Misterios en la trastienda: Paret, La tienda del anticuario y el debate en torno a los bailes de mascaras en el siglo XVIII en España

June 29, 2017 | Autor: I. Gomez Castellano | Categoría: Art History, Visual Arts, Spanish enlightenment, Rococo Art
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Descripción

Misterios en la trastienda Luis Paret, La tienda del anticuario y el debate en torno a los bailes de máscaras durante el reinado de Carlos III · irene gómez castellano · The University of North Carolina at Chapel Hill

Uno de los cuadros más representativos del rococó español es La tienda del anticuario (1772) de Luis Paret y Alcázar (17461799)1 (fig. 1). El pequeño óleo (50 x 58 cm) que se alberga en el Museo Lázaro Galdiano de Madrid es, asimismo, uno de los más interesantes de su autor, conocido por cuadros que representan la vida de la corte madrileña con una combinación de alejamiento y atención al detalle que puede ser percibida como ligeramente irónica. En esta línea destacan Las parejas reales (1770), Carlos III almorzando ante su corte (1770) o Paseo frente al Jardín Botánico. Como sucede con la mayor parte del rococó, que en España triunfa tanto en poesía como en las artes plásticas en las décadas de los setenta y ochenta del siglo ilustrado, la pintura de Luis Paret puede parecer sencilla a primera vista, y La tienda encaja fácilmente en esta clasificación. Los cuadros de Paret suelen representar escenas lujosas y placenteras desde una segura distancia aristocrática y con colores artificiales donde predominan el oro y los tonos pastel. Su técnica de contornos difuminados y ondulantes parece transportarnos, como los cuadros de Watteau, a un mundo de ensoñación que, sin embargo, contiene guiños a la realidad contemporánea ocultos para nosotros. teatralización de la vida cotidiana: la máscara en la obra de paret Uno de los elementos que cohesiona el conjunto de la obra de Paret es su teatralidad, conseguida por medio de distintos recursos. Baile en máscara (ca. 1767) es el cuadro que mejor muestra esta afición de Paret a representar la vida como teatro en su pintura (fig. 2). Según algunos estudiosos de su obra –entre ellos Morales y Marín, el autor del más reciente catálogo razonado sobre el pintor madrileño–, Baile en máscara fue un encargo de Carlos III para mostrar a los estados italianos un ejemplo de la celebración de una mascarada española2. El cuadro, al modo característico de Paret, es pequeño, hermoso y confuso. Pero sobre todo, es autorreflexivo: la escena de los palcos dorados –no existentes realmente en el Coliseo del Príncipe que se supone representa la escena– ondeando a la luz de las velas y poblados por diminutos participantes en un baile de máscaras que se desbordan por el escenario, parece inserta en un marco pictórico que subraya su artificiosidad y la naturaleza

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teatral de la representación. Y bajo ese cuadro podemos leer un rótulo pintado que nos saca de la magia de la escena, al clasificarla con el título de “Baile en máscara”. Sea el cuadro un encargo o no –recientemente, se ha señalado por los expertos del Prado que se trata de una “Obra realizada no por encargo sino por iniciativa del pintor, según se explica en la inscripción con que firma la obra”– Baile en máscara ofrece interesantes conexiones con la historia compleja y apenas estudiada de la institución parateatral de la mascarada o baile de máscaras en la España del siglo XVIII. Quiero subrayar aquí la importancia de este contexto histórico y estético del baile de máscaras para entender no solo obras claramente relacionadas con este tema de Paret como Ensayo de una comedia (1772-73), Máscaras en un bosque o Paseo en el bosque (1773, en paradero desconocido) o el inacabado Compañía elegante preparándose para asistir a un baile de máscaras (ca. 1770), sino un cuadro aparentemente desligado de esta tradición teatral, el ya mencionado La tienda del anticuario, que contiene un pequeño guiño a esta tradición al insertar justo encima de la protagonista del cuadro tres máscaras colgando que transforman la escena en escenario (fig. 3), y la anécdota de ir de compras en algo quizá más significativo a la luz del debate sobre las máscaras de la sociedad ilustrada española de los años setenta3. Así, la mezcla de una escena burguesa de la vida cotidiana con el estilo rococó se convierte en Paret en una oportunidad para hacer un comentario social que va más allá de estos temas. La teatralización típicamente rococó de la pintura de Paret tiene en la máscara un símbolo complejo4. Según Helmut Hatzfeld, “El motivo fundamental del rococó […] es la máscara y el disfraz”5, y en su reciente estudio Venice Incognito: Masks in the Serene Republic, el historiador James H. Johnson sintetiza así su carácter críptico: “Una máscara es la confrontación pura. Sus rasgos son inmóviles. Su mirada es ineludible. […] Una máscara también es incompleta. Todo superficie sin nada adentro, una fachada vacía, la máscara anuncia una ausencia”6. Esta ausencia es la que nos atrae del abarrotado cuadro de Paret: aunque la tienda del anticuario está rebosando de vida y de objetos, las máscaras que aparecen en el centro superior del cuadro son un enigma por descifrar, una ausencia que Paret nos invita a llenar de significado7.

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“la simplicidad de paret es engañosa” Ha sido subrayado por los que se han aproximado a la obra de Paret su carácter engañosamente simple. Según Sarah Symmons, “la simplicidad aparente de Paret es engañosa, y un deseo profundo de extraer el misterio y significado de escenas que pueden parecer triviales domina gran parte de su obra”8. Al hablar de cuadros como Las parejas reales, la misma autora dice que parece que en la obra de Paret “hay significados dentro de significados”9, y con respecto a La tienda, afirma que “las figuras irreales parecen más vivas que los mismos vivos”10, una característica que se ha asociado muchas veces con la pintura de Watteau, donde las esculturas rollizas y móviles parecen tener vida mientras que algunos de los aristocráticos participantes de sus escenas de placer tienen una artificialidad sospechosa. Nigel Glendinning, al comentar los dos autorretratos atribuidos a Paret, subraya la complejidad que se esconde en el segundo

de ellos, el Autorretrato de 1786 (fig. 4), una obra de madurez. Paret se representa a sí mismo, aunque sutilmente, como “un filósofo, (un) pintor erudito y serio, preparado para emprender tareas artísticas de mucho fuste”11. La interpretación de Glendinning se basa no tanto en la figura de cuerpo entero, lánguida y soñadora, del autorretratado, sino en los elementos adyacentes que rodean su figura con símbolos difíciles de interpretar y que nos llevan a referencias literarias clásicas y a momentos específicos de la biografía del pintor. Así sucede si contemplamos el cuadro con escena de naufragio que aparece detrás del autorretrato y los dos bustos de mármol que reposan en la parte inferior izquierda del lienzo, que Paret nos invita a descifrar12. Si sometemos La tienda del anticuario a una exégesis textual basada en la interacción entre la figura femenina central y los objetos que la rodean, encontraremos que aparecen en el cua-

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dro varios objetos o accesorios (props) que demuestran el carácter complejo y autorreflexivo de la obra de Paret y que nos ayudan a entender el significado más profundo que se esconde bajo la sencilla ligereza del cuadro, uno de cuyos precedentes pudo ser La tienda de Gersaint (1721) (fig. 5), uno de los últimos cuadros que pintó Watteau y, junto a la Embarcación a la isla de Citera (ca. 1719), una de sus obras más complejas. (dis)continuidades watteau/paret La tienda de Paret y La tienda de Watteau son similares, obviamente, en la opción de representar una escena de la vida de la alta burguesía situada en un comercio lujoso que vende piezas de arte13. Watteau representa la tienda de Gersaint, un conocido suyo, en su cuadro-anuncio como un lugar cubierto completamente de lienzos enmarcados con rocalla dorada. Los únicos descansos visuales en esta retícula de pequeñas imágenes dentro de imágenes aparecen en la puerta de cristales que conduce a una galería luminosa y un espejo de grandes dimensiones situado cerca del mostrador –aunque, en total, hay cuatro espejos en la tienda–. Watteau crea un efecto de trampantojo con su

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uso de la perspectiva, que parece establecer una continuidad entre la calle empedrada en la que originalmente fue colgado el cuadro-anuncio, y el comercio, poblado por elegantes compradores y compradoras vestidos a la última moda francesa, con trajes de seda de colores nacarados y pelucas empolvadas. Pero no todo es tan sencillo como parece por la armonía del conjunto: a la izquierda del lienzo un criado introduce en una caja un retrato del rey, mientras otro sostiene un espejo detrás de la efigie real. Según Börsch-Supan, “El mensaje expresado por este primer grupo de figuras […] se puede interpretar como un rechazo irónico del reino del Rey Sol y su estilo grandioso […] Watteau estaba dispuesto a entregarse a la burla y al sarcasmo”14. La contemplación del perro que se rasca a la derecha mientras observa la tienda desde la calle y la de los cuadros colgados en la pared sugieren múltiples significados en lo que, a primera vista, se reducía a una representación casual, desprovista de alegorías mitológicas, de una tienda. Por ejemplo, la vendedora que sostiene un espejo en el que se miran los clientes en el mostrador tiene tras sí un cuadro de los

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Luis Paret y Alcázar: La tienda del anticuario, 1772. Museo Lázaro Galdiano, Madrid. 1

Luis Paret y Alcázar: Baile en máscara, ca. 1767. Museo Nacional del Prado, Madrid. 2

Luis Paret y Alcázar: La tienda del anticuario, detalle.

