Notas sobre El Mito del Eterno Retorno de Mircea Eliade

September 13, 2017 | Autor: J. Vasquez Marquez | Categoría: Philosophy Of Religion
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Descripción

UNIVERSIDAD DE VALPARAÍSO - FACULTAD DE HUMANIDADES - INSTITUTO DE FILOSOFÍA PROGRAMA DE MAGISTER EN FILOSOFIA SEMINARIO ¿Son

razonables las creencias religiosas? La respuesta de Zubiri.

PROFESOR: ENZO SOLARI. ALUMNO: JOSÉ AGUSTÍN VÁSQUEZ

Mircea Eliade: El mito del eterno retorno. Arquetipos y repetición. En el prólogo a la edición francesa de “El mito del eterno retorno”, Mircea Eliade sostiene que sólo el temor a parecer demasiado ambicioso le ha impedido subtitular a esta obra como una introducción a la filosofía de la historia, indicando que tal es el sentido de esta obra. Cabe precisar que, en realidad, tal filosofía de la historia procede de un modo distinto del análisis especulativo del fenómeno histórico, interrogando las concepciones fundamentales de las sociedades arcaicas, que se rebelan contra el tiempo concreto o histórico y manifiestan la nostalgia de un retorno periódico al tiempo mítico de los orígenes ( Tiempo Magno) y el rechazo a toda tentativa de historia autónoma, sin regulación arquetípica. Para Eliade este menosprecio de la historia concreta, este rechazo del tiempo profano, deja ver una valorización metafísica de la existencia humana. Por otra parte, el autor expresa su crítica respecto de cierto “provincianismo” en que la filosofía occidental corre el riesgo de caer, al ignorar los problemas, las situaciones y las soluciones del pensamiento oriental y de las sociedades tradicionales o presocráticas. Entiende que los problemas más importantes de la metafísica podrían experimentar una renovación gracias al conocimiento de la ontología arcaica. El capítulo I: Arquetipos y repetición, se refiere al modo cómo en las sociedades arcaicas los objetos del mundo exterior, tanto como los actos humanos, no tienen un valor autónomo, sino que se sacralizan de diversos modos, ya sea por una relación formal con un símbolo determinado, por constituir una hierofanía, poseer mana, conmemorar un acto mítico, etc. Igualmente el valor o significación de los actos humanos se vinculan no a su dimensión física, sino al hecho de reproducir actos primordiales, de repetir un hecho paradigmático mítico (por ej. la nutrición renueva una comunión, etc.). Todo lo que se hace ya se hizo. Ya sea los productos de la naturaleza o los objetos hechos por el hombre hallan su realidad en la medida en que participan en una realidad trascendente, que renuevan una acción primordial. Eliade agrupa las estructuras de esta ontología arcaica bajo tres títulos: -Elementos cuya realidad es función de la repetición o imitación de un arquetipo celeste. -Elementos como ciudades, templos o casas, cuya realidad es tributaria del simbolismo del Centro supraterrestre, transformándolos en centros del mundo. -Rituales y actos profanos que repiten deliberadamente hechos primordiales de dioses, héroes o antepasados. El libro ofrece una rica y variada descripción de estas estructuras míticas en diversas culturas arcaicas o tradicionales, a través del mundo y de la historia. De este modo, el autor revela una concepción ontológica arcaica, por la cual los objetos o los actos no son reales más que en la medida en que imitan o repiten un arquetipo, y aquello que no tiene un modelo ejemplar está “desprovisto de sentido”. Es decir, el hombre de las culturas tradicionales sólo se reconoce como real cuando deja de ser él mismo y se contenta con imitar o repetir los actos de otro. Destaca Eliade en esta concepción la abolición del tiempo profano a través de la constante imitación de los arquetipos y repetición de las hazañas paradigmáticas, que le otorgan realidad a los actos u objetos, porque el hecho ejemplar se ve transportado a la época mítica (in illo tempore). El tiempo profano se transforma en mero devenir, desprovisto de significado. Se destaca

