Música, eurocentrismo e identidad: el mito del descubrimiento de América en la historia musical de Chile

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Música, eurocentrismo e identidad: el mito del descubrimiento de América en la historia musical de Chile* Por Alejandro Vera Instituto de Música UC

Introducción En uno de sus trabajos, publicado originalmente en 1949, el filósofo Mircea Eliade afirma lo siguiente: El recuerdo de un acontecimiento histórico o de un personaje auténtico no subsiste más de dos o tres siglos en la memoria popular. Esto se debe al hecho de que la memoria popular retiene difícilmente acontecimientos “individuales” y figuras “auténticas”. Funciona por medio de estructuras diferentes: categorías en lugar de acontecimientos, arquetipos en vez de personajes históricos. El personaje histórico es asimilado a su modelo mítico (héroe, etc.), mientras que el acontecimiento se incluye en la categoría de las acciones míticas (lucha contra el monstruo, hermanos enemigos, etc.). Si ciertos poemas épicos conservan lo que se llama la “verdad histórica”, esa “verdad” no concierne casi nunca a personajes y acontecimientos precisos, sino a instituciones, costumbres, paisajes […] La memoria colectiva es ahistórica.1

Como vemos, Eliade atribuye una condición mítica a la memoria oral o tradicional, mientras que la historia en cuanto disciplina sería diferente, por basarse en documentos que entregan información precisa y detallada. Contra esta opinión, Claude Lévi-Strauss sugiere, ya en la década del sesenta, que la historia escrita es también de naturaleza mítica, dado que dos historiadores, aun cuando hagan uso de los mismos datos documentales, los “revelan” siempre de modos muy diferentes. Esto ocurre porque los inevitables vacíos que dejan los documentos deben forzosamente ser completados por el historiador a través de inferencias y conjeturas, a fin de que el conjunto de datos dispersos adquiera un sentido. Desde esta perspectiva el acto de historiar tiene un inevitable carácter interpretativo y la coherencia de los datos no está dada tanto por los datos en sí mismos, como por la capacidad del historiador para integrarlos en un relato coherente. Sin embargo, la coherencia del relato histórico es de naturaleza mítica por cuanto no puede, por lo general, ser demostrada empíricamente; tan solo está dada por su cercanía con otros relatos (léase otro mitos), conocidos y aceptados tanto por el historiador como por sus potenciales lectores.2 En otras palabras, si bien es cierto que el historiador trabaja con datos más precisos que los de la memoria popular, cuando procede a interpretarlos lo hace encuadrándolos en estructuras míticas ya conocidas, similares a los que ésta emplea: arquetipos en vez de *

La presente es la versión castellana de mi artículo “Music, Eurocentrism and Identity: The Myth of the Discovery of America in Chilean Music History”, publicado en Advances in Historical Studies, 3 (2014), nº5, pp. 298-312 y disponible para descarga en http://www.scirp.org/journal/ahs. Versiones preliminares de este artículo fueron presentadas en el I Encuentro de investigadores en música antigua y colonial (Santiago de Chile, 28 de agosto de 2009) y el XIX Congreso de la International Musicological Society (Roma, 2 de julio de 2012). 1 Citado por Cristian Guerra, "Tiempo histórico, tiempo litúrgico, tiempo musical: una escucha entre Paul Ricoeur y la Misa de Chilenía" (Tesis doctoral, Universidad de Chile, 2007), 213-14. 2 Hayden White, "Interpretation in History," New Literary History 4, no. 2 (1973): 288-89. Una aplicación de las teorías de Lévi-Strauss sobre el mito al análisis musical puede verse en Michael L. Klein, Intertextuality in Western Art Music (Bloomington & Indianapolis: Indiana University Press, 2005), 27-29.

personajes, categorías en lugar de acontecimientos, etc. Y esto, que –podría parecer— atenta contra una ciencia histórica en sentido estricto, resulta quizás imprescindible para su desarrollo, pues si un investigador fuese incapaz de vincular la evidencia encontrada con lo previamente conocido, probablemente sería también incapaz de comprenderla y por tanto de generar nuevo conocimiento en torno a ella. Los planteamientos de Lévi-Strauss han servido a Hayden White para postular que la historia presenta similitudes importantes con un relato de ficción, en la medida en que el pasado que queremos conocer llega a nosotros por medio de textos (documentos) y por tanto ya interpretado –es decir, ya mitificado. Así, la relación del historiador con los hechos históricos no sería directa sino mediada, no solo por su propia visión del mundo sino también por la de aquellos que escribieron los testimonios documentales que le sirven de base.3 La historia sería en gran medida una construcción discursiva. Ideas similares han sido tratadas por Gabriel Castillo en el campo de la música latinoamericana. Su argumento principal es que, mientras que los discursos musicológicos sobre dicha música están construidas a partir de una experiencia musical, supuestamente preexistente, a la postre resulta imposible identificar cualquier expresión musical sin referencia a los discursos (conceptos e ideas) que la musicología ha elaborado para legitimar su existencia. Desde esta perspectiva, la identidad musical está predeterminada por los discursos musicológicos, en una relación de mutua reciprocidad.4 Estas premisas teóricas han resultado útiles para comprender ciertos procesos que de otro modo hubiesen pasado desapercibidos. Reemplazando expresión o identidad musical por historia de la música y discurso musicológico por debate historiográfico, este artículo asume el argumento de Castillo de que la historia de la música es hasta cierto punto una construcción discursiva desde el presente. Esto explica, entre otras cosas, que su subtítulo refiera a la “historia…” en lugar de la “historiografía musical de Chile”, dado que ambas se consideran como dos caras de una misma moneda, cada una implicando a la otra.5 No obstante aquello, la concepción de la historia que predomina en estas páginas es algo diferente. Para quien escribe, así como para otros autores, la dimensión discursiva o textual de la historia referida por Lévi-Strauss, White y Castillo constituye solo una parte de ella, que debe ser puesta en diálogo con su dimensión factual, es decir, con los hechos históricos que podemos entrever a través de las fuentes de la época estudiada; y es que, por mucho que la naturaleza de estas últimas sea también discursiva, nadie duda de que los hechos que las produjeron tuvieron una existencia real.6 Esta perspectiva teórica está también alineada con tendencias recientes en el estudio de la música, la historia y la cultura, que muestran una conciencia cada vez mayor acerca de lo insuficiente que resulta el análisis textual si no va acompañado de 3

White, "Interpretation in History." Gabriel Castillo, “Epistemología y construcción identitaria en el relato musicológico americano,” Revista Musical Chilena 52, no. 190 (1998): 15. Cabe señalar que la musicología contemporánea ha mostrado que incluso las disciplinas o metodologías tradicionalmente consideradas como “descriptivas” tienen en realidad una naturaleza interpretativa. Por ejemplo, las ideas comentadas arriba recuerdan lo que Georg Feder llamaba el “ciclo hermenéutico” en el campo de la edición musical: “Debemos conocer el significado de los símbolos antes de transcribirlos para averiguar su significado”; citado por James Grier, La edición crítica de música. Historia, método y práctica, Trad. Andrea Giráldez, Madrid: Akal, 2008, p. 57 (edición original en inglés de 1996). 5 Véase también sobre este punto Leo Treitler, “History and Music,” New Literary History 21, no. 2 (1990): 299-319. 6 Linda Hutcheon, A Poetics of Postmodernism. History, Theory, Fiction (New York and London: Routledge, 1988), 16, 128, 143. 4

algún tipo de “verificación social” o documental.7 En términos metodológicos, dicha perspectiva se ve reflejada en un intento por combinar el análisis crítico del discurso historiográfico con un estudio detallado de la evidencia documental, sin descuidar ninguno en perjuicio del otro. Más específicamente, el presente trabajo aborda la relación entre la historia de la música en Chile y uno de los mitos centrales en la historia de “Occidente”, si no del mundo entero, como es el discurso en torno al descubrimiento y conquista de América. Dussel lo considera el mito fundacional de la modernidad, el momento en que Europa toma por primera vez conciencia del otro y comienza la compleja tarea de encubrirlo;8 y Todorov lo considera el encuentro más asombroso de la historia, el suceso que funda y anuncia nuestra identidad presente.9 La hipótesis central es pues que muchos de los relatos historiográficos sobre la música en Chile constituyen variantes de dicho mito, en especial cuando intentan explicar los procesos de cambio más relevantes. Es decir, pretenden haber sido construidos a partir de la evidencia encontrada, pero en realidad lo han sido a partir de un relato mítico preexistente e implícitamente aceptado como válido. Para comprobarlo, analizaremos algunos de dichos relatos y los contrastaremos con documentos de la época, que nos mostrarán cómo incluso los así llamados “datos duros” fueron con frecuencia acomodados por los estudiosos a fin de que resultasen funcionales al mito. Esta hipótesis pretende complementar –no sustituir ni descartar— otras que se han formulado en torno a la historiografía musical chilena, como aquella centrada en la exclusión de las culturas populares que debemos a Maximiliano Salinas10 y aquella basada en el nacionalismo que se debe a quien suscribe estas líneas.11 Al mismo tiempo, se espera mostrar que el estudio de la época colonial y decimonónica puede iluminar también períodos más actuales de la historia de la música y la musicología, además de contribuir a una mejor comprensión del modo en que estamos escribiendo dicha historia.

