Materia para la contemplación

May 22, 2017 | Autor: Daniel Rico Camps | Categoría: Medieval Art, Flemish Painting, Epigraphy, Rennaisance art
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Descripción

Bartolomé Bermejo

Piedad Desplà, 1490

Óleo sobre tabla, 175,5 × 189,3 cm Museo de la Catedral de Barcelona

Índice

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Materia para la contemplación Daniel Rico Camps

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La Piedad Desplà de Bartolomé Bermejo Fragmentos de la obra a escala 1:1 85

Descripción iconográfica Daniel Rico Camps

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Identificación de la flora y la fauna Teresa Garnatje, Xavier Ferrer, Marc Franch, Josep Vigo, Joan Vallès

Estudio y restauración de la Piedad Desplà 93

La restauración, un trabajo interdisciplinar Ana Ordóñez

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El marco Horacio Pérez Hita

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Examen radiográfico Esther Gual Leiro

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La técnica del óleo en la obra Rocío Bruquetas

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Estudio del dibujo subyacente a partir de la reflectografía infrarroja Mireia Campuzano, Núria Pedragosa, Carme Ramells

Materia para la contemplación Daniel Rico Camps

La tabla, sutil y perfecta, de Bartolomé Bermejo (o Rubeus, como prefería firmar sus obras) se halla hoy a menos de cincuenta metros de su emplazamiento original. No está en el sitio para el que fue pintada, pero en el Museo de la Catedral de Barcelona se encuentra como en casa. Ahí, en una pequeña y trasnochada estancia levantada en el siglo xvii para acomodar la nueva sala capitular, la tabla comparte espacio con la imponente losa sepulcral de Lluís Desplà, el «honorabilis et circunspectus» canónigo, en palabras de sus contemporáneos —y en el pincel de Bermejo—, que medita arrodillado a los pies de Cristo muerto. El maridaje es impagable. Y no me refiero tan sólo a la obvia correspondencia entre la pintura y la lauda, con la que podría componerse un entretenido relato biográfico, sino a la óptima aclimatación de las dos obras al ambiente híbrido, entre profano y sagrado, entre temporal y espiritual, que las acoge. Porque allí, en esa adorable salita pegada a la capilla de Santa Llúcia en el claustro de la catedral, éstas y otras obras de su misma clase se exponen como piezas de museo, que es en efecto donde están (basta ver la tabla de Bermejo colgada de la pared, como si de un cuadro se tratase), pero de un museo con aromas de capilla funeraria y texturas de Capítulo. De modo que el visitante que se acerque a la catedral para conocer de primera mano la Piedad Desplà —el visitante, quiero decir, sensible al lugar— se sentirá invitado a contemplar la prodigiosa obra del pintor cordobés con los ojos corporales que los museos de arte nos han enseñado a ejercitar desde hace más de dos siglos; pero a contemplarla con la reserva o precaución que inevitablemente infunde la atmósfera religiosa del entorno, como si ésta le susurrase de algún modo al oído que no hallará los hábitos visuales necesarios para apreciar la tabla como es debido en el dispositivo museístico que la pone en escena, sino en algún oscuro y sagrado rincón del complejo catedralicio. No es que en el Museo de la Catedral haya algo que impida al espectador dejarse llevar por la mágica y primorosa habilidad del artista para recrear la cualidad material de las cosas y los efectos que la luz ejerce sobre ellas —los tornasolados verdes del manto de la Virgen y la densa luminosidad de las lágrimas que riegan su rostro, la piel de conejo de la muceta o capirote que cubre el pecho del canónigo, los ondeantes hilos de oro que cortan las hojas del libro de san Jerónimo, el relieve metálico del letrero que recorre el listón inferior del marco, el hondo reflejo de los peñascos y de la vegetación en el río Jordán…—, algo, digo, que le impida zambullirse libremente en el asombroso microcosmos del mundo visible forjado por Bermejo con exquisita sensibilidad y hasta cobrar conciencia de que todo en la naturaleza, absolutamente todo —desde las mariposas

