel claramente delineado pero carente de sentido democrático. El planteamiento de Chantall Moufe en esto es claro: “Tras haber creído en el triunfo definitivo del modelo liberal-democrático, encarnación del derecho y de la razón universal, los demócratas occidentales han quedado completamente desorientados ante la multiplicación de los conflictos étnicos, religiosos e identitarios que, de acuerdo con sus teorías, habrían debido quedar sepultados en un pasado ya superado. Hay quienes, ante el surgimiento de esos nuevos antagonismos, evocan los efectos perversos del totalitarismo, y quienes ven en cambio un supuesto retorno de lo arcaico. En realidad, muchos pensadores políticos habían creído que con la crisis del marxismo y el abandono del paradigma de la lucha de clases podrían prescindir del antagonismo. Por esta razón se imaginaban que el derecho y la moral vendrían a ocupar el lugar de la política y que el advenimiento de las identidades «posconvencionales» aseguraría el triunfo de la racionalidad sobre las pasiones. .La cuestión fundamental, a sus ojos, consistía en la elaboración de los procedimientos necesarios para la creación de un consenso supuestamente basado en un acuerdo racional y que, por tanto, no conociera la exclusión.” (Mouffe, 1999:11)

Mientras la democracia del consenso triunfa en la representación y la ciudadanía liberal que se manifiesta en la política, el conflicto de lo político no encuentra cabida y queda inmediatamente excluido. Asoma la imposibilidad de entender el conflicto que emerge en lo político, en ese escenario transformado y donde se entrecruzan nuevas realidades y nuevas perspectivas. En ese escenario, ni la democracia liberal representativa ni el ejercicio ciudadano individual permiten dar respuesta a dichos desafíos, generándose una tensión importante entre lo político originario y fundante, con la política institucionalizada en las antiguas recetas modernas, y se instala la necesidad de reconfigurar nuevas relaciones, de construir nuevos pactos que permitan tender los puentes donde una nueva ciudadanía sea capaz de reconfigurar el espacio político democrático. Este proceso de autoafirmación ciudadana emerge desde la acción y se reafirma desde el rescate de la identidad originaria, a partir de la cual se construyen nuevas demandas y por ende la exigencia de nuevos derechos. Una nueva propuesta que busca desde la diferencia reconstruir el escenario de la política, con nuevas reglas que permitan que esta nueva ciudadanía sobrepase el mecanismo al cual el liberalismo lo ha sometido. En ese escenario la democracia representativa y el voto como mecanismo -único y último- de expresión pierde sentido. Los partidos políticos, como antiguas estructuras que nacieron para representar los intereses de distintos grupos dentro de las categorías del Estado y la democracia liberal, quedan huérfanos de aquellas masas de antaño que modelaban el accionar de los ciudadanos y los convertía solo en actores secundarios, en el coro de la tragedia griega como lo planteó hace más de veinte años José Nun (1989), al interior del ordenamiento político institucional. Ya no basta con la elección de representantes, con la simple exigencia de la

inclusión al patrón ideológico dominante, con el sometimiento a reglas de un juego político que quedan sacralizadas y “privatizadas” por parte de una elite dominante y oligarquizada. Ahora es necesario reconstruir nuevas confianzas, y a la vez nuevos mecanismos a partir de los cuales la nueva ciudadanía logre instalarse como un actor transformador del orden. La identidad se refuerza en su exclusión permanente para irrumpir con fuerza frente a la política institucionalizada en procedimientos y normas que frente al conflicto carece de sentido. La ciudadanía que emerge frente al paradigma liberal no solo se enfrenta a un modelo adverso de sometimiento, sino que también de incertidumbre y fragmentación, y en ese momento la búsqueda del espacio público como articulador de los conflictos es el escenario donde convergen los actores políticos, con sus cargas diferenciadas, con identidades parciales que son puestas al servicio del conflicto. Pero no solo es la nueva convergencia en el espacio público, sino que además es un retorno a lo político, es la vuelta al conflicto agonista que plantea Mouffe (1999), no aquel conflicto antagónico donde la diferencia se transforma en enemigo (al estilo de Schmitt), y que si no es asimilada es destruida o aniquilada por la fuerza. Es un conflicto donde la diferencia adquiere sentido y valor, y que permite la concreción de una nueva propuesta ciudadana activa y deliberativa, como plantea Calderón (2007): “Esta visión supone que la sociedad y las personas que la conforman constituyen el centro de toda reflexión sobre el desarrollo humano. Por encima de cualquier factor, interesa el ser humano devenido en actor, es decir, el ser humano abierto a la acción creativa y dotado de voluntad y capacidad para transformar su relación con los otros, con su entorno y consigo mismo. En los regímenes democráticos, esta comprensión del ser humano como actor se asocia estrechamente a la noción de ciudadanía” (Calderón; 2007:32)

La nueva ciudadanía que emerge en este contexto se refuerza en la diferencia, que indica que ya no basta con ser incluido a la asociación con derechos de igualdad, sino que reafirmando la diferencia de aquellos grupos que históricamente han sido excluidos por el liberalismo, pero que buscan construir una comunidad asociada a ciertos vínculos, valores y sentidos que determinan una nueva comunidad política. Por otro lado, la participación ya no solo queda sometida al ejercicio mecánico de la elección de representantes que se oligarquizan en las estructuras de poder y donde los partidos políticos se convertían en principales vehículos de dichos representantes. La participación se amplía y surgen nuevas formas de expresión y relación con el Estado, desde la participación directa en las decisiones que toman las autoridades, hasta mecanismos de participación social y política asociada a los movimientos sociales, las acciones colectivas, los mecanismos de presión, hasta la constitución de asambleas ciudadanas y ejercicios asambleístas en distintas escalas espaciales, se constituyen con fuerza en los mecanismos más

utilizados por esta, siempre en desmedro de la participación electoral. Por último, la convicción que el ejercicio ciudadano queda definido y legitimado por un ejercicio de autoconstrucción cultural, una autonomía educativa que adquieren los actores por medio de procesos de educación ciudadana que no necesariamente está sometido a los planteamientos que hegemónicamente establece el estado liberal.

Nueva ciudadanía y crisis en el sistema de representación Desafección electoral y aumento del abstencionismo Uno de los primero síntomas que se evidencian en la transformación de la conducta ciudadana que imperó en Chile a lo largo del siglo XX, es un fuerte deterioro en el sistema de representación. Si bien los movimientos sociales han tenido un importante rol en las transformaciones estructurales del siglo, siempre la ciudadanía política (referenciando a Marshall) se manifestó desde la pasividad del voto, incluso cuando este fue inculcado, la exigencia de su derecho era parte fundamental de las demandas de los actores. El plebiscito de 1988, que fue promocionado como una gesta heroica por parte de elite política y militar, también fue aceptada por un conjunto mayoritario de la población en edad de votar, la ciudadanía legal sujeta al derecho de participación electoral se manifestaba con mucho despliegue asistiendo al acto solemne y sagrado del sufragio. Fue entonces cuando la sociedad civil, devenida en actor social, en poder popular (Salazar, 2012), en movimiento social enfrentado a la dictadura, realiza un doble esfuerzo, por un lado ciudadanizarse y expresarse en el voto; y por otro, dejar de lado la acción colectiva no institucional, para en algunos casos volver al mismo esquema clientelar del siglo XX y en otros (los más) neoliberalizarse a tal grado de asumir el consumo y la condición de cliente como un fenómeno natural de la (pos) modernidad. Desde el plebiscito de 1988 se desarrolló una conducta ciudadana pasiva y asociada a los periodos electorales, y si bien existieron algunos brotes de resistencia, estos fueron prontamente desmovilizados (incluso con la fuerza) o institucionalizados. Así hasta 2010 se contabilizan en forma periódica y frecuente 17 procesos electorales en los que se contabilizan presidenciales, diputados y senadores, alcaldes y concejales. En cada uno de estos, las autoridades plantearon la importancia de la regularidad institucional democrática y la sacralidad de la democracia representativa. Los procesos electorales que se desarrollaron en Chile a lo largo de las décadas de 1990 y 2000, siempre contaron con un grupo de votante que aunque obligadamente,

