Narrativas, nacionalismo y transformación de conflictos

July 21, 2017 | Autor: Pablo Méndez Gallo | Categoría: Filosofía Política, Sociología, Nacionalismo
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Inmaculada Jauregui Psicóloga Pablo Méndez Sociólogo Tiempo aproximado de lectura: 12 minutos

Does not the picture of the past, the glorious past with which you are so familiar, rise again before your eyes? (¿Acaso el retrato del pasado, ese glorioso pasado que te resulta tan familiar, no se erige otra vez ante tus ojos?) Andrew Bonar Law, in McLoughlin, 1996: 13

Irishmen and Irishwomen: In the name of God and of the dead generations from which she receives her old tradition of nationhood, Ireland, through us, summons her children to her flag and strikes for her freedom (Irlandeses e irlandesas: en el nombre de Dios y en el de las generaciones de muertos de las que recibe su vieja tradición nacional, Irlanda, a través de nosotros, convoca sus hijos ante su bandera y clama por su libertad.) McLoughlin, 1996: 41-2

No debería resultar extraña la afirmación de que todo nacionalismo implica la proyección al futuro de un pasado glorioso, aunque estancado en un presente continuo de desgracias y fatalidades. Las dos citaciones de arriba, de 1912 y 1916, unionista y nacionalista, respectivamente, así nos lo muestran. Lo que, de forma precisa, nos puede llevar a la conclusión siguiente: el nacionalismo (en cualquiera de sus versiones) es un proyecto de pasado. Pero un pasado imaginado desde ese presente fatal que, por enigmas de la condición humana, tiende a la selección del recuerdo, produciendo así un compendio de los mejores momentos que serían deseables transportar a ese futuro no menos glorioso que se anticipa. Dicho de otro modo, el futuro del nacionalismo es el intento de transposición de un pasado manipulado hacia una topografía simbólica que aporta sentido a tales momentos dispersos. Momentos de gloria, de horror, de victorias o derrotas, momentos imaginados como heroicos, que condensan la energía suficiente para mantener vivo el recuerdo en la manera de “historias”; historias del pasado y (historias) para el futuro; historias de la historia: Allí empezó todo; historias de nacionalistas junto al fuego (Michael Collins, en el pub de Paddy Callinan). Unas historias que nos convocan a un (ese) pasado perdido, donde la nación era la gran familia que obliga a realizar sacrificios, en pos de la unidad y continuidad de la misma: familia de sangre y de suelo, de lengua y cultura, de padre y de madre... de estado y nación. Quizás porque la naturaleza odia el vacío, el nacionalismo, una “historia” natural de la vida humana, se instala en ese presente continuo que evita cualquier fisura que la realidad impone. En consecuencia, el gueto aparece como el espacio más adecuado de residencia, hasta convertir el país mismo en un gueto: nadie de fuera querrá entrar y nadie de dentro podrá salir: «El gueto es el ‘mundo’. Fuera también es el gueto. En el mercado, en la calle, en la taberna, todo es gueto. Y tiene una señal. Esa señal es la falta de vecinos. Acaso esto no haya sucedido nunca en el mundo y nadie sabe cuánto tiempo se puede soportar; la vida sin vecinos…» (Bauman, 1997: 161).

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En definitiva, una existencia compacta, sin diferencias, donde lo exterior no es sino una amenaza para la idílica unión paradisíaca, por ejemplo la relación madre-hijo, que desvela la ausencia de un padre (figura), progenitor, que aporte una nueva dimensión a la existencia, permitiendo transformarla. Esto es, introducir una discontinuidad que pueda dar cuenta de la biografía, tal y como el silencio permite la melodía. «Many years have passed on, Sonny’s old and alone. His daddy the sailor never came home. Sometimes he wonders what his life might have been. But from the grave mammy still 1

haunts his dreams» (‘Sonny’s Dream’, Ron Hynes, de Nova Scotia) . De la misma manera que O’Donovan Rossa, años después de muerto, cautivaba los sueños nacionalistas de Pearse, de acuerdo con su famosa oración de 1915, en el cementerio de Glasnevin: «They have left us our Fenian dead, and while Ireland holds these graves, Ireland unfree shall never be at 2

