Modernidad y \"Quién es quién\". Estado moderno e identidad nacional

July 4, 2017 | Autor: Rodrigo Peña | Categoría: Identidad, Modernidad, Estado, Teorias Del Estado
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Descripción

GOBIERNO DEL ESTADO DE VERACRUZ DE IGNACIO DE LA LLAVE Javier Duarte de Ochoa

Gobernador del Estado

Gerardo Buganza Salmerón

Secretario de Gobierno

Elvira Valentina Arteaga Vega

Directora General de la Editora de Gobierno

Primera edición: 2012 ISBN: 978-607-7527-55-8 © Editora de Gobierno del Estado de Veracruz Km 16.5 de la carretera federal Xalapa-Veracruz C.P. 91639, Emiliano Zapata, Veracruz, México Impreso en México

Índice La identidad ante un mundo en cambio . . . . . . . . 5 JeSúS alBerto lóPeZ gonZáleZ y PaBlo armando gonZáleZ ulloa aguirre

La identidad y su metamorfosis . . . . . . . . . . . . . 25 Modernidad y “Quién es quién”. Estado moderno e identidad nacional . . . . . . . . . . . . . . . . . 27 rodrigo Peña gonZáleZ

La identidad ante un mundo de incertidumbres . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51 PaBlo armando gonZáleZ ulloa aguirre

La identidad en la sociedad de consumo . . . . . . . 75 aura roJaS garcía

Identidad, ciudadanía y praxis política . . . . . . . . . 97 deniSSe valle JaSSo

Las huellas de la identidad. Hacia una antropología del clon . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125 Pedro JiméneZ vivaS

Modernidad y “Quién es quién”. Estado moderno e identidad nacional Rodrigo Peña González El otro es indispensable a mi existencia tanto como el conocimiento que tengo de mí mismo. En estas condiciones, el descubrimiento de mi intimidad me descubre al mismo tiempo el otro, como una libertad colocada frente a mí, que no piensa y que no quiere sino por o contra mí […], en este mundo el hombre decide lo que es y lo que son los otros. Jean Paul Sartre,

el exiStencialiSmo eS un humaniSmo

El conocimiento y reconocimiento del otro en la vida política moderna ha sido una práctica con cualidades y características políticas interesantes para el análisis. En general, la existencia de un ego o yo (que también puede, en la medida en que la colectividad lo permita, ser un nos) se define a partir de un alter u otro y surge, entre otras cosas, por la necesidad de establecer límites más o menos claros de cómo, quién, por qué y hasta dónde ego es de tal o cual manera y, en consecuencia, poder realizar los mismos planteamientos para alter.1 1

Parte sustancial de la importancia del alter la explica Touraine (2000: 70) cuando afirma que: “El individuo no puede constituirse como Sujeto autónomo si no es a través del reconocimiento (recognition) del Otro

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Y es que aunque el problema de la identidad es una práctica sociopolítica premoderna y hasta metamoderna, también se presenta en la modernidad política a partir de parámetros muy bien establecidos. Enarbolada por la consecución de una serie de instituciones y pilares fundamentalmente basados en la razón –léase Ilustración–, la definición de ego y alter durante la modernidad se da principalmente a partir de la identidad nacional, en franca vinculación con la nación provenida del pueblo o folk, por un lado, y el Estado moderno, por el otro. Así pues, para hablar de identidad nacional en general es importante también hacer alusión al inexorable vínculo que ésta tiene con el Estado en particular. Al menos en gran parte de la Europa Occidental de los siglos xvii y xviii, el binomio Estadonación se constituye en sí mismo como la principal, y a veces única, forma de organización y ordenación sociocultural y político-económica (además de estar complementado jurídicamente) que comprende, contiene y encierra un proceso de magnitudes históricas, políticas, culturales y sociales concretas: la separación entre ego y alter a partir de criterios y fundamentos nacionales, pero también delimitados espacial y objetivamente a través de fronteras que, valga la reiteración, también […] Reconocer al Otro no significa ni descubrir, tanto en él como en mí mismo, un Sujeto universal ni aceptar su diferencia: significa reconocer qué hacemos en situaciones y sobre materiales diferentes, el mismo tipo de esfuerzo por conjugar instrumentalidad e identidad”.

