Mujeres aymaras, poderes y contra-poderes: Resistiendo una pluralidad de violencias en el Chile post-colonial. En: Actas del IV Congreso Latinoamericano de Antropología, Instituto de Investigaciones Antropológicas, UNAM. México: 1.17.

June 14, 2017 | Autor: Andrea Alvarez | Categoría: Gender And Violence, Gender and Ethnicity
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Andrea Alvarez Díaz Investigadora post-doctorante Centro Interdisciplinario de Estudios de Género Departamento de Antropología Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Chile Ignacio Carrera Pinto 1074 Ñuñoa, Región Metropolitana, Chile 56-2-29787890 [email protected]

Mujeres aymaras, poderes y contra-poderes: Resistiendo una pluralidad de violencias en el Chile post-colonial1

Introducción Desde los años ’90, se han acumulado evidencias en América Latina que reportan que, los servicios de salud - y sobre todo los de salud reproductiva - constituyen un espacio más en el que se ejerce violencia hacia las mujeres. Durante los años '80, por ejemplo, los programas de planificación familiar asumieron formas coercitivas. En algunos países del cono sur, se ha implementación la anticoncepción quirúrgica hacia mujeres marginadas socio-económicamente, y en general se observan conductas de maltrato hacia las usuarias de los servicios ya sea en forma psicológica (abandono), verbal, física o sexual (Castro, 2014). Estas manifestaciones coercitivas en el ámbito de la salud reproductiva han sido denominadas como “violencia obstétrica” y han afectado principalmente a las mujeres usuarias de servicios públicos (aunque no exclusivamente). Desde el discurso médico, se ha catalogado esta forma de violencia hacia las mujeres como un problema de calidad de la atención en salud. Sin embargo, se evidencia que se trata, más allá de un problema de calidad, de violación a los derechos reproductivos de las mujeres.

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Este trabajo es producto de la investigación post-doctoral No. 3130507 "Nuevos escenarios de género entre los aymara del norte chileno, región de Tarapacá" financiada por Conicyt, entre los años 2012 y 2015.

Más bien, sería expresión de la intersección de formas de violencia institucional ejercida por el aparato estatal en el ámbito de la salud reproductiva, y de violencia de género, por cuanto se agrede a las mujeres por el hecho de ser mujeres parturientas (Castro y Erviti, 2014). Efectivamente, la medicina moderna se caracteriza por ser una institución patriarcal que tiende a reproducir y a naturalizar la dominación sobre las mujeres a través de la medicalización de sus cuerpos (Foucault, 1991). La violencia obstétrica2 se define entonces como: “Toda conducta, acción u omisión, realizada por personal de salud que, de manera directa o indirecta, tanto en el ámbito público como en el privado, afecte el cuerpo y los procesos reproductivos de las mujeres, expresada en un trato deshumanizado, un abuso de medicalización y la patologización de los procesos naturales” (Medina, 2008). En Chile, desde fines de los años ’80, se ha instalado un modelo tecnocrático del nacimiento, caracterizado por: una fuerte orientación hacia la ciencia, un importante uso de tecnología, intereses principalmente económicos, e instituciones gobernadas por un poder patriarcal. En el modelo tecnocrático, el cuerpo asume la metáfora de la máquina, el hospital como una fábrica donde se elabora el producto - el bebé -, y la tecnología es trascendente sobre los procesos. El cuerpo de la madre es concebida como una maquina defectuosa de por sí, y el experto técnico es el que rescata y produce el bebé. La autoridad y responsabilidad recaen sobre el médico y no en la parturienta, lo que se expresa por ejemplo en la imposición de la posición de litotomía cuyo origen y adopción obligada para las mujeres, coincidió con la entrada en la escena del parto de los médicos (Davis-Floyd, 2001). Mientras tanto, en la misma década en que Chile abrazaba el modelo tecnocrático en salud reproductiva, la Organización Panamericana de la Salud (1985), en su Declaración de Fortaleza sugería que se enfatizara la participación de las parturientas en la planificación, ejecución y evaluación de la atención, así como el

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El primer país latinoamericano en tipificar la violencia obstétrica en términos jurídicos fue Venezuela en el año 2007. También se ha incluido en la legislación argentina y en la de varios estados mexicanos.