peace» (McLoughlin, 1996: 40) . Un estado melancólico del alma que puede ser transformado, por ejemplo, por medio de la elaboración artística, de la creación. De lo contrario, como ocurre con el sueño nacional, viviremos anclados en la aflicción, el dolor, el pathos. Melancolía y naciones sin estado Precisamente, este dolor del vivir anclado en la aflicción es lo que Freud denominó como melancolía y que, más recientemente, Juaristi (1998) considera propio del alma nacionalista. Esto es, un personaje que no ha transcendido la pérdida que le aflige, de la única manera que nos es posible en tanto que seres incompletos: la trascendencia simbólica, por ejemplo, mediante la creación: literaria, cinematográfica, pictórica, científica… el mundo de la cultura, del encuentro con la alteridad. Contrariamente a esta trascendencia cultural, el pensamiento nacionalista aparece como un ser atrapado en la imposibilidad, en la inevitabilidad que le provoca su condición de víctima –el complejo de doble minoría existente en Irlanda del Norte, por ejemplo. Y la única salida que encuentra a esta situación es la ‘acción directa’, esto es, la imposición inmediata de su señera voluntad (Ortega, 1999: 69). Cuando ya no requerimos de la presencia del otro, es más, éste se ha convertido en el enemigo a combatir por la impotencia que nos crea, no resulta sino inevitable el recurso a la violencia –el pronunciamiento por la fuerza– como forma de dirimir las diferencias. Al fin y al cabo, estas diferencias, más o menos sustanciales, son las que han generado la victimización de la que ahora nos queremos resarcir. Michael Ignatieff lo expresaba claramente en ‘El Honor del Guerrero’, mediante recurso a Freud, a partir de la idea del ‘narcisismo de la diferencia menor’. Esto es, hacer bandera de esas pequeñas diferencias que marcan nuestra existencia humana con aquel a quien ahora combatimos, diferencias hasta entonces ignoradas que conformarán una nueva identidad: «Con una ingenuidad algo falsa me atrevo a confesarle que no veo en que se distinguen los serbios de los croatas. “Por qué se creen ustedes tan distintos?”. Me mira con desdén mientras se saca una cajetilla de la chaqueta caqui. “¿Lo ve?, son cigarrillos serbios. Allí”, dice señalando la ventana, “fuman cigarrillos croatas”» (Ignatieff, 1999: 41). La acción directa se convierte así en el ‘acting out’ producto de esa aflicción; búsqueda desesperada de la felicidad perdida, una pérdida ancestral que podríamos decir, en sentido figurado, es la de la figura paterna. Las denominadas naciones sin estado presumen de la existencia remota y pérdida de un ‘estado’ que regía armónicamente sus destinos, pero que, como consecuencia de un proceso instigador por parte de un grupo extraño, desapareció. La melancolía nacionalista presupone la idea de ese paraíso perdido, en el que la unión de sus miembros resultaba incuestionable por la propia naturaleza espontánea de su ser: sangre, lengua y territorio forman un continuum compacto, sin interferencias, concebido como destino universal (a la manera de la patria totalitaria de Primo de Rivera). Cuando un dirigente nacionalista vasco afirma que el derecho de autodeterminación “es un derecho 3

natural, lo tienen los pueblos” , nos está mostrando, precisamente, esa irrefutabilidad de la nación como colectivo natural de pertenencia. La nación, en tanto que gran familia que comparte un mismo espacio, lazos sanguíneos y lengua materna. Además, nos muestra la paradoja en la que se inscribe el propio nacionalismo, cuando expresa la idea de http://www.iigov.org/seguridad/?p=11_02 (2 of 7)10/12/2006 14:13:15

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la autodeterminación en tanto que ‘derecho natural’. Parece claro que esta expresión representa una contradicción en los términos, al unir en un mismo plano las ideas de derecho –la construcción de un acuerdo entre dos partes– con la de naturaleza –espontáneo–. El derecho hace referencia a reglas morales, éticas, sociales que permiten regular las relaciones humanas, a las cuales la colectividad se somete por conformidad o consenso. En este sentido, el derecho constituye una construcción entre seres humanos que alejan a éstos de su mera condición natural. Sin embargo, tampoco podemos pensar que se trata de una contradicción ingenua, pretendiendo mostrarnos ese carácter natural de la nación arriba expresado: desde el momento en que algo se naturaliza, queda libre de toda posible refutación, por la propia naturaleza de la ‘cosa’. Una paradoja que tiene su origen en la propia ambivalencia que muestra el nacionalismo entre el mundo de la costumbre (derecho) y el de la tradición (naturaleza) (Hobsbawm, 1996), entre el mundo moderno y el mundo clásico. Tal y como lo expresó el escritor germano Johann G. 4

