“«Más fuerte que la espada». El hambre como arma y motor de la guerra en la Castilla plenomedieval”

July 27, 2017 | Autor: F. García Fitz | Categoría: Famine Studies, Medieval Warfare
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Descripción

“MÁS FUERTE QUE LA ESPADA”. EL HAMBRE COMO ARMA Y MOTOR DE LA GUERRA EN LA CASTILLA PLENOMEDIEVAL Francisco García Fitz* Universidad

de

Extremadura

1. Las enseñanzas de Vegecio A finales del siglo iv, Flavio Vegecio Renato escribía el Epitoma rei militaris, una obra llamada a tener un éxito extraordinario a lo largo de la Edad Media. Se trataba de un compendio que recogía buena parte de la tradición militar anterior y que fue profusamente leído, copiado o resumido por estudiosos y por dirigentes políticos de la época: fue conocido por Alcuino, Freculfo o Rabano Mauro en época carolingia y más tarde sus capítulos fueron glosados o repetidos en obras fundamentales de la cultura medieval, desde el Policraticus de Juan de Salisbury o el Speculum maius de Vincent de Beauvais, hasta las Partidas de Alfonso X, entre varias decenas de espejos de príncipes y otras piezas literarias que podrían citarse. Más aún, diversas crónicas dan cuenta de su utilización como modelo o inspiración del comportamiento militar de determinados personajes, ya fuera Lotario II en el siglo ix o Godofredo Plantagenet, conde de Anjou, en el xii. Además, a partir del siglo xiii la obra comenzaría a traducirse a diversas lenguas vernáculas, de manera que a finales de la Edad Media el libro era un tratado muy difundido y Vegecio uno de los autores clásicos más leídos en círculos laicos bajomedievales: un verdadero best seller medieval, en palabras de Christopher Allmand. La prueba más evidente de su amplísima difusión en toda Europa es que se han conservado casi 250 manuscritos medievales de la obra en latín y unos 80 en distintas lenguas vernáculas, principalmente en francés, pero también hay ejemplares en inglés, italiano, castellano y alemán, entre otras.1

*  Profesor Titular de Historia Medieval en la Universidad de Extremadura. E-mail: [email protected] 1.  Sobre la presencia e influencia de Vegecio en la Edad Media, su tradición manuscrita, traducciones, propietarios, lectores y uso a lo largo de todo el período medieval, son imprescindibles las magníficas páginas que le ha dedicado João Gouveia Monteiro en el estudio introductorio de la recientemente publicada edición latina y traducción al portugués de la obra, Vegecio, Compêndio da Arte Militar, João Gouveia Monteiro y José Eduardo Braga (eds.), Coimbra, Imprensa da Universidade de Coimbra, 2009, pp. 108-147. Véase también Walter Goffart, “The Date and Purpose of Vegetius’ De Re Milita­ri”, Traditio, XXXIII (1977), pp. 65-100; Charles R. Shrader, “A Handlist

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Valgan las anteriores consideraciones para poner de manifiesto que si a lo largo de toda la Edad Media hubo un texto clásico que influyese en los comportamientos militares de los dirigentes del período, ese fue el de Vegecio. En consonancia con esta evidencia, la interpretación actualmente dominante entre los especialistas en historia militar viene a sostener que la forma más habitual de hacer la guerra en el Occidente medieval evitaba la batalla campal y prefería unas maneras de acercamiento hostil al adversario que no implicasen un enfrentamiento masivo directo. Y precisamente este es el núcleo de la llamada “estrategia vegeciana”. Parece claro, pues, que las ideas de este autor tuvieron plena vigencia en la práctica bélica del Medievo, de modo que sus reflexiones no se circunscriben solo a un plano de referencias teóricas, sino que realmente reflejan la forma de actuar de los ejércitos medievales.2 Pues bien, en esta propuesta estratégica de Vegecio que, como apuntan los estudiosos, fue seguida habitualmente por los jefes militares de la Edad Media, el hambre ocupa un papel central. Son muchas las máximas del autor tardorromano a este respecto, que además se repitieron una y otra vez en la tratadística medieval, pero todas apuntan hacia una doble idea: la primera es la que sostiene que el hambre puede utilizarse como un arma con el que imponer, de manera violenta, la voluntad propia a la ajena. A este respecto, Vegecio subrayaba reiteradamente que provocar la escasez entre los enemigos era el camino más eficaz y menos peligroso para derrotarlos. Varias son las consideraciones que se entrelazan en esta apuesta estratégica: una, la evidencia de que en un enfrentamiento directo y masivo como el que representa la batalla campal, la fortuna —y por tanto lo imprevisible— jugaba un papel más determinante que el valor o el esfuerzo en el resultado final del choque. En consecuencia, nuestro autor recomienda evitar estas operaciones y optar por otras más manejables y menos arriesgadas, en las que las pérdidas fueran limitadas o controladas sin que se resin-

