Meditación Paciente del Saludo del Ángel Gabriel

June 28, 2017 | Autor: C. Mendoza | Categoría: Bible
Share Embed


Descripción

Una meditación paciente del “saludo del ángel” A propósito de las resonancias proféticas del “alégrate” en el relato de la Anunciación “Ciertamente, es viva la Palabra de Dios y eficaz, y más cortante que espada alguna de dos filos. Penetra hasta las fronteras entre el alma y el espíritu, hasta las junturas y médulas; y escruta los sentimientos y pensamientos del corazón” [Hebreos 4,12]

María, una mujer creyente, con la Palabra de Dios viva en su corazón −una Palabra que, como una espada aguda de dos filos (Hebreos 4,12), le traspasa el alma (cf. Lucas 2,35), la escruta, la ilumina, la confunde, la interpela, la transforma, la vivifica, la une cada vez más a Dios− se queda pensando, desconcertada, absorta, qué significarían las palabras de ese saludo del enviado de Dios, que la invitaba a “alegrarse” por lo que estaba a punto de ocurrir (Lucas 1,29). ¿Alegrarse? ¿Por qué? Seguro que la vida, con sus luces y sus sombras, se lo habría de mostrar. Pero, entre tantos sinsabores, sólo lograría llegar a ver en profundidad lo que iba aconteciendo si estaba a dispuesta a contemplar pacientemente, a meditar sabiamente, a recordar persistentemente, paso a paso, su propia vida y la de ese hijo suyo que tan misteriosamente se había gestado en su seno virginal, a corazón abierto y traspasado, al cobijo de la Palabra inagotablemente fértil de su Dios, y, porque no, a la luz también de la vida de su hijo y de las palabras que éste tanto se esforzó por hacer oír. “Alégrate” había gritado también el Señor a una mujer a través de sus profetas (Sofonías 3,14-17; o también: Isaías 54,1 o Zacarías 2,14; 9,9). ¿Por qué? ¿Y por qué a una mujer? ¿A qué mujer? ¿Quién fue −o es… o será…− esa mujer? ¿Qué podría haber significado en aquel momento para esa “hija de Sión”, quienquiera haya sido, ese “alégrate” y cómo se habría respondido entonces al Señor?

Si se leen estos textos proféticos en su idioma original (hebreo) no puede caber duda alguna de que claramente están dirigidos a una mujer, ya que, en ese idioma, los verbos y los pronombres de “segunda persona” se construyen de manera diferente conforme se refieran a “un masculino” o a “un femenino”

1

¿Y la joven María de Nazaret? ¿Había guardado también pacientemente en su corazón estas Palabras por las que el Señor invitaba tan fervorosamente a una mujer a alegrarse? ¿Se habría detenido a meditar en ellas al oír el saludo del ángel del Señor? (cf. Lucas 2,19.51b) ¿O las recibió como un simple saludo y nada más? ¿Se habría dejado acaso atravesar luego, a lo largo de su vida, la que tantos sinsabores le hizo probar, llena de luces y de sombras, por esa potente palabra, que seguramente había anidado en su corazón, y con la que algunos −muy pocos− profetas de su pueblo interpelaron vehementemente a una “hija de Jerusalén” para conminarla a llenarse de júbilo en nombre de su Señor? Posiblemente así fue (cf. Lucas 11,27-28). Y toda esa atenta meditación, al ritmo de las palabras de los profetas, de lo que iba guardando pacientemente en su corazón ¿la habrían llevado a pensar que acaso podría ser ella, una joven muchacha pobre, de una pequeña e ignota aldea, muy lejos de Jerusalén, muy lejos de Sión, esa bendita mujer llamada a una alegría desbordante? ¡Qué difícil siquiera poderlo considerar! ¡Qué difícil intentar entenderlo, sobre todo en plenitud! ¿Podía ser posible algo semejante? Y ante tanto desconcierto y tanto dolor ¿qué podría significar?

