“Metáforas para la historia y una historia para las metáforas”, en François Godicheau y Pablo Sánchez León (eds.), Palabras que atan. Metáforas y conceptos de vínculo social en la historia moderna y contemporánea, Madrid/México, Fondo de Cultura Económica, 2015, pp. 33-62

June 29, 2017 | Autor: J. Fernandez Seba... | Categoría: Theory of History, Metaphor, Conceptual History, Metaphorology
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Descripción

I. METÁFORAS PARA LA HISTORIA Y UNA HISTORIA PARA LAS METÁFORAS

JAVIER FERNÁNDEZ SEBASTIÁN Universidad del País Vasco

Quizá la historia universal es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas. JORGE LUIS BORGES

Este texto es una invitación al lector para reflexionar sobre un enfoque y un nuevo terreno historiográfico que, aunque poco cultivado todavía, está siendo desbrozado en las últimas décadas y podría constituirse en un campo vasto y feraz para la investigación histórica. Me refiero al terreno delimitado por la intersección de la disciplina histórica con un haz de materias que se ocupan de un objeto bastante alejado de las preocupaciones del historiador ordinario: el estudio de las metáforas. Mi principal objetivo en estas páginas es poner de manifiesto que, aunque usualmente problemáticas, las relaciones de doble dirección entre historia y metáfora merecen ser reexaminadas y revaluadas con mayor cuidado, puesto que, como se verá, con esa revaluación la historia tiene mucho que ganar. Empezaré por una presentación esquemática de dichas relaciones, mostrando que, si bien los historiadores casi siempre han mirado las metáforas con indisimulada desconfianza (por no decir animadversión), sería insensato –además de imposible– prescindir de ellas. Es más: sería beneficioso para la historiografía, superando viejos prejuicios pseudocientíficos, aceptar de buen grado que la metáfora es a un tiempo una aliada insustituible en su indagación sobre el pasado y un objeto merecedor de estudios históricos mucho más sistemáticos de lo que se le han dedicado hasta ahora. Expondré a continuación algunos ejemplos de la metaforicidad inherente a la escritura de la historia, recordando un puñado de consideraciones de ilustres historiadores sobre este tema, y concluiré con algunas propuestas para avanzar resueltamente por ese camino.

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De historiadores y metáforas Para lo que aquí interesa, historia y metáfora pueden cruzarse a dos niveles. En primer lugar, algunos historiadores se han interesado por la metáfora en el plano teorético. De hecho, reconocidos teóricos de la historia de nuestros días, pero también de épocas anteriores, se han asomado a este tema desde el punto de vista estético-metodológico, señalando lo que la metáfora tiene de herramienta analítica, heurísticamente útil para la historia como disciplina. Por otra parte, encontramos aproximaciones de carácter empírico que han concentrado su interés en las metáforas –en algunas de ellas– como objeto de estudio. Por ejemplo, cuando un historiador efectúa un análisis histórico del uso de ciertas metáforas sociopolíticas en un momento dado, o de su evolución durante un período de tiempo dado. En este último caso se trataría de estudios historiográficos particulares –a partir del escrutinio de las fuentes adecuadas a tal fin– de lo que podríamos llamar la «metaforografía» de determinadas épocas del pasado, mientras que en el primer caso cabría hablar más bien de aproximaciones a una «metaforología histórica».1 La primera opción –de corte historiológico– tiene más afinidad con una perspectiva etic, mientras que la segunda, en principio, se acomoda mejor a una aproximación emic. Pero, por supuesto, ambos enfoques están lejos de ser incompatibles, y entre uno y otro cabe toda una gama y una combinatoria según diversos grados de inclinación mayor o menor hacia lo teórico o hacia lo empírico. Tanto en uno como en otro plano, sin embargo, es un hecho que en el gremio de los profesionales de la historia han surgido de manera recurrente recelos y prevenciones que obstaculizan seriamente el estudio de las metáforas. En el nivel teórico, la renuencia patente en muchos historiadores a ocuparse de esos temas procede de que ese tipo de reflexiones y de lecturas –que a menudo se asocian con las teorías posmodernas de la historia– suelen considerarse demasiado abstractas, excesivamente próximas a la filosofía. Poco atractivas, en suma, para la mentalidad del 1 Me he ocupado de este tema en dos trabajos anteriores, uno de ellos desde una perspectiva teórica, y el otro, esencialmente empírica o aplicada: FERNÁNDEZ SEBASTIÁN, «Conceptos y metáforas en la política moderna», y del mismo autor, «Las revoluciones hispánicas». A diferencia de la bibliografía sobre la metáfora en general, prácticamente inabarcable (un recuento publicado hace quince años incluía más de 3.500 entradas, y desde entonces la producción académica sobre este tema no ha dejado de crecer. Véase VAN NOPPEN y HOLS, 1990), la que versa específicamente sobre historia de las metáforas es mucho menos abultada. Selecciono a continuación algunos trabajos accesibles sobre esta temática: GONZÁLEZ GARCÍA, 1998 y 2006; STOLLEIS, 2010; BUSTOS GUADAÑO, 2000; LIZCANO, 2006; MAYR, 1986. Hay también un útil diccionario de metáforas filosóficas en KONERSMANN, 2007.

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historiador ordinario (que puede incluso llegar a verlas como una amenaza para la disciplina). En el nivel de la historia empírica, aplicada, la incomodidad –que a veces se revela como una verdadera «fobia a las metáforas»– procede, al contrario, de que esa clase de estudios a muchos historiadores se les antojan peligrosamente afines a la literatura de ficción. Y, si bien la historia está abierta desde hace tiempo al tráfico interdisciplinar con otras ciencias sociales, la voluntad decidida de mantener nuestra disciplina en el terreno seguro de la «ciencia social», evitando a toda costa caer (o recaer) en «lo filosófico» o en «lo literario», explicaría la reluctancia de los historiadores a integrar en su foco de atención –o en su caja de herramientas– cualquier modalidad de lenguaje figurado. Mientras por uno de los extremos la metáfora quedaría en todo caso para los filósofos, por el otro parece cosa de poetas. En cualquier caso, estos sectores tradicionales, que no ocultan su suspicacia ante una temática displicentemente etiquetada de «posmoderna», aconsejan mantener la nave del saber histórico a distancia de ambos escollos. Si se me permite erigirme en portavoz impostado de esa corriente de opinión, la advertencia sonaría más o menos así: entre el Escila de la filosofía y el Caribdis de la poesía, el historiador debiera esforzarse por resistir esos cantos de sirena y mantener un rumbo seguro, igualmente alejado de la abstracción excesiva y de la imaginación desenfrenada. Ese prudente distanciamiento podría incluso tomarse como un índice de la sobriedad y «cientificidad» de su oficio, pues, como ha observado Fernando Betancourt, «desde el siglo XVIII no existe nada más alejado del campo científico que la metáfora».2 En efecto, aunque sabemos bien que Bacon, Descartes, Hobbes e tutti quanti arremetieron contra la retórica sin dejar por ello de utilizar a fondo en sus escritos toda una panoplia de sugestivas metáforas, no es menos cierto que los filósofos racionalistas y empiristas de los siglos XVII y XVIII consideraron la metáfora un obstáculo para el «verdadero conocimiento» (como ya lo había hecho Platón muchos siglos antes).3 Una actitud similar, redoblada si cabe, adoptarán al respecto los autores positivistas y cientifistas del ochocientos y del novecientos.4 Se comprende que esa ansiedad por lo conceptual que tiende a menospreciar la metáfora como una figura meramente estética u ornamenBETANCOURT MARTÍNEZ, 2007, p. 5. Véase, por ejemplo, la crítica de Feijoo al «idioma metafórico», que el ilustre benedictino considera ajeno a la verdadera filosofía (RICO, 2008, p. 230). 4 Paradójicamente, los científicos más destacados de los últimos siglos en casi todos los campos cimentaron sus grandes aportaciones y propuestas teóricas sobre bases inequívocamente metafóricas. 2 3

