Novela, memoria y política. Crítica del concepto CT desde el estudio de la lucha por el significado del pasado.

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Colloque international Littératures et transitions democratiques. Études de cas. Casa de Velázquez 9.10.11 février 2015 Communication

Novela, memoria y política. Crítica del concepto CT desde el estudio de la lucha por el significado del pasado

Sara Santamaría Colmenero

El objetivo de esta ponencia es reflexionar sobre la relación entre literatura y política en el contexto de la España contemporánea de las últimas dos décadas, concretamente sobre el papel que han tenido en la configuración de diversos discursos sobre la democracia una serie de escritores preocupados por las representaciones del pasado conflictivo de España. En mi opinión, más que un marco cultural único y omniabarcador, que ha sido definido mediante el concepto CT o Cultura de la Transición, en las últimas décadas ha tenido lugar en la esfera pública española, y particularmente en el ámbito de la izquierda, una disputa por establecer el significado hegemónico del pasado y, en consecuencia, por definir la democracia y cómo esta debía construirse en el futuro. A finales de la primera década del siglo XX el periodista Guillem Martínez acuñó el término CT para referirse a las dinámicas culturales predominantes en la democracia española desde la Transición. Este concepto fue desarrollado varios años después, en el contexto de las protestas del 15-M, por un grupo de intelectuales que participaron en la publicación de un libro colectivo coordinado por Martínez. Entre los participantes en dicha publicación destacan Amador Fernandez-Savater, Ignacio Echevarría o Belén Gopegui. En tanto que fruto de una elaboración colectiva, el concepto CT es ambiguo y contiene en su seno numerosas contradicciones, ya que es utilizado para referirse a realidades muy diversas a un mismo tiempo. La CT designa el paradigma cultural hegemónico durante la democracia, definido como una cultura vertical, emanada y controlada desde el Estado, que busca la cohesión a través de la propaganda.

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Este concepto comprende la cultura como una esfera autónoma, separada y subordinada a las esferas de la economía y la política, entendida esta última en un sentido tradicional, es decir, referida fundamentalmente a la actuación de los gobiernos y el quehacer de las instituciones. La CT designa la actividad de ciertos profesionales de la cultura y su producción e implica el control de ese ámbito por parte del Estado, que a su vez está subordinado, según esta interpretación, a los mercados.1 Por otro lado, la interpretación más interesante es probablemente la que realiza, siguiendo a Jacques Rancière, Amador Fernández- Savater, quien ha descrito la CT como el orden simbólico que delimita lo decible, lo visible y lo pensable.2 En tanto que cultura vertical, promovida por el Estado y sistémica, este concepto no favorece la explicación de la acción de los individuos, que quedan supeditados de algún modo a una estructura o marco regulador, frente al cual aparentemente no tienen capacidad de reflexión, decisión o acción. En esta línea, a menudo la CT es personificada y mostrada como un “ente” con capacidad de decisión y actuación por sí mismo. En tanto que designa una estructura totalizadora, el concepto CT no permite elaborar, según mi parecer, una explicación satisfactoria sobre la existencia de otros movimientos, acciones y relatos que no coinciden con las dinámicas consideradas paradigmáticas durante la democracia. Este sería el caso, por ejemplo, de las reivindicaciones y prácticas llevadas a cabo por colectivos y asociaciones como la Asociación por la Memoria Histórica o Foro por la Memoria. En tanto que la CT se refiere fundamentalmente a una estructura cultural hegemónica y omnipresente, todo aquello que no responde a los presupuestos definidos en ella queda fuera de sus límites explicativos y es calificado como “no-CT”. Pensar un paradigma cultural como un marco totalizador supone desestimar, desde mi punto de vista, las acciones de los individuos que utilizan ese sistema, se confrontan con él e incluso pueden llegar a subvertirlo. En este sentido, la capacidad explicativa de este concepto en tanto que categoría analítica resulta limitada, ya que no permite explicar los procesos que constituyen el orden simbólico dominante y cómo los individuos participan en ellos de maneras diversas. A mi modo de ver, dichos procesos no pueden reducirse a una lógica binaria consistente en el simple hecho de “estar dentro” o “estar fuera” (de la CT). Asimismo, en tanto que se refiere a la cultura como un espacio dominado por las instituciones, esta noción no permite realizar una lectura crítica y autocrítica sobre la responsabilidad ciudadana en dichos procesos, ya que