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y la luz crepuscular hasta la sangre coagulada y la rigidez cadavérica—, puede convertirse en un espectáculo hermoso y fascinante en manos de un gran maestro. Lo que aquí ocurre es que el visitante acaba teniendo siempre la inquietante sensación de que la tabla se conserva en su contexto pero fuera de lugar, como efectivamente ocurre al hallarse en la catedral pero en el museo, con el consiguiente presentimiento de que lo que cuelga de la pared a modo de cuadro en realidad no lo es. A decir verdad, algo de cuadro sí que tiene. La pintura de Bermejo no deja de ser un alarde de ilusionismo, la feliz plasmación de un acto de lucimiento (casi diría de ostentación) del talento del pintor y de su dominio de la representación mimética. Incluso es posible que para Desplà y muchos de sus ilustres amigos y potenciales clientes del artista, la obra viniese a representar la prueba definitiva del poder o superioridad del arte flamenco, de la idoneidad de su sobrecogedor realismo para afrontar, mejor que ningún otro lenguaje figurativo, el más exigente de los retos que se le podían plantear a un artista en la Barcelona de finales del siglo xv. De lo primero tenemos al menos una prueba fehaciente, si es que hace falta alguna, en el abejorro o moscardón que aparece posado sobre la frente del perezoso y rubeus león, justo encima del nombre del pintor que encabeza la inscripción del marco: OPVS BARTHOLOMEI VERMEIO CORDVBENSIS («Obra de Bartolomé Bermejo de Córdoba»). Como en el Retrato de un cartujo del gran Petrus Christus (1446), a quien Bermejo debió de conocer personalmente, o en la coetánea Anunciación de Cima de Conegliano (1495), obras ambas en que la musca picta juguetea también con la firma de sus respectivos autores, el motivo tiene aquí valor de trampantojo. Su intención no es otra que provocar en el desprevenido espectador la respuesta instintiva de ir a espantar la mosca, que es como cuenta Filarete que reaccionó Cimabue ante el tábano pintado por el joven Giotto en la nariz de cierta figura. Intención, pues, puramente artística, proeza ilusionista y estímulo sensorial, divertido guiño del artista orientado en última instancia a ensalzar el arte de la pintura al óleo al grado de artificio e invención, muy por encima de su mera condición de reproducción de la naturaleza.

Más aún: la tabla no sólo coquetea con la categoría moderna de cuadro porque se presenta a sí misma como obra («opus») de Bermejo, sino también en su condición, mucho más patente, de Piedad (y piedad) de Desplà, esto es, en cuanto retrato o documento que acredita con fidedigna objetividad la existencia real, y no sólo el rango o naturaleza dinástica o profesional, y la vivencia espiritual de su promotor, de aquel devoto arcediano de aspecto honorable y circunspecto que, amén de persona de notoria «intel·ligència e bona llengua», fue «lo qui més governà en el Capítol», según aseveraban los consejeros de Fernando el Católico el mismo año en que Bermejo ultimaba su obra. Pues salta a la vista que la tabla del hispano-flamenco es algo más que una simple Piedad «con donante» a la manera del tímpano tallado unos años antes por Michael Lochner para el portal con dicha advocación en la catedral de Barcelona. En el relieve, la figura diminuta y abstracta del canónigo Berenguer Vila se ha colado en el marco (mejor que en el espacio) sagrado de la Quinta Angustia a costa de privar a su referente de cualquier rasgo de individualidad. Por el contrario, Lluís Desplà está de verdad

Tímpano de la puerta de la Piedad de la catedral de Barcelona, obra de Michael Lochner.

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Fragmento de una placa romana dedicada a Lucius Minicius Natalis, ca. 125, y detalle de la inscripción epigrafiada en el marco de la Piedad Desplà.

presente en el lugar del Sacrificio —que es asimismo nuestro lugar, el lugar (y hogar) por antonomasia, el mundo—, y no sólo porque ocupe en él un sitio concreto, un aquí empíricamente perceptible por el espectador, sino porque lo hace en un tiempo o ahora específico, en el meridiano de la vida, cuando rondaba los cuarenta y cinco años de edad. No en vano, la parte de la inscripción que discurre justamente por el tramo de suelo —de mundo— en el que el arcediano hinca sus rodillas es la que da a conocer la fecha de la obra: ANNO SALVTIS CHRISTIANAE M CCCC LXXXX («Año de la salvación cristiana de 1490»). Naturalmente, el hic et nunc de Desplà, su paso por la tierra con un rostro de carne y hueso y una personalidad reconocible y adjetivable, además de encarnarse en la figura mimética de su apariencia física que aparece arrodillada a la izquierda de la Virgen, se extiende figuraliter a otros motivos e incluso formas de la pintura. Pues Desplà se halla en éste nuestro mundo rodeado de su mundo, entre las flores silvestres a las que le gustaba —imagino— seguir el rumbo durante sus apacibles paseos en plena primavera, en uno de los días más señalados —vuelvo a imaginar— de su santoral personal, la Diada de Sant Jordi ( XXIII APRILIS , precisa la inscripción), y en compañía de su querido san Jerónimo, de quien llegaría a encargar un buen número de imágenes a lo largo de la vida (en plata, vidrio, piedra…), a quien admiraba por encima de todo en su doble cualidad de prelado y sabio Doctor de la Iglesia (no de otra forma lo representa Bermejo) y a quien tomó como guía y modelo de su propia carrera de «sacerdot i erudit», según lo caracterizaba en 1485 el humanista catalán y compañero de coro Jeroni Pau. Y como amigo de las «coses erudites» lo señalan, en efecto, tanto la patente relación de simetría —y, por ahí, de semejanza— entre su figura y la del venerable autor de la Vulgata (cuya posición ligeramente más elevada viene no obstante a sugerir la inalcanzabilidad del modelo), como las impecables capitales all’antica que dignifican la inscripción epigrafiada en el marco, trazadas todas ellas con una caligrafía «simple y clara» (castigata et clara) que habría hecho las delicias de Petrarca y que Bermejo debió de aprender a imitar de la media docena de