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tal, frívola e insustancial, asimilable al mundo de las ficciones, las emociones y los mitos,5 haya bloqueado durante muchos años la posibilidad de que su estudio ingresase en los dominios de la historiografía. Pese a todo, los historiadores no se han privado de recurrir al lenguaje figurado cada vez que les ha parecido conveniente (como, por cierto, estoy haciéndolo yo mismo aquí, desde la primera frase de este ensayo). No solo eso: los maîtres à penser de la historiografía moderna parecen haber sido plenamente conscientes de la inexcusable necesidad de los tropos para ejercer con solvencia el métier d’historien. Mientras que los positivistas Langlois y Seignobos «invitaient l’historien à faire la chasse aux métaphores»,6 Lucien Febvre aconsejaba de manera más realista cambiar de metáforas: sustituir las viejas, anquilosadas imágenes que seguían usándose inercialmente, por otras más dinámicas y sobre todo más adaptadas a las «necesidades mentales» de su época, acordes con los nuevos tiempos marcados por avances técnicos como la energía eléctrica o el transporte aéreo. Tras criticar severamente lo que llamaba «le système de la commode» de Seignobos –con su clasificación convencional de los hechos económicos, sociales, políticos o intelectuales en «cajones» independientes, estancos y jerarquizados–, Febvre abogaba por «changer le corpus traditionnel des métaphores que les historiens utilisent».7 La nueva escuela trajo sin duda cambios significativos en algunas metáforas. Sin embargo, la persistente imaginación espacial de la que emanaban tales esquemas –implícita en el «sistema de la cómoda» de Seignobos, pero igualmente decisiva en la construcción de tantos otros conceptos históricos– iba a mantenerse incólume en lo sustancial. Los representantes más conspicuos de la segunda y tercera generación de los Annales seguirán recurriendo a la imaginería arquitectónica, geológica o estratigráfica para organizar el conocimiento histórico: el subtítulo ternario de la propia revista Annales (Économies, Sociétés, Civilisations) es revelador. Piénsese, por ejemplo, en las manidas metáforas referidas a infraestructuras y superestructuras, o en el famoso corte braudeliano de los tres niveles temporales que, desde la superficie agitada de lo político/événementiel, penetra en vertical hasta las profundidades abisales del tiempo

5 Lo cierto es que, desde Platón, ha prevalecido en el pensamiento occidental una concepción intelectualista y «conceptocéntrica» del conocimiento que tiende a asumir que toda transposición de una palabra usualmente aplicada en un campo de la experiencia a otro sector de la realidad es un uso desordenado e inauténtico, en lugar de ver en ello justamente una vía de expansión semántica que revela la capacidad creadora del lenguaje (GADAMER, 1977, p. 515). 6 HARTOG, 2003, p. 150. 7 FEBVRE, 1965, pp. 232 y 278.

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casi inmóvil de la longue durée, pasando por la cota intermedia del temps conjoncturel de la historia económica y social. Un imaginario no muy distinto subyace a la figura repetida de la historia como un edificio de tres plantas. Tal sucede con la «histoire à trois étages» –lo económico, lo social, lo mental– de Pierre Chaunu, así como con el ulterior desplazamiento del interés prioritario del sótano al desván –«de la cave au grenier»–, un movimiento asociado al nombre de Michel Vovelle, que sin embargo en aquel tiempo solía ir acompañado de la voluntad expresa de no dejar de lado en el análisis ninguno de los niveles del edificio social.8 Claro que la asimilación del tiempo a una formación sedimentaria o a una excavación arqueológica –y, más generalmente, la representación de los tiempos históricos mediante algún tipo de metáfora geológica o espacial– se ha revelado una fuente de inspiración permanente para otros muchos teóricos e historiadores, dentro y fuera de la academia francesa. Baste pensar en los estratos del tiempo (Zeitschichten) koselleckianos, o en la comparación del pasado que propone Arthur Danto –quien no está solo en eso, ni mucho menos– con un «gran recipiente» o contenedor donde poco a poco se van decantando las sucesivas capas temporales.9 Aunque por razones de espacio tal vez no sea este el lugar idóneo para entrar a fondo en esta cuestión, me gustaría insistir una vez más en el valor cognitivo de las metáforas, incluso en «la metaforicidad constituyente del mundo».10 La potencia generativa de la metáfora como mecanismo por excelencia de construcción semántica ha sido subrayada en numerosas ocasiones.11 La idea de que algunas grandes metáforas –al aplicar a un objeto características de otro, y revelar así aspectos insospechados del primero, que es visto bajo los atributos del segundo– proyectan intuiciones analógicas que tienen la capacidad no solo de arrojar luz sobre problemas enquistados, sino de desvelar significados ignorados y edificar de ese modo nuevos conceptos, no es de hoy. Esta capacidad demiúrgica, que ya fue enfáticamente señalada desde finales del siglo XIX y principios del XX por autores como Nietzsche u Ortega, ha sido más recientemente puesta de manifiesto, sobre todo a partir de mediados de los años sesenta, por una serie de teóricos entre los que descuellan nombres como Max Black, George Lakoff o Hans Blumenberg.12 Pero, como

VOVELLE, 1980; BURKE, 1993, pp. 70 ss. DANTO, 1965; MUDROVCIC, 2013. 10 COUCEIRO-BUENO, 2012. 11 NIETZSCHE, 2013; FLÓREZ MIGUEL, 2004; NIETZSCHE, 2000 (véase, en especial, la sustancial introducción de DE SANTIAGO GUERVÓS, pp. 31-54); ORTEGA Y GASSET, 1983; BLUMENBERG, 1995; PALTI, 2013. 12 BLACK, 1962; LAKOFF y JOHNSON, 1998; BLUMENBERG, 1995; ORTONY, 1993; CARVER y PIKALO, HANNE, CRANO y MIO, 2014. 8 9

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decimos, la idea venía rondando a muchas mentes inquietas, no siempre personajes conocidos, con especial insistencia desde las últimas décadas del siglo XVIII y las primeras del XIX. Como escribió al respecto en 1825 cierto liberal español exiliado en Londres, en un librito muy difundido en la América hispana en aquella hora crucial de su historia, «la metáfora crea un nuevo mundo, un nuevo idioma».13 Metáforas para la historia La historia, los historiadores, el pasado, la memoria14 y el tiempo mismo han sido representados a lo largo de los siglos bajo ropajes muy diversos. Y seguramente un repaso sistemático de toda esa rica y cambiante metafórica sería de gran ayuda para iluminar algunos giros importantes en la manera de ver el pasado y de concebir la razón de ser de nuestro oficio. Recordemos someramente algunas de las más afamadas metáforas relativas a la historia. Entendida como indagación y escritura acerca del pasado, Cicerón la describió hace más de dos mil años en un fragmento muy citado de su De oratore como «maestra de la vida».15 Consagraba así el jurista republicano un perdurable topos, vigente durante casi veinte siglos, que veía la historia sobre todo como un rico depósito de experiencias, como un repertorio de exempla que debía permitir a las generaciones subsiguientes (especialmente a los gobernantes) orientarse moral y políticamente, evitando incurrir en determinados errores, soslayando riesgos ya conocidos y eligiendo prudentemente cursos de acción acordes con las valiosas enseñanzas emanadas de esa experiencia acumulada.16 Con la entrada en la modernidad y la brecha cada vez más profunda entre experiencias y expectativas, el topos ciceroniano empezó a ser puesto en cuestión,17 hasta que, en la segunda mitad del ochocientos, Friedrich URCULLU, 1838, p. 40. idea misma de «memoria colectiva» es, por supuesto, una metáfora. Pero la memoria puede a su vez metaforizarse como archivo, depósito, almacén, registro, fichero, etc. 15 Historia vero est testis temporum, lux veritatis, vita memoriae, magistra vitae, nuntia vetustatis (CICERÓN, De oratore, II). 16 El viejo dictum que considera al tiempo –representado alegóricamente como un anciano– padre de la verdad (veritas filia temporis) resultaba asimismo congruente con su metaforización como maestro, de modo que el tempus magister vino a veces a ocupar un lugar equivalente al de la historia magistra. Un ejemplo al azar: el 8 de mayo de 1828 el periódico chileno La Clave publicaba un artículo titulado «El tiempo es el mejor maestro». 17 KOSELLECK, «Historia magistra vitae», en KOSELLECK y SMILG, 1996. 13 DE 14 La