con fuertes incentivos negativos, asistían regularmente a las urnas. Por otro lado, la movilización social que se enfrentó con fuerza durante la década de los ochenta a la Dictadura, fue cada vez más disminuida, sectorializada a grupos y demandas específicas (peticionismo), pero que no tuvieron la capacidad de generar una articulación social que diera cuenta de una ciudadanía movilizada y empoderada de sus derechos. Por el contrario, la ciudadanía actúo cada vez más con la apatía del alejamiento de la política en todos los frentes, y si bien se consolidó institucionalmente el sistema de representación democrático, este fue perdiendo cada vez más la legitimidad necesaria de la participación electoral, evidenciando primero un considerable y sostenido aumento de la abstención y no inscripción en los padrones, y en segundo lugar, comenzando a aparecer la primeras visiones críticas al sistema electoral binominal y al sistema de partidos. Si bien los primero síntomas de una desafección al sistema de representación se manifestaron con la elección parlamentaria de 1997, los verdaderos síntomas de una crisis en el sistema se manifestaron con fuerza en las elecciones de 2012 y 2013 en un panorama de inscripción automática y voto voluntario y alcanzando solamente el 40% de participación electoral en las elecciones municipales y presidenciales respectivamente; el caso más llamativo en relación a la desafección electoral fue el llamado realizado por la ACES, “yo no presto el voto”, en relación a abstenerse de votar en las elecciones antes descritas. Según la dirigente Eloísa Gonzalez, ex vocera de la ACES, “la abstención es un fenómeno que refleja la situación en la que estamos actualmente. No va a generar cambios, pero como acto político o como fenómeno que expresa este malestar y esta realidad, también expresa desafíos que tenemos que tomar en cuenta. El conjunto de la población no siente que sus demandas y problemas vayan a ser resueltos por la vía institucional y, ante eso, es necesario encontrar distintas alternativas y caminos que desemboquen en la construcción de una solución más inmediata” (Radio Universidad de Chile, 17 de noviembre. 2013) La desafección del sistema de representación, es la primera característica que debemos reconocer en el nuevo patrón de conducta de la nueva ciudadanía, y específicamente el alejamiento del voto como expresión de la democracia. Según consigna el estudio del PNUD, “Auditoría a la democracia” (2014), al menos las seis primeras razones que los ciudadanos indican para no inscribirse en los registros electorales son de carácter políticas, como el poco interés que despierta la política, la desconfianza en los políticos, la obligatoriedad del voto, la poca valoración al voto para cambiar las cosas, entre otras razones.

Autonomía del sistema de partidos Enfrentados los partidos políticos a un cambio significativo de las reglas del juego, que implicaba la inscripción automática y el voto voluntario, no solo se hizo frente a una ampliación considerable del padrón electoral, sino que además se debió lidiar con una ciudadanía más exigente con respecto a lo que ofrecían los candidatos. En ese sentido, a los discursos de la política tradicional ya nos les alcanzaba con la fórmula que venía experimentando durante las dos últimas décadas, sino que debieron enfrentar exigencias de nuevos derechos. La política tradicional y sus actores se mostraron muchas veces impotentes frente a una ciudadanía más diversa, fragmentada y que ya había probado desde hacía un año, con marchas multitudinarias, tomas y movilizaciones, que el voto no era la máxima fórmula de la participación política, sino que los mecanismos no tradicionales parecían más efectivas y legítimas que el ejercicio republicano del sufragio. La consecuencia de ello fue que por un lado los partidos -y por cierto que los candidatos- no fueron capaces de mantener los niveles de adhesión electoral que se venían mostrando, lo que si bien no colocaba en juego la legitimidad, sí dejaba muy en claro la distancia que existía entre las prácticas tradicionales de la democracia representativa y la nueva ciudadanía que se está consolidando. Y por otro lado, se acrecentó el sentido de autonomía de la ciudadanía en relación a la institucionalidad representativa, consolidando formas de acción y participación política más directas y sin la necesidad de la representatividad de los partidos. Si bien la movilización pinguina del año 2006 fue rápidamente cooptada por el sistema de partido, y muchos de sus voceros y/o dirigentes prontamente se convirtieron en dirigentes de las juventudes partidarias y pasaron a formar parte del mismo sistema, la pesada estructura representativa no permitió ni dio sentido a un cambio generacional en la política. No obstante la ciudadanía que emerge desde el año 2011 se manifiesta contraria al sistema de representación y aún cuando en algunos casos mantiene algunos vínculos con los partidos políticos, no es este lo que los define sino que más bien su autonomía y distancia del sistema partidario. Aún cuando el sistema de partidos sigue manteniendo una importante fuerza en la administración del sistema político, y si bien se reconoce la importancia de la institucionalidad en el desarrollo de las demandas, lo que se observa es que en el desarrollo de la nueva ciudadanía, los partidos políticos no tienen la capacidad de ser conductores, ni promotores de su acción politica. Según los datos entregados por el informe PNUD, auditoría a la democracia, si bien existe un apoyo considerable a la democracia, de un 67%, para el año 2011, esta solo alcanzaba un 33% de satisfacción con el sistema institucional. Y en términos de confianza institucional, las dos principales instituciones

representativas como el Congreso Nacional y los partidos políticos, representaban los más bajos índices con un 15% y 9% respectivamente para el año 2012, aún cuando un 89% de la ciudadanía esta de cuerdo en asumir un rol más importante en la toma de decisiones políticas, para lo cual esta de cuerdo en realizar reformas constitucionales. La misma desafección del sistema de partidos, también se aprecia en un importante nivel de autonomía de parte de las organizaciones y los actores que conforman los movimientos sociales que se expresaron con fuerza a partir del año 2011. Esta autonomía se aprecia tanto en la posibilidad de construir sus propias redes como también de desarrollar un proceso de autoeducación y socialización política. En ese sentido, Cristián Cuevas plantea de la siguiente manera la situación actual: “yo entiendo que el movimiento social y político es autónomo, y esa autonomía, yo lo entiendo a que no puede estar supeditado a las decisiones del partido” (Entrevista 2013). Situación que también reconoce Patricio Rodrigo, Director Ejecutivo de la Corporación Medio Ambiente: “Por definición los movimientos deben ser autónomos. No pueden haber M.S. dependientes de un gobierno, de un ministerio o de una empresa o de una universidad, eso no. Los movimientos son dependientes de sus propias bases que le dan vida al movimiento” (Entrevista 2013). Más bien, hoy día son los partidos políticos, quienes han debido realizar un esfuerzo importante en transformar sus discursos y prácticas para poder tener algún acercamiento al conjunto social movilizado, y desde esa perspectiva llegar a establecer algunos acuerdos que les permitan seguir subsistiendo en un panorama cada vez más adverso para las estructuras partidarias. Si bien es cierto, la autonomía en el desarrollo de los nuevos movimientos sociales es un factor a considerar, algunos de los actores que fueron entrevistados para efectos de esta investigación, igualmente plantean la necesidad de establecer vínculos con las estructuras políticas partidarias. Si bien Patricio Rodrigo recalca la importancia de la autonomía de los movimientos sociales, también señala la importancia de establecer relaciones con el mundo político institucionalizado, “establecemos vínculos con los parlamentarios, con los partidos, con gente vinculada a los think thank del mundo político para influir con nuestras ideas, que sean recogidas y también tener un respaldo político de lo que nosotros estamos planteando…. Es importante tener un vínculo, porque estas son decisiones políticas, si uno se cierra al mundo político, nunca va a poder penetrar la toma de decisiones del mundo real” (entrevista 2013). Así mismo, el dirigente del movimiento social por Aysén, Iván Fuentes, recalca: “Nunca descartamos la relación con la institucionalidad, y aunque reconozco que la política está enferma, hago la salvedad de lo necesario que es para nuestra vidas. Es necesaria la existencia de una estructura política donde se integren distintos pensamientos, por ende no rompimos el lazo entero con la política, porque sabíamos que en el minuto

