melancolía cultural y perfeccionismo moral en La Muralla Verde de Robles-Godoy

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Descripción

Melancolía cultural y perfeccionismo moral en La muralla verde de Robles Godoy Victor J. Krebs I. Preludio En el marco de América Latina, donde la noción científica del conocimiento sigue seduciendo a la filosofía, el pensamiento de Stanley Cavell constituye una alternativa radicalmente distinta e importante. La apelación a lo ordinario, lo próximo, lo común y lo bajo –todo aquello que Cavell identifica y toma prestado de Emerson y Thoreau— nos suena tan fuera de tono aquí como sonaba quizás en su momento en América del Norte (y es posible que en algunas partes todavía lo suene). Pero incluso así, resulta pertinente para nosotros, y no sólo al nivel académico sino también al nivel social, y por razones semejantes. Nuestra herencia europea de corte ilustrado nos hace propensos a asumir precisamente la actitud escéptica contra la que Cavell dirige su llamado a lo ordinario, y puede que nuestra paralela historia de colonialismo haya establecido una forma de vida en la que lo autóctono suele subordinarse a ideales y expectativas extranjeros.[i] En la medida en la que estos dos legados europeos –el escepticismo y la mentalidad de colonia— se fueron enquistando en la conciencia colectiva, lo que se produjo fue un cisma interno, capaz de hundir a la sociedad en un estado crónico de depresión (la “melancolía secreta” de Emerson y eso que Thoreau, de forma un tanto más dramática, llama “una muda desesperación”). Las circunstancias de América Latina se ven, además, agravadas por un proceso intenso de mestizaje (López-Pedraza 2002) que ha hecho de la represión de lo autóctono no sólo un foco de tensión externo entre grupos sociales y raciales que compiten entre sí, sino además un conflicto introyectado e interiorizado por cada persona. Este conflicto, que se expresa en los múltiples síntomas de la melancolía social, como la indolencia colectiva, el pesimismo, la corrupción, el egoísmo, etc., pasa a convertirse en un obstáculo serio para la consecución de una democracia auténtica, al amenazar constantemente a la sociedad con la fractura interna, que puede verse reflejada en las distintas formas de polarización que han empañado a nuestra historia y que han cobrado fuerzas renovadas en la escena actual del continente.[ii]

 

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Sobre todo en el ambiente intelectual, este cisma interno se esconde tras una barniz de cosmopolitismo que siempre parece encontrar a estos llamados a lo autóctono y lo local etnocéntricos y hasta ofensivos a la inteligencia. El filósofo uruguayovenezolano Javier Sasso alguna vez escribió que: “…la actividad filosófica en América Latina parece estar marcada por una sensación de cisma interno causada por la ruptura entre dos consignas fundamentales sobre lo que es y lo que tendría que ser la filosofia para nosotros; teniendo, por un lado, a aquella que postula que la filosofía no puede tener más propósito que la constitución de un conocimiento que aspire a ser, en sí, universal, y por el otro, a aquella que dirige su actividad filosófica hacia la reflexión sobre nuestra propia realidad latinoamericana.” (Sasso 1998, viii). Pero, como Cavell observa, al referirse al caso norteamericano, la resistencia habitual a ese llamado a la autoreflexión delata no sólo una concepción empobrecida de la filosofía, sino también, y a contrariamente a su supuesto cosmopolitismo, “una suerte de parroquialismo universal, un encogimiento mundial del espíritu” (Cavell 1992, p. 148).[iii] Y es un hecho que tanto el parroquialismo y la estrechez espiritual se cuelan mucho más allá de las esferas filosóficas o intelectuales para contaminar al espectro completo de la sociedad latinoamericana, y específicamente a la peruana,[iv] donde las divisiones corrosivas arrojan a los individuos contra sí mismos y los demás, sumiéndolos en una indolencia colectiva que atenta contra la idea misma de vivir en democracia. Simón Bolívar, el gran libertador de la América hispana cuyos planes para la unificación continental fueron frustrados, concluyó que el talón de Aquiles responsable de este fracaso estaba, justamente, en nuestro origen colonial. La única herramienta de la que, a su parecer, nos faltaba hacernos para lograr una independica política total era “la liberación de las mentes, puesto que España, aunque derrotada por las armas, no ha sido derrotada en las mentes de los americanos. Sin saberlo, se han conducido de acuerdo con la mentalidad que le heredaron a la colonización…Pese a los deseos de los americanos, el pasado que quieren borrar, y de ser posible olvidar, siempre estuvo presente. Había que notarlo aunque fuera para aniquilarlo, o de lo contrario  

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permanecería ahí, sordo, mudo, dominando a quienes trataran en vano de librarse de él. De ahí que se haya necesitado un proyecto libertador que fuera capaz de emancipar a las mentes, de convertirlas en instrumentos críticos, capaces de discernir lo que mejor les conviene para realizar el futuro y eliminar obstáculos” (Zea 1978, p. 205). Andrés Bello, un reconocido humanista de la época, respaldó a Bolívar al notar que los desastres políticos y sociales de América Latina tienen un origen común “en nuestro pasado español, y que no podremos remediarlos si es que no reaccionamos con franqueza, de manera enérgica y abierta, contra esa civilización para emancipar al espíritu y adaptar a nuestra sociedad al molde nuevo que la democracia le imprima” (p.209). El llamado a atender no al pasado español (“esa civilización”) sino a lo autóctono y local (“nuestra sociedad”), con sus necesidades y deseos propios y de cara a un futuro democrático “nuevo”, no es pues sólo de urgencia política, sino también –y hasta de modo más importante— una necesidad filosófica y espiritual. Y ese es el tipo de necesidad al que el llamado a lo ordinario de Cavell parece adecuarse a la perfección. El escepticismo está, sin duda, entre las taras que América Latina le hereda a Europa, y define una actitud hacia la experiencia que alimenta al conformismo y propaga la represión de lo autóctono, soslayando a las labores de la creatividad y del deseo con las que el vínculo a un “yo aborigen”[v] nos confiaría para empoderarnos.[vi] Al someterse inconscientemente a criterios de validez que sirven para perpetuar su baja autoestima, el sujeto latinoamericano moderno desperdicia sus capacidades y oportunidades so pretexto de un “sano” escepticismo. Resulta que el escepticismo, entendido como la duda sobre la validez de nuestra experiencia sensible y su búsqueda impacable de certeza, es una noción central a la obra de Cavell; en su sospecha de todo lo que no puede justificarse por vía de la razón, es imperialista y simplemente repite en clave filosófica a la cultura misma que es responsable de la represión sistemática de lo autóctono que causa el estado crónico de melancolía en el que vive América Latina. Pero Cavell nos recuerda que la melancolía “es destructiva del corazón y la moral necesarios para participar en democracia y esperar reparación en un estado reformado de justicia…Permitir que la melancolía devenga en cinismo, de tal modo que el cinismo se convierta en emoción política, destruye la cohesión a la que

