¡Ni una vida más para la toga! Hacia una consciencia jurídica posmoderna

August 25, 2017 | Autor: Carlos Rivera-Lugo | Categoría: Critical Legal Theory, Critical Legal Studies, Teoría crítica del derecho, Posmodernidad
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¡Ni una vida más para la toga!: Reflexiones hacia una consciencia jurídica postmoderna1 Carlos Rivera Lugo

El derecho a decidir lo que es verdadero no es independiente al derecho a decidir lo que es justo. J. F. Lyotard, La condición postmoderna

Durante los últimos años se han arreciado las voces críticas de nuestro Estado de Derecho. Se pone en entredicho la credibilidad de sus procesos legislativos y de los procesos adjudicativos que están en manos del sistema de administración de la justicia. En ambos casos, diversos acontecimientos recientes tan sólo forman parte de una crisis de legitimidad de dicho Estado de Derecho, cuyos signos llevan ya más de una década manifestándose sin que las figuras rectoras de dichas instituciones demuestren una clara consciencia crítica de la gravedad de la situación. No son pocas las personas que alegan que la Legislatura, inmovilizada por un excesivo tribalismo partidista y una escasez espectacular de nuevas ideas y de valor político, no se encuentra ejerciendo a cabalidad su función de legislar para atender los más apremiantes problemas de la sociedad puertorriqueña. Por otra parte, algunos jueces de nuestro Tribunal Supremo, junto con sectores de los medios de comunicación más influyentes en el país, critican la excesiva politización del proceso de selección de jueces lo que, en su opinión, está afectando adversamente la necesaria imagen de independencia e imparcialidad de la rama judicial. Dicha controversia se da en el contexto, por un lado, de la denuncia en la prensa del país de la grave situación de congestión en el trámite burocrático de los casos y controversias ante su consideración y, por otro lado, la expresión de inquietud por la calidad de las opiniones emitidas por dicho alto foro durante los últimos años. Y para mayor colmo, la única respuesta que se le ocurre al sistema es añadir otra instancia burocrática más: el Tribunal Apelativo. Es más de lo mismo, como si la fiebre estuviese en la sábana. Las encuestas de opinión publicadas por los medios de comunicación durante estos últimos años reflejan consistentemente un grave y creciente deterioro de la confianza de la ciudadanía en la calidad e imparcialidad de la administración de la justicia en Puerto Rico, sin hablar ya de la maltrecha y desvalorizada imagen de la profesión jurídica en general. De letrados paladines de la justicia, la comunidad nos va percibiendo crecientemente como mercaderes en el templo de la justicia y buscapleitos que en nada contribuyen hoy a una más sana y edificante civilización. Parece uno oír trasbastidores el espeluznante grito de Shakespeare: ¡Matemos a todos los abogados! Mientras tanto, la guerra social—o como eufemísticamente llamamos la ola de 1

Este artículo fue originalmente publicado en el periódico Diálogo, Universidad de Puerto Rico, Río Piedras, enero de 1993, págs. 44-45.