del acuerdo debíamos llegar al parlamento, porque todo lo que venía y lo que proponíamos tenía que ver con proyectos de ley, con problemas estructurales, es un daño estructural que provoca el Estado a sus ciudadanos” (entrevista 2013). Misma situación plantea Sara Larraín, Directora del programa Chile Sustentable, “claramente nosotros trabajamos con todos los partidos políticos … nosotros los que trabajamos en la agenda verde, en la política verde y todos aquellos parlamentarios que quieran trabajar desde esa perspectiva nosotros estamos ahí para asesorar, para hacer minutas, etc, porque la política nuestra es la agenda verde ahí como este.” (Entrevista 2013)

Identidades fragmentadas Una de las importantes transformaciones a las que se vieron sometidas las sociedades en el marco de la globalización, fue a un fuerte proceso de diferenciación social que generó el surgimiento de identidades fragmentadas que comienzan a presionar por demandas sectoriales o específicas. Evidentemente, esta situación trajo consecuencias en el ámbito de la política y el desarrollo del régimen democrático, ya que mientras las instituciones buscaban consolidarse bajo los principios o parámetros del liberalismo político, el conjunto social fragmentado comenzó un alejamiento progresivo de las instituciones representativas que finalmente consolidaron la idea de la crisis de representación. “Hacer de la diversidad social un orden pluralista, exige un trabajo cultural. Hay que abandonar la idea de unidad y trabajar sobre la articulación de las diferencias” (Lechner, 1999). La idea expresada ya hacía referencia a la constatación de una realidad que era imposible negar, la existencia de una diversidad social y la necesidad de reconstruir un lenguaje político que permitiera configurar un nuevo escenario democrático. “La diversidad cultural suscita un comentario adicional. No existiendo una instancia que englobe a la diversidad de "nosotros", resulta crucial la comunicación entre las distintas identidades. ¿Cómo compatibilizar los diversos códigos -culturales y funcionales- que circulan en nuestras sociedades? La pregunta podría estar apuntando, a mi juicio, al nuevo papel de la política” (Lechner, 1999).

En esta nueva realidad, surgen los cuestionamientos a las instituciones democráticas sobre la real capacidad de hacer frente a los nuevos desafíos. Para Fernando Calderón, “Los actores sociales y políticos clásicos han sido incapaces de dar respuesta a la nueva situación: nuevos movimientos sociales, desde los años ochenta, han planteado críticas puntuales al nuevo patrón económico y han demostrado la debilidad de los clásicos movimientos sociales como los sindicatos que, en la reestructuración,

perdieron fuerza y poder. Estos movimientos se vinculan más a la vida cotidiana, a las discriminaciones de género, al daño ecológico, al rescate de identidades comunitarias que refuerzan el lazo social, que a la política. Sin embargo, tampoco han sido una respuesta efectiva a su crisis, porque la falta de articulación entre ellos y la puntualidad de sus demandas los debilita, e impide que tengan una visión más global y profunda de los cambios”. (Calderón. 2007:37).

La debilidad de las instituciones democráticas para representar los intereses de una base social, económica y cultural distinta a la del siglo XX, trajo consigo consecuencias en distintos ámbitos: Por una parte, siendo el Estado incapaz de asumir esta nueva realidad y enfrentado a un aumento superior del mercado, los ciudadanos liberales dejaron de comprometerse en el escenario de lo público y se privatizaron. Para ser más exactos se mercantilizaron, haciendo del mercado el mejor escenario en el cual las personas solucionarían sus demandas, pasando de ser ciudadanos a consumidores (Canclini, 1995). En segundo lugar, el surgimiento de nuevas identidades también genero nuevas exclusiones, lo que se tradujo en que el ejercicio de la ciudadanía en términos de inclusión/exclusión, como se había desarrollado a lo largo del siglo XX, no lograba responder a los nuevos parámetros presentados, por ende se comienza a desarrollar una importante lucha por el reconocimiento de las diferencias culturales, sociales, étnicas, de género, u otras que buscan satisfacer sus demandas. En tercer lugar, los mecanismos de participación política y representación tradicionales no logran incorporar en sus proyectos estas nuevas dinámicas lo que los vuelven completamente ineficientes a la hora de tratar de representarlos, por cuanto comienzan a buscar distintos mecanismos de expresión y participación por medio del surgimiento de movimientos sociales o acciones colectivas que ejercen presión por fuera de la institucionalidad y la gobernabilidad institucional democrática. En el informe PNUD sobre ciudadanía y desarrollo humano (2007), se constata que América Latina es la región donde mayor brecha existe entre la inclusión simbólica y la inclusión material, ya que mientras las personas refuerzan su identidad con acceso a los medios de información y educación, esta no se correlaciona en el acceso a un mayor bienestar, lo que genera nuevas brechas de exclusión social. En ese mismo sentido, las demandas “se diseminan en una pluralidad de campos de acción, de espacios de negociación de conflictos, de territorios e interlocutores” (Calderón, 2007:45). Por lo tanto surge consigo una nueva realidad diseminada y fragmentada, muchas veces imposibilitada de construir discursos globales o ser determinadas por grandes categorías o estructuras. “La creciente diferenciación de los sujetos por su inserción en los nuevos procesos productivos o comunicativos y la mayor visibilidad de la cuestión de las identidades, hace que los distintos grupos sociales y las demandas de inclusión se

crucen cada vez más con el tema de la afirmación de la diferencia, las políticas de reconocimiento y la promoción de la identidad” (Calderón, 2007:45).

Este fenómeno, según Calderón, pone de manifiesto la necesidad de considerar nuevos elementos a la hora de redefinir la ciudadanía para este nuevo contexto y que en nuestro caso en particular recobra mucha fuerza, estos son: Redefinición escalar de las identidades; reconocimiento de las diferencias y reconocimiento de derechos de participación. Estos tres fenómenos se cruzan en la reconfiguración de una nueva ciudadanía. La concepción diferenciada de la ciudadanía “trata, pues, de aplicar de forma diametralmente opuesta los criterios liberales de libertad, igualdad y justicia por medio de la aplicación de políticas diferenciales específicas que permitan a las minorías salir de su posición sociocultural y económica de marginación, cuando no ya de franca explotación u opresión, mediante la atribución por el estado de un estatuto de derechos diferenciales. Tendríamos así un concepto de ciudadanía no integrada, sino diferenciada, sobre la base del reconocimiento también jurídico de los rasgos personales diferenciales de la ciudadanía” (Rubio; 2007: 92). Y si bien esta concepción ha sido criticada y debatida por generar mecanismos de discriminación positiva o políticas permanentes de discriminación inversa, o incluso nuevas injusticias y situaciones de dependencia (Rubio, 2007), la necesaria incorporación de la noción de diferencia en la expresión de una nueva ciudadanía, no solo garantizaría la posibilidad de reconstruir una comunidad política que permita incluir identidades parciales o fragmentadas capaces de convivir conjuntamente en un marco de pluralismo y democracia, otorgando la posibilidad reconfigurar el espacio público como una convergencia de intereses que logren compartir reglas en común, organizando la relación entre instituciones políticas y ciudadanos, ya no solo como iguales en cuanto a derechos políticos, sino que también como diferentes en cuanto a intereses e identidades. Desde el punto de vista anterior, la ciudadanía que explota en Chile, a partir del año 2011 en distintos ámbitos, presenta características distintas a las que había presentado a lo largo del siglo XX. Es una ciudadanía muy heterogénea en cuanto a las identidades que se expresan por medio de movimientos sociales, con identidades diferenciadas y específicas, así como también espaciales o territoriales; pero también al interior de los movimientos se observa una fuerte transversalidad con respecto a quienes forman parte activa de los mismos. Si bien en cada uno de los movimientos se reconocen objetivos específicos que permiten la confluencia de distintos actores, estos no responden necesariamente a una estructura u objetivo en común como lo que se observaba en los movimientos sociales a lo largo del siglo XX, fundamentalmente la vinculación con los sistemas de representación tradicional