la heterogeneidad de los tiempos y los espacios sagrados y profanos. Los primeros suspenden y producen la abolición de los segundos. La mitificación se produce porque la memoria popular funciona por categorías en lugar de acontecimientos, arquetipos en vez de personajes históricos. La memoria colectiva es ahistórica, y la mentalidad arcaica no acepta lo individual, conservando sólo lo ejemplar, conforme a la ontología arcaica ya descrita. Se pregunta Eliade si todo esto no revela algo más que la resistencia de la espiritualidad tradicional frente a la historia. Por otra parte, el hombre moderno, sugestionado por la historia, considera un menoscabo la supervivencia del arquetipo que anula los rasgos históricos y personales, en tanto que la humanidad arcaica rechazaba lo que en la historia comportara lo nuevo e irreversible. El Capítulo II: La regeneración del tiempo, está dedicado a estudiar los ritos y creencias que revelan las concepciones del tiempo, dando cuenta de los orígenes de los ciclos anuales, en relación con la índole de las diversas sociedades. Los rituales se vinculan, en la mayor parte de las sociedades primitivas, con el levantamiento del tabú de la nueva cosecha. Pero no debe considerarse esos rituales como simples reflejos de lo económico y lo social, tal como lo entendemos hoy, pues estos aspectos revisten en las sociedades tradicionales una significación distinta a la que el hombre moderno le concede. En principio existe una valoración especial del fin y del comienzo de un período temporal, fundada en la observación de los ritmos biocósmicos y la regeneración periódica de la vida y del tiempo. Esta regeneración periódica supone en las civilizaciones arcaicas una nueva Creación, una repetición del acto cosmogónico, trayéndonos nuevamente al problema de la abolición de la historia, preocupación central en esta obra. Efectivamente, en la ocurrencia de ese corte en el tiempo que es el fin del año asistimos no sólo al cese efectivo de un cierto período temporal, sino también a la abolición del año pasado y del tiempo transcurrido. Las purificaciones rituales tienen el sentido de la anulación de los pecados, en un nuevo nacimiento, en una tentativa de restauración, aunque sea momentánea, del tiempo mítico y primordial, del pasaje del Caos a la Cosmogonía. De este modo, la Creación del mundo se repite cada año, permitiendo el retorno de los muertos a la vida, manteniendo la esperanza de los creyentes en la resurrección de la carne. Esto no sólo es aplicable a los ciclos anuales, sino también a los ciclos mensuales (“lunas”) y a los ciclos solares (días). Pero también representan el momento mítico en que el mundo es aniquilado y creado, en que es posible la anulación del tiempo, aunque esta función escatológica del Año Nuevo no siempre esté explícitamente declarada en todos los ritos. También es posible encontrar en los rituales de construcción la repetición del acto cosmogónico. También ellos, aunque no son periódicos ni colectivos, suspenden el tiempo profano y proyectan al que los celebra in illo tempore. Una “era nueva” se inicia con la construcción de una nueva casa, aunque estos rituales hayan tendido a profanizarse, así como la celebración del Año Nuevo. No obstante ello, la estructura del mito permanece inmutable; ambas experiencias marcan el fin de un período y el comienzo de otro, en una nueva vida. Eliade también nos da cuenta de los rituales de entronización como otro ejemplo de aquellos que remiten a la creación del mundo, la regeneración de la historia de un pueblo e, incluso, de la historia universal. Todos los anteriores ejemplos nos remiten a una idea central: la necesidad para las sociedades arcaicas de regenerarse periódicamente por la anulación del tiempo, la oposición del hombre arcaico a aceptarse como ser histórico, la voluntad de desvalorizar el tiempo. Del mismo modo, los mitos de la desaparición y reaparición de la humanidad a través de catástrofes como diluvios, inundaciones o sumersión de continente apuntan a la misma idea. Eliade subraya el carácter “optimista” de esta creencia: la conciencia de la “normalidad” de la catástrofe, la certeza de que tiene un “sentido” y de que jamás es definitiva, dando origen siempre a un nuevo ciclo. La muerte, del hombre o de la humanidad, siempre es necesaria, para que se produzca la regeneración. Lo que domina en estas concepciones es el retorno de “lo que antes fue”, el eterno retorno de todas las cosas, en una ontología no contaminada por el tiempo y el devenir. Al conferir al tiempo una dirección cíclica se anula su irreversibilidad, y todo comienza nuevamente a cada instante desde el principio. El pasado siempre prefigura el futuro, nada nuevo sucede en el mundo, todo es repetición