Recordar a los profetas, meditar la propia vida a la luz de la Palabra de Dios La “memoria” bíblica no se confunde con alguna especie de “melancólica nostalgia” ni pretende otorgar un cómodo y perezoso refugio en un tiempo que ya fue. El recuerdo de las Palabras divinas, permanente meditadas, hace revivir poderosamente los acontecimientos significativos, los buenos para fortalecernos y los otros para no repetirlos. Hace activamente presente el pasado salvífico que fecunda misteriosamente la oscura aridez del hoy. Permite reanudar, con renovado ímpetu, la marcha por los escabrosos senderos que aún nos quedan por recorrer. Nos enseña cada día a tratar de mirar la vida, propia y ajena, con los ojos de Dios. Y asegura un crecimiento sólido, ya que nos hace hundir fuertes raíces en un suelo abonado por la inextinguible presencia de nuestro Dios.

Tanto es así que en hebreo una misma raíz −zfkar− designa tanto a la “memoria” (zikkfrón) como al “varón” (zfkfr): así como el “varón” es principio fecundante, también el “recuerdo” contiene en sí mismo gérmenes vivificantes que introducen día a día potentes energías capaces de regenerar

2

¿Cómo resonaría aquél “¡Alégrate!” en el recuerdo de la Virgen de Nazaret? ¿Qué acontecimientos significativos de la memoria de su pueblo revivían poderosamente en ella al hacer presente las palabras del saludo del ángel del Señor, palabras que la habían dejado entonces tan conmovida, tan perpleja, tan confundida. Palabras que la irían moviendo día tras día a preguntarse qué podrían significar (Lucas 1,29). Y sólo fueron unas pocas palabras. De una de ellas, no había registro alguno en la memoria colectiva de su pueblo. La joven nazarena fue la primera en escucharla, cuando el ángel la utilizó para dirigirse a ella −no por su nombre, “María”, sino− como “una que ha sido plenamente favorecida” (kejaritoméne) −sin duda alguna, por Dios−. ¡Cuánto tendría para meditar, a corazón abierto y traspasado, desde ese momento, al ser nombrada de esa manera tan inesperada, tan inconcebible por un enviado de Dios! Las otras palabras del saludo parecían más corrientes, o al menos, más habituales a oídos de cualquier creyente de su pueblo Israel: “¡El Señor está contigo!”. O el simple: “¡alégrate!” con el que se solía saludar. Sólo que muy pocas mujeres en la historia de su pueblo las habían oído dirigidas a sí mismas, sea de labios del propio Dios, sea pronunciadas en su Santo Nombre por alguno de aquellos a quienes Él mismo decidió enviar. ¡Cómo no meditarlas también! Cuánto más, tras ser ella tan imprevisiblemente signada como “una que ha sido plenamente favorecida”. ¿Cómo no volver también una y otra vez sobre las otras palabras del saludo, sólo simples en apariencia, pero nada evidentes en realidad, discurriendo perturbada como se habrían de descifrar? Al principio, quizás, todo podía parecer fácil. Sería madre, y madre de alguien que sería santo, de alguien que sería llamado “hijo de Dios” (cf. Lucas 1,35). ¡Cómo no alegrarse desenfrenadamente por ello! Sólo que los insondables designios divinos le depararían inmediatamente la primera amarga sorpresa. El Señor había dispuesto que esa sagrada y bendita maternidad tuviera comienzo incomprensiblemente −¿incomprensiblemente?− fuera de un matrimonio, fuera de su matrimonio con el joven hombre que creía haberla

3

desposado para siempre. Quedaba así teñida, opacada, manchada −¡y muy peligrosamente! ya que podía haberle costado la vida− de deshonra y humillación. Como si Dios hubiera querido que en el origen de la vida de su hijo quedara prefigurado, como grabado a fuego, el final escandaloso, vergonzoso, −¡propio de un “maldito”! (cf. Gálatas 3,13)− de la afrenta de la Cruz, a la que ese hijo suyo se sometería obedientemente, eligiendo con férrea firmeza no hacer su voluntad sino la de Dios (Mateo 26,42 // ).