respeto a las formas tradicionales de traer al mundo a los bebés, la participación de las parteras tradicionales y el parto en posición vertical. En este trabajo, se analiza en el escenario urbano (donde reside la gran mayoría de la población aymara chilena) la reproducción de la violencia obstétrica en el cruce de diferentes violencias: de género, institucional, estructural y étnico-racial. A través de información obtenida de historias de vida con mujeres y parteras aymara, observación de contextos culturalmente pertinentes y revisión de información secundaria, damos cuenta del proceso de asimilación y chilenización en el ámbito de la atención al parto, que ha llevado a la cuasi-extinción de la partería tradicional en el territorio nacional. El trabajo cierra su descripción analítica proponiendo como categoría analítica, la noción de racismo obstétrico como una imposición sistemática por parte del Estado en territorios aymara de una estrategia sanitaria “chilenizadora” que, en aras de la disminución de la mortalidad materna, contribuyó a la cuasidesaparición de la partería tradicional en el norte del país.

Violencias entrecruzadas: un análisis necesario Una de las primeras constataciones desde la cual queremos iniciar esta reflexión, es que la ocurrencia de un tipo determinado de violencia no se presenta de manera aislada, sino que tiende a ser parte de un entramado de violencias. Esta aseveración cobra más sentido cuando se trata de contextos de mujeres de pueblos originarios, que tienden a vivir cotidianamente una acumulación de expresiones violentas: de género, por el hecho de ser mujeres; de etnia y raza, manifestada en el racismo y discriminación étnica, por el hecho de pertenecer a Pueblos originarios; y de clase, debido a los procesos estructurales de marginalización y despojo que han pauperizado a los y las indígenas del continente. Estas constataciones las realizo sobre la base de investigaciones en torno a la violencia hacia la mujer en contexto mapuche, en Chile (Alvarez y Painemal, 2013; Painemal y Alvarez, 2015), en contexto maya, en Guatemala (Alvarez, 2010, 2012, 2013) y en contexto aymara en el norte chileno. En estos contextos, se observa

que a la intersección de violencias de género, etnia y clase, se amalgaman otras expresiones de violencias macro-estructurales o sociales, tales como: la violencia política, el racismo ambiental, la violencia institucional y la violencia espiritual. A partir de la descripción de una malla analítica, que explica la acumulación de violencias, se concluye que, para entender la ocurrencia de la violencia de género en contextos indígenas, debe considerarse las demás violencias, junto a las cuales se reproduce. Esta forma de análisis, como se comprende descarta, por espuria, la ambición de una definición esencialista o universal de la violencia. La amplia variedad de usos del término violencia y sus derivados, muestra que no se trata de un término unívoco ni homogéneo (Jacorzynsky, 2002). Así, para comprender de qué hablamos, cuando nos referimos a violencia, me parece necesario conocer las diferentes acepciones del término, observar el contexto específico de aplicación y comprender los contextos en que se emplea la palabra. Se adscribe así a una definición de violencia de tipo contextual, y a un análisis interseccional de la misma, que integra las categorías de clase, género y etnia (Crenshaw, 2003, Muñoz, 2011). Como bien lo indica Tomasini: “El concepto de violencia, es como muchos otros, un concepto de semejanzas de familias. Es decir, el uso de la noción en un contexto determinado (p.e. el Estado) puede ser muy similar a su aplicación en otro contexto (digamos, la escuela), pero ya no tan semejante a su utilización en otro (verbigracia, el sexo), el cual a su vez se puede parecer más a la violencia en la familia que a otro, por ejemplo, a la idea de violencia económica institucional” (Tomasini, 2002, 24). Otra característica relevante en el análisis del entramado de violencias que afectan a las mujeres de Pueblos originarios es que “las violencias se encuentran en un continuo proceso de mutación” (Alvarez, 2012, 319). No se trata tanto que hayan cambiado en su naturaleza, sino que, como lo indican Ferrándiz y Feixa (2004, 169), “la tendencia que existe en esta coyuntura histórica entre los actos, los usos, las representaciones y los análisis de la violencia, ha transformado cada uno de estos espacios de acción social y por ende, el conjunto global en el que se ejecutan, interpretan y analizan los actos violentos”.

Así, se propone un análisis de escenarios en los que se configura una articulación determinada de violencias que contribuyen a su perpetuación, en un determinado contexto y momento histórico.