de los arquetipos primordiales. Eliade se interroga respecto de esta tendencia, la que podría representar la sed del primitivo por lo “óntico”, su voluntad de ser, al modo de los seres arquetípicos cuyas acciones reproduce sin cesar. El hombre arcaico intenta oponerse a la historia, sin conseguir conjurarla siempre: catástrofes, desastres militares, desgracias personales, etc. El capítulo III, “Desdicha” e “Historia”, “normalidad” del sufrimiento, es una aproximación al significado del “vivir” para el hombre de las culturas tradicionales. En primer lugar, se vive de acuerdo con arquetipos o modelos extrahumanos, como ha sido expuesto en los capítulos anteriores. Esto significa vivir en el corazón de lo real, puesto que lo único real son los arquetipos, y ello significa, también, respetar la ley, entendida como una hierofanía primordial, revelada illo tempore por la divinidad. El hombre, por la repetición de las acciones primordiales y las ceremonias periódicas, consigue anular el tiempo profano y, al mismo tiempo, vivir en concordancia con los ritmos cósmicos. En el marco de tal existencia, el hombre no consideraba al padecimiento y al dolor como experiencias desprovistas de sentido. La sequía, la muerte del ganado, la enfermedad de los hijos, la mala fortuna en la caza, no son consideradas como circunstancias azarosas, sino que se deben a influencias mágicas o demoníacas, que pueden ser conjuradas por las armas de las que dispone el brujo o el sacerdote, o, si esas intervenciones no dan resultado, se acude al Ser Supremo, mediante plegarias y sacrificios. El acudir al Ser Supremo, en las culturas primitivas, sólo se realiza en última instancia, cuando han fallado los recursos anteriores. El sentido del sufrimiento proviene de la acción mágica de un enemigo, de una infracción a un tabú, de la cólera de un dios o de la voluntad del Ser Supremo. El hombre primitivo no concibe un sufrimiento no provocado: éste proviene de una falta personal o de la maldad de un vecino, una causa identificada de algún modo con la voluntad del Ser Supremo, por lo tanto, coherente y llevadero. Cuando el brujo o el sacerdote descubren la causa, el sufrimiento adquiere sentido y se hace soportable, se incorpora a un sistema y es explicado. Los sufrimientos y padecimientos no son nunca considerados como sin sentido o ciegos. Se deben siempre a un extravío respecto de una norma, de origen mítico y primordial. Para los hindúes, por ejemplo, existe la ley del karma, que explica los acontecimientos y padecimientos del individuo y la necesidad de las transmigraciones. En esta ley, los sufrimientos no sólo encuentran un sentido, sino también un valor positivo. El karma garantiza que todo lo que se produce en el mundo ocurre conforme a la ley de la causa y el efecto. En general, en el mundo arcaico se le concede al dolor una significación normal: el sufrimiento es imputable a la voluntad divina, donde todo halla su explicación y justificación, y por ello, puede ser soportable. Al mismo tiempo, el mito recuerda al hombre que el sufrimiento nunca es definitivo, que la muerte siempre es seguida por la resurrección. Entre los hebreos, las calamidades históricas eran consideradas como un castigo de Yahvé, debido al exceso de pecados del pueblo elegido. Las calamidades eran necesarias para que este pueblo no fuese contra su destino. Sólo las catástrofes históricas lo ponen en el camino recto. En la concepción judía, la historia adquiere un valor en la medida en que es determinada por la voluntad de Dios, que ya no es la divinidad oriental de las hazañas arquetípicas, sino una personalidad que interviene en la historia, revelando su voluntad en ella. Los hebreos, de acuerdo a Eliade, serían los primeros en descubrir la significación de la historia como epifanía de Dios, siendo seguidos por el cristianismo. Se pregunta si el monoteísmo no trae consigo la “salvación” del tiempo, su valoración en el cuadro de la historia. La revelación sucede en la historia, en un momento determinado y limitado en el tiempo histórico, es irreversible, es un acontecimiento histórico. Pero esta revelación monoteísta coloca illo tempore al final de los tiempos. De este modo, el futuro regenera al tiempo, lo devuelve a su pureza en un nuevo ciclo, repitiendo la antigua estructura de la regeneración periódica del Cosmos. El Mesías asume el papel de regenerar periódicamente la naturaleza entera. Israel intenta salvar a la historia, considerando los acontecimientos históricos como manifestaciones activas de Yahvé. Para el Israel mesiánico, los sufrimientos pueden ser soportados porque son queridos por Dios y son necesarios para la salvación del pueblo elegido. Pero, cuando llegue el Mesías, el mundo se salvará para siempre y la historia dejará de existir. Aparece una