Un origen inexplicable, sin precedente alguno, en un seno virgen, no fecundado por varón, sino hecho fecundo por la potencia operante del Dios que actuaba en la obediencia “fértil” de esa joven mujer, llamada ser manantial inagotable de vida, dispuesta, con férrea firmeza, sin condiciones, a que todo suceda “según su Palabra” (Lucas 1,38), una Palabra que, viva en su memoria, seguiría sembrando incesantemente en ella poderosos gérmenes de vida hasta el final

¿Habría resonado desafiante en su memoria el “alégrate” del ángel cuando día tras día tuvo que sobrellevar tamaña adversidad? ¡Y sólo era el comienzo de su largo peregrinar! Vería crecer a su hijo día a día, como quizás, también, día tras día crecerían sus interrogantes. Muy pronto empezó a “perderlo” (cf. Lucas 2,48). Muy pronto también comenzó a adentrarse tan vertiginosa como implacablemente en el misterio de la Pasión de aquel que, como le había anunciado, lleno del Espíritu Santo, el anciano Simeón (cf. Lucas 2,35), estaba “puesto para caída y elevación de muchos en Israel”, aquel que sería “un signo a ser discutido”, “una señal a ser impugnada, rechazada” (cf. Lucas 2,34). ¿Estaría su hijo fuera de sí? (cf. Marcos 3,21). ¿Sería verdaderamente el elegido de Dios para reinar para siempre sobre la casa de Jacob? (cf. Lucas 1,33). Y, al ritmo de la enseñanza del profeta de Nazaret (cf. Marcos 8,31; 9,31; 10,32), empezaba también a intuir y a sufrir la horrenda muerte de aquél a quien sin duda más amó. ¿Alegrarse? ¿Por qué? ¿Habría resonado desafiante en su memoria el “¡Alégrate!” del ángel cuando día tras día tuvo que mantenerse, perseverante, al lado de su hijo, envuelta en tanta oscuridad? ¿Qué acontecimiento vivo en “la memoria” (zikkfrón) de su pueblo la estaba sosteniendo al meditar lo que iba guardando en su corazón, introduciendo, como un principio fecundante, gérmenes de vida en los ásperos senderos que todavía le quedaban por recorrer? ¿Qué 4

Palabras de las tantas que había oído y rezado en la Sinagoga de su aldea natal, se hacían presentes al ver a su hijo caminar a paso firme hacia la meta trazada por el Padre Celestial? ¿Acaso quedó detenida en esa imagen de su hijo, una de las últimas, a pocos días del desenlace fatal, una de las más ricas para descifrar, cuando éste entraba por última vez a Jerusalén, a beber decididamente la copa que el Padre le habría de ofrecer (cf. Mateo 26, 39.42)? Cuando la muchedumbre de peregrinos, marchando por delante y por detrás de él, lo aclamaba jubilosamente gritando “Hosanna al hijo de David”, “Bendito el que viene en nombre del Señor” (cf. Mateo 21,8-9), él, entrando a la Ciudad Santa en silencio, montando en un burro, parecía querer responder, a cuantos “tuvieran ojos para ver y oídos para oír” (cf. Marcos 8,18; Mateo 11,15; 13,15): “sí, soy tu rey, soy justo, vengo a ti, pero como víctima, a entregarme obedientemente en los brazos del Padre, confiando en ser salvado, rescatado por Él, como Él disponga, cuando Él disponga”. ¿Habría quedado detenida en esa escena? ¡Cómo saberlo! Pero probablemente, más tarde o más temprano, habría oído decir a alguno que “tuvo oídos para oír y ojos para ver”, que eso “...sucedió para que se cumpliera lo anunciado por el Profeta: Digan a la hija de Sión: «He aquí que tu rey viene hacia ti…» –en hebreo, ambos pronombres están en segunda persona femenino singular− «…humilde y montado sobre un asna, sobre la cría de un animal de carga…»” (Mateo 21,4-5, en referencia a Zacarías 9,9). ¿Habría resonado ese “¡Alégrate!” que tanto tiempo atrás había oído de boca del ángel cuando estas palabras proféticas, aflorando en su memoria con poderosos gérmenes vivificantes, abonaban sus recuerdos, ayudándola a descifrar, a corazón abierto y traspasado, aquello que su hijo con su gesto silente había querido proclamar? ¡Cuánto dolor, cuánta incertidumbre, cuántos miedos habían acorralado al “¡alégrate!” con el que todo comenzó! Y ahora, cuando su memoria era invadida por el recuerdo de su hijo avanzando en silencio, lentamente, montado en un animal de carga, hacia el corazón de esa Jerusalén –una Jerusalén que muy pronto lo iba a ver morir, desdeñado y en soledad− volvía a resonar nuevamente, de boca de un profeta, un “¡alégrate!” que la estremecía, que le producía escalofríos, que abría nuevas heridas en su ya muy herido corazón:

5

“¡alégrate!”, “¡alégrate mucho hija de Jerusalén…! He aquí que viene a ti tu rey…” (Zacarías 9,9). Jerusalén, sin duda, era la interpelada ahora, en el tramo final de la vida de Jesús, como lo había sido allá lejos, cuando todo empezaba a despuntar, la joven virgen de Nazaret. Ella, la Santa Jerusalén, era llamada a una alegría exuberante, a saltar de gozo con desbordante frenesí, porque −¡por fin!− estaba llegando a ella su tan esperado rey. Y ella, la compadecida “hija de Sión” (cf. Salmo 102,14), se disponía a recibirlo “en su seno”, durante la más solemne de sus fiestas. Abriría sus puertas −las puertas más

El cerco amurallado que rodeaba a las ciudades antiguas les daba el aspecto de un enorme seno que cobijaba, como una madre abriga a sus hijos, a todos sus habitantes. Y, por eso, de los habitantes de una ciudad, se decía que eran “sus hijos”. También se decía de ellos que moran “en su qéreb” (b:qirbfh). “Qéreb” hace referencia al interior de una persona o de un animal o de una cosa. De ahí procede una multiplicidad de significados, como por ejemplo, el seno materno, el pecho, las entrañas, lo íntimo de una persona, su centro, el medio de un lugar −por ejemplo, de una ciudad−.

queridas por el Señor, su Dios, que cualquier otra morada de Jacob (Salmo 87,2)− para verlo entrar aclamado, glorificado, ofreciendo a todos su salvación. ¡Sólo que a muy poco de llegar ese, su rey, sería despreciado, rechazado y arrastrado al patíbulo! Seguramente habría querido celebrar, radiante, engalanada como nunca, su coronación. ¡Pero sólo habría de estremecerse cuando le impusieron con agrio sarcasmo una corona de espinas! Anhelaba contemplar su victoria. ¡Pero terminó viéndolo colgar de un madero! Quería abrazarse a su rey, pero él, apenas alcanzó a verla, rompió a llorar (Lucas 19,41). ¿Alegrarse? ¿Por qué? ¿Por qué la Santa Jerusalén debería estar desbordante de felicidad mientras la multitud que había acudido al Calvario para ver lo que estaba ocurriendo −y entre ellos habría seguramente quienes habían estado poco antes tronando que lo crucifiquen− ante tamaño espectáculo, se volvía golpeándose el pecho (Lucas 23,48)? ¿Por qué regocijarse si “su rey” era depositado, muerto, en sus entrañas? ¡Su rey estaba en medio de ella! ( b:qirbfh), como había prometido su Señor por boca de sus profetas, pero despreciado y sin vida. ¿Alegrarse? ¿Por qué? 6