of Extant Manuscripts Containing the De Re Militari of Flavius Vegetius Renatus”, Scriptorium, 33 (1979), pp. 280-305; J. A. Wisman, “L’Epitoma rei militaris de Végèce et sa fortune au Moyen Age”, Le Moyen Âge, 55 (1979), pp. 13-31; Alexander Murray, Razón y sociedad en la Edad Media, Madrid, Taurus, 1982, pp. 147-150; Philippe Contamine, La guerra en la Edad Media, Barcelona, Labor, 1984, pp. 266-268; Bernard S. Bachrach, “The Practical Use of Vegetius’ De Re Militari During the Early Middle Ages”, The Historian, XLVII (1985), pp. 239-255; Francisco García Fitz, “La didáctica militar en la literatura castellana (segunda mitad del siglo xiii y primera del xiv)”, Anuario de Estudios Medievales, 19 (1989), pp. 271-274; Christopher Allmand, “The Fifteenth-Century English Versions of Vegetius’ De Re Militari”, Armies, Chivalry and Warfare in Medieval Britain and France, Matthew Strickland (ed.), Stamford, Paul Watkins, 1998, pp. 30-45; Philippe Richardot, Végèce et la Culture Militaire au Moyen Âge (ve-xve), París, Institut de Stratégie Comparée, EPHE IV-Sorbonne: Economica, cop., 1998; Michael D. Reeve, “Transmission of Vegetius’ Epitome rei militaris”, Aevum, 74 (2000), pp. 243-354; María Elvira Roca Barea, “El Libro de la Guerra y la traducción de Vegecio por Fray Alonso de San Cristóbal”, Anuario de Estudios Medievales, 37/1 (2007), pp. 267-304. 2.  Véase el debate que, sobre estas cuestiones, ha habido recientemente entre varios especialistas en Clifford J. Rogers, “The Vegetian «Science of Warfare» in the Middle Ages”, Journal of Medieval Military History, 1 (2003), pp. 1-19; Stephen Morillo, “Battle Seeking: The Contexts and Limits of Vegetian Strategy”, Journal of Medieval Military History, 1 (2003), pp. 21-41; John Gillingham, “‘Up with Orthodoxy!’: In Defense of Vegetian Warfare”, Journal of Medieval Military History, 2, (2004), pp. 149-158. Para el contexto hispánico véase F. García Fitz, Castilla y León frente al Islam. Estrategias de expansión y tácticas militares (siglos xi-xiii), Sevilla, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Sevilla, 1998, pp. 279-348.

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tiesen las ganancias. Estas últimas acciones se relacionan con el desarrollo de ataques por sorpresa o con técnicas destinadas a amedrentar a los adversarios o minarles la moral, pero también con todas aquellas actividades que causen escasez entre las filas enemigas. Su conclusión no podía ser más tajante: “Es mejor someter al enemigo con la escasez, con ataques por sorpresa o con el miedo, que en combate, pues en éste suele jugar un papel más importante la fortuna que el valor.”3 La pertinencia de esta propuesta se fundamentaba a su vez en la convicción de que el hambre era una poderosa arma que liquidaba a los adversarios con más frecuencia incluso que las batallas, porque “el hambre es más cruel que la espada”. La enseñanza para cualquier posible lector resultaba evidente: “En toda expedición una sola es el arma más importante: que tu tengas alimento suficiente, que a los enemigos les abata la indigencia”,4 puesto que la escasez en campo contrario actuaba como un aliado que combatía al enemigo desde dentro, razón por la cual la carestía a menudo permitía triunfar en la guerra sin necesidad de emplear la espada.5 De acuerdo con lo indicado, el tratadista tardorromano entendía que cualquier dirigente debía plantearse doblegar al enemigo con el hambre antes que con las armas.6 En definitiva, provocar la escasez entre los enemigos se presentaba como un potente instrumento de guerra. Pero en las reflexiones de Vegecio también puede apreciarse una segunda idea, sin duda relacionada con la anterior —en realidad podría considerarse como la otra cara de la moneda—, pero con una entidad propia: el hambre no es solo una herramienta para alcanzar la derrota del adversario, sino que también es una circunstancia que condiciona o que incluso determina la toma de decisiones militares, y en tal medida puede considerarse que actúa como motor o causa directa de un comportamiento bélico determinado. Cuando, a propósito de las dificultades que presentaba el reclutamiento de un gran ejército, Vegecio constataba que “cuesta trabajo reunir forraje para tantos animales y caballos”, y alertaba sobre el hecho de que “la dificultad en el aprovisionamiento de trigo, que hay que precaver en toda expedición, acaba enseguida con los ejércitos demasiado grandes”, o cuando recordaba que “por mucho cuidado que se ponga en la provisión de víveres, se consume ésta tanto más rápidamente cuanto mayor sea el número de los consumidores”, para concluir que “hasta el agua llega a faltar cuando