El mito En estricto sentido, el solo hecho de hablar de descubrimiento de América implica mitificar la historia. El término recuerda a los descubrimientos planetarios: Plutón fue efectivamente descubierto en 1930, pues no era conocido por la especie humana. Por lo tanto, su uso y aceptación supone obviar el hecho de que en América habitaban personas. De esta forma, las sociedades aborígenes americanas quedan relegadas a un espacio no definido, mientras que Europa se universaliza y erige como la cultura representativa de Occidente, encarnando el único modelo válido de

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Véase Jane F. Fulcher, "Introduction: defining the new cultural history of music, its origins, methodologies, and lines of inquiry," en The Oxford Handbook of The New Cultural History of Music, ed. Jane F. Fulcher (Oxford: Oxford University Press, 2011), 4-5. 8 Enrique Dussel, 1492: el encubrimiento del otro (hacia el origen del mito de la modernidad) (Madrid: Nueva Utopía, 1992), 9-10. 9 Tzvetan Todorov, La conquista de América: el problema del otro (México: Siglo XXI, 1987), 14-15. 10 Maximiliano Salinas, "¡Toquen flautas y tambores!: una historia social de la música desde las culturas populares en Chile, siglos XVI-XX," Revista Musical Chilena 54, no. 193 (2000). Salinas también se basa en el eurocentrismo para explicar dicha exclusión, pero su análisis es muy diferente al que presentamos aquí. 11 Alejandro Vera, "Musicología, historia y nacionalismo: escritos tradicionales y nuevas perspectivas sobre la música del Chile colonial," Acta Musicologica 78, no. 2 (2006); Alejandro Vera, "¿Decadencia o progreso? La música del siglo XVIII y el nacionalismo decimonónico," Latin American Music Review 31, no. 1 (2010). (en prensa).

civilización.12 La ciudad, la lectoescritura, el culto divino y las instituciones políticoreligiosas representarán entonces la civilidad por excelencia, mientras que lo otro –los indígenas dispersos en los llanos, las demás creencias religiosas— serán calificados con términos como caos o barbarie,13 pero se entenderán mejor por negación, es decir, como manifestaciones no civilizadas y sin cultura.14 Así, existe una cantidad importante de testimonios coloniales que caracteriza a la música indígena, por así decirlo, como una no-música. Me limito al siguiente ejemplo de 1658, procedente del otro lado de la cordillera, en el que se afirma que los indios respondieron a los disparos de los españoles “con su gritería y con flautas y cornetas, como acostumbraban”.15 Como Salinas señala, la conquista de América se transforma así en “el suceso articulador de la ordenación histórica”, el momento con el cual comenzaría la historia propiamente dicha; de hecho, Eugenio Pereira Salas, sin perjuicio de la valiosa información que proporciona sobre la música indígena en Chile, titula el capítulo dedicado a ella en su libro Los orígenes del arte musical… (1941) como “La música anterior a la conquista”.16 Pero incluso asumiendo una perspectiva exclusivamente europea, el concepto de descubrimiento resulta igualmente impropio. Durante siglos, se pensó que Cristóbal Colón había emprendido su viaje a fin de encontrar tierras desconocidas, cuya existencia había deducido gracias a sus grandes conocimientos científicos. Ésta fue la versión transmitida por su hijo Fernando en la biografía póstuma que escribió de su padre. Sin embargo, cuando Martín Fernández Navarrete editó los papeles del almirante en 1825-1837 quedó en evidencia que él, hasta sus últimos días, creyó haber arribado a la costa oriental de Asia y que esto constituyó siempre su verdadero objetivo. El único momento en el que Colón vislumbró la posibilidad de estar ante “otro mundo” ocurrió durante su tercer viaje, cuando él y sus hombres se toparon con la costa norte de Sudamérica; la abundante presencia de agua dulce implicaba la existencia de caudalosos ríos y por tanto de un continente hacia el sur, donde se suponía que había sólo océano; pero, finalmente, interpretó estas nuevas tierras como una prolongación de Asia y más específicamente como “aquella gran península adicional que habían diseñado Martín Behaim en su globo y Henrico Martellus en su planisferio”; es decir, como algo que conocía previamente. Como afirma O’Gorman, no puede decirse entonces que Colón descubrió América, por cuanto no puede atribuirse “un acto que requiere en el agente una conciencia de lo que hace” a alguien que “careció de ella”.17 Aprovechemos de señalar que el hecho de que la versión difundida por Fernando Colón siga teniendo cierta vigencia aun en nuestros días, casi dos siglos después de haberse develado las verdaderas intenciones de su padre, muestra hasta qué punto las primeras interpretaciones sobre un hecho histórico resultan determinantes para las interpretaciones posteriores y justifica la importancia que estamos dando en este trabajo al momento inicial de la conquista.

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Cf. Castillo, “Epistemología y construcción identitaria,” 18. Leonardo Waisman, "La música en la definición de lo urbano: los pueblos de indios americanos," en Música y cultura urbana en la Edad Moderna, ed. Andrea Bombi, Juan José Carreras, y Miguel Ángel Marín (Valencia: Universitat de Vàlencia, 2005), 160-63. 14 Castillo, “Epistemología y construcción identitaria,” 20. 15 Vicente Gesualdo, Historia de la música en la Argentina (Buenos Aires: Libros de Hispanoamérica, 1978), 3. 16 Salinas, "¡Toquen flautas y tambores!." 17 Edmundo O'Gorman, La invención de América: investigación acerca de la estructura histórica del nuevo mundo y del sentido de su devenir (México: Fondo de Cultura Económica, 2004), 26-27, 34, 10415. 13

La creencia, por parte de Colón, de haber llegado a Asia explica que, durante sus primeros años en el continente, no descubra, sino más bien “verifique e identifique”, haciendo coincidir estas tierras con la imagen previa que tenía de las costas del lejano Oriente. Dicha imagen la había conformado a partir de los textos que Ailly, Plinio, Eneas Silvio y –sobre todo— Marco Polo habían publicado durante el siglo XV. Estas descripciones de Asia incluían dragones, monstruos y otros seres fantásticos,18 que contribuyeron a alimentar el carácter mítico del descubrimiento. Así, en sus informes de noviembre de 1492 Colón declara haber oído noticias de cíclopes y antropófagos con hocicos de perro, para luego agregar, en enero del año siguiente, que había visto tres sirenas salir del mar; sin embargo, poco después reconoce su decepción por no haber hallado los “onbres mostrudos” que esperaba encontrar.19 Pero estos relatos –especialmente el de Marco Polo— establecían también la existencia de enormes tesoros y poblaciones “civilizadas” con las que era posible entablar comercio.20 En su primer viaje, Colón cree haber llegado a aguas cercanas a la isla de “Cipango” (Japón) y todo lo que va apuntando acerca de lo que ve está destinado a confirmar o descartar que se trate de ella. El resultado es decepcionante y comienza a caracterizar a los habitantes encontrados por defecto: a diferencia de los que describe Marco Polo, los indígenas del Caribe no van vestidos, no son ricos, no poseen armas y no son comerciantes. Pero ya en su cuarto viaje, afirma haber encontrado características comunes con las descripciones de Marco Polo en cuanto a vestimenta, riqueza, tratos comerciales y armas de guerra.21 Los testimonios directos de los indígenas, sin embargo, nunca llegan a las páginas que escribe: su interlocutor es por tanto manipulado y transformado. Incluso asimila palabras que le dicen los indígenas con otras que él conoce, afirmando que no saben pronunciarlas correctamente, como “Sobo” por “Saba”, región, esta última, de donde habrían partido los tres reyes magos.22 De un modo similar, pero en la música, Motolinía decía en 1540 que los indígenas americanos “hacen también chirimías, aunque no las saben dar el tono que han de tener”; es decir, lo que podría haberse entendido como un tipo de afinación diferente, pasa a entenderse como una afinación incorrecta.23 Colón da entonces el paso siguiente y pasa a cuestionar la capacidad de los aborígenes para hablar, declarando que deben aprender “la lengua”, como si no hubiese otra. Esto viene a confirmar el eurocentrismo cultural al que ya nos hemos referido: Del mismo modo que una lengua –la hablada por Colón— se convierte dentro de ese discurso en la Lengua frente al mutismo impuesto por el narrador a los nativos, la cultura occidental que el Almirante representa se presentará como la Cultura frente a un implícito vacío cultural indígena”.24

Para ello, resulta muy conveniente suprimir cualquier atisbo de diversidad cultural entre los aborígenes, por lo cual no puede sorprendernos que, en el relato de

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Beatriz Pastor, Discursos narrativos de la conquista: mitificación y emergencia (Hanover: Ediciones del Norte1988), 5-8. 19 Juan Gil, Mitos y utopías del descubrimiento (Madrid: Alianza, 1989), 42, 47. 20 Pastor, Discursos narrativos de la conquista, 9-10. 21 Ibid., 23-38. 22 Ibid., 38-43. 23 Leonardo Waisman, "La América española: proyecto y resistencia," en Políticas y prácticas musicales en el mundo de Felipe II, ed. John Griffiths y Javier Suárez-Pajares, Música Hispana Textos. Estudios (Madrid: ICCMU, 2004), 543. 24 Pastor, Discursos narrativos de la conquista, 43-44. Las cursivas son mías.

