Medio Ambiente y Desarrollo Sustentable

June 8, 2017 | Autor: Enrique Leff | Categoría: Environmentalism
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Descripción

Medio ambiente y desarrollo sustentable 16 y 17 de noviembre de 2010

MEDIO AMBIENTE Y DESARROLLO SUSTENTABLE* Conferencia Magistral presentada en el Simposio Medio Ambiente y Desarrollo Sustentable Mesa I. Nación y Naturaleza, en el ciclo “Las Ciencias en la UNAM. Construir el Futuro de México”, 100 Años UNAM, 16 de noviembre de 2010 Enrique Leff** Es para mi un privilegio dar inicio a esta serie de simposia con los que la UNAM celebra sus cien años de vida, llevando la reflexión hacia el papel de las ciencias en la construcción del futuro de México. Celebro también el dar comienzo a estas reflexiones con el problema más crítico por el que atraviesa el mundo: la crisis ambiental. Tema crítico porque viene a cuestionar los fundamentos mismos del proceso civilizatorio de la humanidad y de manera particular el rol que ha jugado el conocimiento y especialmente las ciencias. Quisiera abordar este complejo tema partiendo del enigma de la génesis de esta crisis civilizatoria y preguntándonos ¿de qué manera la humanidad ha llegado al borde de este abismo luego de la larga epopeya de su historia, justo en la era del “iluminismo de la razón” y de la “sociedad del conocimiento”?; ¿de qué manera está relacionada esta crisis ecológica con una “crisis de la razón”, con las formas de entendimiento del mundo, con la racionalidad del conocimiento científico y, por tanto, con la institución de las universidades como los lugares asignados por la sociedad a la investigación y a la formación profesional? Con lo cual entramos en una indagatoria sobre las causas metafísicas y epistemológicas de esta crisis, abriendo perspectivas para pensar de qué manera estarían las universidades –y la UNAM en particular– en capacidad de asumir su responsabilidad histórica con México y con el planeta, para hacer frente a ese reto histórico, al desafío de una transformación civilizatoria hacia la construcción de la sustentabilidad. La gran pregunta que se nos plantea es la siguiente: ¿Cómo es que el proceso civilizatorio de la humanidad desembocó en esta encrucijada histórica? Pues es preciso comprender que la crisis ambiental no es un problema pasajero –una piedra en el camino del desarrollo–, sino una verdadera crisis civilizatoria; una crisis de sus fundamentos, del entendimiento del mundo, de los códigos de pensamiento con las cuales la humanidad fue construyendo sus formas de habitar este planeta que le dio cuna. Lo que está en crisis son los principios fundamentales del conocimiento y los modelos sociales con los cuales la humanidad construyó el mundo –hoy globalizado en torno a la racionalidad de la modernidad– y sus mundos de vida. Lo que nos plantea la paradoja de haber erigido un mundo en contra de los principios de la vida. Mas ¿Cuándo y cómo erramos el camino? Cuando sonó la “alarma ecológica” (como algunos la denominaron) a fines del años sesenta e inicios de los setenta, vivíamos en la                                                                                                                         *

Este texto es una versión revisada de la desgrabación de la conferencia ofrecida por su autor. Investigador titular, Instituto de Investigaciones Sociales, UNAM.