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MARTÍNEZ, Guillém, “El Concepto CT”, en CT o la Cultura de la Transición. Crítica a 35 años de cultura española, Barcelona, Debolsillo, 2012. 2 FERNÁNDEZ-SAVATER, Amador, “La Cultura de la Transición y el nuevo sentido común”, Cuadernos de eldiario.es, nº 2, dedicado a “El Fin de la España de la Transición”, 2013.

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la responsabilidad recae casi exclusivamente en las instituciones y los órganos de gobierno. Por otro lado, el concepto CT suele utilizarse para designar la cultura nacional española y, por tanto, un conjunto de dinámicas diferenciadas de las del resto de los países occidentales que estarían vinculadas con la esencia de la nación española y que constituyen supuestamente manifestaciones de una patología propia de la nación. En este sentido, el concepto participa de un relato ampliamente extendido e interiorizado en el imaginario público y académico, dentro y fuera de España, sobre la excepcionalidad de la historia española, que es interpretada como una sucesión de fracasos: fracaso de la revolución liberal, fracaso de la revolución industrial, fracaso del proceso de nacionalización, fracaso de la modernización, fracaso de la transición y del proceso de democratización, etc. Este relato se inscribe en una concepción de la historia como proceso lineal y ascendente que, originado durante la Ilustración europea, presupone la existencia de un único camino para alcanzar la “modernidad”. En este sentido, los teóricos de la CT comparten con numerosos críticos literarios y escritores un mismo meta-relato sobre la historia de España. En él, el franquismo constituye el epítome de una historia plagada de fracasos y excepcionalidades, que la transición no habría permitido superar. En este relato las deficiencias de las políticas sobre el pasado llevadas a cabo durante la democracia constituyen un ejemplo más del carácter excepcional de la nación española en el mundo “occidental”. La CT no designa, por tanto, los procesos culturales propios de finales de los años 70 y principios de los 80, sino precisamente las dinámicas que se impusieron a medida que las estructuras institucionales democráticas se fueron consolidando. Identificando dichas dinámicas con el proceso de transición a la democracia este concepto subraya el carácter supuestamente inacabado de la transición y por tanto su fracaso. En la línea de los reclamos emitidos en las protestas vinculadas con el 15-M, este concepto sugiere la necesidad de iniciar un nuevo proceso transicional que conduzca a una democracia real. En mi opinión, interpretar las deficiencias del sistema democrático español desde una interpretación de la historia de España entendida como fracaso implica una visión esencialista y ahistórica. Por otro lado, el concepto CT pretende nombrar el aparato propagandístico desarrollado por el Estado en los últimos treinta años, pero actúa él mismo como una etiqueta reduccionista, como una consigna apta para prender en el conjunto de la ciudadanía. Resulta ser, en este sentido, una herramienta política muy efectiva en la lucha contra el statu quo bipartidista, pero como instrumento analítico presenta numerosas debilidades.

