Misión imposible: la construcción de la representación política en México, siglo XIX

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Journal of Iberian and Latin American Research

ISSN: 1326-0219 (Print) 2151-9668 (Online) Journal homepage: http://www.tandfonline.com/loi/rjil20

Misión imposible: la construcción de la representación política en México, siglo XIX Erika Pani To cite this article: Erika Pani (2014) Misión imposible: la construcción de la representación política en México, siglo XIX, Journal of Iberian and Latin American Research, 20:1, 36-49, DOI: 10.1080/13260219.2014.888941 To link to this article: http://dx.doi.org/10.1080/13260219.2014.888941

Published online: 27 Mar 2014.

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Date: 22 October 2015, At: 10:19

Journal of Iberian and Latin American Research, 2014 Vol. 20, No. 1, 36–49, http://dx.doi.org/10.1080/13260219.2014.888941

Misio´n imposible: la construccio´n de la representacio´n polı´tica en Me´xico, siglo XIX Erika Pani*

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El Colegio de Me´xico In Mexico, as throughout much of the Atlantic world, after independence the principle of the sovereignty of the ‘Nation’—or of ‘the People’—became the unsteady basis of political legitimacy. In this context, representing the sovereign entity—giving it voice, articulating its will and translating it through institutional channels—became an inescapable, contentious and always open-ended challenge for those seeking to consolidate the new State. This article traces the transformation of the concepts and practices of political representation in Mexico throughout the nineteenth century. Keywords: sovereignty; political legitimacy; political representation; elections; suffrage; political parties En Me´xico como en el resto del mundo atla´ntico, tras la revolucio´n de independencia, la soberanı´a de la ‘nacio´n’—o del ‘pueblo’—se erigio´ como base de una legitimidad polı´tica siempre contingente. En este contexto, la representacio´n de la entidad soberana—el darle voz, el articular su voluntad y traducirla por medio de canales institucionales—se convirtio´ en un desafı´o inescapable, contencioso y siempre abierto para los artı´fices del nuevo Estado. Este artı´culo rastrea, a trave´s de la legislacio´n, las transformaciones de los conceptos y pra´cticas de la representacio´n polı´tica en Me´xico a lo largo del siglo XIX. Palabras clave: soberanı´a; legitimidad; representacio´n polı´tica; elecciones; sufragio; partidos

El tı´tulo de este texto es a la vez certero y tramposo. Describe de manera apropiada el largo y contencioso proceso de experimentacio´n, de ajustes, negociaciones, imposiciones y rupturas por medio del cual, en el Me´xico decimono´nico, los artı´fices del nuevo Estado surgido de la independencia pretendieron construir un sistema representativo para dar voz a la entidad que se proclamaba soberana: la nacio´n. Pero resulta engan˜oso porque sugiere la disfuncionalidad tropical de un paı´s que quiso disfrazarse de moderno sin poder serlo, por hispano, indio, cato´lico, perife´rico y poscolonial. Cabe entonces sen˜alar que las desquiciadas repu´blicas hispanoamericanas del siglo XIX compartieron con las—no siempre mejor organizadas—naciones del Viejo mundo, e incluso con Estados Unidos, el anhelo y la incapacidad de construir un sistema de representacio´n polı´tica que lograra garantizar derechos individuales, dar voz a anhelos colectivos y dirimir diferencias, para a un tiempo articular las complejidades de la sociedad y constituirla como comunidad. Podrı´a decirse incluso que es un mal que aqueja a las democracias representativas de hoy, a pesar de que e´ste se ha convertido en el paradigma hegemo´nico.1

*Email: [email protected] q 2014 Association of Iberian and Latin American Studies of Australasia (AILASA)

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Si en algu´n aspecto las revoluciones llamadas atla´nticas, burguesas o democra´ticas representaron una ruptura imposible de subsanar, fue en el cambio en las formas en que se pensaba la polı´tica. Resquebrajadas las jerarquı´as naturales y desgastadas las meta´foras corporales y familiares que caracterizaban el universo mental de Antiguo Re´gimen, la constitucio´n de la sociedad y de la autoridad se convirtieron en la contingente tarea de la polı´tica.2 En Me´xico, la soberanı´a de la nacio´n—o, como se proclamaba cuando soplaban vientos democra´ticos, la del ‘pueblo’—se convirtio´ en piedra de toque de constituciones distintas y de proclamaciones de emperadores, presidentes y pronunciados. Por consiguiente las elecciones se erigieron en un dato duro de la vida polı´tica nacional.3 Esto planteo´ una serie de problemas, tanto teo´ricos como pra´cticos, de difı´cil solucio´n. Si la nacio´n era soberana, ¿quie´n conformaba esta entidad, a la vez central y elusiva? ¿Quie´n podı´a darle voz? ¿Co´mo debı´an elegirse, en un territorio nacional extenso y fragmentado, los representantes de la nacio´n? ¿A quie´n o a que´ daban voz estos hombres? Este artı´culo explora las distintas respuestas que se dieron a estos cuestionamientos en el Me´xico del siglo XIX. La historia de la representacio´n polı´tica ‘moderna’—por posrevolucionaria—se articula en torno a dos ejes principales, que a menudo se entrelazan: la historia del voto, y la de la definicio´n de la base de la representacio´n. La cro´nica de la ciudadanı´a polı´tica es, intuitivamente, quiza´ ma´s llamativa, y ha recibido mayor atencio´n por parte de los historiadores. Narra la ‘lucha por la inclusio´n’, la ampliacio´n de la participacio´n polı´tica, la irrupcio´n de los grupos populares—hoy dirı´amos subalternos—en las esferas del poder.4 Sin embargo, la conquista heroica del acceso a las urnas por parte de los excluidos— trabajadores, mujeres, indı´genas y afrodescendientes—no conforma un elemento central de la experiencia mexicana.5 E´sta se desarrolla sobre la base de un derecho al sufragio relativamente amplio y estable, cuya implementacio´n movilizo´ a amplios contingentes so´lo en lugares especı´ficos y momentos excepcionales: la ciudad de Me´xico durante la segunda mitad de la de´cada de 1820 y la campan˜a maderista de 1910. Si algunos autores han resen˜ado las formas en que la restriccio´n del sufragio se tradujo en cambios importantes en la esfera pu´blica—afianzando el control oliga´rquico sobre la ciudad en el caso de la capital a principios de los 1830s, desestabilizando y radicalizando los conflictos polı´ticos y sociales en lo que hoy es el estado de Guerrero en los 1840s—los feno´menos estudiados no se inscriben dentro de la lo´gica de una lucha por el sufragio.6 De este modo, una parte importante de la poblacio´n masculina adulta en el Me´xico decimono´nico gozo´ del derecho a votar. A pesar de los esfuerzos realizados por polı´ticos mexicanos de todos los colores durante las de´cadas de 1820 a 1840 para restringir el sufragio por medio del censo, para establecer sistemas que les permitieran no so´lo fichar a los electores sino vigilar a las clases peligrosas,7 y para implementar esquemas que organizaran la representacio´n, se mantuvo el legado generoso de la constitucio´n gaditana, que reflejaba una concepcio´n abierta de la ciudadanı´a, reconociendo al integrante de la nacio´n en el vecino: el jefe de familia arraigado y ‘bueno’ por tener un ‘modo honesto de vivir’ y ser, hasta 1857, cato´lico. La contraparte de esta amplitud en el sufragio serı´a la estructura de las elecciones, que a lo largo del siglo fueron siempre indirectas, primero en tres grados—segu´n el texto de Ca´diz—despue´s en dos y a partir de 1857 y hasta 1912 en uno. Se trataba de un sistema en el que muchos podı´an participar, pero eran pocos los que podı´an decidir. Las distintas variaciones de este re´gimen electoral favorecerı´an, como se vera´, a las e´lites locales y, sobre todo, regionales durante la primera mitad del siglo, y, despue´s de la restauracio´n de la repu´blica en 1867, a los poderes establecidos en el centro.8 Si ni gobernantes ni gobernados consideraron especialmente contenciosa la definicio´n de la ciudadanı´a a lo largo del siglo XIX mexicano, las recurrentes intervenciones en la