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desposorios místicos de Santa Catalina. Esta yuxtaposición entre la vendedora y la Madona está abierta a distintas interpretaciones. Puede aludir a los encantos inocentes de la joven –“Si los cuadros que Watteau reproduce en las paredes de verdad tienen una conexión con lo que está pasando en la tienda, la representación del fervor religioso no solamente destaca la figura de la joven dependienta y su encanto modesto, sino que marca también una ruptura en la narrativa”15– o bien puede interpretarse como una superposición irónica similar a la que veremos en Paret entre la figura central y el cuadro religioso colocado detrás de ella. El análisis de los diferentes cuadros colgados en la tienda de Gersaint, ofrece diferentes narrativas dentro de la narrativa central del cuadro. Visto en conjunto, Watteau parece criticar la vanidad y la superficialidad de la alta sociedad parisina que, en lugar de contemplar el arte expuesto en la tienda, se recrea en su propio reflejo en los espejos. Una última conexión interesante con el mundo de Paret es que Watteau parece derivar parte de su sátira del mundo de la commedia dell’arte italiana, un ingrediente favorito en muchas de sus fiestas galantes16 y que

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aparece representado en algunos de los cuadros de la tienda de Gersaint. La interpretación global de la pintura de Börsch-Supin parece poder aplicarse a los recursos sabiamente utilizados por Paret en su propia tienda: Al considerar la belleza del cuadro, en particular la armonía de su colorido, podría dudarse de si realmente sea una obra de crítica social, y aun cuando podamos encontrar placer en la broma y sus alusiones críticas, no podemos ignorar esa belleza. Antoine Watteau expresaba tanto admiración como crítica en su retrato de las dos mujeres que dominan la escena. No están mirando las pinturas; están allí no para ver sino para ser vistas, como si ellas fueran las obras de arte17.

la madona y la petimetra: discursos económicos y sexuales en torno a la figura protagonista Aunque creo que sin duda Paret debió conocer la pintura de Watteau –que estuvo expuesta como anuncio y reproducida en numerosas estampas durante varias semanas hasta que fue “salvada” por un coleccionista– los recursos empleados por el pintor madrileño, aunque parten de elementos similares, son

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distintos y aún más crípticos que los que ofrece Watteau. De este paralelismo quiero subrayar una vez más que los objetos que cuelgan en la tienda, tanto en la de Watteau como en la de Paret, deben ser leídos en relación con las figuras centrales. Pero Paret, a diferencia de su predecesor francés, solo nos deja ver un cuadro. Por eso, debemos buscar pistas en otros objetos que el pintor distribuye por la tienda: un reloj, piezas de plata y cristal, jarrones, libros, telas, sombreros y, especialmente, las máscaras colocadas en una posición central a través de la cual quiero ofrecer varias lecturas del cuadro del Museo Lázaro. El ejemplo más evidente de esta interacción entre la figura central y los accesorios que la rodean aparece al observar cómo la compradora que protagoniza la escena parece tener una contrapartida irónica en un cuadro redondo apoyado en un estante detrás de ella que representa una Madona con su hijo, con todo el encanto y la gracia de Boucher18. La interacción entre la figura central de la compradora que, absorta en la contemplación estética de una diadema, ignora todo lo que ocurre a su alrededor –incluyendo a los vendedores, a su marido y a su pequeña hija, que estira los brazos para alcanzarla–, puede interpretarse como un comentario social con un mensaje distinto al propuesto en La tienda de Gersaint de Watteau. Janis Tomlison identifica la figura central del cuadro de Paret con el tipo de la petimetra dieciochesca y subraya en su comentario sobre este cuadro de costumbres el juego de miradas cruzadas que convergen en la elegante protagonista. Nótese el lenguaje teatralizado empleado por Tomlison en su descripción: En el centro de la escena, ella lleva los zapatos de raso con hebilla y la mantilla de encaje que la identifica como una petimetra (del francés, petit maitre), un tipo frívolo, satirizado por muchas comedias de la época. De hecho, parece que le interesa mucho más el peine [sic] que piensa comprar que el niño que intenta alcanzarla, dejado al cuidado de una niñera. Un hombre elegantemente vestido admira a la petimetra mientras ella, en cambio, admira el peine, y a su vez los dependientes se hallan ocupados con los jarrones chinos, cuadros de marcos dorados, libros y piezas de colección que llenan la tienda. En lo alto de la pared detrás del mostrador, una pintura de la Madona

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con el Niño ofrece un contrapunto irónico a la clienta que ignora sus deberes maternales19.

Propongo un modo complementario de enfrentarse a esta figura: creo que la compradora de Paret es una manifestación del tipo más universal de la coqueta, figura estereotipada que tuvo en el siglo XVIII su apogeo, y que sintetiza varios discursos y preocupaciones sociales. La ventaja de considerar a esta figura una coqueta, además de una petimetra, es que esta etiqueta tiene en cuenta el discurso económico mezclado con el sexual y de género que convergen en la figura central de la bella compradora de Paret. En Our Coquettes: Capacious Desire in the Eighteenth Century, Theresa Braunschneider describe la mezcla de denuncia y admiración que suscita esta figura: “Las demandas de reforma de la coqueta generalmente están expresadas en tono de afectuosa indulgencia […] textos que critican la coquetería a menudo simultáneamente revelan cierta admiración por la chispa, inteligencia y belleza […] uno casi puede percibir que los autores desarrollan a regañadientes un gusto por las mujeres que intentaban censurar”20. Una de las razones por las que, según Braunschneider, la coqueta es el foco de esta combinación de denuncia y admiración con la que Paret parece representar a su protagonista femenina, es porque la coqueta constituye un ideal económico emergente en el siglo XVIII, el ideal de la compradora de objetos de lujo que es parte esencial de un nuevo modelo basado en la producción de estos objetos y que no puede sobrevivir sin ella. Pero este nuevo modelo económico convive con modelos morales y éticos heredados del pasado que consideran la atención al lujo y el desplazamiento al ámbito público de lo femenino como negativos. La coquetería, en el siglo XVIII, es descrita más como una forma de consumo que como una condición predominantemente sexual21. Esta fusión de discursos y ansiedades sobre el papel de la mujer en el mercado de objetos de lujo tiene una representación compleja en La tienda de Paret. Más que encontrarnos ante una fashion victim, Paret parece representar a la compradora como una experta coleccionista de objetos de arte por su manera rígida y abstraída de contemplar la diadema y sostenerla entre sus manos. Pero esta misma rigidez nos impide identificarnos com-

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Luis Paret y Alcázar: Autorretrato, 1786. Museo Macional del Prado, Madrid.

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pletamente con ella. Nótese que, a diferencia de las mujeres en La tienda de Gersaint de Watteau, la protagonista de Paret está completamente atenta a los detalles del objeto artístico que analiza, mientras que las mujeres del cuadro de Watteau ignoran por completo los objetos artísticos a su alrededor y, además, aparecen de espaldas. Y esta capacidad de la compradora para elegir, comprar y seducir queda patente en su posición central en el lienzo y en su modo de interactuar (o no) con las personas y objetos artísticos que la rodean. Podríamos, a la luz de estas reflexiones sobre el papel económico y sexual de la coqueta, interpretar las máscaras que cuelgan sobre ella como una denuncia sutil y amable de Paret, que encajaría así en el discurso de otros textos dieciochescos europeos sobre la coqueta como alguien que genera rechazo y admiración simultáneos y que muestra la preocupación de la época por los nuevos roles femeninos y activos de la mujer en el XVIII. Esta lectura se vería confirmada por la manera patente de la protagonista del cuadro de ignorar y abstraerse de todo lo que la rodea –incluidos marido, hija, aya y vendedores– para concentrarse en la contemplación placentera de un objeto artístico rococó. La nueva economía de consumo de objetos de lujo –representada en la tienda misma– requiere de compradoras como la que aparece en el cuadro, pero ello acarrea una ligera preocupación sobre el poder recién adquirido por las mujeres y por el desplazamiento de los hombres (y los hijos) en esta nueva cultura de consumo22. el debate en torno a los bailes en máscara en el siglo xviii Podríamos quedarnos en esta interpretación, que fusiona los ámbitos de los cambios en la percepción de las relaciones sexuales y comerciales en la época, si no fuera por la cronología, que nos ofrece otra lectura que superponer a la anterior. La tienda del anticuario se pintó dentro del período de cinco años que va desde 1767 y 1773 en el que Carlos III permitió la celebración de bailes de máscara, una tradición con la que Paret está íntimamente ligado por su biografía –como pintor de cámara y acompañante del infante don Luis, hermano del rey Carlos III– y como pintor –pues Paret fue, aunque efímeramente, uno de los pintores más valorados por el rey, como muestran sus pin-

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turas de celebraciones cortesanas Las parejas reales o Carlos III almorzando ante su corte–. Esta tradición, como hemos visto, se hace visible sobre todo en Baile en máscara (1767). Volvamos a visitar la tienda una vez más. Aparte del cuadro con la Madona ya mencionado, los estantes y vitrinas no parecen contener otras pinturas visibles. De forma similar a la acumulación de cuadros en Carlos III almorzando ante su corte o la acumulación borrosa de palcos en Baile en máscara, el fondo de la tienda y sus estantes acristalados forman una retícula ondeante de anaqueles dorados y guarnecidos con rica rocaille, en los que no podemos distinguir bien objetos concretos, solo una neblina espejada que anuncia profusión de objetos sin identificar y que aparece interrumpida por diversas telas que aparecen, a su vez, ondeando de manera artificial. La pintura de estas telas yuxtapuestas entre sí sirve para realzar la habilidad técnica de Paret –que volverá a pintar estos tejidos colgantes en un contexto menos glamuroso en su Traje de Castilla o Ropa tendida, de 1784– para representar diversas texturas y el juego de luz de la mañana. Pero, una vez más, Paret no pinta nada por casualidad, y su atención a estas telas tiene un doble propósito: mostrar que la tienda vende ricas telas y su capacidad como pintor para representarlas, pero también contribuir a esta lectura alternativa de la escena como escenario paralelo al espectáculo parateatral del baile de máscaras que florece efímeramente en esta época.