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certeza del progreso, en el ilusionismo de un crecimiento sin límites que se mantiene hasta ahora.1 El desarrollo científico y tecnológico, ha sido interpretado como un designio y un destino, como la razón y el modo auténtico de ser de esta humanidad. El mundo moderno se mueve –como bien predijo Galileo– pero no sólo impulsado por las fuerzas cósmicas del universo, sino cada vez más por la racionalidad tecno-económica basada en el dominio científico de la naturaleza y en el control social. La construcción del mundo y de nuestros mundos de vida ha sido acarreada por la racionalidad de la modernidad –la objetividad de la ciencia, la innovación tecnológica, el crecimiento económico–, que habría de conducir la evolución de la vida humana siguiendo una lógica: la lógica del descubrimiento científico (Popper), la tecno-logía (Marcuse) y la “lógica” del mercado, han generado un mundo “logocéntrico” –derivado del logocentrismo de la ciencia (Derrida), y dado bases para el gobierno del mundo por una logocracia (Steiner). El “descubrimiento científico” ha producido el encubrimiento tecnológico del mundo moderno (Heidegger); el conocimiento ha generado un desconocimiento del mundo. Esta teleología metafísica de la historia, que ha desembocado en un sistema-mundo cerrado en su jaula de racionalidad (Weber) y en el fin de la historia (Fukuyama), nos ha llevado al borde del precipicio ambiental. El “progreso de la humanidad” ha conducido el proceso de evolución hacia la intervención tecnológica de la vida, por una voluntad de dominio de la naturaleza que se ha instituido y ha modelado al mundo, absorbiendo paso a paso las diversas formas de vida; constriñendo y determinando el sentido de lo humano. Es en este sentido que podemos decir que la crisis ambiental tiene un origen antropogénico. No es una catástrofe natural ni una crisis económica en sentido estricto, aunque la economía haya sido su “causa eficiente”. No se trata por ello de un problema pasajero, de algo circunstancial y transitorio que pueda ser resuelto mediante la reflexión sobre los mismos principios y la aplicación de los mismos instrumentos de racionalidad con los cuales fue constituido el mundo moderno. Pues son justamente esos principios de racionalidad formal, teórica e instrumental –científica, tecnológica, económica y jurídica– los que fueron conduciendo este proceso histórico hasta una situación impredecible, tomando desprevenida a la humanidad, y arrojándola hacia una era del riesgo y una crisis de supervivencia. Vivimos ciertamente en una sociedad del conocimiento; nuestras mentes y cuerpos están intervenidos por los códigos, los modelos y los paradigmas de conocimiento que nos ha legado el proceso de modernización: el iluminismo de la razón, la supremacía de la ciencia, el dominio de la tecnología. Empero, la crisis ambiental pone en tela de juicio a la sociedad del conocimiento y nuestras certezas que se afianzan en ella; el ecologismo crítico cuestiona la falta de conocimiento que hizo imprevisible y hace invisible la crisis ambiental; que nubla la mirada, confunde sus causas y bloquea el saber que debe orientar la sustentabilidad de la vida. En ello se juega hoy la encrucijada de la crisis ambiental; y en este sentido se plantea la responsabilidad de la universidad como la institución del conocimiento, de la investigación y la enseñanza superior; porque su función es la de instituir una razón del mundo a través de la formación de los seres humanos. No en vano Althusser señaló que el sistema educativo era un aparato ideológico del Estado, aquel                                                                                                                         1

En 1972 se celebró en Estocolmo la Primera Conferencia Mundial sobre el Medio Ambiente Humano.

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encargado de instituir una razón de Estado. En este sentido, el juicio ambientalista sobre el saber y sobre el conocimiento resuena y reverbera dentro de las universidades. Antes de que irrumpiera la crisis ambiental y se hiciera visible, hace apenas cuarenta años, la humanidad percibía tan sólo algunos síntomas de inquietud, de desasosiego, de angustia –pensados como nihilismo (Nietzsche), como el malestar de la cultura (Freud)–, y algunos signos de inconformidad y de protesta social, indicios de que “algo” en esta construcción civilizatoria no era correcto, que no se conformaba a nuestras intuiciones y deseos de vida, a las condiciones de la vida humana y a un sentido de justicia social. La crítica a la modernidad surgió en el siglo XIX tanto sutilmente en los giros del lenguaje poético de Rimbaud o Baudelaire, como de forma radical en la crítica marxista al modo de producción capitalista por la explotación que hace del hombre y la naturaleza. Más adelante, Nietzsche desentrañó las falacias que estaban en los cimientos mismos de la civilización occidental: en la genealogía de la moral, en la idea de individualidad, en los fundamentos de la subjetividad; en la voluntad de poder y el nihilismo de la razón que condujeron a la objetivación y cosificación del mundo moderno. Martin Heidegger, considerado como el filósofo más importante del siglo XX, revolucionó el pensamiento metafísico –que desde los orígenes del pensamiento griego y hasta la era moderna dominó a la filosofía– con su ontología existencial, del ser y el tiempo. Heidegger señaló que la construcción de la civilización occidental se orientó hacia la comprensión de los entes y olvidó al ser: olvidó al ser como la verdad de los entes y el sentido del mundo que habitamos los seres humanos. La historia de la metafísica desembocó en la tecnologización del mundo, en el dominio de la Gestell como forma y armazón de la modernidad. Resta saber ¿Cómo sucedió, cómo se fue expresando y tomando sentido este olvido del ser?, ¿Cómo se fue construyendo a lo largo y en los giros del pensamiento filosófico? Si bien ese origen de la metafísica puede trazarse desde el concepto aristotélico de energeia, y el platónico del eidos, el logos griego da un giro con la ratio de los latinos. Instauradas así las bases de una metafísica produccionista y de una mirada causal sobre el mundo desde la Antigüedad, el tomismo intentó afianzar la fe divina en la razón de Dios. Es sobre este suelo metafísico que más adelante, en el Renacimiento, René Descartes articula su método con el cual se funda el modo de producción del conocimiento científico. De la concepción mecanicista del mundo físico habría de derivar la ciencia económica, así como el modo de producción capitalista y su alianza funcional con los modos de producción de conocimiento de la ciencia. Ese conocimiento, se fue convirtiendo en una forma “superior” y un medio supremo para la construcción de verdades fácticas y de conocimientos objetivos sobre el mundo. A través del iluminismo de la razón, la modernidad pretendió trasparentar el mundo y salvar a la humanidad del terror que producían las fuerzas inhóspitas de la naturaleza y los designios de los oráculos y del pensamiento mágico. Sabemos ahora que esa ambición de totalidad, de clarividencia, de control del mundo, se le fue de las manos a la humanidad. El dominio de la naturaleza a través de la racionalidad de la modernidad desencadenó la crisis ambiental. Los algoritmos de la lógica deductiva y los procesos lineales desembocaron en los paradigmas de la complejidad: el caos determinista, la incertidumbre, los fractales y la termodinámica de los procesos disipativos; es decir, de 3  