u otra organización específica. Según Ivan Fuentes, existían objetivos claros en cuanto a las demandas que beneficiarían a la zona, “el discurso era muy amplio y engancho a mucha gente. A diferentes personas, incluso empresarios, que si bien algunos se enojaron con nosotros, sus hijos estaban con nosotros en la calle, porque además había una generación con un pensamiento diferente, que se involucraron con la comunidad, situación que está pasando también en Chile”. (Entrevista 2013) Similar situación se observa en el movimiento social por Calama, donde uno de los principales voceros de la Asamblea ciudadana, el dirigente social Luis Rozas, plantea: “Nosotros hemos pasado distintos gobiernos y nunca hemos perdido la identidad en el movimiento, es una identidad totalmente transversal, aquí quienes manden en la asamblea ciudadana no son ni de ultraderecha, ni de ultraizquierda ni de centro” (entrevista, 2013). La convergencia de distintos actores, provenientes de distintas esferas sociales, económicas, culturales o política es lo que define el patrón de acción y movilización de una nueva ciudadanía que se expresa por demandas sectoriales y específicas. En el caso de las organizaciones que componen el movimiento ambientalista, tanto desde Chile sustentable como de Patagonia Sin represas, lo que se observa es la necesidad de incluir un transversal espectro sociopolítico que se identifique con las demandas específicas del movimiento. Según Sara Larraín, “cualquier agenda de desarrollo de país tiene que basarse en tres principios: el primero tiene que ver con la equidad social, el segundo la sustentabilidad ambiental y la tercera la profundización de la democracia” (Entrevista 2013). Lo que refleja que si bien existe una identidad asociada a demandas de carácter ambiental, también estas trascienden hacia una convergencia que apunta a un proceso de cambio más amplio y que incluye más actores. Lo mismo plantea Patricio Rodrigo, “las instituciones que están detrás que hoy día son 70, instituciones chilenas y también algunas internacionales, también hay iglesias, hay algunas empresas también” (Entrevista 2013). Aún cuando se entienden que los partidos políticos aún son importantes para la democracia no son estos los que determinan la composición del movimiento social, por ende los movimientos sociales transitan en una concepción amplia en cuanto a la incorporación de los distintos actores que forman parte. En ese sentido la construcción de la identidad de los movimientos ha sido forjada por años traspasando distintos gobiernos y que ve en la acción un elemento importante de construcción identitaria. Para Cristián Cuevas, “Lo que generan estos movimientos en sí, es una síntesis de generar una relación de las necesidades que por años, o demandas que por años han estado

encapsuladas en los territorios, en las comunas y las regiones. Y que tiene que ver con este Estado centralista, el Estado nuestro, el Estado de Chile, cierto, y con políticas que finalmente no han generado bienestar en estas regiones”. (Entrevista

2013). Situación que confluye en una experiencia que se acumula en el tiempo, y que va recomponiendo rasgos identitarios que permiten sostener las demandas en el tiempo, como lo plantea Ivan Fuentes en relación al movimiento social por Aysén: “Teníamos además una experiencia desde el año 1998, cuando quemamos el bote y nos sacaron la mugre, porque teníamos poca experiencia, luego el 2000 lo hicimos mejor, y una vez nos tomamos la calle, y esa vez teníamos a lo menos tres celulares, por primera vez, y desde ese momento comenzamos a tener mayor organización, incluso desde ahí que quedan algunos dichos de movilización y de cómo nos identificamos, y de cómo organizamos los sectores”. (Entrevista 2013).

Acción colectiva directa, movilización social e institucionalidad política El proceso desarrollado en Chile desde el año 2011 marca un punto de inflexión importante en la necesaria reconfiguración del régimen democrático y el resurgimiento de una nueva ciudadanía. Si bien es cierto, el fenómeno de la movilización social en Chile tiene una larga trayectoria e importante influencia en las principales transformaciones sociales, políticas, económicas y culturales a lo largo del siglo XX, que ha sido ampliamente estudiado por una parte de la historiografía política (Salazar, 2012; Garcés 2012), el desarrollo sociopolítico del modelo instalado por la dictadura y mantenido en los 20 años de los gobiernos de la concertación, se caracterizó por el desarrollo de una ciudadanía liberal, asociada al esporádico ejercicio electoral, y a bajos niveles de movilización social. Desde el golpe de Estado militar el 11 de septiembre de 1973, no solo hubo un quiebre en el régimen político democrático, sino que además la interrupción del ejercicio ciudadano que se venía desarrollando con mucha fuerza a lo largo de todo el siglo XX. Dicho ejercicio no solo estaba refrendado en la participación electoral, que aún con importantes niveles de exclusión, permitían legitimar el proceso político democrático y generar una importante red de inclusión de distintos sectores al aparato del estado, sino que además existía una importante movilización social de distintos grupos que junto a los partidos políticos se colocaban a la vanguardia de las transformaciones sociales, políticas, económicas y culturales. Según Mario Garcés, “hasta bien entrado los años setenta, el movimiento obrero era considerado el principal movimiento social chileno –los “trabajadores de mi patria” como los nombraba

el presidente Allende- y se les atribuía a ellos, al menos desde la izquierda, el principal papel en los procesos de cambio que se estaban produciendo en Chile en los años sesenta y setenta” (Garcés, 2012:28).

Toda esa vorágine participativa, esa ciudadanía en movimiento, fue fuertemente aplastada con el golpe de estado y la posterior dictadura. Los mecanismos de desintegración social y políticas que utilizó la dictadura durante los 17 años de ejercicio, buscaron no solo terminar con el ejercicio ciudadano, sino que además con el gran impulso movilizador proveniente de aquellos grupos. Según Garcés, “la dictadura destruyó la democracia alcanzada hasta esos años, en todas sus formas, cancelando las libertades y derechos ciudadanos, cerrando el parlamento, declarando en receso a los partidos políticos, suspendiendo el Código del Trabajo, estableciendo control sobre los pocos medios de comunicación permitidos, pero sobre todo, reprimiendo y anulando toda acción posible de los partidos de izquierda y los movimientos sociales populares” (Garcés, 2012:122).