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La disposición de las telas en la escena contribuye a enmarcar la figura central y confiere un aire teatral a la escena cotidiana, una artificialidad rococó y al mismo tiempo casi monumental. Por ejemplo, en el margen superior derecho aparecen colgados diversos tejidos que penden como si se tratara de las cortinas que enmarcan la caja de un escenario. Y en el margen inferior izquierdo, una mesa cubierta de tela se hace eco de este efecto. Lo mismo sucede en el margen inferior derecho. Pero lo que más contribuye a esta teatralización de la escena es la presencia de la máscara blanca con antifaz que cuelga justo en el centro superior de la composición y a la que conduce la mirada la verticalidad de la figura central, de características muy similares a la figura femenina central del inacabado Compañía elegante preparándose para asistir a un baile de máscaras. Otro de los objetos externos a la protagonista que merecen tenerse en cuenta es la presencia del rico reloj, también de estilo rococó y rodeado de flores de porcelana que sin duda otorga temporalidad a la escena y nos recuerda la fugacidad de la belleza de la protagonista. El reloj, además, nos anima a leer la escena en su contemporaneidad. Paret pone ahí ese gigante y hermoso reloj para recordarnos que la escena debe leerse también en su contexto contemporáneo, el momento en el que se celebran numerosos bailes en máscara que son sometidos al escrutinio moral de observadores críticos. el motín de esquilache y la prohibición de las máscaras Las máscaras literales y simbólicas tuvieron un papel político nada desdeñable en uno de los eventos políticos más importantes

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del siglo XVIII: el motín de Esquilache. El 10 de marzo de 1766 las calles de Madrid amanecen llenas de carteles que anunciaban al pueblo la prohibición de llevar ropa que ocultase la identidad –especialmente capas largas, sombreros de ala ancha y cualquier otro género de “embozos que [...] cubriese(n) el rostro”–: [...] Para que ninguna persona, de cualesquiera estado, grado o distinción que fuese, desde la publicación del vando, fuese, ni concurriese, a pie, ni en coche, embozado con capa larga, montera, o sombrero o gorro calado, ni otro género de embozo que le cubriese el rostro, para no ser conocido en los sitios y parajes públicos de esta corte [...] pues quiere y manda que toda la gente civil y de alguna clase, en que se entienden los que viven de sus rentas y haciendas, o de salarios de sus empleos o de ejercicios honoríficos y otros semejantes, y sus domésticos y criados, que no traigan librea de las que se usan y usen precisamente de capa corta... o de redingot, o capignot, y de peluquín o pelo propio y sombrero de tres picos, de forma que de ningún modo vayan embozados, ni oculten el rostro23.

La ley –el llamado “edicto de capas y sombreros”– es la mejor prueba del alcance de la tendencia a “ocultar el rostro” de la sociedad dieciochesca. La insistencia en impedir por todos los medios posibles, a personas de todas las clases sociales, “de forma que de ningún modo vayan embozados ni oculten el rostro”, nos confirma a un nivel primario que existía, en la sociedad española de la época, una tendencia tan marcada a “ocultar el rostro” que el gobierno ilustrado se ve obligado a responder a esta peculiaridad en el vestir con una ley tan tajante que provocó una rebelión sin precedentes contra el monarca Carlos III. Se supone que la intención del bando era hacer de Madrid un lugar más seguro,

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5 Jean-Antoine Watteau: La tienda de Gersaint, 1721. Palacio de Charlottemburg, Berlín.

impedir que los criminales pudieran ampararse en la oscuridad de la noche y envolverse en sus capas y sombreros anchos. Pero no todo queda aquí. ¿Por qué se prohíben las pelucas grandes, que seguramente solo llevaban los aristócratas, y se promulga el uso de “peluquín” o “pelo natural”? Este gesto confirma, de manera indirecta, que el edicto que provocó el motín de Esquilache también estaba diseñado para cambiar los hábitos y costumbres de la población –las clases más altas incluidas– y que “las transformaciones del espacio público son, necesariamente, intervenciones del Estado en el espacio privado”24. Significativamente, la prohibición literal de encubrirse mediante el uso de sombrero de ala ancha y de la capa larga viene precedida por otra prohibición de carácter simbólico: la de los bailes de máscaras y carnavales25. Y el apaciguamiento del pueblo se produce en parte por la represión y la concesión selectiva de algunos de estos derechos, especialmente el del baile de máscaras mismo: apenas ha pasado un año tras la revuelta y Aranda decide permitir de nuevo la celebración de carnavales y el uso de máscaras26. Así, ya el 20 de enero de 1767 se celebra el primer “baile en máscara” en el Teatro del Príncipe. Es el comienzo de una tradición que se repetirá cada año hasta 1773, cuando el ministro Grimaldi –al que no debe confundirse con el Grimaldi decimonónico– asciende al poder27 y sustituye al conde de Aranda, el mayor defensor de este tipo de actividades de ocio para las clases altas. Pero esta concesión por parte del gobierno ilustrado es solo aparente28. El cuadro de Luis Paret fue pintado en esta tumultuosa etapa, poco antes de que fuera desterrado a Puerto Rico, donde permaneció desde 1775 a 177829. Concretamente, el cuadro está firmado y fechado en 1772, un año antes de que Grimaldi alcanzase el poder. Luis Paret y Alcázar, hijo de padre francés y madre española, estaba íntimamente conectado con la vida de la corte española. Su patrón, como ya hemos dicho, era el hermano de Carlos III, el infante don Luis, al que se supone que Paret ayudó a encontrar amantes pese a que su madre, Isabel de Farnesio, había decidido destinarlo para el clero. Su estancia en Roma durante los años sesenta del siglo XVIII sin duda también le puso en contacto con la exitosa cultura de las máscaras italiana en la que se había forjado la corte española durante las déca-

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das que Carlos III pasó como rey de Nápoles y Sicilia, antes de ocupar el trono de España. Es justo en esta época cuando Italia muestra el auge de la commedia dell’arte en la pintura de los Tiepolo y cuando Venecia y su carnaval dan sus últimos, agónicos pero magníficos, festejos enmascarados30. un espectáculo aristocrático y decadente De 1767 es el cuadro ya mencionado Baile en máscara que –ya sea un encargo o no de Carlos III– representa la celebración de estos suntuosos festejos inspirados en los de la Ópera francesa31. Se sabe muy poco sobre la tradición de los bailes de máscaras en la España del siglo XVIII. Aunque existe un libro entero dedicado a estudiar la institución del carnaval español, definida desde un punto de vista bajtiniano, en el siglo XVIII –El último carnaval: Un ensayo sobre Goya, de Anna Maria Coderch y Victor Stoichita–, no debe confundirse la mascarada con el carnaval, aunque los edictos promulgados antes del motín de Esquilache prohibían ambos. Mientras que el carnaval muestra un aire popular y catártico, el baile de máscaras tiene una raíz aristocrática y parte de un guión controlado, especialmente desde su reinstauración por el conde de Aranda en 176732. Aparte de Baile en máscara, entendido como documentación visual de estos eventos, tenemos poca información sobre estos bailes de máscaras aristocráticos, aunque destaca la descripción que hace de ellos Moratín padre en su tratado de la vida nocturna de Madrid y sus prostitutas, El arte de las putas, cuya redacción puede datarse alrededor de 1777. Pero ya Venus, de mi oreja asida, a acompañarte ¡oh joven! me molesta que acudas al hermoso anfiteatro, donde el nocturno pasatiempo y fiesta nos da el gran baile en máscara, y reluce el soberbio salón iluminado y el ostentoso fasto y la opulencia de ropajes costosos y disfraces de cuantas gentes con su imperio abarca de Oriente a Ocaso el español monarca; y ambos coros de música alternando incitan a pisar con libre planta

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al son acorde de entablado suelo. Allí Venus amiga con anhelo inflama los ardientes corazones o al movimiento trémulo del baile o por los espaciosos corredores, y al oculto favor de la careta, Venus infunde persuasivas voces; Venus cualquiera máscara suspira y Venus todo el ámbito respira33.

