Memorias en Sepia (Prólogo al libro El matadero municipal y la plaza de ferias de Bogotá, 1924-1934. Resignificación de espacios y memoria urbana, escrito por Carlos Reina Rodríguez)

June 8, 2017 | Autor: Adrián Serna-Dimas | Categoría: History and Memory, Urban Studies, Memory Studies
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Descripción

PRÓLOGO

Memorias en sepia

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Si hay un mundo que pareciera tener por color ontológico el sepia este es el que discurre entre los años veinte y cincuenta del siglo pasado. Obvio que no fue este el color del mundo para quienes vivieron entonces, que quizá lo recuerdan en distintas gamas y tonos. Obvio también que no era este el único color que tenía la fotografía para representar al mundo: las técnicas fotográficas se habían hecho desde décadas atrás a la tricromía y a la placa de colodión pasada por anilina, pero el revelado en color era entonces un procedimiento cuasi científico, de laboratorio, que todavía debía aprender de las formas primitivas de la pintura, que fue el arte con el cual la humanidad se dio la potestad de replicar los colores. Aunque para finales de los años treinta surgieron las primeras técnicas de fotografía en color para uso masivo, ellas solo se popularizaron hasta los años sesenta. Por esto, buena parte del mundo fotografiado hasta el meridiano del siglo permaneció en grises como de daguerrotipo, en blancos y negros como de cámara vieja. Luego, cuando aparecieron los colores a plenitud, grises, blancos y negros fueron confinados a los destinos más disímiles: a las fotografías de los documentos de identidad, donde la ausencia de color vaciaría cualquiera de las diversidades que para ciertos estados tensionarían la condición ciudadana; también fueron confinados a los mosaicos de grado, donde los grises parecieran efluvios de la materia pensante de los recién graduados. Grises, blancos y negros son muy de las fotografías artísticas, que toman a las sombras por arcilla, es decir,

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por materia prima y por obstáculo para convertir una imagen mecánica en una obra de arte singular, un asunto que demanda un talento, una virtud, que es de cualquier manera un último acto de soberanía del ser humano sobre una máquina que con su tecnología se muestra cada vez más autárquica, cada vez más masiva. Los colores que antaño recubrieron nuestra ciudad parecieran sobrevivir apertrechados hoy en día en algunos de los edificios que fueron construidos en medio de las esporádicas bonanzas económicas sucedidas entre los años veinte y cincuenta. En los años veinte la bonanza corrió por cuenta de diferentes factores, entre ellos una revitalización del crédito que le permitió al municipio la contratación de distintas obras públicas con la célebre Casa Ulen, que no Nule como la de ahora —aunque no sobra recordar, sin pretender hacer una comparación descomedida, que así como la Casa Nule dejó en ruinas por años a la avenida Eldorado, la Ulen dejó durante largos meses reducida a trocha mal habida a la entonces avenida de La República, nuestra carrera séptima, todo porque no previó de manera debida el número de rieles indispensables para renovar el trazado del tranvía— Dos de las obras emblemáticas de esta coyuntura fueron el Acueducto de Vitelma y el Matadero Municipal de Paiba, las cuales fueron proyectadas y emprendidas desde los años veinte, dentro de la vieja preocupación por higienizar una ciudad que carecía de un buen acueducto, de medios eficientes para recoger las basuras, de un manejo idóneo de los víveres, en especial de las legumbres, las carnes y

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la leche, y que además tenía, como hasta hoy, un abrumador déficit de viviendas, sobre todo para las clases pobres. El impacto de estas obras fue determinante. Lo común en nuestros tiempos es señalar que el carácter determinante de estas obras procede de que estaban inscritas en un discurso de la higienización que pretendía galvanizar con una filantropía con presunciones de ciencia lo que solo eran viejas ideologías racistas de las élites bogotanas. También que la higienización apuntó a la moralización y la normalización de los pobres de la ciudad. O que la higienización introdujo unos dispositivos orientados a procurarle unos cuerpos dóciles al naciente capitalismo urbano. Con todo esto se puede estar de acuerdo, eso sí, mirando situación por situación, caso a caso: las economías del poder en nuestro país y en la ciudad, entonces como ahora, no han pretendido para sí la eficacia simbólica que puede demandar máxima obediencia con mínima resistencia, como se supone sucede cuando los regímenes logran su naturalización por intermedio, por ejemplo, de la universalización de la escuela. Por el contrario, en vista de las contradicciones protuberantes sobre las cuales se fundan estas economías en nuestro medio, que las hacen tan evidentes, es decir, tan poco naturalizadas o naturalizables, lo corriente es el uso redundante de la orden perentoria, la mano siempre a la fusta y la amenaza de fuete y, sobre todo, la violencia más descarnada, el asesinato del otro. Para ser sinceros, entre los años veinte y cincuenta los esfuerzos por