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Nietzsche le dio la réplica redescribiendo brutalmente la historia como «sirvienta de la vida». De maestra a subalterna, el cambio de posición de la disciplina con respecto a «la vida» no podía ser más drástico: en el alegato antihistoricista nietzscheano, la noble señora se ha transmutado en humilde criada.18 Esta degradación de magistra vitae a ancilla vitae hay que entenderla, en el contexto de su ensayo Sobre la utilidad y el perjuicio de la historia para la vida (1873), como una crítica radical del filósofo alemán a la, a su juicio, desmesurada importancia asignada a la historia en el siglo XIX, hasta el punto de haberle sido otorgada cierta preeminencia epistemológica sobre el espontáneo despliegue y afirmación de la vida (y para Nietzsche no hay duda de que es a ese mundo vital al que le correspondería ostentar esa primacía).19 En cuanto a la función del historiador, inicialmente asimilada a la del cronista, el testigo, el notario, el pintor o el retratista, en los últimos tiempos se ha sofisticado considerablemente, y no es raro que se le equipare metafóricamente con un viajero en el tiempo, un médium o intermediario entre dos mundos, un juez (Carlo Ginzburg, Paul Ricœur), un traductor o intérprete (Peter Burke), incluso un enseñante de lenguas extranjeras.20 Esta transformación de fondo es asimismo muy significativa: si la figura del historiador ha pasado de evocar el papel del notario o cronista al de juez, de asociarse al oficio de cartógrafo, al de intérprete, explorador o antropólogo, este cambio se debe en parte a que la metáfora del espejo ya no sirve para dar una idea de la complejidad de sus tareas. Hoy en día sería un signo de ingenuidad inadmisible considerar la historiografía como un simple espejo capaz de reproducir fielmente el modo en que «realmente sucedieron las cosas». La historia rerum gestarum ha dejado de imaginarse como un reflejo de la historia «realmente acontecida» (res gestae), para pensarse como una construcción meditada y trabajosa. Conscientes de que el pasado es un país extraño, y de que todo lo que podemos hacer es intentar comprender en su alteridad esos mundos desvanecidos, hoy no podemos ignorar que nuestros conceptos moldean inevitablemente aquellos objetos que intentamos conocer; por consiguiente, los aspectos constructivistas han pasado a ocupar una posición preeminente cuando se trata de explicar en qué consiste el trabajo del historiador. Por mucho que se esfuerce en empatizar con las personas ya fallecidas de quienes se ocupa, es el historiador quien construye y elabora las representaciones y los relatos mediante los cuales intenta dar

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KOSELLECK, 2013, pp. 46-47. NIETZSCHE, 2007. SYRJÄMÄKI, 2011, pp. 48-49.

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cuenta del pasado… Sin salirnos de esa analogía óptica, en lugar de espejo, hoy preferimos hablar de lentes a través de las cuales contemplamos aquellos mundos pretéritos, o incluso de los ojos que nos permiten verlos.21 O, si optamos por recurrir a una metafórica cultural o lingüística, sabemos que la lengua de los actores del pasado no es la nuestra, y en consecuencia necesitamos de las habilidades y destrezas del traductor, del intérprete y del antropólogo para construir puentes entre uno y otro «idioma» y establecer así esa peculiar forma de «comunicación» con nuestros ancestros a la que llamamos historia (pues, no deberíamos olvidar que hacer historia es una manera de tratar con/a los difuntos, aquellos que, como nosotros, en otro tiempo vivieron su vida en presente).22 Se habrá podido advertir que las imágenes subyacentes a este nuevo papel del historiador como mediador tienen que ver muy a menudo con una metáfora maestra que recorre buena parte de la historiografía moderna y posmoderna (aun cuando, según algunos, estaría en los últimos tiempos en proceso de disolución): la de la «distancia» temporal. Proximidad y alejamiento; familiaridad y extrañamiento; mediación, empatía y alteridad, nociones de matiz espacio-temporal no exentas de carga afectiva que se han tornado esenciales para comprender el oficio de historiador, son todas ellas tributarias en alguna medida del gran tema de la distancia. Incluso cuando se equipara la historia –o la propia vida– con un género literario concreto (comedia, drama, novela, ensayo…), esas comparaciones están entrelazadas con aquella metafórica de base, que puede proyectarse sobre los dominios moral, estético, afectivo y conceptual.23 La clásica disyuntiva histórico-antropológica emic-etic podría tal vez reducirse en última instancia a los avatares de un equilibrio siempre precario entre cercanía y distanciamiento, entre el entendimiento «desde Desde el momento en que los esquemas binarios del tipo «realidad histórica pasada (A) a texto historiográfico (B)» se ven superados por una relación ternaria más compleja y reflexiva, que como mínimo contempla que entre A y B siempre se interpone alguna teoría o epistemología (C), las metáforas ópticas que hablan de lentes, focos o miradas sustituyen con ventaja a la vieja metafórica del espejo, que presupone un esquema extremadamente simple realidad-reflejo. La insatisfacción con el paradigma ilustrado, «representacionista», de la mente como espejo empezó ya con el Romanticismo; los poetas románticos solían preferir, en efecto, la metáfora «expresionista» de la mente como lámpara o linterna (ABRAMS, 1953; véanse los oportunos comentarios de ANKERSMIT, 2012, pp. 112-113. Véase también BRANDOM, 2002, p. 9). 22 Y, puesto que también nosotros moriremos y pronto seremos «pasado», es fácil imaginar que otros podrían interesarse en el futuro en establecer un «contacto» similar con quienes vivimos ahora, tratando de entendernos desde un tiempo que ya no viviremos, y de restituir retrospectivamente nuestros afanes y nuestra visión de las cosas, ajenos a los suyos. 23 PHILLIPS, 2013, pp. 10-13 y passim. 21

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dentro» y la mirada «desde fuera». Y no es exagerado afirmar que muchas de las grandes cuestiones metodológicas en torno a las cuales gira el debate historiográfico –explicación, comprensión, objetividad, representación, presentismo, memoria, etc.– dependen de qué posición se adopte ante el problema fundamental de cómo habérnoslas con la distancia temporal, i.e., de escoger el ángulo, el foco y la perspectiva idóneas (que generalmente no es una, sino varias) para captar del modo más cabal posible las complejas relaciones entre presencia y ausencia, presente y pasado (y por ende, entre pasado y presente, lo que permite discernir aquello que está definitivamente muerto y aquello que sigue vigente todavía).24 Como se desprende de lo dicho hasta aquí, la economía de la metáfora es inseparable de la historia en cualquiera de sus formas. Las metáforas que tratan de hacernos entender las funciones del historiador se relacionan estrechamente con las imágenes que usamos para referirnos a la historia como disciplina. Y todas ellas, naturalmente, sobre todo las más incisivas, que suelen tener un trasfondo epistemológico, obedecen en gran parte a la atmósfera intelectual y cultural imperante en cada momento. Así, no nos sorprende en absoluto que el mismo o parecido cambio de metáfora propuesto por Nietzsche para la historia, dando la réplica a Cicerón –de maestra a sirvienta–, haya sido aplicado un siglo después para describir el precario estatuto de la verdad en estos tiempos posmodernos: «Truth, far from being a solemn and severe master, is a docile and obedient servant».25 Ciertos tropos aplicados a la historia nos proporcionan asimismo una clave importante para seguir su evolución reciente. Incluso si nos mantenemos dentro del cuadro general de las metáforas ópticas y textiles del retrato o de la pintura, del tejido o del tapiz, hay diferencias igualmente significativas. En el mundo actual la operación historiográfica ha dejado de asociarse –al menos tan frecuentemente como hace algunas décadas– con la ejecución de un lienzo o una fotografía que refleje el estado final de la cuestión sobre cualquier asunto. A este respecto, ya no hay obras, paisajes o retratos «definitivos». Tales tareas remiten ahora más bien al inacabable tejer y destejer de una tela de Penélope: como si los historiadores estuvieran obligados a deshacer periódicamente sus representaciones para recomponerlas siguiendo diferentes pautas, debido a la aparición de nuevas evidencias, o bien a la enunciación de hipótesis o interpreta24 CARR, FLYNN y MAKKREEL, 2004, pp. 61, 63 y 73. Cuando se otorga primacía a los aspectos emocionales sobre los intelectuales, la metafórica de la distancia se transmuta en otra referente a la temperatura. Lo lejano se redescribe entonces como frío, y lo cercano como cálido. Se contrapone así, como es frecuente en la historiografía actual, un «pasado frío» y un «pasado caliente». 25 GOODMAN, 1978, p. 18.