criminalidad—se va escalando, las prisiones no dan abasto, se empiezan a escuchar reclamos revanchistas de ¡pena de muerte para los criminales!—es decir, ojo por ojo y diente por diente—y los tribunales están ataponados de casos. Nadie parece querer dialogar. Nadie parece querer rehabilitar. Demasiados sólo quieren litigar. Demasiados sólo quieren castigar. La crisis de legitimidad que hoy padece nuestro Estado de Derecho se debe al hecho de su creciente incapacidad para satisfacer las diversas demandas y expectativas en competencia en nuestro país. Si estamos inmersos en un proceso de desintegración social es por que la sociedad en la que vivimos ya no le ofrece opciones reales de progreso a un sector significativo de nuestra población. En una sociedad crecientemente escindida como la nuestra, este sector marginado se consume en la frustración y el resentimiento. Desconfiado de los cauces tradicionales para adelantar sus intereses y aspiraciones, este sector marginado protagoniza un creciente conflicto social difícil de controlar. Para éste ya no existe un “contrato social” que obligue y beneficie al conjunto de la sociedad, si es que alguna vez realmente existió más allá del reino de las ilusiones. Y es que no existe tampoco una moralidad pública creíble en nuestro país sino una moralidad situacional. Cada cual arrima la brasa a su sartén según más le convenga. Resulta asombrosa la espectacular incapacidad de los líderes del país para comprender la necesidad imperiosa de repensar y rediscutir las bases explicativas y legitimadoras de nuestro Estado de Derecho, y la naturaleza y fines de sus instituciones. En fin, no sólo son caras nuevas sino que, sobre todo, ideas nuevas las que se necesitan. Ante las fáciles y trilladas respuestas burocráticas y técnicas que postulan algunos para encarar esta crisis, hay que forjar una nueva consciencia jurídica crítica, un nuevo pensamiento experimentador y dialogante que posibilite nuevos senderos prácticos y organizacionales. Insisto en la urgencia de nuevas ideas y nuevas voces. Vivimos en una nueva era en que ya no hay predicciones lógicas y racionales que hayan quedado de pie, una era en que está ocurriendo lo ilógico y lo inimaginable, una era que requiere una nueva forma de pensar, en que se requiere una imaginación audaz. La realidad azarosa e impredecible que hoy se vive requiere que pensemos, como juristas, de una forma descontínua y humilde, es decir, virando el Derecho al revés. A los juristas, siempre he insistido, nos cabe una responsabilidad social especial en todo este proceso. Somos, por encima de todo, organizadores de una sociedad en continuo cambio y, como tales, debemos ser portadores de una consciencia jurídica crítica y comprometida con unos valores superiores tales como la justicia y la equidad. Nuestra función social no se cumple a cabalidad cuando nos limitamos a ser meros mediadores de conflictos sociales a partir del orden normativo e institucional establecido. Lamento, sin embargo, tener que admitir que prevalece, entre los abogados y las abogadas, una consciencia excesivamente ingénua y acomodaticia, cuando no alienada, frente a la situación antes descrita. Parece que habitamos una década exhausta, llena de cansancio e indiferencia, donde todas las utopías, ideas y teorías parecen haberse agotado. Es una era en la que parece que vivimos en hold en espera de la llegada de algún mesías. Es una sociedad en la que, según las estadísticas oficiales, los ricos se siguen haciendo más ricos y los pobres más pobres.

La política, cooptada por unas maquinarias políticas obsoletas, nos apesta. Los capitalistas andan eufóricos y los socialistas en desbandada oscilando entre la rendición y la búsqueda de un nuevo sentido hacia el futuro. Es una era en donde no se predica el amor sino el sexo seguro. Es una sociedad en donde la televisión y los medios de comunicación se erigen en los grandes intérpretes de la realidad para la familia puertorriqueña. Y a través de los medios y la poderosa tecnología de poder que manejan se va articulando la nueva ideología de la cafrería, el hedonismo y el narcisismo. El vacío existencial se va tornando peligrosamente en abismo. Con razón se ha caracterizado a la sociedad contemporánea como “la sociedad del espectáculo.” Nuestra sociedad se presenta como un gran espectáculo de realización individual y colectiva a través del consumo. Hemos descartado la máxima cartesiana de “pienso luego soy” por la de “consumo luego soy.” Es una sociedad en la que crecientemente perdemos el sentido de lo que es real y en donde “lo real” resulta ser una imagen hipertrofiada de la realidad. Vivimos en medio de una selva de símbolos e imágenes que distorsionan nuestro sentido de lo real. Es una sociedad en la que la propia determinación de la verdad se torna crecientemente elusiva y nos vamos poblando de una constelación heterogénea e impresionante de verdades particulares, cada una reclamando su cuota de legitimidad. Es una “sociedad transparente,” es decir, una sociedad en cueros o al desnudo donde ya no quedan mitos, ideologías ni instituciones de pie. Es una sociedad en la que tanto a los políticos como a los jueces se le tildan de actores parciales e interesados. Y las decisiones de estos se califican de subjetivas y valorativas y, por lo tanto, su validez y eficacia universal quedan cuestionadas. Esta es la condición postmoderna de la que tanto se habla hoy en Occidente, condición ésta con la que tenemos ineludiblemente que lidiar. El Estado de Derecho enfrenta hoy el siguiente problema: ausente un orden normativo y valorativo con validez y aceptación universal en nuestra sociedad; dada la heterogeneidad y pluralidad de valores, intereses y expectativas que hoy compiten por legitimidad y reconocimiento en nuestra sociedad; y dado el creciente cuestionamiento sobre la imparcialidad y representatividad de nuestro Estado de Derecho por sectores significativos de nuestra sociedad, ¿cuál puede ser la base de legitimidad de la función política y adjudicativa que desempeñan en el presente las tres ramas del poder público? En el pasado, la legitimidad de las funciones que ejercían dichas instituciones provenía del monumental mito de la imparcialidad y representatividad del Estado de Derecho, y de la igualdad de todos ante la Ley. Se partía también de otra gran y arrogante pretensión: de que la realidad social toda era subsumible, representable por medio de una abstracción lógico-racional llamada norma. Dicha pretensión estaba ideológicamente motivada pues lo que se recogía era esencialmente la valoración, el interés o la expectativa de aquellos con poder político y económico hegemónico en la sociedad. Más que producto del consenso, el Estado de Derecho fue establecido como resultado de una situación de fuerza. Ante el creciente disenso actual frente al Estado de Derecho vigente, la respuesta oficial ha sido el incremento en el uso de una racionalidad adversativa para garantizar el orden existente. Las prescripciones que se sugieren para atender el problema son el castigo y la sanción cada vez más severa al llamado infractor. Y esta respuesta nos está metiendo como sociedad en un callejón sin salida y sin posibilidades reales. Ha dicho Milan Kundera que vivimos hoy en un espacio desconocido, en un