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legislacio´n electoral sugieren que la historia de la representacio´n polı´tica, aunque menos emocionante, ma´s te´cnica y quiza´ ma´s truculenta que la de la ciudadanı´a, constituye un mirador privilegiado sobre la compleja historia de la polı´tica decimono´nica mexicana y sobre los esfuerzos de quienes buscaron domesticar la revolucio´n, construir un Estadonacio´n moderno y afianzarse en el poder. Las elecciones: inescapables y temibles Durante largo tiempo, los historiadores justificaron la poca atencio´n prestada a las elecciones decimono´nicas alegando que e´stas eran una farsa, la artificiosa ‘fachada democra´tica’ de regı´menes arcaicos. Sobraba documentacio´n fidedigna para demostrarlo: las abigarradas ima´genes de corrupcio´n, fraude y violencia que nutren la leyenda negra de la historia electoral iberoamericana del siglo XIX surgen de hecho del discurso de los mismos contempora´neos.9 Sin embargo, que las elecciones no fueran ‘limpias’, ‘libres’, ‘democra´ticas’ y que sus resultados fueran frecuentemente cuestionados—lo cual, por otra parte, no las distingue de ninguna otra experiencia occidental contempora´nea10—no significa que no desempen˜aran funciones importantes. En el caso mexicano, como en otros paı´ses de la regio´n, las elecciones eran a un tiempo imprescindibles y, hasta bien entrado el siglo, alarmantes porque impredecibles. So´lo Antonio Lo´pez de Santa Anna, al fundar un gobierno dictatorial en 1853 con el apoyo de un partido conservador que se habı´a confesado rabiosamente opuesto a la representacio´n polı´tica mientras no descansara ‘sobre otras bases’ y el gobierno imperial de Maximiliano de Habsburgo funcionaron sin un cuerpo representativo nacional, aunque conservaron las elecciones municipales y, en el caso del Segundo Imperio, se instituyo´ una Comisio´n de Hacienda a la que fueron electos representantes de los agricultores, industriales, mineros y comerciantes de los distintos departamentos del paı´s.11 Se llevaron entonces a cabo elecciones de manera regular—salvo el interludio de las guerras de Reforma e Intervencio´n (1858 – 1867, con elecciones federales en 1861) desde 1821 hasta 1912—mientras el re´gimen polı´tico transitaba del imperio a la repu´blica federal (1824), por el centralismo (1836), el restablecimiento del federalismo (1847), la dictadura (1853), el reformismo liberal (1855), un experimento mona´rquico (1864), la restauracio´n de la repu´blica (1857) y la consolidacio´n de un re´gimen a un tiempo constitucional, autoritario y personalista (1880). Puede decirse incluso que, hasta mediados de siglo, las elecciones legislativas cumplieron con sus funciones en tanto que a pesar de las descalificaciones y los sobresaltos que acompan˜aron al ejercicio electoral, las impugnaciones rara vez iban ma´s alla´ del discurso. Las pra´cticas electorales revelaban la puesta en marcha de redes notabiliares y clientelares, ası´ como la intervencio´n en el proceso de los poderosos a nivel local y regional, para que salieran electos ‘sujetos de su satisfaccio´n’.12 Sin embargo, para frustracio´n de no pocos presidentes, los resultados globales fueron siempre impredecibles y rara vez desembocaron en el dominio claro de algu´n grupo polı´tico.13 Por otra parte, como ha demostrado Cecilia Noriega, durante estas primeras de´cadas y en un contexto en que la ley fundamental cambio´ seis veces, se fraguo´ una clase parlamentaria experimentada y estable.14 De manera quiza´ ma´s significativa, esta cuarentena de legisladores, electa a alguna asamblea representativa siete veces o ma´s, logro´ dar voz a las distintas regiones ası´ como a diversas tendencias polı´ticas, desde el federalismo radical—Lorenzo de Zavala, Valentı´n Go´mez Farı´as—hasta el conservadurismo—Manuel Dı´az de Bonilla, Juan N. Rodrı´guez de San Miguel—pasando por el republicanismo cato´lico y centralizador de Carlos Ma. Bustamante o el liberalismo ‘del

