NADA HACE LO QUE EL ARTE HACE... Y OTRAS MENTIRAS EN EL TIEMPO DE LA RUINA DE LA EXPERIENCIA

Share Embed


Descripción

NADA HACE LO QUE EL ARTE HACE. Y OTRAS MENTIRAS EN EL TIEMPO DE LA RUINA DE LA EXPERIENCIA.

FERNANDO BAYÓN

1. INTERNArte. El 22 de enero de 2009, a las 11:45 a.m., Anna Odell recibió su informe de alta en el hospital psiquiátrico en que había sido ingresada de urgencia unas horas antes. Todo había comenzado esa mañana en el puente nevado de Liljeholm, en Estocolmo (Suecia). Fuera de sí, Anna amenazaba con suicidarse, los transeúntes que intentaban disuadirla tan sólo recibían arañazos. La policia se presenta. Forcejea unos minutos con ella. La detienen, esposan e introducen en uno de sus coches. La hospitalizan. Su ficha clínica de admisión recoge escuetamente UNKNOWN, WOMAN 2009-349701. La inmovilizan y la sedan. Cuando se desvanecen los efectos del fármaco, Anna Odell se explica: tan sólo había pretendido pasarse por psicótica durante 24 horas y probar a dejar en evidencia las violencias policiales y sanitarias frente a un protocolo de suicidio. De hecho, la reconstrucción del brote sicótico, desde la escena del puente hasta la de su despedida del psiquiátrico, formaba parte de una filmación videográfica que presentó como proyecto de graduación en la prestigiosa Escuela de Bellas Artes Konstfack. El título de la película, el mismo que le adjudicaron a ella como paciente: UNKNOWN, WOMAN, 2009-349701. La inclusión de esta performance en la Degree Exhibition 2009 del Konstfack levantó un gran revuelo periodístico. La opinión pública reaccionó, convirtiendo a Anna Odell en centro de mil tertulias. ¿Acaso no había puesto en peligro la vida de terceras personas al requerir frívolamente los servicios públicos de emergencia, en nombre de un brote sicótico meramente artístico? Anna Odell, pretendiendo hacer responder a las instituciones hospitalarias por su habitual vejación de los derechos civiles (sic), acabó ella misma respondiendo civilmente ante el Derecho, pues fue acusada de resistencia a la autoridad y comportamiento deshonesto. Al cambio, 375 dólares de multa. La multaron los jueces por lo mismo por lo que la habían dado de alta los médicos. Porque todo era mentira. Porque, con tanto carro policial y ambulancias, psicofármacos y camas de hospital, periodistas y tribunales involucrados, esta joven y exitosa graduada, no parecía haber entendido bien el moderno concepto de la autonomía del arte. 1

Francamente, puestos a ensayar sobre las vicisitudes de la hospitalización psiquiátrica y la posición social del enfermo mental, hay razones para preferir la obra y la peripecia de un Erving Goffman que las de la buena Anna Odell (y su videoinstalación tampoco resiste la comparación con el terrible díptico cinematográfico del documentalista Raymond Depardon San Clemente / Urgencias). Hay, sin embargo, un dato con que Anna quiso justificar su enojosa performance: lo que había filmado no era tanto una simulación, cuanto un remake de una situación personal verídica. Diez años atrás, había sido víctima de un brote sicótico que la había llevado a ese mismo puente, donde se había frustrado su suicidio entre gestos idénticos de los peatones y la policía. También entonces fue arrestada, ingresada y medicada. Su proyecto de graduación consistía, por lo tanto, en la celebración del aniversario de su enfermedad mediante una grabación videográfica en que se reconstruían todos sus síntomas, y se provocaba ficticiamente la respuesta de las instituciones públicas. ¿Será malicioso detectar un poso de melancolía en la frase final del informe hospitalario, firmado por el médico de turno una vez se convenció de que tan sólo se trataba de una escena a mayor gloria del videoarte: “sólo ha disimulado síntomas psiquiátricos y, de este modo, no satisface los criterios para la atención institucional obligatoria”? Este caso trae a la memoria el célebre aforismo de Nietzsche: “Tenemos el arte para no perecer por causa de la verdad” (Wir haben die Kunst, damit wir nicht an der Wahrheit zu Grunde gehn, Voluntad de Poder, afor. 882, del año 1888). Heidegger1, conforme a su estilo, llamó triviales a todos los que estuvieran tentados de tomar esta frase de acuerdo con las representaciones cotidianas sobre la verdad y el arte, y recordaba que no se debía ignorar que estamos ante una forma de enunciar la primera proposición fundamental de la metafísica de la voluntad de poder. El arte es la condición dispuesta en la esencia de la voluntad de poder para que dicha voluntad, a la que Nietzsche a menudo llama también vida, pueda llegar al poder y aumentarlo. Sólo así se entiende que, para Nietzsche, el arte sea “el gran estímulo de la vida”. Este es el contexto en que hay que situar igualmente ese otro aforismo, cita favorita y despistada de bloggers y periodistas: “El arte tiene más valor que la verdad” (afor. 853, del año, 1887/88). El arte es un valor supremo, que se eleva sobre el valor llamado verdad, podría haber replicado nietzscheanamente Anna Odell ante el juez. La multa quizá habría sido mayor. Mejor proteger el arte con el recuerdo de una verdad: ella trataba, de forma crítica, de volver a dotar de apariencia algo ocurrido en el pasado. Dramatizar la

1

Vid. HEIDEGGER, M., “La frase de Nietzsche “Dios ha muerto”, en Caminos de Bosque, Madrid, Alianza, 1998, p. 185 (traducción de H. Cortés y A. Leyte).