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ciones alternativas (o simplemente a la perspectiva periódicamente renovada que trae el mero paso del tiempo).26 En lugar de una sola lente que, una vez fijado el encuadre, el enfoque, la apertura, etc., nos devolviera una imagen consistente, única y carente de distorsiones del objetivo, últimamente prolifera la metáfora de las lentes múltiples, e incluso del caleidoscopio, que con un ligero movimiento produce imágenes diversas, efímeras y siempre cambiantes. En estos tiempos de modernidad líquida (Z. Bauman), todo lo que una vez pareció sólido se ha vuelto fluido, etéreo, escurridizo y perspectivista. El cambio de metáforas es radical: en lugar de paisajes o de configuraciones fijas, suele hablarse de constelaciones o de nubes, cuyo aspecto varía dependiendo del punto de vista.27 Del escrito, que imaginábamos estable y casi perenne (scripta manent), hemos pasado al palimpsesto, que puede borrarse para reescribir sobre él una y otra vez. Las clásicas metáforas estratigráficas, tan comunes en historia intelectual, han dado paso a imágenes extraídas de la dinámica de fluidos para enfatizar la turbulencia de algunos cambios.28 Y así sucesivamente.29 Pero, más allá de este o aquel tropo concreto, es la mismísima actividad de historiar la que aparece últimamente ante nosotros como constitutivamente metafórica. Puesto que la metafora es una forma de transporte o traslación del significado, y la historia se propone traducir, trasladar o transferir el significado de los sucesos desde el pasado al presente, la estructura de la historia sería inherentemente metafórica. Y, si

26 La propuesta teórica hölscheriana de una «nueva analítica» plantea cambiar la idea metafísica de una historia unitaria por una metáfora que entiende la historia como un tejido hecho de hilos entrelazados, donde los cruces o nudos serían los acontecimientos históricos, y las fibras, las estructuras temporales y los órdenes cronológicos (HÖLSCHER, 1961, p. 333). 27 Véase un ejemplo de la integración de factores como la incertidumbre, el caos y la aleatoriedad en la historia cultural por medio de la metáfora de la nube, en GRUZINSKI, 2007, pp. 71-72. La comparación de la verdad histórica con nubes, cuya percepción solo es posible gracias al ojo que las contempla desde la distancia, ya fue insinuada por Humboldt a principios del siglo XIX (HUMBOLDT, 1967, p. 58). 28 FERNÁNDEZ SEBASTIÁN, 2014, p. 41. 29 La labilidad de las interpretaciones históricas ha llevado a algunos al extremo de considerar la historia un cúmulo de fábulas y de mentiras. Así, en un ensayo reciente, cierto periodista equipara primero a la historia –un poco a la manera del paradigma indiciario de Ginzburg– con «la ceniza de un incendio», para cambiar luego bruscamente de metáfora y afirmar, citando a un oscuro autor inglés del siglo XIX, la absoluta arbitrariedad de todo relato histórico: «La historia es como una imprentilla infantil en la que uno puede elegir las letras que quiere y ordenarlas en la forma que quiere para que digan lo que a él le apetece». Es sintomático que el ensayista al que venimos citando contraponga la ciencia a la literatura, como quien contrapone la verdad a la ficción, y considere la metáfora como una intrusa en la escritura de la historia (MURADO, 2013, pp. 12, 36 y 62).

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estamos hablando de metáforas para la historia, este es seguramente el cambio más importante y decisivo. El argumento suena más o menos así: puesto que no es posible reduplicar y traer al presente un pasado radicalmente irrecuperable, la historiografía no sería otra cosa que un tejido de metáforas que aspira a re-presentar y a facilitar la comprensión indirecta de aquellos mundos definitivamente esfumados, con los cuales solo es factible conectar por vías oblicuas y acceder a un contacto vicario, ciertamente basado en documentos, pero filtrado por la imaginación. Ya desde los primeros pasos, la imaginación histórica que se esfuerza en conocer el pasado postula una relación metafórica entre las fuentes (la propia palabra «fuente» es obviamente una metáfora) y los sucesos o procesos a los cuales aquellas remiten. Refiriéndose a los conceptos-guía presentes en los documentos analizados por el historiador, escribió Koselleck en su introducción al Geschichtliche Grundbegriffe que «las fuentes lingüísticas de los periodos tratados […] son en su conjunto una única metáfora de la historia acontecida».30 Claro que no se trata solo de la relación entre fuentes y acontecimientos.31 El «giro metafórico» de la historiografía se consumaría sobre todo cuando, desde mediados de los setenta del siglo pasado, teóricos de la historia como Hayden White o Frank Ankersmit publicaron algunas obras bien conocidas en las cuales sostenían sin ambages, desde premisas y perspectivas distintas, la estructura metafórica de la historia.32 Coadyuvaron también a este giro diversos trabajos de Paul Ricœur, en los que este autor planteaba en parecido sentido que la historia procede a una suerte de «metaforización» de los sucesos ocurridos, que son representados, y en cierto modo «re-creados», mediante relatos que inevitablemente los presentan bajo una luz distinta a la que los iluminó cuando «realmente» sucedieron.33 Así pues, podríamos decir que la moderna hermenéutica y la teoría posmoderna de la historia asumen de un modo u otro la estructura fundamentalmente metafórica de la narrativa histórica, que establece una interacción de significados entre lo narrado y lo realmente acontecido. 30

KOSELLECK, 1972; cito por la versión en español de FERNÁNDEZ TORRES, 2009,

p. 93. 31 En otro lugar el propio Koselleck sostuvo que la historia como ciencia se diferencia de las otras ciencias por su metafórica (KOSELLECK, 2000, p. 305). 32 WHITE, 1973; ANKERSMIT, 1994. Véase la crítica de Chris Lorenz a lo que llama «metaphorical narrativism» de estos autores en LORENZ, 1998. Ankersmit ha subrayado en particular la «metaforicidad» de los «conceptos coligatorios» (ANKERSMIT, 1983; y del mismo autor, 2001, pp. 13-20), así como la afinidad fundamental, en la escritura de la historia, entre la representación y la metáfora, por la capacidad de ambas para cruzar la barrera entre lenguaje y mundo (ANKERSMIT, 2012, pp. 73-76). 33 RICŒUR, 1983, t. I, p. 13. Véase también, del mismo autor, 1975, pp. 305 ss.

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El reciente auge de la «historia memorial» ha venido a añadir complejidad a esta relación, que ya no se limitaría al análisis de los cuatro tropos de la retórica clásica efectuado en su día por Hayden White. Así, Edoardo Tortarolo, comentando un trabajo de Eelco Runia,34 contrapone a la historia-metáfora, preocupada por la representación «intelectual» o «semántica» del pasado partiendo de la distancia temporal o diacronía, un tropo alternativo: el de una historia-metonimia asociada a la (mal) llamada «memoria colectiva» o «memoria histórica»,35 que se ocuparía más bien de la dimensión espacial y afectiva, y aspiraría a la creación de lugares de presencia a través de los cuales establecer una especie de «contacto emotivo con el pasado».36 Obsérvese una vez más la fundamental congruencia de la nueva imagen de la historia como traducción y como metáfora con la figura del historiador como traductor mencionada más arriba. El historiador sería en esencia un «transportador», un «metaforizador» que, al «trasladar» significados desde un punto en el tiempo a otro, se esforzaría por tender puentes entre el pasado y el presente (o sea, entre sus pasados y su presente). Por medio del discurso histórico se trataría, en definitiva, de conectar entre sí a generaciones separadas por un lapso temporal más o menos dilatado.37 Desde un enfoque «posfundacionalista», Mark Bevir sostiene, por el contrario, que hoy es posible dejar atrás la obsesión por la distancia temporal que caracterizó en el siglo XX primero a la historiografía modernista y luego a la posmodernista. Bastaría para ello, argumenta Bevir, dejar de pensar en términos de correspondencia entre hechos y narrativas, que contraponen sistemáticamente pasado y presente como si ambas instancias estuviesen separadas por una brecha poco menos que infranqueable. En lugar de eso, si admitimos que no hay pasado sin presente, ni «hechos» sin categorías y tramas narrativas que los sostengan, ni tampoco «experiencias en sí» ajenas a las teorías que les otorgan sentido, el problema de la objetividad histórica quedaría redefinido como una práctica de comparación entre diferentes interpretaciones disponibles en concurrencia (y dejaría de entenderse, por tanto, como una suerte de adaequatio entre un conjunto de «hechos» indiscutibles y el relato que supuestamente los reflejaría). Más que de franquear la distancia entre presente y RUNIA, 2006. Nociones que, dicho sea de paso, me parecen más que discutibles. Véase un estado de la cuestión sobre la llamada «historia memorial», por oposición a lo que podríamos llamar la «historia histórica», en BENIGNO, 2013, pp. 41-54. 36 TORTAROLO, 2008. 37 MARTÍN DE LEÓN, 2010a; y de la misma autora, 2010b. Desde la perspectiva opuesta, SAMANIEGO FERNÁNDEZ, 1996. 34 35