Herder, «a natural link between geographical unit and state sovereignty» (Smyth, 1997: 11) . Sin embargo, en esta ecuación, la gran ausencia sigue siendo la mencionada figura paterna. En este sentido, la proyección al futuro de la búsqueda de un paraíso remoto ideal podemos entenderla como el intento fallido de establecer esa dimensión (paternal) que, en términos culturales, sólo puede hacerse de manera simbólica. Ahora bien, el nacionalismo, dada su condición naturalista, no puede imaginar dicha restitución sino de manera literal –de ahí su carácter fallido de partida. Esta figura paterna deviene problemática en cualquier nacionalismo, pues proyecta en el estado invasor la figura de un padrastro abusivo y autoritario todos aquellos males que aquejan y acechan a la familia propia. La alternativa ‘inevitable’ aparece en la creación de organizaciones paralelas que contrarresten la fuerza de ese padrastro abusivo. Sólo así, en una situación de solución de conflictos, la paridad de fuerzas posibilitará un acuerdo (pactum) entre ‘iguales’, orientado a la creación de un nuevo estado (por reunión o re-creación). Ejemplificando esta ilusión, nos encontramos con la estrategia del nacionalismo vasco, conocida como ‘vía o modelo irlandés’. A partir de esta metáfora, la idea que subyace es la de promover que el sector no nacionalista de la sociedad vasca recurra a las armas de cara a legitimar la propia posición frentista del nacionalismo, encabezada por ETA. Así, la posibilidad de una futura negociación sobre la autodeterminación del País Vasco tiene cabida. Nuevamente, nos aparece la idea de la paradoja nacionalista en la que, para conseguir la paz, hay que involucrarse primero en la guerra: Si vis pacem, parabellum. No lejos de la idea de Lenin, quien apostaba por la necesidad de ‘romper los huevos para hacer la tortilla’. Conflicto y transformación Frente a la idea moral de la resolución de conflictos –el conflicto es malo (Lederach 1989)– y contra la idea racionalista de la gestión de conflictos –la gente concebida como objetos físicos (Lederach, 1998)–, lo que aquí se propone es la idea de transformación de conflictos, donde se asume, como premisa de partida, la situación conflictiva como dimensión creada por personas que se involucran en una relación, si bien podemos hablar de un desencuentro con los otros. En línea con la idea de moda de concebir que todo conflicto es un conflicto cultural, lo que aquí se plantea es precisamente lo contrario. Ateniéndonos a la etimología latina flic, derivado de fligo, esto es, chocar, golpear, el conflicto refiere a una proximidad física tal entre dos cuerpos que impide la mediación entre ambos. Es decir, estamos ante una aproximación violenta, cuya raíz latina vis, fuerza, nos remite igualmente a la idea natural, de física. En este sentido, el conflicto se da cuando hay una falta de mediación, es decir, de orden simbólico que permita transformar la brecha, la herida. Al hilo de este argumento, en el acceso a la dimensión cultural del hombre –el encuentro, the meeting place (Lederach 1998; Jager)– es donde resulta posible dicha transformación. Dicho de otro modo, la transformación de un conflicto vendría a ser la trascendencia de dicho ‘desencuentro’ con la alteridad, tornándose en encuentro. La cultura permite cultivar las relaciones donde la pluralidad constituye una condición indispensable para el encuentro. Johan Galtung nos habla de «tres ingredientes básicos de una cultura de paz o paz cultural: no violencia, creatividad, empatía» (Galtung, 1998: 36). Ahora bien, desechando el primer elemento, que se define negativamente por lo que no es, tenemos que los otros dos elementos –creatividad y empatía– tienen un nexo común, como es el encuentro con la alteridad. Si bien no hay que confundir los ingredientes con el plato, lo que aquí planteamos es la transformación como un movimiento, que no persigue un estado o posición final, sino que implica un constante estar dispuesto a tener que moverse, por la propia fragilidad e incompletud de la condición humana.