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El concepto CT entraña diversas nociones de cultura fundamentadas en sustratos teóricos diferentes. La diversidad de realidades que pretende designar, su carácter onmiabarcador y la ambigüedad que entraña debido a la disparidad de teorías que lo alimentan, cercenan en buena medida —desde mi punto de vista— su potencial analítico. Por un lado, la CT hace referencia a un universo delimitado de prácticas y creencias identificadas con una “sociedad”, en este caso con la sociedad española. Por otro, la noción de cultura comprendida como orden simbólico o paradigma cultural hegemónico, que define aquello que puede ser dicho o pensado (Fernández-Savater), convive en su seno con la idea de cultura entendida como ámbito diferenciable de la vida social, que se rige por sus propias reglas, pero está supeditado a otros ámbitos, como son la política institucional y la economía de mercado (Martínez). Al referirse a la cultura como un ámbito distinguible respecto al resto de espacios de la vida y relacionado con unos profesionales, sometidos o no al control del Estado y los mercados, reduce la posibilidad de explicar la capacidad de acción y decisión de dichos “profesionales” y, en consecuencia, limita la posibilidad de comprender sus acciones (agency) como intrínsecamente políticas. Por todo ello, este concepto se muestra, a mi modo de ver, como una herramienta débil para el análisis cultural e histórico de los procesos que designa. Ahora bien, comparto con los teóricos de la CT su diagnóstico acerca de la existencia de un paradigma cultural hegemónico durante la democracia —si bien compuesto por diversos relatos— y, por tanto, de un orden simbólico predominante. No obstante, en mi opinión, ese paradigma ha estado permanentemente puesto en cuestión, con mayor o menor éxito —más bien con menor— en los últimos treinta años. Una muestra de ello es, a mi modo de ver, la lucha que ha tenido lugar durante la democracia por establecer el significado sobre la Segunda República, la Guerra Civil, el franquismo y la transición. Mi objetivo en esta ponencia no es perfilar el relato hegemónico sobre el pasado conflictivo de España de los últimos treinta años, sino poner de manifiesto la lucha por configurar ese relato. En esa lucha, que considero eminentemente política, los escritores y escritoras han desempeñado un papel muy relevante. El término política es utilizado aquí en un sentido amplio, para referirme a todo aquello que fundamenta y hace posible la intervención de los seres humanos en un espacio compartido. Esta noción armoniza con la idea de lo político de Pierre Rosanvallon, que se refiere a todo aquello que brinda un marco a los discursos y las acciones de los hombres y mujeres, y se

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distingue de la política entendida exclusivamente como la acción gubernamental, la competencia entre partidos por el poder y la vida diaria de las instituciones. 3 Para dar cuenta de esa lucha por el significado y escapar del rígido marco que imponen conceptos como el de CT —que tiende a homogeneizar aquello que designa— resulta útil, a mi modo de ver, utilizar el concepto de cultura política, tal y como lo entienden el propio Pierre Rosanvallon o Keith M. Baker. Este último define la cultura política como el conjunto de discursos, o prácticas simbólicas, mediante los cuales los individuos conciben y realizan una serie de demandas a las que otorgan legitimidad. 4 Baker pone en duda que las identidades o los intereses políticos preexistan en la esfera social o material y que la cultura política sea una simple expresión simbólica de esos intereses e identidades. Para Baker la cultura política hace posible que identidades e intereses se constituyan como tales y que las acciones políticas sean concebibles y realizables. Este historiador formula este concepto en oposición al modelo explicativo materialista y al concepto de ideología entendida como “reflejo” de unos “intereses objetivos” que dependen presumiblemente de las circunstancias materiales de los seres humanos. Desde esta perspectiva los cambios políticos no se producen como efectos de cambios económicos o sociales, sino que obedecen a cambios en las culturas políticas. Para Baker los cambios políticos son cambios semánticos, es decir, transformaciones de los discursos mediante los cuales las demandas son legítimamente hechas. Así pues, el cambio político implica una transferencia de poder mediante la que esas demandas son reafirmadas o desautorizadas por un grupo de individuos. 5 En este sentido, un ejemplo de cambio político sería quizás la mutación que se está produciendo en España en relación con el concepto de democracia. En mayo de 2011 un nuevo significado de democracia fue puesto en circulación de forma masiva —y asumido por amplios sectores de la población española— a través de numerosos canales vinculados con el movimiento 15-M. A partir de ese momento la democracia no será concebida ya por muchos ciudadanos únicamente como el sistema representativo institucional, opuesto a la dictadura, sino como un sistema que permite el control de las instituciones por parte de la ciudadanía, que conlleva una mayor implicación por parte de esta última en las decisiones que afectan a la comunidad; 3