2

memoria de una enfermedad, volviéndola a escenificar in situ, movilizó recursos públicos con fines frívolos e injustificados, pues dio apariencia tan sólo a una ficción que en absoluto dejaba de serlo por mucho que conmemorara una psicosis o actualizara su insondable trauma. Sin embargo, su intención era, al contrario, dar apariencia gráfica a toda una verdad: la violencia de los protocolos sociales ante la enfermedad psíquica. Y así el caso de Anna Odell recuerda a Nietzsche -en su versión probablemente trivial-: la instalación de video, además de asegurarle la graduación en la Escuela de Bellas Artes, permitió a Anna no hundirse en la verdad. Bajo su manida intencionalidad política, el video excita más al espectador como un duelo por la enfermedad perdida. Todo un síntoma. Que a su psiquiatra le habrá interesado en cierto sentido y, a nosotros, en otro seguramente muy distinto. Es éste: al menos desde la Modernidad, la tan traída y llevada crisis de la experiencia es siempre una crisis de la apariencia. Este es un tema sobre el que se columpian los más eminentes tópicos de la Filosofía del Arte desde las imprescindibles Lecciones sobre la Estética2 de Hegel, leídas en la universidad de Berlín en el invierno de 1828/29. El arranque de la Estética hegeliana coincide con una defensa del carácter esencial de la apariencia: la verdad no existiría si no lo pareciera. Una frase que tuvo que parecerle deliciosa a Baudrillard. El arte, dice Hegel, separa la verdad de las formas engañosas de este mundo imperfecto y rudo, para trasvestirla de una apariencia más expresiva creada por el espíritu mismo. Y sin embargo, ni por su contenido ni por su forma es el arte la expresión última en que la verdad se revela al espíritu. Para nosotros -y ese nosotros tiene fecha de principios del siglo XIX-, el arte ya no es el modo supremo en que la verdad se procura una existencia. Al revestir sus concepciones de una forma sensible, la esfera del arte es limitada y no puede alcanzar más que un grado de la verdad. No es que la verdad no esté destinada a desarrollarse de un modo sensible, al contrario; es “tan sólo” que hay modos más profundos de comprenderla. De ahí el tópico más discutido de la filosofía del Arte: “En nuestros tiempos, el pensamiento ha superado a las bellas artes. (…) En todos estos

2

HEGEL, G.W.F., Estética, Barcelona, Alta Fulla, 1988. Sólo con reservas empleó Hegel la palabra ‘Estética’ (ciencia de la sensación), pues venía consagrada por la tradición desde la Æsthetica de Baumgarten (Frankfurt, 1759). La expresión que más conviene al dominio de lo bello en el arte, según él, era filosofía del arte y de las bellas artes.

3

aspectos, en lo tocante a su supremo destino, el arte es y permanece para nosotros un pasado; ha perdido para nosotros la verdad y la vida”3. Esta sentencia es más difícil de liquidar de lo que parecería dictarnos el sentido común. Hegel, como nos recuerda Heidegger, nunca pretendió negar la posibilidad de que el arte se renovara. Tan sólo vino a decir que, en adelante, el nacimiento de cada novedad artística no podría ya ocultar el hecho de que el Arte había sido preterido por el espíritu a la hora de revelar sus intereses superiores4. Una disciplina sobre la que pesa la heideggeriana cuestión acerca de si todavía sigue o no siendo un modo esencial y necesario en el que acontece la verdad decisiva para nuestra posición histórica; una disciplina, en fin, sobre la que gravita una aureola de indigencia tan proclamada, como para creer que todas sus novedades son y permanecen para nosotros un pasado, no podía por menos de resultarle atractiva a ese saber especializado en indigentes surtidos que llamamos filosofía. Heidegger, para acabar con él (por lo que hace a esta conferencia), fue uno de los que mejor vio cómo el carácter “de pasado” de la verdad del arte no aliviaba a éste de sus tensiones ontohistóricas (seynsgeschichtlich). Él protagonizó una críptica cruzada contra la metafísica que determina al arte desde los griegos, y que, en épocas más recientes, asimila, según él, la esencia del arte a la de la tecnología, al verse implicado en el arreglo y montaje de lo existente (die Einrichtung des Seienden), mientras el ser de las cosas se establece de forma taxativa como maquinación (Machenschaft)5. Su respuesta a esta situación del arte, encuentra su desarrollo más célebre en “El origen de la obra de arte”. De este ensayo -cuyo tramo supercitado es sin duda la hermenéutica de 3

Vid. HEGEL, G.W.F., opus citat., pag. 8. Hemos corregido la traducción, prefiriendo el modo como este pasaje hegeliano se recoge en la traducción española de “El origen de la obra de arte” a cargo de H. Cortés y A. Leyte, incluida en HEIDEGGER, M., Caminos de bosque, supra, pág., 57s. 4