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Una de las maneras posibles de abordar esta transformación, de forma creativa y empática, es mediante la elaboración de narrativas, diferentes a aquellas que guiaron la configuración fantasiosa del conflicto – historias de nacionalistas, de mártires, víctimas, luchas y derrotas (Juaristi, 1998)– por otras que, casi por el mero hecho de realizarse, ya implican una transformación: «La descripción es, en sí misma, un acto político (…). Redescribir un mundo es el necesario primer paso para cambiarlo. Particularmente en tiempos en que el Estado toma la realidad en sus propias manos, y empieza a distorsionarlo, alterando el pasado para ajustarlo a sus necesidades presentes, por lo que entonces la construcción de las realidades artísticas alternativas, inclusive la novela de memoria, devienen politizadas» (Rushdie, 1992: 13-14). Un buen ejemplo de transformación a partir de tal novela de memoria podemos encontrarla, para el caso irlandés, en Las Cenizas de Angela, de Frank McCourt (1997). Esto es, el intento de restañar el dolor sufrido por tanta calamidad vital, tantas injusticias y miseria, por ese ausente padre alcohólico y esa abnegada madre ultrajada. En definitiva, una manera de transformar simbólicamente la pérdida de un paraíso pasado, de esa patria de todos que es la infancia, como decía Rosa Luxemburgo. Pues el pasado, como la infancia, «es un país del que todos hemos emigrado» (Rushdie, 1992: 12). Al punto de que el 5

propio McCourt afirmó, en relación a su libro, que ‘si no lo hubiera escrito, me habría muerto aullando’ . Sólo de esta manera el autor es capaz de trascender esa melancolía caracterizada por la no realización del duelo derivado de la pérdida –bien sea una pérdida de la infancia, pero no menos importante, como ya subrayó Freud, la negada pérdida de la patria, esto es, la melancolía nacionalista (Juaristi, 1998: 31). La elaboración de tales narrativas transformadoras es lo que, por ejemplo, escasea en el País Vasco, haciéndose difícil imaginar nuevos horizontes para habitar el futuro. La novela, como género, sirvió en el pasado para imaginar la nación como nueva forma de convivencia, trascendiendo la crisis en que entró el modelo absolutista anterior: la nación como imaginario común (Smyth, 1997; Anderson, 1991). En el presente, sin embargo, el País Vasco se siente incapaz de aportar narrativas que den respuesta satisfactoria a una pregunta sencilla: «¿Cómo vamos a vivir en el mundo?» (Rushdie, 1992: 18). Llegados a este punto, nos proponemos ofrecer una visita a la trilogía de Jim Sheridan –En el nombre del Padre, En el nombre del Hijo y The Boxer– como ejemplo de elaboración narrativa que, por medio de la introspección, posibilite la elaboración de una pérdida traumática, la transformación de unas historias de dolor y pasión (pathos) victimista por otras que permitan abrir el horizonte de posibilidades futuras de encuentro con la alteridad, de no exclusión. Historias que permitan la realización del duelo y así evitar que tengamos que morir aullando. Metáforas del nacionalismo De acuerdo con Salman Rushdie (1991: 14), «re-describir un mundo es el primer paso necesario de cara a cambiarlo». De alguna manera, éste es el papel que cumplen las narrativas en cuanto a su capacidad de imaginar nuevos “horizontes de posibilidad” (Ortega y Gasset, 1999). Así como la novela se considera el género literario que fue capaz de imaginar la nación moderna (Smyth, 1997), hoy nos hallamos en la necesidad de nuevas narrativas que den salida, que sean capaces de trascender la situación planteada por los conflictos nacionales/nacionalistas. Y, a nuestro parecer, ésto es lo que plantea la trilogía de Jim Sheridan, con ‘En el nombre del padre’, ‘En el nombre del hijo’ y ‘The Boxer’. Estas tres narrativas constituyen el discurrir del conflicto irlandés, protagonizado por los actores de la familia moderna, poniendo de relieve esta institución en el contexto de modernidad y nacionalismo. En este sentido, la primera narrativa de esta trilogía pone de relieve la conflictiva relación padre-hijo, que podríamos estructurar en tres momentos clave. En un primer momento, nos encontramos ante un pequeño delincuente, jugando con los límites del orden social, a perseguir y ser perseguido, como buscando desafiar la ley, la autoridad. Ante esta situación, nos encontramos con la figura de un padre borrado e impotente, cuya única solución está en sacarlo fuera del país, exiliarlo. En este exilio modela un estilo de vida radicalmente opuesto al de su familia, haciéndose evidente el conflicto generacional, planteado por la ‘adolescencia’, necesario para una posterior emancipación del sujeto. La vuelta a casa, lejos de presentarse a la manera humilde del hijo pródigo, tiene lugar como un gesto de arrogancia y fastuosidad que se verá desinflada por la detención y posterior encarcelamiento, acusado por un delito de terrorismo no cometido. A su detención se aúna, entre otros familiares, la del padre. Se plantea así un reencuentro padre-hijo, mediado por el sistema judicial británico, cumpliendo éste las funciones de padrastro autoritario.

