Museos: acervos y charlatanerías

August 12, 2017 | Autor: Irina Podgorny | Categoría: Museum Studies, History of Archaeology, Forgeries, fakes, Archaeological fakes
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Museos: acervos y charlatanerías

20.02.15 20:39

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IDEAS Viernes 20 de febrero de 2015 - 20/02/15

Museos: acervos y charlatanerías Fraudes. Armas, fósiles y cuernos falsos circulan por el mundo y desafían a los expertos. En el Vaticano descubrieron dos momias “recién envejecidas”. Por Irina Podgorny

En 1907, la Sociedad Etnológica de Berlín publicaba un informe sobre una excursión a la ciudad de Idar-Oberstein, uno de los centros más importantes en el pulido de piedras semipreciosas. El reportero destacaba la magnitud de los talleres de los Wild, extensa familia de orfebres formados en Hannover y San Petersburgo e instalados en Idar desde la década de 1840. En el inicio del siglo XX las joyas de los Wild no sólo se exportaban a toda Europa y a América: cada una de las ramas de la familia se había especializado en una materia prima. Así, mientras Jakob Wild XIII adquiría fama con el jade verde de Nueva Zelanda, los herederos de Carl Wild IX se dedicaron al comercio de perlas, cimentando su presencia internacional mediante las exposiciones internacionales y representantes en París, Birmingham y Glasgow. Esta visita de 1907 se originaba en una denuncia: en los círculos etnológicos se había difundido un alerta acerca de un foco de producción de falsificaciones de objetos de los pueblos primitivos con centro en las provincias renanas. La veracidad de estos rumores no fue difícil de comprobar: apenas bajaba del tren, el viajero descubría que la calle principal de Idar-Oberstein era un gran escaparate dedicado a la venta de objetos exóticos. Allí se mostraban todo tipo de armas, tikis, meres y adornos en jade verde, réplicas perfectas de los objetos más preciados de la cultura maorí. En ese comercio, destacaba el reportero, no había intenciones fraudulentas: con orgullo, los Wild ostentaban su firma en la manufactura y en el arte involucrado en la hechura de sus piezas. Sin embargo, la industria de Idar era inquietante: así como no había manera de distinguirla de “los originales” que la inspiraban, la mayor preocupación residía en su destino. Los objetos maoríes “made in Idar-Oberstein” respondían a los encargos de distintas firmas inglesas, las cuales, por su parte, las despachaban hacia Nueva Zelanda, origen de los modelos, de la materia prima y el principal punto de venta de las obras de Jakob Wild. Despojadas de la marca alemana, compradas por los coleccionistas, las piezas –reflexionaban los etnólogos– podrían regresar a Europa y, quién sabe, instalarse en las vitrinas de los museos gracias a la ingenuidad del conservador y la buena voluntad de algún viajero dispuesto a colaborar con el desarrollo de la ciencia. El redactor, cada vez más atribulado, confrontaba a los especialistas con un desafío: ¿contaban con los medios teóricos e instrumentales para distinguir los objetos “verdaderos” de los “falsos”? En enero hubo un hallazgo por demás sorpresivo: en los Museos Vaticanos encontraron que dos de las momias que forman parte de su patrimonio cultural son falsas. La tentación de la falsificación se ha perfeccionado. La duda del periodista alemán, lejos de limitarse al jade del Rin, florecía en los círculos arqueológicos o etnográficos de todo el globo. Aficionados y profesionales, se alertaban unos a otros: “¡Cuidado con las imitaciones!” Así, Robert Lehmann Nitsche (1872- 1938), “el http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/Museos-acervos-charlatanerias_0_1303669633.html?print=1