 

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debemos aspirar en una democracia” (Cavell 1998). No debe entonces sorprendernos que esta condición cultural y sus síntomas y consecuencias individuales y sociales sean el tema de tantas películas latinoamericanas, impregnadas como lo están, de conflictos políticos, sociales y raciales.[1] Lo mismo puede apreciarse cada vez más en películas que tratan sobre la fragmentación del individuo ante la sociedad. La muralla verde es el cuarto largometraje jamás realizado en el Perú. Data de fines de la década de los sesenta, y plasma la melancolía cultural en la historia de un oficinista joven que, agobiado por el caos de la capital, se enlista a sí mismo y a su mujer en un programa gubernamental para colonizar la selva. Considerada por algunos de los críticos más jóvenes como una obra maestra del cine peruano (producida una década antes de que el terrorismo asolara a la vida nacional durante veinte años más, complicando todavía más las cosas), La muralla verde de Armando Robles Godoy nos ofrece una historia visionaria que no sólo nos brinda una imagen del cisma social sobre el que se basa la melancolía cultura peruana –una imagen, por así decirlo, del escepticismo— sino que busca además mostrarnos un camino hacia la integración de “las dos mitades de la mente dividida” propia a la cultura latinoamericana, representada a través de la experiencia de un individuo y su tragedia personal. Al protagonista, Mario, se le ofrece una gran extensión de tierra en el monte, que éste se encarga de arar para el cultivo de café y plátanos. Constuye una humilde casa de madera en la que vive junto con su esposa y su pequeño hijo, quien nace en esta tierra nueva y vive en comunión con el bosque. El niño construye su propia ciudadela, a partir de bloques y pedazos de lata, de vidrio y otros desechos urbanos, que incluye un tobogán que le construye el padre. Da vueltas y vueltas y tintinea contra una jarra de vidrio, disipando los trazos urbanos en los suaves murmullos del bosque y mostrando una imagen de armonía que pronto será perturbada. Sucede un accidente: al niño lo muerte una serpiente. El padre va en bote primero y después en Jeep al pueblo para conseguir el suero antiofídico, y estando ahí descubre que el suero está guardado y que la autoridad burocrática con acceso a la llave se encuentra en un mítin político en el pueblo adyacente. El padre corre desesperadamente para salvar la vida de su hijo, pero no logra llegar a tiempo y éste muere. La película cierra con el hombre aceptando la muerte de su hijo junto al tobogán.

 

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El guión tiene lo que podría llamarse un derrotero emersoniano-thoreauiano, urdiendo inquietudes típicas del transcendentalismo americano como pueden serlo la relación entre la naturaleza y la modernidad (en el contraste obvio que se da entre la vida urbana de la que el protagonista escapa y la naturaleza que busca encontrar allende la muralla verde de la jungla, plena de esperanzas); la condición de la melancolía social (puntuada por el tono y colorido sombríos de la película, así como por lo nostálgico de su lirismo); por el retorno a la normalidad de lo ordinario (visto en la simpleza y cotidaniedad de las escenas, no por ello menos conmovederas, con las que se narra la historia). Todo esto se logra desde una perspectiva que podríamos identificar como de un perfeccionismo moral cavelliano, que hay que ver como un llamado al empeño permanente en dirección a lo que debe de entenderse como un estado, nunca actual, sino regulador, de perfección humana. Se trata de una invocación al diálogo permanente con el otro para volvernos inteligibles no solo ante los demás, sino también ante nosotros mismos. Como espero que veamos pronto, el perfeccionismo moral es lo que le abre paso a eso que Cavell llama “pensar como alabanza”. Hay también dos coincidencias significativas entre la película y Emerson y Cavell que tendrían que mencionarse. La primera es que, en La muralla verde, la muerte del hijo es lo que propicia la transformación del protagonista. Como se aprecia en su ensayo sobre la “Experiencia” (Emerson 1983), también es la muerte del hijo de Emerson, Waldo, lo que está detrás de la visión transformativa con la que éste ensancha la noción kantiana de experiencia. Es así como la película de Robles Godoy y el ensayo de Emerson tratan ambos de la profundización de la experiencia y de su rescate por medio de la tragedia. Pero esta recuperación no debe de entenderse como una superación catártica, sino más bien como una aceptación –una incorporación— de la tragedia como parte de una vida que se afirma hasta en lo más hondo y vacío de la pena. Emerson se lamenta diciendo: “Me apena que la pena no pueda enseñarme nada” (Emerson 1983, p. 473). En este sentido, tanto la película como el ensayo comparten una vocación filosófica similar, resumida por lo que Cavell caracteriza como la exigencia que el perfeccionismo moral tiene de apuntar a una mutua inteligibilidad y de hacer de la confrontación y la

 