No obstante el panorama incierto, durante la década de los ochenta comienzan a abrirse paso nuevas movilizaciones que desde la protesta, y en algunos casos el enfrentamiento directo, se re-articula la tradición movilizada de la sociedad chilena. De esa manera, importante fueron los movimientos asociados a los derechos humanos, los pobladores y juveniles, quienes desde la periferia fueron reconstituyendo “el tejido social” destruido por la dictadura. Todo ese tejido social, esa sociedad civil organizada y movilizada fue el sustento electoral para el proceso de transición a la democracia. El plebiscito de 1988, y su promesa de la “pronta alegría”, fueron el incentivo necesario para reinstalar las mismas prácticas liberales en torno al desarrollo de la ciudadanía, la cual se sustentó en una fuerte institucionalización del ejercicio ciudadano en el voto y la participación política6. Desde ese momento, la movilización social que se enfrentó fuertemente a la dictadura pasó a un largo periodo de repliegue. La ciudadanía liberal, referenciada nuevamente en una dimensión individual y el ejercicio del sufragio, esperaba pacientemente –pero cada vez con mayor reticencia-7 el momento para revalidar a las autoridades consagradas y por ende legitimar la nueva democracia surgida del pacto transicional. No obstante a lo largo de las décadas, la democracia pactada no fue capaz de sostener los cambios que se fueron produciendo al interior de la sociedad chilena, con lo cual el sistema político se hizo cada vez menos eficaz en reconocer que la ciudadanía había cambiado a la luz de las 6

Según los datos del Servel e INE, para el plebiscito de 1988 la población en edad de votar (PEV)era de 8.062.384, siendo inscritos 7.435.913, lo que representaba un 92,2% sobre la PEV, con un nivel de participación de un 89,9% 7 Según el informe PNUD, “Auditoría a la democracia. Más y mejor democracia para un Chile inclusivo” (2014) el nivel de participación electoral desde el año 1988 a la primera vuelta presidencial del 2013, decayó a un 51,7%.

transformaciones globales. Nuevas identidades comenzaron a resurgir con fuerza, identidades asociadas a las minorías, de género y étnicas, aquellas asociadas a espacios locales y regionales, a problemáticas específicas como el medio ambiente, pero también a nuevas exclusiones basadas en derechos sociales, como la educación, la salud y la vivienda, fueron la expresión más notoria del cambio. La democracia transicional se vio enfrentada a una nueva ciudadanía que encontró en la movilización social –apelando a un sentido histórico de aprendizaje- el mecanismo para revalidar las demandas, y a través de dicha movilización volver al espacio público que le había sido arrebatado durante la dictadura y la transición política.

Nueva ciudadanía, nueva participación Desde el punto de vista de la participación política, es decir, de la capacidad de incidir en los procesos de toma de decisiones, el desarrollo de la nueva ciudadanía en Chile muestra a lo menos dos tendencias significativas. En primer lugar, y como ya hemos dicho, los procesos electorales han evidenciado una considerable baja en el patrón de participación a lo largo de las últimas dos décadas, y en segundo lugar, se ha manifestado una reemergencia de mecanismo de acción colectiva y movilización social que si bien no son nuevos en la historia política nacional, habían sido fuertemente controlados durante los gobiernos post-dictadura, y que son complementarios a la fuerte institucionalidad política electoral, estos mecanismos se evidencian al menos en tres formas de acción colectiva directa: La marcha como apropiación del espacio público, la toma como fenómeno reivindicativo y la asamblea como mecanismo deliberativo.

La acción colectiva directa complementaria de la Institucionalidad política Si bien la transición política hacia la democracia se consolidó en una importante lógica de regularidad electoral, que entregó un fuerte soporte legitimador al sistema, al cabo de dos décadas esta regularidad se vio sometida a un importante proceso de desafección y abstención electoral. Dichos índices, que incluso llegaron a un 60% para la segunda vuelta presidencial del 2013, permitieron que los discursos políticos tradicionales debieran incluir las nuevas demandas de la nueva ciudadanía y que los movimientos sociales se transformaran en ejes transversales de sus proyectos políticos8, lo cual demostró la importancia de la movilización social como 8

Es importante destacar que para las elecciones presidenciales del año 2013, ocho de los nueve candidatos hacían referencias explícitas, tanto en sus proyectos como en distintas manifestaciones públicas, a las demandas que surgieron de parte de los movimientos sociales.

mecanismo de participación política. Según Patricio Rodrigo, de Patagonia sin Represas, “el mundo político está fuertemente cooptado y coludido con el mundo económico para no dejar entrar estas nuevas demandas, y si algo han entrado en la agenda eléctrica y si los temas han entrado es porque los movimientos sociales los han puesto en agenda, los han reivindicado, han salido a la luz pública y ha sido imposible acallarlos”, (entrevista, 2013).

Misma situación que observa Cristián Cuevas, para quien la movilización social es sustancial para mantener las demandas y transformar el sistema político: “lo que no puede ocurrir aquí es la desmovilización, la desarticulación de ese tejido, de ese movimiento social en pos de un gobierno que eventualmente pueda generar esos cambios, pero desde mi punto de vista, esos cambios no van a cursar si no hay un pueblo movilizado”. (Cristian entrevista, 2013). Sara Larraín, nos da cuenta de esta confrontación entre lo institucional y no institucional para definir el tema de la participación de la movilización social: “lo que tienes es que la comunidad al principio hace el procedimiento y después cuando ya lleva dos años en la misma situación se toma la carretera o incendia la cuestión o va a la marcha” (entrevista, 2013). Según el informe del PNUD, “Ciudadanía política. Voz y participación ciudadana en América Latina” (2014), la existencia de mecanismos de participación política directa –que aquí también las hemos clasificado como “participación no tradicional” o “no institucional”- en conjunto a la institucionalidad política poseen a lo menos dos miradas. En primer lugar, aquella que plantea que dicha participación es fruto de una falta de legitimidad de la institucionalidad política existente, por lo cual a menor legitimidad, mayor participación política directa; y en segundo lugar, aquellos que plantean que la acción colectiva directa complementa las formas de participación política a la hora de incidir en la toma de decisiones, y por ende no existe contradicción con el voto o la participación en partidos políticos. Para el caso de Chile, por cierto que los diferentes actores entrevistados identifican un importante problema de legitimidad en el entramado institucional del país, fundamentalmente apuntando a las deficiencias estructurales que presenta la Constitución Política, e incluso ya hemos visto un fuerte descenso en los mecanismos institucionales de participación, lo que podría apuntar a una correlación entre mayor movilización y mayor cuestionamiento del régimen político. No obstante, más allá de las declaraciones de algunos sectores y actores que llaman a deslegitimar los procesos electorales, en general todos los entrevistados manifiestan la importancia de la movilización como un fenómeno complementario a la ocupación de los espacios políticos tradicionales y/o institucionales, y no necesariamente como una realidad anti-sistémica. Si bien existen importantes grados de convergencia en discursos transformadores, que apuntan directamente a la legitimidad del sistema político, el nivel de institucionalización

de los procesos hace pensar que la movilización social actual y los mecanismos de participación política directa más bien funcionan como un complemento en la presión que se puede ejercer desde una acción no institucional o no tradicional. A partir de esta última idea, se considera fundamental establecer el vínculo con la institucionalidad misma del sistema político, ya sea como se ha dicho en apartados anteriores por medio de la relación directa con la propia institucionalidad, o bien en la búsqueda de ocupar espacios institucionales de decisión política, en ese sentido la participación de la movilización social en el escenario electoral, es asumida como fundamental para algunos actores de los movimientos entrevistados. Para Luis Rozas, dirigente en la asamblea ciudadana de Calama, existe “la convicción de tener un diputado donde corresponde, y no solamente al alcalde, hay que avanzar en todos los frentes, no solo en lo social, sino que también en lo político”(Luis Rozas), y prosigue: “si no hacemos los cambios en la política, no llegamos a ninguna parte, vamos a seguir gritando y nadie nos va a escuchar, hay que avanzar en todos los puntos.” (Entrevista, 2103).