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otros procesos que son propios de la naturaleza, pero que fueron ocluidos por el imperio de la ciencia, por el dominio de una forma de construcción del conocimiento científico: las trayectorias lineales, la eficiencia mecanicista, el cálculo cuantitativo. Esta construcción metódica de la ciencia intentó simplificar el conocimiento del mundo llevándolo hacia una comprensión unidimensional, cuya máxima expresión ha sido la invención del homo economicus que habiendo internalizado la lógica del mercado ya no precisa pensar, sino que conduce su vida conforme le indican los principios del “rational choice” y las señales del mercado. No me cabe duda que la mayor parte de los científicos que están en el público, y los que más tarde leerán esta charla, argumentarán que con los avances de la ciencia no sólo se van resolviendo los problemas de la humanidad, sino que incluso se superan los problemas que provocan las aplicaciones tecnológicas de la ciencia. Sin embargo, este argumento no disuelve la crítica que hacía Heidegger a la ciencia. Pues este “modo de conocimiento”, mira al mundo como una realidad externa, como un “objeto de conocimiento” que produce un mundo de objetos a ser apropiados, utilizados, transformados para los fines humanos. El propósito de la ciencia es construir verdades objetivas; es decir, se mueve por una voluntad de poder controlar a la naturaleza a través del conocimiento, que lleva al forzamiento obsesivo de una verdad interesada, que desconoce otras verdades y otros saberes; otros potenciales naturales y culturales; otros órdenes de lo real y de lo simbólico. Con esta afirmación no estoy negando el valor y la potencia de la ciencia. Gracias a la ciencia se puede ir a la luna, se podrán conquistar otros planetas, se ha hecho explotar al átomo, se interviene tecnológicamente y se manipula genéticamente la vida. Lo que nos remite a la responsabilidad ante los hechos y poderes de la ciencia, a una ética frente a lo posible a través de la tecnología, como los desafíos y enigmas que abren las investigaciones sobre el genoma humano o los riesgos de los cultivos transgénicos. El enorme potencial de la ciencia nos remite a una ética ambiental y a una ética de la responsabilidad y del cuidado de la naturaleza; a una ética del sentido de la vida humana. Empero, el giro epistémico que opera la ciencia moderna produjo una desconexión entre el conocimiento de la vida y la vida misma; entre la ciencia económica, las condiciones de la naturaleza y el significado de la vida humana. Nietzsche habría sentenciado en uno de sus aforismos que “Una verdad es un tipo de error sin el cual una cierta especie de la vida no podría vivir. El valor de la vida es en última instancia decisiva.” (Nietzsche, La Voluntad de Poder (1885: aforismo 493). Nietzsche se habría equivocado en el sentido de la primera frase y atinado en la segunda: pues ese “error” supuestamente necesario para la vida humana se ha tornado contra el valor de la vida, que hoy es decisivo. El conocimiento sobre la vida como una condición y como “instrumento humano” para la preservación de la vida (de la voluntad de poder para poder vivir), se convirtió en una herramienta para intervenir la vida, para moldearla y potenciarla según los designios tecno-económicos de la voluntad de poder, generando estrategias del biopoder (Foucault) desprendidas de las condiciones de la vida misma. Más allá de la separación entre el objeto y el sujeto del conocimiento, el cuerpo y el alma, las ciencias naturales y las sociales, hoy el olvido de la naturaleza –el olvido del ser– nos lleva a repensar y reconducir la vida en el sentido de la vida; a construir una economía –un 4  