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moralizar a las gentes pobres fueron menos consistentes que los esfuerzos por deshacerse de ellas, por sacarlas a los extramuros, por no verlas más: eso fue evidente en los debates sobre la vivienda obrera y las mejoras públicas en los años veinte, cuando fueron recurrentes los llamados a desalojar a la gente del Paseo Bolívar; también lo fue en los incipientes programas de city planning y en el plan de obras para el IV Centenario a comienzos de los años treinta, que implicaron el arrasamiento de cinturones pobres en predios como el río Arzobispo y el trazado del Ferrocarril del Norte, donde hoy se encuentran el Parque Nacional y la avenida Caracas; también fue evidente en los primeros programas de renovación urbana acometidos en los años treinta y cuarenta en sectores como el circo de Toros, que llevaron a la demolición de los barrios obreros que estaban alrededor de la plaza de Los Libertadores frente a Bavaria; fue evidente también en el plan de obras para la IX Conferencia a mediados de los años cuarenta, que implicó proseguir los desalojos en el Paseo Bolívar, en la avenida Caracas y en los alrededores de San Diego. Por esto, guardando proporción en todo cuanto pueda ser dicho para que la Bogotá de los años veinte no sea una simple réplica tardía de la París de Haussmann, se puede señalar que el impacto de un acueducto o de un matadero fue determinante también por otras razones, quizá bastante más elementales. El acueducto concluido en los años treinta fue determinante porque mucha

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gente, no toda, tuvo por primera vez acceso a agua tratada, porque se bajaron las terroríficas diarreas que eran corrientes entre todos los que vivían en la ciudad, porque en consecuencia disminuyeron las epidemias y las muertes, porque se pudieron redefinir los espacios de las casas introduciendo sanitarios modernos, porque se pudo prescindir de las heces en los solares o en los pozos sépticos donde eran causantes de distintos males; inclusive, con lo poco o muy importante que sea, Vitelma permitió que los bogotanos se acostumbraron a al baño. Que la gente no se muera por el agua que consume es de una importancia inusitada, aunque ello parezca nimio frente a todo lo que se ha dicho sobre la higienización y el control social. El matadero una vez puesto al servicio fue determinante porque se mejoró el tratamiento de las carnes que era calamitoso, porque se impusieron regulaciones en pesos y medidas para su venta, porque se establecieron controles de precios. Puede que el hueso poroso o el hueso carnudo no parezcan un asunto trascendente, pero habría que recordar lo que se conocen como bienes convulsivos, esos que cuando faltan, que cuando se escatiman o que cuando se encarecen encienden auténticas revoluciones. Entre muchos de los bienes convulsivos que pueden ser citados hay tres muy importantes: el pan, la manteca y la carne. Valga recordar que durante décadas en nuestro país, los gobiernos tuvieron especial cuidado con el costo de la carne, un indicador inmediato del siempre preocupante costo de vida.