El arte crea, según Hegel, imágenes-apariencias destinadas a mostrar la verdad bajo formas sensibles que se relacionan con nuestro espíritu, no como lo hacen las percepciones sensibles, que tienden a consumir y destruir sus objetos sin reparar en su sustancia, y tampoco como lo hace el pensamiento especulativo, cuya ciencia capta las leyes generales en detrimento de la individualidad concreta de las cosas, sino de modo diferente, desde un entremedias de la percepción sensible y la abstracción racional, en ese “entre” se realiza la armonía de los dos términos de nuestra existencia: la ley del ser y su forma. Pese a todo, en el desarrollo de cada cultura, llega un momento en que el arte ya no basta. Hay un más allá del arte, que Hegel, por si acaso dudábamos de su claridad, expresa de manera muy plástica: “Podemos encontrar siempre admirables las divinidades griegas, ver a Dios padre, a Cristo y a María admirablemente representados, pero no doblamos ya la rodilla”. HEGEL, G.W.F., opus citat., pág., 34s. 5

Sobre esto, vid. SALLIS, JOHN, “La promesa del arte”, en: DUQUE, F., editor, Heidegger. Sendas que vienen, vol. 2, Madrid, Círculo de Bellas Artes, 2008, págs. 85s.

4

un cuadro de Van Gogh, cuyo motivo son unas botas de campesino, interpretación de la que, a estas alturas del revisionismo heideggeriano, se ha refutado hasta que las dichosas botas pertenecieran en realidad a un labriego-, me interesa solamente su tratamiento de la apariencia, en medio de su prolijo despliegue conceptual sobre la verdad no como inteligibilidad, sino como desocultamiento que permite que las cosas sensibles aparezcan precisamente por hallarse en un mundo, y no por reflejar una verdad más elevada. Se rompe con el viejo dualismo de la apariencia, pues en el arte el límite sensible de la forma, su materialidad, su carácter terrestre, no es la presencia capaz de reflejar algo inteligible, ni la verdad está ya presente de antemano en algún lugar de las estrellas para venir después a instalarse en algún lugar de lo ente6: la obra es la plataforma de un combate entre dos dimensiones que Heidegger llama “tierra” y “mundo”. Tierra7: materia combativa, aparición que no se cancela, sino que se desoculta, y se eleva, cuando sirve de refugio a un mundo, y entonces la masa de una piedra, la firmeza de una madera, el brillo de un metal, la oscuridad de un color, el timbre de un sonido, el poder nominal de una palabra, demuestran que no son algo previamente dado ni obvio, sino un árduo efecto, algo que sólo aparece en lo abierto del mundo puesto en pie por la obra. Claro que todo este despliegue puede llegar a ser sospechoso a la luz de la abultada definición heideggeriana de “mundo” como “abierta apertura de las amplias vías de las decisiones simples y esenciales en el destino de un pueblo histórico”. Que la obra de arte sólo con-traiga una apariencia en la medida en que su materia disputa un combate con un determinado complejo político entendido en los términos de destino de un pueblo histórico, es algo muy capaz de provocar empalagosas visiones. Ha llegado a ser obvio que ya no es obvio nada que tenga que ver con el arte, dice la primera línea de la Teoría Estética (1970) de Theodor Adorno, quien murió antes de que naciera Anna Odell, pero dejó alguna lección póstuma que ésta bien podría haber aprovechado: lo que los enemigos del arte moderno llaman su negatividad, con más vista que sus –por aquel entonces- medrosos apologetas, es el compendio de lo reprimido por la cultura establecida. Hay que ir ahí, afirma Adorno. En el placer por lo

6

Vid. SALLIS, J., Ibidem., págs. 88ss.

7

Me baso en HEIDEGGER, M., “El origen de la obra de arte”, en: Caminos de bosque, supra, págs., 34ss.

5

reprimido el arte asume al mismo tiempo la desgracia, el principio represor, en vez de protestar simplemente en vano contra él8. Pero ese viaje hacia lo reprimido por el stablishment no se completará si el arte se empeña en esa objetividad entenebrecida que tanto le priva recientemente; si se doblega ante el peso desmesurado de la empiría, tomándola tan en serio como para perder el gusto por la ficción. Al arte no le debe acomplejar su carácter de apariencia. Pues ese carácter, ya lo subrayaron a su modo Hegel y Heidegger antes que Adorno, es al mismo tiempo su participación en la verdad. Por una parte, la falta completa de apariencia retrocede a la ley del caos, en la que la contingencia y la necesidad renuevan su desdichada conjura9. Pero tan poco viable como el extremo de la eliminación de las apariencias, resulta el extremo opuesto de su pretendida unidad perfecta. La obra de arte colisiona consigo misma. Y todo análisis serio acaba descubriendo ficciones y fingimientos, en la unidad estética: heridas de incoherencias. Para Adorno la reconciliación estética queda condenada así a lo estéticamente desacertado, pues la obra de arte es apariencia no en calidad de antítesis de la existencia, sino, más exactamente, de antítesis de lo que ella quiere para sí misma y con lo que jamás se reconciliará. De ahí lo inane de esa religión decimonónica del arte cuyo culto pasaba por borrar las huellas de su producción. Como si el avance del espíritu positivista se hubiera comunicado al arte, obsesionado en adelante con ser un puro hecho, incurriendo en un fisicalismo a todo trance, incrementando su carácter de apariencia hasta lo absoluto de su borramiento, avergonzándose de todo aquello que echara de ver que su inmediatez estaba mediada, conforme a una mentalidad realista que le quitaba a Hamlet el frac y a Lohengrin el cisne.10 El interés de Adorno por la Modernidad en el arte se expresa mediante un trabalenguas: es la época que se rebela contra la apariencia de la apariencia de no ser apariencia.