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modo de producción– sobre bases de sustentabilidad ambiental: en la organización y potenciales ecológicos del planeta, en la ley-límite de la entropía, en la creatividad cultural; es decir, fundada en las condiciones de la vida misma. Ello implica emprender un proceso de deconstrucción, de desujetación y de emancipación. En vez de que los destinos de la vida humana sigan determinados por designios de una racionalidad insustentable, la humanidad por primera vez en su historia vendría a hacerse cargo de su existencia. No como lo pretendió el iluminismo de la razón, sino como un saber de la vida: como una comprensión de la naturaleza humana y de la naturaleza de la naturaleza, es decir de las condiciones de existencia de la vida y de la coexistencia pacífica y sustentable de las diversas culturas humanas, en un planeta vivo compartido. La ciencia económica supuestamente es una ciencia humana; empero, ha sido construida tomando el modelo mecanicista de la física clásica y trasponiéndolo al proceso económico como un mecanismo de equilibrios y balances contables, guiado por vectores y factores de la producción: el capital, el trabajo y ese “factor residual”, la ciencia y la tecnología que se ha convertido en la potencia mayor que mueve la rueda de la economía. La naturaleza entra ya desnaturalizada en este proceso: como objeto de trabajo, como recurso natural, como insumo productivo, como simple materia y energía. La naturaleza es una “externalidad” que no determina el valor de la producción. La economía se ha desprendido así de sus condiciones naturales y ecológicas de sustentabilidad. De igual manera toma al ser humano como fuerza de trabajo, olvidando en su interés instrumental, lo humano de lo humano, transformándolo en un ser para el consumo de mercancías y para el reciclaje de ideas. El ser humano se convierte en sujeto: en sujeto sujetado por un sistema. El individuo no es el principio de un pensamiento que construye su mundo; al contrario, el sujeto es pensado por otro: por un sistema gobernado por una racionalidad que se ha instaurado en las raíces de un mundo objetivado, tecnologizado, economizado. Este modelo de economía colonizó a las economías prácticas de las culturas precapitalistas basadas en la valorización cultural de la naturaleza, a las diversas formas de apropiación y co-evolución de las culturas dentro de las condiciones ecológicas de sus territorios de vida. Los fisiócratas que antecedieron a la fundación de la ciencia clásica de la economía pensaban que la riqueza provenía de la productividad y la reproducción de las semillas. ¿Cómo ha sido posible que la economía, desde Adam Smith hasta los neoclásicos –incluso la environmental economics que de allí deriva– desconozca la conexión con las leyes de la naturaleza y con la constitución ecosistémica de nuestro planeta? Con el capitalismo comercial y luego con la revolución industrial se fue constituyendo un nuevo modo de producción y una lógica del proceso económico que no sólo ha sobreexplotado a la naturaleza, sino que ha recodificado a todos los órdenes ontológicos y todas las formas de ser-en-el-mundo como valores del mercado: al hombre y a la naturaleza. Esa fue la “gran transformación” (Karl Polanyi) que operó la racionalidad económica, la revolución industrial y el ascenso del capitalismo en el mundo hasta llegar al estadio actual de la globalización del mercado como eje en torno al cual gira el mundo. La instauración de este modo de producción resultó ser la mayor aberración de la humanidad, contra la naturaleza y las condiciones vida en el planeta.