Como puede verse, Moratín –quien morirá en 1780 seguramente de sífilis, solo unos años después de redactar este poema, gran parte del cual se dedica a cómo poder disfrutar sexo accesible, barato y seguro– introduce en su poema una asociación que venía haciéndose por parte de los detractores de la reinstauración de los bailes de máscaras: su mezcla de lujo y disipación de las costumbres. La imagen del fantasma venéreo que ensombrece el viaje amoroso de Venus por las calles de Madrid, seguramente también acompañaba estas reflexiones ilustradas sobre la conveniencia de permitir estos festejos. La imagen del “hermoso anfiteatro”, la descripción de “el soberbio salón iluminado y el ostentoso fasto y la opulencia de ropajes costosos y disfraces”, así como la descripción de la iluminación que “reluce” y de la música proveniente de dos “coros [...] alternando”, acompañada del baile “al son acorde”, es una de las pocas pero vívidas descripciones celebratorias de este tipo de eventos que ha llegado hasta nosotros. En su artículo sobre “El conde de Aranda y el teatro: Los bailes de máscaras y la polémica sobre la licitud del teatro”, Jesús Rubio Jiménez enlaza la regulación del ocio ilustrado que alcanza tanto al teatro como al espectáculo parateatral del baile de máscaras con el proyecto de reforma social que guía la legislación en la Ilustración española, y resume así la historia de esta institución: “Sólo cinco temporadas estuvieron permitidos en España los bailes de máscaras, entre 1767 y 1773. Fueron prohibidos inmediatamente cuando el conde de Aranda fue sustituido por el obispo Manuel Ventura Figueroa en la Presidencia del Consejo de Castilla. Su misma implantación había sido muy conflictiva y quienes se opusieron a ella no cejaron en su empeño hasta lograr su supresión”34.

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La inclusión de los bailes de máscaras entre los lugares de Madrid donde podía conseguirse sexo fácil según Moratín en su Arte... era una muestra de ello. El arzobispo de Toledo, en la carta que dirigió a Carlos III en 1767 para solicitar la revocación del permiso para celebrar bailes de máscaras –y de paso, recordar a Su Majestad lo pernicioso que es asistir a las comedias–, lo resume así: permitir estos espectáculos “será abrir una puerta mui ancha à la relajazion de las costumbres”35. Pero, como sospechábamos, no se trata solo de una preocupación religiosa por la disipación de las costumbres. La estricta reglamentación de los bailes de máscaras desde su comienzo muestra la ansiedad con la que los Ilustrados contemplaban estos festejos, de los que destaca su carácter aristocrático: La proximidad del motín de Esquilache y la preocupación por el mantenimiento del orden público motivaron desde su comienzo una estricta reglamentación que tenía en cuenta cada momento de su desarrollo. El conde de Aranda, que pretendía desviar la atención de los recientes levantamientos, procuró que ningún aspecto organizativo quedara a merced del azar y posibilitara desórdenes. Las instrucciones dictadas al efecto y publicadas en un pequeño libro (Instrucción para la concurrencia de Bayles en máscara en el carnaval del año 1767) demuestran esta cuidada organización a la par que descubren el carácter muy selectivo y aristócrata que tuvieron estos bailes en contra de una supuesta popularidad a la que a veces se ha aludido. [...] Los bailes de máscaras no fueron nunca populares, sino diversión de la nobleza y de la burguesía ciudadana acomodada, ya que el elevado precio de sus entradas restringía el acceso a un público amplio36.

A pesar de las numerosas reglas que intentaban controlar los excesos, tanto de trato como de lujo, en estas celebraciones, reiteramos que Carlos III solo permitió estos espectáculos hasta 1773, cuando por consejo de su confesor, el franciscano Eleta –quien, como veremos, tendrá mucho que ver con el exilio forzoso de Paret–, y del nuevo Presidente del Consejo de Castilla tras la caída en desgracia de Aranda, el abate Ventura Figueroa, los acabó suprimiendo37. Entonces, podríamos concluir esta contextualización histórica afirmando que, tras el reloj y las máscaras de La tienda del anticuario de Paret, se oculta seguramente un guiño del artista a todos estos debates que acabaron culminando en la prohibición de los bailes de máscaras.

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Anton Raphael Mengs: Retrato de doña Isabel Parreño y Arce, marquesa de Llano, 1771-1772. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid. 6

censura y regulación civil y eclesiástica del espectáculo: libertades controladas Otros artistas, además de Nicolás Fernández de Moratín y Luis Paret, se ocuparon de estos temas, pero la reacción que tuvo el gobierno es digna de tenerse en cuenta como paralelo a la situación de Paret. Por ejemplo, en 1768 José Cadalso, el poeta, militar y futuro autor de Ocios de mi juventud, Los eruditos a la violeta, Noches lúgubres o las Cartas marruecas, escribe y difunde entre sus amistades un panfleto críptico titulado Calendario manual y guía de forasteros en Chipre para el Carnaval del año de 1768, una parodia de la Guía común de forasteros, un género dieciochesco sobre las costumbres amorosas de la época en la que deja entrever las costumbres licenciosas de la alta sociedad en el contexto del baile de máscaras. El escándalo que causó el libelo y su enorme difusión entre la nobleza de la época provocó el destierro del joven Cadalso a Zaragoza, a pesar de haber salvado recientemente al conde de O’Reilly de las manos de los rebeldes amotinados contra Esquilache en 1766 y de conocer personalmente al mismísimo conde de Aranda38. Cadalso respondió, con su elegancia de dandi, con el amable soneto “A las ninfas del Manzanares, ofendidas por el libelo que se me atribuyó, por cuyo motivo salí de Madrid la noche última de Octubre de 1768”39. Por otra parte, el Arte de las putas de Moratín, aunque posterior, estuvo desde el principio en los Indices de libros prohibidos de la Inquisición. Su persistencia en los índices indica, como las reglas mismas con las que se intentaba controlar la asistencia a los bailes de máscaras, la difusión social de estas obras y costumbres40. También es una pequeña muestra de la importancia de la censura civil y eclesiástica –acompañada de la autocensura correspondiente– que se acentúa tras el motín41. Los recursos crípticos que caracterizan la pintura de Paret, llena de alegorías y detalles marginales, sin duda son una respuesta a una necesidad real de ocultarse a la mirada todopoderosa del poder civil y eclesiástico ilustrado. el retrato de la marquesa de llano de mengs y la tradición de las máscaras en la pintura veneciana En el contexto estético de las artes visuales, hay otro cuadro de este mismo período que debe leerse en paralelo a la obra de Paret. Se trata del conocido Retrato de la Marquesa de Llano (1771-1772) de Anton Raphael Mengs (fig. 6), que representa a doña Isabel Parreño y Arce, que entonces tenía 18 años, vestida

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con un traje popular –aunque de elaboración muy lujosa– que Glendinning, basándose en la lámina 81 de la Colección de trajes de Juan Cano, identifica con el de una manchega, pues la familia de la marquesa procedía de La Mancha42. Destaca la combinación de lo lujoso y lo popular que Mengs alterna sabiamente en el soberbio retrato, que parece el de una maja a la moda. Lo más importante para el análisis de La tienda es que la marquesa lleva en la mano derecha una máscara. Esto convierte el traje de campesina y el pelo recogido en una redecilla de la marquesa en un disfraz, pero también en un guiño a esta tradición de los bailes de máscaras. Y todavía más si tenemos en cuenta la presencia misteriosa de un papagayo a la izquierda del cuadro, muy cerca de la imagen de la careta. El retrato de Mengs de la Marquesa de Llano fue enormemente influyente en la Europa de la época, y puede enlazarse con la tradición de los retratos de fantasía y la de los portraits deguisées. Mengs comenzó el retrato en Parma en 1771 y lo terminó en Roma en 1772, “siendo muy admirado por italianos y varias veces copiado por viajeros ingleses”43. La “carnavalización” de la españolidad de la Marquesa y su éxito nos lleva a insertar el cuadro de Mengs

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7 Lorenzo Tiepolo: Pareja elegante de Madrid, ca. 1770. Palacio Real, Madrid.

Paret estaban al tanto de las convenciones de este tipo de “arte enmascarado”44.

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y el de Paret en la tradición italiana a la que se encontraba íntimamente ligado Luis Paret, especialmente en la época de los sesenta. El pequeño guiño de Paret, o de Mengs, a la tradición del baile de máscaras podría ser un gesto aislado en el tiempo, pero no lo es, ya que tanto en España como en el resto de Europa se producen escenas similares donde se canta al disfraz, a la máscara, y a la doblez. Estudios literarios clásicos como Masquerade and Civilization de Terry Castle confirman la importante presencia de los bailes de máscaras en el campo del arte y la literatura europeas del XVIII, aunque, como sucede con los estudios más recientes de Johnson sobre las máscaras venecianas (Venice Incognito) o el estudio sobre la identidad dieciochesca de Dror Wahrman (The Making of the Modern Self), estos estudios no incluyen ninguna referencia a España. El retrato de la Marquesa de Llano muestra la experta manipulación de Mengs de varias convenciones pictóricas que circulaban en la Europa de la época y que convergían en el espectáculo del baile de máscaras. Entre estas tradiciones debe resaltarse la de los retratos de fantasía ya mencionados, la pintura de los Tiepolo, especialmente los Tipos populares de Lorenzo, y los pasteles enmascarados de Rosalba Carriera, todos ellos precedentes en el tratamiento de la máscara en la pintura de Paret e índice de la popularidad de los bailes de máscara entre la alta sociedad europea de la época, especialmente en la pintura de origen veneciano de tema carnavalesco, como la del popular Pietro Longhi. Es indudable que tanto Mengs como