8

ADORNO, TH.W., Teoría estética, Obra completa, 7, Madrid, Akal, 2004, pág. 33.

9

ADORNO, TH. W., opus citat., pág. 149.

10

Ibidem, pág. 140s.

6

Un ejemplo propicio para poner a prueba la hipótesis de Adorno, según la cual hasta la más físicalista de las unidades estéticas está siempre herida de incoherencias, lo encontramos en el arte minimal de Donald Judd, Robert Morris o Frank Stella, quienes intentaron producir objetos de los que se eliminó todo detalle, para que pudieran ser comprendidos como totalidades indescomponibles: “mi pintura –decía Stella- se basa en el hecho de que sólo se encuentra en ella lo que puede ser visto. Es realmente un objeto. Toda pintura es un objeto y quienquiera se implique en ella lo suficiente termina por

enfrentarse

a

la

naturaleza de objeto de lo que hace, no importa lo que haga. Hace una cosa”. Es la célebre estética de la tautología: what you see is what you see.11 Pero pensemos en una

de

las

obras

objetualistas

por

excelencia, The Black box (1961) de Tony Smith. Una pieza de título con aspiraciones tautológicas, visualmente compacta, cuya claridad formal y naturaleza esencialmente geométrica rehuye todo expresionismo teatral. Una caja negra de madera pintada de 57 x 84 x 84. Y sin embargo, la primera vez que la vio la hija del artista preguntó “¿qué tiene dentro?”. Y esa pregunta bastó para demostrarle a Smith que por más que su caja representara un orden de evidencia visible y una obsesiva claridad geométrica, demasiado pronto se había convertido en un objeto capaz, como dice Georges Didi-Huberman, “de presentar su convexidad como la sospecha misma de un vacío y una concavidad en acción (…) De modo que terminará por aparecérsenos como bloque de latencia: algo en ella yace o se esconde, invisiblemente.

11

Sigo a DIDI-HUBERMAN, GEORGES, Lo que vemos, lo que nos mira, Buenos Aires, Ediciones Manantial, 2006, pp. 30ss.

7

Una negra interioridad que, presentada visualmente, arruina para siempre la certidumbre maníaca del What you see is what you see12”. ¿Cuál es la negra interioridad de una obra como Unknown, Woman, 2009? La pieza de Anna Odell -que está entre una prima muy pequeña de Caché de Michael Haneke y una versión melancólica de los cortos de detenciones policiales de los Keystone Cops-, es un ejemplo inmejorable de la crisis de la experiencia como crisis de la apariencia. Lo que de verdad representa esta videoinstalación es su propio secreto, el carácter celosamente encubierto de su propia apariencia. Durante la performance de la locura, una ficción se abría camino como verdad a los ojos de transeúntes, policías y psiquiatras, mientras que el dispositivo videográfico permanecía sin revelar -salvo en la hora estratégica de la liberación del hospital. Los espectadores suecos no se confrontaron con la representación en video de una intervención policial y hospitalaria, falsamente inducida por el remake de una psicosis del pasado: lo que allí se registraba era el carácter invisible y escamoteado del medio que estaba dando una apariencia a tan ficticia experiencia. 2. ODIArte. Entre el 13 y el 20 de Julio de 2009 se celebró la NATIONAL ART HATE

WEEK

(LA

SEMANA

NACIONAL DE ODIO AL ARTE) en Londres. En el panfleto podía leerse: “Contra el enemigo común. La semana nacional de odio al arte ha sido instigada

12

“Y siempre estaremos frente a ellas como lo estuvo la hija de Tony Smith ante la primera caja negra: nos preguntaremos sin fin –y sin respuesta posible ni deseada- qué es lo que tanto habrá querido esconder ahí dentro.” DIDI-HUBERMAN, G., opus cit., p. 69.