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justo medio’ de Manuel Payno.15 Pero si hasta mediados de siglo los congresos reflejaron la pluralidad del espectro polı´tico y la autonomı´a relativa de la representacio´n, contribuyeron a los recurrentes enfrentamientos entre poderes que tanto preocupaban a los polı´ticos decimono´nicos. No serı´a sino hasta despue´s de 1867, con la muerte polı´tica de los conservadores y la progresiva centralizacio´n de los recursos polı´ticos en manos del Ejecutivo, que el gobierno nacional logro´ encauzar a la representacio´n polı´tica, lo que nunca resulto´ en un legislativo al modo del presidente, pero si menos rijoso. Lo que el legislativo perdio´ en diversidad e independencia compenso´, quiza´, con estabilidad.16 A diferencia de las elecciones legislativas, las del Ejecutivo nacional resultaron mucho ma´s problema´ticas. Tras la eleccio´n de Guadalupe Victoria en 1824, ningu´n presidente llego´ al poder por medio de elecciones convencionales sino hasta 1852 cuando Mariano Arista sucedio´ a Jose´ Joaquı´n Herrera, con lo que, antes de la guerra de Reforma, el titular del Ejecutivo cambio´ ma´s de cincuenta veces. El descubrir las razones de la ‘anarquı´a’ decimono´nica ha representado una de las preocupaciones centrales de los estudiosos del pasado mexicano que han postulado las explicaciones ma´s diversas (por ejemplo, el conflicto irresoluble entre proyectos de estado y nacio´n incompatibles, entre grupos de poder e intereses encontrados, entre ‘clases’; el ‘atraso’ econo´mico, polı´tico, y social, normalmente vinculado a alguna versio´n del ‘ethos hispa´nico’; la penuria de las arcas pu´blicas, la fragmentacio´n territorial, la intromisio´n de potencias extranjeras, el caudillismo).17 Pero si comparamos el relativo buen e´xito de las elecciones legislativas con la incapacidad de las elecciones presidenciales para constituirse en mecanismo para la transmisio´n pacı´fica del poder, podemos indagar si parte de su disfuncionalidad no proviene de la forma en que se concebı´a y plasmaba en la legislacio´n la funcio´n representativa del ‘jefe de la administracio´n pu´blica’, del hombre que debı´a ejecutar las leyes y asegurar la tranquilidad y seguridad del paı´s. Elaborados a la sombra del temor republicano a la tiranı´a y a la fragilidad de la virtud, los regı´menes constitucionales de la primera mitad del siglo establecieron los procedimientos ma´s complicados para la eleccio´n del jefe del ejecutivo con la excepcio´n quiza´ de la eleccio´n senatorial que establecı´a las Bases orga´nicas de 1843. Bajo la Repu´blica federal, las legislaturas estatales elegı´an a dos candidatos, triunfando quien obtuviera la mayorı´a, contabilizada por el congreso federal, mientras que, despue´s de 1843, la eleccio´n de presidente la hicieron las asambleas departamentales, votando por un solo individuo, restablecie´ndose en 1847 lo prescrito por la primera constitucio´n federal. Las Siete Leyes de 1836 prescribı´an un barroco mecanismo mediante el cual las juntas departamentales elegı´an a un individuo de una terna elaborada por la ca´mara de diputados a partir de las propuestas de la junta del consejo y de ministros, del senado y de la suprema corte de justicia. Ası´, el presidente de los mexicanos no era electo por ellos y difı´cilmente podı´a representarlos. Eran entonces las autoridades establecidas a nivel estatal—incluso bajo el re´gimen centralista y, en el caso del re´gimen de 1836, tambie´n las nacionales—las encargadas de elegir al jefe del ejecutivo, con la esperanza, quiza´, de que esto las obligarı´a a ponerse de acuerdo para asegurar un mandato legı´timo para quien se colocaba al frente de la administracio´n nacional. Dentro de este contexto, en el que adema´s los partidos polı´ticos no lograron ni consolidar estructuras duraderas con presencia nacional ni sobreponerse al estigma de la ilegitimidad, no debe sorprender que quienes ocupaban la silla presidencial de manera siempre precaria y temporal fueran individuos que podı´an tejer consensos inter-regionales, aunque recurrieran a mecanismos (como los pronunciamientos) o a actores polı´ticos (como el eje´rcito) ajenos a los que la ley fundamental determinaba eran los ido´neos.18 Posteriormente, la constitucio´n de 1857 establecio´ que el presidente serı´a designado

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mediante ‘eleccio´n indirecta y en escrutinio secreto’ por los colegios electorales. Sin embargo, la construccio´n de una maquinaria polı´tica liberal que logro´ influencias a los colegios electorales desde el centro clausuro´ la posibilidad de que las elecciones presidenciales se erigieran en espacios para la transferencia del poder y el cambio polı´tico. Jerarquı´as y territorio Las elecciones fueron entonces un ejercicio pra´cticamente irrenunciable dentro de la polı´tica del siglo XIX. La nutrida legislacio´n electoral es testimonio de los esfuerzos de los arquitectos de la polı´tica por estructurar la representacio´n para que la ‘repu´blica representativa’ fuera un re´gimen de legitimidad y orden, que pudiera poner a Me´xico ‘a la altura del siglo’. Se mostraron por lo tanto convencidos, durante de´cadas, que la mayorı´a de los ciudadanos mexicanos—pobres, analfabetos e indı´genas—no estaban calificados, por muy soberanos que fueran en su conjunto, para gobernar. Para que las elecciones sirvieran para seleccionar a los ‘mejores’, se establecieron, hasta 1847, requisitos para ser diputado que iban ma´s alla´ de la ciudadanı´a, exigiendo cierta madurez—veinticinco o treinta an˜os mı´nimo—y una ‘buena reputacio´n’, ‘buena conducta’, ‘patriotismo acreditado con servicios positivos’, ‘instruccio´n’ y ‘luces no vulgares’.19 De forma menos subjetiva, las leyes exigieron tambie´n a los diputados una renta anual mı´nima, que fluctuo´ entre $1,200 y $1,500,20 o que hubieran desempen˜ado algu´n cargo que pusiera de manifiesto capacidades o experiencia por encima de la media como, en 1842, el haber sido ‘profesor de alguna ciencia’ en un establecimiento pu´blico, o el haber desempen˜ado cargos concejiles.21 No se trataba, entonces, de que el cuerpo de representantes reprodujera el perfil de la sociedad, sino de encumbrar a una clase dirigente patrio´tica e ilustrada que se distinguiera por sus me´ritos. En cambio, el Acta de 1847 y la constitucio´n de 1857, cuyo cara´cter popular exaltaron sus autores, so´lo requirieron a los diputados tener veinticinco an˜os, estar en ejercicio de sus derechos ciudadanos y, en el caso de la constitucio´n, no pertenecer al estado eclesia´stico. De manera incluso ma´s ilustrativa en cuanto a la construccio´n del diputado como un ciudadano ma´s, el congreso de 1856 aprobo´ que se retribuyera a los legisladores, rompiendo con una concepcio´n del representante como ente superior, lo suficientemente pro´spero para ser independiente, y, sobre todo, para no tener que vivir de la polı´tica.22 Los distintos niveles de la eleccio´n debı´an servir para, en un primer momento, dar cuerpo a una comunidad polı´tica incluyente mediante el gesto ritual del voto, y despue´s, de manera casi meca´nica, ‘purificar’ el sufragio involucrando a los estratos ma´s eminentes de la sociedad y, por lo tanto, en el imaginario decimono´nico, a los hombres ma´s auto´nomos, ma´s ilustrados y ma´s capaces de discernir el anhelado bien comu´n. En la pra´ctica, las elecciones primarias se convirtieron en ejercicios en los que se ‘activaban’ las redes clientelares y de influencias, mientras que los colegios electorales se erigı´an en instancias en que, lejos de decantarse de forma natural la voluntad de los integrantes por los candidatos ma´s aptos, se discutı´a, manipulaba, negociaba y transaba para asegurar cotos de poder. Ası´, en el Estado de Me´xico en 1842, bajo la e´gida de operadores polı´ticos de la talla del liberal Mariano Riva Palacios—varias veces gobernador y legislador—y del cacique ´ lvarez, se escribı´an cartas, se comprometı´a a actores clave y se repartı´an del Sur Juan A dineros para asegurar los resultados de la eleccio´n.23 En Guanajuato, bajo el re´gimen centralista, los portavoces de las poblaciones ma´s pequen˜as de la Sierra Gorda, en lugar de votar por ‘lugaren˜os escasamente reconocidos ma´s alla´ de los lı´mites de sus poblaciones’, establecieron alianzas para votar por candidatos comunes, resquebrajando ası´ el dominio