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Por ejemplo, los cuadros de Tipos populares (fig. 7) del veneciano Lorenzo Tiepolo (1736-1776), el hijo de Giovanni Battista Tiepolo (1696-1770) que se quedó a trabajar en España hasta 1776, año de su muerte, se distinguen del universo rococó por su acentuado realismo y por la perspectiva cercana, casi incómoda, con la que enfoca a sus personajes populares y estilizados, todos los cuales parecen salir de un baile de máscaras45. Además de la superposición de rostros-máscara, y sus penetrantes miradas que no nos dicen lo que hay detrás, hay otro aspecto de los pasteles de Tipos populares de Lorenzo Tiepolo que los asimila al fenómeno del baile de máscaras: su variedad de tipos sociales, una variedad disfrazada y puramente artificial. Debemos recordar que uno de los trajes favoritos para asistir a los bailes de máscaras españoles era el traje regional, que opera, en un plano simbólico colectivo, de un modo similar a una máscara: es una apariencia de diferencia que asimila el conjunto en una igualdad artificial muy del gusto centralista de los Borbones. Pero estos cuadros no son los únicos en los que Lorenzo Tiepolo cuestiona el concepto de “retrato” o la idea misma de identidad; el yo desdibujado, que se manifiesta al límite en los Tipos populares, ya se aprecia en otra serie de cuadros que se han asociado con el género de los “retratos de fantasía” (portraits de fantaisie), también llamados “cabezas de fantasía”, y que, en el caso de Tiepolo, puede asociarse con la obra de su hermano Giandomenico, quien también realizó una serie de retratos de fantasía en España (fig. 8), y con el éxito comercial de las colecciones de cabezas de anciano hechas por su padre Giambattista46. Asimismo, los retratos de fantasía de Lorenzo, algunos de los cuales fueron realizados en Italia, muestran el espíritu de la también veneciana Rosalba Carriera, pintora de extraordinarios retratos de fantasía al pastel. Entre los más interesantes, se encuentran el Retrato de hombre con casaca roja, Retrato de mujer joven, Retrato de joven con flores en el cabello y Mujer con un pandero. Las características que todos estos retratos de fantasía tienen en común son “la mirada distante y ausente [...], la repetición de un mismo tipo físico en el personaje femenino retratado, […] [y] una misma actitud, con mirada casi frontal

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8 Giandomenico Tiepolo: Retrato femenino, ca. 1765. Museo Lázaro Galdiano, Madrid.

dominada por los ojos de la persona retratada, grandes y un tanto inexpresivos”47. El mejor símbolo de este juego de identidades enmascaradas es el Retrato de joven con tricornio (ca. 1755-60), de nuevo del hermano menor de los Tiepolo, Lorenzo. El cuadro es todo ropaje, todo encubrimiento, y lo único que vemos es el blanco rostro de una muchacha –con imaginación, la joven andrógina también podría ser un joven, ya que el título del cuadro no lo precisa– cubierto hasta la barbilla, emergiendo de una especie de disfraz de dominó, la cabeza tocada por un gran sombrero de ala ancha, y la mano sosteniendo un abanico cerrado, la mirada lánguida y evasiva. Son todos cuadros que, como los de Pietro Longhi, manifiestan la fascinación de los pintores de esta época por el fenómeno de los disfraces y los bailes de máscaras y la interrelación entre diferentes planos –histórico, social, estético, literario– que se hacen visibles en España en la pintura de Paret (fig. 9) y en pequeños guiños como el del retrato ya mencionado de Mengs. los misterios libertinos de la trastienda de geniani En una carta que el embajador francés –el marqués de Ossun, protector del maestro de Paret, Charles-François de la Traverse– envió a París en 1775 se explican algunos de los pormenores del exilio forzado a Puerto Rico de Paret y otros ayudantes del Infante don Luis que pueden iluminar este aspecto final (el lado libertino) del cuadro de Paret: Acaba de suceder una cosa que debiera estar envuelta en el más profundo secreto, pero se ha tratado con tanta publicidad que creo es mi deber tener el honor de informarle [...]. El infante don Luis tiene una predilección muy violenta por las mujeres. Hace tres o cuatro años que el rey, su hermano, informado de estas citas secretas, trató de poner fin a ello sin escándalo; el infante se hizo curar de cierta enfermedad muy común en España y todo pasó bien; pero este príncipe, impulsado por su temperamento, se había buscado los medios para disponer de tres chicas las que veía alternadamente durante los días de caza en el bosque, en los momentos que estaba alejado del rey, a quien acompañaba siempre. Pero el cura de palacio ha descubierto la intriga; le ha informado al confesor del rey de España, quien se lo ha dicho al monarca [...]. Su Majestad [...] ha delegado este

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asunto en su confesor y le ha dado todos los poderes. El buen padre ha comenzado por hacer arrestar a algunos sirvientes del Infante don Luis. Ha descubierto los que le servían de cómplices en sus amoríos y ha condenado a algunos al presidio de Puerto Rico [...] en cuanto a las chicas y sus parientes, han sido echados y perseguidos48.

Según se pone de manifiesto en esta carta, el infante don Luis, del que sin duda era cómplice en amoríos el pintor, no sólo tenía “una predilección muy violenta por las mujeres” –como la de tantos miembros de su dinastía– sino que padeció una enfermedad no identificada aunque descrita como “muy común en España” –seguramente la misma sífilis que mató a Moratín padre49–. Que el cuadro de La tienda fuera pintado en este período debe recordarnos una vez más la importancia de tener en cuenta estos detalles biográficos de la vida del pintor y de su mecenas, y quizá contemplar la posibilidad de que otros cuadros con máscaras, como Máscaras en un bosque o Paseo en un bosque, pintado en esta misma época y hoy en paradero desconocido, también hacen alusiones personales a esta vida libertina del artista y su protector que tan funestas consecuencias tuvo para el pintor. Pero vayamos a la trastienda, pues las máscaras del cuadro de Paret tienen algunos detalles más que esconder. La tienda del anticuario –también titulada en algunos catálogos La tienda de Geniani– es la representación idealizada por el arte de un comercio real que existía en el Madrid de la época en la calle de la Montera y que aparece (otra vez) mencionado en el Canto II

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Luis Paret y Alcázar: Retrato femenino, probablemente María de las Nieves Fourdinier, esposa del pintor, ca. 1780. Museo Lázaro Galdiano, Madrid. 9

de Silva, Duquesa de Alba”51. Esta documentación pone de relieve el papel central que establecimientos como el de Geniani, que Paret representa en su cuadro, tenían en la vida de la alta sociedad de la época. Fue allí, por ejemplo, donde el novio compró a la duquesa de Alba, su prometida (de diez años), un reloj de oro y brillantes, pero es también allí donde Moratín aconseja acudir para comprar lo último en protección sexual. Esta combinación libertina tan dieciochesca es la misma a la que alude, con su mirada interrogante y vacía, la máscara con antifaz que cuelga sobre la protagonista de La tienda y la bautà veneciana, que parece dirigir su mirada también hueca al rico cortinaje que oculta la trastienda de Geniani, el cuadro que acabó quedándose el disoluto infante don Luis por quien Paret acabó exiliado en Puerto Rico.

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del Arte de las putas de Moratín como el lugar idóneo para comprar condones importados de la mejor calidad: El condón de este modo fue inventado; después los sutilísimos ingleses, filósofos del siglo, le han pulido, y a membrana sutil le han reducido, que las almendras lo conservan fresco con el aceite que destilan dulce; y las putas de Londres son multadas si no ofrecen bandejas de condones, que les hacen venir desde la China, y en Montpellier se venden a paquetes, y en las tiendas de Pérez y Geniani, si los pagares bien y con secreto, y por los Secretarios de Embajada, que a la nuestra remiten las naciones50.

Esta circulación internacional y diplomática de objetos de lujo asociados con el sexo convive con la venta de telas, jarrones, libros y accesorios de moda en la tienda de Geniani, que aparece mencionada en otros contextos más ilustres como en la lista de bodas de doña María de Pilar Teresa Cayetana de Silva, duquesa de Alba, cuyo enlace se celebró el 15 de enero de 1775 en Madrid, como demuestra la documentación presentada por María del Mar Nicolás Martínez en su artículo “Galas y regalos para una novia. A propósito de la boda de Maria del Pilar Teresa Cayetana

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¿Acaso el cuadro y sus máscaras serían un guiño entre dos compañeros de amoríos para los que la tienda de Geniani suministró accesorios sexuales o regalos para amantes? Nunca lo sabremos, pero la doblez de la máscara nos recuerda esta posibilidad elegantemente oculta entre las ricas telas y los estantes dorados del rococó. Pero las consecuencias de observar estas subcapas de significado más o menos autobiográfico van más allá de este terreno. Si volvemos a leer la carta del marqués de Ossun en la que explica el proceso abierto por el Consejo de Castilla a Luis Paret y que acabó con su destierro forzado a Puerto Rico, veremos que aparecen personajes que ya hemos visto antes en este artículo: el “confesor” de Carlos III, al que el monarca otorga todos los poderes para arreglar este embarazoso asunto, no es otro que el franciscano Joaquín Eleta, el mismo que convenció al monarca para que prohibiera los bailes de máscaras en 1773. El marqués de Grimaldi, también profundamente implicado en la prohibición, escribió una carta explicando el destierro de Paret al secretario del Despacho Universal de Indias, informándole del destino del pintor y de la Real Orden que le exiliaba de España52. Estamos ante un mundo cerrado pero lleno de relaciones y amistades peligrosas donde el libertinaje, aunque tolerado en apariencia, tiene consecuencias reales y trágicas. La relación entre Carlos III y su confesor, que también afecta al terreno de las artes y la vida social, es una muestra del carácter peculiar de la Ilustración española. El destierro de Paret y la prohibición colectiva de los bailes en máscara son la manifes-