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Entre los archivos hay registros fotográficos de los primeros tiempos de Vitelma y de Paiba, más del primero que del segundo. Del Matadero Municipal, levantado sobre la avenida Colón cerca al camino de montes, hay varias fotografías del maestro Gumersindo Cuéllar Jiménez. En unas aparece la edificación en la distancia, nunca del todo solitaria, en un gris tan plomizo como el cielo bogotano, aun cuando parece ser un día bastante soleado. En otras fotografías discurre la vida cotidiana, las reses colgadas, el trabajador izando las ancas del animal, las gentes rodeando al matarife con aire de sorna o de guachafita. Sí, en esas fotografías hay hombres que sin dejar de hacer lo que hacían cada día, dejaron un gesto a la posteridad que resulta suficiente no solo para hacer manifiesto un momento de la existencia que resulta irrepetible, las faenas de un matadero a mediados de siglo en Bogotá, sino también para garantizarle al registro fotográfico que capta ese momento la condición de testimonio, una huella de autenticidad, un rescoldo último de lo que Benjamin denominó el aura. Decía Benjamin: “En la expresión fugaz de un rostro humano en las fotografías más antiguas destella el aura por última vez.Y eso es lo que constituye la melancólica y a nada comparable belleza de aquellas”. Una fotografía en particular resulta llamativa: un hombre que alza el cuarto trasero de una res, un niño con mirada perdida, un hombre elegante de sombrero, el corrillo en bata que seguro desposta la res y la gente de ruana que quizá compra o vende el sacrificio: una instantánea de las faenas de

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un edificio que fue concebido lejos de pretensión distinta que la de ser útil para el sacrificio de reses. A comienzos de los años treinta coincidieron en la ciudad una recuperación económica sostenida y unas nuevas medidas de intervención urbana auspiciadas por los gobiernos municipales del régimen liberal. Las contradicciones de la sociedad urbana se mantuvieron, incluso aumentaron en intensidad, aunque el régimen pretendió morigerarlas. El municipio fue gestando o consolidando una institucionalidad pública para responder a diferentes demandas sociales, aunque ella operó más con una vocación caritativa o benefactora que como el resultado de auténticas políticas públicas de talante moderno. De este modo se extendió un tejido asistencial representado en gotas de leche, jardines infantiles, guarderías, escuelas, restaurantes escolares, cooperativas de consumo, sanatorios; inclusive se llegó a establecer una agencia funeraria pública por medio de la cual el municipio garantizaba los cajones para los menesterosos. Se destacan en medio de este panorama las inversiones que realizara el municipio para dotar a la ciudad de edificios escolares, como el famoso complejo escolar que se emplazara en el barrio Alfonso López y que, pese a todo, sobrevive aún. Sobrevive en sepia. A la par con este tejido asistencial orientado ante todo a las gentes trabajadoras y pobres se fue levantando un conjunto urbanístico más pensado para las burguesías en ascenso, que capitalizaron en sus barrios residenciales buena parte

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de las grandes inversiones públicas de entonces. Así, en los años treinta y cuarenta, como en otros momentos, se puso de manifiesto la contradicción estructural de la ciudad: un Estado que interviene de manera decidida en el diseño urbano favoreciendo ante todo la acumulación de las burguesías capitalinas, mientras palia apenas con asistencialismo la tragedia de los más pobres. Lo lamentable es que cuando quiere revertir este modelo solo encuentra a la mano la demagogia y el populismo, que no cambian en nada los términos de la relación. A mediados de los años cuarenta el clima político era crispado, tanto más con el retorno de los conservadores al poder. El Concejo de Bogotá para el año 1947 tenía en sus curules a Jorge Eliécer Gaitán, a Darío Echandía, a Antonio García, a Darío Samper, a Miguel Lleras, a Luis Tamayo y a Guillermo León Valencia, entre otros. Fue este Concejo el que aprobó el Acuerdo 10 del 5 de febrero de 1948, por medio del cual se creó el Colegio Municipal de Bogotá:“un colegio de enseñanza secundaria y gratuita para varones”,“que se organizará como externado e impartirá enseñanza según los planes oficiales”, “no establecerá discriminación por razón de filiación, credo religioso o partido político” y cuyos estudiantes serán seleccionados “por riguroso concurso entre los aspirantes de familias reconocidamente pobres, que poseyendo capacidades intelectuales adecuadas, comprueben carecer de recursos económicos para costearse su educación”. Tras los hechos trágicos del 9 de abril de ese año, el Concejo aprobó el Acuerdo 51