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de las e´lites de las ciudades principales—Guanajuato, Leo´n, Celaya—en el congreso estatal.24 Por otra parte, durante el Porfiriato, las elecciones federales representaron un espacio de composicio´n y arreglo entre el poder nacional y regional, negocia´ndose con los gobernadores, por ejemplo, las diputaciones y sus suplencias. Dentro de un esquema en el que el centro pudo actuar como a´rbitro, los miembros de los colegios electorales ya no dirimieron pugnas interregionales, sino que buscaron negociar beneficios para la localidad, entre ellos, obras de infraestructura, concesiones y contratos.25 En el centro de la construccio´n de un sistema representativo moderno estaban dos retos: el de compaginar el nu´mero con la razo´n,26 y el de expresar la densidad de las vivencias polı´ticas, dentro de un sistema en el que la ce´lula ba´sica es el individuo, que esta´ inevitablemente inscrito dentro de colectividades y sistemas de dominacio´n.27 Por eso, en distintos momentos, el ayuntamiento, el estado, la provincia o el departamento, la corporacio´n y ciertos intereses materiales fueron considerados entidades naturales, legı´timas y dignas de representacio´n. Ası´, estructuran los debates en torno a la legislacio´n electoral y a la organizacio´n de los cuerpos representativos los afanes por materializar las prerrogativas y reclamos de la poblacio´n y de las entidades territoriales, los saberes de quienes pudieran llevar a la nacio´n por buen camino, y los intereses de corporaciones y grupos de relevancia econo´mico y social. En un primer momento, la tensio´n que ma´s marca el debate es la que engendra la disyuntiva entre representar a la poblacio´n o a la corporacio´n, incidiendo en la discusio´n tanto las de viejo cun˜o—como los cabildos de origen novohispano—como las nuevas corporaciones territoriales surgidas de la revolucio´n, o sea, los ayuntamientos constitucionales y las diputaciones provinciales que se transformaron en legislaturas locales. Ası´, fueron las ‘capitales cabezas de partido’ las que eligieron al representante de la Nueva Espan˜a a la Junta Central en 1809 y los gobiernos municipales centroamericanos los que optaron por la independencia de Espan˜a y la adhesio´n de la regio´n al imperio mexicano en 1821.28 La constitucio´n insurgente de Apatzinga´n postulaba en 1814 que las distintas provincias de la ‘Ame´rica mexicana’ estuvieran representadas equitativamente en el congreso con un representante cada una. Pero de manera irreversible a partir de Ca´diz, poblacio´n y territorio se erigieron juntos en la base de la representacio´n en la ca´mara de diputados.29 De esta forma, cada diputado representarı´a entre 40,000 (de acuerdo con la constitucio´n de 1857) y 150,000 habitantes (conforme a las Siete Leyes de 1835).30 Con la sola excepcio´n del Acta de 1847, e incluso bajo los regı´menes centralistas, los estados o departamentos fueron el referente administrativo ba´sico. Los colegios electorales que realizaban la eleccio´n final se reunı´an en la capital estatal y eran muchas veces presididos por el gobernador, con el re´gimen de 1836 como excepcio´n.31 La ley electoral de 1857 establecio´ incluso que fueran los gobernadores quienes dividieran sus demarcaciones en distritos electorales. No obstante, la normatividad de este re´gimen constitucional, al pasar del partido al distrito electoral uninominal permitio´ una ampliacio´n importante de los espacios de participacio´n polı´tica, involucrando a un mayor nu´mero de ciudadanos como electores, lo que, podemos suponer, por lo menos desestabilizo´ las estructuras clientelares y de dominacio´n regionales.32 Al ras del suelo, asistimos a la consolidacio´n temprana de la importancia de las autoridades municipales dentro del proceso electoral. E´stas asumirı´an un papel central en su operacio´n, al ser las encargadas de empadronar a los ciudadanos y de entregarles las boletas necesarias para emitir el voto. Los regidores, o un vecino designado por ellos, fueron en varias instancias responsables de elegir a los miembros de la mesa electoral (1836, 1842, 1855, 1857), o hasta de presidirla, como se establecı´a en la reglamentacio´n de