Colón, todos los habitantes de estas tierras “culturalmente vírgenes” se parezcan entre sí.25 Ahora bien, mientras que el referente del almirante es aparentemente asiático, éste ha sido filtrado, primero por Marco Polo y sus contemporáneos, y luego por el propio Colón: todos ellos han centrado su atención en aquellos pueblos asiáticos que más se asemejan a los europeos.26 Por lo tanto, la comparación que Colón establece es aparentemente con Asia, pero el referente de fondo sigue siendo Europa. Todo esto justifica la interpretación que O’Gorman hace del así llamado descubrimiento como un proceso más bien de construcción o invención, en el que las nuevas tierras van siendo diseñadas “a imagen y semejanza del conquistador”.27 El vacío cultural que se les atribuye también se relaciona con esto, pues, al prestar una entidad asiático-europea a las tierras encontradas el otro desaparece, ya que no es descubierto como otro, sino como lo mismo ya conocido. Así, durante el proceso de conquista –o al menos en la fase inicial del mismo— América es “encubierta en su Alteridad”.28 Durante los siglos XVII y XVIII las ideas sobre el Nuevo Mundo y sus habitantes transmitidas en el discurso fundacional de Colón permanecieron vigentes. Los textos del político estadounidense Cotton Mather (1663-1728) demuestran su influencia más allá del ámbito hispano y el hecho de que los propios sujetos nacidos en el continente americano las habían asumido, a pesar de la connotación peyorativa que podían tener para ellos mismos.29 Para Mather, la llegada del hombre blanco significaba el comienzo de la existencia americana. Los habitantes selváticos del continente eran vistos como parte del escenario natural y su estado salvaje debía ser reemplazado por el de civilización, entendida, naturalmente, desde un único punto de vista, el occidental europeo. América existía en potencia, nada significaba mientras no entrara a la conciencia europea […] no tenía, pues, valor en sí misma antes del Descubrimiento: era exclusivamente naturaleza.30

En el mismo sentido, a inicios del siglo XIX Hegel asignaba a América una inmadurez física o geográfica y la consideraba la tierra del futuro; pero esto implicaba que no era nada en el presente, por lo cual no podía ser objeto de reflexión filosófica.31 Aún en el siglo XX, cuando estas premisas comenzaron a ser cuestionadas de manera más consistente por la academia,32 no es difícil encontrar testimonios que 25

Todorov, La conquista de América, 45. Pastor, Discursos narrativos de la conquista, 46. 27 O'Gorman, La invención de América, 54, 151-52. 28 Dussel, 1492, 41, 46. 29 Gabriel Castillo sintetiza esta paradoja diciendo que “América adhiere a una imagen de la occidentalidad que consume, administra y reproduce, aun al precio de no ser del todo aceptada por la occidentalidad”. Véase Gabriel Castillo Fadic, Las estéticas nocturnas. Ensayo republicano y representación cultural en Chile e Iberoamérica (Santiago: Instituto de Estética, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2003), 84. 30 Alicia Mayer, El descubrimiento de América en la historiografía norteamericana (siglos XVII al XX) (México D. F.: Universidad Nacional Autónoma de México, 1992), 21. 31 Dussel, 1492, 22. 32 Véase como ejemplo el libro publicado originalmente en 1925 por Georg Friederici, El carácter del descubrimiento y de la conquista de América. Introducción a la historia de la colonización de América por los pueblos del viejo mundo (México: Fondo de Cultura Económica, 1986). Dice el autor: “… la investigación, tanto del gran proceso histórico (consistente en el choque sobre el territorio del Nuevo Mundo de dos pueblos que se encontraban en niveles culturales totalmente distintos) como de sus efectos histórico-universales, no ha de seguirse desde el punto de vista unilateral de los opresores europeos, como casi siempre ha sucedido. Más bien, es necesario hacer uso de todos los medios disponibles a fin de seguir la máxima del método histórico, de acuerdo con la cual, para ser justos, habría que escuchar a ambas 26

demuestran la vigencia de las ideas sobre un “implícito vacío cultural” americano y la superioridad del conquistador. En el caso chileno, quizás nadie lo haya expresado más clara y crudamente que Jaime Eyzaguirre: ¿Qué hubo de común durante milenios desde las arenas del desierto atacameño hasta los helados linderos de la Antártida? Nada más que el deambular de grupos dispares en medio de una naturaleza sin unidad. Se necesitó la presencia de un pueblo superior y la mente de un caudillo de visión alta y voluntad templada, para que la geografía inerte se animara. Entró entonces la vida en la materia y lo disgregado comenzó a agruparse. Nació así Chile y se inició una historia.33

Como podemos ver, se modifican la fecha (1492 por 1541), el lugar (América por Chile) y el conquistador (Colón por Pedro de Valdivia); pero, en todo lo demás, el discurso es idéntico al que hemos visto en relación con el descubrimiento. El peso insoslayable que estas ideas han tenido y tienen en nuestra visión de mundo resulta aún más evidente cuando las vemos emerger en discursos que pretenden cuestionarlas. Así ocurre, por ejemplo, con el mito del buen salvaje, que en términos generales configura los discursos de Cortés, Antonio de Montesinos y Bartolomé de las Casas. Todos ellos, en mayor o menor medida, caracterizaron al indígena como un niño inocente que no debía ser maltratado, sino protegido; pero esto implicaba también que carecía de los derechos de un adulto y no podía ocupar en el sistema colonial otro lugar más que el de siervo.34 De un modo similar, pero en nuestros días, un crítico del eurocentrismo tan agudo como Enrique Dussel, cuando intenta incluir a América en “una visión noeurocéntrica de la historia mundial”, lo hace a partir de “sistemas civilizatorios de confederaciones urbanas que podemos llamar grandes civilizaciones” (mayas y aztecas por el norte; incas por el sur), lo que supone afirmar el punto de vista de éstas por sobre el de culturas “menos desarrolladas” y asumir como criterio diferenciador los mismos que empleaban los conquistadores. Así mismo, su nueva visión de la historia estaría fundada en una idea de “consistente progreso de la Humanidad”, es decir, en el mismo principio que durante mucho tiempo sostuvo la historia “universal” centroeuropea.35 Por lo mismo, no sería justo demonizar a Europa como única responsable o depositaria de estas actitudes de incomprensión e intolerancia en el período de conquista –tampoco en nuestros días. Como Todorov señala, la actitud de Moctezuma es sorprendentemente parecida a la de Colón, ya que muestra la misma incapacidad para integrar al otro en su “sistema de otredades humanas”, lo que le lleva inicialmente a incluir a los españoles en la categoría de dioses (para cuando se percata de su error, ya ha perdido la batalla).36 En este sentido, creo necesario aclarar que no es mi intención sumarme a un discurso nacionalista y antieuropeo presente en ciertos trabajos musicológicos y académicos en general, que pretenden homologar lo americano con lo autóctono, llevándonos así al absurdo de que lo único propio sería lo exclusivo. No se trata de negar ni los múltiples elementos de origen europeo que dan forma a la música (y la cultura) en Chile y Latinoamérica, ni tampoco la importancia de estudiarlos. Tampoco se trata de reemplazar el eurocentrismo (presente tanto en Europa como en Chile y Latinoamérica) por el americanismo, el indigenismo u otra vertiente ideológica, ya que partes y tomar igualmente en cuenta el punto de vista de los indígenas, aun cuando estos pueblos carecían de escritura” (tomo 2, p. 9). 33 Jaime Eyzaguirre, Hispanoamérica del dolor (Santiago: Editorial Universitaria, 1990), 17. 34 Pastor, Discursos narrativos de la conquista, 354. 35 Dussel, 1492, 101-25. 36 Todorov, La conquista de América, 83-84.

esto sólo equivaldría a intercambiar viejas por nuevas ortodoxias. Se trata, más bien, de comprender cómo el eurocentrismo –encarnado en el mito del descubrimiento y conquista de América—ha influido en nuestro modo de pensar y escribir la historia de la música. Desde luego, las problemáticas que el mito del descubrimiento plantea no acaban aquí, pero estimo que la revisión bibliográfica realizada, si bien no es exhaustiva, nos proporciona una base suficiente como para sintetizar algunas de sus ideas más representativas: 1) en primer lugar está la premisa del vacío cultural americano, según la cual la cultura europea habría sido impuesta donde no había otra; 2) como consecuencia de ello, los habitantes originarios no pueden considerarse como verdaderos agentes en el proceso de incorporación de dicha cultura, sino únicamente como receptores pasivos del mismo, así como de todos los procesos posteriores de cambio cultural; y 3) como corolario, la imposición de la cultura europea habría conllevado un efecto civilizador, permitiendo poner al día y, aun más, movilizar un territorio que anteriormente se encontraba prácticamente inerte y carecía de una verdadera historia. En las páginas que siguen intentaré mostrar que existe una profunda relación entre estas ideas y la historia de la música en Chile, donde las vemos reaparecer cada cierto tiempo como marco para interpretar la realidad.