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Ante la destrucción de la naturaleza por la economía, el ambientalismo se ha radicalizado; hoy ya no es suficiente hablar de la sustentabilidad del desarrollo incorporándole una variable o una dimensión ambiental; no basta con intentar “internalizar las externalidades” ecológicas asignando valores económicos a los “bienes y servicios ambientales”. Hoy, el discurso de la sustentabilidad se refiere a la conservación de la biodiversidad y al sentido de la vida. Con la crisis ambiental, la vida ya no solo es objeto de la investigación científica y de la narrativa poética y literaria. Hoy, la vida se plantea en el centro de de la reflexión filosófica y de una ética de la responsabilidad humana. Más allá de una visión catastrofista, lo que hoy en día está en crisis no es solo la preservación del equilibrio ecológico del planeta, la conservación de la biodiversidad y la protección de la naturaleza. Lo que está en crisis es la sustentabilidad de la vida en todas sus manifestaciones y posibilidades: no solo la supervivencia de la especie, sino el sentido de la vida humana. No ha sido fácil salir del cerco paradigmático de la economía para desentrañar la relación entre el proceso económico y la destrucción de la naturaleza. Este vínculo fue establecido de manera científica y sintética por el gran economista rumano Nicholas GeorgescuRoegen, en su libro “El proceso económico y la ley de la entropía”, en 1971. La economía fragmentó a la naturaleza al desustantivarla de su ser como naturaleza, es decir, de su organización ecosistémica compleja, de la cual deriva la constitución misma de la biosfera en el planeta vivo que habitamos; el único que conocemos, del cual surgimos y del cual somos parte. La economía fragmenta a la naturaleza para convertirla en recursos naturales (trabando la trama de la vida, descosiendo el complejo tejido ecosistémico, para convertirlo en elementos discretos de materia y energía para el “consumo productivo” de naturaleza), que como materias primas alimentan el gran fogón de la producción guiado por las leyes del mercado, por la expansión del capital y la globalización del proceso económico. La naturaleza que entra a esa gran maquinaria productiva se degrada de manera irreversible, siguiendo la ley de la entropía; eso hace que el problema de la sustentabilidad no sea sólo un problema de escasez de algunos recursos discretos (escasez que la misma economía venía generando y resolviendo mediante la palanca de la innovación tecnológica para valorizar vetas de recursos de menor calidad o para ser suplantados por otros recursos competitivos, sustitutivos, sucedáneos) en el proceso de crecimiento económico. Lo que está creando la economía globalizada del sistema mundo, es una escasez global de naturaleza, que hoy se manifiesta no sólo en el agotamiento de los recursos y en la carestía de bienes, sino en el calentamiento global como expresión de la muerte entrópica del planeta inducida antropogénicamente. Sin embargo, no solo la ciudadanía, sino los académicos de las universidades, los economistas y los gobiernos, siguen ignorando esa ineludible conexión, esta inescapable situación, esta condición entrópica del cosmos y de la vida. Contra su certeza científica y su evidencia empírica, los economistas pretenden llegar a producir todos los bienes y servicios que demanda la población mundial accionando sobre los mecanismos de mercado y la innovación tecnológica para lograr “desmaterializar la producción”; es decir, para reducir la cantidad de naturaleza consumida por unidad de producto, de manera que el incremento en la producción no implique una tasa mayor de explotación y transformación de la naturaleza, con la consecuente degradación entrópica de materia y energía, logrando así equilibrar, e incluso reducir, los niveles de emisiones de gases de efecto invernadero. 6  

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Pero todavía estamos muy lejos de ese mundo de idealidad y de virtualidad de la economía. En la economía real, el proceso de industrialización hasta nuestros días se ha alimentado de energía de origen fósil, fundamentalmente carbón y petróleo. Todo ese carbón y petróleo, producto de la fotosíntesis y transformación de la biomasa y la materia orgánica, que tomó millones de años en sedimentarse en el subsuelo, ha expulsado a la atmósfera en cuestión de dos siglos por la sociedad industrial, pasando de las doscientos ochenta partes por millón de carbono al inicio de la era industrial, a más de cuatrocientas partes por millón el día de hoy. De seguir esas tendencias –y no se avizora que se logren acuerdos vinculantes en la próxima COP sobre cambio climático que nos permitan disminuirlos–, la concentración de carbono en la atmósfera se irá incrementando hasta llegar, según los pronósticos, a umbrales de mucho mayor riesgo. Esto se debe –dice “la verdad incomoda” y el consenso del IPCC– al efecto invernadero, producto de los niveles de expulsión y concentración en la atmósfera de estos gases (principalmente CO2), impiden que los rayos solares que la penetran puedan revertirse al espacio, atrapando el calor, alterando consecuentemente los procesos meteorológicos y derivando una serie de efectos en el cambio climático. Si la ley de la entropía es una verdad cósmica y una condición de la vida; si es verdad que el proceso económico acelera y exacerba la degradación entrópica del planeta por los ritmos de induce en la transformación de la naturaleza; si es verdad que la forma más degradada de la energía en nuestro planeta es el calor; podemos postular la hipótesis de que la economía es productora neta de calor, un calor que se adiciona al calor proveniente de los rayos solares que penetran a la atmósfera, quedando atrapado por el efecto invernadero. Mas aún, esta economía explotadora de la naturaleza no sólo está produciendo calor, sino que está desestructurando la trama ecológica de la biosfera, alterando los ciclos ecológicos y climáticos, desecando los suelos y provocando el stress hídrico que está generando una crisis en el abastecimiento de agua y de alimentos. Si estas hipótesis tienen una dosis suficiente de verdad, ello debería llevarnos a reflexionar sobre las capacidades del propio sistema económico y tecnológico para recomponerse dentro de sus propios ejes de racionalidad; lo que implica explorar críticamente las propuestas de la modernidad reflexiva, tales como la economía ambiental, la economía ecológica e, incluso, la idea de la sociedad del riesgo en el campo sociológico. En tanto que estas hipótesis no sean falseadas por las pruebas empíricas de la ciencia, contradiciendo las evidencias de la experiencia práctica, es razonable sostener que la sociedad racionalizada de la modernidad está construida sobre falsos fundamentos; que resulta paradójico en nuestro mundo cientifizado, pero que ponen en riesgo la sustentabilidad del planeta. El avance progresivo del cambio climático y el fracaso de la capacidad del sistema económico-tecnológico para conseguir “desmaterializar la producción” en un grado mayor al incremento del consumo de naturaleza que induce el crecimiento de la economía,2 hacen                                                                                                                         2