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la eleccio´n de 1846. La importancia del ayuntamiento como administrador de las elecciones permitio´ a grupos de e´lites particularmente so´lidos—desde las autoridades municipales de un buen nu´mero de pueblos indı´genas en Oaxaca, hasta los grandes comerciantes y hacendados queretanos, o los miembros del cabildo capitalino virreinal— institucionalizar su injerencia en el proceso. Esto contribuirı´a a consolidar su dominio polı´tico y ampliar su capacidad de negociacio´n frente a otras instancias polı´ticas.33 En las postrimerı´as del siglo, como han explorado Marcello Carmagnani y Alicia Herna´ndez, el control del padro´n—ası´ como el disen˜o de los distritos electorales—sirvieron para estabilizar el nu´mero de electores primarios en un contexto de crecimiento demogra´fico e importantes transformaciones econo´micas y sociales. E´ste ‘de´ficit’ tanto en la participacio´n como en la representacio´n obstaculizo´ el acceso de nuevos actores al campo de la polı´tica.34 Si el ayuntamiento siguio´ siendo una pieza clave del proceso electoral, se fue desdibujando su relevancia como cuerpo sujeto como tal a la representacio´n polı´tica. Ya en 1824, la estrategia de la e´lite de San Cristo´bal, que querı´a que Chiapas permaneciera unido a Me´xico, fue promover que el asunto se resolviera con un plebiscito y no, como se habı´a hecho anteriormente, por decisio´n de los gobiernos municipales, lo que seguramente hubiera resultado en la anexio´n del territorio chiapaneco a las Provincias Unidas de Centroame´rica. Ası´, la rancia e´lite coleta recurrio´ a una definicio´n radical y moderna de la ‘voluntad popular’ para legitimar e instrumentalizar su opcio´n polı´tica.35 So´lo durante la Intervencio´n francesa (1862 – 1867), cuando fueron las actas de adhesio´n de los cuerpos municipales las que legitimaron el advenimiento del Segundo Imperio, recuperaron los ayuntamientos la prerrogativa formal de expresar la postura de sus gobernados. Las e´lites regionales, cuya influencia se habı´a acrecentado con el desarrollo de circuitos comerciales regionales y el establecimiento de intendencias durante el u´ltimo tercio del siglo XVIII y con la dispersio´n polı´tica que acarreo´ consigo el proceso de independencia, llegaron fortalecidas a la vida independiente. Sus exigencias por una parte de autonomı´a, por otra de presencia dentro de los o´rganos de gobierno nacionales, contribuirı´an al fracaso del imperio de Agustı´n de Iturbide y determinarı´an los contenidos del pacto federal de 1824. En el constituyente se enfrentaron quienes querı´an que fuera la poblacio´n el sujeto de representacio´n y quienes querı´an dar voz a las entidades soberanas que se confederaban, pues, como afirmara Servando Teresa de Mier, ‘ası´ como un hombre, por ma´s que sea ma´s rico, ma´s ilustre, ma´s grande [ . . . ] no deja de ser igual a otro [ . . . ] ası´ tambie´n, aunque aparezcan semejantes diferencias entre pueblo y pueblo, y entre provincia y provincia, deben ser polı´ticamente iguales’.36 El conflicto se resolvio´ con la representacio´n de la poblacio´n en la ca´mara de diputados y la creacio´n de una ca´mara alta para que dos senadores por estado aseguraran las prerrogativas de las entidades federativas. Los constituyentes de 1824 rompı´an ası´ con una concepcio´n de la soberanı´a de la nacio´n como ‘una e indivisible’ y que subyacı´a la asamblea legislativa unicameral de las constituciones de Ca´diz y Apatzinga´n. A lo largo del siglo, los constructores del Estado mexicano dotaron a la divisio´n del legislativo en dos ca´maras de funciones distintas. Adema´s de constituir el foro en el que los estados podı´an hablar como iguales, la segunda ca´mara debı´a servir como mecanismo para frenar los arranques de la representacio´n popular pues, como afirmaba Benito Jua´rez en 1867, moderaba ‘convenientemente en casos graves, a algu´n impulso excesivo de accio´n en la otra’,37 y reforzar la postura del presidente, dividiendo la oposicio´n parlamentaria al ejecutivo. De ahı´ que el senado se legislara como un o´rgano ma´s bien conservador, cuyos integrantes tenı´an que ser mayores (30 o 35 an˜os) y, con excepcio´n de las cartas de 1824 y 1847, gozar de mayores ingresos

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que los diputados, al establecerse una renta mı´nima para su eleccio´n de entre $1,200 y $3,000 anuales. Sin embargo, en 1856, los impulsos democratizadores que caracterizaron al constituyente lo llevaron a rechazar con vehemencia al senado como una re´mora para el progreso y una burla de la igualdad ciudadana. Con esto, los legisladores robustecieron la autoridad tanto del legislativo frente al presidente como del poder federal frente a las entidades federativas, que carecerı´an de representacio´n corporativa en el congreso nacional. Tanto Ignacio Comonfort como Benito Jua´rez y Sebastia´n Lerdo de Tejada consideraron que gobernar con un legislativo unicameral, aguerrido y poderoso, resultaba una tarea ardua, cuando no imposible. Los tres pensarı´an en templar la relacio´n entre poderes restituyendo al senado. Tras intentos fallidos de reforma, el primero recurrirı´a al golpe de estado, el segundo a las facultades extraordinarias. So´lo el tercero lograrı´a su acometido en 1873. Si para la de´cada de 1870 el senado encarnaba sobre todo un dispositivo para disciplinar la relacio´n entre poderes, habı´a sido el espacio institucional privilegiado para una serie de experimentos de ingenierı´a electoral que pretendı´an rescatar rasgos sociales de la poblacio´n representada que fueran ma´s alla´ de los nu´meros. En primer lugar, como ya se ha visto, se trato´ de dar voz, en pie de igualdad, a los estados soberanos. Por otra parte, buscaron constituir al senado como un espacio para las minorı´as rectoras tanto las Bases orga´nicas de 1843 como el Acta de reformas de 1847, ambos textos promulgados en contextos de crisis profunda al disolver el presidente el congreso contituyente de 1842 el primero, el segundo al restaurarse el federalismo en plena guerra contra Estados Unidos. Ambas leyes procuraron articular, en su disen˜o de la ca´mara alta, la representacio´n regional con las voces de, como los describirı´a Mariano Otero, ‘los hombres ma´s capaces y acreditados [ . . . ] la aristocracia del saber, de la virtud y de los servicios’.38 Esta meritocracia incluirı´a, en el caso de las Bases, no so´lo a polı´ticos y estadistas, sino tambie´n a militares y cle´rigos. De esta forma, en 1847 se establecio´ que el senado estuviera integrado por dos senadores por estado, ma´s un tercio electo por el senado, la suprema corte de justicia y el ejecutivo. Se exigı´a adema´s que todos los senadores hubieran desempen˜ado un cargo pu´blico de primer nivel.39 Las Bases orga´nicas constituı´an a un senado de sesenta y tres miembros, de los cuales un tercio era electo por la ca´mara de diputados, el presidente y la suprema corte, ‘precisamente’ entre aquellos individuos que se hubieran distinguido ‘por sus servicios y me´ritos en la carrera civil, militar y eclesia´stica’. Las asambleas departamentales elegı´an al resto, mediante un esquema complicado: cada asamblea elegı´a al nu´mero de senadores que hubiera que designar – 42 la primera vez, posteriormente 21, pues el senado se renovaba por tercios –eligiendo siempre a un agricultor, a un minero, a un propietario o comerciante y a un fabricante, y, para completar la lista, a hombres de experiencia dentro de la administracio´n pu´blica.40 La ca´mara de senadores computaba los votos de las asambleas, declarando ganadores a quienes obtuvieran el mayor nu´mero de votos. ‘Pandillas alborotadoras y frı´volas’: intereses y partidos De este modo, la segunda ca´mara fue vista en varias ocasiones como un lugar para ajustar las tuercas del sistema, menos para que la representacio´n fuera ma´s exacta que para enriquecer y matizarla. Estas adecuaciones resultaron, sin embargo, insuficientes para quienes consideraban que la representacio´n polı´tica debı´a descansar sobre otras bases. Estos hombres pu´blicos buscaron implementar una visio´n distinta de lo que debı´a ser la

