Miguel Cereceda/ Tomasso Menegazzi (eds.), Humanismo/ Animalismo, Madrid, Arena 2012 en Paralaje., nº 9, 2013, pp. 312-315.

September 26, 2017 | Autor: M. Salmerón Infante | Categoría: Biopolitics
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Descripción

Recensión Por Miguel Salmerón Infante∗

Humanismo/Animalismo, Miguel Cereceda / Tommaso Menegazzi (editores), Arena Libros, Madrid, 2012

Es difícil que el contacto personal prolongado con alguien no se torne anodino, tedioso o decepcionante si la primera impresión, ya fuera positiva, negativa o neutra, no se ve seguida de una trayectoria de coherencia y relevancia. Conozco a Miguel Cereceda desde hace ya un buen número de años. Mi principal y sólido motivo de aprecio y adhesión a él es precisamente su trabajo como promotor del grupo Seminario Communitas. Bien sabido es que el mundo universitario, muy especialmente el mundo de la investigación universitaria, está caracterizado por aquello que podríamos denominar síndrome del traje nuevo del emperador: jornadas y congresos organizados porque tiene que haberlos, publicaciones cursadas porque hay que cubrir currículos, y grupos y proyectos de investigación en los que el registro oficial, único marchamo de calidad comprobado, puede ocultar la oquedad y el vacío más pasmoso son, lamentablemente, moneda de cambio establecido y medio de comunicación habitual, ya sea a modo de lengua franca o de germanías. Hace cuatro años Miguel intentó cambiar la tónica, al menos en el alcance que le era accesible, y creó Communitas, cuya orientación básica fue hacer la investigación de abajo arriba. Se trataba, no ya tanto de buscar un paraguas oficial, cuya obtención propiciaría la investigación o proporcionaría la coartada para suplantarla, sino de tomar la obtención de ese paraguas como la consecuencia de una labor previa. En el momento en el que se creó Communitas, el Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid contaba con un tan nutrido como brillante contingente de becarios de investigación: Rocco, Garrocho, Navarrete, Menegazzi, Jiménez, Velasco, Cadahia, Bodas… por mencionar a aquellos que son autores del libro colectivo que Doctor y profesor contratado Área de Estética y Teoría de las Artes, Departamento de Filosofía, Universidad Autónoma de Madrid, [email protected]



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comentamos. Cereceda comprende entonces que se trata de una oportunidad única y organiza un seminario mensual de discusión filosófica, que ya lleva cuatro años en funcionamiento y que ha generado jornadas, seminarios, cursos y publicaciones. Sin embargo, queremos insistir, lo singularmente espléndido de Communitas ha sido que en este seminario la investigación precedió a la oficialidad de ésta. Yendo a los contenidos, es el propio Cereceda quien inicia el volumen con un prólogo sobre el estado de la cuestión caracterizado por la claridad expositiva. El título del libro Humanismo/Animalismo podría llevar a equívocos. “Los defensores de los animales… no encontrarán aquí ningún tipo de programa animalista” (p. 11), sin embargo, aunque tal vez los editores Cereceda y Menegazzi no lo reconozcan, como tampoco es probable que lo reconozca el resto de los autores, a nuestro juicio nos encontramos aquí con un equívoco intencionado. En clave biopolítica, y tras el velo de la distinción humano-animal, hay un cuestionamiento de las ideologías y los sistemas de filiación humanista, muy especialmente de la democracia y los efectos de la aplicación jurídica del derecho a la ciudadanía. ¿No será que la diferencia ontológica que según Heidegger hay entre hombre como conformador del mundo (weltbildend) y animal como pobre de mundo (weltarm) podría transponerse a la diferencia entre ciudadano y no ciudadano de la democracia? Con notable perspicacia, los editores del libro se someten a una más que funcional división del trabajo. Si Cereceda se ocupa del espíritu, Menegazzi se ocupa de la letra. Es decir, hace un resumen de contenidos del volumen. Esa bipartición o demediado del prólogo hace muy clara al lector la estructura del libro. La meritoria labor esclarecedora de Menegazzi nos advierte que estamos ante un libro con cuatro secciones dedicadas “a las fuentes grecorromanas y judaicas del paradigma humanista; a la construcción de la «maquinaria antropológica», desarrolladas por la tradición humano-céntrica; a algunas cuestiones entrelazadas con la biopolítica (esta sección está dividida en dos subsecciones) y, finalmente, a la posibilidad de hallar los recursos necesarios para pensar esa extraña figura… del «devenir animal»” (p. 24). De nuevo Cereceda toma la pluma para iniciar un ensayo en el que comienza mostrando su sentimiento de culpa por ser varón, blanco, heterosexual y procedente de la burguesía “verdadero pecado original” (p. 31-3). Este singular introito es el preámbulo de un recorrido «eslalon especial» del humanismo cuyas «puertas» de réplica y contrarréplica son Diógenes, Epicuro, Cicerón y cuya meta es Pablo de Tarso, a partir de cuyo afrontamiento Cereceda señala que el “humanismo (cristiano) es ya un comunismo”. Esta afirmación tiene dos corolarios: que el fracaso del comunismo es el del humanismo, y que se ha producido el advenimiento, no ya de un posmoderno fin de la historia, sino el retorno a una situación de violencia originaria. Algo que por cierto tematiza Giorgio Agamben utilizando el término benjaminiano de bloβes Leben, nuda vida, para “repensar la imposición violenta del hombre sobre el hombre y sobre los demás animales” (p. 53).