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tación de un mismo espíritu, ante el que Paret muestra su sofisticada y sutil rebelión al insertar no solo tres máscaras sino también dos sombreros femeninos de ala ancha colgando a la derecha del cuadro, cuando Esquilache los había prohibido ya en 1766, en el edicto que acabó desembocando en el famoso motín. Y es también digno de mencionarse que, en el melancólico Autorretrato de 1786 que he mencionado al principio de este artículo, junto a dos bustos de mármol que nos hablan del gusto de Paret por el arte y la cultura del mundo clásico, coloca una capa y un sombrero de ala ancha53. Quedan muchos misterios por revelar con respecto a la pintura del Museo Lázaro Galdiano, y se podría realizar una exégesis similar con otros cuadros donde aparecen máscaras que Paret pintó en este mismo período de cinco años en los que se permitieron estos bailes, justo antes de su destierro a Puerto Rico. Una de las preguntas más interesantes que quedan por contestar es: ¿por qué Paret no acabó Compañía elegante preparándose para asistir a un baile de máscaras y por qué se parece tanto la figura central femenina de este cuadro a la de La tienda? Otra pregunta que no tendrá respuesta hasta que los estudiosos encuentren una manera de precisar mejor la fecha de la historia legal de las máscaras es: ¿tiene algo que ver la mención al anticuario en el título de La tienda con el hecho de que las máscaras, en 1772, eran ya percibidas como materia antigua y prohibida, una reliquia de un pasado reciente? Y, finalmente, ¿qué lugar ocupaba esta tienda en la vida amorosa de Paret y su mecenas don Luis? La trastienda de la tienda de Geniani y de la obra de Paret todavía tiene muchos secretos que desvelar54. Y las máscaras que aparecen en sus cuadros nos recuerdan esta ausencia de significado mientras que, al mismo tiempo, nos invitan a penetrar sus misterios. conclusión El objetivo de este artículo ha sido contextualizar la presencia de máscaras en el cuadro La tienda del anticuario de Luis Paret en la historia cultural, social y estética del baile de máscaras dieciochesco español, aún muy poco estudiada. A través de un análisis de la interacción entre el sujeto femenino central del cuadro y los elementos simbólicos que la rodean hemos subrayado la complejidad escondida bajo una aparente sencillez rococó y la sofisticación de Paret, cuya originalidad y reconstrucción de las fuen-

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tes de Watteau y la tradición pictórica veneciana e italiana de los años cincuenta da fe de su capacidad para “esconder” mensajes bajo una superficie amable. La presencia de tres máscaras –y dos sombreros de ala ancha– en La tienda de Geniani no solo convierte la escena en escenario, subrayando la teatralidad presente en el conjunto de la obra de Paret, sino que ofrece un comentario social, necesariamente ambiguo, sobre el cambio en el papel público de la mujer de la época pero también sobre la prohibición y el debate de los bailes de máscaras que estaba ocurriendo por entonces. La coqueta-petimetra de Paret es una figura ambigua de significado inestable: Paret parece querer mostrar su admiración y su crítica velada a través de elementos contradictorios. Su elección de una tienda real como marco de una interacción social, económica y quizá sexual se enriquece si tenemos en cuenta tanto la biografía de Paret, una especie de celestino del infante don Luis, como el debate sobre la perversión y el lujo excesivo que se asociaba con los bailes de máscaras, que solo estuvieron permitidos de 1767 a 1773, período durante el cual parecen haber sido lugar de encuentro de las clases altas y muestra de la sofisticación, internacionalidad y libertinaje que disfrutaron, aunque de forma muy breve y regulada, los privilegiados participantes de las mascaradas bajo el reinado de Carlos III. Hemos apuntado, además, la conexión de estas leyes sobre las máscaras con el Motín de Esquilache y con otras obras de la época que tratan temas similares, y se ha sugerido que parte del carácter críptico del cuadro de Paret responde a la necesidad real de ocultar la posible crítica que esconden sus lienzos. Asimismo, la lectura de algunos fragmentos de El arte de las putas de Moratín en los que aparece descrito tanto un baile de máscaras como la tienda misma de Geniani, objeto de la pintura de Paret, desvela una interesante realidad: la mezcla del lujo y la libertad sexual que disfrutaban estas clases altas en el Madrid de la época, pero también los peligros venéreos subyacentes manifiestos en la demanda de accesorios de protección sexual que se podían adquirir en el mismo establecimiento. Geniani vendía tanto los exquisitos regalos de boda de la alta nobleza como los últimos condones llegados de China a través de Inglaterra. Geniani es así la punta visible de una red comercial, sexual y estética de la que La tienda de Paret es una compleja representación. La tienda de Paret ofrece una entrada secreta a una red donde se pueden adivinar algunos de los misterios políticos, amatorios y sociales del mundo de los privilegiados del XVIII español.

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Véase A. E. Pérez Sánchez, Pintura española de los siglos XVII y XVIII en la Fundación Lázaro Galdiano, Madrid, 2005, p. 190, y J. L. Morales y Marín, Luis Paret. Vida y obra, Aneto, Zaragoza, 1997, p. 117. J. L. Morales y Marín, op. cit., p. 111. Aunque el cuadro Máscaras en un bosque está perdido, la descripción que se hizo en París en 1902 para una subasta prueba la presencia de una máscara en la mano de la mujer protagonista: “Un seigneur, appuyé sur sa canne, donne la main à une jeune femme tenant un masque et portant sur sa robe rose un manteau de soie noire. Un second couple marche derrière eux”. Ibid., p. 232. Para un estudio del significado de la máscara en el teatro romántico, véase D. Gies, “Juan de Grimaldi y la máscara romántica”, Romanticismo, 1984, pp. 133-140. Según Gies, “Uno de los puntos de contacto entre vida y literatura más sorprendentes en la España romántica es la constante aparición de la máscara como símbolo literario, como tema literario, y como fenómeno cultural. Alrededor de la máscara romántica giraba un mundo entero de poder político, ideales literarios, intereses económicos y convención social”, p. 133. “The fundamental rococo motif [...] is mask and disguise”. H. Hatzfeld, The Rococo: Eroticism, Wit, and Elegance in European Literature, Pegasus, Nueva York, 1972, p. 412. “A mask is pure confrontation. Its features are immobile. Its stare is inescapable. [...] A mask is also incomplete. All surface with nothing inside, an empty facade, the mask announces an absence”. J. Johnson, Venice Incognito. Masks in The Serene Republic, University of California Press, Berkeley, 2011, p. 59. Aparte de la máscara y el antifaz, uno de los accesorios para encubrirse más característicos de los bailes de máscaras era el tabaró y la bautà venecianos. Lo que aparece junto a la máscara-antifaz en La tienda de Paret parece ser una bautà. Según Charles Emil Kany, “One of the most common costumes of the time was that known as the Venetian bautà. It consisted of a cloak of moderate length, with a hood of black taffeta reaching the shoulder and trimmed with a third or half a yard of black lace. This disguise, save for the lace, was recommended as being very modest, and becoming to even the most formal masqueraders”. Véase C. Kany, Life and Manners in Madrid, 1750-1800, University of California Press, Berkeley, 1932, p. 328. S. Symmons, “El galgo y la liebre: Francisco de Goya y Luis Paret”, en I. García de la Rasilla y F. Calvo Serraller (eds.), Goya: Nuevas visiones: Homenaje a Enrique Lafuente Ferrari, Amigos del Museo del Prado, Madrid, 1987, p. 397. Ibid., p. 399. Ibid., p. 405. N. Glendinning, op. cit. (2005), p. 245. Sus contemporáneos encontraban en Paret este mismo espíritu: el académi-