Violencia obstétrica y mujeres aymara en el norte de Chile El Pueblo aymara está integrado por más de 3 millones de personas que se distribuyen entre Perú, Bolivia y Chile, siendo hoy una de los Pueblos más importantes de Sudamérica. Durante el siglo XIX, la población aymara quedó repartida en tres países distintos, tras la guerra del Pacífico que dividió los lazos históricos entre los aymaras, dificultando el acceso a los distintos pisos ecológicos, característico de la organización territorial aymara. Desde 1920, el Estado chileno inició una intensa campaña de chilenización de la población aymara de Tarapacá, a través de la educación pública y el servicio militar, la que se vio reforzada por la creciente migración a las ciudades, que traería profundas consecuencias sociales. Durante el siglo XX, se registran importantes cambios en la sociedad aymara, basados en transformaciones económicas, políticas, culturales en el marco de las relaciones interétnicas con la sociedad regional y nacional. En torno a los años '60, debido al empobrecimiento de las comunidades aymara del interior, y al auge que vivió Iquique con la instalación de la zona franca, se dinamiza la economía regional y la propia economía aymara. En el mismo período, aumenta el índice da alfabetización y de educación y comienza un intenso proceso de translocalización de las comunidades y familias aymara. Las economías domésticas dejan de ser exclusivamente agrícolas, y dependen también de ingresos extraprediales (Gavilán, 1993), como el trabajo minero, la prestación de servicios asociados a la actividad minera. La economía andina se mercantiliza extensivamente, y la orientación de economías domésticas de base comunitaria, que giraban en torno a relaciones económicas micro-regionales, se pierde, al tiempo que su condición agraria, se relativiza al incluirse el trabajo minero asalariado” (Gundermann, 2002, 41).

Los aymaras que migraron a las ciudades costeras de Tarapacá crearon complejas redes de intercambio con sus parientes campesinos, a la vez que aprovecharon las oportunidades que abrió la integración económica con Perú y Bolivia en la década de 1990. Reconociendo que ningún espacio social puede existir sin un componente geográfico, territorial (Pries, 1990 citado en D’Aubeterre, 2000), entre procesos de deslocalización, propios de la modernidad (Giménez, 1995) se describen pautas de translocalización (Gundermann y González, 2008) del pueblo aymara: “portadores de su cultura con independencia del lugar en que se encuentren, ya sea que estén en zona urbana o rural” (Valdebenito et al., 2006). Se reportan también importantes modificaciones, tales como el "mejoramientos en los medios de comunicación, en las rutas de transporte, en el abastecimiento alimenticio, en la atención sanitaria y el tratamiento de enfermedades” (Gundermann, 2002, 44). Hasta la mitad del siglo XX, imperaba en las comunidades de la alta cordillera y de la altiplanicie el monolingüismo aymara, situación que se modifica con la creciente demanda de castellanización y el acceso a la educación formal. Hoy, menos del 35% es hablante funcional de aymara (Gundermann, 2007). Muchas de las problemáticas actuales, tales como la pobreza, la marginalidad y los procesos de exclusión social tienen su origen en variables culturales, económicas y sociales que se asientan en las primeras etapas del colonialismo. Efectivamente, el capitalismo opera globalmente en contextos nacionales y regionales, construidos a partir de categorías étnicas y raciales procedentes de la Europa colonial, para organizar la sociedad productiva. Así, las categorías coloniales son reapropiadas, producidas y reproducidas por las elites intelectuales y gubernamentales con el fin de jerarquizar y organizar la sociedad nacional y regional, activando de este modo un colonialismo interno (Rodríguez Mir, 2012). Como veremos, las prácticas sociales y políticas públicas en salud no están ausentes ante esta reproducción del orden colonial. Los determinantes estructurales de la salud, etnia, género y clase social, constituyen organizadores sociales que estratifican la sociedad en grupos

aventajados o hegemónicos y grupos desaventajados o subalternos. Como resultado de esta estratificación social, los grupos desaventajados, en este caso los pueblos originarios, viven problemáticas que comprometen su bienestar, supervivencia, identidad y libertad (Observatorio de equidad en Género y salud) Respecto a la atención oportuna y eficaz de las emergencias obstétricas, nuestro país presenta cifras, como la tasa de mortalidad materna, la cobertura de cuidados prenatales, y la cobertura de atención profesional del parto, que parecen dar cuenta de que la violencia obstétrica no representaría un problema. Sin embargo, sabemos que las cifras a nivel nacional esconden desigualdades importantes y que no todas las mujeres en Chile acceden a la atención obstétrica con igual oportunidad y estándares de calidad, en especial a la atención prenatal y al parto. Un estudio cualitativo sobre casos de mortalidad materna en mujeres de pueblos originarios en Chile muestra que en determinados casos, cuando condicionantes sociales como género, etnia y pobreza confluyen, la atención oportuna y eficaz de una emergencia o de un embarazo con alto riesgo obstétrico no está garantizada (Oyarce et al., s/f). Por otra parte, muchas veces los resultados de estas situaciones para las mujeres pueden no ser la muerte, pero el daño o la pérdida de calidad de vida ocasionado no se muestra en las estadísticas disponibles.