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«pasado en sí», se trataría de describir un conjunto de conceptos y creencias en términos de otro. La aporía, en suma, quedaría disuelta con un cambio de tropo. Saldríamos ganando, sugiere Bevir, si en lugar de hablar de distancia optásemos por una metáfora alternativa: la de la traducción.38 Cuando la cercanía nos aleja y la ruptura se disfraza de continuidad 1. Proximidad y lejanía La tesis beviriana que acabo de resumir no me parece una solución completamente convincente. A mi juicio, en este caso ambas metáforas –traducción y distancia– se implican mutuamente, y resulta difícil aplicar a la historia una de ellas dejando a la otra a un lado. Sea como fuere, lo que toda esta discusión pone de relieve es que los pilares del debate actual sobre la historia tienen en gran medida un carácter metafórico. ¿Qué es la historia? ¿Cuál es el papel de los historiadores? Son cuestiones que hoy resulta imposible dilucidar –e incluso formular inteligiblemente– sin recurrir constantemente, como ha podido verse, a algunas metáforas fundamentales. Por lo demás, la conciencia de los historiadores sobre la importancia de esta amplia temática –inseparable de la cuestión del tiempo histórico– pasa en los últimos años por la constatación de que, al igual que las demás modalidades y escalas de temporalidad con que trabajan los historiadores, la distancia con respecto al pasado (incluso cuando se refiere a dos puntos temporales discretos t1 y t2) no es ni siquiera un dato fijo, una magnitud constante. Esa distancia, no necesariamente cronométrica, puede ser construida ad hoc por el historiador a efectos heurísticos siguiendo diversas técnicas.39 No solo porque, como sabemos al menos desde Braudel, el tiempo histórico mismo es elástico y puede ser diseñado y adaptado a la medida de los propósitos de la investigación en curso, sino porque, incluso si nos situamos dentro de una de las tres modalidades temporales braudelianas, la inserción del lapso t1-t2 en un marco u otro de interpretación, esto es, dentro de una «totalidad temporal» u otra (tn-tn’, tal vez no coextensiva y que a menudo desborda cronológicamente a t1-t2),40 puede alterar hondamente la percepción y la valoración de esa distancia. La «distancia» depende, pues, de diversos facBEVIR, 2011, especialmente p. 37. PHILLIPS, 2013, p. 4. Son recomendables los artículos de HOLLANDER, PAUL y PETERS, 2013. 40 DANTO, 1985. Para esta cuestión es asimismo pertinente la noción de «conceptos coligatorios», véanse WHEWELL, 1996, pp. 201 ss; WALSH, 1968, pp. 66 ss; CEBIK, 1969, p. 40; MCCULLAGH, 1978. Puede verse también mi trabajo, FERNÁNDEZ SEBASTIÁN, 2014a. 38 39

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tores operativos y conceptualizaciones que la enmarcan y generan distintos efectos de sentido. Pero no se trata solo de distancia: el vocabulario usual en la escritura de la historia está plagado de términos geométrico-visuales y arquitectónicos como cimiento, plano, perspectiva, enfoque, aproximación, y otros más que indican a las claras que la conceptualización del tiempo es indisociable de su metaforización en términos espaciales y perspectivistas.41 Algo que apenas debiera sorprendernos, habida cuenta de que la moderna historiografía es hija de la enorme grieta cultural que se abrió en Occidente hace aproximadamente dos siglos y que no se ha cerrado todavía. Ese dramático umbral –llámese Sattelzeit, Gran Transición o Era de las Revoluciones– produjo una ruptura en el tiempo, manifiesta en el súbito divorcio entre experiencias y expectativas. Y fue esa espectacular fractura entre el presente y el pasado la que hizo posible la aparición de la conciencia histórica y originó la ciencia histórica moderna.42 La voluntad de tender un puente –o si se quiere, de restablecer un mínimo de continuidad– entre esos dos períodos separados, de colmar la brecha entre el presente (concebido como un nuevo tiempo) y el pasado (entendido como una temporalidad caduca y obsoleta, cuando no ilegítima), sería la fuerza impulsora que hizo nacer la ciencia histórica. La conciencia de ruptura irremediable con el pasado que acompaña al advenimiento de la plena modernidad exigiría reanudar el vínculo con ese tiempo otro (mucho más que un ancien régime, en la acepción sociopolítica común de esta etiqueta historiográfica, puesto que se trataría más bien de un «antiguo régimen de historicidad»).43 Ahora bien, precisamente al tratar de colmarla, el historiador puede constatar la profundidad de esa brecha, la magnitud de esa distancia (o, dicho en la lengua metafórica de la traducción, al someter las fuentes a su hermenéutica, el historiador puede comprobar hasta qué punto el «idioma» en el que se entendían sus antepasados es ajeno al suyo propio). Hace casi una década, respondiendo a las preguntas de un entrevistador durante una visita académica a la Universidad de Gotemburgo, expresé esta misma idea con una fórmula ciertamente paradójica: «La cercanía nos aleja».44 Lo que quise decir entonces y reafirmo ahora es que a veces

GINZBURG, 2011. «L’histoire moderne occidentale commence […] avec la différence entre le présent et le passé» (CERTEAU, 1975, p. 15). ASSMANN, 2013. Véanse también mis trabajos, FERNÁNDEZ SEBASTIÁN, 2014c, y 2014d. 43 HARTOG, 2003. 44 Entrevista radiofónica emitida en Gotemburgo (Suecia) durante mi estancia como profesor invitado del Iberoamerikanska Institutet de la Göteborgs Universitet, en junio de 2005. 41 42

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la cercanía cognoscitiva nos aleja vitalmente. Cuando uno examina de cerca las fuentes para ver qué entendían por tal o cual término clave de nuestra época (por ejemplo, qué entendían por política las gentes del siglo XVI o por democracia las del siglo XVIII), se puede llevar la sorpresa de que esas palabras no solo tenían significados y connotaciones diferentes, sino que eran poco usadas y en absoluto podían considerarse conceptos fundamentales (lo que deja entrever que no estamos solo ante un problema de significados móviles, sino de lenguajes o gramáticas enteras muy diferentes sobre los cuales se construyen redes de proposiciones que sostienen y dan sentido a la vida colectiva).45 De modo que esa proximidad intelectual, esa familiaridad mayor con la mentalidad de nuestros antepasados, paradójicamente, nos produce extrañeza, nos aleja de ellos. Comprobamos que aquellos trasabuelos nuestros que vivieron hace quince o veinte generaciones pensaban y sentían cosas muy distintas; ni sus conceptos, ni sus lenguajes, ni sus sentimientos eran equiparables a los nuestros: sencillamente, vivían en mundos diferentes de los nuestros. 2. Ruptura y continuidad En relación con este mismo tema, hay otra paradoja que me gustaría subrayar. Todo indica que algunas grandes fracturas históricas han estimulado la emergencia de propuestas teóricas que se esforzaron por atraer la atención sobre la continuidad de fondo por encima, o por debajo, del desgarro sufrido. Pensemos, por ejemplo, en las propuestas filosóficas y morales de las llamadas escuelas helenísticas, y específicamente de los estoicos, en el contexto de la crisis que dio al traste con el mundo griego clásico a partir del siglo III a. C., o en la respuesta en clave teológica de san Agustín en el siglo V al hundimiento del Imperio romano. Sabemos que, en el primer caso, la desaparición de las ciudades griegas propició la búsqueda de asideros más estables, ya fuera en las leyes inalterables de la naturaleza o en la sustitución de un imaginario centrado en el marco tradicional de la declinante polis por una nueva moral en torno a la idealizada comunidad cosmopolita. En el segundo caso, cabe interpretar la redacción de la obra Civitas Dei ocho siglos después por parte de Agustín de Hipona, y la grandiosa teología de la historia que la subtiende, como un intento de restar importancia a la catastrófica experiencia de la caída del Imperio al que Pues, como mostró magistralmente Otto Brunner en Land und Herrschaft (1939), los lenguajes o sistemas de significados de la vieja Europa tienen muy poco que ver con el paradigma estatalista que se impuso en los siglos XIX y XX. PALTI, 2014, especialmente pp. 395-396. 45