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lápidas romanas que el canónigo atesoraba en su pequeña colección de antigüedades, así como del epigrama que el propio Desplà compuso en 1487 para el altar de la iglesia de Sant Julià en Montjuïc y que el escultor Pedro Oliba se encargó de trasladar a la piedra en elegantes «letras mayúsculas» (la inscripción misma así lo declaraba: epigramma litteris maiusculis per Petrum Oliba, barcinonensem, in lapide sculptis sacello divi Iuliani ad Jovis Montem). No es baladí recordar en este punto que Desplà residió en Roma durante los primeros años del pontificado de Sixto IV, el papa, precisamente, que restituyó la capital epigráfica latina en los Estados Pontificios. Parece claro, en definitiva, que la Piedad Desplà está impregnada de valores y cualidades que pertenecen sustancialmente al orden de lo profano (en el sentido de lo «que no es sagrado ni sirve a usos sagrados, sino puramente secular»), de elementos que se dirían expresamente encaminados a celebrar y explorar la apariencia exterior de las cosas y a satisfacer deseos esencialmente mundanos, a alimentar lo que san Agustín de Hipona, al trasluz de las Sagradas Escrituras, denominaba «concupiscencia de los ojos» (concu­ piscentia oculorum) y «ambición del mundo» (ambitio saeculi). Y así es, sin lugar a dudas. Pero sobra igualmente decir que todas estas cualidades y valores ocupan en la obra un lugar secundario, marginal, tan marginal como el que, en el fondo, ocupan la mosca en el inmenso horizonte del paisaje, el clasicismo del letrero frente al flamenquismo de la pintura, o la propia localización de la firma del pintor en el seno de la inscripción, pues es verdad que «Bermejo» se sitúa a la cabeza del texto, pero también, y sobre todo, en uno de sus márgenes o extremos, reservándose el espacio del centro —el espacio cen­ tral, ceñido significativamente al cuerpo de Cristo— al nombre, rango y patrocinio del insigne arcediano: IMPENSA LODOVICI DE SPLA BARCINONENSIS ARCHIDIACONI ABSOLVTVM («[Obra] costeada por Lluís Desplà, arcediano mayor de Barcelona»). Descolguemos, pues, el cuadro de la pared. Llevémoslo a la Casa de l’Ardiaca, justo enfrente del museo, al otro lado de la calle de Santa Llúcia, a la vieja residen­ cia reservada a quienes ostentaban el arcedianato de Barcelona y que Lluís Desplà

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«Vista de la Plaza Nueva y de una de las puertas antiguas de Barcelona», grabado del libro de Alexandre de Laborde Voyage pittoresque et historique de l’Espagne, 1806.