tiempo errante. Estamos ubicados en el umbral de una nueva era buscando ansiosamente traspasar su portal hacia una nueva visión del mundo y de nosotros mismos. De ahí que nos planteemos hoy con urgencia la construcción de un nuevo paradigma caracterizado por una complementariedad dialógica entre la razón y el sentimiento; entre la voluntad, el determinismo y el azar; entre la transformación productiva y la equidad distributiva; entre el progreso y el balance ecológico; y entre la materia y el espíritu. Ahora bien: si hay un reto que nos impone esta construcción de una nueva cosmovisión es, como ya he advertido, repensar todo lo que tiene que ver con el Derecho y el Estado. Pero antes de pasar a unas reflexiones y proposiciones al respecto, quisiera recurrir a un relato o una alegoría. En el principio todo era silencio y una eterna noche. Dios estaba solo entre la nada. Pero la infinita quietud lo entristecía. Entonces Dios dijo: “¡Qué se haga el día para que acompañe la noche!” Fue así que vio por vez primera. Y al ver la bella luz que irradió el día y que lo alumbraba, Dios se sintió alegre y quiso continuar creando. Procreó un Hijo para que estuviese a su lado y compartiera con Él toda la belleza y dicha de la creación. Luego creó el Verbo. Con éste, Dios tuvo voz por primera vez. Podía Dios ahora manifestar sus verdades y deletrear sus enigmas. Embriagado con el nuevo sentido que su reciente creación le daba a su existencia, enseguida creó el cielo, el mar y la tierra. Sin embargo, aún faltaba algo. Seguía sintiéndose solo. Pobló entonces al mundo de toda clase de animales. Pero estos no le hablaban. Fue así que decidió procrear, a su imagen y semejanza, al hombre y a la mujer. Los hizo inmortales, les dio el libre albedrío y les instruyó para que, al igual que Él, procrearan y gobernaran sobre el mundo. Por su parte, el hombre y la mujer se sintieron llenos de vida y de dicha. El paraíso que Dios les había dado para que habitaran, proveía para todas sus necesidades. Era el reino de la libertad. Sin embargo, poco antes de irse a descansar, Dios quiso añadir otra cosa a su creación. Fue así que creó el Derecho, estableció un orden normativo para el paraíso, cuya violación sería sancionada y castigada mediante la pena máxima de expulsión para siempre del reino de la libertad, retribuyendo así el daño cometido. Le impuso al hombre y a la mujer su valoración como una verdad absoluta sobre la cual éstos no tendrían nada que decir. Fue así que surgió el pecado como una falta contra el orden normativo recién creado y la culpa como la condición existencial que sufriría el ser humano de infringir dicho orden. Dios calificó su orden como el bien y la infracción de éste como el mal. Fabricó así el delito. De este modo, Dios estableció una relación contractual de acreedor y deudor con el hombre y la mujer. Y por medio de la amenaza de infligir una pena al deudor, surgió el primer Derecho, un Derecho Señorial. En éste el incumplimiento de lo debido justificó el castigo de un sujeto por otro. Fue así como Dios cometió su primer error. El hombre y la mujer sintieron que Dios los había engañado, que les había dado el libre albedrío para, a renglón seguido, condicionárselo a los dictados de la voluntad divina. La voluntad humana quedaba así suspendida fatalmente sobre sus cabezas. Sentían que Dios les había cargado en su contra los dados de la existencia. Ante ello, la mujer le propuso al hombre el primer acto rebelde, y éste accedió. De nada valía, decía ella, vivir con una cadena al cuello. Por su parte, el hombre entendió que un Dios así, opresor de la libertad humana, debía morir para que él pudiese vivir plenamente. Fue así