Los reciclajes del mito en la historia musical de Chile La llegada de la dinastía borbónica Quizás el primero de los reciclajes del mito se relaciona con la asunción al trono español de la dinastía borbónica en 1700, en reemplazo de la antigua Casa de Austria cuyo último representante, Carlos II, no había tenido sucesión. La llegada al poder de un rey de origen francés llevó a la historiografía tradicional de la música española a atribuir a este hecho connotaciones negativas, en concordancia con su ideología nacionalista.37 Paradójicamente, la misma ideología llevó a la historiografía musical chilena a interpretar dicho cambio positivamente, dado que en ese momento España, por decirlo así, se había desespañolizado.38 Esta fue la visión predominante en Pereira Salas – probablemente el estudioso más influyente en la historiografía musical posterior— particularmente en su importante libro Los orígenes del arte musical. Allí afirmaba: El siglo XVIII representa la soberanía del espíritu francés en el mundo […]. La rígida España adopta la sonrisa gala […]. Esta disposición de ánimo influyó notablemente en el arte musical, por cuanto, al ampliarse las disponibilidades instrumentales, se formó un ambiente favorable para su cultivo. Entre estos aportes tenemos, en primer lugar el clave, llegado en 1707 a bordo del “Maurepas” […]. Alrededor del elegante mueble, creció la primera tertulia musical a la francesa…39

Como vemos, hay una insistencia en la absoluta novedad de estos “aportes”, su desvinculación con las prácticas anteriores y su carácter civilizador, características que 37

Una revisión crítica sobre esta visión se halla en Juan José Carreras, "Hijos de Pedrell. La historiografía musical española y sus orígenes nacionalistas (1780-1980)," Il Saggiatore Musicale 8, no. 1 (2001). Un estudio detallado sobre la música en la corte de Madrid a comienzos del siglo XVIII, con una perspectiva algo diferente que otorga un mayor peso a la influencia del monarca y su círculo en la vida musical del momento, se halla en Nicolás Morales, L’Artiste de cour dans l’Espagne du XVIIIe siècle. Étude de la communauté des musiciens au service de Philippe V (1700-1746) (Madrid: Casa de Velásquez, 2007). 38 Vera, "¿Decadencia o progreso?." 39 Eugenio Pereira Salas, Los orígenes del arte musical en Chile (Santiago de Chile: Universidad de Chile, 1941), 28-29.

hemos visto presentes en los discursos en torno al descubrimiento. Esto lleva al autor a realizar interpretaciones forzadas, como cuando afirma que “la rígida España adopta la sonrisa gala”, a pesar de haber definido veinte páginas antes a los españoles como “un pueblo alegre, gozador de la vida”.40 Pero la interpretación que Pereira Salas hace del cambio de siglo debe mucho a otro autor cuya influencia ha pasado desapercibida para la musicología, incluyendo a quien escribe: me refiero a Aurelio Díaz Meza, escritor, periodista y autor de las “Leyendas y episodios chilenos”, colección publicada originalmente en las décadas de 1920 y 1930 que contiene, de forma novelada, relatos basados en crónicas y documentos originales de diversos períodos. Además de la importante información sobre música incluida en varias partes de esta colección, Díaz Meza dedica al tema un capítulo especial titulado “Los albores del arte musical en Chile”. De hecho, de ahí toma Pereira Salas el dato sobre la llegada del clave o “espineta”, como lo llama Díaz Meza, quien agrega que se trata del primer “instrumento musical de concierto” arribado al Chile colonial.41 La sintonía entre ambos autores se aprecia aun mejor en el diagnóstico general que realizan sobre la música de la colonia. Díaz Meza inicia su capítulo afirmando que en los siglos XVI y XVII hay muy pocas noticias sobre el cultivo de la música y que los pocos datos encontrados se refieren sobre todo a coplas y canciones, acompañadas por rabel o “atambor”. Supone que el primero se usaba más en las casas, pero que ambos se mezclaban en las fiestas públicas. Finalmente, concluye sobre dichos siglos: Parece superfluo apuntar que no ha quedado rastro del ritmo o melodía de las canciones; apenas se vislumbraba en Chile el arte musical y por lo tanto nadie era apto para transcribir en la pauta las notas de una canción; sólo ha llegado hasta nosotros la letra de algunas de ellas, con lo cual poco se avanza para analizar el pequeño valor musical que podría tener.42

Como vemos, Díaz Meza privilegia la exaltación del supuesto oscurantismo de los dos primeros siglos coloniales, para así ponderar los –también supuestos— cambios que trajo el siglo XVIII. En la misma línea se sitúa Claro Valdés cuando afirma, citando en parte a Domingo Amunátegui Solar: El Chile del siglo XVII no reflejaba el adelanto cultural europeo, ocupado como estaba en la guerra y la colonización. […] Nada se sospechaba de los grandes adelantos europeos y los colonos chilenos se entregaban a quehaceres menores, llenos de terror ante los fenómenos de la naturaleza y obedientes sumisos de las reales cédulas que llegaban a sus manos de allende los mares.43

Pero tanto en el discurso de Díaz Meza como en el de Pereira Salas existe una adecuación de lo que podríamos llamar los “datos duros”. No hay por qué discutir que a bordo del “Maurepas” viniese un clave en 1707,44 pero sí el hecho de que fuese el primero. Estudios más recientes han demostrado –como era de esperar— que este instrumento se hallaba presente a fines del siglo XVI en manos de los agustinos, quienes 40

Ibid., 8. Aurelio Díaz Meza, Leyendas y episodios chilenos, vol. 2, En plena colonia (Santiago: Nascimento, 1975), 224. 42 Ibid., 223. 43 Samuel Claro Valdés y Jorge Urrutia Blondel, Historia de la música en Chile (Santiago de Chile: Orbe, 1973), 45. 44 Sin embargo, no habiéndose encontrado el documento original, algunas incoherencias en el texto de Pereira Salas harían prudente mantener cierto margen de duda. Aunque él cite el capítulo “Los albores…”, la información que ofrece no coincide del todo, pues Díaz Meza alude al clave que traía Cano de Aponte en 1717 y no al de Ibáñez y Peralta en 1707. 41

lo empleaban con frecuencia entre 1595 y 1608,45 y también en el círculo del gobernador Oñez de Loyola hacia 1594.46 Aun más, en 1580 el clérigo Gabriel de Villagra envió al Consejo de Indias una “información” sobre sus méritos a fin de obtener alguna prebenda, canonjía o curato en las catedrales de Santiago o La Imperial. Los testigos presentados confirmaron, entre otras cosas, que era “diestro en la música de canto de órgano [polifonía] e canto llano y en la tecla”.47 El hecho de que en el documento se utilice genéricamente el término “tecla” y no específicamente “órgano”, implica que Villagra debía ejecutar distintos instrumentos de teclado, entre ellos seguramente el clave o “clavicordio”, como se denominaba en la época.48 Así mismo, Stevenson señala que otro clérigo y músico importante, Cristóbal de Molina, había enseñado el “clavicordio” a la hija mestiza del conquistador Francisco Pizarro durante su estadía en Lima. En la década de 1560, se instalaría en Santiago, donde permaneció hasta su muerte ocurrida en 1578.49 El hecho de que ocupase el puesto de sochantre de la catedral hace más que probable que interpretase dicho instrumento allí.50 Como vemos, una revisión más detenida –pero sobre todo más optimista— de las fuentes permite afirmar que este instrumento fue conocido en Chile en una época muy cercana, si no coincidente, con la fundación de su capital en 1541. De modo que la facilidad con que la interpretación sobre su arribo a inicios del siglo XVIII ha sido aceptada refleja no solo una falta de acuciosidad en la revisión documental, sino su adecuación al sistema mítico con el que los historiadores y musicólogos han interpretado el cambio de siglo, como un momento en el que Chile se transforma en términos culturales. Alfredo Jocelyn-Holt, por ejemplo, afirma que el hecho de haber tenido que esperar hasta 1707 para conocer el clavicordio demostraría su tesis de que antes estábamos fuera “de todos los circuitos”.51 También es muy discutible atribuir, como hace Pereira Salas, una originalidad absoluta a la tertulia que formó Ibáñez y Peralta alrededor de su clave. Durante los siglos anteriores encontramos instrumentos de diverso tipo en el ámbito privado, como vihuelas, guitarras y arpas, las cuales sin duda eran utilizadas –al menos en parte— en reuniones privadas. Como ejemplos podemos citar, entre otros, una vihuela perteneciente a Jerónimo Bermúdez que en 1587 se hallaba en manos de Antón de Guzmán; otra perteneciente a Francisco de Saucedo en 1605; y otra perteneciente a 45