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co Ceán Bermúdez dijo sobre él a raíz de su muerte que “Muy pocos o ningún pintor, tuvo España en estos días, de tan fino gusto, instrucción y conocimiento como Paret”. Véase J. A. Ceán Bermúdez, Diccionario Histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España, Madrid, 1800. Según Tomlinson –que no desarrolla este argumento– una posible fuente de Paret es un grabado de Jean de Julienne basado en La tienda de Gersaint de Watteau. Véase J. Tomlinson, From El Greco to Goya. Painting in Spain, 15611828, Laurence King Publishing, Londres, 2012, p. 128. María Luisa Caturla ya señaló esta influencia en 1949, pero no estoy de acuerdo con su juicio peyorativo de Paret con respecto a Watteau. Según Caturla, “hay una intercomunicación humana entre los personajes de la muestra de Gersaint, una intensidad del interés en ellos hacia lo que miran o presencian, o ensueñan, que vanamente se buscará en el cuadrito de Paret, cuyo tema es de compras sin trascendencia”. Véase M. L. Caturla, “Paret de Goya, coetáneo y dispar”, Goya (cinco estudios), Institución Fernando el Católico, Zaragoza, 1949, p. 32. “The message conveyed by this first group of figures [...] may be interpreted as an ironic rejection of the Sun King’s reign and his grandiose style [...] Watteau was inclined to indulge in mockery and sarcasm”. H. BörschSupan, “Gersaint’s Shop Sign”, en Antoine Watteau, 1684-1721, Könemann, Colonia, 2000, p. 19. “If the paintings shown by Watteau on the walls really have some connection with what is going on in the shop itself, then this depiction of religious fervor not only enhances the figure of the young saleswoman and her modest charm, but also marks a break in the narrative”. Ibid., p. 23. Ibid., p. 23. “In view of the beauty of the picture, not least the harmony of its coloring, some may doubt whether it is really a piece of social criticism, and while we may take intellectual pleasure in the jest and its critical allusions, we cannot disregard that beauty. Antoine Watteau expressed both admiration and criticism in his portrayal of the two women who dominate the scene. They are not looking at the pictures; they are there not to see but to be seen, as if they themselves were the works of art”. Ibid., pp. 23-25. Es probable que Paret estuviera haciendo un guiño a su maestro, el pintor francés Charles-François de la Traverse, que según Ceán Bermúdez fue discípulo de Boucher. J. L. Morales y Marín, op. cit., p. 43. “At center stage, she wears the buckled satin slippers and lace mantilla that identify her as a petimetra (from the French, petit maitre), a frivolous type satirized in many comic plays of the period. Indeed, she seems far more interested in the comb she considers for

purchase than in the child who reaches towards her, left to the care of a nurse. An elegantly dressed man admires the petimetra as she in turn admires the comb, while shop assistants busy themselves among the Chinese vases, giltframed paintings, books and collectibles that clutter the shop. High on the wall behind the counter, a painting of the Madonna and Child offers an ironic counterpart to the customer who ignores her maternal duties”. J. Tomlinson, op. cit., p. 128. 20 “Demands for the coquette’s reform are generally expressed in a tone of indulgent affection [...] texts that critique coquetry often simultaneously reveal some admiration for coquettes’ wit, cleverness, and beauty [...] one can almost sense authors begrudgingly developing a fondness for the women they set out to censure”. T. Braunschenider, Our Coquettes. Capacious Desire in the Eighteenth Century, University of Virginia Press, Charlottesville, 2009, p. 33. 21 Ibid., p. 45. 22 Creo que esta es una primera lectura que podemos realizar del cuadro, sobre todo si pensamos en que las mujeres de clase alta del XVIII podían permitirse libertades hasta entonces nunca vistas, especialmente las aristócratas, y que ello fascinaba pero también repelía a los moralistas, como se ve en sátiras y cuadros de costumbres de la época. De hecho, aunque he venido llamando “marido” al hombre que aparece sentado mirando embobado a la protagonista, en un eco irónico de la manera casi enamorada con la que ella contempla su diadema, también podríamos interpretar esta figura como la de un “cortejo”, pues las mujeres de clase alta de la época no podían salir sino con este amigo, y nunca con el marido. Véase C. Martín Gaite, Usos y costumbres del siglo XVIII en España, Siglo XXI, Madrid, 1972. 23 Citado en A. Medina Domínguez, Espejo de sombras. Sujeto y multitud en la España del siglo XVIII, Marcial Pons Historia, Madrid, 2009, p. 147. 24 Ibid., p. 146. 25 Ibid., p. 151. 26 Ibid. 27 Ibid., p. 176. 28 Se trata de una de las estrategias del poder para apaciguar al pueblo –incluyendo a las clases más altas, las más afectadas por la prohibición en este caso, pues eran estas clases las que podían permitirse estos lujosos espectáculos– y reformar sus costumbres. Las nuevas leyes insisten claramente en “la absoluta prohibición de llevar máscaras por las calles e incluso por las inmediaciones del teatro”. Y los disfraces mismos quedan regulados por el poder: “no se admiten hábitos de magistrados o sacerdotes, capas largas o sombreros anchos, mantillas o disfraces del otro sexo”. Como argumenta Medina, la libertad caótica del carnaval queda regulada y ahora supone una demostración

de obediencia más que de libertad: “la libertad de la celebración recuperada es ahora sometida a un guión, se torna ocasión para que los ciudadanos demuestren el uso responsable de esa libertad a través de la obediencia a las restricciones tanto espaciales como de conducta dictadas por el gobierno”. Ibid., p. 177. 29 J. Tomlison, op. cit., p. 127. 30 Se sabe que Paret, durante su estancia en Italia, visitó Florencia, Venecia y Nápoles. J. L. Morales y Marín, op. cit., p. 41. 31 C. Kany, op. cit., p. 327. 32 Reitero la falta de estudios sobre el tema, pero si utilizamos como base la carta que escribe el arzobispo de Toledo, detractor de los bailes de máscaras, a Carlos III en 1767, podemos establecer varias coordenadas diacrónicas. Según este documento, se prohibieron las máscaras en 1523, y luego otra vez bajo el reinado de Felipe II se renovó la prohibición. Felipe IV volvió a prohibir las máscaras en 1639, aunque la carta reconoce que “No obstante estas leyes se halla en las interpretaciones de sus Expositores, q. muchas veces conviene permitir al Publico la diversion de Mascaras. Yo, Señor, hallo dificultossisimo semejante caso”. Finalmente, el arzobispo recuerda a Carlos III lo que él describe como “La triste Memoria, que aun dura de los efectos, que dimanaron de las ultimas Mascaras de esta Corte, verifica à lo que arriesgan”. La carta también recuerda al rey que su padre, Felipe V, prohibió las celebraciones privadas de carnaval y máscaras en 1716 “por no ser conforme al genio, y recato de la Nacion Española”. Esta prohibición se renueva en 1745. Según el testimonio paralelo, aunque esta vez a favor de los bailes de máscaras, del conde de Aranda en un informe escrito como respuesta al anterior para informar a Carlos III, estas prohibiciones se refieren a la celebración privada de este tipo de bailes, pero lo que él propone –como testifican las leyes reguladoras del primer baile en máscara celebrado en 1767 en el Teatro del Príncipe– es algo notablemente diferente: “Yo celebro, Señor, lo literal de las sobredhas. R.es. Ressoluciones, porque la del S.or. Carlos V no prohive una funcion en Mascara vigilada por el Govierno, y limitada como la que se trata à un ambito custodiado, bajo la mas exacta atencion, con reglas prefixadas; [...] No se trata de Mascaras antes de la hora precisa, ni de encubrir el rostro por las calles”. Es decir, que según el conde de Aranda estas prohibiciones del pasado afectaban a festejos definidos de manera distinta a la del baile de máscaras según se concibe a partir de 1767 y hasta su prohibición en 1773. Como un ilustrado progresista –en los límites que en España tiene este título en el siglo XVIII–, las ideas sobre el ocio del conde de Aranda coinciden con las expuestas por Jovellanos, otro ilustra-

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do progresista, en su Memoria para el arreglo de la policía de los espectáculos y diversiones públicas (1790). Según Aranda, “conssidero la necessidad de diversiones publicas, porque su privacion en los ociosos ha de motivar otros destinos à sus passiones”. 33 N. Fernández de Moratín, El arte de las putas. Poema lo escribió… Ahora por primera vez impreso, Madrid, 1898, canto III, vs. 243-63. 34 J. Rubio Jiménez, “El conde de Aranda y el teatro: Los bailes de máscaras en la polémica sobre la licitud del teatro”, Alazet, 6, 1994, p. 183. 35 Ibid., p. 196. 36 Ibid., p. 184. 37 Ibid., p. 184; C. Kany, op. cit., p. 327. La historia de la celebración de fuegos artificiales tiene una historia casi paralela a la de la regulación de los bailes de máscaras, como muestra Julián Vidal Rivas en su artículo “Los fuegos en ‘Las luces’: culturas visuales en la sociabilidad ilustrada”. Justo en 1771 una Real Cédula prohibió la práctica de la pirotécnica a todos los niveles como entretenimiento o celebración, cerrando así un ciclo de espectáculo pirotécnico que, según Vidal Rivas, “parece haber tenido su máximo esplendor en las décadas centrales de la centuria”, p. 67, cuando los juegos y espectáculos pirotécnicos formaban parte esencial de las celebraciones civiles y religiosas. Sin embargo, por un criterio de ahorro y seguridad, esta tradición tuvo su fin a principios de la década de los setenta. Para Vidal Rivas, esta prohibición se desplazó hacia el terreno teatralizado de la mascarada: “En el caso de los fuegos de artificio, cuando el riesgo de incendio en edificios o daños a personas adquirió la suficiente entidad para justificar su prohibición, el espectáculo pirotécnico se diversificó en el teatro con la emergencia del baile en máscara como evento de relumbre social”, p. 71. Como en el caso de la regulación de estos bailes, “El crecimiento de todos estos eventos de sociabilidad estuvo tutelado desde los órganos del poder por un impulso regulador de la ociosidad, muy similar al asumido para la normalización de la lengua o de las artes impulsada por las correspondientes academias”, p. 71. J. Vidal Rivas, “Los fuegos en ‘las Luces’: culturas visuales en la sociabilidad ilustrada”, Goya, 338, 2012, pp. 62-75. 38 M. Camarero, “Introducción”, en J. Cadalso, Autobiografía. Noches lúgubres, Castalia, Madrid, 1988, p. 17. 39 J. Cadalso, Obra poética, Ed. R. Reyes Cano, Servicio de publicaciones de la Universidad de Cádiz, Cádiz, 1993, p. 177. 40 Desde principios del XVIII los gobernantes borbones muestran su incomodidad con respecto a estas celebraciones, pero con las leyes también prueban el poder de atracción y la importancia de estos festejos. La historiadora Maria José del Río explica en un artículo sobre “Represión y control de