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son nacionales. Es el totalitarismo de la nación moderna como referente máximo y como forma de organización sociopolítica primigenia, y que Ulrich Beck define como nacionalismo metodológico, mismo que implica que: “[…] el contorno de la sociedad se considera en su mayor parte coincidente con el del Estado nacional […], en cuanto unidades territoriales recíprocamente delimitadas” (Beck, 1999: 45). Posteriormente, durante los siglos xix y xx, ya sea en el caso de los países que surgen a la independencia después de un pasado colonial, sea cual sea, o a través de la formación tardía de estados modernos –léase Alemania e Italia–, la dinámica política refuerza la idea del pensamiento moderno en el sentido de que, formar al Estado y consolidar a la nación, se presentan como las alternativas por excelencia en busca de un progreso como sociedad precisamente nacional; idea, por cierto, también típica del pensamiento y el discurso moderno en general.2 La Ilustración, entonces, y todo el contenido epistemológico antropocéntrico que contenía, brindó a la política argumentos suficientes como para justificar el

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Con la excepción del pensamiento marxista y anarquista, es posible afirmar que gran parte de la utopía política del progreso pasaba por el Estado y/o la nación. De hecho, es interesante que cuando Marx convoca: “proletarios de todos los países, uníos”, más allá de que el llamado era fundamentalmente eurocéntrico, sí se trata de uno de los primeros llamados a la unidad a partir de la metanacionalidad. En otro sentido, pero bajo la misma idea, se encuentra también el cosmopolitismo kantiano.

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establecimiento racional-artificial y posterior consolidación de instituciones sociopolíticas, primordialmente el Estado, aunque no únicamente. Para efectos prácticos de la identidad nacional, interesa de manera particular la figura precisa del Estado moderno y la manera en la que éste se consolida y legitima a través de la nación, así como la forma en que la nación se vale del brazo institucional que representa el Estado apegado a un lugar concreto o territorio para articular, formular y ejecutar un sinfín de políticas orientadas a diversos aspectos (ibid.: 19). De esa forma, y en plena modernidad, dicho Estado moderno –estructura racional-artificial–, se vale de la nación –afiliación irracional-natural– para fortalecerse, legitimarse y aportar organicidad al que, en adelante, podemos llamar sistema internacional, inaugurado con la firma de los tratados de Paz de Westfalia de 1648 y que dieran fin a la Guerra de los Treinta Años. La materialización del fenómeno se dio en la estructuración de la soberanía estatal y las mencionadas fronteras nacionales. El esquema era sencillo y práctico: al interior, está ego –aun cuando se trate de pueblo, súbditos, ciudadanos, contratantes o cualquier otra figura que componga y dé legitimación al Estado–, y al exterior, es decir, simple y sencillamente allende las fronteras, se encuentra alter. Como se sugería inicialmente, es difícil aseverar que en etapas premodernas de la historia no fuese importante la figura de la otredad con todo lo que ello

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implicaba (sobre todo, como se verá más adelante, a partir de guerras de religión como las cruzadas o simplemente a partir de identidades religiosas, culturales, lingüísticas u otras). Sin embargo, sí es posible aseverar que el proyecto político de la modernidad supo canalizar el hecho de que, en adelante, las líneas del quién es quién, serían determinadas a través del poder de una institución tal como lo fue el Estado moderno, basado, complementado o justificado sobre la nación, ejercitando así la dualidad Estado-nación. Incluso existen juicios más determinantes al respecto, como el de Bauman (2005b: 97) cuando afirma que: El Estado nacional se propone primeramente con el objetivo de ocuparse del problema del extraño, [aunque] no de los enemigos. Es precisamente este rasgo específico

el que le diferencia de otras organizaciones sociales supraindividuales.