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Este segundo momento, cumbre de la narrativa, se caracteriza por el desarrollo progresivo de una auténtica relación padre-hijo, en donde ambos se reconocen como adultos emancipados, como iguales, metaforizado por la idea del uniforme que impide la diferenciación. No obstante, esa anulación de las diferencias es contrarrestada por el padre por medio de la evocación constante de la figura materna. Diferencias al principio irreconciliables puesto que el hijo se une a aquella organización que, indirectamente, había provocado su ingreso en prisión (IRA), permitiéndonos pensar en el rechazo del padre por parte del hijo, ante la inactividad de éste con respecto a su situación. Así el IRA se convierte aquí en esa figura paternal –ideal del yo– que no es ni el padre real ni el padrastro. Lo importante aquí es subrayar esa constante búsqueda de un registro paternal por parte del hijo. La violencia mortal de la organización paramilitar precipita al hijo hacia el padre, reconciliación facilitada por la enfermedad progresiva y mortal de este último, como tela de fondo. Es así como ambos actores llegan a unirse en una causa común: la realización de la libertad a través de una organización externa que pretendía probar su inocencia. Esta reconciliación permite una realización del duelo, tras la muerte del padre así como una evocación de su memoria, representada por medio de la reapertura del juicio en donde se reivindica no sólo la puesta en libertad de los presuntos autores de un delito sino la limpieza de sus nombres, especialmente el nombre del padre, el apellido. Lo que la película reivindica finalmente es la legitimidad del padre ante estructuras o instituciones sociales que han pretendido usurpar su lugar en el mundo, colocándose como anfitriones, impostores de un lugar sagrado. Anfitriones ante los cuales el hijo rechazará comer, constituyendo así el argumento de la segunda película de la trilogía: ‘En nombre del hijo’. En este caso, se rememora aquella vivencia, significativa en la historia reciente de Irlanda del Norte, como es la huelga de hambre que llevó a diez presos republicanos a morir de hambre, en persecución de un estatuto especial como presos políticos y no comunes delincuentes. Lo que implicaba, al mismo tiempo, borrar de significado tantos años de sufrimiento y sacrificio, condenar la legitimidad paterna implícita en la propia idea del estado-nación irlandés. En esta película se produce una evolución en la estructura familiar con respecto a la anterior; hablamos de una familia monoparental donde el padre está incluso físicamente ausente. Evolución familiar que nos da también idea del propio discurrir histórico del conflicto irlandés y de la modernidad. Así, el estilo familiar presente en la primera película se caracteriza por ese período anterior al desencadenamiento de los Troubles (1969), periodo fundamentalmente industrial, donde la figura del padre está limitada a la de sustentador económico, simbólicamente exiliado del ámbito familiar. En la segunda película se hace referencia a un período post-industrial de crisis económica –reconversión–, de desintegración social, que en otros lugares de Europa dio lugar a una sociedad del bienestar y del consumo de servicios. Una desintegración que coincide curiosamente con la desintegración familiar propia de la época. Lo que muestra el tema central de la película, la huelga de hambre, se puede considerar como un turning point (punto crítico, de no-retorno) en la historia del conflicto irlandés, ya que lo que se pretende es legitimar una historia, un sentido vital de existencia representado en la categoría de ‘preso político’. Lo que estaba en juego en dicha huelga era la paternidad irlandesa, representada por figuras míticas (‘padres fundadores’) como Michael Collins, paternidad a la que Gran Bretaña imponía renunciar, en pos de asumir su propia ley. Lo que estaba en juego, igualmente, era la adquisición de una dimensión política que les legitimara en tanto que invitados para poder sentarse en una misma mesa, la cual es rechazada por los huelguistas ante la imposición tiránica de la ley británica. Este turning point que supone la huelga de hambre significa la creación, la apertura de un posible espacio de encuentro que dará acceso a la simbolización, cuyo primer paso puede reflejarse en la elaboración de murales pictóricos. De alguna manera, esta huelga de hambre permitió psicológicamente la creación de un espacio de separación –destete– entre la madre patria y los hijos revolucionarios, espacio necesario para el establecimiento de un futuro diálogo. Este momento supone también la aceptación de una transformación en la manera de relacionarse con el mundo exterior. Y es aquí donde comienza el duelo, cuyo último paso está en la trascendencia y la evocación. Una trascendencia que será realizada a través del deporte en la tercera y última película de la trilogía. Esta narrativa se teje alrededor de un eje importante y fundamental en el desarrollo humano, como es el juego. Éste viene representado por el deporte, actividad física ejercida en el sentido del juego, cuya práctica, además de un esfuerzo, requiere del entrenamiento metódico y el respeto de las reglas (Robert, 1991). El boxeo simboliza aquello que relega del carácter lúdico, como fenómeno transicional (Winnicott, 1999), es decir, como lugar intermedio que se crea entre la madre y el niño, situándose así en el origen de la experiencia cultural: «Hallábase el mismo en conexión con la más importante función de cultura del niño, http://www.iigov.org/seguridad/?p=11_02 (5 of 7)10/12/2006 14:13:15