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conversación los medios que nos ayuden a determinar cómo vivir con nosotros mismos y con los demás, cómo “aceptarnos los unos a los otros en las aspiraciones de nuestras vidas” (Cavell 2004, p. 24). Esto resulta especialmente apremiante en el contexto específico de América Latina, por lo que el perfeccionismo moral, es, como nota Cavell, “la esfera…de quienes se sienten excluidos de la influencia de la justicia y del cálculo benévolo; de quienes sienten, incluso, que la mayoría de gente está excluida, o se excluye a sí misma, de ese influencia” (p. 25). La otra sincronicidad digna de mencionarse es que Robles Godoy fue rechazado desde muy temprano por la crítica de cine en el Perú, su patria, y acusado de ser “autocomplaciente”, “nebuloso” y “confuso.” Son los mismos términos que circularon en la recepción que Emerson y Thoreau –y Cavell mismo, demasiado a menudo— recibieron en su momento por parte de la filosofía académica en los Estados Unidos. La represión de Robles Godoy podría verse como otro indicador de los problemas culturales que él mismo tematiza y sobre los que reflexiona, como una resistencia al camino filosófico que abre y, lo que podría resultar más importante, como síntoma de la represión de lo autóctono que es el leitmotiv del ejercicio total de la película. La inteligencia filosófica de las películas de Robles Godoy, y de La muralla verde en especial, sólo se ve equiparada por su uso soberbio de la imagen en movimiento para lograr precisamente el tipo de revelación filosófica que sólo el cine hace posible. La muralla verde muestra cómo el cine puede existir, según Cavell observa, “en un estado de filosofía, donde sea inherentemente autoreflexivo y pueda tomarse a sí mismo como parte inevitable de la añoranza especulativa que le es propia a la filosofía” (Cavell 1981, p. 13-14). La película de Robles Godoy satisface esa añoranza filosófica al presentar un interés serio por –y una exploración constante de— el lenguaje fílmico, al que echa mano con gran arte para revelar a lo sublime escondido en lo ordinario. Esto lo logra mediante una atención a la experiencia comparable a la que, desde una perspectiva espiritual, Cavell identifica con “las prácticas empíricas de Emerson y de Thoreau” (p. 12 f). De acuerdo con la descripción que Cavell da de ese método, las películas de Robles Godoy dan la impresión de “consultar y examinar a nuestra experiencia al mismo tiempo,” mostrándola desde perspectivas que se alejen de lo

 

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habitual y que, por decirlo de algún modo, nos despierten para que “nos detengamos y volvamos de cualquier preocupación que nos ocupe para llevar a nuestra experiencia fuera de su camino esperado, habitual, para que pueda encontrarse a sí misma” (p. 12). La muralla verde es un ejemplo del tipo de pensamiento que Cavell promueve como antídoto a lo que he dado con llamar melancolía cultural, y la película nos proporciona ese antidoto por medio de la reflexión que propicia.

II. El cine y la fisionomía de lo ordinario La afinidad de la filosofía con el cine se relaciona internamente a su interés por atender a la experiencia de lo cotidiano. Al constituir el cine la representación de nuestra experiencia como un proceso continuo que se desplaza a través del tiempo, proporciona al espectador individual con ocasiones para la autoreflexión que lo impelen a tener experiencias que escapen a lo esperado y habitual, aunque en los términos de lo desconocido y lo nuevo, a veces sorpresivo, que emerge del cine. En la medida en que cualquier película lo logra, la imagen fílmica permite la reconexión con una espontaneidad nativa, libre de expectativas impuestas desde fuera. La densidad de la imagen cinemática, la “específica simultaneidad de presencia y ausencia” (Cavell 1979B, p. 42) que caracteriza al cine y que le permite a la imagen, en su movimiento, preservar el pasado y anticipar el porvenir, nos implica en el discernimiento de las carencias y los espacios muertos, las nadas abiertas por esta película que cargan a la imagen congelada en el mismo movimiento temporal, exponiéndonos directa y reflexivamente a todo lo que está implícitamente silente o apagado en nuestra propia experiencia. Y son precisamente esas carencias, esos espacios muertes y nadas a las que nos abre esta película que nos hacen posible una conexión con lo que ha quedado reprimido u opacado en la forma de vida peruana, a causa de la sedimentación de hábitos y actitudes represivos contra lo autóctono, que producen el retiro de la imaginación y desvían a todo el caudal creativo que caiga fuera de lo usual. La muralla verde se inicia con el hombre y la mujer haciendo el amor tiernamente, mientras el niño, quien se supone está durmiendo, presencia la escena con inocente contento. Aunque sea un niño solitario, tiene una imaginación fértil que compartimos con él muy de cerca mediante su comunión con el entorno. El accidente  

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hace que se abra un abismo entre Mario y su mujer, planteando interrogantes nuevas que invocan a los fantasmas que se esconden bajo su frágil estabilidad. Los fantasmas de sus vidas previas y las dificultades de un país que no suple sus necesidades aparecen como flashbacks a través de la película que, al yuxtaponerse a la tragedia de la muerte del hijo, nos proporcionan una perspectiva desde la cual la respuesta moral perfeccionista a la situación cobra toda su fuerza. Para resolver una fractura interna hay que aceptarla, darla por asumida y aprender a vivir con ella. Sin que importe dónde nos encontremos, la tarea es siempre la misma: volvernos inteligibles al otro desde esa fractura, reconociéndola plenamente. La película superpone a “las capas del pasado con memorias y crea circuitos complejos donde lo imaginario y lo real juegan a la indiscernibilidad” (Pimentel 2011, p. 140), generando un espacio en el que el despertar del espectador puede darse al pensar mediante la película. Lo objetivo y lo subjetivo se confunden en el flujo dramático de la imagen pasajera, transformando a lo ordinario, al mostrarnos su desplazamiento real en el tiempo[i] y al involucrar al espectador en el verdadero juego de emociones en conflicto y de diferencias de fondo entre lo que se dice y lo que no; entre la identidad explícita y el conflicto implícito, como una labor infinita que siempre tiene que recomenzarse. Los elementos de la película le ayudan a construir su significado al oscilar entre el pasado y el presente, subrayando la sucesión necesaria de estados de ánimo y objetos, su naturaleza evanescente y tornasolada, su precariedad y finitud. Pero esta oscilación también es la expresión de la fractura interna de este hombre urbano que está tratando de fundarse o de encontrarse a sí mismo en este nuevo mundo virginal en el que puede sentirse atado a la naturaleza mediante el trabajo físico, el cuidado de su tierra y de sus vacas, etc. En el vaivén temporal de la película, sentimos el vaivén del conflicto interior que entalla el mantener a la memoria viva contra el embate de un inconsciente que nos viene de hábito. Cavell busca una conversión, que implica una nueva actitud de receptividad y el reconocimiento de una actividad oculta más allá de nuestra consciencia y voluntad, detras del silencio de nuestras palabras, de nuestros objetos y hasta de nuestras propias mentes. Lejos de querer penetrar en la esencia de un objeto, mucho menos arrebatársela, esta nueva actitud consiste más bien de “una especificación o prueba de