3. “Aut inopia aut superuentibus aut terrore melius est hostem domare quam proelio, in quo amplius solet fortuna potestatis habere quam uirtus.” Utilizamos la edición latina y traducción al castellano de M. Felisa Barrio Vega, Edición crítica y traducción del “Epito­ma Rei Mili­taris” de Vege­tius. Libros III y IV, a la luz de los manuscritos españoles y de los más antiguos testi­monios europeos, Madrid, Universidad Complutense, 1982, Lib. III, cap. XXVI, pp. 90 (latín) y 203 (trad.). 4. “Saepius enim penuria quam pugna consumit exercitum, et ferro saeuior fames est... In omni expeditione unum est et maximum telum, ut tibi sufficiat uictus, hostes frangat inopia”, Ibidem., Lib. III, cap. III, pp. 11 (latín) y 166 (trad.). 5. “Nam fames, ut dicitur, intrinsecus pugnat et uincit saepius sine ferro”, Ibidem, Lib. III, cap. IX, pp. 38 (latín) y 179 (trad.). 6. “Magna dispositio est hostem fame urgere quam ferro”, Ibidem, Lib. III, cap. XXVI, pp. 95 (latín) y 205 (trad.).

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se trata de una multitud excesiva”, no está haciendo otra cosa que advertir sobre los enormes peligros de reclutar y movilizar ejércitos demasiado numerosos que pueden ser aplastados por sus propias magnitudes más que por el valor de sus enemigos. Consecuentemente nuestro autor está ofreciendo a sus lectores una pauta de comportamiento —en este caso el reclutamiento de un número limitado de efectivos acorde a sus posibilidades reales de mantenimiento sobre el campo— que viene dictada no por consideraciones bélicas, sino por las necesidades logísticas relacionadas con el riesgo de la carestía.7 Desde luego no es este el único aspecto de la organización o de la práctica bélica que, a juicio de este autor, está determinado por el hambre o por la necesidad de evitarla. Por ejemplo, en caso de que se produjera una invasión y dado que el ejército enemigo tenía que sustentarse sobre el terreno, abogaba por una estrategia basada en la defensa más que en el ataque, en la que la escasez de alimentos y la táctica de tierra quemada ocupaban un lugar central en los planteamientos militares: “todo el ganado, los frutos y el vino que pudiera tomar para su sustento el enemigo invasor, tras poner al corriente a los propietarios y obligarles además por medio de magistrados de confianza, debe llevarse a las plazas adecuadas y protegidas por guarniciones armadas y a ciudades seguras, y se ha de obligar a los provinciales a que ante la invasión se recojan en las murallas con sus bienes”.8 Y por supuesto también determinados aspectos del desarrollo concreto de operaciones ofensivas, algunos tan importantes como la elección de las zonas que se iban a atacar o el lugar de asentamiento de los campamentos, estaban condicionados por las posibilidades de avituallamiento. Esto explica que en invierno se tuviera que evitar el traslado del ejército por lugares donde hubiera escasez de leña y forraje, y en verano la de agua, mientras que la ubicación de los campamentos también estaba determinada por la cercanía de puntos de agua potable y la presencia de forraje y leña.9 Una vez más, son los criterios logísticos, en particular la necesidad de evitar el hambre y la sed, los que dictan la dirección de los asuntos militares. En realidad, al afirmar todo lo anterior Vegecio no hacía sino poner sobre aviso a los dirigentes a fin de que tomasen las precauciones necesarias para garantizar su propio abastecimiento durante las campañas, lo que en la práctica venía a significar que los desarrollos estratégicos o tácticos quedaban subordinados a las previsiones y decisiones sobre el mantenimiento de las tropas. Porque, a la postre, era bien sabido