El mismo análisis realiza Cristian Cuevas, “se pueden hacer una marcha de 20 mil personas acá, 30 mil personas, puedes estar una semana bloqueando los caminos, pero no basta con eso. Y ahí necesitas construir el poder político y ahí necesitas estas alianzas, estas alianzas que son transversales “que yo te doy, tú me das” pero en el fondo la idea es que valla hacia el camino que uno cree finalmente va generando esos cambios.” (Entrevista, 2013)

Lo cual indica que si bien existe una fuerte demanda por mantener los procesos de movilización, y que estos han sido sustanciales para instalar las demandas, también existe la convicción de que la movilización social y la acción colectiva directa se complementa con la institucionalidad política vigente, en la necesidad de buscar los espacios políticos institucionales que permita generar mayor incidencia en la toma de decisiones.

Acción colectiva directa. Asambleas, tomas y marchas. Un punto de importancia en las formas de participación que han desarrollo los nuevos movimientos sociales, se encuentran especialmente tres acciones políticas directas como el desarrollo de las asambleas como espacios deliberativos, la toma de espacios públicos y privados como fenómenos disruptivos y las marchas como fenómenos reivindicativos de apropiación del espacio público.

Según Sidney Tarrow, un movimiento social, se presenta cuando se producen “secuencias de acción política basadas en redes sociales internas y marcos de acción colectiva, que desarrollan la capacidad para mantener desafíos frente a oponentes poderosos” (Tarrow, 1998:23), lo cual indica la presencia de “ciclos de acción colectiva” que se manifiestan en torno a un “repertorio de acción” que incluye distintas formas a lo largo del tiempo. En el caso de Chile, se pueden observar a lo menos esos tres elementos que identifica Tarrow en torno a la acción colectiva para definir un movimiento social. En primer lugar, se observa la presencia de acciones colectivas que tienen la capacidad de enfrentarse a oponentes poderosos (el Estado) y que generalmente están fuera de los marcos institucionales de participación, a su vez dicha acciones constituyen redes sociales internas construyendo marcos o estructuras de acción y organización; en segundo lugar, y si bien el momento de mayor visibilización de la acción colectiva se produce durante el año 2011, en la mayoría de los casos, son procesos que se vienen desarrollando desde hace ya varios años e incluso desde las décadas de los noventa. Y por último, también se puede considerar la existencia de un repertorio de acción colectiva directa basado en distintas formas de expresión y participación, que con mayor o menor fuerza constituyen un eje central del proceso de movilización en Chile desde el año 2011, como lo son el surgimiento de las asambleas, las tomas y las marchas callejeras, generando la necesidad de repensar la acción política ciudadana más allá de las fronteras del liberalismo clásico y la participación electoral representativa. Tanto el asambleísmo como la asamblea son ejercicios que resurgen constantemente en sus prácticas, no obstante existen distinciones importantes a la hora de reconocer su importancia al interior de los movimientos sociales. Para Ivan Fuentes, la asamblea representa un mecanismo de suma importancia en la medida de la capacidad que tiene para instalar las demandas del movimiento, “la asamblea ha marcado toda la pauta política que tenemos hoy día, no fue el espectro político el que marcó las pautas, hoy en los debates que tu puedes ver se habla de la constitución, del impuesto específico, de las AFP, de las mejores laborales, educación, Royalty, nacionalización de los recursos naturales, todo esto nació desde la asamblea.” (Entrevista, 2013).

Situación que también se refuerza en la opinión e Luis Rozas, “la Asamblea es la que convoca a todas las movilizaciones, ella es la que llama, la que debate. En la asamblea ciudadana somos al menos unas 80 personas, que de alguna manera vamos rotando, a veces desaparecen unos pocos y luego vuelven a aparecer, pero en ese espacio no bajamos de treinta los que siempre estamos debatiendo, en general somos unos 80 dirigentes de distintas organizaciones. En la asamblea nos juntamos todos los días martes los dirigentes, y ahí tomamos

decisiones, asumimos propuestas, ahí se debate y se toman decisiones en forma democrática y colegiada” (Entrevista, 2013).

La misma importancia le otorga Sara Larraín cuando plantea: “la asamblea es la forma de cómo la gente de una u otra forma valida la toma de decisiones”, e incluso la asume como un importante mecanismo de socialización y educación política, “es una nueva forma de ponerse de acuerdo para tener una relación con el Estado que es fundamental, pero por otro lado un espacio de aprendizaje de gente que está afectada y que no tienen el conocimiento de cómo moverse en la incidencia política y por lo tanto la asamblea es un lugar donde ocurren muchas cosas no solamente una toma de decisiones sino que hay gente que va a oír y ve como está funcionando el Estado sabe los pasos que hay que hacer y por lo tanto también es un espacio de educación cívica.” (Entrevista, 2013)

La visión con respecto a la importancia de las asambleas no deja de lado la necesidad de mejorar y perfeccionar un mecanismo que forma parte sustancial de las características de la nueva ciudadanía y sus formas de participación. Para Patricio Rodrigo, “las asambleas son necesarias y buenas, pero falta madurez y educación cívica, de cómo hacer esos procesos de participación. Falta mucho para tener un buen sistema de funcionamiento de asamblea ciudadana. (Patricio Rodrigo), lo cual demuestra la necesidad de un proceso de autoafirmación y educación ciudadana, situación que permitiría sobrepasar los conflictos y aspectos negativos que puede generar para la consolidación del proceso. “Las asambleas son necesarias porque es una manera de validar lo que se está haciendo, pero muchas veces terminan neutralizando y fagocitando, canibalismo de sus propios liderazgo, lo que implica un costo importante para el avance de los movimientos.” (Entrevista, 2013)

Es importante destacar que si bien existe concordancia en cuanto a reconocer la asamblea como un mecanismo de expresión y participación característico de la nueva ciudadanía, también existe la distinción respecto al asambleísmo como práctica. El mismo Patricio Rodrigo ratifica la idea por cuanto para él, “el asambleísmo se caracteriza por que no tienen líderes, a lo más voceros, lo que a veces implica una fuerte neutralización de lo que se quiere hacer, porque ahí cualquiera veta a cualquiera, en algunas organizaciones pasa un poco de eso, se vetan mutuamente y al final es bien poco el espacio de maniobra para poder actuar”. (Patricio Rodrigo). Situación que finalmente se traduce en un obstáculo para poder avanzar en los cambios y la solución de demandas, fundamentalmente porque “en el caso del asambleísmo solo falta que uno o dos se opongan y no se pueda tomar decisiones, entonces cualquier grupo puede asumir vetos y así el tema no avanza.” (Patricio Rodrigo)

Desde el año 2006, fecha en la cual explota el conflicto estudiantil desde los “actores secundarios”9, se comienza a generar un repertorio de acción colectiva basado fundamentalmente en el desarrollo de tomas de colegios y liceos, y el ejercicio de la asamblea como un acto deliberativo. Ya para el año 2011 la tomas de colegios, liceos, universidades, calles y cualquier espacio que permita otorgar visibilización de las demandas se comienza a considerar como una acción colectiva directa que forma parte del repertorio de los movimientos sociales. La “toma”, que adquiere significancia durante la primera mitad del siglo XX, en torno al desarrollo del movimiento de los pobladores, y que según Gabriel Salazar “reaparecía en gloría y majestad” (Salazar, 2012:175) para consolidarse como un acto de reivindicación física y ocupación del territorio o espacio (sitio) para aquel que no poseía vivienda, pero también como una acción política, que se legitimaba y legalizaba después, vuelve a adquirir sentido en la expresión de demandas que desarrollan los movimientos sociales durante el año 2011. Desde este momento, las “tomas” de distintos espacios públicos y privados, son un mecanismo recurrente de los movimientos sociales, siendo las más visibles las de colegios, liceos, universidades, calles y puentes, como una especie de reivindicación del espacio expropiado, pero también como un medio de presión recurrente para la presentación de las demandas, que finalmente busca consolidar una expresión política participativa. Según Cristián Cuevas, “Cuando nosotros hemos tomado la decisión de tomar de bloquear… De tomar los caminos, las empresas, cualquier cosa. Nosotros siempre lo hacemos desde una lógica política”. En ese sentido, la “toma”, se adopta “como una forma legítima de hacer política desde las bases” (Salazar, 2012:39), y se consolida como parte del repertorio de acción colectiva de los movimientos sociales que se desarrollan en Chile desde el año 2011. Otra forma de acción colectiva directa, que forma parte del repertorio de movilización, es el desarrollo de las “marchas”. Desde su construcción más épica, revalorizando la célebre frase del presidente Allende sobre la apertura de las “Grandes Alamedas”, hasta el hecho mismo como una acción legítima y de ocupación del espacio público, las marchas por las principales capitales del país fueron el hecho simbólico de mayor repercusión en el desarrollo de los distintos movimientos sociales. Sin lugar a dudas, que las marchas estudiantiles fueron las que marcaron las pautas durante el periodo, no obstante también fueron recurrentes en las exigencias de distintos tipos de demandas. Según el texto del PNUD (2014) “Ciudadanía Política…”, solo para el caso del movimiento estudiantil, entre el 12 de mayo del 2011 y el 11 de agosto del 2012, se realizaron 20 marchas en distintas partes del país, con un