 

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tributo” (Cavell 1998), es una forma de reverencia. Al final se arriba a la intuición de que nuestro pensamiento es siempre una “pía recepción” (Emerson 1983, pp. 418-419): El objetivo está en lograr no la afirmación sino eso que Emerson llama ‘el afirmativo sagrado’ y Nietzsche “el Sí sagrado”, que es corazón de una nueva creación. Esto no es un esfuerzo por ponerse más allá de la tragedia –eso cuida de sí mismo; sino de ponerse más allá del nihilismo o del peso de la maldición de la depravación humana y de nuestra condena consecuente a la desesperanza; un cargo que es en sí, como Emerson declara, la única depravación que hay (Cavell 1992, p. 133). Y como escribe al reflexionar sobre descubrimientos similares en Rilke, en Nietzsche y en Beckett, “la vaciedad o la unidad perfecta no son –aquí y ahora— estados, sino tareas infinitas…que pasan por no renegar de la propia vaciedad sino en ver con qué está lleno uno” (Cavell 1985, p. 156). Esto insinua una agenda diferente para la crítica filosófica, en la que los peligros que esta enfrenta son el autoengaño, la resistencia para con los propios deseos y el miedo ante la propia mente –en otras palabras, todos los riesgos que Cavell señala como “pruebas de alabanza”. La Muralla verde cuenta la historia de un individuo dividido entre la vida urbana y la naturaleza que es a la vez el pionero moderno a cargo de colonizar la selva –un empresario y un terrateniente— y el esclavo de la modernidad y de su barullo ensordecedor. No puede encontrarse a sí mismo ni en la ciudad ni en la selva donde busca un nuevo fundamento, porque el cisma está presente donde él esté. Es así como la película literalmente imagina a la mente y corazón divididos del país como una instanciación particular y culturalmente situada de la condición humana en el exilio. Para ponerlo de otro modo, Robles Godoy expresa el cisma interno de la cultura peruana en la imaginación que tiene del aislamiento de Mario tanto en el entorno urbano (que representa a todas las fuerzas de la conformidad) como en su relación con todo lo que le es más cercano: su mujer, su hijo, su vida (en la selva a la que huye, tanto como en la ciudad de la que escapa). La tragedia de la muerte de su hijo le abrirá los ojos a una nueva dimensión de la experiencia que, aunque le era conocida al niño, Mario sólo aprenderá a ver a través de su muerte (Pimentel 2008, p. 77ff).[ii]  

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En la medida en que a la tragedia, como indica Cavell, pueda entendérsela como una respuesta al escepticismo, La muralla verde nos dota de “una interpretación de aquello de lo que el escepticismo es, en sí, una interpretación” (Cavell 1991, pp. 5-6). Nos muestra a nuestro esfuerzo en cada paso, donde el éxito no debe medirse en función de un objetivo dado sino por cada momento en el que pudimos trascender a la paradoja, aún estando dentro de ella. Podría decirse que esta es la visión del perfeccionismo moral. Tras la muerte del hijo, el protagonista ve al mundo como si por vez primera, pero a partir de su dolor. La naturaleza se convierte en un objeto de contemplación, mientras que antes simplemente había sido un elemento a subyugarse. Las imágenes fantasmales de la vida urbana que constantemente se le vienen a la mente a Mario flotan entre su visión del bosque, transformado por la muerte del hijo; en la soledad de su partida, tanto la ciudad como la selva se vuelven igualmente responsivas a sus sentimientos, ambas son contenedoras de su drama. “El golpe viene del bosque cerca de su casa, en el que padre e hijo han construido una ciudad de arcilla como símbolo de la estupidez civilizada de la que quisieron escapar. La secuencia final de la película, un funeral casi sin palabras, es …un atisbo obsesionante de la humanidad que perdura en la mente” (Pauline Kael, The New Yorker). Las peliculas hacen explícito, experiencialmente explícito, aquello que a lo que los conceptos sólo pueden señalar. En ultima instancia, el pensamiento del cine depende menos de nuestro entendimiento que de nuestras percepciones fisionómicas o empáticas; de ahí su poder de revelar la expresividad del mundo. Estas apelan de forma directa a la experiencia misma, cuya densidad, incluso cuando puede articulársela en conceptos (como por ejemplo, en el guión) no parece nunca suficientemente integrada por ellos. Tolerará otras lecturas e interpretaciones si se la vive como cine, moviéndose a través del tiempo. En este sentido, el cine es capaz de romper las ataduras de nuestras formas habituales de percepción. Cavell escribe: “la capacidad que uno tenga para la descripción crítica al dar fe de la experiencia que tuvo en el cine…debe permitir que el medio del cine como tal, y que los eventos de una película en particular, se entiendan en todo momento los unos

 

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respecto a los otros” (Cavell 1979B, pp. xiii-xiv). Es precisamente esta reciprocidad entre los elementos del cine y sus significados lo que le otorga su capacidad de pensamiento,[i] el poder que tiene de quebrar nuestro trance habitual al producir imágenes construidas capaces de hablarle a algo más profundo dentro de nosotros que la comprensión lógica o racional –llamémoslo a nuestra percepción estética o fisinómica. Esto nos abre mundos de significado y niveles de conexión enteros que pueden activar cosas que yacen, todavía informes y latentes, dentro de nosotros. El cine no es aquí tan sólo el complemento ideal de las palabras, sino una expansión del lenguaje verbal en imágenes que, a la vez y justo por la forma en la que han sido articuladas por (y en la que articulan a) conceptos, generan un nuevo discurso. Cavell concibe algo que llama “una negatividad moderna en la crítica” (Cavell 1998), que plasma mediante la imaginería bejaminiana del suplicio en aras de “trarle una obra a su idea” (Cavell 1998), y que se logra mediante algo similar a lo que Henry James llama “penetración”, aunque en efecto suela ser precisamente lo contrario o algo más afín a lo que Wittgenstein describe como una investigación gramatical (que es el único sentido que puede dársele a la búsqueda de lo esencial en una filosofía de lo ordinario). Algo que se parece bastante menos a la “penetración” de un fenómeno o la captura de su esencia que, digamos, darles vuelta o empollarlos hasta que germinen. La capacidad se sobreponerse a la melancolía y de superarla mediante una suerte de conversión sacramental en la que “la naturaleza ya no es poseída sino contemplada, pasa a ser vista y oída y, de forma similar, la ambición de ha transformado en humildad” (Pimentel 1998, p. 82) la enfatiza el propio lenguaje de la película: La cámara revela lo invisible, lo que hasta entonces se mantuvo oculto tras la muralla verde. Por entre una fotografía fija que captura paisajes vacíos (vegetación, senderos de polvo),

aparece otra percepción del entorno

circundante que parece haberse animado: la naturaleza ha dejado de estar subordinada a la memoria e impone su presencia donde sólo escuchamos el soplo del viento… (Pimentel 2008, p. 80).