que el ser humano quiso derribar a Dios de su trono. El desafío de los primeros rebeldes tuvo como resultado su detención, enjuiciamiento y condena. Los rebeldes, que sólo querían dialogar de igual a igual con Dios, conquistar su propio ser y lograr que el Señor se lo respetara, lo perdieron casi todo en su derrota. Dios respondió aplicándoles todo el rigor de Su Ley. Los expulsó del paraíso y los condenó a una vida eterna dura y trabajosa. Seguirían existiendo a cambio de rodar eternamente una roca hasta la cima de una montaña, para ver luego a la piedra caer nuevamente por su propio peso.2 Soñarían de ahí en adelante con serpientes, con las cuales tendrían que luchar incesantemente para sobrevivir. Sin embargo, cada vez que lograsen destruir una de esas serpientes, surgiría en su lugar otra mayor.3 Sus hijos nacerían igualmente culpables y cargarían con la herencia del pecado original. Dios convirtió la existencia humana en un absurdo. La vida se convirtió en un caos de sentidos, cuyo total dominio le estaría vedado al ser humano. Pero el hijo de Dios advirtió el error de su Padre. No era un Padre autoritario y represivo el que necesitaba el universo del ser humano, sino que un Dios de amor y comprensión; un compañero de camino hacia las cimas de su evolución existencial y espiritual, y no un juez omnipotente y vengativo. A ese respecto le dijo al Padre: “¿No hiciste al ser humano a Tu imagen y semejanza? ¿Por qué entonces Te sorprende de que sean tan testarudos y voluntariosos como Tú? ¿Acaso no les concediste el libre albedrío? ¿Por qué entonces Te afanas en no reconocerles el derecho a determinar por sí mismos su propio destino? Les pediste a ellos que Te rindieran cuentas, pero si eres justo Tú también les debes rendir cuentas a ellos. Tú les pides sumisión, mas no son esclavos los que Tú necesitas sino co-partícipes de Tú obra. Tú les reprochas su falta de fe. ¿Dónde está la Tuya en ellos? ¿Porqué los has abandonado?" Y finalizó el Hijo señalándole al Padre la necesidad de un nuevo pacto con los humanos y su disposición a sellar esa nueva alianza con su sangre. Dios calló frente a las críticas de su Hijo pero no empece su carácter irrascible, no podía, en su inmensa sabiduría, dejar de darle la razón. En el fondo, se maravillaba del amor que su Hijo sentía hacia los humanos. El sentía de la misma manera aunque a veces no supiera expresarlo. Fue así que Dios le permitió a su Hijo encarnarse en hombre y predicar entre los seres humanos las bases de un nuevo pacto en sustitución del viejo y decrépito pacto del Génesis. Fue así que Jesús trajo al mundo una nueva consciencia jurídica en contraposición a la mala consciencia jurídica de su Padre, la que había sido reproducida por los humanos. Sí, por que a eso advino la rebelión metafísica de los humanos: se rebelaron contra Dios para luego convertirse en dioses. Fundaron así el imperio de los hombres sobre las mismas bases muchas veces crueles y caprichosas, excluyentes y opresivas. Para los humanos, ser dios era establecer un orden normativo en dónde se le permitía a unos imponerles su ley a otros. Ser culpable de una falta era ser deudor frente a la sociedad, el nuevo acreedor del ser humano. Ojo por ojo, diente por diente. La nueva consciencia jurídica postulada por Jesús buscaba virar el mundo y su Derecho al revés. Se convirtió en un insurgente que predicaba un pensamiento jurídico y unos principios morales humildes basados en todo un nuevo modelo de relaciones 2

