MEDIO ORIENTE, ¿LA TUMBA POLÍTICA DE GEORGE W. BUSH?

August 14, 2017 | Autor: F. Álvarez Simán | Categoría: Medio Oriente
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MEDIO ORIENTE, ¿LA TUMBA POLÍTICA DE GEORGE W. BUSH?

Fernando Álvarez Simán*
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El bien de la humanidad debe consistir en que cada uno goce al máximo de la
felicidad que pueda, sin disminuir la felicidad de los demás.

Aunque tradicionalmente los temas de política exterior resultan secundarios
en las campañas electorales, en los Estados Unidos puede estar gestándose
una notable excepción a esa regla general. A los ojos de muchos
observadores, y al margen de que las cifras del crecimiento económico
interno no pueden compensar el negativo balance cosechado en la gestión de
los asuntos públicos (escándalos financieros con implicación directa de
altos representantes del equipo gobernante, incremento preocupante del
déficit público), la imagen resultante de la política exterior desarrollada
en estos últimos años podría ser suficiente para llevar a los
norteamericanos a una reconsideración global de su apoyo al candidato
George W. Bush.
En el simple recuento de las tomas de postura adoptadas por el ahora
candidato, se trasluce un deterioro de la imagen de quienes se perciben a
sí mismos como los líderes naturales del mundo libre. El desprecio por las
instituciones multilaterales, con la ONU a la cabeza, o por iniciativas
multilaterales como el Protocolo de Kyoto o la Corte Penal Internacional- a
las que podrían añadirse muchas otras derivadas de una visión unilateral
que considera, equivocadamente, ser capaz de hacer frente en solitario a
las amenazas y riesgos actuales, ha generado una creciente animadversión
que ha dilapidado de forma brutal el amplísimo caudal de simpatía y
solidaridad que levantó en todos los rincones del planeta el impacto
sufrido el 11 de Septiembre.
A partir de una lectura minuciosa, que interprete la desaparición de la
Unión Soviética en términos de victoria en la Guerra Fría y que se
enorgullece de ser la principal potencia militar del planeta, se ha ido
fomentando una imagen que explica la facilidad con la que Bush, sobre todo
tras el 11-S, ha logrado los altos niveles de popularidad interna
reflejados sistemáticamente en las encuestas, por parte de una sociedad con
un alto componente mesiánico que le lleva a tratar de imponer sus esquemas
y valores al resto del mundo ("lo que es bueno para EEUU, es bueno para el
mundo"). En lo que respecta a la agenda de seguridad mundial, ya no se ha
pretendido gestionar el modelo heredado, sino establecer nuevas normas y
reglas definidas fundamentalmente en función de las visiones e intereses de
quien pretende hacer del siglo actual el siglo de Norteamérica.
Con ese objetivo en mente, la región de Oriente Medio ha sido elegida como
el laboratorio de experimentación en el que deberían irse haciendo visibles
los beneficios de la estrategia del gabinete más fundamentalista que ha
ocupado la Casa Blanca en estas últimas décadas. Convencidos ya de la
inviabilidad de la política de doble contención (practicada por la
administración Clinton con Irán e Irak), de la inconveniencia de seguir
apoyando al régimen talibán, que ya no servía como instrumento pacificador
del Afganistán y de que Sharon es un hombre de paz, a pesar de todas las
evidencias históricas y presentes en contra, con capacidad para resolver
por la fuerza el conflicto con sus vecinos, parecía llegada la hora del
cambio. En esa línea- que no olvida los intereses por controlar las
principales fuentes mundiales de hidrocarburos, por remodelar sus vínculos
con Arabia Saudita y por cubrir el vacío de poder dejado en Asia Central
por la extinta Unión Soviética. Hay que entender el cambio de estrategia
que se desarrolla a partir de los atentados del 11-S.
En cualquier caso, los planes imperiales definidos para la zona, que van
desde la remoción de regímenes problemáticos, hasta el intento por
neutralizar potenciales amenazas (Irán o Siria), pasando por la pretensión
neocolonial de redefinir las fronteras de los Estados de la zona, todo ello
en el marco de un hipotético círculo virtuoso de democracia y prosperidad,
están hoy cada vez más fuera de la realidad. Afganistán ha vuelto sobre sus
pasos, con un presidente enclaustrado en la burbuja de protección que le
prestan sus aliados estadounidenses en Kabul, mientras que el resto del
país se aleja de la estabilidad y mucho más aún de la normalización y
reconstrucción. La previsión de que finalmente se celebren las elecciones
de septiembre es tan aventurada como la que las fijó inicialmente en junio
de este mismo año. Afganistán corre el riesgo cierto de volver al rincón de
la historia en el que ha estado instalado desde hace décadas, sin que quepa
esperar que los escasos soldados desplegados allí por Bush sirvan ni para
provocar avances sustanciales en el marco interno afgano, ni mucho menos
para producir una victoria definitiva sobre unos elementos talibanes que
vuelven a campar por sus respetos en buena parte de las regiones del sur y
del sureste.
El sostenido y explícito apoyo a Ariel Sharon está, por otra parte,
suponiendo un costo nada desdeñable para la Casa Blanca, empantanado en una
situación que sólo apunta a un empeoramiento de la violencia entre Israel y
Palestina a corto plazo. Este apoyo a pesar de que el Consejo de Seguridad
de las Naciones Unidas aprobó esta semana una resolución de condena contra
Israel por las matanzas sucedidas en los últimos días en Gaza. El proyecto
de resolución fue presentado por países árabes. Estado Unidos se abstuvo en
la votación de la resolución y los otros 14 países miembros del Consejo de
Seguridad se pronunciaron a favor. La resolución condena los ataques
israelíes en Gaza y al mismo tiempo recuerda al primer ministro israelí,
Ariel Sharon, su obligación de cumplir la Convención de Ginebra en la
protección de la población civil. Bush no tiene ahora ninguna capacidad
real, aunque sólo fuera por cuestiones electorales, para modificar su
respaldo a una estrategia de fuerza como la liderada por Sharon, tan
condenada al fracaso como la que el mismo Bush está aplicando en Irak.
En Irak, mientras tanto, es difícil imaginar que el 30 de junio vaya a ser
una fecha que abra la puerta a una mejora significativa de la situación
social, económica, política y, no digamos ya, de seguridad de un país
inmerso en una auténtica guerra irregular contra los ocupantes. Aunque la
superioridad militar de Estados Unidos es innegable, no lo es menos que su
presencia en el país es crecientemente rechazada y que, en esas
condiciones, sus planes para consolidar su presencia a largo plazo en la
zona van a verse cada vez más cuestionados.
A pesar del preocupante panorama negativo que esta situación regional
podría significar en principio para Bush, cabe imaginar que el candidato
cuenta con la experiencia acumulada a lo largo de la historia de que estos
temas de política exterior apenas van a influir en sus opciones de
victoria. Por este lado podría considerarse, pues, a salvo. Bastaría con
que pudiera evitar un notable deterioro para las tropas propias desplegadas
en la zona, limitándose a la mera gestión diaria de los asuntos corrientes.
El problema, sin embargo, no está sólo en que se trata al menos de tres
frentes sumidos en una espiral de violencia incontrolada, sino de que,
además, confluyen muchos actores con intereses diversos y, en muchos casos,
directamente opuestos a la agenda de Bush.
Por otro lado, y de forma cada vez más notoria, las cuestiones de la región
se han convertido ya en asuntos internos, con consecuencias directas en el
debate nacional. Sería raro, pero en absoluto puede ser descartado, que
después de tantas equivocaciones y manipulaciones fuera ahora el tema de
las torturas a los prisioneros iraquíes el que terminara por arrastrar a
Bush a la derrota. Un total de 472 presos iraquíes de la cárcel de Abu
Ghraib, a 30 kilómetros al oeste de Bagdad, fueron liberados esta semana.
Pero, si los norteamericanos pensaban que la puesta en libertad de los
presos beneficiaría su imagen ante los iraquíes, se equivocaron. A la
reciente matanza en una aldea durante una boda, se suman nuevas fotografías
de torturas publicadas por la prensa occidental.