8

para el mejoramiento disruptivo de la cultura. Durante una semana en Julio, los hijos de Albión se despertarán y odiarán en masa el arte. LA SEMANA DE ODIO AL ARTE es una llamada a la acción directa contra la aceptación masiva del arte como una economía fantasma para la presuntuosa élite manipuladora y su prominente garra, que controla la cultura como un utensilio para la emoción mediada, la acrítica homogeneidad del mercado y el aburrido populismo. (…) TODO EL ARTE ESTÁ INFECTADO. LA SEMANA NACIONAL DE ODIO AL ARTE redirigirá el equilibrio y todo arte será sometido a un odio sostenible. LA SEMANA DE ODIO AL ARTE toma como símbolo una esvástica colgada de una horca como emblema de resistencia contra el fascismo cultural diseminado por los burócratas del arte. Durante la SEMANA NACIONAL DE ODIO AL ARTE se ruega a los ciudadanos que visiten las instituciones artísticas a lo largo del país y ODIEN. Los individuos que no puedan acudir a un odio organizado [pues se convoca un Morning Hate diario a las 10:30 a.m. y un Evening Hate, a las 6:00 p.m., pero sólo los miércoles y los jueves], se ruega que abran al azar un libro de cualquier artista dado y ODIEN lo que ven. Si un niño te ofrece un dibujo durante la SEMANA NACIONAL DE ODIO AL ARTE, habrás de devólverselo repugnado.” Se trata, como puede sospecharse, de un inmenso happening que adopta la retórica de la más variopinta propaganda política, mediante afiches panfletarios llenos de humor, a través de una cartelería que plagia brillantemente los grandes hitos de la propaganda. Así, sus diseños copian a veces los del constructivismo revolucionario soviético de El Lissitzky y, las más, conceptos que podrían haber salido de las imprentas del Politburó del Comité Central del PC… o de las imprentas de Churchill en tiempos de adoctrinamiento del Home Front en plena Segunda Guerra Mundial. Sólo que aquí se cambia el fascismo por el mundo del arte, y los hornos crematorios por la Tate Modern. Lo de menos son, efectivamente, los Odios de Mañana especializados en repugnar lo contemporáneo y postmoderno, de Picasso a Hirts; o los Odios de Tarde en forma de concentraciones silenciosas ante la National Gallery, enfocados a la aversión hacia la tradición occidental, de Giotto a Van Gogh; ni siquiera los Workshop en Odio Avanzado, que afectan incluso a los propios artistas organizadores. Lo que importa es la ingeniosa trama mediática que, desde internet (www.arthate.com), difunde y comercializa sus catálogos, filmaciones y productos acompañados del descacharrante programa del director del proyecto, el artista conocido como Billy Childish: la historia del odio –dicen-, es rica en fascinantes horripilaciones y está sujeta a varias subdivisiones dolorosas. Este proyecto sumariza el sombrío 9

vocabulario del odio, de por sí inespecífico, reenviando –en sus propias palabras- las formas particularmente puras de energía virulenta del mundo arte contra él mismo, para así causar una enorme combustión de significados .

La combustión es, ciertamente, tan enorme, su propensión a plagiar los filibusteros modales del signo postmoderno –pero a través de réplicas del diseño gráfico clásico del siglo pasado-, está tan irónicamente calculada, que el contenido de la plataforma www.arthate.com más recientemente incorporado es una perentoria llamada a contrario sensu: ÚNETE A LA LIGA ANTI ODIO-AL-ARTE (Anti Art Hate League). A la que sigue la leyenda: sin tu amor y tu ayuda, tendrá lugar el día de odio al arte 2010. Este happening consigue extraer irónicamente una de las consecuencias más extremas del acontecimiento decisivo de la Modernidad artística: la autonomía del sistema del arte. Nunca se hubiera podido organizar una semana de Odio Nacional al Arte en la Edad Media. Dejando a un lado el estado bárbaro en que aún se encontraba el concepto jurídico-político de nación, habría supuesto tanto como organizar una semana de odio a los dioses y los príncipes que lo consagraban (y, para eso, había otros nombres más exactos, como “herejía” o “revolución”). La NATIONAL ART HATE WEEK es una performance sólo inteligible en un período en que la autonomía del sistema del arte es un hecho socialmente muy maduro. No podemos entrar en la historia de esta maduración; pero sí dar algunas notas acerca de cómo el peculiar aumento de formas de 10

diferenciación característico de la sociedad moderna ha afectado lógicamente al arte. Niklas Luhmann13 ha sido el autor más indicado para exponer este proceso: el arte moderno es autónomo, en sentido operativo, cuando la sociedad llega a convencerse de que nadie hace lo que él hace. El Arte refiere a la realidad sólo después de haberse distinguido de ella: al distinguir una figuración artística, se abre la posibilidad de que exista algo así como una relación entre la realidad real y la ficticia. En sentido estricto, el arte que porta más decisivamente la huella de la distinción es precisamente el arte imitativo: en su pretensión de ofrecernos la dúplica de la realidad nos ofrece una posición desde la cual se observa aquello de lo que se ha apartado. Incluso en aquellas tendencias típicas del siglo XX, fáciles de identificar en la plástica o el audiovisual, que pretenden que el arte no sea más que una cosa común, acaba por delatarse –dice Luhmann- la compulsión de separación de la realidad, y por reproducirse el inevitable dominio de la diferencia: las cosas de verdad comunes no padecen el estrés de pretender ser cosas comunes. Y ahora, cuando hasta los malos lectores de Walter Benjamin están persuadidos de que vivimos en una edad postaurática, es más recomendable que nunca caer en la cuenta de que el reemplazo del aura sacra por el aura artística fue un arduo trabajo de sociología. A cualquier filósofo del arte le aprovecharía leer, por ejemplo, los contratos jurídicos de los pintores en la Florencia medicea, para constatar cómo los oligarcas italianos del Cinquecento ya no contrataban a sus artistas de acuerdo a las cláusulas de servidumbre propias de las relaciones patrón/cliente, sostenidas sobre la posesión de la tierra, pues al artista su virtud y reputación le venían garantizadas precisamente en razón de su movilidad y pertenencia a las jerarquías liberales emancipadas de la gremialidad. Esta revolución jurídica es sintomática: el fomento de una clase artística socialmente diferenciada, no fue algo que se entregara al criterio de la “opinión pública”, puesto que desde sus orígenes se tuvo bien claro que la aspiración a la autonomía del arte sólo podría verse satisfecha en el interior de un sistema de patronazgo de alto rango.14

13

En lo que sigue, me apoyo en LUHMANN, NIKLAS, El arte de la sociedad, México, Herder/Universidad Iberoamericana, 2005 (cap. IV. “La función del arte y su proceso de diferenciación”), págs. 223-308. 14

Ibidem, págs. 267ss.