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le tocó asistir como testigo de excepción. Diversos autores, en efecto, han destacado que la visión escatológica agustiniana del destino de la humanidad sería una tentativa hercúlea por relativizar la gravedad de aquellos sucesos históricos mediante su inserción en un marco trascendental. Ahora, si nos trasladamos al novecientos, y observamos las respuestas articuladas por parte de algunos filósofos e historiadores europeos a las grandes catástrofes sufridas en la primera mitad del novecientos, es probable que el esquema interpretativo que hemos esbozado para el estoicismo o el agustinismo pudiera ser también de aplicación para casos mucho más próximos en el tiempo. La teoría de los tiempos históricos de Fernand Braudel y su obra mayor, La Méditerranée et le monde méditerranéen à l’époque de Philippe II (1949), podrían proveernos de un buen ejemplo. Se ha aventurado, en este sentido, que, aunque no conviene perder de vista algunos precedentes decimonónicos, la caída de Francia en manos de los nazis pudiera haber sido el detonante para esta huida hacia la longue durée: el traslado teórico al tiempo estructural y sosegado, casi inmóvil, de la larga duración ofrecería un refugio acogedor en un tiempo recio de grandes contrariedades y desdichas.46 Es posible que, en el fondo y salvando todas las distancias, el caso del historiador francés no sea tan distinto de los primeros estoicos o del obispo de Hipona. Al igual que antes había sucedido con la permutación de la polis por la cosmópolis, o con el eclipse del Imperio y la relativización de esa pérdida ante el colosal espectáculo del destino ultraterreno del ser humano (destinado a dejar atrás las instituciones políticas mundanas en aras de la verdadera patria celestial), el salto de escala desde la histoire événementielle hacia el majestuoso marco de una periodización multisecular (con la abrupta sustitución que este salto conlleva de los rápidos, pasajeros y superficiales eventos por las casi inconmovibles estructuras), podría encontrar una motivación plausible en el rechazo a ciertos episodios especialmente amargos o dolorosos vividos en primera persona por su autor (quien, no lo olvidemos, comenzó a escribir La Méditerranée durante su cautiverio como prisionero de guerra en manos de los alemanes). Tampoco la hermenéutica filosófica gadameriana habría carecido de un trasfondo político, y podría haber estado igualmente espoleada por un vivo deseo de superar vivencias pavorosas. Una vez más, la dramática experiencia de la ruptura, la catástrofe del nazismo y la Segunda Guerra Mundial, vista en este caso desde la orilla derecha del Rin, exigiría un esfuerzo supremo por comprender lo incomprensible, suturar las heridas abiertas y repensar la historia bajo el modo de la continuidad. 46

RAULFF, 1999, especialmente p. 48. Véanse BEVERBAGE y LORENZ, 2013, pp. 11-12.

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En el apartado dedicado al significado hermenéutico de la distancia en el tiempo, dentro de su magnum opus Wahrheit und Methode (1960), Hans-Georg Gadamer glosa del siguiente modo la nueva concepción heideggeriana de la temporalidad: «El tiempo ya no es primariamente un abismo que hubiera de ser salvado […], sino que es en realidad el fundamento que sustenta el acontecer en el que tiene sus raíces el presente».47 Sin que ello reste un ápice de originalidad y penetración a las intuiciones teóricas gadamerianas, es difícil no estar de acuerdo con Antonio Gómez Ramos cuando, a propósito de la obra del gran renovador de la hermenéutica, sugiere que su énfasis en la tradición y en la continuidad podría explicarse como un expediente destinado a «ignorar [o cuando menos, paliar] la magnitud de la ruptura que había tenido lugar, y sosegar a quienes lo habían vivido».48 Hacia una historia de las metáforas 1. Conceptos y metáforas A estas alturas caben pocas dudas sobre la historicidad de las metáforas. Como los conceptos –y, en cierto modo, aún más que ellos– las metáforas tienen historia. Un análisis atento de las fuentes pertinentes permite seguir los usos de algunas importantes metáforas en las argumentaciones, la aparición, reiteración y eclipse de las más significativas, hasta llegar a veces al límite de su lexicalización (sin que ello suponga su «consagración» definitiva como concepto, que siempre puede volver a usarse ulteriormente como una metáfora renovada, o poner las bases para una nueva migración conceptual).49 Tal sucede en ocasiones cuando la transformación gradual de algunas metáforas conceptuales en conceptos metafóricos, e incluso en conceptos tout court, a medida que se tornan más y más convencionales, nos hacen olvidar sus orígenes. Hasta tal punto que muchas de ellas terminan por fosilizarse y ocupar su lugar en las columnas del diccionario (ese «cementerio de metáforas», según Nietzsche), con todos los honores del lenguaje literal. Examinemos brevemente, por vía del ejemplo, el caso de «selección natural». Utilizado por primera vez como metáfora a mediados del siglo XIX por Charles Darwin en su obra The Origin of Species (1859), el GADAMER, 1977, p. 367. GÓMEZ RAMOS, 2004, p. 409. 49 Las fronteras entre las expresiones metafóricas y las literales son generalmente difusas, y hay muchos casos límite en los que resulta difícil decir si estamos ante un concepto o ante una metáfora. 47 48

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concepto de «selección», utilizado originalmente sobre todo en el ámbito pecuario en referencia al cruce deliberado de animales pertenecientes a distintas razas por el ganadero, se transfirió así modificado y magnificado a la naturaleza en su conjunto, para conformar una de las teorías naturalistas más exitosas, capaz de explicar el mecanismo esencial de la evolución de las especies.50 Convertido poco a poco en un concepto científico perfectamente asentado, esta influyente, omniabarcante metáfora, con su cortejo de nociones conexas –«lucha por la vida», «supervivencia de los más aptos», etc.– impregnó profundamente, como es sabido, la cultura decimonónica, expandiéndose mucho más allá de las ciencias naturales, hasta informar buena parte de las teorías sociales de la época en los más variados dominios y disciplinas (economía, sociología, etc.), sin excluir ideologías como el racismo, el colonialismo, el capitalismo o el anarquismo.51 Del vigor de esta imagen hasta nuestros días da fe el uso intensivo y cada vez más abstracto que se sigue haciendo de ella, por ejemplo, en historia de la ciencia. El impacto del evolucionismo explica en parte la expansión imparable de esta metáfora conquistadora que, partiendo del dominio ganadero, pasó luego a la biología y de ahí a las ciencias sociales, para alcanzar finalmente la historia de las ciencias y la mismísima teoría del conocimiento: de referirse inicialmente a la hibridación planificada de plantas y animales domésticos, este concepto/metáfora ha pasado a explicar nada menos que el nacimiento de nuevos saberes científicos.52 50 La retórica científica de Darwin transformó la selección «artificial» agropecuaria en un proceso sin sujeto, reconvirtiendo metafóricamente esa convencional práctica agraria en un vasto mecanismo natural, ciego y anónimo, carente de un «selector», aunque no por eso menos eficaz. (Un poco a la manera del automatismo de la «mano invisible» de Smith, otra metáfora capital de la modernidad). 51 Muchas de las más brillantes obras de las ciencias sociales de la segunda mitad del siglo XIX están repletas de este imaginario evolucionista, que considera a la sociedad un organismo vivo. Véase esta expresiva muestra de la aplicación con fines teleológicos de la metafórica darwiniana a la historia socioeconómica por parte de Karl Marx: «En la anatomía del hombre está la clave para la anatomía del mono. Los indicios de las formas superiores en las especies animales inferiores solo pueden ser comprendidos cuando la forma superior misma ya es conocida. La economía burguesa suministra, por lo tanto, la clave de la economía antigua, etc.» (MARX, 1978, p. 30). 52 Este espectacular proceso de expansión y circulación constante de la metáfora a través de diversos dominios de la historia de la ciencia, insinuado ya a comienzos del siglo XX con Poincaré, se hace mucho más visible en la segunda mitad de la centuria en algunas obras de Popper, Toulmin y Kuhn (RHEINBERGER, 2010, pp. 13-14, 38, 58-59). Véase un ejemplo reciente de esta aplicación a las ciencias sociales en ANKERSMIT, 2010, p. 383. Según Kuhn, el nacimiento de nuevos saberes pudiera entenderse como una «especiación de las disciplinas»: «Revolutions, which produce new divisions between fields in scientific development, are much like episodes of speciation in biological evolution. The biological parallel to revolutionary change is not mutation, as I thought for many years, but speciation» (KUHN, 2002, p. 98, n. 17). Por cierto, la metáfora/concepto