 

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A ese poder de penetración hay que transformarlo en duelo o en meditación, en ser pacientes, en sufrir, en penetrar al permitirnos pensar de otro modo, en dejarnos impactar más fuertemente o con más finura: Es la presteza para detenernos cuando no tenemos ya más nada que decir; la voluntad de sujetarnos al silencio, a la mortalidad, a la finitud, al fin, a nuestras propias limitaciones…al permitirle a la muerte, a la mortalidad, a la finitud, introducirse en la filosofía, capturando así cuando menos en parte lo que significa que hacer filosofía es aprender a morir (Cavell 1998). Ahora bien, Cavell caracteriza sugerentemente este proceso al identificarlo con la tarea de James en The American Scene, consistente en “ir de causas potenciales del terror a fundamentos para el encanto (liking)”(Cavell 1998). Las causas del terror son fantasmas y a los los fantasmas los podemos ver como objetos de la melancolía. Y son precisamente fantasmas lo que nos trae la película, o la presencia fantasmal de cosas que nos conectan siempre a sus sombras y, por ende, a las nuestras. Convertir a estos fantasmas en algo grato es la tarea de aquello en lo que la filosofía se convierte bajo la égida de una nueva búsqueda romántica de intimidad; que, como Cavell siempre ha dicho, es para lo que existe el cine. Convertir a la melancolía en duelo para que, de ahí en adelante, sea un poder práctico, es el propósito de una filosofía entendida como educación. Y si consideramos al cine como su medio más apto, entonces podemos decir que su producción deviene en transformarse en una instancia de pensamiento filosófico, una variante nueva de lo que es un texto filosófico.[ii] En La muralla verde encontramos un pensamiento fílmico, no en el sentido académico sino más bien como una posibilidad educativa. En el grado en que conlleva un rechazo del sujeto idealizado que ha formado nuestra concepción del yo y aportado a la sordera y a la represión de lo aborigen, esta posibilidad educativa constituye una ocasión para que la filosofía latinoamericana pueda reengancharse con lo autóctono: filosofía como renacimeinto del lenguaje, o como educación para adultos. Robles Godoy pareciera tener esto en mente cuando describe cómo piensa sobre la exigencia que el cine le hace a la audiencia: “Tienes que desarollar una facultad que llevas latente. Para entender este lenguaje, tienes que abrir esa latencia y permitir que se alimente. Y luego, al

 

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limpiar el parabrisas, puedes ver claramente” (Pimentel 2011, p. 164). El propósito de la filosofía y del cine, que está hecho para ella, está en “mostrar que lo que consideramos como necesario o natural en nuestras vidas es meramente convencional, o contigente, o por decirlo así, histórico; cualquier cosa menos que natural y hasta antinatural ante la ausencia de nuestra necesidad verdadera” (Walden in Tokyo, p. 8).

III. Conlusión: Contra la melancolía Todas estas conexiones ya insinuan la pertinencia para la cultura latinoamericana de una práctica filosófica concebida como “una educación para adultos”[i] –o sea, como una educación que nunca se perciba como completa y en la que uno tenga que hacerse del derecho a la propia individualidad al “enfrentar a la cultura consigo, sobre los derroteros en los que me encuentre” (Cavell 1979A, p. 125), cuestionando sus criterios y tasándolos siempre contra los míos (o teniéndolos presentes para encontrar los míos). El concepto cavelliano de filosofía está plenamente alineado con el de Leopoldo Zea, a cuyo parece la labor de la filosofía pasa por asegurar “la participación de cualquier nativo que … quiera ser más que el eco de una cultura dada, y tener un rol en su desarrollo” (Zea 1992, p. 4). Vemos otra vez que la participación es prioritariamiente filosófica y no política por lo que involucra antes que nada un cambio de mentalidad, o una conversión. Es importante notar cuan relevante la filosofía de Stanley Cavell le es a la situación latinoamericana al ofrecernos tanto un diagnóstico como un método de tratamiento. La duda escéptica no es el resultado de un cuidado intelectual sino de un razonamiento irracional; psicológicamente hablando, se trata de “una negación desplazada […], una desilusión autofágica que busca una venganza que consuma al mundo” (Cavell 1991, pp. 5-6). Se trata, pues, de una lógica de la melancolía mediante la cual negamos cualquier interés en el mundo a causa de una gran desilusión, optando por darle la espalda incluso si eso implica dárnosla a nosotros mismos. Todo escepticismo parte de un desencanto y un enojo original que, en un país como el Perú, se perpetúa a manos del hábito perverso y colectivo que niega a esa parte nuestra que no adhiere a los dictámenes imperialistas que se nos imponen desde afuera. Lo vemos en las  