El autor aquí se refiere al mito griego de Sísifo. Esta referencia alude al contenido de una canción del cantautor cubano Silvio Rodríguez titulada Sueño con Serpientes. 3

humanas y sociales. A preguntas de uno de sus discípulos llamado Pedro en el sentido de cuántas veces debía perdonar a su hermano cuando pecare, cuando faltare contra él, Jesús le respondió: “No te digo Yo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.” En otra ocasión, recriminó a quienes pretendían juzgar a uno de sus semejantes: “No juzgues a los demás, si no quieres tu mismo ser juzgado, pues se te juzgará con la misma medida con que midas a los demás. ¿Con qué cara te pones a mirar la paja en el ojo de tu hermano y no ves la viga que hay en el tuyo?” También, intervino para defender a una prostituta llamada María Magdalena, cuando una turba arrogante se aprestaba a juzgarla y apedrearla hasta morir. “El que de ustedes esté libre de pecado, tire contra ella la primera piedra,” sentenció. La nueva consciencia jurídica partía de la misericordia y la comprensión, en vez del juicio arrogante y el castigo retributivo; se basaba en la solidaridad y la reconciliación, en vez de la marginación y la estigmatización; y postulaba una opción preferente de la Justicia a favor de los más necesitados y no de los más poderosos y privilegiados. Aconteció, sin embargo, que el reto de Jesús fue demasiado y muy pronto fue víctima de los sacerdotes, juristas y políticos del orden establecido. Al igual que los primeros rebeldes humanos, fue apresado, enjuiciado y condenado a sufrir la pena máxima. Aceptó su destino con el propósito de liberar al hombre y a la mujer de su culpa y, de paso, de su deuda con el Padre. Dejó como legado las bases para un nuevo pacto, una nueva y más madura y tierna relación con Dios, y entre los seres humanos, para la realización del reino de los cielos en la tierra, tal y como lo había planeado su Padre cuando el Génesis. Quiso que nuevamente la divinidad fuese nuestra, parte de nuestro ser. Se propuso devolverle el fundamento trascendental a nuestras vidas. Los discípulos y herederos de Jesús corrieron inicialmente su misma suerte, la persecución y el martirio, hasta que decidieron aceptar las reglas de juego del imperio de los hombres, incorporarse a sus fines y diluir el compromiso radical de las enseñanzas del Maestro. Hasta aquí la alegoría sobre los orígenes del Derecho, de cómo surgió la consciencia jurídica moderna y las bases para una consciencia jurídica alternativa. Pero aún quiero recurrir a otro relato, la parábola de Franz Kafka “Ante la Ley,” de su obra El Proceso. Y es que no se ha expresado una crítica más profunda sobre el Derecho que el contenido en dicha obra. En El Proceso, Kafka nos relata la lucha en que se ve enfrascado su personaje central José K para probar su inocencia frente a un sistema judicial que se le muestra elusivo e inaccesible. Es más, José K se ve victimizado por una acusación cuyos detalles nunca conocerá y un proceso burocrático que nunca comprenderá del todo. Claro está, su situación no está ajena a la que nos fue impuesta a cada uno de los herederos de aquellos primeros rebeldes. José K nació culpable de un hecho que nunca conoció y tendrá que pagar su pena por ese pecado original a través de toda su vida, sin que se le reconozca un derecho a entender el sentido o la razón de su proceso, tanto el judicial como el existencial. Resulta que un día, mientras José K se encuentra de visita en una Iglesia en busca de respuestas a su situación jurídico-existencial, se le acerca un sacerdote. Dando la impresión de compadecerse de la angustia y la confusión en que está sumido José K, el cura trata de ilustrarle sobre la naturaleza del sistema de administración de la justicia. Le hizo el relato del hombre común que necesitando de la Ley, se acerca al guardián de la