a) La medicalización del parto en el altiplano Desde los años ’60, ’70 las políticas de salud reproductiva que se venían implementando con fuerza en el resto del país, empiezan a afectar de manera más directa a las mujeres aymara del interior. Se instalan postas rurales en la cordillera y la atención en salud comienza a ser más accesible aunque sin ningún tipo pertinencia cultural y al contrario evidenciando maltrato y descalificaciones por parte del equipo de salud hacia las mujeres. Con todo, la ronda médica solo sube a los pueblos andinos 1 día cada mes y medio. Las mujeres aymara durante ese período, opusieron importantes resistencias ante esfuerzos de los equipos de salud rurales, que las instaban a controlar su embarazo en la posta y a "bajar" a la ciudad para el nacimiento de su bebé. Como lo indica un enfermera universitaria entrevistada:

"Se escondían en sus casas cuando venia la ronda médica a visitarlas y no salían a abrir la puerta. Una vez que la wawa había nacido, ya sea con el apoyo de partera, o bien atendidas por ellas mismas, solitas, fingían ante la matrona no haberse dado cuenta que el parto ya venía, y no había alcanzado a bajar a la ciudad". Por otro lado, se empieza a hacer valer con mayor sistematicidad el reglamento del Código Sanitario que prohíbe y judicializa el ejercicio de la profesión a una persona no calificada para ello. En el caso de la atención del parto, el Código Sanitario establece la responsabilidad exclusiva de esta función en el profesional médico y matrona. Aún así para el año 1995, la sistematización de la información local documenta que en las comunas rurales más pobres y aisladas (Huara, Camiña, Colchane) el porcentaje de parto domiciliario bordea el 40%. Una de las discusiones relevantes en torno al tema, fue el de la relación entre la disminución de la mortalidad materna y la profesionalización e institucionalización del parto. Al respecto, un estudio exploratorio del equipo de salud (no publicado) demostró que el 98.8% de los partos atendidos en domicilio con parteras tradicionales o bien por los esposos de las parturientas, o por ellas mismas sin apoyo, fueron satisfactorios. Cabe precisar que este pequeño piloto se elaboró con información de las auditorías de parto domiciliario ocurridas entre los años 1993 y 1993, contrastando con las auditorías de los partos hospitalarios en los mismos años con mujeres de las mismas comunidades. La documentación reporta que "el número de mortinatos en las mujeres de las mismas localidades, atendidas en el nivel terciario de salud es similar al que presentan mujeres de las mismas localidades con atención del parto en domicilio". Aún con esas constataciones, el mismo documento se encarga en explicitar que la institucionalización del parto no está en cuestionamiento. Efectivamente la discusión se zanjó manteniendo la política de disminución de muerte materna a través de la institucionalización del parto, aún cuando la medicina basada en la evidencia demostraba otra cosa, o al menos la necesidad de profundizar en esta

relación con otras indagaciones. Mientras que en países como México y Guatemala, la tendencia es a capacitar a las parteras para la atención del parto de menor riesgo posible para las mujeres, en Chile se formaron profesionales para que ejercieran en vez de las parteras. Con todo, no podemos dejar de mencionar que el mismo estudio arrojó que en un 52% de los partos hospitalarios a las mujeres aymara se les aplicó episiotomía profiláctica. El dato no llamó a atención ya que la violencia obstétrica como tal no era tematizada ni puesta sobre la mesa de la discusión.

b) El parto hospitalario en la ciudad Hoy, el 99% de las wawas (es decir de los bebés de origen étnico aymara) de la región de Tarapacá nace en el Hospital regional de la ciudad de Iquique (Ministerio de Salud, 2009). Allí, como en el resto del país, la mayoría de los partos son intervenidos por igual, y durante el trabajo de parto de las mujeres, los esfuerzos están puestos en intervenciones técnicas dejando de lado el manejo espontáneo y fisiológico de un proceso que aproximadamente en el 85% de los casos ocurre, o podría ocurrir, de manera natural. La aceleración del proceso de parto a través del uso de distintas técnicas es una práctica instalada y aunque hoy se trata de instalar un discurso para una obstetricia más humanizada y natural, la praxis se modifica poco. Resulta más “natural” y cómodo para las rutinas y prácticas de quienes toman las decisiones en ese ámbito no cambiar los ritmos ya instalados en la estandarización de estos procesos, aumentando tiempos de espera a los que no se está habituado ni dispuesto. En contexto hospitalario, tener que esperar sin realizar actividades médicas apropiadas se vuelve incómodo e insostenible para el profesional. Así, un parto que no progresa según lo establecido por la norma médica se vuelve peligroso, y debe ser intervenido (Sadler, 2003). Las cifras del Departamento de Información y Estadísticas de Salud indican que en el sistema público se registró para el año 2010 un 37% de cesáreas y un 67,6% en el sistema privado durante el año 2009, con una tendencia el aumento en