transformó en una mansión de porte señorial, a la altura de su inquilinato. Allí seguía la tabla en 1839, cuando Pablo Piferrer la descubrió «arrinconada, desconocida de todos». Desplà tuvo que encargarla al poco de empezar las obras de remodelación de la casa, pero no para exhibirla sobre la repisa de la chimenea o en el gran aparador del salón noble, a modo de cuadro, sino para instalarla sobre la mesa de altar de su capilla privada, a modo de retablo, como era de suponer y de hecho sugieren su más de metro y medio de anchura y la forma curva del remate superior. Tabla, en fin, destinada a un lugar sagrado dentro de un espacio secular, justo la ecuación inversa de su situación en el museo catedralicio. Imaginémosla, por consiguiente, al fondo del altar en aquel pequeño y solitario oratorio —«lo retret de la casa del Ardiachonat», lo llamaba el humanista Pere Miquel Carbonell— que se alojaba junto a los aposentos del canónigo en una de las torres del Portal del Bisbe, la meridional, integrada hoy en el palacio episcopal y a la que antaño se accedía por un arco elevado sobre la calle del Bisbe, derruido en 1823. Hace un buen rato que en la catedral ha tocado la campana de prima y que el arcediano se ha retirado al desierto de su cámara secreta. Siete candelas componen un vaporoso círculo de luz que envuelve el retablo con incierta claridad. Sobre el acolchado pasamanos del reclinatorio descansa un libro abierto, seguramente un libro de horas, o quizá algún llibre de contemplació del estilo del que fray Joan Eixemeno escribió para el rey Martín el Humano. Desplà medita sentado en un banco de deslucida madera colocado en ángulo recto respecto al reclinatorio. Con la mirada a medio párpado, como vuelta sobre sí misma, observa con ferviente compasión cómo la mano amortecida de la Madre reposa exangüe sobre el muslo del Hijo; contempla con admiración el poderoso torrente de sangre que mana del costado del Redentor; escruta con dignísima venera-

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ción la amplia y profunda llaga por la que alcanza a ver el corazón de Jesús llameando de amor, puerta y ventana del Paraíso. El llanto interminable de la Virgen es ahora un apagado y entrecortado gemido que le trae a la memoria los compases finales de un estimado motete. Mientras la dulce voz se hunde extenuada en el silencio, el arcediano siente en las faldas de la sotana el leve roce de los pies de Cristo, heridos, horadados, ensangrentados. «O virtuossos peus —exclama, estremecido— los quals la Magdalena ab les suas làgrimas lavà, e tanta gràcia per aquells aconseguí! O peus sants e beneyts, qui tant havets per mi treballat, amat, passejant descalços e sens defenció!»1� Éste (o parecido) es el tipo de experiencia mental a la que Bermejo sabía que había de servir su asombroso realismo, su impecable dominio del orden de lo visible. Hasta ahora no nos hemos fijado en el detalle más revelador de la tabla: el acusado contraste entre la presencia (o corporeidad) de Desplà en el lugar del Calvario y la ausencia (o introspección) de su mirada: la suya es una mirada que parece haber quedado presa bajo la membrana de la córnea, que ve pero no mira, que ni siquiera está orientada hacia el interior de la pintura. Y el arcediano no mira lo que acontece a su alrededor porque todo lo que aparece en el cuadro es, por así decirlo, producto de su imaginación. Los místicos y teólogos de la época habrían apostillado que lo que nosotros vemos con los ojos sensibles Desplà lo está viendo con los ojos interiores, que son los del alma, del corazón, del intelecto. Y con razón: la obra de Bermejo es la pintura corporal de una pintura espiritual, la que el arcediano dibuja con los ojos de la mente. Lo terrenal y lo visionario son indistinguibles porque la totalidad de la tabla es una visión, una imagen de la imaginación, incorpórea e inmaterial, en la que Desplà se ve o contempla a sí mismo en el dramático escenario de la Pasión, en el preciso momento (una eternidad) anterior al entierro de Cristo en que la Madre acoge en su regazo el cuerpo inerte del Hijo presa de un dolor indescriptible e incapaz de pronunciar el adiós definitivo. Este verse el propio devoto metido en un episodio de la vida de Cristo, y aun participando activamente en él, era el típico ejercicio espiritual que alentaban los