Aquí, para efectos prácticos, el extraño debe entenderse como sinónimo del otro o alter. Sin embargo, más allá de profundizar sobre por qué para el Estado-nación es tan importante la alteridad, la idea se dará por hecha en función de prestar más atención a la articulación entre dos o más estados-nación o, como también se les conoce, las relaciones internacionales. En el presente trabajo –mejor capítulo o investigación– se parte del supuesto de que tanto el Estado moderno como la identidad nacional, se consolidan políticamente durante y al final del discurso

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moderno; sin embargo, también se defiende la idea de que tal fortaleza les creó a ambas, de manera paradójica, una debilidad, a saber, que la relación del Estado con la identidad nacional llegó a ser tan estrecha que provocó una interdependencia compleja, en la cual, la crisis política de uno, implicaba la crisis del otro en el mismo sentido, y por consiguiente, del binomio Estado-nación y su funcionamiento en general en la vida pública. Para efectos del análisis, primero se abordará desde un punto de vista conceptual el origen y la relación entre el Estado y la nación, así como la idea de en qué medida uno es precursor o fundador del otro. Posteriormente, se analizará el impacto de la consolidación de la identidad nacional en la estructura internacional moderna y sus relaciones internacionales; y finalmente, se considerará el impacto del nacionalismo en todo el esquema dado, lo que dará pie finalmente a la presentación de algunos planteamientos elaborados a manera de conclusión y a la luz de una hipotética crisis de la modernidad. Del Estado a la nación y de la nación al Estado La transición de lo nacional a lo estatal-nacional puede ser también inversa, es decir, se puede pasar de lo estatal exclusivamente a lo estatal-nacional. Eso implica que es posible que la nación pase a constituir un Estado-nación como se da en el caso de los países de Europa Occidental, o que el Estado sea el que propicie la construcción compleja del Estado-nación mencionado, ejemplo más

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cercano al de algunos de los países latinoamericanos. Sin embargo, es importante reconocer que por lo general la nación precede al Estado como manifestación fundacional de las diversas formas estatales (cfr. Palazón, 2006: 291). Una cuestión de esta naturaleza conduce e invita a reflexionar sobre el origen del Estado, por un lado, y de la nación, por el otro, para así poder elucubrar en dónde y bajo qué circunstancias se produce y fortalece el Estado-nación como binomio. En estricto sentido histórico, el Estado en su condición moderna surge en 1648, producto de la antes mencionada Paz de Westfalia –aunque en este caso hablamos únicamente de estados en el marco de Europa Occidental–. Aquí, parte importante del argumento westfaliano consistió en consolidar la secularización de la política, pues a partir del principio cuius regio, eius religio (cfr. Windsor, 1984: 45), por un lado, se autorizaba a cada Estado la decisión exclusiva de qué religión profesar en su territorio, y por el otro, se definía claramente entre la autoridad interna y externa –se fortalece el principio de soberanía estatal/nacional–, dejando de lado la posibilidad de un poder desterritorializado como lo llegó a ser la religión.3 Además, el principio de separación entre ego y alter toma nuevas dimensiones a partir de criterios

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Krasner (2001: 122) explica con claridad la idea cuando afirma que: “La Paz de Westfalia supuso un punto de ruptura con el pasado […]. Westfalia significó la transición de la cristiandad a la razón de Estado y al equilibrio de poderes como conceptualización cognitiva básica, que informaba la conducta real de los gobernantes europeos”.

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netamente estatales-nacionales, y ya no desde un punto de vista religioso, cultural o lingüístico, o al menos no prioritariamente. Westfalia y el nacimiento del Estado moderno son un gran logro de aquel momento, en el sentido de pacificar Europa, pero también resultan en una victoria de la razón moderna al desplazar al poder político que in situ tenía la religión y la fe, sea cual fuere, y que no estaba limitado al Estado nacional –pues no existía como tal– ni a ningún territorio en específico, no importando la lógica de organización, para entonces trasladar ese poder, ahora sí, a la figura del Estado de manera racionalartificial, o eso al menos en sentido teórico. Ahora, además de la religión, el problema de la economía, la seguridad, el derecho y otros aspectos fundamentales de la vida social y política de las comunidades se decidía como un asunto de Estado: Westfalia consolida la razón de Estado de la que ya hablaba Maquiavelo tiempo atrás. En palabras de David Held (1997: 126): [Desde la Paz de Westfalia] Los Estados miran tanto hacia adentro, hacia sus poblaciones, como hacia afuera, hacia el orden estatal creado y mantenido por ellos mismos. El modelo de Westfalia de la soberanía estatal garantizó a cada Estado el derecho de gobernar en sus propios territorios, consagrando, en última instancia, el principio del poder efectivo; en adelante, el “dilema de seguridad” atrapó a todos los Estados en una situación de permanente conflicto, real o potencial.