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Fina y experta lectura de Aristóteles la aportada por Diego Sebastián Garrocho. Como muestra un botón: “el bien del hombre, descrito precisamente como la finalidad de toda acción, es sorprendentemente, superior al hombre” (p. 59). Exquisitas afirmaciones de este tipo lo llevan a definir al animal humano como “carencial y divino”. El siempre preciso Roberto Navarrete prosigue el itinerario de este volumen colectivo. Su argumentación no resulta obsequiosa, ni falta que hace, pues nos evidencia el antihumanismo del judaísmo (heteronomía de la Ley) y del cristianismo (heteronomía fideísta). Lo que más impresiona del capítulo de Navarrete es la enorme solidez con la que nos ofrece una tan sorprendente como convincente lectura de Nietzsche y el ultrahombre (que no superhombre) como nostalgia y envidia del primer cristianismo en su formulación paulina (p. 75) Elegante, Valerio Rocco nos muestra la refractaria misoginia y el marcado antianimalismo de la filosofía estoica romana, programática, pero no efectivamente humanista. Es puro deleite cómo la escritura de Rocco hace calados en Séneca y Lucano, concretamente en las demarcaciones que establecen entre hombre y animal (pp. 95-100). La segunda sección la abre la honestidad de Alba Jiménez, quien desde el primer momento nos muestra el núcleo de su argumentación. Ella hace un repaso de las principales reconstrucciones de los presupuestos filosóficos del humanismo, la de Foucault y la de Heidegger, preguntándose y haciendo que nos preguntemos si detrás de esas críticas “podría reconocerse un gesto, deliberado o no, por el cual se ha preterido una determinada consideración de la especificidad de otro humanismo de carácter retórico y filológico, ligado a cierta tradición hermenéutica” (pp. 103-4). La argumentación de Menegazzi en su otra aportación al libro (aparte del resumen de contenidos) es análoga a la de Jiménez, cabría sin embargo destacar que es más rotundo en su certeza de que la “maquinaria antropológica” está plenamente vigente en los pensadores antiantropocéntricos del siglo XX (pp. 117-29). Que no conseguimos matar al hombre, es también el leitmotiv del tercer capítulo de esta sección. Gonzalo Velasco apunta que a pesar de las humillaciones recibidas por al antropocentrismo “buena parte de la filosofía contemporánea ha perpetuado la premisa que defiende una especificidad irreductible de la condición humana respecto a cualquier forma de vida animal” (p 132). Velasco apunta como una posible salida de este excepcionalismo humanista en la utilización que hacen Negri y Esposito del trabajo epistemológico sobre las ciencias de la vida, llevado a cabo por Georges Canghilhem. Los capítulos de Alfonso Galindo y Luciana Cadahia están bajo un denominador común: el del reconocimiento de la labor genealógica de Esposito y Agamben, y no exento de la crítica a ambos pensadores. Galindo critica la tendencia a la abstracción que alcanza el esencialismo en la descripción de la política occidental. Desde las categorías de Agamben “no es posible diferenciar una comprensión del poder en términos de soberanía y otra en términos de biopolítica… entre hacer morir y hacer vivir” (p. 156). Por su parte Cadahia rechaza el vínculo que establece Agamben entre desactivación de la maquinaria antropológica y posthistoria, y reclama apoyándose en Foucault, la ubicación de “la biopolítica en el terreno de la historia” (p. 178). 314