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del 7 de julio de 1948, por medio del cual se designó a la nueva institución como Colegio Municipal Jorge Eliécer Gaitán, “en memoria de quien tan hondamente se preocupó por la educación del pueblo”, y creó “el Departamento Politécnico del mencionado Colegio Municipal, destinado a la organización de carreras técnicas de corta duración, para quienes tengan el grado de preparación y reúnan los requisitos que establezca el Consejo Directivo...” Dos años más tarde, por medio de acta pública del 6 de agosto de 1950, el presidente de la República, el gobernador de Cundinamarca, el arzobispo de Bogotá y el rector del Colegio Municipal organizaron el Departamento Politécnico como universidad para carreras de corta duración, la cual obtuvo reconocimiento jurídico del Ministerio de Justicia por medio de la Resolución 139 del 15 de diciembre de 1950 bajo el nombre de Universidad Municipal de Bogotá Francisco José de Caldas. Se puede afirmar que entre los años veinte y cincuenta irrumpió una institucionalidad pública que, expuesta a la contradicción estructural entre las formas de acumulación urbana y el alcance de los derechos ciudadanos, fue de cualquier manera indispensable para garantizar unas mínimas inclusiones en la capital de un país donde campeaban feudos pringados en violencia. En los extremos de esta institucionalización estuvieron un matadero de los años veinte y una universidad de los años cincuenta, cuyos destinos posteriores fueron inseparables de la contradicción estructural que estuvo en sus orígenes: desprovistos de las

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condiciones para cumplir sus cometidos sociales y por lo mismo insuficientes para las demandas de una ciudad masificada a la fuerza. Siendo tan diferentes, hubo una coyuntura en la cual una institución supo de la otra. A finales de los años cuarenta, en medio de un momento de movilización laboral en el país y en la ciudad, los trabajadores municipales amenazaron entrar en huelga para reclamar mejores condiciones y garantías. Producto de la negociación entre el municipio y los trabajadores, el Concejo aprobó el Acuerdo 27 del 22 de junio de 1949, que en su artículo quinto rezaba: “El municipio concederá hasta nueve becas en la Escuela Industrial o en el Departamento Politécnico del Colegio Municipal “Jorge Eliécer Gaitán”, para obreros del matadero, de las obras públicas y del aseo, a razón de una beca por cada 150 trabajadores. Los becados recibirán sus salarios y prestaciones sociales durante los meses que asistan a las clases, previa presentación ante el personero municipal de los certificados que acrediten la asistencia a los cursos y la aprobación de estos para continuar disfrutando de la beca… Los sindicatos enviarán, dentro de los dos primeros meses de cada año, listas que contengan un número de nombres triple del de las becas que se vayan a proveer, para que el Alcalde escoja los favorecidos con cada beca”. Del futuro del acuerdo no se supo más. Con el paso del tiempo, las instituciones fueron cambiando, en algunos casos languideciendo, inclusive fueron desterradas de la memoria. Por su naturaleza,

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incluso por su manufactura, el Matadero Municipal no tenía el garbo de otros edificios emblemáticos de la ciudad, tan solemnes, tan propicios para ser enaltecidos como patrimonio. Por ejemplo, en el álbum que imprimiera la Sociedad de Mejoras y Ornato para conmemorar el IV centenario de fundación de la ciudad en 1938, no aparecen plazas de mercado, ni ferias, ni mataderos. Por sus páginas solo desfilan fotografías de iglesias y palacios de gobierno, de escuelas y universidades, de parques y bibliotecas, todos ellos ausentes de gente: no son fotografías que aspiran al valor de culto, ese que solo es posible en las imágenes con rostros, que son las que guarecen lo que queda del aura; por el contrario, son fotografías que aspiran al valor de exposición, que se consigue con las calles y los edificios vacíos, cual si fueran auténticos lugares del crimen, como dijera Benjamin a propósito de la obra de Eugène Atget. Para la mentalidad de las burguesías capitalinas en los años treinta, pero también en los cuarenta, los lugares con gente, en la febrilidad de sus funciones, pareciera faltar a la dignidad de lo reproducible. Hacerse a los lugares con gente, con miradas que increpan desde lo profundo de otro tiempo, que es como un más allá, es parte de la genialidad de los viejos fotógrafos bogotanos. Con el paso de los años el Matadero Distrital cada vez más repleto, cada vez más socavado: la absurda paradoja de la institucionalidad pública, que cuanto más responde a las demandas, es decir, cuanto más cumple sus funciones sociales,