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Sin embargo, la idea de Estado permea y se consolida con procesos históricos específicos como la Revolución Francesa, la Guerra de Independencia en Estados Unidos y hasta las guerras de independencia latinoamericanas, pero también a partir de la consolidación del capitalismo y el ascenso de una clase burguesa al poder capaz de invocar el sentimiento de pertenencia a una comunidad en particular (cfr. Heller, 2010: 180). Esa comunidad es lo que, aun con las particularidades de cada caso, podemos llamar nación. Para Heller (ibid.: 205): Sólo cuando se liquida el orden social estamental y se afianza la sociedad civil, y cuando, al tambalearse la forma monárquica de gobierno, comienza a desvanecerse la diferenciación dinástica entre los Estados, se constituye el pueblo como “nación” política.

Esa transición de pueblo a nación es un proceso que, como se sugería, antecede ontológicamente a la creación del Estado y tiene implicaciones que escapan en diversos sentidos a la actividad política, aunque no está exenta de convertirse en un fenómeno precisamente de orden político; el punto se hace claro cuando se analizan los razonamientos basales sobre los cuales el pueblo se constituye: una comunidad relativamente inmóvil y asentada (aunque cabe la excepción de casos como el de los judíos), que comparten lengua, juicios de valor, criterios morales y éticos, además de un pasado (historia)4 4

Para Habermas (cfr. 1999: 109-110), se trata de un pasado ficticio e inexistente, pero funcional para la construcción de la identidad nacional.

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y presente comunes junto con la noción de un futuro igualmente común. En la medida en la que este tipo de factores permea en los individuos que componen al pueblo, entonces podemos hablar de cierta lealtad social al mismo tiempo derivada de una identificación con el resto de la comunidad que, ya tratada como nación, se presenta ya como identidad nacional. Como advierte Held (1989: 236-237): La teoría moderna de la soberanía del Estado presupone la idea de una “comunidad nacional de destino” –una comunidad que de hecho se autogobierna y determina su propio futuro–. La idea está ciertamente cuestionada por la naturaleza de la estructura de las interconexiones globales y los asuntos que deben ser confrontados por el Estado moderno. Las comunidades nacionales no sólo “programan las acciones y decisiones de los cuerpos gubernamentales y parlamentarios”, también simplemente determinan qué es correcto o apropiado para sus propios ciudadanos.5

La nación es también una ruptura en la estructura de pensamiento y concepción que una sociedad tiene de sí misma. Por ejemplo, Kymlicka sugiere que en la era feudal era inconcebible la idea de que señores feudales y siervos pertenecieran a una mismidad o nos, ello debido a que: […] las élites estaban no sólo físicamente segregadas de los plebeyos, sino que incluso hablaban un lenguaje diferente. Los señores eran vistos no sólo como una clase diferente, sino como una raza humana superior, con su propio lenguaje y civilización, separados de la cultura 5

Traducción propia.

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folklórica de los plebeyos, y éste era el fundamento de su derecho a gobernar (Kymlicka, 2006: 45-46).

La invocación de la nación, en este punto, invita a derribar esa estructura (y barrera) social y permite concebir a ambos (señor y siervo) como una única nación común, entre otras cosas, por el hecho de ser parte y estar en el mismo territorio, además de estar sujetos a la misma jurisdicción –no implicando con ello que las desigualdades entre ambos necesariamente desaparezcan–. Es la vida política de ambos concebida desde un punto en común: la identidad nacional. Continúa Kymlicka (idem): El advenimiento del nacionalismo, sin embargo, otorgó valor al “pueblo”. Las naciones se definían en términos del “pueblo” –por ejemplo, la masa de población en un territorio, sin importar su clase u ocupación–, que devino “el titular de la soberanía, el objeto central de la lealtad, y la base de la solidaridad colectiva”. La identidad nacional ha conservado su fuerza en la Era Moderna; en parte porque su énfasis en la importancia del “pueblo” proporciona una fuente de dignidad para todos los individuos, independientemente de su clase.