Un ejemplo de esta situación se pone de manifiesto con la reciente
liberación de algunos prisioneros irakies Las cámaras de televisión
hubieran podido captar los autobuses que transportaban a los liberados a un
lugar desconocido, cuando abandonaban la prisión, en cuyos alrededores se
concentraban centenares de personas que aguardaban noticias de sus
familiares detenidos. La información se hubiera podido complementar con la
disposición, aprobada por la Cámara de Representantes de Estados Unidos, de
destruir la cárcel de Abu Ghraib. Sin embargo, la atención periodística
concedió prioridad a la publicación de nuevo material fotográfico en el que
se revelan más abusos y torturas de prisioneros iraquíes. Los vídeos,
fotografías y documentos publicados por The Washington Post revelan que las
torturas físicas y psicológicas a los prisioneros iraquíes en la cárcel de
Abu Ghraib son aún más graves que las divulgadas en imágenes anteriores.
Tanto el material visual como las declaraciones de 13 detenidos revelan que
se les golpeó salvajemente y humilló sexualmente durante el mes del
Ramadán, en el que además fueron obligados a consumir bebidas alcohólicas y
comer carne de cerdo.
En este contexto, el presidente de Estados Unidos, George W. Bush, y el
vicepresidente, Dick Cheney, se han visto forzados a reunirse con el grupo
republicano del Congreso norteamericano. El objetivo de Bush era calmar el
nerviosismo reinante en el partido, ante el creciente temor por una segura
derrota de Bush en las elecciones de noviembre. En un ejercicio de cinismo,
Bush y Cheney dijeron que la crisis iraquí está bajo control absoluto.
A la cadena de errores y desgracias norteamericanas en Irak se ha sumado su
divorcio del político iraquí Ahmed Chalabi, quien, en su día, fue señalado
como el elegido para dirigir el Irak de transición. Chalabi, un empresario
millonario de muy negros antecedentes que vivió en exilio durante más de 40
años y, en 1992, fue condenado en ausencia por desfalcos bancarios en
Jordania, se había ganado el favor del Departamento de Defensa
norteamericano, cuyos dirigentes le tenían en mente como el posible líder
del nuevo régimen, pese a gozar de poco apoyo entre sus compatriotas.
Durante años, el Congreso Nacional Iraquí (CNI), con sede en Londres, fue
una de las principales fuentes de información sobre Irak para el Pentágono
y los servicios secretos de Estados Unidos. Pero, muy pronto, la Agencia
Central de Inteligencia (CIA) y el Ministerio de Relaciones Exteriores
dejaron de compartir el entusiasmo del Departamento de Defensa. Mientras
los militares veían en la información aportada por Chalabi valiosos datos
que confirmaban sus peores temores sobre las intenciones del presidente
iraquí, Saddam Hussein, los diplomáticos y los espías ponían en duda la
fiabilidad de una organización que, sospechaban, estaba infiltrada por el
régimen iraquí. En una reflexión seria ya resulta imposible sostener que
los norteamericanos tienen un alto grado de control sobre Irak.
En un año electoral, esta circunstancia coloca al presidente en una
situación bastante vulnerable. El proceso electoral se llevara a cabo en el
curso de 5 meses y el resultado en las urnas nos permitirá conocer los
efectos de la desastrosa política exterior actual de George W. Bush.
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