puerta de acceso a la Ley para pedirle la entrada. El guardián se la negó. Sin embargo, al ver la puerta de la Ley abierta, el hombre piensa en la posibilidad de entrar independientemente de la oposición del guardián. Por su parte el guardián, dándose cuenta de las intenciones del hombre, le advierte que si intenta entrar sin su permiso, no llegará lejos ya que más adelante hay otros guardianes que le impedirán el paso. Ante las dificultades experimentadas, el hombre se desanima. Siempre le habían dicho que la Ley estaba accesible a todos. Pero, decide resignarse, obedecer al guardián y esperar a que éste le dé acceso. Pasan los días, los meses y los años sin que pueda entrar. Sus súplicas no convencen ni conmueven al guardián. Finalmente, ciego y empobrecido, muere sin haber logrado acceder a la Ley. Sin embargo, antes de que se le extinga la vida, el hombre interroga al guardián sobre las razones de que durante todos esos años no sólo no lo dejara tener acceso a la Ley, sino que tampoco vio que se le diera la entrada a nadie más. El guardián, dándose cuenta de que el hombre ya había llegado a su fin, le confiesa una brutal verdad: dicha entrada estaba designada sólo para él, y ya que no le había dado uso, procedería a cerrarla e irse. Para José K la conducta del guardián era increíble y reprochable. Sin embargo, el sacerdote le dice que nadie tiene derecho a emitir un juicio condenatorio del guardián ya que éste sólo cumplía con su deber. Según el cura, el guardián es tan solo un funcionario del Derecho, un servidor de la Ley y, como tal, escapa el juicio humano. Servir a la Ley, le dice el sacerdote, es algo inconmensurablemente superior a vivir libre en el mundo. Por su parte, José K le increpa si acaso entonces no habría que considerar correcto y justo todo lo hecho por el guardián. A lo que el cura le responde que en el sistema de administración de la justicia no es cuestión de creer en lo correcto o justo de los resultados; sólo hay que creer en que estos son necesarios por que así lo dicta la Ley. “Una opinión desoladora,” contesta José K, “La mentira se convierte, entonces, en el orden universal.”4 Los juicios críticos que contiene esta parábola no deben sorprender a nadie, ya que desde tiempos remotos tanto los curas, los portadores de la sotana, como los abogados, los portadores de la toga, se han vistos como dos caras de la misma moneda: conservadores del status quo, uno a base de la Ley divina y el otro, su versión secular, a base de la Ley humana. Para muchos si bien hasta la modernidad la religión fue el opio de los pueblos, a partir de ésta lo fue el Derecho. En nuestro país, un sector significativo de la comunidad opina que no existe un acceso verdadero a los tribunales. Y es que la realidad tiende a confirmar su juicio. Los procesos, confirmando la denuncia kafkiana, se tornan interminables y complicadísimos ante el laberinto de reglas, procedimientos y mociones dilatorias. Los abogados de los grandes bufetes alargan los procesos en que se ven envueltos para poder facturar lo que han predeterminado como la ganancia económica del caso. La profesión jurídica se ha convertido en el oficio del artificio. El escritor y filósofo venezolano, Arturo Uslar Pietri, compara a los abogados con los toreros, duchos en el arte de lograr que el enemigo se desvíe y pierda el rumbo, quedando trasquilado el asunto de la justicia. Existe una opinión creciente de que el sistema judicial es altamente ineficiente e injusto, y que los que laboran en él como funcionarios o “guardianes” de la ley, son insensibles a la dimensión humana de los problemas cuya solución administran. Kafka, un rebelde y viramundo igual que Jesús, nos plantea una teoría crítica cuyo 4

Franz Kafka. (1987) El Proceso. Madrid: Civitas. págs. 230-7.