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antropólogo alemán de cepa criolla”, advirtió en 1905 en la prensa germana de Buenos Aires sobre las falsificaciones etnográficas fabricadas en el taller de un ciudadano francés situado en las orillas de la capital. Lehmann Nitsche se mofaba del carácter burdo de las lanzas, flechas y armas de piedra de los pueblos del Chaco “hechas en Avellaneda”, pero, al mismo tiempo, sabía que esa tosquedad era el secreto que las volvía irresistibles. Sus parientes y compatriotas, deseosos de contar con un “souvenir” argentino, no podrían resistirse a la tentación de ese primitivismo montado por un señor tan europeo como ellos. Engaño y paranoia Con el correr de los años, las falsificaciones y los miedos se sofisticaron pero no desaparecieron. Hacia 1927 el laboratorio de criminalística de la policía de Viena lanzó –por iniciativa propia– una encuesta entre los científicos para calibrar la dimensión de la amenaza. Los prehistoriadores la minimizaban, a pesar de que los inspectores detectaban colecciones falsas en cada museo del país. En 1932, A. Vayson de Pradenne, ingeniero de minas y antiguo presidente de la Sociedad Prehistórica Francesa presentaba los fraudes más notorios. En una lista –que hoy podría incorporar a las momias egipcias fabricadas en el siglo XIX recientemente descubiertas en el Museo Vaticano y a la escandalosa falsificación de un ejemplar del Sidereus Nuncius de Galileo (2005)–, enumeraba a “Flint Jack”(1841-1862), a las antigüedades lacustres de Concise (1859), la mandíbula de Moulin-Quignon (1863-64), los huesos grabados de las grutas del Chaffaud (1863-5), el oso y el zorro de Thayngen (1873-7), la era del hueso en Pollina (1880-5), la edad del cuerno en Suiza (1882-7), los sílex de Breonio y el hacha de Cumarola en Italia (18811906) y la tiara de Saïtapharnès (1896-1903). Curiosamente, no se refería a las pinturas rupestres del Cantábrico o a las colecciones de bronce procedentes de Benin, objetos que, en el momento de su descubrimiento, de tan diferentes a lo conocido, fueron considerados meros fraudes. De alguna manera, materializaban el temor que el etnólogo alemán Fritz Graebner expresó en forma de ley: “La fantasía creadora opera más desenfrenadamente, como es natural, allí donde se trata de echar al mercado tipos completamente nuevos de regiones poco conocidas”. Esta paranoia del engaño trazó una geografía social del embuste: emplazada en los bordes de Europa, en el mundo colonial y en las naciones iberoamericanas, se superponía con la geografía de la antropología finisecular. Las falsificaciones compradas por los museos parecían tener nacionalidades y profesiones muy definidas: resultaban de las acciones de obreros y artesanos, oscuros personajes húngaros, egipcios, italianos, africanos, mexicanos y rusos. Los engañados: caballeros austríacos, suizos, franceses, engatusados en su buena fe y amor a la ciencia. Pero, como muestra el caso relatado por Lehmann-Nitsche o aún el de Idar-Oberstein, esta geografía ocultaba que los circuitos de la falsificación eran mucho más complejos e incluían a la nacionalidad de los engañados como actores principales del embrollado negocio de la mentira. Paradójicamente, el miedo a dejarse engañar produjo un tipo de literatura que perfeccionó el fraude. En efecto, los manuales para distinguir lo verdadero de lo falso alimentaron al circuito que, sin parar, iba de un lado al otro: al señalar los caracteres indiciarios de una falsificación y los métodos para descubrirla, también daban las claves para mejorarla. Porque, a fin de cuentas, la química y la física al alcance de todos sumaba a la policía criminológica y al burgués bienintencionado pero no dejaba a fuera a los falsificadores, quienes, gracias a la publicación de las proporciones precisas de cobre o de estaño de una pieza “verdadera”, las características de la pátina, las modificaciones del color, los procedimientos técnicos o la composición de los materiales, obtenían detalladas recetas para mejorar su arte. Según la historiadora española http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/Museos-acervos-charlatanerias_0_1303669633.html?print=1

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Gloria Mora: “una falsificación, sea del tipo que sea, casi nunca es producto exclusivo de la imaginación de su autor, sino que se basa en documentos reales o ficticios ya existentes, sea para ratificarlos, para complementarlos o, simplemente, para conferirles mayor autoridad.” Porque, llegados a este punto, los falsificadores no eran otra cosa que conocedores cabales del interés de sus posibles clientes y de sus escritos y lecturas. Gracias a sus libros, combinándolos con su saber artesanal, lograron llevar las palabras a la práctica y transformar la materia –o la basura– en objetos del pasado. Los falsificadores del siglo XIX fueron los primeros expertos en el análisis de la tecnología prehistórica, revelándole a los arqueólogos el camino de la experimentación: no por nada Flint Jack terminó sus días enseñando a tallar la piedra a los estudiosos de la cultura material del hombre fósil como parte de las reuniones de las sociedades antropológicas de Inglaterra. La falsificación de antigüedades y objetos etnográficos, percibida como una amenaza a la ciencia, ayudó a la consolidación de todas estas disciplinas, forzándolas a establecer criterios para la crítica de sus fuentes y añadiéndoles técnicas de los falsificadores – y las de la policía– a sus útiles de análisis. Obsesión por lo real Por otro lado, las “falsificaciones” y la obsesión por “la cosa real”, es decir, por los objetos representativos de una cultura congelada en un momento histórico, marchaban de la mano. Una obsesión imposible de resolver a través de la observación de las propiedades físicas de las cosas. Las piezas de Idar-Oberstein, por ejemplo, mostraban que, aún en los niveles microscópicos, las huellas del trabajo de un alemán en nada diferían de las de un maorí. Mientras no se pudiera determinar cuándo y dónde se habían hecho, el pasado y el presente, lo verdadero y lo falso seguirían confundiéndose. Algunos etnólogos de inicios del siglo XX concedieron que toda falsificación no dejaba de ser el producto de una cultura, sólo que no procedía del medio cultural al cual decía pertenecer. Pero en vez de trabajar con la “falsificación” como un dato, los esfuerzos siguieron orientándose hacia la posibilidad de conservar conjuntos cerrados de elementos originales y primitivos, como si las culturas funcionaran de ese modo, por fuera de las fuerzas de la historia: hacía siglos que los maoríes se habían incorporado –queriendo o no– a las redes del comercio; sin embargo, para poder ingresar en los museos, no tenían derecho a fabricar sus objetos en Alemania. La necesidad de distinguir entre las piezas verdaderas y falsas indudablemente surge ligada al comercio y al auge de lo exótico, sin embargo, tras el gusto por la pura cepa hay otro tipo de cuestiones. Allí está José María Ramos Mejía preocupándose en sus Multitudes argentinas por la imposibilidad de distinguir, bajo el disfraz, la verdadera identidad social. Esta suerte de paranoia, a fin de cuentas, remite a la incertidumbre que provoca la nostalgia por un mundo de fronteras claras, de objetos e individuos puros, incontaminados, un mundo en el que nadie –tampoco los maoríes– había vivido ni, por suerte, vivirá. Arquéologa (UNLP), investigadora Conicet Etiquetado como: Edición Impresa

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