Porque Dios nunca miente. Porque Dios nunca falla. Porque Dios nunca abandona. Porque sus Palabras son verdad y vida. Porque quien se mantienen en fidelidad, hasta el final, aunque le cueste la vida, aunque lo atraviese el dolor, encontrará la plenitud. ¡Felices los que encuentran su fuerza en ti Señor! (Salmo 84,6) ¡Felices quienes se complacen en la Palabra del Señor y noche y día la meditan! (cf. Salmo 1,2). Tu “rey”, depositado muerto en tus entrañas, en un sepulcro nuevo, “virgen”, en el que nadie había sido puesto todavía (Mateo 26,60; Lucas 23,53; Juan 19,41), como él mismo había dicho, como incansablemente había enseñado, ¡estaba vivo! Tu Dios, el Dios de la vida, lo había arrancado de las garras de la muerte. Lejos de devorarlo, tu seno sepulcral, Jerusalén madre, lo devolvió vivo para siempre. ¿Acaso, como el seno de la virgen de Nazaret, estaba llamada ella, la Jerusalén de Dios, a gestarlo también en una fosa virgen cavada en sus entrañas y darlo a luz, pero ahora, a una vida indestructible? ¿Qué secreto de vida esconde Jerusalén en sus entrañas (b:qirbfh)? ¿Qué insondable misterio de fecundidad esponsal entrelazaba ambos senos “vacíos”, el de la “plenamente favorecida” Virgen de Nazaret y el de la Virgen Hija de Sión? Como si Dios hubiera querido que en el tránsito final de la vida del hijo de María quedara

luminosamente

manifestado,

brotando a borbotones todo su potencial de significado, ese oscuro origen en un vientre virgen, “nuevo”, de una aldeana pobre, humillada, hecho para recibir vida, pero que no había sido fecundado por simiente alguna. Pero allí, donde no había vida, la potencia vivificadora del Espíritu Santo del Dios de la vida brilló como nunca, cuando demostró sin lugar a dudas que Él es capaz de honrar toda

Un final inexplicable, sin precedente alguno, del hijo fiel que, tras morir humillado, fue depositado en una tumba estéril, nueva, “virgen”, construida para recibir muerte, en las entrañas de una ciudad poderosamente “fértil”, destinada, a pesar de tantas contradicciones, a hacer conocer a Dios (cf. Isaías 2,2-3), a ser manantial inagotable de aguas de vida (cf. Ezequiel 47,112), a ser luz de las naciones (cf. Isaías 60,1-3), a ser madre de todos los que buscan a Dios (cf. Salmo 87, 7-8). En las entrañas de esa misteriosa ciudad el Espíritu de Dios seguía sembrando poderosos gérmenes de vida y del fondo de los abismos de la muerte era gestado en el seno de la ciudad madre, el resucitado, el vencedor de la muerte, el hijo de María, la virgen plenamente favorecida de Nazaret.

vida, y sacarla de donde no la hay. 7

¡¡¡¡Alégrate María!!!! ¡¡¡Alégrate Jerusalén!!!! Vuestros misterios están entrelazados. El Señor, vuestro Dios, que las eligió y las hizo dadoras de una vida sin ocaso, mora definitivamente en medio de cada una de ustedes dos. ¡En medio de ti, Jerusalén! ¡En medio de ti, Santísima Madre de Dios!

Que estas palabras proféticas resuenen en nosotros con la actitud paciente y perseverante de María y, dejándonos atravesar por ellas, podamos hundir nuestra mirada en los insondables designios del amor inquebrantable del Dios de la vida, del Dios que nos colma de alegría, del Dios que siempre está.

Lic. Claudia MENDOZA Esmirna, Turquía, Mayo 2014

Para las precisiones terminológicas se ha consultado la obra de BOTTERWECK–RINGGREN–FABRY, “Theological Dictionary of the Old Testament” XIII, (2004), 148-152

8

Lihat lebih banyak...

Comentarios

Copyright © 2017 DATOSPDF Inc.