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publicidades

que

muestran

modelos

de

ascendencia

europea

en

un

país

preponderantemente mestizo, en las prácticas discriminatorias que siguen dándose en el comercio o en la mentalidad de apartheid de las clases altas. El escepticismo tiene por consecuencia una melancolía cultural crónica. Para sobreponerse al escepticismo uno tiene que primero “observar la extrañenza en nuestras vidas, nuestro extrañamiento de nosotros mismos, lo innecesario que es eso todo eso que decimos que necesitamos, y…aprehender la verdadera necesidad de la extrañeza humana en cuanto tal” (Cavell 2003, p. 54). Debemos de reconocer no sólo nuestra extrañeza individual, la alteridad que nos habita siempre, sino la de la humanidad en su totalidad. La primera nos ubica dentro de lo autóctono, lo cercano, lo próximo, lo aborigen, lo ordinario; la otra nos permite la consciencia filosófica que nos respalda. La represión de lo autóctono en América Latina es, verdaderamente y por un lado, un problemo político (la falta de necesidad de algo que consideramos necesario), pero, por otro, que es más importante, es un problema filosófico (la verdadera necesidad del ser humano). Es el resultado histórico y circunstancial de una fractura cultural causada por la colisión de dos razas, dos culturas, dos maneras de vivir, de que nuestro inconsicnete se resista de manera sistemática la integración y de que lo haga desde adentro. Pero ese no es sino otro caso de la necesidad humana que se tiene de evitar la realidad (Agamben 1993). FINIS Wittgenstein, siguiendo a Kierkegaard, se refería a nuestro época como carente de pasión. Este desapasionamiento y cobardía, sin embargo, se han convertido en el ethos de nuestra época y han cortado “el hilo de la inmediatez sensorial” (Cavell 1998) que nos ataba al mundo. En una melancolía muda (y que a veces no lo es tanto) con un toque de resentimiento y cólera que no encuentra dónde desfogar, se ha roto el hilo que le da importancia y profunidad a lo que hacemos, y que nos aleja de lo que nos más íntimo y familiar. Acordemente, Leopoldo Zea describe al individuo latinoamericano como alguien “truncado, dividido, escindido…., disminuido, reducido, y por esa misma razón, inferior, insuficiente, resentido” (Zea, p. 178), y ubica a la

 

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fuente de esa frustración en nuestra “incapacidad de responderle a nuestra realidad” (Zea, p. 189). Es nuestra incapacidad de responder lo que da pie a la melancolía. Y esta es la intuición que Cavell toma de Emerson: que tenemos que volver a lo ordinario, reengancharnos nuevamente con nuestra afectividad y con la intimidad de nuestra experiencia vital –con el “yo aborigen” que es la fuente de todo “genio” y espontaneidad en Emerson (Emerson 1983, p. 268)– para que, a partir de ahí, redescubramos el vínculo que se ha roto con el mundo, siendo eventualmente capaces de reconocer una fuente y tipo de certeza distinto a partir del cual podamos comenzar a reconstruirnos como colectividad[ii]. Esto conlleva “una práctica que se fundamento en los cimientos menos prometedores: los de la pobreza, los de lo ordinario, los que tocan a lo cotidiano.” (Cavell, 1989, p. 77) Más allá de la pobreza aparente de lo que nos es más cercano y familiar, y allende el oscurecimiento y opacamiento que produce nuestro exilio de nosotros mismos, la atención a lo ordinario puede iluminar y devolverle su significado al mundo. En tanto midamos colectivamente el valor de la experiencia en función de unos productos mensurables, esta siempre se quedará corta porque nunca cumple (y cuando lo hace, no está nada asegurado). Volver a casa desde este exilio autoimpuesto es un proceso sin fin que puede librarse mediante una atención deliberada a nuestra cotidaniedad y a las circunstancias particulares de nuestra experiencia concreta. Esto tampoco significa regresar sitio del que partimos o nos distanciamos: es el esfuerzo constante por presentar a nuestro deseo e interés como a nuestros fundamentos de significado ante cada circunstancia concreta. “El secreto de lo ilusorio de la vida”, escribe Emerson, se basa justamente en “la necesidad de una sucesión de ánimos u objetos” (Emerson 1983, p. 476; cited in Cavell 1992, p. 126): …la presencia sublime de la causa espiritual más alta siempre se esconde en estos suburbios y extremidades de la naturaleza;….—y de pronto el mundo ya no es de una variedad opaca o como depósito de trastes, sino que ha cobrado forma y órden; ya no hay cachivaches ni rompecabezas, sino sólo un diseño que une y anima al más alto de los picos y a la más profunda de las fosas.

 

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Puede que no sea una filosofía que busque un crecimiento natural, pues ya Cavell nos dice que el crecimiento no es algo que le venga naturalmente a un adulto, por lo que tenemos que apuntar al cambio constante, hasta cuando este pueda parecernos poco natural. En este sentido, la nuestra es una lucha contra nuestra reacción-reflejo al cambio, contra nuestro conformismo respecto a lo que ya conocido a expensas de lo nuevo y lo por-conocer, y contra nuestra propensión a la inmovilidad, a la sedimentación y a la sedentariedad que nos mantienen distanciados de la vitalidad de lo cotidiano –demasiado ocupados, quizás, con el ideal universal de estar pendientes de las contorsines de lo particular. Lo que se necesita es menos una respuesta política que una una estrategia terapéutica, espiritual, que pase por un cambio de mentalidad. Esto es lo que creo comparten la obra de Cavell y la pelíucla de Robles Godoy, su preocupación con que la conversión pueda anticipar a la acción politica para que esta pueda realizar el significado que necesita. Pero la supuesta pobreza de este llamado (Cavell 1989, p. 77) no es mas que un nombre que le damos a lo contigente que hay en la experiencea, que en su permanente devenir nos parece demasiado inestable (e inagotable). Tenemos que zafarnos de la ilusión de permanencia que enturbia al poder de lo ordinario y que nos enajena hasta de lo más cercano, llevándonos a esperar que pueda haber algo mejor o más concreto que el cambio permanente. Es al reconocer la inevitabilidad de esta sucesión de ánimos y objetos, la evanescencia de las cosas que se hacen más resbalosas a más tratamos de atraparlas, que podemos comenzar a ver que esto no es cuestión de conformarse, sino de aprender a aceptar el cambio con la determinación de seguir –y salir— adelante.“El logro humano no exige habitar y ocupar, sino abandonar e irse” (Cavell 1992, p. 138); el logro no es una justificación o validación de la experiencia en función de criterios preestablecidos de inteligibilidad, sobre todo cuando no cuando se obvia o desplaza una experiencia concreta para hacerle espacio a un tozudo ideal ajeno. Es un compromiso con la experiencia en sus propios términos, para que estemos atentos a lo que esta nos revela ser en su desenvolvimiento propio y libre de injerencias externas.