11

La historia de la autonomía del arte, es decir, la historia de la convicción social de que nada hace lo que el arte hace, nos muestra cómo, en el transcurso de una autoobservación de largo plazo, el sistema del arte reclama, cuando menos en el plano de la composición y el estilo, una mayor licencia frente al oligarca solicitante. Trabajos como los de Horst Waldemar Janson sobre la insatisfacción del patrón en el Renacimiento Temprano15, ponen de relieve cómo el arte dinamizó internamente los criterios de su evaluación, mediante el desarrollo de una literatura técnica que hizo que el juicio de valor sobre tal o cuál artista fuera cada vez menos el efecto de una intriga cortesana. El contexto de apoyo a la autonomía del arte cambia en torno a 1700 y el sistema de patronazgo dobla sus rodillas ante el mercado… los patronatos se vuelven cada vez más remotos, casi arcanos, y crece la dependencia de los mediadores y de esos parvenus que son los “entendidos”. Nada hace lo que hace el arte, esa es la contraseña de una autonomía que ahora le viene garantizada al arte desde el mercado, donde el precio funge como equivalente simbólico de la reputación, ocupando el sitio de los juicios intrigantes y sus cortesanías renacentistas. Nada hace lo que hace el arte, es la convicción que la sociedad sigue protegiendo; pero ahora por medio de un régimen de inseguridad galopante: en el XVIII surge en Inglaterra la primera Bolsa de compraventa de arte, y a su alrededor, una cohorte de corredores y peritos especializados en discriminar el original de la copia y así testar la escasez del bien, importadores con oficinas en una desahuciada Italia, y esos parásitos ochocentistas llamados críticos, todos ellos figuras a beneficio de inventario de la inseguridad que se genera al contacto del arte con la economía -entre cuyos fenómenos colaterales encontramos alguno tan curioso como el hecho de que, en el plano de la autodescripción, el arte comenzara justo entonces a revalorizarse como cultura-. Cualquier cambio en las estructuras legitimadoras de la autonomía del sistema del arte, repercute claramente sobre los modos como las obras se experimentan. Con la transformación de los contextos que apoyaban su diferenciación funcional, primero durante la fase cortesana y, sobre todo, más tarde, durante la prolija fase mercantil, se volvió cada vez más difícil concebir el arte como un puro signo. Un signo es la señalización de algo no presente, una apariencia que media entre la dimensión objetual

15

JANSON, H. W., “The Birth of ‘Artistic license’: The Dissatisfied Patron in the Early Renaissance”, en: LYTLE, F.; ORGEL S., (editores) Patronage in the Renaissance, Princeton, Princeton University Press, 1981, págs. 344ss.

12

y la dimensión social del significado. En cierto modo, el signo es la secularización del símbolo, la apariencia que trae ante nuestra presencia algo de otro modo inaccesible. Pero, especialmente a lo largo del Romanticismo, una humanidad poblada de almas no tan ingenuas como para creer que existen, por un lado, las imágenes de paisajes y, por el otro, los paisajes, comienza a poner en duda la estructura del signo como diferencia. Hablar ahora de un mundo que divide sus realidades entre las de las cosas y las del lenguaje, parecería algo inocente. ¿No cabía acaso una semiología cuya doctrina fuera la de los signos de referencia blanda, elidida -o sin referencia en absoluto? La crisis del signo en el arte la encontramos, por ejemplo, en aquellas obras decimonónicas que basculan entre la ilusión de ser capaces de separarse de la realidad y el placer de sabotear en toda regla esa ilusión de separación. Uno de los síntomas más tercos de la crisis romántica del signo es el revival de lo simbólico: la apariencia no confía ya en poder traer a nuestra presencia algo excluido, si acaso, lo que se nos pone delante es el carácter indesignable de lo excluido. Vds acompañan a Wordsworth16 en una excursión de montaña y acaban sintiendo nostalgia no de las flores y el cielo, sino de una entidad llamada “naturaleza” que nunca jamás podrá convertirse en presencia particular. La crisis de la apariencia como diferencia se siente hoy, también, en el hecho de que el antiguo lenguaje de la “obra” de arte haya sido desplazado en todas partes por el casi ecuménico lenguaje del “texto”. Todos somos expertos no en “obras” sino en “textualidades”. Y, así, nuestros lenguajes escamotean estratégicamente la posibilidad de habérnoslas con formas orgánicas o monumentales, pues ahora todo puede ser tratado como un “texto” (una escena de Lars von Trier, o una jugada de ataque del F.C. Barcelona). Siendo llamativo que, el momento en que la comunidad científica más convencida está de que las conceptualidades disponibles para analizar la enorme variedad de sus objetos de estudio han adoptado una orientación casi exclusivamente lingüística, coincida con el momento de la pérdida por parte de la Literatura de su status privilegiado y ejemplar17. Fredric Jameson también nos ha contado el cuento de la muerte del signo que prácticamente toda la academia ha metabolizado: Érase una vez, en los albores del capitalismo y de la sociedad de clase media, una cosa llamada signo, que parecía sostener relaciones fluidas con su referente. Este auge inicial del signo (…) fue fruto de la disolución corrosiva de las viejas formas del lenguaje mágico, a causa de una fuerza que llamaré 16

Véase MAN, PAUL DE, La retórica del romanticismo, Madrid, Akal, 2007, págs. 93ss.