9

Se les reconoce como actores secundarios a aquellos actores dentro del movimiento estudiantil provenientes desde el mundo de la educación secundaria o enseñanza media y que fueron ampliamente reconocidos durante el proceso de la llamada “revolución pingüina”

promedio de 70.000 asistentes en general 10. En ese sentido, la necesidad de expresión vía mecanismos no institucionales ha sido una constante en el repertorio de acción colectiva utilizada por los movimientos sociales en Chile, y sobre todo a partir del año 2011 estas se han incrementado colocando un punto de inflexión en el proceso participativo del sistema político chileno. Cabe destacar que muchas de estas formas de participación no institucional son reconocidas por las autoridades y el sistema mismo como formas de acción contestataria o de protesta, las cuales son cuantificadas a partir de los datos recogidos por instituciones del Estado, fundamentalmente las policías, para poder levantar un registro de dicha participación. Según los datos arrojados por el informe del PNUD, “Auditoría a la democracia. Más y mejor democracia para un Chile inclusivo” (2014), es evidente el aumento tantos en las manifestaciones como en los participantes, en acciones colectivas directas, ya sean marchas, huelgas, tomas, barricadas, o bien todas aquellas que se vinculan a conflictos entre la sociedad y el Estado (PNUD, 2014:254), destacando fundamentalmente el año 2011 cuando se produce el punto más álgido de las distintas movilizaciones que se desarrollaron en el país11.

Discurso transformador y transversal Una de las características que hemos definido para entender el desarrollo de la nueva ciudadanía, es la capacidad de construir discursos tranversales y transformadores. Un elemento de la ciudadanía liberal desarrollada en Chile bajo la democracia transicional, fue su instrumentalización por parte de los actores que formaron parte del pacto y que requería de niveles muy acotados de participación y discusión. La necesidad de contar con una ciudadanía que legitimara en forma regular el funcionamiento del sistema político, requería de una masa instrumental que fuese fácilmente manejable y manipulable con un discurso poco claro y que no pusiera en duda la relevancia del modelo. En ese sentido, la participación ciudadana se tradujo en un acto mecánico y a veces falto de contenido que se repetía cada vez que el régimen político requería legitimar los siguientes procesos. Durante los últimos 20 años, aún cuando se demostraron importantes índices de participación electoral, siempre fue el mercado la 10

Cabe destacar que en general no existe una coincidencia en torno a la cantidad de asistentes a cada una de las manifestaciones, ya que siempre los datos oficiales se encontraban muy por debajo de las cifras entregadas por los propios organizadores de las movilizaciones. El promedio general entregado en este informe es en base a la información entregada en el texto “ciudadanía política. Voz y participación ciudadana en América Latina” PNUD 2014. Páginas 134-135-136. 11 Según los datos del informe, carabineros de Chile reportaba para el año 2009 237.572 participantes en alteraciones del orden público, mientras que para el año 2010 esta cifra aumentaba a 537.486, y para el año 2011 esta cifra se disparaba a los 2.194.973 participantes. PNUD. “Auditoría a la democracia. Más y mejor democracia para un Chile inclusivo” 2014. p 254.

dimensión objetiva que guiaba el comportamiento de los individuos, y el ejercicio ciudadano se trivializa y naturaliza en el voto y la delegación. Esa falta de sentido y orientación, tiene su origen en dos aspectos: el pacto transicional, en las condiciones dadas y necesarias surgidas de dicho pacto –con el marco de la Constitución del 80-, y que borra o instrumentaliza los realizado por la sociedad civil que se enfrenta al Estado autoritario en la década de los ‘80; así como también en la confusión y pérdida de orientación y sentido en la que cae la “clase política”, con la derecha aún confundida por la derrota electoral y el legado de Pinochet y la Concertación acomodada rápidamente a las bondades del sistema. Los objetivos a largo plazo ceden frente a las presiones inmediatas; la política pierde referencia, una brújula que le permita mirar planes a futuros. El ideal utópico de un mañana mejor se desdibuja frente a la inmediatez de los resultados. La racionalidad del costo/beneficio se impone a la subjetividad, y lo simbólico pierde sentido dejando un espacio abierto a la racionalidad absoluta. Las sociedades quedan huérfanas de sentido y la política y la ciudadanía reducidas al pragmatismo instrumental de la democracia representativa pierde toda conexión entre la base y la institucionalidad, eliminando la cohesión social y el sentido de identidad y pertenencia con el sistema político. La reconstrucción de esos mapas simbólicos, de una identidad que cohesione, es el desafío que se plantea en un nuevo escenario. La necesidad de recomponer las relaciones que conducen nuevamente hacia lo social y lo político, aquello que se presenta como ciudadanía pero ya no instrumentalizada, sino que constructiva, crítica y transformadora. Una ciudadanía que busca la construcción de sus objetivos y que desafía a la naturalización de lo heredado, de lo institucionalizado y de lo establemente consensuado en el pacto. El proceso movilizador del año 2011 trajo consigo esa reconstrucción simbólica, por medio de demandas –y también discursos- que apuntaban directamente hacia una reconfiguración de las reglas del juego. La experiencia heredada de la movilización de los estudiantes secundarios del año 2006, se tradujo en un aliciente para buscar no solo demandas en el corto plazo, sino que articular un mensaje transformador y que en muchos aspectos apuntaba directamente a las estructuras políticas, económicas, sociales y culturales sobre las que se asentaba el modelo chileno. Es por ello que las distintas demandas de los actores movilizados, aún cuando buscaban beneficios específicos sobre los cuales se movilizaban, también confluían en discursos más o menos articulados de reformas en distintos ámbitos: Ya sea en la exigencia de gratuidad en la educación, nuevo pacto socio-ambiental, descentralización regional, o cambios en el sistema político, todos los actores finalmente apuntaban a una transformación del modelo económico –reforma tributaria- y fundamentalmente del modelo político, nueva constitución.