 

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La filosofía se convierte así en una reflexión entre “el dolor de perder lo que fue un mundo para nosotros y el dolor de regresar a un mundo que debe de abarcar la pérdida” (Cavell 1998). Este desplazamiento de la perspectiva disuelve al escepticismo al recuperarse de otro tipo de certeza, y acelera a la melancolía hasta convertirla en duelo, completando así el proceso humano de recuperación y transfiguración. Nos hace ver, en breve, que nuestra condición natural es una migración perpetua, y que esto es algo a lo que debemos de aspirar y no rehuirle.“Sentar raíces”, según Cavell, “ya no es cuestión de encontrar dónde se quiere vivir, sino de dar con quién quiere vivir con uno. Como si tus raíces –o sea, tus orígenes— fueran no tanto una cosa del pasado sino precisamente y siempre, fatalmente, del presente” (Cavell 1992, pp. 157-158). El tiempo y nuestro relacionamiento con la transitoriedad y el cambio; la experiencia y su relación con lo circunstancial –son las cuestiones que incita el llamado a lo ordinario, y nuestra conciencia de ellas pauta la diferencia entre la recuperación del nativo y su represión. Superar la obsesion moderna con lavalidez atemporal del conocimiento y la certeza de la experiencia efímera, o curar, más bien, nuestra ceguera con respecto a la realidad de la experiencia al reconocerla en su singularidad y temporalidad implica que ajustemos nuestra perspectiva entera en torno “al eje de nuestra verdadera necesidad” (Wittgenstein 2009, § 108). Tenemos aquí una estrategia filosófica general basada en el reconocimiento de la fragilidad de nuestras circunstancias concretas, un despertar que no sólo neutraliza a la amenaza del escepticismo (y que evita el cinismo social), sino que profundiza en nuestra concepción de la experiencia. Nos obliga a pensarla más allá de (lo que Emerson llamó) el empirismo “escuálido” de Kant, al reconocer la densidad empírica de la temporalidad y la importancia radical que lo nativo y lo aborigen tienen para la definición de un proceso continuo de profundización perpetua, de complejidad siempre más honda, que merece una atención asidua no a un fundamento original inmóvil, sino a la fuente de significado en permanente flujo que es nuestra afectividad. Otra forma de ponerlo es diciendo que debemos de considerar a la experiencia no sólo en función de sus condiciones de inteligibilidad kantianas, sino también con relación a “las condiciones de su completitud y disrupción” (Cavell 1998), que fueron las palabras que Cavell usó

 

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en Venezuela para descibir a eso que llamó “las pruebas del pensar como alabanza” (Cavell 1998).

[i]

“Puedo tomar esta ocasión para abalanzarme de vuelta sobre mi cultura, y preguntarme por qué hacemos lo que hacemos, juzgamos como juzgamos, cómo llegamos a esta encrucijada… Al hacer filosofía tengo que poner a mi propio lenguaje y vida en juego. Lo que necesito hacer es convocar a los criterios de mi cultura para enfrentarlos con mis palabras y con mi vida así como los quiera y los concibo; enfrentando a la misma vez a mis palabras mientras las persigo con la vida que las palabras de mi cultura podrían concebir para mí. Hay que enfrentar a la cultura consigo misma, sobre las líneas en las que acuerde encontrarme. Esta me parece una tarea que merece el nombre de filosofía…la educación para adultos…para los adultos esto no es un crecimiento natural, sino un cambio. La conversión pasa por apagar nuestras reacciones naturales; por lo que se la simboliza como un renacimiento” (Cavell 1979A, p. 125)

[ii]

Cf., “ Pensar a modo de respuesta no significa negarlos al cierre del escepticismo sino reconcebir su verdad. Es cierto que ignoramos que el mundo exista con certeza;pero nuestra relación con la existencia es más profunda --una donde ésta es aceptada, o sea, recibida. Mi forma preferida de ponerlo es diciendo que la existencia está para que la reconozcan.”

[i]

Robles Godoy, por ejemplo, alude a menudo a las peculiaridades del lenguaje fílmico y nos recuerda que el guión apenas nos da la ilusión de que ya hay una película, aunque lo que haya sea solo una historia que busca traducir a un código extranjero un significado que sólo puede darse a partir de las imágenes de la película y de su construcción: “Antes de la película no hay nada –lo peor es que creo que hay quienes creen que sí hay algo—. En el guión lo que hay es una historia tentativa en una suerte de traducción de un lenguaje a otro, ambos radicalmente distintos entre sí, que existen en una serie de dimensiones distintas en el tiempo.” (Tsang 2012, p. 97)

[ii]

Cavell nos ofrece una demostración extraordinaria del tipo de crítica que ejerce –así como de laidoneidad del cine como medio para ella— con su lectura en movimiento sobre dos rutinas de Fred Astaire, la cual realiza concretamente la aspiración de hacer de la filosofía un ejercicio en el que busquemos “ponernos en la relación correcta con

 

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respecto al objeto al encontrarle la idea a la que uno pueda rendirle tributo”, como si nuestra existencia dependiera de que aceptáramos este supuesto o juicio. Lo que entra en juego tras el análisis que Cavell hace del baile de Astaire es nada menos que el proceso continuo mediante el cual un yo eternamente perfectible busca realizarse; constituye un esfuerzo determinado contra la tendencia que tenemos de subestimar a nuestra experiencia y pensamientos,que es lo que lleva a la “muda desesperación” de la que habla Thoreau. En efecto, Cavell concibe de esta tarea como de una significación política profunda que implica asumir el compromiso con nuestro propio placer e interés frente a la cultura a la que pertenecemos. La lógica que así nos presenta sugiere que, en nuestra concepción del problema filosófico y en nuestro esfuerzo subsiguiente por solucionarlo podemos estar ejecutando la evasión inconsciente de esta dinámica, atestiguando a una resistencia constitutiva de las dimensiones expresivas o afectivas de la experiencia. [i]

El cine no es sólo la experiencia del tiempo, sino una reflección sobre esa experiencia con respecto a sus elementos, que son elementos de la realidad que adquieren un significado nuevo, como las palabras mismas, con el uso. Robles Godoy los llama símbolos fílmicos y apunta a la peculiaridad del cine, que es fuente de riqueza y de complejidad: “Un símbolo es un signo que de por sí no significa nada, y al que a causa de la decisión de un grupo de receptores se le da un signifcado válido para un grupo humano…Lo difícil es que el simbolismo de una película es endemoniadamente parecido al de la realidad, es la realidad misma” (Pimentel 2011, p. 166). [ii] Un paralelo interesante a esto puede encontrarse en el segundo episodio del Decálogo de Krsisztof Kieslowski.