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esto es, con la renuncia al instinto (renuncia a la satisfacción del instinto) por él llevada a cabo al permitir sin resistencia alguna la marcha de la madre» (Freud, 1920: 2512). En otras palabras, la cultura se asienta sobre la renuncia a vivir en un mundo simbiótico para siempre; sobre el establecimiento de un espacio de separación, permitiendo al infante inscribirse en el registro paternal, lo que legitimará su existencia en tanto que ser humano. Dicha inscripción permite insertarse en la comunidad, lo que permite desarrollar múltiples y variadas relaciones de grupo. Y es precisamente esto lo que, para Winnicott, el juego posibilita (Winnicott, 1999: 65). Recordemos, para mejor enraizar esta perspectiva teórica, que la etimología de la palabra deporte –desportare– significa llevar fuera de (Robert, 1991). Esto es, llevar fuera del espacio interior a un espacio exterior entre dos personas, un espacio entre los hombres que dirá Hanna Arendt (1997), en donde la política tiene lugar. Es en dicha área intermedia donde Martin Heidegger (1958) sitúa también la poesía. Y es que en definitiva, se trata de ese espacio cultural en donde tiene lugar aquello que se crea entre los hombres: política, arte, juego. En definitiva, el juego en tanto que traslación es también metáfora –trasladar–, permitiendo así trascender más allá de lo presente, de lo cotidiano. No se trata de un espacio físico sino psíquico. Un espacio ritualizado, a la manera en que: «... en la antigua Grecia, en Japón, los luchadores se enfrentan sin violencia, desvían los golpes en una especie de danza metafórica: no corre la sangre y la competencia no es en absoluto una lucha de vida o muerte. No se trata de destruir al rival ni de imponer por la fuerza un reconocimiento, sino de librar los movimientos de los dos adversarios que se respetan el uno al otro» (Duvignaud, 1982: 32-33). El deporte cuya significación remite a un deportar, nos indica ya ese origen propio de la condición humana que es el exilio cuyo proceso comienza por una separación con el registro materno para así reunirse con el registro paterno. De alguna manera es lo que Rushdie nos relata sobre cómo «el pasado es un país del que todos hemos emigrado, que su pérdida es parte de nuestra humanidad» (Rushdie, 1991: 12). El deporte, en esta narrativa, representa ese ritual de exilio, poniendo a los jugadores fuera de un lugar y un tiempo (Winnicott, 1999). De ahí que algunos autores como Kristeva (1988) mencionan el extranjero origen humano. El juego permite la construcción de un cosmos, entendido éste en su sentido más original –cosmeo–, es decir, como construcción de un orden al tiempo que de una belleza. Esto es una ética y una estética. Y es que, efectivamente, la virtud más definitoria del ser humano es justamente su capacidad de trascender su propia condición natural, insertando una medida que dé sentido a la vida (González, 1996). Se trata de introducir un elemento que dé la medida del hombre así como de la propia naturaleza, produciendo una tensión entre ambos, de tal manera que les haga alternativamente deslizarse en un continuo movimiento de va-y-ven, reproduciendo así ese ritmo, esa cadencia, esa mesura, esa armonía. Y justamente esto es lo que el deporte, el juego, permite recrear. En este contexto, el deporte, en tanto que juego, significa la construcción de un umbral que permita diferenciar dentro de fuera, uno de otro, huésped de anfitrión. Supone un momento de tensión, es decir, «... de incertidumbre, de azar... un tender hacia la resolución» (Huizinga, 1999: 23) que requiere indudablemente de un esfuerzo. El juego otorga libertad al hombre de la misma manera que lo hacía el ejercicio de la política en la Grecia clásica: mediante la sujeción a la norma que implica el juego y la polis, el hombre deviene hombre libre. Y en este sentido podemos entender el aforismo de Giroudoux: «el deporte es el arte por el cual el hombre se libera de sí mismo» (Robert, 1991: 1856), transcender su propia naturaleza de una manera simbólica, nunca física, pues sino estaríamos en el terreno de la transgresión.