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representacio´n polı´tica en dos ocasiones, primero en 1821, bajo la e´gida del ‘libertador’ Agustı´n de Iturbide, y tras el fracaso del proyecto de independencia pactada formulado en el plan de Iguala, y luego en 1846, dentro del ambiente enrarecido que siguio´ al pronunciamiento supuestamente monarquista de Mariano Paredes y Arrillaga, en vı´speras de la guerra. En su opinio´n, antes que proclamar el derecho a participar en la cosa pu´blica de todos los hombres, tenı´a que defenderse el de la nacio´n a ‘reunir el mayor nu´mero de luces, sobre las grandes cuestiones’.41 Al tiempo que se buscaba convocar a notables y sabios, ası´ como a los representantes de aquellas instituciones que supuestamente sostenı´an el orden social – el eje´rcito y la Iglesia, la magistratura, los funcionarios pu´blicos – se pretendı´a dar voz a aquellos intereses minoritarios pero centrales al tan anhelado ‘progreso material’ del paı´s. El nu´mero de diputados por clase, alegaba Iturbide, debı´a responder ‘no tanto a lo ma´s o menos numeroso de ella, cuanto a la influencia que tenga en el estado, el intere´s que tome en su felicidad, y el talento y probidad que necesiten para acertar’.42 Por eso la convocatoria a Cortes de 1821, que combinaba el esquema gaditano con las ocurrencias del futuro emperador, ordenaba que distintas provincias eligieran, dentro del cupo de diputados que la convocatoria les asignaba, ‘precisa e indispensablemente’ dos labradores, dos mineros, dos comerciantes y un artesano. La convocatoria de 1846, que Jose´ Antonio Aguilar ha descrito como ‘completamente original’, establecı´a que, entre 160 diputados, hubiera 38 propietarios ru´sticos, veinte comerciantes, catorce mineros, y que catorce tuvieran industrias manufactureras.43 Los autores de estas propuestas buscaban, de manera abierta, articular intereses econo´micos especı´ficos e identificables que querı´an salvaguardar y promover. Oponı´an ası´ una representacio´n organizada y selectiva al barullo ininteligible que resultaba, en su opinio´n, de la suma aritme´tica de voluntades de hombres artificialmente desvinculados e iguales entre sı´. Estas propuestas nadaban a contracorriente dentro de una cultura polı´tica refractaria a sancionar la expresio´n polı´tica de intereses particulares – ‘mezquinos’ por definicio´n – y a reconocer la legitimidad de las posturas del rival polı´tico. Ası´, una de las paradojas que va a marcar la cultura polı´tica decimono´nica es que mientras que la polı´tica competitiva exigira´ la organizacio´n, la movilizacio´n, y la confrontacio´n dentro de la esfera pu´blica de proyectos y actitudes, el discurso seguira´ postulando un ideal unanimista y la existencia de una ‘voluntad nacional’ y un ‘intere´s general’ concretos y asequibles, deplorando el ‘aspirantismo’ y la formacio´n de facciones y partidos.44 De ahı´ que en la de´cada de 1820, ante el e´xito de los yorkinos, se pretendiera prohibir las ‘sociedades secretas’ que intervenı´an en la vida pu´blica, porque e´stas en particular, y los partidos polı´ticos en general, ‘tendı´an a la destruccio´n de sus contrarios, lo cual ocasionaba la disolucio´n o el trastorno del orden establecido [ . . . ] e incluso el derramamiento de sangre’.45 A mediados de siglo, y tras la desastrosa derrota frente a los Estados Unidos, serı´a el perio´dico El Universal, portavoz de unos conservadores radicalizados, que pretenderı´a legitimar la lucha partidista. El perio´dico de Lucas Alama´n se avoco´ a desmontar, por irracionales, los principios de la polı´tica moderna, cuyas premisas centrales – la soberanı´a popular, las elecciones, la representacio´n polı´tica – habı´an sido aceptadas, desde la independencia, por toda la clase polı´tica. Al enfrascarse en un debate con la prensa liberal de la capital, proclamarı´a la inexistencia del ‘intere´s general’, defendiendo, al mismo tiempo, la polı´tica de partidos. Refirie´ndose al conflicto que se habı´a desatado entre agricultores saltillenses y comerciantes tamaulipecos en torno a la introduccio´n de vı´veres libres de impuesto a Matamoros, El Universal insistio´ que, al contrario de lo que afirmaba la prensa liberal –que aseguraba que en la voluntad de la mayorı´a se conciliaban ‘todos los intereses’– no existı´a ley que no se opusiera ‘a los intereses, a las inclinaciones y deseos de