17

Sobre esto, JAMESON, FREDRIC, Teoría de la postmodernidad, Madrid, Trotta, 2001, págs. 98s.

13

fuerza de reificación. Su lógica es la de una cruel separación y disyunción, la de la especialización y la racionalización (…). Por desgracia, esa fuerza –creadora de la referencia tradicional- continuó sin tregua, y era la lógica del propio capitalismo. Así las cosas, este primer momento de descodificación o realismo no puede durar mucho; mediante una inversión dialéctica se convierte a su vez en el objeto de la fuerza corrosiva de reificación, que irrumpe en el ámbito del lenguaje para separar el signo del referente. Esta disyunción no abole del todo al referente, o al mundo objetivo o a la realidad, que mantienen una débil existencia en el horizonte como si fueran una estrella consumida (…). Pero su enorme distancia respecto al signo le permite a éste iniciar ahora un momento de autonomía, una existencia utópica relativamente autosuficiente frente a sus objetos anteriores. Esta autonomía de la cultura, esta semiautonomía del lenguaje, es el momento del modernismo y de un ámbito estético que reduplica el mundo sin pertenecer del todo a él; adquiere así un cierto poder negativo o crítico, pero también una cierta futilidad ultramundana. Pero la fuerza de la reificación (…) tampoco se detiene ahí: en otra fase (…) la reificación penetra al signo mismo y desvincula el significante del significado. Ahora la referencia y la realidad desaparecen del todo, e incluso el significado –lo significado- se pone en entredicho. Nos quedamos con ese juego puro y aleatorio de significantes que llamamos postmodernidad, que ya no produce obras monumentales del tipo moderno sino que reorganiza sin cesar fragmentos de textos preexistentes, (…) en un bricolaje nuevo y dignificado: metalibros que canibalizan a otros libros, metatextos que recopilan trozos de otros textos.18

¿Qué espacios de experiencia permite el Arte decaído en su derecho a ser interpretado como “obra”, y cuyos significados no están organizados y distribuidos conforme a la habitual distancia crítica de los signos, sino que proliferan en una suerte de maná incesante o flujo total? La creciente preocupación por los espacios del arte, se debe al hecho de que, como apunta Jacques Ranciére, el arte se define actualmente mucho menos por criterios de perfección técnica o de apropiación para determinados fines que por el hecho de expresar una experiencia espacio temporal específica. Los espacios del arte son también sus instituciones, las formas de inscripción y de visibilidad que definen su especificidad.19 Hoy la sociedad parece reinventar sus museos, para que estos espacios de la enciclopédica distancia estética, estas enciclopédicas catalogaciones del olvido ilustrado, se transformen en la promesa de una vida que nunca más conocerá esa distancia ni ese olvido. No son tan interesantes las diatribas de los que quieren romper la frontera que separa al arte de la vida o de las masas (contra los que aún pretenden preservarla), como el esfuerzo de todos aquellos que quieren poner en escena la mentira de esa extraterritorialidad del Arte, subvencionada por casi todos los gobiernos de Occidente, empeñados en reconvertir los fracasos del sistema de producción industrial en algo socialmente disfrutable. Un fenómeno que ha conseguido que millones de fábricas huecas de todo el mundo se conviertan en espacios de exhibición, desde el Matadero de Madrid hasta el distrito artístico Factory-798 de Beijing.

18

Ibidem., pág. 124s.

19

RANCIÈRE, JACQUES, Sobre políticas estéticas, Barcelona, UAB/MACBA, 2005, pág. 69.