valoración escatológica del futuro y se puede hablar de la “salvación” del devenir histórico. Eliade destaca la novedad de la religión judía respecto a las estructuras tradicionales. En ella, los acontecimientos históricos se convierten en teofanías, en las que se develan tanto la voluntad de Yahvé como las relaciones personales entre él y el pueblo elegido. Pero, de alguna manera, las creencias mesiánicas en una regeneración final del mundo denotan igualmente una actitud antihistórica. Ya no se puede abolir periódicamente la historia, pero se la soporta con la esperanza de un fin de la historia en un tiempo indeterminado, en una abolición futura definitiva. Eliade nos habla de las teorías del “Gran Tiempo”, de los grandes ciclos cósmicos, en los que distingue dos orientaciones: una tradicional, la del tiempo cíclico, que se regenera periódicamente ad infinitum, y una moderna, del tiempo finito, fragmento entre dos infinitos temporales. En ambas orientaciones aparece el mito de edades sucesivas, ubicándose al principio de ellas una Edad de Oro, perdida pero recuperable, repetible, ya sea una infinidad de veces, en la doctrina tradicional, o una sola vez, en la moderna. Lo que se destaca es la eterna repetición del ritmo fundamental del Cosmos: su destrucción y su recreación periódicas. La teoría de las edades y ciclos cósmicos resulta consoladora para el hombre aterrorizado por la historia. Para el hombre que se sitúa en la edad más oscura, en el kaliyuga hindú, y que corresponde a la edad que hoy vivimos y en cuyo final nos encontraríamos, este mismo hecho debería ser fuente de esperanza de salvación personal y universal. Las concepciones antihistóricas y cíclicas se repiten en las culturas grecoorientales. El mito es claramente perceptible en las primeras especulaciones presocráticas, en Anaximandro, Empédocles y Heráclito, así como en el pitagorismo primitivo, en quienes encontramos conceptos tales como la idea de apeiron, la supremacía alternante de principios opuestos, las eternas creaciones y destrucciones del Cosmos, la conflagración universal y el eterno retorno. Notables son las referencias de Platón al mito del retorno cíclico, a la regeneración periódica, a las catástrofes cósmicas, al mito del paraíso primordial. Los estoicos retoman estas mismas especulaciones. Por último, vemos como los motivos del “eterno retorno” y el “fin del mundo” dominan toda la cultura grecorromana. La teoría griega del eterno retorno es la variante última del mito arcaico de la repetición de un gesto arquetípico y la doctrina platónica de las ideas es la última versión de la concepción del arquetipo. El mito que más éxito tiene en el mundo grecooriental es el de la conflagración universal, el fin del mundo por el fuego, que se transforma en la base de las creencias judeocristianas en el apocalipsis y su escatología. El fuego renueva al mundo y restaura un mundo nuevo, eterno, y que traerá consigo la inmortalidad. Es una apocatástasis que pone fin a la historia y reintegra a los hombres buenos a la eternidad y la beatitud. En el mundo judeocristiano aún resuenan estas concepciones, según lo vemos en el apologista Lactancio, quien nos dice que el mundo fue creado en seis días por Dios, y al séptimo descansó. De este mismo modo, el mundo durará seis eones, durante los cuales el mal triunfará en la tierra. En el séptimo milenio el demonio será encadenado y la humanidad conocerá un milenio de reposo y justicia. Luego el demonio escapará y desencadenará una guerra contra los justos, pero será vencido y al final del octavo milenio el mundo será creado para la eternidad. Una serie de calamidades anunciará el fin del mundo, comenzando por la caída de Roma y la destrucción del Imperio Romano, en un tiempo oscuro en que “la justicia será negada y la inocencia odiosa, los malvados ejercerán sus depredaciones hostiles contra los buenos; en que el orden, la ley y la disciplina militar ya no serán observados, en que nadie respetará las canas, no cumplirá con los deberes de piedad, no se apiadará de la mujer o del niño, etc.” Luego descenderá el fuego purificador y los hombres conocerán una nueva Edad de Oro, que durará hasta el término del séptimo milenio. Tras ese último combate, vendrá la ekpyrosis, que resorberá al mundo en el fuego y permitirá el nacimiento de un mundo nuevo, justo, eterno y feliz, libre del reinado del tiempo. Para el cristianismo, la regeneración periódica del mundo se traduce en una regeneración de la persona humana. Pero para el que participa del eterno ahora del Reino de Dios, la historia cesa de modo tan total como para el hombre de las culturas arcaicas. Por lo demás, el año litúrgico cristiano está fundado en una repetición periódica y real