Alejandro Vera, "Music in the monastery of La Merced, Santiago de Chile, in the colonial period," Early Music 32, no. 3 (2004): 40; y Alejandro Vera, "Las agrupaciones instrumentales en las ciudades e instituciones 'periféricas' de la Colonia: el caso de Santiago de Chile," en Música colonial iberoamericana: interpretaciones en torno a la práctica de ejecución y ejecución de la práctica, ed. Víctor Rondón (Santa Cruz de la Sierra: APAC, 2004), 112. 46 Constanza Alruiz y Laura Fahrenkrog, "Construcción de instrumentos musicales en el Virreinato del Perú: vínculos y proyecciones con Santiago de Chile," Resonancias, no. 22 (2008). 47 Archivo General de Indias, Chile 64, Información de Gabriel de Villagra. Como consta en otro documento, Villagra tuvo éxito con esta petición ya que aparece más adelante como cura de la catedral de Santiago, además de sochantre. Véase Archivo General de Indias, Chile 63, carta del cabildo al rey (0512-1585). Otra información sobre Villagra se encuentra en Pereira Salas, Los orígenes, 14-15; y Tomás Thayer Ojeda, Reseña histórico-biográfica de los eclesiásticos en el descubrimiento y conquista de Chile (Santiago de Chile: Imprenta Universitaria, 1921), 54. 48 Sobre estas importantes diferencias terminológicas con la actualidad, véase entre otros Beryl Kenyon de Pascual, "Clavicordios and clavichords in 16th-century Spain," Early Music 20, no. 4 (1992). 49 Robert Stevenson, The Music of Peru. Aboriginal and Viceroyal Epochs (Washington: Pan American Union, General Secretariat of the Organization of American States, 1959), 175-76. 50 Su condición de sochantre de la catedral de Santiago es señalada en José Toribio Medina, Diccionario biográfico colonial de Chile (Santiago: Imprenta Elzeviriana, 1906), 540. El dato se confirma en Archivo Nacional Histórico, Bienes de difuntos, vol. 1, fols. 89, 94 y otros. 51 Alfredo Jocelyn-Holt, Historia general de Chile, vol. 2, Los Césares perdidos (Santiago: Editorial Sudamericana, 2004), 282.

Juana de Oses que fue vendida tras su muerte a Francisco Ramírez, en 1665.52 Pero los documentos que mejor dan cuenta de la intensa práctica de la vihuela en esta época son los recibos de los mercaderes, en los cuales hallamos “cuerdas de vihuela” en abundancia. Los dos ejemplos más llamativos que he encontrado, entre otros que podrían mencionarse, son las cuarenta y cinco docenas de cuerdas de vihuela que Jerónimo de Molina vendió a Jorge Griego el 8 de julio de 1592, y las 23 docenas que Juan de Gastelu vendió a Juan Bautista Canobio el 4 de abril de 1594.53 En cuanto a la guitarra, la hemos encontrado predominantemente en su forma más pequeña y aguda, que en la época denominaban “discante”.54 Encontramos uno en manos de la india Catalina de Alvarado en 1600,55 y un “discante grande” –lo que pareciera una contradicción— en poder de Josefa Mejía de Guevara en 1665.56 Podrían también corresponder a este instrumento la “guitarrilla” que el indio cuzco Agustín de Colliguazo poseía en 1604 y la “guitarra pequeña” que Bartolomé Carrasco tenía en 1658.57 Además, el comerciante Blas Pinto de Escobar tenía en su tienda hacia 1635 “cinco discantes de Lima”,58 lo que demuestra que el instrumento se utilizaba con una frecuencia suficiente como para que fuese importado. Lo mismo puede decirse del arpa. La encontramos en manos de particulares en la segunda mitad del siglo XVII, como doña Josefa de Alarcón, quien tenía una hacia 1674, Constanza Chacón hacia 1675 y Mariana Carreto en 1676.59 Paradójicamente, es el propio Díaz Meza quien proporciona un contexto de ejecución para estos y otros instrumentos cuando afirma que a fines del siglo XVII, durante el gobierno de Tomás Marín de Poveda (1692-1700), “se inició, o se hizo más constante” la costumbre de que cada quincena, a lo menos, se hiciera un “sarao” en casa de algún vecino de la aristocracia local, pero sin avisarle. Esto se designaba como “malón”, usando la voz indígena que significa asalto sorpresivo a una hacienda o ciudad. Como ejemplo, menciona los malones que se hicieron durante un mismo año (sin precisar cuál) bajo dicho gobierno. El primero se lo hicieron al tesorero Pedro de Torres y lo organizó su hija la condesa de Sierra Bella; el segundo al marqués de la Pica, Francisco Bravo de Saravia, cuya nieta, María Norberta, recién llegada de Lima, no quiso ser menos e hizo ir a su casa en el sector de la Cañada, ubicada frente a San Francisco, “a un padre y a un lego que eran eximios en la espineta y en el rabel, para que tocaran las “pavanas” y los minués con que era costumbre inaugurar el baile”; el tercero se hizo en casa de Andrés de Toro Mazote, también en la Cañada. Posteriormente, Díaz Meza describe con un poco más de detalle el malón efectuado en casa del Licenciado Cerda, donde llegaron de improviso los celebrantes gritando “malón, malón al licenciado…”. Cruzaron el primer patio empedrado, golpeando 52

Archivo Nacional Histórico, Escribanos de Santiago, vol. 3, fol. 396v; vol. 35bis, fol. 159; y vol. 264, fol. 28. 53 Archivo Nacional Histórico, Escribanos de Santiago, vol. 10, fol. 107 y vol. 8, fol. 282v. 54 Puede considerarse válida la definición más tardía del Diccionario de autoridades (Madrid: Real Academia Española, 1732) como una “especie de guitarra pequeña, que comúnmente se llama tiple”. 55 Archivo Nacional Histórico, Escribanos de Santiago, vol. 26, fol. 120v. Citado por Sonia Pinto, "Testamentos coloniales: una fuente para la historia social de Chile," in XVIII Jornadas de Historia de Chile (Valdivia: Universidad Austral, 2009). Agradezco a la autora el haberme facilitado su texto antes de haber sido publicado. 56 Archivo Nacional Histórico, Escribanos de Santiago, vol. 309, fol. 105. 57 Archivo Nacional Histórico, Escribanos de Santiago, vol. 20, fol. 12 y vol. 145, fol. 211. 58 Archivo Nacional Histórico, Escribanos de Santiago, vol. 100, fol. 363v. El documento está fechado el 7 de julio de 1635. 59 Archivo Nacional Histórico, Escribanos de Santiago, vol. 321, fols. 10, 183; y vol. 322, fol. 14. Más ejemplos pueden verse en Laura Fahrenkrog, “El arpa en Santiago de Chile durante la colonia” (Tesis de licenciatura, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2006).

puertas y ventanas con gritos y vítores, “mientras la Dominga Flores y sus tres “chinas” lanzaban al aire sus potentes y experimentadas voces al compás de un esquinazo con arpa y guitarra. La Dominga era la mejor “cantora” de Santiago y la asistente obligada a cuenta fiesta se organizaba en los círculos aristocráticos; mediante la equitativa suma de ocho pesos, ella y sus hijas animaban cualquier fiesta, cantando tonadas y “sajurias” durante toda la noche”.60 Aunque el uso de términos relacionado con el folklore de su tiempo pudiera hacer sospechar acerca de la justeza con que Díaz Meza los emplea, además de las contradicciones y los errores que es posible detectar en sus “Leyendas y episodios…”,61 es también cierto que la comparación con otras fuentes permite comprobar la exactitud de gran parte de la información que proporciona.62 Así, contra el diagnóstico oscurantista que él mismo realizará en el capítulo dedicado a la música, la imagen que proyecta del siglo XVII en éste y otros capítulos es la de un período en el que las fiestas particulares no eran algo excepcional. Esto explica la presencia de instrumentos musicales en los inventarios de bienes de la época y, al mismo tiempo, muestra que las tertulias de principios del siglo XVIII estuvieron lejos de representar una novedad absoluta. Finalmente, para quienes piensen que las interpretaciones mencionadas acerca de 1700 como una especie de despertar cultural han perdido su vigencia hoy en día o permanecen acotadas a un círculo exclusivamente académico, un solo dato basta para demostrar lo contrario: el sitio web Memoria Chilena, quizás el más influyente en la actualidad en términos de difusión de ideas sobre la historia de Chile entre el gran público, comienza con el siguiente hito su línea de tiempo o “cronología” de la “Vida urbana en el siglo XVIII”: 1700. Desde los primeros años del siglo XVIII el clavicordio ameniza las tertulias musicales.63

Esto hace aun más importante reflexionar críticamente acerca del modo en que se ha venido construyendo dicha historia. El inicio de la república La transición de la colonia a la república se inicia en Chile con un agitado período que va desde la creación de la primera junta de gobierno en 1810 a la firma del acta oficial de independencia en 1818. Sorprendentemente, reaparece el mismo discurso que hemos analizado a propósito de 1700, pero aplicado ahora a comienzos del siglo XIX. Díaz Meza dice al respecto: Hasta esa fecha [1811] eran desconocidos los instrumentos de metal; la corneta y el clarín, tan en uso en toda la América española, no habían llegado aún a Chile.64