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Estimo, sin embargo, que los historiadores no podemos darnos por satisfechos con la simple constatación de que las metáforas tienen historia. Ha llegado el momento de desembarcar en este terreno y acometer su estudio histórico de una manera seria y sostenida. Este libro puede ser un estímulo y un punto de partida para emprender esa tarea inaplazable. El estudio histórico de las metáforas más relevantes para la vida social y política puede abordarse desde múltiples perspectivas. Si atendemos al eje temporal, por ejemplo, cabe adoptar alternativamente un punto de vista sincrónico o diacrónico. En el primer caso interesará sobre todo analizar los cambios en momentos de especial intensidad de transformación semántica (como lo son las épocas revolucionarias). En el segundo, podrían estudiarse más bien los avatares de una metáfora básica –o de una serie de ellas referidas particularmente a un mismo campo semántico– en el largo plazo. Los supuestos metodológicos de la llamada escuela de Cambridge, especialmente en su versión skinneriana (redescripción retórica), estarían más adaptados a las necesidades de una investigación metaforográfica sincrónica y pragmática, en tanto que el utillaje conceptual de la Begriffsgeschichte podría resultar en principio más adecuado para la aproximación diacrónica.53 2. Regímenes de metaforicidad Más allá de este tipo de aproximaciones a áreas metafóricas específicas, algunos historiadores han efectuado aportaciones muy estimables de carácter general. Peter Burke, sobre los pasos de varios historiadores anteriores, ofreció hace años una contribución sustancial al estudio histórico de la imaginería política al observar, partiendo de la presencia continuada de una serie de metáforas recurrentes durante siglos, «especialmente aquellas que parecen estructurar el pensamiento» –el cuerpo político, la máquina del mundo, etc.–, que en el Medievo ciertos símbolos y abstracciones útiles para pensar lo colectivo solían personificarse de tal modo que no se comprendían propiamente como metáforas.54 Así, el «complejo de revolución, movilizada por Kuhn en su clásica The Structure of Scientific Revolutions (1962), ha hecho también un largo camino en los tiempos modernos, pasando de la medicina y la astronomía a la política, para retornar luego triunfalmente, enormemente amplificada, a la ciencia, o mejor dicho, a la filosofía de la ciencia. Un grupo de investigadores pertenecientes al Zentrum für Literatur- und Kulturforschung de Berlín se ocupa en los últimos años del estudio de las metáforas y conceptos que circulan entre diferentes disciplinas. Véase, al respecto, MÜLLER, 2011. 53 BÖDEKER, 2002. 54 BURKE, 2000, pp. 213-214 y 226-230.

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sistema de analogías a lo largo de la [gran] cadena [del ser] no puede tomarse del todo literalmente, ni entenderse como una mera convención, como una útil y bonita metáfora».55 Johan Huizinga señaló asimismo que en la mentalidad medieval esta clase de personificaciones no se correspondían con un lenguaje estrictamente literal, pero tampoco metafórico.56 Solo a partir de mediados del siglo XVII se habría producido un auge paulatino de la literalidad, una especie de distanciamiento entre lo literal y lo figurado, que permitió distinguir progresivamente lo metafórico, de modo que al cabo de un tiempo se percibía como mera analogía subjetiva lo que un día se vio como correspondencia objetiva.57 Así como es posible reconocer un régimen de conceptualización moderno diferente del régimen antiguo,58 cabría hablar de dos regímenes distintos de metaforicidad/literalidad en la historia de Europa.59 Uno «antiguo», vigente con anterioridad al seiscientos, aparece a nuestros ojos asociado a una época más «poética», en la que algunas metáforas fundamentales ni siquiera eran percibidas como tales. En el régimen moderno, propio de una mentalidad tal vez más prosaica y desencantada, el apogeo de la literalidad permite discernir por contraste el lenguaje figurado del propio.60 No es preciso decir que ese proceso se tradujo en el prestigio creciente del lenguaje científico, que vino acompañado de su contracara: el socavamiento de la legitimidad del uso de metáforas en determinados contextos, lo que condujo a su marginalización. Si damos por válida la tesis apuntada por Burke y otros autores en este punto (tesis que me parece altamente plausible), los esquemas de metaforización/simbolización inconsciente e implícita imperantes durante los siglos de la Edad Media y la Edad Moderna temprana ofrecerían características singulares, muy diversas, de la metaforización consciente e intencional de la época plenamente moderna. En esta segunda etapa, el prestigio irresistible del lenguaje denotativo, formal y abstracto, adjetivado de «literal» (esto es, conforme a la letra),61 que se consideró el único aproWALZER, 1965, p. 156, cit. por BURKE, 2000, p. 213. HUIZINGA, 1970, pp. 162 ss., cit. por BURKE, 2000, p. 214. 57 Ibid, 2000, pp. 228-229, y 1977; HARRIS, 1966; HOLLANDER, 1961, conclusión; y VICKERS, 1984. 58 KOSELLECK, 2012; FERNÁNDEZ SEBASTIÁN, 2014d. 59 BURKE, 1993. 60 No deberíamos perder de vista el carácter rigurosamente histórico, contingente, de la literalidad: «Literalness is a quality which some words have achieved in the course of their history; it is not a quality with which the first words were born» (BARFIELD, 1977, p. 41). Parafraseando la famosa declaración de monsieur Jourdain en Le Bourgeois gentilhomme a propósito de la prosa, diríamos que muchos europeos durante siglos hablaron literal (o metafóricamente) sin saberlo. 61 La definición del adjetivo literal en el Diccionario de Autoridades de la RAE (1734) es la siguiente: «Genuino y conforme a la letra del texto». 55 56

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piado para la ciencia, empujó a la metáfora al terreno residual de lo literario. Fuera de ese ámbito poético y de ficción, el uso de los tropos comenzó a considerarse una actividad apenas legítima, vergonzante y marginal. Así que, aunque en la práctica los científicos siguieron haciendo un uso intenso del lenguaje figurado, e incluso a menudo tejieron sus sistemas sobre una urdimbre semántica plagada de tropos, el lenguaje metafórico –por oposición al sentido recto– quedó estigmatizado como impreciso, ficticio, oblicuo, oscuro y analógico. De la metaforicidad ingenua de los lenguajes de la Edad Media, que se ignora a sí misma como tal metaforicidad, a la altiva (y en el fondo no menos ingenua) literalidad del mundo moderno, que lleva aparejada, como la otra cara de la moneda, un nuevo tipo de metaforicidad consciente, que recurre deliberadamente a la analogía y sabe que habla de forma figurada, hay un abismo cultural comparable al que se produjo entre el modo de conceptualización inercial, encapsulador de experiencias, anterior a la fase ilustrada, y la nueva conceptualización proactiva y futurocéntrica, anticipadora de experiencias inéditas, que caracteriza la entrada en la modernidad. Cuando, al final de esa prolongada transición, es posible lanzar una mirada retrospectiva sobre el camino recorrido, hay razones sobradas para describir en conjunto tales cambios en los modos de entender y diseñar las herramientas de comprensión del mundo como una gran revolución semántica que habría afectado a la totalidad del universo simbólico (incluyendo conceptos y metáforas). Sin embargo, la lingüisticidad e historicidad del mundo se muestran rebeldes a aquella arrogante, imposible literalidad. Prueba de ello es que la metáfora, lejos de haber desaparecido del horizonte intelectual contemporáneo, está presente por doquier. 3. Aguas, ríos y mares Fijémonos ahora por un momento en el reiterado recurso a ciertas metáforas hidráulicas por parte de filósofos, políticos e historiadores. No hace falta insistir en la habitual –pero no por ello menos equívoca– representación de los procesos históricos bajo la metáfora del río y de la corriente, que puede asumir numerosas variantes.62 El tiempo 62 La identificación tiempo-río es un ejemplo paradigmático de la persistencia de una metáfora mil veces repetida en todos los tonos y con todos los matices desde la Antigüedad clásica. Las variantes de este ancestral tropo en su aplicación a la historia arrojan imágenes muy diversas de la experiencia humana en el tiempo. Así, no es lo mismo entender la historia, teleológica y unidireccionalmente, como un gran río que corre desde su nacimiento hasta desembocar en el presente, que apelar, como lo hace Mink, a