En ese escenario, los distintos actores encontraron una oportunidad para expresar con fuerza la necesidad de la convergencia, incluso desde la fragmentación identitaria. Una convergencia que se traducía en nuevas reglas del juego y que se consolidaba simbólicamente con mayor fuerza en la exigencia de una nueva constitución política que deje atrás el legado autoritario de la dictadura. Para Patricio Rodrigo, vocero de Patagonia Sin Represas, “…lo que estamos pidiendo es una profundización de la democracia en Chile…. y si eso requiere de nuevas instituciones, habrá que crearla…” (entrevista, 2013). Situación que también profundiza Cristian Cuevas, “al movimiento social le falta hacer el camino de constituirse en un proyecto político transformador. Porque si no lo que hacemos es la demanda inmediata, reivindicativa que en el fondo no es el cambio de la estructural” (Entrevista,2013). La lógica de constituir un discurso más amplio, más allá de las fronteras de la demanda sectorial, y que apunte hacia una transformación estructural del sistema, es un aspecto novedoso dentro de la acción política de la nueva ciudadanía, fundamentalmente si se compara con su accionar a lo largo de los últimos 20 años. Si bien durante la dictadura, existió un fuerte impulso movilizador en busca de terminar con la dictadura, este se frenó con la llegada de los gobiernos democráticos, replegando a la ciudadanía al acto mecánico del voto y a la exigencia de demandas sectoriales y específicas, sin necesidad de cuestionar “el modelo chileno” heredado de la dictadura. Si bien la publicación del libro “Chile Actual: Anatomía de un Mito”, del sociólogo Tomás Moulián (1997), ya abordaba los desafíos de una sociedad individualista y volcada hacia el consumo, pero que además mostraba insatisfacciones con el modelo, no es sino hasta el año 2006, con la movilización de los estudiantes secundarios cuando se manifiestan las primeras expresiones de insatisfacción con aspectos estructurales del sistema, como lo era el sistema educativo y la Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE) construida bajo la dictadura. Sin embargo, no es sino hasta el año 2011 cuando los desafíos de las movilizaciones se comienzan a expresar en demandas a la estructura del sistema, como lo indica el dirigente social de la asamblea ciudadana de Calama, Luis Rozas, para quién “las demandas son estructurales, cambiar la forma y estructura del país. Es necesario que las transformaciones se hagan con la mayor cantidad de actores posibles, con la clase baja, con los dirigentes, con las personas a quienes los temas les afectan” (Entrevista, 2013).

Situación que también expresa otro dirigente del movimiento social,José Mardones, “claramente lo que nosotros buscamos, lógicamente tiene que ver con un tema de una nueva constitución, de generar cambios reales no solo para Calama sino

para el ciudadano en general. La renacionalización del cobre, que son parte también de la demanda”. (Entrevista, 2013).

En términos generales, plantear un desafío transformador de las estructuras es lo que constituyó la base de la movilización social del año 2011, y desde allí tratar de consolidar un proyecto político con capacidad de impulsar las reformas necesarias para abarcar dichos desafíos, según Cristián cuevas, “yo soy de la idea de que el movimiento social debe tener una mirada y una puesta política transformadora, de cambio del modelo y obviamente apostar hacia nosotros tomarnos el poder. Ósea, hacia la recuperación del poder” (Cristian Cuevas). Finalmente, existe la convicción que se asiste a una oportunidad en la cual es fundamental lograr importantes cambios a nivel estructural, tal como lo plantea el dirigente social de Aysén, Iván Fuentes: “Si no existe la capacidad de cambiar cosas importantes durante estos próximos cuatro años, yo creo que va a existir un gran movimiento social, coordinado, ya que esa sintonía está latente en Chile” (Iván Fuentes)

Conclusiones El desarrollo de la movilización social desde el año 2011, trajo como consecuencia un profundo cuestionamiento al orden sociopolítico que se había asentado en Chile desde la dictadura y consolidado durante las décadas de 1990 y 2000. Este cuestionamiento se basó fundamentalmente en las características del régimen político democrático y la institucionalidad vigente que sustenta la constitución de 1980, pero además la estructura social y económica basada en un modelo económico excluyente que deja en evidencias las contradicciones de un país que crece económicamente pero que no avanza en el desarrollo de derechos sociales. Ya sea desde lo político o lo económico, parte del fenómeno movilizador que explota con fuerza en Chile a partir del año 2011, converge en un cuestionamiento profundo a las estructuras del régimen, como antes no se había dado, y en ese sentido la principal transformación que se observa, es el surgimiento de una nueva concepción de ciudadanía que no encuentra relación con las estructuras definidas hace ya más de treinta años. Esta nueva dimensión de la ciudadanía, que choca con la institucionalidad democrática liberal, se consolida al menos en tres principios orientadores que definen su acción. En primer lugar es una ciudadanía que se refuerza en la diferencia, con demandas específicas y diferenciadas, que si bien convergen transversalmente en discursos de cambios estructurales, lo que implica que quienes forman parte del movimiento provienen de distintas sensibilidades del espectro político, la identidad de las demandas son

específicas y apuntan a una exigencia por ampliar la concepción de derechos, los cuales no necesariamente están referenciados en la concepción tradicional y liberal de la ciudadanía. En segundo lugar, la ciudadanía que se moviliza no lo hace bajo las estructuras tradicionales de participación política que define el régimen, esta situación se manifiesta por un lado en un alza de la abstención electoral, y por otro lado es una ciudadanía más autónoma de la influencia que pudieran ejercer los partidos político. En ese sentido, las antiguas estructuras partidarias no tienen capacidad para sostener la movilización social y las demandas de estas, y en algunos casos han debido modificar sus discursos que les permitan sobrevivir en un escenario de cambios y mayor complejidad, lo que permite a los movimientos sociales participar con mayores niveles de autonomía. No obstante lo anterior, la existencia de mayor autonomía no se traduce finalmente en el quiebre completo con la institucionalidad, ya que también existe el convencimiento de la necesidad de generar lazos que permitan a esta nueva ciudadanía acceder a las instancias de participación e incidencia en la toma de decisiones. En tercer lugar, la existencia de mecanismos más horizontales de participación y acción, como la asamblea, se constituye en el sistema de preferencia para la generación y manifestación de las demandas. En estas se observa que no solo la horizontalidad en cuanto a la participación es el elemento de mayor significancia, lo cual se opone a las estructuras jerárquicas de los partidos políticos, sino que además se incluye una transversalidad de actores que permiten otorgar una mayor identidad a la movilización en torno a la demanda y la exigencia de nuevos derechos. Cabe destacar que el discurso de transformación estructural, es un elemento que durante los veinte años de la transición política no se había observado, al menos no con la fuerza que se desarrolla a partir del año 2011. Temas como el impacto en el medio ambiente, la descentralización regional, la reforma educacional, la reforma tributaria y la nueva constitución, incluyendo la imagen de la Asamblea Constituyente, son parte de la construcción discursiva de una nueva ciudadanía que se enfrenta por diferentes medios a lo consagrado por la dictadura y el pacto transicional, lo que además le otorga una fuerza nueva basada en discurso crítico hacia la política y sus actores tradicionales, permitiendo la entrada de una ciudadanía que se asume como un actor principal dentro de la configuración del sistema político. Finalmente, las formas de expresión y participación política de la nueva ciudadanía, permiten configurar una nueva lógica de acción basada en la acción colectiva, de intereses comunes, con identidades definidas y expresadas en ciclos de protesta y con repertorios que hacen configurar la emergencia de nuevos movimientos sociales, que si bien luego de su explosión en el año 2011, no han logrado mantener la acción en el tiempo, siguen siendo un referente a la hora de considerar el funcionamiento de la política tradicional. Es cierto que la movilización social de Chile en el siglo XXI no alcanza –aún- la

fuerza para generar los cambios necesarios como sí se expreso desde fines del siglo XIX y principalmente en el siglo XX, pero también es cierto que luego de un largo periodo de repliegue y triunfo de la democracia representativa y la ciudadanía liberal, hoy nos encontramos con la emergencia de una nueva ciudadanía que ve en la movilización social y la acción colectiva el instrumento necesario y fundamental para el desarrollo de la democracia en el siglo XXI.

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