Más allá de las pretensiones y esfuerzos emprendidos a partir de los años 90 por el Instituto Wuppertal de Alemania por reducir la intensidad material y energética por unidad de producto, su objetivo no ha sido alcanzado. Si en términos muy generales pudiera consentirse que gracias al progreso tecnológico, políticas orientadas al “reverdecimiento” de la economía y la transición hacia energías “limpias” se ha reducido en un

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necesario explorar alternativas al orden económico imperante. Ello implica, más allá de un cambio epistémico, de una revolución científica y un nuevo paradigma, una nueva ética y una nueva racionalidad social, una transformación histórica que abra las puertas a la construcción social de una racionalidad ambiental. Estas consideraciones me han llevado a proponer la construcción de un paradigma de productividad eco-tecnológico-cultural, un modo de producción negentrópica sustentable. Para lograrlo será necesario deconstruir la racionalidad económica instaurada en el mundo. No se trata solamente de hacer decrecer la economía, porque la economía está estructurada dentro de una racionalidad que la impulsa a crecer sin lograr alcanzar un estado estacionario o ajustarse a las condiciones de conservación y regeneración de la naturaleza. En términos productivos, no sólo implica incorporar el costo de las externalidades socioambientales a la economía. Más allá de ese propósito, se trata de construir una economía fundada en los propios principios de la vida: una economía que funcione a través magnificando el potencial productivo de los ecosistemas terrestres –productores de vida– partiendo del fenómeno fotosintético –de la transformación de energía radiante en biomasa– como una fuente inagotable de energía limpia, que instituya un nuevo modo de producción fundado en la productividad de la naturaleza. Antes que transformarnos en “sujetos ecológicos” y en “consumidores sustentables”, más bien debemos reconstituirnos como seres humanos dentro de una ontología existencial que nos permita sabernos inscritos dentro de la naturaleza: como lo hacen los pueblos indígenas que se conciben dentro del cosmos y en relación con la naturaleza, que conviven en relaciones de reciprocidad y de otredad en el seno de sus comunidades y con otras culturas. Es desde esta “lógica” que la naturaleza es re-significada y valorizada culturalmente; al tiempo que las culturas se re-territorializan, se reapropian su patrimonio natural para proyectar su futuro de vida. La sustentabilidad se avizora así dentro de un mundo de interculturalidad, de convivencia en la diversidad cultural, fundado en una política de la diferencia y una ética de la otredad. ¿Qué implicaciones tienen estas ideas sobre la necesaria reconstrucción del conocimiento? Sin duda, el conocimiento científico deberá reconstituirse, más allá de sus criterios de objetividad, de cuantificación, de probabilidad –de deducción lógica y verificación empírica–, hacia una ciencia que genere conocimientos cualitativos, de “calidad”, como propone una “ciencia posnormal”; no sólo debe de reintegrarse y completarse dentro de principios de complejidad e interdisciplinariedad, sino ser una ciencia autocrítica, capaz de cuestionar los juicios y valores pretendidamente científicos que hoy avalan el progreso irrestricto de la ciencia y de sus posibles aplicaciones tecnológicas, sin aplicarse un principio precautorio, capaz de internalizar en sus prácticas el cuidado de la vida y la                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                           30% el consumo de naturaleza por unidad monetaria de producto, en el mismo tiempo, el crecimiento y dinámica de la economía ha implicado un incremento del 50% en el uso de recursos naturales. Cf. Abramavoy, R., “Reduzir a desigualdade entre os indivíduos para combater o aquecimento global”, Boletim da Sociedade Brasileira de Economia Ecológica - Edição Especial Nº 23/24 Janeiro a Agosto de 2010, pp. 1215, a partir de BEHRENS, Arno, Stefan Giljum, Jan Kovanda, Samuel Niza (2007) “The material basis of the global economy: Worldwide patterns of natural resource extraction and their implications for sustainable resource use policies”, en Ecological economics, Nº 64:444-453.