Las naciones, entonces, comienzan a asumir un rol de comunidad colectiva y generan una suerte de identidad igualmente colectiva que permea en la identidad individual, ésa es la sintonía de la identidad nacional. Hablamos de un sentimiento de pertenencia que, por otro lado, también es un patrón de exclusión muy marcado: la identidad nacional permite, en un sentido moderno, diferenciar entre quién es quién (ego y alter) y, a partir de considerar que se trata de naciones acotadas

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a territorios específicos a partir del Estado moderno, también se puede diferenciar dónde está quién desde un punto de vista netamente espacial, y ya no de clase o estamental, o al menos no prioritariamente. Sin embargo, es interesante observar que una vez establecida la vinculación entre Estado y nación, es imposible e impensable hablar de una especie de panacea política de consenso y unidad, incluso la misma nación conceptualmente no pretendía eso. Es imposible aseverar que a cada Estado moderno le corresponde una nación y una identidad nacional, aunque la lógica puramente moderna así lo sugiere. Es de tal manera como se presenta el mito –por lo demás, moderno– de la existencia de una única comunidad de corte nacional en la que todos caben siempre y cuando sean nacionales (cfr. Ibid.: 47), por lo que juntos crean a un ego único y uniforme, capaz de distinguir que más allá de las fronteras de su Estado se encuentra alter, quien es distinto y diferente a ego. Desvanecer las diferencias al interior del Estado rompe por completo con la idea de que, por ejemplo, pudiesen existir más naciones dentro del Estado o, una idea inconcebible en términos modernos, un Estado pluri o multinacional. El pensamiento moderno sólo reconoce y obedece a la existencia de un Estado para cada nación, la patria.6 Como afirma Beck (2005: 109): 6

Al margen de la idea, es interesante resaltar la contradicción genérica que se presenta en la patria pues, aunque hace alusión a la figura paterna, usualmente se representa a la patria como mujer y madre, capaz de acoger a los hijos de la patria; los nacionales.

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Para los habitantes de la modernidad del Estado nacional, que consideran la identidad patriótica la única identidad legítima y verdadera, los conflictos “étnicos” no son más que primitivas disputas tribales que, con la modernización, acaban disolviéndose en un Estado que todo lo abarca.

Así pues, lo que se presenta en este contorno es el hecho de que, la nación al interior del Estado, es también una representación política. Ya sean los bretones en Francia, los vascos en España, los mapuches en Chile, mayas en Guatemala o quebecois en Canadá, todos se presentan como minorías nacionales que han sufrido la imposición de una nación más poderosa, dominante y capaz política y jurídicamente de establecer los criterios sobre los cuales se erige la nación. Aunque se trata de un debate mucho más contemporáneo y muy en el tono de cuestionar los supuestos y presupuestos básicos modernos, es ilustrativo traer a colación la afirmación de Kymlicka (2006: 47) en el sentido de que “[…] las fronteras de los Estados rara vez coinciden exactamente con las identidades nacionales de los pueblos”. Por lo pronto, es importante establecer que la articulación entre Estado y nación cobra fortaleza a partir de la premisa de que a cada Estado corresponde una y sólo una nación. En la medida en la que ese enunciado sea respetado políticamente, la estabilidad, gobernabilidad y legitimidad estará garantizada para el Estado-nación y su funcionamiento, de ahí que vaya siendo tan imbricada y cercana la relación entre Estado y nación al grado de que se fortalezcan mutuamente.