ROSANVALLON, Pierre, Por una historia conceptual de lo político, Buenos Aires/México D.F., Fondo de Cultura Económica, 2003. 4 Nos referimos aquí a los discursos en tanto que prácticas discursivas desarrolladas por individuos cuya identidad se constituye en esas prácticas, que son mucho más que medios de transmisión de una identidad preexistente a ellas. Véase: BAKER, Keith Michael, “El concepto de cultura política en la reciente historiografía sobre la Revolución Francesa”, Ayer, nº 62, pp. 89-110. 5 Sobre esta cuestión, véase: CABRERA, Miguel Ángel, “La investigación histórica y el concepto de cultura política”, en Manuel Pérez Ledesma y María Sierra, Culturas políticas: teoría e historia, Zaragoza, Institución “Fernando el Católico”, 2010, pp.19-86.

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un sistema que desarrolle mecanismos que controlen la voracidad de los mercados, que elimine la corrupción y, en definitiva, la desigualdad. Así pues, el lenguaje político no reflejaría la experiencia social de los ciudadanos, sino que la constituye, la hace concebible y experimentable.6 La literatura española que ha reflexionado en los últimos años sobre la memoria — entendida esta última como las múltiples formas de hacer presente el pasado— ha contribuido según mi argumentación a conformar las experiencias sociales y políticas de la ciudadanía. Así pues los escritores participan (a través de sus producciones artísticas) en una lucha política y discursiva que tiene lugar en la esfera pública. Parto así de una concepción del lenguaje y de los discursos como elementos que conforman la realidad y, por tanto, nuestra manera de situarnos, ordenar y comprender el mundo, al tiempo que adquieren significado únicamente en determinados contextos históricos.7 La cultura política se ha interpretado a menudo como un conjunto de representaciones que conforman una visión del mundo compartida. Algunos autores consideran que toda cultura política supone una “lectura común del pasado” y “una proyección del futuro común”.8 Las diversas maneras de conceptualizar el pasado propuestas por los escritores españoles en las últimas dos décadas se fundamentan en visiones confrontadas de la transición de la dictadura a la democracia. Estudiar esta querella supone focalizar nuestra atención en la capacidad de acción de los individuos (en este caso los literatos) en tanto que sujetos políticos y entender sus intervenciones en el espacio público —incluidas sus novelas— como prácticas políticas. Esto conlleva comprender las novelas —y por tanto el lenguaje—, no como mímesis de una realidad o como medios de transmisión de una memoria que existe, supuestamente, al margen de ellas, sino como generadoras de discursos reales sobre el pasado, sin olvidar —por supuesto— su dimensión estética. Frente a la idea de que en los treinta primeros años de democracia no ha habido ni en la prensa, ni en la escuela, ni en la literatura, ni en el cine, ni en la universidad, ni en los sindicatos, ni en los partidos, una mirada crítica contra el relato imperante sobre el pasado, quiero subrayar la existencia de una lucha por establecer un relato hegemónico, 6

En un sentido similar Pierre Rosanvallon se ha referido a la cultura política como el modo de lectura de los grandes textos teóricos, el análisis de la prensa y de los movimientos de opinión, el destino de los panfletos, la construcción de los discursos de circunstancias, la presencia de las imágenes, la impronta de los ritos e, incluso, el rastro efímero de las canciones. Véase: ROSANVALLON op. Cit., p.48. 7 En este sentido, entiendo que los discursos poseen un carácter generativo —y no reproductivo— de la realidad. 8 Así lo hacen Serge Berstein y Jean Pierre Sirinelli. Véase Cabrera, op. Cit. p. 21.