valor y pertinencia se acrecienta en un mundo que empieza ya a cuestionar la efectividad del modelo adversativo y burocrático de administración de la justicia que hoy prevalece al menos en Occidente. El sistema existente parte de la premisa de que, al igual que Dios, el Juez, con el poder para decidir sobre la vida y hacienda de los seres humanos, cuenta con el conocimiento objetivo necesario para decidir entre los alegatos parciales de las partes en controversia, o para hallar culpable y sancionar a un individuo. Se postula que el litigio adversativo es capaz de producir el conocimiento necesario para establecer la verdad de los hechos y restablecer la paz social; y que la sanción es necesaria para que el culpable pague su deuda y le retribuya a la comunidad su “libra de carne,” como pedía Shylock en El Mercader de Venecia. Hay que superar esa mala consciencia jurídica, esa consciencia adversativa y vengativa, opresiva y burocrática, ese juego de significados, basada en una moral absoluta, que viola nuestra condición de seres humanos. Y ante el absurdo de la condición actual del Derecho, sólo hay una alternativa: la rebelión y la insurgencia jurídica. Como dije anteriormente: virar el Derecho al revés. De lo antes expuesto, surge la necesidad de un modelo alternativo de administración de la justicia: un Derecho humilde, metáfora ésta que se refiere a una vía menos arrogante y opresiva de ejercer la función judicial; un Derecho que reconozca la moral de los límites y la ley del conocimiento incompleto y, consiguientemente, el potencial de error existente ante la realidad debido a lo situacional y lo temporal del conocimiento en que se basa. Esta reconceptualización radical del Derecho está basado en cinco premisas que a su vez se traducen en cinco funciones básicas: (1) La función moral: El sistema alternativo tiene que estar basado en una moral de los límites. Tiene que reconocer que las diferencias entre los seres humanos no pueden definirse o caracterizarse a base de ideas como el “bien” y el “mal.” La vida es en fin un entrejuego complejo de identidades y diferencias. Por ello, en primer lugar, se tiene que reconocer la esencial identidad de cada uno de nosotros como seres humanos. En segundo lugar, reconocer que el error humano o las diferencias entre estos de manera alguna pueden justificar la subordinación de unos seres humanos a otros. Ningún ser humano tiene una naturaleza dada y fija ya que nuestro proyecto de vida es una constante posibilidad de crecimiento y superación. Tampoco las diferencias de ideas, valores, posiciones y condiciones constituyen base suficiente para desconocer la esencial dignidad e igualdad humana. No existen, por lo tanto, teorías, ideas o normas absolutas ante las cuales sea legítimo subordinar a otro ser humano. Por ende, el sistema alternativo tiene que ser profundamente respetuoso de la pluralidad de posiciones. (2) La función cognitiva: Como todo conocimiento, el jurídico es una tecnología de poder. Como tal debe usarse bien. La nueva consciencia jurídica tiene que ser humilde y crítica. Desde el momento mismo en que se acepta que el conocimiento es incompleto y complejo, no puede reclamarse la certidumbre absoluta. El nuevo orden normativo tiene que ser abierto, contingente y contextual. El propio conocimiento jurídico tiene que estar abierto a las influencias de e interacciones con otros conocimientos, pues la realidad jamás puede entenderse reduciéndola a una sola de sus dimensiones. Por otra parte, se hace necesario reconocerle un valor relativo a los precedentes judiciales. En cuanto a la alegada estabilidad que éstos le dan a un sistema adjudicativo, ésta siempre fue una ilusión mantenida al costo de las injusticias cometidas en nombre de un precedente que,