[1] Para citar apenas algunos ejemplos recientes, También la lluvia, dir., Icíar Bollaín, 2010; El estudiante, dir., Santiago Mitre, 2011; No, dir., Pablo Larraín, 2012.

[i]

El distinguido latinoamericanista Leopold Zea escribe que “la historia de las ideas de ésta, nuestra América, no alude a las propias, sino a las formas en que las ideas europeas u occidentales han ido a adaptarse a la realidad latinoamericana. No es una historia de ideas latinoamericanas, como sí lo es su contraparte de ideas europeas, sino una historia de cómo estas ideas europeas se vieron apropiadas por la filosofía y la cultura de Latinoamérica.” (Zea 1987, p. 15). Cf., Murena 2004; A. Salazar Bondy 1988. [ii]

Los ejemplos abundan: tenemos los conflictos armados del Perú durante los ochenta; aquellos otros cada vez más encendidos con comunidades indígenas en la Amazonía y en los Andes de Bolivia y Perú, y la polarización política y social que Hugo Chávez

 

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protagonizó en Venezuela durente la última década. (Para una reflexión arquetípica sobre la experiencia venezolana, ver Victor J. Krebs 2011) [iii]

Habida cuenta el clima actual que se respira en la Unión Europea en lo que concierne al tema migratorio y a la reciente tendencia de varios gobiernos de la zona de abandonar al multiculturalismo tanto en lo social como en lo económico para favorecer modelos de sesgo nacionalista, es hasta más urgente el insistir en la diferencia que este llamado tiene para esas manifestaciones del etnocentrismo. Pues a fin de cuentas, y como espero demostrar, un llamado así apunta más a una profundización de la conciciencia multicultural que a su desplazamiento.

[iv]

Me urge notar que por cultura latinoamericana refiérome ante todo a la que tengo más cerca, es decir, al Perú. Ello empero, y pese a las diferencias a menudo radicales que hay entre culturas latinoamericanas individuales, puede decirse que el retrato que aquí estoy esbozando puede encontrar sus contrapartes, mutatis mutandis, en casi cualquier otro lugar de América Latina. [v]

Cuando en este ensayo me refiero a lo aborigen estaré refiriéndome al yo oculto tras la identidad del yo que integran nuestros hábitos, expectativas sociales, y otras presiones del conformismo. Lo aborigen viene a ser así la fuente potencial de nuestra creatividad y autoexpresión. [vi]

Si, al seguir la duda escéptica, hay también un intento por sobreponerse al dolor del flujo inestable e impredecible de la existencia, mayor razón para que Agamben la analice relacionándola a los comentarios medievales sobre la acedia, que es “precisamente el tirarse atrás (recessus) vertiginoso y asustado cuando nos enfrentamos a lo que entalla el espacio del hombre ante Dios. (El retiro aparece en la Patrística con relación a la pereza y luego en los tratados medievales sobre la melancolía y después hasta en Freud)” (Agamben 1993, p. 6).

[1] Para citar apenas algunos ejemplos recientes, También la lluvia, dir., Icíar Bollaín, 2010; El estudiante, dir., Santiago Mitre, 2011; No, dir., Pablo Larraín, 2012.

[i]

El distinguido latinoamericanista Leopold Zea escribe que “la historia de las ideas de ésta, nuestra América, no alude a las propias, sino a las formas en que las ideas europeas u occidentales han ido a adaptarse a la realidad latinoamericana. No es una historia de ideas latinoamericanas, como sí lo es su contraparte de ideas europeas, sino una historia de cómo estas ideas europeas se vieron apropiadas por la filosofía y la

 

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cultura de Latinoamérica.” (Zea 1987, p. 15). Cf., Murena 2004; A. Salazar Bondy 1988. [ii]

Los ejemplos abundan: tenemos los conflictos armados del Perú durante los ochenta; aquellos otros cada vez más encendidos con comunidades indígenas en la Amazonía y en los Andes de Bolivia y Perú, y la polarización política y social que Hugo Chávez protagonizó en Venezuela durente la última década. (Para una reflexión arquetípica sobre la experiencia venezolana, ver Victor J. Krebs 2011) [iii]

Habida cuenta el clima actual que se respira en la Unión Europea en lo que concierne al tema migratorio y a la reciente tendencia de varios gobiernos de la zona de abandonar al multiculturalismo tanto en lo social como en lo económico para favorecer modelos de sesgo nacionalista, es hasta más urgente el insistir en la diferencia que este llamado tiene para esas manifestaciones del etnocentrismo. Pues a fin de cuentas, y como espero demostrar, un llamado así apunta más a una profundización de la conciciencia multicultural que a su desplazamiento.

[iv]

Me urge notar que por cultura latinoamericana refiérome ante todo a la que tengo más cerca, es decir, al Perú. Ello empero, y pese a las diferencias a menudo radicales que hay entre culturas latinoamericanas individuales, puede decirse que el retrato que aquí estoy esbozando puede encontrar sus contrapartes, mutatis mutandis, en casi cualquier otro lugar de América Latina. [v]

Cuando en este ensayo me refiero a lo aborigen estaré refiriéndome al yo oculto tras la identidad del yo que integran nuestros hábitos, expectativas sociales, y otras presiones del conformismo. Lo aborigen viene a ser así la fuente potencial de nuestra creatividad y autoexpresión. [vi]

Si, al seguir la duda escéptica, hay también un intento por sobreponerse al dolor del flujo inestable e impredecible de la existencia, mayor razón para que Agamben la analice relacionándola a los comentarios medievales sobre la acedia, que es “precisamente el tirarse atrás (recessus) vertiginoso y asustado cuando nos enfrentamos a lo que entalla el espacio del hombre ante Dios. (El retiro aparece en la Patrística con relación a la pereza y luego en los tratados medievales sobre la melancolía y después hasta en Freud)” (Agamben 1993, p. 6).

 

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