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algunos hombres’. Adema´s, un sistema de mayorı´as, en el que ‘se contaban las razones’ en lugar de ponderar ‘su peso y su justicia’, era incapaz de asegurar el bien comu´n. Segu´n El Universal, convenı´a reconocer la dimensio´n profundamente conflictiva de la polı´tica, trabajada por intereses y principios enfrentados. Habı´a, por lo tanto, que dejar a un lado el ideal inasequible de la conciliacio´n de todos los intereses. La publicacio´n que se proclamaba conservadora abogaba entonces porque fueran ‘francos los partidos polı´ticos de Me´xico’, para que fueran ‘todos oı´dos, para que mutuamente se respeten, para que haya la debida libertad y la conveniente amplitud en las discusiones’.46 La reaccio´n de la prensa liberal clausuro´ esta posibilidad, siendo el republicanismo y la federacio´n la opinio´n ‘universal, la fundamental de la nacio´n’, los polı´ticos que cuestionaran estos principios no podı´an ser sino unos ambiciosos ‘que sin talento, virtudes, ni siquiera cualidades accidentales aspiran a ser, por ser; y aun ma´s todavı´a por convertirse en mayorales de esclavos o explotadores de una mina abundante que se llama erario, cuyas vetas se fecundizan con el sudor de los pueblos’. Los partidos polı´ticos no eran sino agrupaciones reducidas de personas ‘adictas ma´s bien a sus intereses que a sus ideas’, y dado que la mayorı´a de los mexicanos coincidı´a ‘en las opiniones fundamentales’ debı´a ma´s bien formarse ‘una liga que comprenda a todos [ . . . ] y todos marchara´n en armonı´a’.47 Unos an˜os ma´s tarde, una nueva generacio´n de liberales, reunida en el congreso constituyente de 1856, procuro´ institucionalizar, dentro de la representacio´n nacional, esta visio´n monolı´tica de la nacio´n y sus opiniones, eliminando de los requisitos para ser diputado los de nacimiento y vecindad. Si todo ciudadano era ‘elector y elegible’, el limitar su eleccio´n a los que vivı´an en el mismo territorio era ‘antidemocra´tico y hasta absurdo’. E´ste era el origen de la ‘lucha mezquina entre bastardos intereses’ que caracterizaba a los congresos dominados por ‘nulidades de provincia’ que pervertı´an la representacio´n nacional.48 Por otra parte, mientras los perio´dicos liberales de los 1840s habı´an insistido en que los ‘hombres malvados’ que criticaban a la repu´blica y al federalismo eran muy pocos – ‘cuatro demagogos desenfrenados, dos santanistas hambrientos, y tres monarquistas hipo´critas’ – los radicales de 1856 actuaban con conciencia de que defendı´an proyectos a un tiempo imprescindibles para el progreso nacional y muy difı´ciles de consensar. Ası´ como habı´an defendido la tolerancia de cultos a pesar de las representaciones populares en contra, los demo´cratas del constituyente abogaron por una legislacio´n electoral que favoreciera al partido encumbrado por la revolucio´n de Ayutla, permitie´ndole ‘perpetuarse en el poder [ . . . ]. Aspiracio´n legı´tima de todo partido militante y organizado, que tiene un programa patrio´tico y hombres capaces de llevarlo a cabo’.49 Dentro de una asamblea constituyente que aprobo´ sin problema tanto el seguir ´ lvarez e escalonando las elecciones como las pole´micas medidas decretadas por Juan A Ignacio Comonfort – la abolicio´n de los fueros, la desamortizacio´n de la propiedad corporativa –se debatio´ larga y acaloradamente la posibilidad de que los diputados al congreso federal no fueran nativos o residentes de la entidad que los enviaba.50 Finalmente, y gracias a la intervencio´n tendenciosa del presidente del constituyente, se impuso la postura de quienes consideraban que no podı´an dejarse los intereses de los estados en manos de ‘los residentes de la capital, empen˜ados en centralizarlo todo, ha´biles para la intriga, enemigos de la Federacio´n’.51 Se elimino´ el requisito de nacimiento, pero se mantuvo el de vecindad. La historia de la representacio´n polı´tica en el Me´xico del siglo XIX se vio condicionada por su origen y desarrollo. Es la historia de la adopcio´n irreversible, en el angustioso contexto de la crisis desatada por las abdicaciones de Bayona, de una versio´n radical de la soberanı´a nacional que se tradujo en la inevitabilidad de las elecciones, en un

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sufragio amplio, y en la legitimidad de los pronunciamientos que, en defensa de la soberanı´a nacional ultrajada, arremeterı´an en contra de la autoridad. Sobre esta base se montarı´an, durante de´cadas, los esfuerzos de una clase polı´tica escindida e inestable por construir una representacio´n polı´tica que diera cuerpo y sentido a esa entidad inaccesible que es la ‘voluntad nacional’. En momentos distintos, los polı´ticos y publicistas mexicanos buscaron preservar las prerrogativas de las entidades territoriales y la influencia de sus e´lites, y dar voz no al mexicano comu´n y corriente, sino a hombres supuestamente superiores, a funcionarios experimentados o a los portavoces de ciertas corporaciones o grupos de intere´s econo´mico. Dentro de este contexto, las elecciones se llevaron a cabo de forma regular durante casi un siglo. Sin embargo, ma´s alla´ de la creacio´n de una clase parlamentaria experimentada, el sistema representativo no contribuyo´ a estabilizar ni a legitimar a la autoridad pu´blica. Tampoco constituyo´ un mecanismo para asegurar la alternancia en el poder o el cambio pacı´fico de re´gimen. En 1867, tras diez an˜os de guerra civil a la que se sobrepuso una invasio´n extranjera, se consolido´ la constitucio´n de 1857 como marco jurı´dico. Durante las u´ltimas de´cadas del siglo XIX y hasta 1917, serı´a este texto el que marcarı´a las reglas del juego polı´tico. Los reclamos a la autoridad y los ajustes al orden legal se darı´an dentro de los derroteros constitucionales, inscribie´ndose dentro de un discurso liberal y progresista. En cuanto a la representacio´n, el re´gimen de 1857, como se ha visto, recogı´a y simplificaba una legislacio´n electoral que constituı´a a una comunidad polı´tica amplia e incluyente pero jerarquizada. Por otra parte, los a´nimos a un tiempo democratizadores y maquiave´licos de los liberales de Ayutla los llevaron a dejar un lado – incluso despue´s de la restauracio´n del senado– los afanes por organizar, ponderar o particularizar la representacio´n polı´tica. Tras el triunfo republicano contra la intervencio´n y la monarquı´a, los liberales lograron, progresivamente, centralizar en manos del gobierno federal parte importante de los recursos polı´ticos. La superposicio´n de la ma´quina polı´tica liberal sobre el esquema electoral de 1857 permitio´ la consolidacio´n del gobierno representativo eficiente que tanto habı´an anhelado los polı´ticos mexicanos desde la independencia. Su eficacia se fincaba antes sobre la estabilidad y los consensos dentro de la clase polı´tica, que en su capacidad para representar al cuerpo de la ‘nacio´n soberana’ de manera exacta y veraz. Ası´, la cro´nica de la representacio´n polı´tica en el Me´xico decimono´nico desemboca en una paradoja: la apropiacio´n y domesticacio´n del aparato de eleccio´n y representacio´n por parte del gobierno mediante una serie de negociaciones, transacciones e imposiciones complejas y costosas apuntalo´ la estabilidad y permitio´ la permanencia en el poder de sus artı´fices. Sin embargo, dentro de un sistema como e´ste las elecciones no podı´an vehicular el recambio del personal polı´tico, como lo demuestran las rebeliones de La Noria y Tuxtepec. Con el estallido de la Revolucio´n, se derrumbarı´a esta estructura, que si bien habı´a afianzado el orden del ‘liberalismo conservador’, habı´a impedido, al mismo tiempo, que este orden se adaptara, sin quebrarse, a nuevas circunstancias.