Esta aseveración resulta incomprensible considerando que él mismo, pocas páginas antes y en el mismo capítulo, afirma que en 1547 el trompetista Alonso de Torres tocó la canción “Cata el lobo do va Juanica”, y en otro capítulo señala que a comienzos de 1664 “sonaron, a lo lejos, los clarines” anunciando la llegada del gobernador Meneses a Santiago.65 La única explicación para semejante contradicción es 60

Díaz Meza, Leyendas y episodios chilenos, 145-47. Por ejemplo, en la p. 103 Díaz Meza llama Dominga Muñoz a la mencionada arpista y cantora. 62 Como apunta Alfonso Calderón en su introducción a Díaz Meza, Leyendas y episodios chilenos, 7-8. 63 http://www.memoriachilena.cl/602/w3-article-3549.html#cronologia (consultado el 23-12-2012). 64 Díaz Meza, Leyendas y episodios chilenos, 226. 65 Ibid., 75, 226. 61

que el autor está adecuando los datos que encuentra a una interpretación preexistente y previamente aceptada en torno a las supuestas repercusiones culturales que tuvo el paso de la colonia a la república. Como era esperable, la evidencia documental nuevamente viene a refutar tales afirmaciones, dado que hallamos trompetas, entre otros, en manos de Juan Antonio Sánchez Abarca en 1641, Pedro Porter Casanate en 1661 y Sebastián Chaparro en 1679.66 El hecho de que Sánchez Abarca y Porter Casanate fuesen gobernadores de la provincia de Chiloé y el reino de Chile, respectivamente, parece reflejar el uso militar de este tipo de instrumento. Pereira Salas propone una interpretación similar a la de Díaz Meza, si bien sitúa en 1819 –un año después de firmarse el acta de independencia— el inicio de un verdadero arte musical. Según este autor, en ese año el comerciante danés Carlos Drewetcke trajo “de Europa algunas colecciones de sinfonías y cuartetos de Haydn, Mozart, Beethoven, y Cromer, y ya en el cumpleaños de doña Rosa O’Higgins, el 30 de Agosto de 1819, hizo ejecutar en la plaza pública, una sinfonía de Beethoven y un cuarteto de Mozart”.67 Una vez más, este acontecimiento representaría un salto cuantitativo y cualitativo enorme para la vida musical local. Claro Valdés, si bien con mayor moderación, se alinea con estos puntos de vista al afirmar lo siguiente: Con el advenimiento de la vida republicana, el arte musical recibió un nuevo estímulo. Una demostración de ello es la dictación de un decreto que liberó de derechos a las partituras e instrumentos musicales, puesto que se consideró que la música “tiene el precioso objeto de dulcificar las costumbres”. […] Otra demostración de este despertar de la música nacional lo encontramos en un nuevo auge de la música tradicional del pueblo.

Más adelante, agrega que “Santiago concentraba entonces gran parte del ímpetu de este resurgimiento cultural”,68 reeditando así el tópico de la ausencia de una verdadera cultura en el período anterior. Pero quizás lo más interesante de este segundo reciclaje del mito es poseemos testimonios no sólo historiográficos, sino también de los propios protagonistas del momento, quienes confirman que la sensación de un brusco progreso cultural se hallaba ya vigente en la época. Así lo muestran algunas letras de himnos escritas a comienzos del siglo XIX, como ésta compuesta por Bernardo Vera y Pintado para la apertura del Instituto Nacional el 10 de agosto de 1813: Cesó el plan de barbarie de la cruel tiranía: de la sabiduría la aurora amaneció (...). Se aborrecen las leyes de los viles tiranos, recursos inhumanos del infernal complot…69 66

Archivo Nacional Histórico, Escribanos de Santiago, vol. 140, fol. 417; Real Audiencia, vol. 487, fols. 175, 242; y Escribanos de Santiago, vol. 351, fols. 211, 472v. 67 Pereira Salas, Los orígenes, 75. 68 Samuel Claro Valdés, Oyendo a Chile (Santiago: Editorial Andrés Bello, 1978), 71-72. Las cursivas son mías. 69 Rafael Pedemonte, ""Cantemos la gloria": himnos patrióticos e identidad nacional en Chile (18101840)," en Nación y nacionalismo en Chile. Siglo XIX, ed. Gabriel Cid y Alejandro San Francisco (Santiago: Centro de Estudios Bicentenario, 2009), 10.

Como he señalado en otro lugar,70 la visión de la colonia como una época sin cultura se canonizaría, en el ámbito académico, con el discurso que José Victorino Lastarria pronunció en la Universidad de Chile, en su sesión general de 22 de septiembre de 1844, que fue publicado durante ese mismo año. Más que un estudio, se trataba de un manifiesto acerca de la nefasta influencia de la dominación hispana en términos culturales y la acción redentora de la república.71 Pero, volviendo al plano estrictamente musical, la afirmación sobre 1819 como el momento de inicio del arte musical no pertenece originalmente a Pereira Salas, sino, como él mismo indica, al músico, político y cronista del siglo XIX José Zapiola. Es este último quien afirma, en sus Recuerdos de treinta años, que Drewetcke trajo dichas sinfonías y cuartetos y que, a partir de ese momento, reunía, no sin trabajo, ciertos días a la semana, a los músicos para ejecutar algunas de estas composiciones, desempeñando la parte de violoncelo y repartiendo consejos sobre el arte, desconocido hasta entonces.72

Parece deducirse de la cita que lo que Zapiola llama “arte” es en gran medida la técnica de ejecución del violonchelo y otros instrumentos, que antes se habrían tocado sin un método o una técnica apropiados. Pereira Salas llega a afirmar al respecto que antes de la república “el arte musical había sido una improvisación, un mero entretenimiento; se tocaba la música de oídas, y los niños aprendían a cantar como los pájaros”.73 Pero un solo dato que ha pasado inadvertido a otros especialistas bastaría para dudar de la afirmación de Zapiola: pocas líneas después del texto citado, en la misma página, indica que en esa época realizaba “sus primeros estudios musicales”. Por lo tanto, lo que en realidad nos está diciendo es que el verdadero arte musical en Chile comienza con él mismo, situándose así como precursor. Por lo demás, Ángel Rama nos ha recordado la inconveniencia de tratar estos relatos de fines del siglo XIX sobre la ciudad del pasado como textos objetivos y verosímiles, cuando en realidad constituían un intento de una elite letrada por mantener su hegemonía, en medio del crecimiento de las grandes masas poblacionales.74 Otra vez, una revisión documental más profunda demuestra que la importación de partituras e instrumentos musicales no fue una novedad del período republicano. La documentación de aduana conservada en el fondo Contaduría Mayor del Archivo Nacional Histórico da cuenta de que entre 1769 y 1799 (desafortunadamente, antes no hay registros) ingresaron cincuenta objetos musicales por mar y cordillera, entre claves, pianos, órganos, salterios, flautas, un violín y “papeles de música”. Además encontramos un curioso “Reloj de madera con música hecho en España” y unos cascabeles, infaltables en los registros de mercaderes.75 Así mismo, el análisis de las partituras y los copistas de la catedral de Santiago muestra el envío de partituras de Lima –algunas de ellas originarias de España– a fines del siglo XVIII y comienzos del

70

Vera, "Musicología, historia y nacionalismo," 146-47. José Victorino Lastarria, Investigaciones sobre la influencia social de la conquista y del sistema colonial de los españoles en Chile (Santiago: Imprenta del Siglo, 1844). Cf. Bernardo Subercaseaux, Historia de las ideas y de la cultura en Chile, vol. 1, Sociedad y cultura liberal en el siglo XIX: J. V. Lastarria (Santiago: Editorial Universitaria, 1997), 43. 72 José Zapiola, Recuerdos de treinta años (1810-1840) (Buenos Aires, Santiago: Editorial Francisco de Aguirre, 1974), 44. 73 Pereira Salas, Los orígenes, 155. 74 Ángel Rama, La ciudad letrada (Santiago de Chile: Tajamar Editores Ltda., 2004), 126-27. 75 Vera, "¿Decadencia o progreso?," 24-26. 71