de la Natividad, la Pasión, la muerte y la resurrección de Cristo, es decir, la regeneración personal y cósmica por la reactualización del nacimiento, la muerte y la resurrección del Salvador. La pregunta planteada al principio del capítulo: ¿cómo soporta el hombre la historia?, encuentra su respuesta en que, en la situación misma del hombre en un ciclo cósmico, le corresponde un cierto destino histórico, distinto del fatalismo. La historia podía ser soportada no sólo porque tenía un sentido, sino porque, en última instancia, era necesaria, tanto para quienes creían en la repetición de los ciclos cósmicos como para quienes creían en un solo ciclo que se acercaba a su fin. Toda ella es necesaria, querida, por el ritmo cósmico, por el demiurgo, por las constelaciones o por la voluntad de Dios. El capítulo IV y último, “El terror a la historia”, la supervivencia del mito del eterno retorno, aborda el problema del hombre que se reconoce y se quiere histórico, afirmando que aún el mundo moderno no está completamente ganado por el historicismo, y que aún asistimos al conflicto de dos concepciones: la concepción arcaica, arquetípica y antihistórica, y la moderna, posthegeliana, que quiere ser histórica. El problema se aborda desde el punto de vista de las soluciones que ofrece la perspectiva historicista al hombre moderno para soportar la poderosa presión de la historia contemporánea. La concepción tradicional, antihistórica, siguió dominando al mundo hasta épocas recientes. El cristianismo no ha logrado abolir la teoría del arquetipo ni las teorías cíclicas y astrales. En diversos ejemplos históricos se quiso ver la presencia de arquetipos bíblicos y realización de profecías, es decir, en definitiva, de la voluntad divina. La concepción cíclica y de la regeneración periódica de la historia, con o sin “eterna repetición”, fue tolerada durante toda la Edad Media y hasta muy entrado el Renacimiento, y aún goza de mucho crédito. En diversos escritores eclesiásticos de la Antigüedad y de la Edad Media las teorías cíclicas y de las influencias astrales sobre el destino humano y los acontecimientos históricos aparecen dominando, desde Clemente de Alejandría hasta Santo Tomás y Joaquín de Fiore. Este último divide la historia en tres grandes épocas, cada una dominada por una persona de la Trinidad. Cada una de estas épocas revela en la historia una nueva dimensión de la divinidad, permitiendo un perfeccionamiento progresivo de la humanidad que, en su última fase, inspirada por el Espíritu Santo, desemboca en la libertad espiritual absoluta. No obstante, lo que se va imponiendo es la inmanentización de la teoría cíclica, a través de la visión científica de un Tycho Brahe, un Képler, un Giordano Bruno o un Campanella. A partir del siglo XVII, la visión lineal y la concepción progresista de la historia se afirman, instaurando la fe en el progreso infinito. Sólo a fines del siglo XIX y durante el siglo XX se esbozan ciertas reacciones contra el linealismo histórico y despierta cierto interés en la teoría de los ciclos. Es Nietzsche quien pone de nuevo de actualidad el mito del eterno retorno. Spengler y Toynbee se dedican al problema de la periodicidad. Las teorías actuales sobre el fin del universo no excluyen la hipótesis de la creación de un nuevo universo. La formulación en términos modernos de un mito arcaico delata el deseo de hallar un sentido y una justificación transhistórica a los acontecimientos históricos, discutiendo la validez de las soluciones historicistas de Hegel y Marx, que tienden a valorar el acontecimiento histórico en cuanto tal. Ambas, en todo caso, impregnadas de un cierto determinismo, ya sea por la manifestación del Espíritu Universal o por una estructura coherente que entrega la dialéctica de la lucha de clases, que lleva a un fin preciso: la eliminación final del terror a la historia, la “salvación”. Al término de la filosofía marxista se encuentra la Edad de Oro de las escatologías arcaicas. El terror a la historia es difícil de soportar en la perspectiva de las diversas filosofías historicistas. ¿Cómo puede ser soportado en la perspectiva del historicismo?. Un acontecimiento histórico resulta difícil de ser justificado sólo porque se produjo de ese modo, explicación que no libra a la humanidad del terror que los acontecimientos le inspiran, desde los genocidios hasta las bombas atómicas. Cuando los acontecimientos tenían una condición metahistórica y eran considerados como un castigo de Dios o el síntoma de la decadencia de una Edad, podían ser