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Ego y alter en la estructura internacional Cuando comienzan a estudiarse las relaciones internacionales con rigor, disciplina y con el explícito intento de aplicar una metodología y fomentar una epistemología concreta, de lo que se habla es de sugerir el estudio de cómo, por qué y a partir de qué entran en contacto dos entidades nacionales diferenciadas por antonomasia –una regla básica es que no existen dos naciones iguales–. Así, lo internacional es también interestatal y en términos modernos no hay muchas diferencias al respecto, pues se parte del supuesto de que todo Estado contiene una nación y toda nación reconocida internacionalmente está constituida en forma de un Estado. Finalmente es otro punto que consiste en un evidente principio de exclusión. La ya mencionada Paz de Westfalia es en varios sentidos el banderazo inicial del proceso, pero de ahí en adelante en los acontecimientos de política internacional se puede ver cómo se va consolidando y repitiendo el fenómeno con mayor claridad: el Congreso de Viena en 1815 ya establecía con certeza que el concierto era de naciones; las guerras de independencia latinoamericanas buscaron, apenas lograron su objetivo, la consolidación de un Estado precisamente independiente de la metrópoli y el reconocimiento internacional, es decir, que alter les reconociera como otro alter en el sistema internacional para así acceder al club internacional y

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participar ya como ego. La Conferencia de Berlín de finales del siglo xix no sólo repartió África entre los estados nacionales europeos, de hecho provocó que, a la postre, en el proceso de descolonización en África, estos buscaran constituirse como estados-nación, con todas las contradicciones y problemáticas que ello implicaba a su realidad. Ya en el siglo xx, ambas guerras mundiales suceden entre naciones e incluso, el producto institucional que engendran en supuestas aras de buscar la paz, son organizaciones compuestas bajo el halo de las naciones (la Liga de las Naciones y las Naciones Unidas). De hecho, la propia Carta de San Francisco (1945), aunque muy en el tono de un discurso prioritariamente estadounidense, es clara al establecer a quién va dirigida en su famoso preámbulo: “Nosotros los pueblos de las Naciones Unidas”. Aquí, esos pueblos son aquellos que se constriñen a la pertenencia a las Naciones Unidas, y si recordamos que la única forma de pertenecer es a través de constituirse como un Estado, entonces sólo las naciones como Estado estaban siendo consideradas en el sistema internacional (cfr. Held, 1997: 99). Incluso la propia Guerra Fría persiste en fomentar de manera clara una estructuración muy nítida respecto a quién es ego y quién alter a partir del mundo bipolar. La estructura internacional se ha desenvuelto durante toda la etapa moderna como una de corte nacional, en la que los estados nacionales son la categoría

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de partida y el punto de referencia por excelencia.7 Las naciones, en esta lógica, están sustentadas por principios de legitimidad en dos sentidos: por un lado, a partir del famoso reconocimiento internacional, por otro Estado; y por el otro, desde dentro, a partir de la legitimidad que le brinda al Estado la identidad nacional efectivamente presente entre su población. El sistema westfaliano internacional se presenta de manera más o menos semejante en prácticamente todo el mundo: de los siglos xvii al xx las aspiraciones están concentradas en lograr la modernización de las sociedades, y para ello, estas sociedades debían constituirse como nacionales y aspirar a la consolidación de un Estado propio que les permita autodeterminación, autonomía, soberanía y una propia jurisdicción. Ahora bien, para la estructura internacional, la figura de ego y alter es un aliciente orgánico de cómo se desarrolla el conflicto y cómo se resuelve. Guerra y paz en las relaciones internacionales pasan por la visión y concepción que ego tiene de alter y viceversa. Es paradójico que mientras que en la práctica moderna común nacional de las relaciones entre naciones Estado se sirvan de alter para definir su ego, pero apenas lo hacen, generalmente buscan la desaparición de alter 7

El propio Held (cfr. 1997: 101-103) reconoce, sin embargo, que el sistema internacional moderno tiene dos momentos iniciales: el westfaliano (desde 1648) y el de las Naciones Unidas (1945). En este último comienza a dársele reconocimiento legal internacional a otras figuras, además del Estado moderno, pero para efectos de la estructura el Estado permaneció como el actor por antonomasia.