Notes 1.

2.

Agradezco a la Dra. Marı´a Sierra el haberme invitado a participar en este nu´mero especial de la revista JILAR, pues me dio la oportunidad de retomar una serie de reflexiones sobre la representacio´n polı´tica, capitalizando lo que se ha avanzado recientemente sobre el tema, y largas conversaciones con colegas, con quienes estoy en deuda, particularmente en el caso de Catherine Andrews y Marcela Ternavasio. Elı´as J. Palti, El tiempo de la polı´tica. Lenguaje e historia e historia en el siglo XIX, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007.

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Para Oaxaca, Karen D. Caplan, ‘The Legal Revolution in Town Politics: Oaxaca and Yucata´n, 1812– 1825’, en Hispanic American Historical Review, 83: 2, 2003, pp. 255– 93; para Quere´taro, Juan Ca´ceres Mun˜oz, ‘Entre la libertad y los privilegios: e´lite, elecciones y ciudadanı´a en el Quere´taro de la primera mitad del siglo XIX’, en Historia Mexicana, LXI: 2 (octubre-diciembre) 2011, pp. 477– 530; para la ciudad de Me´xico en las primeras elecciones nacionales, Marı´a Jose´ Garrido Aspero´, ‘Soborno’, ‘fraude’, ‘cohecho’. Los proyectos para evitar la manipulacio´n electoral en las primeras elecciones del Me´xico independiente, 1821– 1822, Me´xico, Instituto Mora, 2010, pp. 98 – 125. Carmagnani y Herna´ndez, ‘La ciudadanı´a’, pp. 386– 404; Salmero´n, ‘Las elecciones’, pp. 319 –26. Para el caso de la ciudad de Me´xico, Ariel Rodrı´guez Kuri, La experiencia olvidada. El ayuntamiento de Me´xico: polı´tica y gobierno, Me´xico, El Colegio de Me´xico, UAM-Azcapozalco, 1996. Mario Va´zquez Olivera, ‘Un remedo de los antiguos atenienses. El papel de los ayuntamientos en la proclamacio´n de la independencia y la unio´n de Chiapas a Me´xico (1821 –1824)’, en Marı´a del Carmen Salinas Sandoval; Diana Birrichaga Gardida, y Antonio Escobar Ohmstede (eds), Poder y gobierno local en Me´xico, 1808– 1857, Zinacantepec, El Colegio Mexiquense-El Colegio de Michoaca´n, UAEM, 2011, pp. 51 – 76. ‘Voto particular del Dr. Mier’, en La Repu´blica federal mexicana: gestacio´n y nacimiento, 9 vols., Me´xico, Departamento del Distrito Federal, I, p. 199. Convocatoria para la eleccio´n de los Supremos Poderes, 14 agosto 1867, en Garcı´a Orozco, Legislacio´n, p. 183. Voto particular de Mariano Otero, 5 abril 1847, Tena, Leyes, pp. 455– 56. Presidente o vicepresidente constitucional de la Repu´blica, o por ma´s de seis meses secretario del despacho, o gobernador de Estado, o individuo de las ca´maras, o por dos veces de una legislatura, o por ma´s de cinco an˜os enviado diploma´tico, o ministro de la Suprema Corte de Justicia, o por seis an˜os juez o magistrado, o jefe superior de Hacienda, o general efectivo. Presidente o Vice-presidente de la Repu´blica, secretario del despacho por ma´s de un an˜o, ministro plenipotenciario, gobernador de antiguo Estado o Departamento por ma´s de un an˜o, senador al Congreso general, diputado al mismo en dos legislaturas, y antiguo Consejero de gobierno, o que sea Obispo o General de Divisio´n. ‘Parte polı´tica. Convocatoria. Sobre 1842’, El Tiempo, 18 abril 1846. Agustı´n de Iturbide, Pensamiento que en grande ha propuesto el que suscribe como un particular, para la pro´xima convocatoria de las pro´ximas Cortes, bajo el concepto de que se podra´ aumentar o disminuir el nu´mero de representantes de cada clase conforme acuerde la Junta Soberana con el Supremo Congreso de la Regencia, Me´xico, Imprenta Imperial de D. Alejandro Valde´s, 1821, pp. 1 – 2. Jose´ Antonio Aguilar Rivera, ‘La convocatoria, las elecciones y el congreso extraordinario de 1846’, en Historia Mexicana, LXI: 2, 2011, p. 531– 588. Guerra, ‘El soberano’; Elı´as J. Palti, La invencio´n de una legitimidad. Razo´n y reto´rica en el pensamiento mexicano del siglo XIX (un estudio sobre las formas del discurso polı´tico), Me´xico, FCE, 2005. Marı´a Eugenia Va´zquez, La formacio´n de una cultura polı´tica republicana. El debate pu´blico sobre la masonerı´a. Me´xico, 1821 –1830, Me´xico, UNAM, Zamora, El Colegio de Michoaca´n, 2010, pp. 135– 42. ‘Partidos. Liberalismo. Servilismo’, El Universal, 8 septiembre 1849, en Elı´as J. Palti, (ed.), La polı´tica del disenso. La ‘pole´mica en torno al monarquismo’ (Me´xico, 1848– 1850), Me´xico, FCE, 1998, pp. 429– 32. ‘Gobiernos’, El Monitor Republicano, 25 agosto 1849, en Palti, La polı´tica, pp. 412– 20. Sesio´n 26 de septiembre, 1856, Zarco, Garcı´a Granados, Ignacio Ramı´rez, en Zarco, Historia del Congreso Extraordinario Constituyente de 1857, Me´xico, INEHRM, 2007, pp. 519– 77. Sesio´n 26 septiembre, 1856, en Zarco, Historia, p. 520. A pesar de la defensa que de la eleccio´n directa hicieron diputados como Zarco e Ignacio Ramı´rez, el congreso aprobo´ las elecciones indirectas, 61 votos contra 21. Los votos sobre requisitos empataron en la sesio´n del 3 de octubre de 1856 y la del 27 de enero de 1857, en Zarco, Historia, pp. 518, 567 y 577. Moreno, en Zarco, Historia, p. 519.

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