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mismo, que ha solido representarse bajo figuras muy diversas –rueda, círculo, flecha, péndulo, etc.–, incluye en ese repertorio desde siempre la imagen heraclítea del movimiento del agua fugitiva.63 Pero no se trata solo del inapelable fluir de lo efímero, del eterno retorno, de la aceleración de los tiempos modernos y otras figuras líquidas del movimiento. También, desde una perspectiva opuesta, cuando se quiere subrayar el carácter envolvente, omniabarcante e insoslayable de un mar que a todos baña, y en el que todos estamos inmersos, el agua puede ser un buen aliado. De hecho, la imagen del océano ha sido invocada muchas veces, tanto en referencia a la lingüisticidad como a la temporalidad. Así, por ejemplo, Donald Kelley ha utilizado la sugestiva imagen del lenguaje como un océano en el que todos nadamos, y donde somos más peces que oceanógrafos.64 Gadamer, por su parte, recurrió a un imaginario semejante para explicar la irrebasable historicidad de toda interpretación y de todo significado. En cierto pasaje comparó al historiador ansioso por alcanzar el significado «objetivo» (ahistórico) de los procesos que estudia, como lo habría intentado el propio Dilthey en su afán de «desciframiento total», con una persona que vadea el agua e intenta atrapar las olas que ocasiona. Cada intento para atraparlas con sus dedos produce otras nuevas que quedan fuera de su alcance; y cuanto más desesperados sean sus intentos por atraparlas, más se le escaparán. […] Vivimos rodeados de un mar de significado histórico, y cuanto más tratemos de someter la historia y de apropiarnos de su significado, con mayor seguridad ambos se apartarán de nosotros y de nuestros dedos «cognoscitivos».65

la contemplación del río a vista de pájaro, en algún punto intermedio de su curso, lo que –sin dejar de pensar el tiempo como el río que nos lleva– posibilita lanzar una mirada que abraza simultáneamente la corriente aguas arriba y aguas abajo (MINK, 1970, pp. 554-555; ANKERSMIT, 2013, p. 41). Mark Salber Phillips, por su parte, propone sustituir la metáfora del tiempo-río por la más sofisticada analogía del tiempo histórico con las variaciones del tráfico de una calle céntrica en una gran ciudad, con bruscas oscilaciones y diferentes ritmos de circulación de personas y automóviles en diferentes momentos (PHILLIPS, 2013, p. 4). Un examen sistemático de las metamorfosis de este tipo de imágenes podría resultar tan interesante y aleccionador como el estudio de los cambios de la metafórica de la luz como representación de la verdad que recomendó BLUMENBERG, 1957. 63 Citaré como botón de muestra un texto que me viene a la mano. En una suerte de pronóstico madrileño de la segunda mitad del XVIII leemos que «el presente instante […] con la mayor velocidad se pasa o escurre sin sentir como el agua en una corriente» (ORTIZ, 1773, p. 15). 64 «Language is the ocean in which we all swim –and whatever our dreams of rigorous science, we are fishes, not oceanographers» (KELLEY, 2002, p. 300). 65 ANKERSMIT, 2010, pp. 224-225, en referencia a GADAMER, 1977, pp. 295 ss.

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Parecidas imágenes destinadas a enfatizar la inutilidad de los esfuerzos humanos se han usado muchas veces, en muy diversos contextos y con propósitos muy dispares. Fuera del terreno académico, en el ámbito de las luchas políticas, encontramos también a menudo metáforas similares (las imágenes hidráulicas, marinas y fluviales para representar la gran transición del siglo, en particular, fueron muy del agrado de diversos escritores y políticos europeos de las primeras décadas del XIX, de Chateaubriand a Tocqueville, de Musset a Larra). Permítaseme, para terminar, añadir solo un ejemplo americano para ilustrarlo. Al final de su agitada vida, un Simón Bolívar en sus horas más bajas, que a esas alturas no ocultaba su decepción ante los magros resultados de su obra revolucionaria –en particular ante la inestabilidad de la América hispana recién independizada–, le envió a su corresponsal, el general Juan José Flores, a la sazón presidente de Ecuador, un sombrío pronóstico adobado con esta última desencantada, terrible metáfora: «El que sirve una revolución ara en el mar».66 Reflexión final Varios ensayos de este libro se ocupan específicamente del análisis de la metafórica del vínculo, más en concreto del vínculo social. Pero si el propio concepto de «metáfora» es claramente en su raíz una metáfora (la palabra griega metafora quiere decir «traslado»), podríamos considerar esta figura retórica como el nudo semántico por excelencia que opera como vehículo de ese desplazamiento. Un nexo entre significados que quedan enlazados mediante una secreta afinidad capaz de modificar sutilmente los dos términos entre los cuales se produce la transferencia semántica (el dominio fuente y el dominio meta). Como he tratado de mostrar, la estructura metafórica del lenguaje se deja ver con claridad en el dominio de la historiografía. El historiador, al actuar como mediador o intérprete, es quien establece ese vínculo entre textos, hechos y narrativas, entre el pasado «bruto» registrado en los archivos y el presente, desde el cual y para el cual dicho pasado es reconstruido, refinado e interpretado. Y es que, a mi modo de ver, Borges no andaba descaminado cuando en un texto de 1951 sugirió provocativamente que «quizá la historia universal es la historia de unas cuantas metáforas». Esta sentencia, que repite con una ligera pero significativa variación un poco más adelante

Bolívar a Flores, Barranquilla, 9 de noviembre de 1830. En BOLÍVAR, 1950, III, pp. 501-502. 66

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en el mismo texto (véase la cita en exergo que encabeza este capítulo), se inserta en un ensayo de microhistoria intelectual que, tomando como centro y como pretexto la metáfora de la esfera, arranca de los antiguos filósofos y rapsodas griegos y llega hasta Pascal.67 A la vista del contexto, donde el escritor argentino anota «historia universal» probablemente hubiera sido más apropiado escribir «historia del pensamiento» o «historia intelectual». A mi entender, la oración borgiana pudiera, pues, ser reformulada del siguiente modo: «Quizá la historia intelectual es la historia de la diversa entonación de algunas metáforas». Los esfuerzos metodológicos por renovar la historia político-intelectual, el marco principal en que este volumen se inscribe, han dado origen en los últimos tiempos a un cierto número de libros, varios de los cuales apuntan a la semántica histórica como una de sus líneas más prometedoras. Y una vez más, cuando se ha querido dar cuenta de los desarrollos recientes de la historia conceptual, historiadores y críticos han retomado tropos ya conocidos. Así, frente a la metáfora monumental e inerte de las «pirámides espirituales» con la que Hans Ulrich Gumbrecht aludió desdeñosamente al auge transnacional de esta especialidad académica, Alberto Fragio saludaba en un reciente ensayo bibliográfico el feliz florecimiento del «árbol de la historia conceptual».68 Claro que, para que el árbol de la semántica histórica llegue a lucir en todo su esplendor es necesario que brote pujante una rama hoy por hoy semiatrofiada: la historia de las metáforas. Referencias bibliográficas ABRAMS, Meyer H., The Mirror and the Lamp: Romantic Theory and the Critical Tradition, Nueva York, Oxford University Press, 1953. ANKERSMIT, Frank R., Narrative Logic: A Semantic Analysis of the Historian’s Language, La Haya, Martinus Nijhoff, 1983. —, History and Tropology. The Rise and Fall of Metaphor, Berkeley / Los Angeles / Oxford, University of California Press, 1994. —, Historical Representation, Stanford, California, Stanford University Press, 2001. —, La experiencia histórica sublime, México, Universidad Iberoamericana, 2010. BORGES, 1984. Para el contexto pragmático de enunciación de la metáfora gumbrechtiana de las «pirámides del espíritu», véase DE ONCINA, 2013, p. 15, notas 14 y 15; FRAGIO, 2004, que concluye con estas palabras: «I may then suggest, in short, that against the monumental and inert metaphor of the “pyramids of the spirit”, the “tree of conceptual history” continues to grow and flourish». 67 68

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