soportados por la humanidad. Entonces la historia no tenía y no podía tener ningún valor en sí. El marxismo tal vez constituya una forma de defensa contra el terror a la historia, sobre todo en sus formas más populares. Pero el pensamiento contemporáneo no ha sido conquistado definitivamente por las posiciones historicistas. Diversas orientaciones, como ya se ha visto, tienden a revalorizar el mito de la periodicidad crítica, incluido el mito del eterno retorno, despreciando al historicismo y a la misma historia. Más que una resistencia a la historia, se trata de una rebelión contra el tiempo histórico, una tentativa para reintegrarlo en el tiempo cósmico, cíclico e infinito. En el rechazo de las concepciones de la periodicidad histórica y de las concepciones arcaicas de los arquetipos y la repetición se puede ver la resistencia del hombre moderno a la Naturaleza, la voluntad del “hombre histórico” de afirmar su autonomía. La diferencia capital entre el hombre arcaico y el hombre “histórico” moderno, está en el valor creciente que éste último concede a los acontecimientos históricos, a las “novedades” que para el hombre arcaico constituían hallazgos carentes de significación, o infracciones a las normas, y que, por ello, necesitaban ser expulsados periódicamente. Para el hombre moderno, los arquetipos han nacido en la historia, en el tiempo, han ocurrido como cualquier otro acontecimiento histórico, mientras que el hombre arcaico sitúa los arquetipos in illo tempore, un tiempo primordial y mítico. El hombre moderno puede ver en la adhesión del hombre arcaico a los arquetipos y a la repetición, un sentimiento de culpabilidad del hombre que acaba de abandonar el paraíso de la animalidad y la naturaleza, que lo incita a reintegrar en el mecanismo de la repetición eterna las hazañas primordiales que señalaron la aparición de la libertad. El hombre moderno también puede ver la tendencia de la naturaleza al reposo y al equilibrio. Por último, el hombre puede reprochar al hombre arcaico, prisionero de los mitos, su impotencia creadora, su incapacidad para los riesgos que implica todo acto de creación, pues, para el hombre moderno, no se puede ser creador sino en la medida que es histórico. El hombre arcaico, por su parte, podría contestar mediante una apología de la existencia arcaica. Es discutible que el hombre moderno pueda hacer la historia. Desprovisto de defensa ante el terror de la historia, no tiene posibilidades de hacerla. La historia se hace sola o es hecha por un número cada vez más restringido de hombres, que disponen de suficientes medios para obligar a los individuos a soportar las consecuencias de la historia, a vivir sin cesar el espanto de la historia. La libertad de hacer la historia es ilusoria para casi la totalidad del género humano. Sólo tiene la libertad de elegir entre la opción de oponerse a la historia que hace esa minoría, optando entre el suicidio y el destierro, o refugiándose en una existencia subhumana o en la evasión. Para el hombre tradicional, no hay tal hombre moderno libre ni creador de la historia. El hombre arcaico es libre de no ser lo que ya fue, mediante la anulación periódica del tiempo y la regeneración colectiva. La historia del hombre moderno es irreversible, en tanto que el hombre arcaico puede revertir periódicamente su historia, volviendo a una nueva existencia, como la naturaleza misma se regenera periódicamente. También el hombre arcaico es más creador que el moderno, que no es capaz de crear ni su propia historia. El hombre arcaico participa periódicamente del acto cosmogónico mismo. Cualquiera sea la verdad del hombre moderno respecto de la libertad y de sus virtudes creadoras, ninguna filosofía historicista lo defiende del terror a la historia. El horizonte de los arquetipos y la repetición sólo puede ser superado mediante una filosofía de la libertad que no excluya a Dios. Al hacerse parte de Dios, el hombre se hace parte de la más alta libertad que se pueda imaginar: la de intervenir en el estatuto ontológico del universo, una libertad creadora por excelencia, una libertad, por tanto, creador., una nueva forma de colaboración del hombre en la creación. Una libertad que proviene y halla garantía y apoyo en Dios. Eliade aventura que el cristianismo sería la “religión” del hombre, moderno e histórico, que descubre simultáneamente la libertad personal y el tiempo continuo. El hombre, mientras se mantuvo en el horizonte de los arquetipos y la repetición, pudo soportar el terror a la historia. Cuando se aparta de ese horizonte no puede defenderse de ese terror sino mediante la idea de Dios, que le trae la libertad y la autonomía en un universo regido por leyes, que inaugura un modo de ser único y nuevo en el universo, y que le da la certeza de que la historia tiene una significación transhistórica. El cristianismo se afirma como la religión del “hombre caído en desgracia”, en la medida que el hombre moderno está irremediablemente integrado a la historia y al progreso, entendidos como caídas que implican la pérdida del paraíso de los arquetipos y la repetición. 5 de mayo de 2011

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