siglo XIX.76 Finalmente, los registros de aduana del puerto del Callao (Lima),77 muestran el ingreso en 1787 de “Un clave o fortepiano ingles” y de dos tratados musicales publicados en España por Pablo Minguet e Yrol,78 con destino final a ciudades chilenas: Concepción y Santiago, respectivamente. A pesar de ello, la historiografía tradicional de la música en Chile ha preferido sostener una tesis distinta. El músico e investigador Jorge Urrutia Blondel afirma que con la república “recién debía comenzarse por iniciar una verdadera historia [de la música], que sólo contaba con balbuceos anteriores”. Agrega que, si bien el proceso de cambio musical “no fue violento ni rápido” como el político, sí fue “bastante detectable y, proporcionalmente, mucho más intenso en la primera mitad del siglo que en la segunda”. Sin embargo, tal cambio no se produjo exactamente al iniciarse el siglo XIX, pues “debe descontarse todo un primer decenio, desde 1800 hasta la gran fecha de 1810”, pues “aparece bastante vacío y sin relieve especial”, por tratarse de una “verdadera prolongación del siglo XVIII…”.79 Más allá de los indudables ribetes nacionalistas de esta última afirmación –al igual que en muchas otras citadas en el presente trabajo— la imagen del período republicano trasmitida por Urrutia Blondel es la de un momento de apertura hacia la cultura europea en el que Chile se moderniza, en contraste con un vacío anterior (explícito en este caso) en términos culturales e históricos. La analogía con las características que hemos listado para el mito del descubrimiento, e incluso con las expresiones de Colón sobre el habla indígena (por lo de los “balbuceos”), resultan sorprendentes. El primer centenario republicano El primer centenario de la república en Chile (1910) es sin duda uno de los momentos que ha quedado marcado a fuego en la historiografía chilena como uno de profundas transformaciones y cambios musicales, sin que la mayoría de las especialistas haya sido capaz de encontrar una vinculación con las prácticas anteriores. En general, la historiografía sitúa en ese punto el inicio del sinfonismo y un verdadero movimiento compositivo en el campo de la música clásica, olvidando así el hecho de que muchos de los supuestos “precursores” de tal movimiento activos a inicios del siglo XX se habían formado en el período anterior, dentro de una tradición operística, o incluso suprimiendo lisa y llanamente del relato histórico obras que pudieran constituir un nexo con el pasado. Se ha preferido, una vez más, interpretar el cambio como una ruptura absoluta frente a la tradición. Como afirma José Manuel Izquierdo, la publicidad realizada por Domingo Santa Cruz tras fundar la Sociedad Bach en 1917 y reformar el Conservatorio Nacional en 1928 contribuyó a asentar la premisa de que todas las innovaciones significativas se habían producido a partir de esa época. No por casualidad Vicente Salas Viú consideraba a “La muerte de Alsino” (1921), de Alfonso Leng, como el primer poema sinfónico en Chile, cuando en realidad otros autores habían cultivado el género varios años antes.80 76

Véase mi artículo “Trazas y trazos de la circulación musical en el virreinato del Perú: copistas de la catedral de Lima en Santiago de Chile”, Anuario Musical 68 (2013): 133-168. 77 Archivo General de la Nación del Perú, Real Aduana, C 16.761-895 (sin foliar). 78 Arte de danzar a la francesa (Madrid: Pablo Minguet, 1737) y Reglas y advertencias generales: que enseñan el modo de tañer todos los instrumentos… (Madrid: Joaquín Ibarra, 1752-1754). 79 Claro Valdés y Urrutia Blondel, Historia, 83-84. 80 José Manuel Izquierdo, "Aproximación a una recuperación histórica: compositores excluidos, músicas perdidas, transiciones estilísticas y descripciones sinfónicas a comienzos del siglo XX," Resonancias, no. 28 (2011): 34, 37, 43-44. El autor cita el poema sinfónico “Más allá de la muerte”, de Luigi Stefano

El propio Santa Cruz se encargaría de reafirmar años más tarde estas ideas. En un artículo publicado en 1946, luego de evaluar positivamente el estado del “movimiento musical contemporáneo” en el país, señala: […] todo nuestro adelanto musical es cosa reciente. Si hace veinte años se hubiera anunciado cuanto los músicos iban a tener a su favor en 1946, se habría creído estar hablando de utopías. […] Doctrinalmente, además, la música ha venido empezando a ser estimada en época muy próxima y debido al esfuerzo de una generación que está en su madurez de vida no hace muchos años.81

Seguidamente, reconoce que hubo cierto avance con la llegada de la república, pero acaba concluyendo que el verdadero cambio se produjo con el centenario y, sobre todo, con los procesos que él mismo encabezó a partir de 1924, año en el que la Sociedad Bach se oficializó e inicio su trayectoria como corporación:82 Hasta los días de la Independencia no hemos contado seriamente con un pasado musical. Ni la vida cívica, ni la religiosa ni la social nos ofrecen nada semejante a lo que existía en Europa, en España misma, a fines del siglo XVIII. El siglo XIX transcurre también sin que se cimente una verdadera cultura musical, sin que nos entronquemos de veras con los centros mundiales. Ni la actividad del Conservatorio, escuela de rango muy modesto entonces, ni la amplia protección social y gubernativa que se dispensó a la ópera, lograron que creciese el estrecho círculo de aficionados a la música, radicado casi totalmente en la capital. […] Todo el camino no recorrido hubo que hacerlo en cortos años a partir de 1900 y, más exactamente, a partir de 1910, año del Centenario de la Independencia. El movimiento musical de Chile, se ha dicho ya muchas veces, es vertiginoso y se acelera de año en año, hasta tomar un ritmo muy vigoroso desde 1924. “Erróneo consideramos basar la evolución de nuestro ambiente en el progreso y refinamiento de un grupo de iniciados”, se dijo públicamente el 1.° de Abril de 1924, al iniciar la cruzada de la Sociedad Bach […]. El estado social que dictó esas palabras no era ya el de antes. Sabíamos de la música, ya no nos bastaban las sempiternas Aída o Rigoletto, queríamos cultura, y la tuvimos. […] Esta obra, ¿es la de uno, tres o diez hombres? No: es la resultante de una crisis cultural que hacia 1920 sacude en Chile todo el panorama social, político e ideológico. Es la obra de la famosa “generación del año 20”, que no dejó cosa en su lugar.83

Como vemos, Santa Cruz pondera hasta decir basta su propia figura y las de su generación como agentes principales de estos cambios, supuestamente radicales. En este sentido, su actitud recuerda bastante a la de Zapiola en 1819, intentando situarse a sí mismo como precursor de un verdadero arte musical (vid. supra). Además, Europa continúa siendo el referente en términos culturales y se reproduce la idea de un vacío cultural antes de 1910, y especialmente en tiempos coloniales. Pero, sobre todo, Santa Cruz inaugura el tópico de los compositores chilenos como músicos sin un pasado musical, idea que luego será recogida casi a la letra por Vicente Salas Viú: Ni la escasa y precaria música religiosa del siglo XVIII, ni la de salón o cívica del XIX, ni el operismo italiano son bases para el movimiento musical de Chile presto a desarrollarse. No hay ni el menor punto de contacto entre ese pasado y la música

Giarda, cuya primera parte, “La vida”, fue compuesta en 1913, y el poema sinfónico “Fresia” de Raúl Hügel, compuesto en 1910. 81 Domingo Santa Cruz, "Las masas y la vida musical," Revista Musical Chilena 2, no. 15 (1946): 12. Debo el conocimiento de este trabajo a Edgar Vaccaris. 82 Sobre la historia de la Sociedad véase Domingo Santa Cruz, "Mis recuerdos sobre la Sociedad Bach," Revista Musical Chilena 6, no. 40 (1950). 83 Santa Cruz, "Las masas y la vida musical," 13-14.

contemporánea. Puede afirmarse categóricamente que en los dominios de la creación musical Chile no tiene pasado.84

Dos décadas más tarde, Roberto Escobar confirmaría esta tesis y de algún modo acabaría de consagrarla en su libro Músicos sin pasado, referido a la música clásica en el Chile del siglo XX: Lo que aparece como una característica de la actividad composicional chilena, en este siglo, es que se desarrolla como una respuesta a un requerimiento cultural del momento, a diferencia de la europea que evoluciona por el impulso de un poderoso y rico pasado musical que constituye una de las tradiciones más firmes de su cultura. Frente al Viejo Mundo, nuestros compositores chilenos son Músicos sin pasado. No quiere decir esto que no hubiera anteriormente composición en Chile, pues en todos los pueblos y en todas las épocas el hombre ha creado música, pero en el siglo XX, se inicia una actividad composicional que se guía por otros principios culturales y que conquista, para los compositores chilenos, un rol social nuevo.85

Considerando la evidente coincidencia entre estas ideas y los discursos en torno al descubrimiento, quizás no sea exagerado pensar que el uso del verbo conquistar es más que una mera coincidencia. La persistencia de este enfoque en nuestros días puede comprobarse leyendo aseveraciones como las que Juan Pablo González dedica a Pedro Humberto Allende (1885-1959), cuando afirma que, con su figura, la música chilena se sitúa por primera vez con propiedad “en el espacio de acción” de la música Occidental […]. Una contribución importante a la puesta al día de los músicos chilenos durante el siglo XX la han realizado los pocos músicos extranjeros que han llegado a estas lejanas tierras […]. De este modo, en la década de 1910 se inició la puesta al día de los músicos, y del público chileno, con la escena musical europea.86