ambos casos (DEIS, en OPS/Observatorio de Equidad de Género en Salud, 2013). Estas cifras superan por mucho, lo recomendado por la Organización Panamericana de la Salud, que es de un 10 a 15%, según la situación médica de cada mujer (OPS, 1985). A las situaciones de violencia obstétrica caracterizadas por trato deshumanizado, abuso de medicalización y patologización de procesos naturales, hay que añadir las implicaciones culturales profundas que significan para las mujeres aymara la realización de una cesárea en un cuerpo que es interpretado de manera diferente a la que sostiene al modelo bio-médico. De acuerdo a los principios del Tinku, para poder desarrollarse y vivir en armonía y equilibro, se consideran no solamente el plano físico y emocional, sino también el plano espiritual y los flujos entre los diferentes planos. Esta situación se relaciona de manera determinante con la institucionalización del parto que aconteció a mediados del siglo XX en todo el país. Así, donde antes participaran familiares y amigos, hoy participa el personal médico. Si antes había una jerarquía equilibrada entre los participantes, hoy se aprecia una hegemonía del conocimiento médico. Donde se utilizaban métodos naturales, hoy se privilegia el empleo de tecnología sofisticada (Sadler, 2003).

c) Erosión al sistema tradicional de partería aymara El impacto socio-cultural que ha tenido para el pueblo aymara del norte chileno, la pérdida del ejercicio de la partería tradicional es evidente. Hoy el ejercicio de las parteras se ha convertido, desde su ejercicio tradicional en el ayllu, en la de facilitadora intercultural que tiene la función de acompañar y apoyar cultural y psicológicamente a la mujer aymara que quiere atenderse bajo la modalidad del parto humanizado en el hospital. Desde la década de los '90 con el retorno a la democracia, se han venido implementando acciones en salud reproductiva y Pueblo aymara que no ha logrado resolver del todo la situación de deterioro progresivo de la partería sino que más bien contribuyen a su institucionalización. Es decir, a su asimilación por

parte del modelo bio-medico, ya no en su versión tecnocrática, sino que ahora en su versión de "parto humanizado". En este modelo, a diferencia del tecnocrático, se entiende que hay conexión entre mente y cuerpo, desde una aproximación bio-psico-social de la salud. Se asume que las hormonas, mensajeros que viajan desde el cerebro a todas las partes del cuerpo y van permitiendo el flujo continuo de información entre el cogniciones, emociones y cuerpo. En este paradigma, el cuerpo se define no como una maquina sino como un organismo. A la mujer parturienta se la percibe como sujeto, no como objeto y se espera que haya una relación de conexión y cariño entre paciente y cuidador. Sin desechar la información que pueden aportar la tecnología, se valora lo que fluye desde la mujer: sus sentimientos, sus pensamientos, sus deseos. En este sentido, escuchar a las mujeres es una premisa que tiene valor un importante, valor en sí misma, y se ha de conjugar con la información obtenida

como resultado de los procedimientos tecnológicos.

Escuchar a las mujeres, en definitiva, significa tener en cuenta su individualidad, sus deseos propios y que las parturientas no van a ser iguales entre sí. En definitiva, la esencia del modelo tiene siempre presente que esa mujer que necesita de ayuda médica es un ser humano (Davis-Floyd, 2011). Esta forma de entender la relación médico-paciente y de introducir y utilizar la tecnología, contribuyen a la disminución de la violencia obstétrica que afecta a las mujeres chilenas durante el proceso del embarazo, parto y puerperio. Sin embargo, ante el ejercicio fuera de la ley de las parteras tradicionales (fuera de lo que establece el Código sanitario), se observa una forma de control y domesticación de su ejercicio de diferentes maneras, pero que tiende finalmente a quitarle su poder subersivo: traer a las wawas al mundo bajo su propio paradigma tradicional, subersivo ante el saber médico. El modelo de parto humanizado sin un reconocimiento explícito de los derechos culturales de las mujeres aymara no hará más que reproducir la fagocitación de la partería tradicional, bajo algunos principios comunes, sin un resguardo de: - La importancia del arraigo al territorio comunitario en el ejercicio de la partería tradicional. El espacio/tiempo donde las parteras entran en comunión con la