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prevención de sus posibles impactos sobre la sustentabilidad socio-ambiental, como por ejemplo los riesgos de contaminación genética con la entrada de maíces transgénicos en nuestro país, o los riesgos del cambio climático para la seguridad hídrica y alimentaria del país y para la sustentabilidad socio-ambiental de todos los mexicanos. En ese sentido, los esfuerzos que han realizado la UNAM, y en general las universidades del mundo, han sido lentos e insuficientes. Por una parte, no ha sido fácil construir lazos de interdisciplinariedad, porque las universidades son unos de los sistemas institucionales más resistentes a los cambios de los paradigmas dentro de los cuales los científicos crean sus identidades y defienden sus intereses disciplinarios. Vivimos en un mundo académico no solamente segmentado, sino dentro de feudos disciplinarios cerrados, individualizados y muchas veces autocomplacientes. No tenemos una cultura de apertura hacia la comprensión de otros paradigmas científicos, otros sistemas de pensamiento y otros saberes culturales. El desafío para nuestra universidad, y en general para las universidades del mundo, no es sólo crear verdaderos programas interdisciplinarios más allá de los esfuerzos de colaboración multidisciplinaria. No significa hacer la mejor ciencia aplicada, orientada a resolver los problemas ambientales. El reto mayor es relajar la arrogancia de la ciencia, para reconocer y dialogar con otras formas de entendimiento del mundo, sobre las causas y soluciones a los problemas socio-ambientales; para abrir un diálogo con tantos otros saberes desconocidos y subyugados por la ciencia misma. Pues la construcción de la sustentabilidad no solo provendrá del conocimiento y la clarividencia que pueda aportar la ciencia para comprender y destrabar la complejidad ambiental que ha generado. La resolución de los conflictos socio-ambientales y la construcción social de la sustentabilidad implica la fertilización de nuevos territorios de vida, donde hoy se están incorporando al debate político las sociedades campesinas, los pueblos indígenas y en general la sociedad civil con sus propios imaginarios y saberes. Son estos los actores sociales que con todo derecho están reclamando que sus espacios de vida no sean colonizados y apropiados por el capital y por la ciencia; que se les permita no solamente mantener su lengua, sus usos y costumbres, su habitus y sus prácticas, sino que tengan el derecho de pensar, debatir y construir sus propios territorios de vida. La construcción de la sustentabilidad se da en un campo conflictivo, en un conflicto de territorialidades entendidas como los espacios de una disputa por la apropiación social de la naturaleza y por la legitimidad para construir vías alternativas hacia la sustentabilidad. Las universidades deben en este sentido abrirse a un diálogo de saberes. La sustentabilidad no será ni el producto de una racionalidad económica, tecnológica o incluso ecológica; no será generada solamente por los mejores aportes de la ciencia. La sustentabilidad será el producto de un diálogo de saberes, que es un diálogo entre seres culturales; del encuentro entre diversos sistemas de significación del mundo y la convivencia entre culturas diferenciadas. Esto implica romper el dominio de la construcción del mundo basado en el principio de universalidad del conocimiento, en la obsesión por la unidad de la ciencia y el dios único del mercado que ha colonizado y cercado al pensamiento filosófico y científico. Es verdad que este cerco de unidad y universalidad de la ciencia, como la unificación de los modos de vida en torno al “pensamiento único” y la “jaula de racionalidad” que derivan del 9  