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cuando éste no sólo representa a la otredad, sino también al enemigo. Como cualquier agrupamiento social, pasado y futuro, que se perpetúa, ya sea territorial o no-territorial, los Estados nacionales modernos colectivizan amigos y enemigos. Además de su función compartida, ejecutan una nueva: eliminan a los extraños o, al menos, lo intentan (Bauman, 2005b: 97).

Tal pareciera entonces que, bajo la lupa del nacionalismo metodológico de Beck, la figura del enemigo está siempre presente para el Estado moderno, materializada o no, pero sustentada en buena medida en la identidad nacional pues, como afirma el propio Beck (2000: 155): “[…] un Estado sin enemigos […] no es un Estado que carezca de imágenes de enemigo, sino uno que anda buscando al enemigo perdido”. La posibilidad de ser tomado en cuenta como comunidad política requirió en el plano moderno, y como se ha insistido, de constituirse en un Estado moderno. En la medida en que se lograba ese cometido entonces se aparecía en el mapa. De ahí que el funcionamiento del sistema westfaliano internacional se dé de manera uniforme a partir, desde y para los estados nacionales. Siendo así el escenario, tampoco se puede culpar a las naciones que buscaban consolidarse como Estado, lejos de eso, se debe comprender que la dinámica internacional no podía funcionar de otra manera. Por eso, se entiende que en plena modernidad, “[…] [la] confianza en la voluntad política estaba estrechamente asociada a la

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formación de los Estados nacionales modernos […]” (Touraine, 2000: 8); de ahí se puede extraer, por un lado, la solidez con la que la modernidad construyó el Estado, en segundo lugar, el importante papel que jugó la nación para el funcionamiento del propio Estado y, finalmente, la estrecha vinculación que la modernidad promueve entre ambos. Identidad nacional y nacionalismo. Sentimiento y pertenencia en la modernidad Para Immanuel Wallerstein y Étienne Balibar (cfr. 1988: 129), el nacionalismo es la religión de los tiempos modernos. Se trata de una afirmación interesante pues, si la modernidad enarbola principios que niegan toda clase de fe ciega, remplazándolos por argumentos de corte netamente racionales, entonces, ¿por qué el nacionalismo ocupa un lugar tan trascendental en el discurso político de la modernidad? El nacionalismo, en ese sentido, aparece más como un fenómeno ideológico-emotivo que permea en la conciencia de los ciudadanos de tal o cual Estado. El nacionalismo se va desarrollando en la modernidad como un motor en forma de sentimiento y un estandarte emocional que abanderan las diferentes causas a favor de una sola motivación común: la del destino nacional. Para que el nacionalismo aparezca, primero debe haberse reconocido la existencia a priori de una nación, así como haber asimilado el sentido de pertenencia a la

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misma a partir de la identidad nacional. Es así que el nacionalismo se presenta como una justificación ideal para fomentar el curso de las acciones que la población realiza, ya sea desde arriba –a partir de las élites–, o desde abajo –las causas de los de a pie–. Sin embargo, el común denominador es que el bien común, de acuerdo al nacionalismo, siempre pasa por la consolidación y fortaleza del Estado y en nombre de la nación propia, de ego.8 Es ilustrativo recurrir nuevamente a David Held (1997: 81) cuando afirma que: El nacionalismo estuvo estrechamente ligado a la unificación administrativa del Estado. Pues el proceso mediante el cual se formaron las identidades nacionales fue a menudo el resultado tanto de las luchas por la ciudadanía en las nuevas comunidades políticas como de las emprendidas por las élites y los gobiernos para crear una nueva identidad que legitimara las acciones del Estado. En otras palabras, la construcción de la identidad nacional formó parte del proyecto de aglomerar a la gente dentro del marco de un territorio delimitado con el propósito de afirmar o aumentar el poder del Estado.

Con todo, este nacionalismo también contribuyó a justificar el totalitarismo de la identidad nacional. Y es que identificarse a través del Estado y la nación se presenta para las sociedades como una opción viable y fácil, pero también se explica a partir de reconocer que, 8

Salvo excepciones en las que son los nacionalismos los que invitan, por diversas razones, a la creación de un nuevo Estado adecuado a las necesidades de algún nacionalismo en particular. El caso de la ex Yugoslavia es ilustrativo.