14

El arte, hoy, parece consagrarse a funciones de reconciliación entre arte y no arte, de rehabilitación políticamente correcta de las culturas infravaloradas: y esta voluntad puede llegar a adquirir, como observa Rancière, la forma de una marca de fábrica que decreta el final oficial de las jerarquías del arte y las culturas, al repartir igualitariamente el copyright del arte entre modistos de alta costura, raperos de barrio y chefs deconstructivistas. Pero no hace falta ser filosóficamente malicioso, para acabar descubriendo que tan bendita pluralidad de las culturas del arte es también una manera de poner a cada cuál en su lugar, repitiendo la distribución de roles que funciona por ejemplo en unos multicines: es decir, la distribución calculadísima de la oferta para cada franja consumidora, ajustada a una visión consensual de la sociedad en la que lo heterogéneo y el conflicto han cedido el espacio al mito de la diversidad y la complementariedad. En palabras de Jacques Rancière20, la cuestión no consiste en aproximar los espacios del arte al no-arte. La cuestión consiste en utilizar la extraterritorialidad misma de esos espacios para descubrir nuevos disensos, nuevas maneras de luchar contra esa distribución consensual de competencias, de espacios y funciones, creando formas de intervención políticamente conscientes de la necesidad de producir dispositivos de ficción nuevos. Pues abusando de los estereotipos de la denuncia automática y las facilidades de la parodia indeterminada, el arte nunca se desenredará del truco de la información oficial a cargo de las grandes instituciones legitimadoras, expertas en hacer que el distanciamiento estético se renegocie clandestinamente allí donde más parece ser saboteado en homenaje a los excluidos de la experiencia estética. Hasta ahora me he detenido en ilustrar, primero, las aventuras de la apariencia (a la luz de las transformaciones padecidas por los contextos legitimadores de la autonomía del arte a lo largo de sus modernas fases cortesana y mercantil). Después, nos han entretenido las aventuras del signo. Desde ellas se planteaba la necesidad de reflexionar sobre la extraterritorialidad del arte, como introducción a las aventuras de la experiencia. Una palabra puede descifrar esa experiencia mejor que ninguna otra. La ruina. En, al menos, tres acepciones la experiencia del arte es ruinosa: en el sentido de que la constituye una falta, de que la impregna una ausencia, de que siempre tiene algo de inevitablemente residual. Falta no como acontecimiento de una totalidad perdida. 20

Véase, RANCIÈRE, J., opus citat., págs. 76s.

15

Ausencia no como nostalgia de una presencia absoluta ahora preterida. Residuo no como deshecho de algo ya demasiado amortizado. Afirmar que, actualmente, la condición de posibilidad de la experiencia del arte pasa por aceptar su constitución ruinosa, no supone engrosar las filas de los que conceptúan las obras artísticas en meros términos de pérdida –de su inteligibilidad, de su figuración, de su belleza, de su compromiso-, y ni mucho menos aceptar las habituales jeremiadas de la autenticidad (cuando hasta las agencias de viaje y las cadenas de fast-food se empeñan en ofrecernos experiencias auténticas…). Significa, antes bien, comprender la ruina como lugar, no de la memoria patológica de una totalidad o una presencia pasadas, sino de la incitación y la aventura todavía porvenir. Comprender la potencia epistemológica de la ruina, significa emancipar la experiencia artística de los profetas de la pérdida y sus jergas de la autenticidad, atreviéndonos a desechar la idea de que las apariencias deben cancelarse para dejar expedito el camino hacia un fondo de verdad pura. El arte, en cierto modo, puede dejar de preocuparse. Al menos, mientras deseen enterrarlo. Porque a los que han muerto de verdad, a esos no se los entierra. Para ellos no hay epitafio ni duelo que elabore su ausencia. No hay memoria. No hay orden. No hay museo. Epílogo: ENTERRArte. Un

último

ejemplo del final de la ideología que

moderna

defendía

que

Nada hace lo que el arte hace consiste en hacer con el arte lo último

que,

probablemente, hagan con

nosotros.

Un

entierro. Estamos en Castilla. En la provincia de Salamanca. En la localidad rural de Morille. 200 habitantes… y un cementerio de obras de arte.

16

Pese a sus 50.000 metros cuadrados, el camposanto es todavía modesto. Alberga no más de una docena de tumbas. Todas ellas, eso sí, con epitafios de recomendable lectura. Apenas le dan lustre las cenizas de Pierre Klossowski, conseguidas por el ideólogo de este anti-museo, denominado “Museo Mausoleo”, Domingo Sánchez Blanco; y, sobre todo, la tumba de un imponente Pontiac Grand Prix de 1972 (cuyo epitafio reza P.I.P. on TIAK. LA GRAND PRIX. En escribir una lápida le va media vida a uno. Duro marmolillo”), automóvil empleado tiempo atrás por dos artistas en una performance, consistente en circular alrededor del Museo del Prado mientras mantenían un acalorado debate sobre las obras de su interior. Una de las obras más recientemente inhumadas ha sido la de la artista Esther Ferrer, Performance a varias velocidades21, cuya acción consistía en salir corriendo en una dirección, detenerse, sentarse en una silla mientras monologaba; en sucesivas repeticiones, la carrera se iba ralentizando extremadamente, mientras el soliloquio subía estridentemente de volumen. Ahora, a sus 72 años, la artista no está para carreras. Metió en un cajón la silla y el megáfono. Dio por muerta a su Performance. Y la enterró en Morille, de acuerdo al rito habitual: con un cortejo fúnebre y antisentimental que arranca en el Ayuntamiento del pueblo, liderado por un carruaje de época, la banda de música de Villamayor, el alcalde y la guardia civil. Con todo, no fueron unas

honras

comparables

a

fúnebres las

del

Pontiac Grand Prix con las que

se

inauguró

el

camposanto. Según testigos presenciales, fue digno de verse

cómo

suspendía

sus

una

grua

despojos

sobre el hoyo de hormigón en que al final fueron depositados.

21

Fuente EL PAÍS, 03/08/2009 (información de Fietta Jarque).

17

Estos mismos testigos han escrito que uno de los hombres del pueblo allí reunidos, comentó en el momento de la inhumación: “Fíjese, señorita, qué pronto han aparecido gotas de agua en el cristal, a lo mejor aún respira”.

Fernando Bayón.

18

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.