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fiestas en el Madrid de Carlos III” los vaivenes de las leyes ilustradas con respecto a estas fiestas: “Desde que en 1716 Felipe V prohibió los bailes en máscara durante el Carnaval, todos los años se publicaron bandos en Madrid para evitar que la gente anduviese disfrazada por las calles y se reuniera en casas particulares para celebrar bailes de disfraces. Exactamente desde las mismas fechas venía prohibiéndose la utilización de embozos en los lugares públicos de la Corte”, p. 311. Los criterios de urbanidad eran los que solían justificar estas reglas, pero realmente las prohibiciones se dirigían a los que usaban estas prendas de ropa para disfrazarse, p. 311. En su Discurso sobre el gobierno de Madrid de 1746 el marqués de Urtáriz explica que: “un hombre con capa hasta las cejas, en nada se distingue de uno con Máscara: pues si uno y otro son tan parecidos, ¿por qué se han de prohibir las máscaras en Carnestolendas y se han de permitir todo el año?”, p. 312. M. J. del Río, “Control y represión de fiestas y diversiones en el Madrid de Carlos III”, en Carlos III, Madrid y la Ilustración, Siglo XXI, Madrid, 1988, pp. 299-329. 41 “Los censores nombrados por el Juez de Imprentas y el Consejo de Castilla en España en la segunda mitad del siglo XVIII revisaban extensamente los manuscritos sometidos a su aprobación para obtener la licencia de imprenta, teniendo en cuenta varios puntos de vista. Cualquier opinión religiosa heterodoxa, o cualquier actitud de disconformidad hacia la jerarquía del Estado, o bien era inexorablemente suprimida o los pasajes que la contenían se alteraban de modo radical”. N. Glendinning, Vida y obra de Cadalso, Gredos, Madrid, 1962, p. 12. Esto también puede aplicarse al campo de la pintura. Sin duda, el carácter críptico pero aparentemente sencillo del rococó y de la pintura cortesana de Paret responde a la necesidad de expresar ideas que desestabilizaban ligeramente el sistema dentro del sistema mismo. Se trata de una opción artística pero también de una necesidad de discreción y supervivencia. 42 N. Glendinning, “Goya y el retrato español del siglo XVIII”, en J. Portús Pérez (ed.), El retrato español. Del Greco a Picasso, Museo Nacional del Prado, Madrid, 2005, p. 245. 43 Ibid., p. 245. 44 Gaya Nuño, y más recientemente, J. J. Luna, señalaron la influencia de la obra del veneciano en Paret, a través de las estampas del grabador Joseph Flipart. J. L. Morales y Marín, op. cit., p. 93. 45 Úbeda de los Cobos propone entender estos misteriosos rostros amontonados, tapándose entre sí en sucesivas capas, o cubiertos por abanicos, no a través de la pintura convencional de la época sino de otro género, el de los “estudios de cabezas”, un tipo de práctica con la que los pintores ensayaban y perfeccionaban diferentes partes del rostro y

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expresiones. Pero esta relación resulta contradictoria si se presta atención a los cuadros, ya que, si bien es cierto que, como en los ejercicios de dibujo, los rostros aparecen como cabezas descontextualizadas, lo que interesa a Lorenzo Tiepolo no es transmitir gestos o pasiones, sino precisamente todo lo contrario: volver a la cara, “rostro”, y a los personajes, máscaras de sí mismos. Esto es lo que explica que se hayan interpretado como “figuras de relleno”, decorativas. Véase A. Úbeda de los Cobos, Lorenzo Tiepolo, Museo Nacional del Prado, Madrid, 1999. Pero lo que, para mi argumento, quiero destacar de estos tipos cuyos rostros carecen, por voluntad expresa del pintor, de expresión, es la importancia de la máscara simbólica, además de la literal, en la pintura de este periodo. Véase A. Úbeda de los Cobos, op. cit. Ibid. Aunque Úbeda no califica esta serie de retratos de Lorenzo con el término “de fantasía”, sí los relaciona tentativamente con este género y con el de los “retratos conmemorativos, esto es, de personas que murieron mucho antes de la realización del retrato”. Asimismo, Úbeda también destaca varios retratos femeninos del padre de Lorenzo, Giambattista, como el retrato de Joven con papagayo y retrato de Joven con pieles, que sí son considerados propiamente como “retratos de fantasía”, ya que “no son retratos en sentido estricto… si entendemos por tal la representación de un sujeto concreto donde el artista reproduce con la mayor exactitud posible sus rasgos físicos. Por el contrario se trata de representaciones de cortesanas que aparecen asociadas a elementos que aluden inequívocamente a su profesión”. Entre estos elementos asociados con la prostitución Úbeda señala precisamente el papagayo, “símbolo de la lujuria”, junto a otros elementos como las pieles, las flores en el cabello, o los seductores instrumentos musicales. En este punto, es interesante regresar al Retrato de la Marquesa de Llano de Mengs, ya que, además de llevar una máscara en la mano, la marquesa vestida de maja está acompañada por un papagayo. Citado en J. L. Morales y Marín, op. cit., p. 51. Hay dos versiones opuestas de la muerte de Moratín padre. En primer lugar, la de David Gies, para quien “el aura que prevalece en toda la obra (El arte de las putas) y sirve de su eje central es su profundo horror al mal venéreo”, y que insinúa, basándose en la consulta del certificado de defunción del autor y en el hecho de que fue enterrado en secreto en una tumba común, que la muerte a los cuarenta y dos años de Moratín padre podría deberse a la sífilis. D. Gies, “El cantor de las doncellas y las rameras madrileñas: Nicolás Fernández de Moratín en El arte de las putas”, Actas del Sexto Congreso Internacional de Hispanistas, University of

Toronto, 1980, pp. 322. En segundo lugar, está la versión de Peter B. Goldman, quien posteriormente interpretó esta misma evidencia de forma distinta, p. 280. P. B. Goldman, “El arte de las putas and The death of The Elder Moratín: Charter The Borderline Between Literature and Life”, Kentucky Romance Quarterly, 32.3, 1985, pp. 279-290. 50 N. Fernández de Moratín, op. cit., canto II, vs. 206-18. 51 Según María del Mar Nicolás Martínez, “La alta alcurnia de los novios propició una lujosa boda cuyos preparativos comenzaron, tal y como era costumbre, desde el primer momento en que se trató el compromiso, en diciembre de 1772, cuando la futura duquesa de Alba contaba con 10 años de edad. Con tal motivo, el novio, por entonces duque de Fernandina, regaló a la que luego sería su mujer, “[...] una piocha de brillantes con figuras a la chinesca, que se compró a don Vicente Risel, platero de oro de esta Corte, a precio de 40.000 reales... un relox de oro de repetición esmaltado y guarnecido de brillantes, que se compró en casa de Geniani en precio de 18.000 reales... una sortija en que iba un retrato del Duque... guarnecido de brillantes, cuya guarnición y hechura, sin el retrato costó 1.405 reales... [y] unas arracadas de brillantes y esmeraldas, con su caja de tapa, para regalar a dicha excelentísima señora el día 10 de junio de 1773 en que cumplió 11 años [de] 25.500 [reales]...” (A.D.M.S., leg. 146). El reloj fue comprado en una famosa tienda de Madrid, ubicada en la calle de la Montera, propiedad del mercader de la corte José Geniani, en cuyo establecimiento se vendían toda clase de objetos, algunos considerados “ilícitos”, aunque se podían adquirir si se pagaban “bien y con secreto”, según escribe Nicolás Fernández de Moratín en el canto segundo de su poema El arte de las putas, redactado en torno a 1777”. M. Nicolás Martínez, “Galas y regalos para una novia: a propósito de la boda de María del Pilar Teresa Cayetana de Silva, duquesa de Alba”, Actas del Congreso Internacional Imagen y Apariencia, Universidad de Murcia, 2008. 52 J. L. Morales y Marín, op. cit., p. 52. 53 Otro sombrero de ala ancha aparece en el dibujo titulado “La égloga”, realizado por Paret en 1784. Después de haberse organizado un motín por causa del “edicto de capas y sombreros”, poner un sombrero de ala ancha, aun descontextualizado y sin ser llevado por nadie, supone un claro gesto de sutil oposición. 54 Según Morales y Marín, a pesar de la existencia de dos tesis doctorales sobre la figura de Isabel de Farnesio, madre del Infante don Luis, y su papel de mecenas (Dra. Teresa Lavalle Cobo), y sobre don Luis mismo (Dra. Rosario Peña), “ambas investigadoras lamentan no haber hallado noticias de interés en la relación entre el Infante y el pintor”, op. cit., p. 46.

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