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en plena modernidad, la identidad nacional no tenía rival. Y no es que no lo tenga porque ha aniquilado a la competencia, sino porque es lo suficientemente plástica como para saber convivir y coexistir con otras formas de identidades que, incluso, pueden obedecer y hasta contradecir la máxima de una nación para cada Estado. Identidades étnicas, religiosas, culturales, continentales, subestatales y hasta dobles nacionalidades son ejemplos tangibles. La identidad nacional es capaz de convivir con todas estas múltiples formas y combinaciones identitarias, con la única condición de que se le siga considerando como el criterio primario para diferenciar entre ego y alter, en otras palabras: “La identidad nacional concienzudamente construida por el Estado y sus organismos […] tiene por objetivo el derecho de monopolio para trazar el límite entre el ‘nosotros’ y el ‘ellos’” (Bauman, 2005a: 53). Sin embargo, mientras que para el Estado la identidad nacional es alimentada a conciencia (por ejemplo, a través del fomento y promoción de símbolos nacionales o de la instrucción de una educación oficial en la que la historia nacional es preponderante), para la nación, la identidad nacional se presenta, como afirma Habermas, de manera prepolítica y extrajurídicamente (cfr. Habermas, 1999: 132), es decir, menos concienzudamente. El resultado de ambas cuestiones produce el nacionalismo, un evento dialéctico originado de la conciencia-inconsciencia de la identidad nacional y aparece como fundamento esencial para el

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funcionamiento orgánico de una entidad tal como el Estado-nación, además de una religión moderna, en el sentido de Wallerstein y Balibar, pero alimentada desde ambos flancos: Estado y nación. A manera de conclusión Hablar de crisis de la modernidad invita a, en mayor o menor medida, hablar de crisis del Estado nacional. El debate sobre la desaparición del Estado moderno no sólo no parece tener suficientes argumentos intelectuales, sino que tampoco es una idea que contenga suficiente fortaleza desde un punto de vista empírico: a comienzos del siglo xxi se necesita más, pero también mejor Estado. En ese sentido, podemos decir que una crisis de la modernidad puede implicar más bien una transformación del Estado. El tema de la identidad cobra una particular importancia desde que la modernidad es puesta en duda. Cuando las magnitudes y fortalezas políticas de los totalitarismos modernos ya no son tan fuertes como lo llegaron a ser, es entonces cuando la emergencia de cuestionamientos se hace presente, poniendo en duda lo que en momentos modernos fueron supuestos básicos de la sociedad. La identidad nacional es uno de ellos. Como cualquier fenómeno social, el tema de la identidad no es una cuestión estática, por el contrario, como lo demuestra la identidad nacional que en tiempos de la globalización ha cambiado cualitativa y cuantitativamente. A la par de la crisis de la moderni-

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dad y producto de los mencionados cuestionamientos, han cobrado fuerza voces que pugnan por realzar su identidad no nacional, revitalizando la existencia de una pluralidad dormida o incluso sojuzgada en plena modernidad. En los últimos años diversos grupos sociales han asistido a constatar que: “[…] la diversidad cultural se transforma en un laberinto de posibilidades y potencialidades […] que le confieren a la identidad esa característica de extrema movilidad y mutabilidad” (Bokser, 2008: 30). Capitalizar ese hecho en favor de los excluidos de la modernidad depende de un sinfín de variables, pero justifica el tratar el tema de la identidad con la seriedad necesaria. Después de todo, uno de los retos del presente siglo es el de subsanar la exclusión y marginación, además de reconocer en la pluralidad y diversidad cultural una oportunidad de reivindicación social. La identidad nacional y la modernidad plena pudieron darse el lujo de pasar por alto estas cuestiones. Sin embargo, hoy “[…] los procesos de globalización comportan riesgos pero abren ventanas de oportunidades” (ibid.: 39). El papel que al respecto jueguen tanto el Estado como la nación será de suma importancia para elucubrar el rumbo que tomará la estructura de organización social tanto para ego como para alter.

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