Referencias bibliográficas Anderson, B. (1991). Imagined Communities. Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. London: Verso. Arendt, H. (1997). ¿Qué es la política? [Was ist politik?] Madrid: Alianza. Bauman, Z. (1997). Modernidad y holocausto. Madrid: Sequitur. Duvignaud, J. (1982). El juego del juego. México: FCE. González, J. (1996). El ethos, destino del hombre. México: CCE.

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Heidegger, M. (1958). Essais et conférences. Paris: Gallimard. Hobsbawm, E. (1996). «Introduction: Inventing Traditions», in E. Hobsbawm & T. Ranger (Eds.). The Invention of the Tradition (pp. 1-14). Cambridge: Cambridge Univ. Press. Huizinga, J. (1999). Homo ludens. Madrid: Alianza. Ignatieff, M. (1999). El honor del guerrero. Guerra étnica y conciencia moderna. Taurus: Madrid. Juaristi, J. (1998). El bucle melancólico. Madrid: Espasa. Ortega y Gasset, J. (1999). España invertebrada. Madrid: Espasa. Lederach, J.P. (1989). http://www.colorado.edu/conflict/transform/jplall.htm Lederach, J.P. (1998). http://www.colorado.edu/conflict/transform/jplchpt.htm McLoughlin, M. (1996). Great Irish Speeches of the Twentieth Century. Dublin: Poolbeg Press. Rushdie, S. (1992). Imaginary Homelands. Essays and Criticism 1981-1991. London: Penguin Books. Smyth, G. (1997). The novel and the Nation. Studies in the New Irish Fiction. London: Pluto Press. Winnicott, D. W. (1999). Juego y realidad. Barcelona: Gedisa. ______________________ Nota: * El presente artículo tiene su origen en la comunicación presentada en el “Fifth International Conference of the Ethnic Studies Network: FROM VIOLENCE TO POLITICS”, celebrado entre el 27-30 de junio de 2001, en Derry (Irlanda del Norte). 1 Han pasado muchos años; Sonny está viejo y solo. Su padre, el marinero, nunca volvió al hogar. A veces se pregunta lo que hubiera sido su vida. Pero desde la tumba, su madre todavía cautiva sus sueños. 2 Nos han dejado nuestros fenianos muertos, y mientras Irlanda preserva estas tumbas, Irlanda esclavizada nunca estará en paz. 3 Iñaki Anasagasti, en Los desayunos de RTVE, 22 Junio 2000. 4 Un lazo natural entre la unidad geográfica y la soberanía estatal. 5 BBC2 (1998) Bookworm, 16 de Octubre.

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