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poder hegemónico de la globalización del mercado, no disuelven las raíces de la diferencia ontológica del ser, la diversificación de la vida generada por la evolución biológica y las mutaciones genéticas, o la distinción de los mundos de vida desde el habitus. La determinación que ejercen las estructuras y formas de racionalidad instituidas en el orden económico, científico, tecnológico y jurídico cercan al mundo, pero no eliminan la variedad de procesos y formas de vida que se siguen manifestando. Es posible distinguir una variedad de “capitalismos”; la tecnología puede diseñar una variedad de proyectos arquitectónicos, de objetos de consumo (gadgets), de modas, modelos y formas de vida. Pero es una ilusión pensar que los sujetos, los individuos y las culturas pueden moldear al orden tecno-económico instituido –ecologizar a la economía– según sus deseos, su conciencia y sus cosmovisiones, como pretenden los ideólogos de la nueva sociología económica. El debate, la encrucijada y el desafío aparecen como una confrontación entre las racionalidades que conducen los destinos de la humanidad y del planeta; del encuentro de proyectos diferenciados para la construcción de la sustentabilidad de la vida: entre su destinación metafísica-científica-económica-tecnológica-entrópica, y las vías alternativas, desde los potenciales negentrópicos de la vida provenientes de la organización ecológica y la creatividad cultural. En esta perspectiva, no basta reconocer y proteger la biodiversidad; es necesario respetar y propiciar la coexistencia de la mayor diversidad cultural. La sustentabilidad tendrá que ser un proceso contra la homogeneización del mundo, la homologación de pensamientos y lenguajes, que abra el proceso civilizatorio hacia una heterogénesis bio-cultural, de coevolución sociedad-naturaleza. Eso implica un cambio radical en el orden jurídico, de los derechos culturales, de la imaginación social y la voluntad política para aprender a vivir en una diversidad de mundos de vida. De allí podrá emerger la sustentabilidad ecológica del planeta y de la vida humana, antes que de un modelo global generado por el dominio de una ley económica, tecnológica o ecológica. Para ello tendremos que asimilar en nuestros imaginarios la ley de la entropía como una condición de vida. Es paradójico que no haya sido un científico, sino George Steiner, un crítico y teórico de la literatura y de la cultura, quien haya llamado la atención sobre el hecho de que después de casi dos siglos de formulada la segunda ley de la termodinámica, sus consecuencias para la vida estén ausentes de los imaginarios de los seres humanos. Ajustar la vida humana a la ley de la entropía –construir un mundo y una sociedad negentrópica–, implica entrar por otra puerta en una sociedad de conocimiento; significa sobre todo sabernos y subsumirnos dentro de las condiciones de la vida misma. Esa apertura al conocimiento, al diálogo con los otros, rompe también con la autorreflexión del sujeto y el individualismo metodológico, tan caros a nuestras formas de ser académicos, para aprender a vivir en la otredad, en el cara-a-cara con el otro, en el juego de la identidad y la diferencia. Pues la otredad no es un principio científico ni ontológico, sino ético. La ética ambiental implica saber que vivimos con otros y ante otros, que cada persona es otro, que cada paradigma de conocimiento es otro, y que cada cultura es otra; que yo no puedo comprender lo otro desde mi yo, desde mi capacidad de cognición, desde mi propia cultura, desde mis paradigmas científicos y mis formas de conocimiento. Aprender a vivir en la otredad es aprender a vivir con las incertidumbres de otros mundos de vida que tienen el mismo derecho a la existencia, a convivir y compartir el planeta que 10  

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habitamos, antes que forzar la diversidad del mundo a la unidad de lo conocido, ceder a la nostalgia por lo absoluto y afianzarse en la voluntad de poder totalitario de un paradigma omnicomprensivo. Solo aboliendo el poder del absolutismo de la razón totalitaria podremos dar lugar a la emergencia de lo posible desde otras raíces del ser, desde otras formas de vida, desde otras maneras de comprender el mundo, desde otros potenciales de la naturaleza y otras vías de construcción del futuro. Esto, implica cambios fundamentales en nuestro entendimiento del ser humano y del mundo vivo que vivimos; es la apertura a una nueva ética de convivencia con la naturaleza y con otras culturas. Para la Universidad, los desafíos de la sustentabilidad implican renovarla; abrirse desde sus lógicas científicas y sus normas académicas para escuchar otras voces, leer otros pensamientos, dialogar con otros saberes, convivir con otras formas de ser. De forma similar, los acuerdos climáticos ya no habrán de discutirse solamente entre gobiernos y empresas para la renovación del Protocolo de Kioto, o para dar respuesta a los últimos diagnósticos científicos del Panel Intergubernamental de Cambio Climático. Luego de la Cumbre de los Pueblos de Cochabamba (celebrada Cochabamba, Bolivia, en abril de 2010), los pueblos indígenas han tomado la palabra en los debates climáticos, aportando sus visiones y propuestas a la solución del cambio climático, afianzando sus derechos a construir su futuro desde sus concepciones del mundo y sus formas de vida; no para insertarse en una estrategia de sustentabilidad venida de fuera, sino para construir el sentido de su sustentabilidad desde lo que ellos denominan su vivir bien. Tenemos que aprender a prestar oídos a la dignidad de esas palabras que nos hablan a través de toda una historia de construcción, de resistencia y supervivencia de sus culturas, de sus saberes, de sus formas de vivir “dentro y con la naturaleza”, en armonía con la “pachamama”. Porque esas culturas representan un patrimonio para la humanidad; porque han aprendido y han logrado mantener sus formas de ser, conviviendo con el resto del mundo. De ellos debemos aprender para deconstruir la civilización insustentable que hemos heredado y para legar a las generaciones futuras un mundo de convivencia pacífica con las diversas formas de vida que habitan este planeta vivo, en un mundo sustentable.

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