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que en el ámbito literario ha tenido especial desarrollo. Esta disputa se hizo más patente a medida que nos acercábamos al comienzo del siglo XXI y nos adentrábamos en él. Así pues, en el escenario ulterior a la caída del Muro de Berlín, concretamente entre 1989 y 2011 —dos fechas relevantes para la izquierda española— los escritores progresistas protagonizan una búsqueda de nuevos horizontes sociales, políticos y morales que se explicita a través de diversas maneras de comprender el pasado y el futuro de la nación española en sus novelas y en su pensamiento. Esta preocupación política se materializa en la gran cantidad de novelas sobre la memoria de la guerra civil publicadas en la década de los noventa y dos mil. La lucha por el significado del pasado traumático pone de manifiesto dos interpretaciones contrapuestas sobre la transición española que conllevan a su vez distintas lecturas de la Segunda República, la guerra y el franquismo. Atendiendo a la visión que tienen del proceso de transición y sus consecuencias los escritores que han reflexionado sobre el pasado reciente, podemos distinguir dos culturas políticas diferenciadas dentro de la izquierda, que no se corresponden necesariamente con dos partidos políticos, sino con modos diversos de entender el pasado y de imaginar la democracia en el futuro. De este modo, mientras que algunos autores comprenden la transición como un pacto de silencio y olvido, y reivindican la necesidad de recuperar la experiencia de la Segunda República española como referente para el futuro, otros sitúan el origen de la democracia en el pacto constitucional. Los primeros comprenden la transición como un pacto entre las élites del régimen y los líderes de la oposición. Estos consideran que la transición supuso una traición a las generaciones anteriores que lucharon por la democracia, padecieron el exilio y la represión del franquismo, y denuncian el relato sobre el “consenso” que se sostiene a sus ojos sobre la impunidad del régimen franquista durante la democracia.9 Para estos, el referente de la democracia actual debe ser la Segunda República y la actitud de aquellos hombres y mujeres que vivieron la primera postguerra. Participan de esta cultura política autores como Rafael Chibres, Juan Marsé, Benjamin Prado, Manuel Rivas, Almudena Grandes o Bernardo Atxaga. Muchos de ellos, firmaron en 2006, con motivo del septuagésimo aniversario del comienzo de la guerra, un manifiesto que esgrimía las aspiraciones de la Segunda República española como valores que habrían de guiar a la España democrática en el futuro. El manifiesto llevaba por título “Con orgullo, con modestia y con gratitud”. En él se reivindicaba la herencia política, cultural, social y moral de la Segunda República y 9

Sobre la “ideología del consenso” véase: VINYES, Ricard, “La buena memoria. El universo simbólico de la reconciliación en la España democrática. Relatos y símbolos en el texto urbano”, Ayer, nº 96, 2014, pp.155181 y, de este mismo autor, “La reconciliación como ideología”, El País, 12 de agosto de 2010.