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Sereno, y al mismo tiempo apasionado, es el capítulo de Lucía Bodas que inicia la tercera sección del libro (en su primera subsección). Bodas se casa con las críticas de Rancière al antihumanismo elitario de Althusser vinculado a la archipolítica que inocula los derechos humanos de abstracta “politización policiaca” de la que queda excluido todo aquello que se salga de la esfera ciudadana de la política. Rancière y Bodas están por una supresión de las fronteras entre la esfera ciudadana y la individual, por “la aparición de un proceso de subjetivación por el cual se pone en escena un desacuerdo con este tipo de separación entre esferas” (p. 198). Muy penetrante y acertado se muestra Ernesto Castro al interpretar, como una estratégica coartada de dominación, la referencia a la Declaración Universal de Derechos Humanos como tribunal de apelación normativa de la política estadounidense. Igualmente lúcida es la ubicación del inicio de implementación de esa estrategia en la aparentemente bonancible Administración Carter (pp. 210-11). La segunda subsección, que trata de las “consecuencias de la biopolítica”. Comienza con el capítulo de Salvador Cayuela sobre el papel de cierta psiquiatría oficial franquista en la segregación biológica de la población por razones políticas. Un delirante, pero tristemente puesto en práctica, enfrentamiento entre los degeneradores de la raza y la “raza hispánica" (pp. 210-12). En su artículo, Alejandro Moreno aboga por el abandono de la servidumbre voluntaria que implica la condición de homo consumens, para renovar el sentido del postulado de la vida perpetua (p. 242). Miguel Romera “Morueco” inicia la última sección “Devenir animal”, abogando, con ayuda de Deleuze y Nancy, por una nueva forma de pensar lo humano y lo animal, inhibiendo toda tentación de esencialismo (pp. 245-52). Jordi Masso se interroga también con Nancy sobre el destino y el significado de la noción de cuerpo ya desaparecido del humanismo metafísico y observando la presencia de esta tematización en ciertas manifestaciones del arte contemporáneo (pp. 253-70). Finalmente, Isidro Herrera nos recuerda que las cuevas de Lascaux están pobladas de representaciones del animal, sin que en ellas aparezca en contigüidad el hombre más que una vez, en la escena del pozo, hecho éste interpretado con Bataille, no por la vergüenza de caer en la animalidad, sino por la de haber matado lo que se ama (p. 297). Y para acabar como empezamos, con aquello que ha permitido emprender y culminar con bien la bella aventura que ha sido este libro, no hay que dejar de hacer ciertas menciones. La del CENDEAC, dirigido por Javier Fuentes Feo, quien apoyó el Congreso, celebrado en octubre de 2011, que consolidó la redacción de las contribuciones de este libro, la de Isidro Herrera, Director de Arena Libros, causa eficiente de la edición, así como la de Jorge Pérez de Tudela, quien propició una generosa ayuda del Departamento de Filosofía de la UAM para que todo llegara a buen puerto.

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