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tratados de meditación más difundidos en la tardía Edad Media. Repraesentatio, justamente, llamaba Elredo de Rieval a un género de meditatio que basaba su eficacia en las facultades afectiva e imaginativa del cristiano y que fue propagada a los cuatro vientos por decenas de manuales de distinto fuste y procedencia como las célebres Meditationes vitae Christi atribuidas erróneamente a san Buenaventura, la Vita Christi de Ludolfo de Sajonia, el Cartujano, o el Arbor vitae crucifixae Jesu Christi de Ubertino da Casale. «Represéntate como si estuviesen presentes (te praesentem) los dichos y hechos que se narran de Jesús, como si los oyeras con tus oídos y los vieses con tus ojos», aconsejan las Meditationes, «basta que pongas ante los ojos de la mente lo dicho y hecho por Jesucristo, y que hables con él y le tengas familiaridad». Muchos fueron los textos devocionales que se escribieron para ayudar a clérigos y laicos a practicar esta especie de gimnasia espiritual, como la llama Albert Hauf, facilitando personajes, lugares y situaciones cuya plástica descripción recuerda, y mucho, el universo figurativo de los retablos y grabados coetáneos. Y es que, como no podía ser de otra manera, en la práctica de la meditación afectiva el arte tuvo tanto o mayor predicamento que la literatura. En la obrita ya mencionada de maese Eixemeno (Quarentena de contemplació, se titula), el franciscano recomienda al monarca que ejercite su oración contemplativa «en lo secret de ta cambra… guardant tot temps lo crucifix». Si la sola imagen de la Crucifixión podía llenar horas y horas de meditación mediante la exploración lenta y minuciosa de cada parte del torturado cuerpo de Cristo («e primerament miraràs lo seu cap com està inclinat, etc.»), la Piedad de Bermejo prometía recursos para colmar toda una vida contemplativa. No se trataba de que la imagen sensible reemplazase a la visión interior. La primera debía utilizarse como estímulo de la segunda, punto de partida visual para la ulterior representación de un drama imaginario cuyas escenas de mayor fervor imitativo no rehuían la gesticulación y las formas exclamativas («aquest inflamament [de la contemplació] se pot ajudar ab suspirs multiplicats», comenta Eixemeno). Además de acicate para la participación activa en el sordo

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y doloroso diálogo que la Madre entabla con el Hijo sacrificado, el retablo ofrecía al arcediano un sinfín de motivos y coyunturas con las que fantasear y rumiar, como se decía en la Edad Media, es decir masticar y saborear el misterio de la pasión y redención de Jesucristo. «En Dios no existe nada vacío, nada sin significado», escribió san Ireneo (Nihil vacuum neque sine signum apud Deum). Cualquiera de las cosas que aparecen representadas en la tabla, hasta la más ínfima e insignificante (lagartijas, mariposas, caracoles, piedras, líquenes, malvas, cardos, fresas salvajes…), es susceptible de ser meditada (usada como palanca de meditación) y, por lo tanto, cargada de afecto y significado. Pero ojo: cargada por el devoto, no necesariamente por el artista, y con uno u otro sentido en función de su horizonte cultural y de las particulares circunstancias de cada meditación. El paisaje pintado por Bermejo no es una constelación de símbolos unívocos disfrazados de lagartijas, mariposas o caracoles (debilidad de los iconógrafos de nuestro tiempo), sino una realidad humana y natural, con sus bosques, montañas, ciudades, iglesias, molinos, caminantes y arqueros, cuyas resonancias

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espirituales estaban abiertas a una interpretación tan participativa y especulativa como la que proponía el género de meditación al que el retablo estaba destinado. Algunas de estas realidades tienen una orientación simbólica explícita e inequívoca (sólo quien tome el camino de la cruz, por ejemplo, alcanzará la dorada Ciudad de Dios), pero la mayoría pertenecen al reino de la ambivalencia y abandonan en mayor o menor medida su potencial sígnico y emocional a las capacidades intelectuales y asociativas del espectador, ya sea a su aptitud para establecer relaciones formales o de otra índole dentro del propio cuadro (entre el camino del Calvario, pongamos por caso, y el reguero de sangre del costado de Cristo, o entre el pasaje escrito en el libro de san Jerónimo, referido a José de Arimatea y Nicodemo [Lc. 23, 50-52], y los dos individuos que se acercan a caballo por el ondulante camino que se extiende a sus espaldas), ya sea a su habilidad para vincular ciertos motivos de la tabla con metáforas o alegorías leídas o escuchadas en otra parte en algún momento de la vida (me viene ahora a la memoria aquella comparación, debida a san Buenaventura, de las llagas de Jesús con las flores rojas del Paraíso sobre las cuales revolotea el alma como una mariposa). ¡Extraño realismo, el de Bermejo! Desde este lado del altar, en el aquí empírico del banco y el reclinatorio con el libro abierto sobre el pasamanos, Lluís Desplà se veía corporalmente contemplándose espiritualmente a los pies de Cristo. En este viaje en dos tiempos de la mirada exterior a la visión interior, la mosca posada sobre la frente del manso león está ahí no tanto o tan sólo para afirmar la artificialidad de la pintura al óleo, como para negar la tactilidad de la imagen mental.

1. «¡Oh, virtuosos pies que Magdalena lavó con sus lágrimas, y tanta gracia por aquellos consiguió! ¡Oh, pies santos y bendecidos, que tanto habéis por mí trabajado, amado, paseando descalzos y sin defensión!»

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