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del republicanismo español. Asimismo se exigía a las instituciones que rompieran definitivamente con el franquismo y suprimieran su presencia en la vía pública, y se rendía homenaje a las personas que lucharon por defender la legalidad democrática durante la guerra civil. El manifiesto fue publicado en un libro titulado significativamente Memoria del futuro. Para muchos de estos, las políticas sobre la memoria y la gestión del pasado llevadas a cabo durante la democracia son una muestra del fracaso del proceso de modernización español y así se trasluce en muchas de sus novelas. Este es el caso, por ejemplo, de novelas como El Corazón helado o Inés y la alegría, de Almundena Grandes, que traslucen el deseo de que España sea de una vez por todas “un país normal”. Por otra parte, podemos distinguir una cultura política que interpreta la transición como un pacto de recuerdo y reconciliación. Los escritores que se enmarcan en ella consideran que la llamada “reconciliación” debe ser el referente de la práctica política en la actualidad y para el futuro. Estos autores presentan a menudo la Segunda República como una contra-imagen de una transición que consideran modélica, en tanto que habría sido capaz de superar los errores de la Segunda República y de una guerra en la que todos habrían tenido una parte de la responsabilidad. Asimismo, defienden un “patriotismo constitucional”: un nacionalismo español basado en la constitución, que consideran cívico e incluyente, frente al nacionalismo supuestamente étnico y excluyente de los nacionalismos alternativos al español. Participan de esta cultura política escritores como Javier Cercas o Antonio Muñoz Molina, que han sido identificados con la denominada CT. Los autores que participan de esta cultura política —que podríamos denominar quizás como “constitucionalista” o “setentayochista”, por su identificación con el orden surgido en 1978— entienden la historia de España como lucha entre dos extremos y como un proceso de modernización. A diferencia de los autores republicanos, estos defienden que la modernización española, de haberse alcanzado, fue precisamente en la transición de la dictadura a la democracia, que culminó con la incorporación de España a la Unión Europea. El relato de la “reconciliación” defendido por éstos tiende a interpretar la transición como un proceso dirigido desde las élites del régimen y la oposición, mientras que concede menor importancia a la sociedad civil, las huelgas, los movimientos vecinales o la violencia en las calles. Así ocurre, por ejemplo, en Anatomía de un instante, obra publicada por Cercas en 2009, en la que el Rey, Gutiérrez Mellado, Carrillo y especialmente Suárez, aparecen como los artífices de la democracia. En esa lucha eterna entre extremos el Rey Juan Carlos es considerado como pacificador.

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A lo largo de, al menos, las últimas dos décadas, escritores que participan de las culturas políticas aquí descritas han intervenido en la esfera pública, poniendo en circulación —a través de sus novelas, ensayos, artículos de opinión y entrevistas— discursos confrontados sobre el pasado reciente. Frente a la idea de que ha existido un marco hegemónico de pensamiento —identificado con la cultura de la democracia (o CT)— capaz de producir un relato único sobre el pasado y sobre la democracia española, he defendido aquí la necesidad de conceptualizar y analizar los procesos a través de los cuales se establece y mantiene ese relato hegemónico, permanentemente puesto en cuestión. Por tanto, he focalizado mi atención sobre la necesidad de atender a la lucha por el significado en la que intervienen diversas culturas políticas de las que participan las y los escritores españoles, así como muchos otros agentes. Utilizar el concepto de cultura política entendida como discurso permite analizar las obras de los escritores como prácticas políticas que configuran la realidad, y como prácticas a través de las cuales los autores articulan su identidad, y no como reflejo de procesos sociales o políticos que tienen lugar al margen de ellas, o como medios de transmisión de identidades preexistentes. Lo que los teóricos de la CT identifican con una cultura vertical omnipresente se refiere en buena medida a las manifestaciones de una determinada cultura política que si bien ha sido hegemónica, no era la única. La noción de cultura política nos permite, de este modo, realizar una lectura más compleja del pensamiento y la obra de estos intelectuales, en su contexto histórico, y escrutar las formas en que los escritores, en tanto que sujetos políticos, intervienen en la esfera pública. Asimismo, prestar atención a las culturas políticas de los escritores, tal y como lo hacemos aquí, permite entender la cultura como la relación dialéctica entre un sistema de símbolos en continuo cambio —nunca cerrado y acabado— y las prácticas de los individuos que utilizan dichos símbolos, se oponen a ellos y a menudo los transgreden, pudiendo producir cambios históricos. Esta noción de cultura contrasta con la idea de una esfera separada —y subordinada a lo social y la política— que hemos detectado en el concepto de CT, e introduce la posibilidad de analizar los pensamientos y las acciones de los individuos, que se relacionan de modos diversos con el paradigma simbólico hegemónico. Así pues, desde este punto de vista los cambios históricos constituyen cambios políticos, sociales y culturales a un mismo tiempo, y el estudio de lo que habitualmente identificamos como “prácticas culturales” resulta imprescindible para explicarlos en toda su complejidad.

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