Una vez más la historia musical de Chile vuelve a iniciarse. Allende habría inaugurado en estas latitudes una música propiamente occidental y esto habría tenido un efecto redentor, contribuyendo a superar un retraso cultural y a terminar con una situación de aislamiento, perspectiva que, en esencia, no difiere de los relatos que hemos escuchado sobre otras épocas. Al mismo tiempo, la visión de Santa Cruz y los suyos como protagonistas de una ruptura con el pasado musical se ha extendido a otros campos del saber. Los historiadores Simon Collier y William F. Sater afirman, en una obra publicada originalmente en 1996, que “El marco institucional en el que ellos podían trabajar fue muy frágil en un principio. Hasta antes de 1940, no podemos hablar de un real florecimiento de la vida musical en Chile (aparte de la Ópera)”.87 No parece aventurado conjeturar en este punto que este diagnóstico del pasado, aparentemente circunscrito al campo de la musicología, ha sido fácilmente aceptado fuera de él porque coincide con la 84

Vicente Salas Viú, La creación musical en Chile 1900-1951 (Santiago: Universidad de Chile, [1951]), 25. 85 Roberto Escobar, Músicos sin pasado. Composición y compositores de Chile (Santiago: Editorial Pomaire, Universidad Católica de Chile, 1971), 10. Cf. Izquierdo, "Aproximación a una recuperación histórica," 33-36. 86 Juan Pablo González, "Música: de la partitura al disco," en 100 años de cultura chilena 1905-2005, ed. Cristián Gazmuri (Santiago: Zig-Zag S. A., 2006), 205. 87 Simon Collier y William F. Sater, A history of Chile, 1808-2002 (Cambridge: Cambridge University Press, 2004), 301; citado por Edgar Vaccaris, "Reformas culturales entre 1925 y 1930. Refundación de la educación musical superior y las artes en Chile" (Tesis de magíster, Pontificia Universidad Católica de Chile, 2012), 111-12. Traducción del autor, cuya tesis contiene un análisis crítico más extenso sobre la influencia de Santa Cruz en la vida musical chilena.

visión general que existe sobre la cultura en Chile a comienzos del siglo XX; es decir, tal diagnóstico –y por tanto los problemas que aquí tratamos— transcienden a la música y la musicología. En todo caso, una afirmación más fundada sobre este punto requeriría una revisión que escapa al marco de este estudio. Finalmente, a pesar de la indudable importancia que tuvo el discurso de Santa Cruz, sería erróneo atribuir estas ideas únicamente a su influencia y la de sus discípulos. Al igual que para 1810, contamos con testimonios de la época del centenario que denotan que ya entonces se estaba gestando la idea de un cambio musical abrupto. Uno de los más interesantes se debe al musicógrafo Luis Sandoval, quien advirtió y al mismo tiempo criticó este proceso en un artículo publicado en 1911. Se quejaba allí de que, con ocasión de la venida de Pietro Mascagni, la crítica se dedicaba a ensalzar su figura al punto de olvidar a todos los maestros anteriores: En Europa, Estados Unidos y Australia, los críticos peinan canas; acá son los más jóvenes y desmemoriados posibles […]. Como compositor dicen del maestro: que es el más ilustre, el más grande, el más célebre de los italianos que escriben para el teatro […]. Como director de óperas dicen: que es el más hábil, el más talentoso, el más celebrado. ¿Y Celestino, Zocchi, Hempel, Contrucci, Antonietti, Padovani, Conti, Goré, Guerrera, Campanini, Anselmi, Polacco, Barone, maestros que han actuado con aceptación en nuestro primer coliseo, qué son ahora?88

En apoyo a sus afirmaciones, Sandoval recordaba el testimonio ya citado de Zapiola, quien decía que en 1819 Carlos Drewetcke había ya introducido la obra de Haydn y otros compositores, por lo que no podía decirse que las grandes obras fuesen desconocidas en el Chile de 1910. Finalmente, mencionaba las venidas de Henry Howell en 1849 y Gottschalk en 1868 como figuras tan relevantes como Mascagni, agregando algo muy interesante: “también en esa época exclamaban los croniqueros: nunca, jamás hemos oído algo igual”. En otras palabras, Sandoval ya vislumbraba lo contradictorio y repetitivo de este discurso, aunque sin saber que el testimonio de Zapiola adolecía de los mismos problemas que él había detectado en los críticos musicales de su tiempo.

A modo de conclusión Sin duda han quedado muchos aspectos por estudiar, como, por ejemplo, la posible vigencia de las ideas mencionadas en nuestros días, a propósito de la reciente celebración del bicentenario republicano en Chile y otros países de Latinoamérica. Éste y otros puntos relacionados con el tema escapan al marco de este trabajo y requerirán de un estudio independiente. Sin embargo, lo visto en las páginas anteriores permite afirmar que la historia musical de Chile en sus distintos períodos ha venido escribiéndose hasta hace no mucho tiempo de manera circular. En 1700, gracias a la llegada de los borbones, la influencia francesa habría producido un profundo cambio cultural y musical en Chile, dado por la súbita aparición de tertulias y otras formas de sociabilidad en las que la música tenía un rol importante. Naturalmente, estas manifestaciones no tendrían ningún vínculo con otras del siglo anterior, a pesar de que la evidencia –incluso aquella que era conocida en tiempos de Díaz Meza y Pereira Salas— podía haber demostrado lo contrario si hubiese sido escuchada con mayor atención; y es que, justamente, la evidencia fue muchas veces

88

Citado en José Miguel Varas y Juan Pablo González, En busca de la música chilena. Crónica y antología de una historia sonora (Santiago: Publicaciones del Bicentenario, 2005), 116.

acomodada a las interpretaciones preexistentes que los investigadores tenían sobre el siglo XVIII, a pesar de las pretensiones de objetividad con que revistieron su discurso.89 El relato es más o menos el mismo a propósito de 1810: nuevamente, un cambio político importante –en este caso la llegada de la república— habría posibilitado la apertura hacia Centroeuropa, con la consiguiente instauración de prácticas musicales supuestamente inéditas como el concierto y el estudio sistemático de la técnica instrumental. Antes de ello, el acostumbrado vacío: prácticamente no existía un método de enseñanza, al punto que “los niños aprendían a cantar como los pájaros”, como hemos visto en boca de Pereira Salas; y, una vez más, la evidencia documental habría sido suficiente para demostrar lo contrario. Lo interesante es que en este caso tenemos testimonios (Zapiola, Vera y Pintado, Lastarria) que nos muestran cómo estas ideas se encontraban ya vigentes en la época en cuestión. Adicionalmente, el relato se ha cargado aquí con fuertes tintes nacionalistas:90 ya hemos visto los esfuerzos de Urrutia Blondel por hacer coincidir el cambio con el inicio del periodo republicano, dejando los diez primeros años del siglo XIX relegados al supuesto oscurantismo colonial. Pero, como he señalado en la introducción, la influencia del nacionalismo no excluye la hipótesis en torno al mito del descubrimiento: como diversos investigadores han planteado hace ya tiempo, los procesos históricos, socio-culturales y por consiguiente musicales son complejos y están lejos de poder entenderse considerando una sola variable.91 Dichos tintes nacionalistas reaparecen con la misma fuerza durante la conmemoración del primer centenario republicano en 1910 y los años posteriores. Con ellos reaparecen también las ideas en torno a un vacío anterior: los músicos posteriores a esa fecha no tendrían un pasado con el cual vincularse y sólo la gigantesca labor de Domingo Santa Cruz y otros próceres habría permitido un real progreso en términos musicales; una “puesta al día” con Europa, como la denomina otro autor, luego de un profundo retraso prolongado desde tiempos inmemoriales, casi fuera de la historia. Pero tanto el texto de Sandoval como estudios más recientes se encargan de mostrarnos lo infundado de este relato y hacernos ver que, una vez más, la evidencia ha sido tergiversada para justificarlo. En vista de ello, me atrevo a sostener que, si bien hemos citado discursos en apariencia diversos sobre tres períodos históricos lejanos en el tiempo, no se trata realmente de textos diferentes, sino de un mismo texto que es reciclado una y otra vez para interpretar los momentos que parecen más relevantes en la historia musical del país. Pareciera que, cada cierto tiempo, la música en Chile es nuevamente descubierta o conquistada, iniciándose así una verdadera historia. Pero, a diferencia de lo afirmado por Sandoval, e incluso por otros autores actuales que han acuñado la metáfora de un “país sin memoria” a propósito de tragedias más recientes, pienso que no se trata simplemente de un problema de amnesia, sino del sistema de conceptos y creencias en el que nos hemos acostumbrado a situar los acontecimientos históricos; un sistema que, en gran medida, se halla aún anclado en el mito fundacional del descubrimiento y conquista de nuestro continente. 89

Decía Pereira Salas sobre su libro: “Hay aquí más hechos que doctrinas. El autor ha preferido dejar hablar a los documentos que rellenar los vacíos con retórica e imaginación”. Véase Pereira Salas, Los orígenes, XVIII. 90 Los cuales, sin embargo, ya están presentes en el discurso en torno a 1700, según creo haber demostrado en Vera, "¿Decadencia o progreso?." 91 Véase al respecto el capítulo inicial titulado “Ideas sobre la sociología de la música”, de Theodor W. Adorno, Escritos musicales I-III (Madrid: Ediciones Akal, S.A., 2006). Este texto fue publicado originalmente en 1958.

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