naturaleza, con los cerros y montañas, con los valles donde buscan y seleccionan las plantas que utilizarán para sus masajes y pomadas. - La relevancia del espacio social comunitario, aún translocalizado, que permita el intercambio de conocimiento, su traspaso y su e-elaboración constantes entre las mujeres de diferentes generaciones. - El protagonismo de la partera tradicional como agente válido en la recepción del recién nacido durante el alumbramiento. - El reconocimiento, en definitiva, de la partería tradicional como un sistema de conocimiento y prácticas en salud, basado en un paradigma que se acerca al del parto humanizado, pero que responde a una matriz andina con especificidad histórica propia. Estas consideraciones étnico-culturales nos permiten evidenciar, en el caso de las mujeres indígenas, que la violencia obstétrica opera también en su dimensión estructural como racismo obstétrico. Es decir, que la violencia obstétrica afecta a las mujeres independientemente de su condición étnica, en tanto mujeres, limitando el ejercicio de sus derechos reproductivos individuales. En el caso de las mujeres aymara, la violencia obstétrica las limita además en el ejercicio de sus derechos colectivos como miembros de un Pueblo originario, por cuanto se ha perseguido a las parteras tradicionales (sustentado en la aplicación del Código sanitario) y se ha debilitado el tejido social que sostiene su reproducción, a través de acciones con falta de pertinencia cultural adecuadas a la población indígena.

A modo de cierre En la sociedad chilena, como en otras sociedades latinoamericanas, sigue vigente la estratificación socio-racial, como perpetuación del orden colonial. Una de sus manifestaciones más agudas es el proceso de desagrarización y desruralización que ha afectado al Pueblo aymara. incorporándolo a la órbita urbana y semiurbana en condiciones de marginalidad socio-económica en su mayoría y en condiciones de discriminación étnica cotidiana en los diferentes espacios en los que se desarrollan.

En un contexto histórico de paulatina translocalización de las familias aymara, a través de las políticas públicas en salud reproductiva desde los años '70, se aplicó de manera coercitiva programas de planificación familiar, y de profesionalización del parto presionando a las parturientas aymara a atenderse de manera institucionalizada en las ciudades de a región, utilizando al personal paramédico aymara como puente para acceder a la población que se resistía al proceso. Desde fines de los '80 en adelante, las políticas públicas han contribuido a la aplicación del modelo tecnocrático del parto, con su consecuente erosión en el sistema de partería aymara. No se trata de un proceso aislado, sino que de una confluencia de las acciones de diferentes sectores de la sociedad chilena mayoritaria que han contribuido a la instalación del paradigma modernizador, del progreso en la vida cotidiana del altiplano y de los valles. Se trata de una política pública sustentada en una ideología modernizadora que reproduce altos grados de medicalización de los cuerpos de las mujeres aymara, así como una mercantilización de la salud reproductiva. Así, nos parece que la actual definición de violencia obstétrica aplicada en contextos indígenas, invisibiliza los efectos estructurales y sistémicos de la aplicación de políticas públicas en salud sin la pertinencia cultural y histórica necesaria. Se propone entonces complementar esta definición incorporando la noción de "racismo obstétrico" como una forma de vulneración de los derechos reproductivos de las mujeres indígenas, abarcando así tanto los derechos individuales como los derechos colectivos como pueblo. Desde esa perspectiva, nos parece que esta forma de entender la violencia obstétrica amplía la intersección entre la violencia de género, y la violencia institucional, incorporando además la violencia estructural y, sobre todo, la violencia generada por el racismo hacia los Pueblos originarios, entendiendo este último como una ideología. Así, la modernidad occidental se organiza en un orden social establecido entre “colonizadores civilizados” e “indios incivilizados”, lo que legitima e institucionaliza el derecho de los “civilizados” a despojar, a esclavizar, a controlar y dominar, a matar a los “incivilizados”. Efectivamente, los racismos tienen orígenes históricos diversos, pero se articulan con estructuras patriarcales

de clase de formas específicas en condiciones históricas concretas (Brah, 2011) que es necesario develar.

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