al fin y al cabo, siempre ha estado determinado, en última instancia, por las contingencias políticas y las valoraciones ideológicas de los jueces. La doctrina del precedente, en esencia, siempre ha sido una recreación reificada del pasado que encierra y encubre una estructura valorativa, de intereses y de poderes. (3) La función mediadora: La verdadera función adjudicativa se cumple mediante la solución equitativa de conflictos y no la exacerbación irracional de estos, es decir, entendiendo a las partes, poniéndolas a dialogar entre ellas, buscando la conciliación entre éstas, a través de una mediación efectiva y no a través de un proceso adversativo en donde una de las partes triunfa absolutamente sobre la otra. Dentro de la tradición jurídica de Oriente, el pleito adversativo siempre fue considerado un fracaso para la comunidad que en nada ayudaba a restablecer la paz social. El proceso social no puede ser, como dicen los economistas, un zero sum game en que uno gana a cambio de que otro pierda. En ese sentido, el proceso adversativo es un reflejo de la incapacidad del sistema para promover soluciones incluyentes y no excluyentes, consensuales y no coercitivas. (4) La función terapéutica: El Derecho tiene que cumplir, además de su función mediadora, una función terapéutica y rehabilitadora. Por lo tanto, no puede cumplir su misión mediante el castigo. El castigo es función del amo, del señor en su relación con sus esclavos, no es función de seres libres. Del castigo y de la prisión sólo se cosecha el resentimiento del que sufre la pena. Reproducen institucionalmente la misma conducta que se dice rechazar. Además, el castigo es sentido por el que lo sufre como un daño abusivo y arbitrario que se le inflige. Por ende, el Derecho sólo debe imponer sanciones ponderadas a partir del juicio interior del imputado, con el fin de rehabilitarlo para sí mismo y para la sociedad. No es cuestión de eximir al imputado de su responsabilidad, sino que es cuestión de contextualizarla y superarla. Es cuestión de sensibilizarse ante la situación del imputado, acercarse a él como a un ser humano, sentir compasión, comprenderlo y ayudarlo. (5) La función preventiva: El Derecho no puede ser un sistema de intervención reactivo y de respuestas ex post facto. Tiene que ser proactivo y preventivo en su enfoque de los problemas con los que interviene. De lo contrario, no se va a la raíz de los mismos y nos pasamos tratando tan sólo los síntomas o la patología. Esto significa que el escenario de acción social de los juristas no se puede limitar al de los tribunales. Cómo ya he advertido, tienen, por necesidad, una función como organizadores de la sociedad y, como tales, una responsabilidad por intervenir activamente en los procesos de formulación de política pública de modo tal de que se promulguen legislación y prescripciones encaminadas a darle soluciones solidarias y justas a nuestros problemas. Se requiere de una nueva voluntad de poder activa, edificante y liberadora. Ahora bien: ustedes se preguntarán si se puede realmente construir un Derecho así, es decir, un Derecho humilde, crítico, experimental y terapéutico. El Derecho siempre ha estado caracterizado en el fondo por un proceso dialógico de conservación y cambio, ser y deber ser. Sólo así ha evitado su obsolescencia y descrédito total. Pero más allá, los invito a que consideremos aplicar la apuesta de Pascal a esta cuestión. Pascal nos dirá que debemos apostar a toda aquella proposición o propuesta que le da sentido a mi vida, es decir, que es necesaria para que nuestra existencia y el de la sociedad tenga significado. El problema no es preguntarse si puede o no existir un sistema o modelo alternativo de administración de la justicia como el que he propuesto,

sino que en preguntarse si queremos o podemos sobrevivir como individuos y sociedad sin la opción de un Derecho, como el planteado, basado en la esperanza y no como el actual que, en esencia, resulta ser un Derecho de la desesperanza. Al fin y al cabo, de lo que sí hay amplia prueba empírica es que el modelo o sistema actual es altamente costoso, tanto en términos humanos como económicos, y como tal no sirve. Pero vayamos más lejos. Aceptemos también considerar la apuesta de Nietzsche. Imagínese que un duendecito les dijese que esta vida, como la hemos vivido y como la vivimos hoy, así como el sistema de administración de la justicia que hemos tenido en el pasado y que tenemos hoy al presente, se repetirá eternamente en el tiempo. Concédanme, tan siquiera, la mera posibilidad de esta idea del eterno retorno. A base de la misma, ¿estaríamos dispuestos a escoger, para toda la eternidad, nuestra vida y nuestro Derecho tal y como son en la actualidad? Si su respuesta es en la negativa, Nietzsche nos diría que entonces debemos asegurarnos de vivir y administrar la justicia de manera tal de que podamos aceptar su eterno retorno. En fin, la eternidad está hecha de lo que desde el presente forjemos, de las decisiones y de las acciones que desde hoy tomemos. Esta es mi propuesta para una nueva consciencia jurídica para la postmodernidad. La misma, sin embargo, requiere de un nuevo tipo de jurista: un rebelde e insurgente jurídico, un viramundo que organice e implante este modelo alternativo. ¡Ni una vida más para esa toga defensora y reproductora del orden actual! ¡Apostemos a la esperanza! 1993

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