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tanto más se deteriora en su capacidad de respuesta y tanto más expuesta queda a su liquidación de la mano de los gobiernos privatizadores. Obvio, todo hay que decirlo, a este deterioro hay que sumarle la conocida corrupción de la Empresa Distrital de Servicios, la vieja EDIS, que en una muestra increíble de paquidermia fue incapaz de mejorar las condiciones del edificio, lo que llevó a un primer cierre de las instalaciones en 1978. Aún así, todo parecía resolverse en 1982, cuando el matadero abrió de nuevo sus puertas asegurándose una prórroga de existencia que, no obstante, fue apenas breve. La incapacidad del matadero, la rapacidad sobre lo público y el ánimo privatizador de los gobiernos distritales de entonces llevaron a cerrar las instalaciones en 1993 y a clausurarlas de manera definitiva con la liquidación de la EDIS. El matadero se fue quedando sin gente, vacío, arruinado, como un lugar del crimen. La muerte del sepia. De cuando en cuando se supo algo de él, como cuando fue utilizado para conducir a los desarraigados por los programas de renovación urbana del centro de la ciudad. También se supo del matadero hace poco, cuando la Universidad Distrital Francisco José de Caldas adquirió los predios para su proyecto de ampliación de infraestructura. Se nos vinieron encima tirios y troyanos señalando a la universidad de torpedear las negociaciones entre el Ministerio de Cultura y el Colegio Mayor de Cundinamarca, que le permitirían al primero hacerse a los predios del segundo para la ampliación del Museo Nacional, entregando a cambio los predios del

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matadero. Columnistas de izquierda y de derecha se fueron lanza en ristre contra la universidad, casi que alegando la primacía del derecho a la cultura por encima del derecho a la educación, expresión, quién lo duda, de esas posiciones de clase para las cuales la cultura no pasa por la escuela, todo porque lo cultural se asume como capital incorporado casi que por los secretos de la herencia, siendo así tan de la naturaleza de los individuos como el apellido mismo. La miopía de estos críticos no les permitió ver que su invocación altruista del derecho a la cultura no fue sino el desconocimiento de que en una sociedad cualquiera, pero tanto más en una como esta, no hay derecho a la cultura que no pase, de manera casi que obligada, por la escuela –con todo lo que ello pueda implicar–. De hecho, los argumentos altruistas que utilizaron, por saludables o caballerosos que fueran con la cultura, no dejaron de parecerse a los que esgrimieran décadas atrás las burguesías capitalinas para definir los predios en los cuales se realizarían las obras del Parque Nacional y para justificar la expulsión de las gentes pobres al sur de la ciudad. Obvio que estas contradicciones estructurales no hacen parte todavía de la historia que narra el Museo Nacional. Vitelma y Paiba, nacidos de una misma coyuntura, fueron encaminados a constituirse en escenarios para la cultura: el primero como museo, el segundo como biblioteca. El desafío de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas para con Paiba es de una inmensa magnitud: siendo de las escasas instituciones que

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sobreviven a ese mundo en sepias, que pese a todas las críticas fue el precursor de una ciudad que hasta hoy demanda derechos, resulta indispensable que la universidad garantice para este lugar rostros, gentes, presencias. La aduanilla vacía puede ser uno de nuestros más grandes fracasos como institución: haría evidente nuestra insolvencia para vincular la educación y la cultura, esa correlación de derechos que debe guarecer cualquier institución democrática, incluso en contra de las posiciones dominantes en el espacio social urbano. Por esto, si para algo necesitamos la memoria en esta oportunidad no es tanto para recordar una historia fría sucedida hace ya bastantes décadas, sino para advertirnos de que somos herederos de una época en la que se consideró que las gentes tenían derechos, que estos derechos demandaban materialidades, que estos derechos dignificaban. Esta lección profunda es la que se encuentra en este maravilloso libro de mi amigo Carlos Reina, como pocos tan perspicaz para reunir los trechos entre un viejo matadero y una vieja, sí, una vieja universidad como lo es, luego de tantos años, la Distrital Francisco José de Caldas. Adrián Serna Dimas Antropólogo y Mg en Sociología. U. Nacional de Colombia. Profesor Universidad Distrital Bogotá, D.C. septiembre de 2013

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