7. “euidenter apparet nimium copiosos exercitus magis propria multitudine quam hostium uirtute depressos... praeterea ingenti labore numerosis animalibus equisque pabula colliguntur. Rei quoque frumentariae difficultas, quae in omni expeditione uitanda est, cito maiores fatigat exercitus. Nam quantolibet studio praeparetur annona, tanto maturius deficit, quanto plurimus erogatur. Aqua denique ipsa nimiae multitudini aliquando uix sufficit”, Ibidem, Lib. III, cap. I, pp. 7 (latín) y 164 (trad.). 8.  Ibidem, Lib. III, cap. III, pp. 12 (latín) y 167 (trad.). 9.  Ibidem, Lib. III, cap. III, pp. 13 (latín) y 167 (trad.) y cap. VIII, p. 31 (latín) 176 (trad.).

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que “el que no se ocupa del trigo y de todo lo necesario, es vencido sin necesidad de armas”.10 De esta forma el hambre, o en su caso la ineludible necesidad de evitarla, en determinados casos se presenta como causante o motor primario de la acción o de la decisión militar, al tiempo que se configura como una eficaz herramienta para acabar con el adversario: en todo caso, era una espada de doble filo con la que, para bien o para mal, según el contexto, el dirigente tenía que contar en su actuación bélica cotidiana.

2. El escenario castellano-leonés de la Plena Edad Media No creemos equivocarnos demasiado si afirmamos que la actualidad de las anteriores consideraciones vegecianas podría verificarse en cualquier escenario bélico, pero a título de ejemplo hemos elegido uno en particular que, por su significación histórica en el medievo hispano, puede servir para demostrarlo con suficiente claridad. Como es bien sabido, en el amplio y variado marco de enfrentamientos militares que se desarrollaron durante la Edad Media en la Península Ibérica, los habidos entre los reinos cristianos del norte y los poderes musulmanes de sur representan un conflicto de largo alcance y profundas implicaciones para todas las partes enfrentadas. Dentro del mismo, el papel de la corona castellano-leonesa durante la Plena Edad Media fue verdaderamente central: en los tres siglos que transcurren entre las campañas de Fernando I al sur del Duero y la conquistas de Sancho IV a orillas del Estrecho de Gibraltar, los reinos de León y de Castilla —en algunos momentos por separado, otras unidos— desplegaron una incesante actividad bélica en las fronteras de al-Andalus cuyo resultado fue una expansión territorial que encuentra pocos paralelos, al menos por su magnitud, en el entorno europeo occidental. Aquella experiencia histórica ha dejado suficientes vestigios para constatar y analizar con cierto detalle las relaciones existentes entre guerra y carestía, y en particular las dos facetas de las mismas que hemos visto consignadas en la obra de Vegecio.

2.1. El hambre como arma Al menos en el ámbito que hemos elegido, la utilización del hambre como arma de combate para derrotar al enemigo se suele presentar principalmente en el marco de dos contextos tácticos: en primer lugar, en las acciones de desgaste del enemigo que frecuentemente se desarrollaban como fase previa de la conquista de un punto fuerte o del establecimiento de un cerco; en segundo lugar, como herramienta decisiva durante el asedio o el bloqueo de una fortificación o de una ciudad amurallada.

10. “Qui frumentum necessariaque non praeparat, uincitur sine ferro”, Ibidem, Lib. III, cap. XXVI, pp. 92 (latín) y 204 (trad.).

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2.1.1. El hambre como herramienta para el desgaste del adversario Por lo que respecta al primero de ellos, hay que subrayar que las condiciones bélicas del período y la tipología habitual de los conflictos colocaron a la carestía en una posición central entre los instrumentos de presión y desgaste utilizados en la época. Y ello es así por una razón básica: como acabamos de indicar, los reinos cristianos del norte peninsular, y en particular los de León y Castilla, protagonizaron durante este período un largo proceso de expansión territorial a costa de sus vecinos musulmanes. Se da la circunstancia de que sus antagonistas islámicos no solo tenían unas estructuras militares estables y bien organizadas, sino que además su espacio estaba fuertemente “encastillado”, como demuestra la multitud de recintos urbanos amurallados, alcazabas, castillos o torres de todo tipo que han llegado hasta la actualidad.11 Dado que estos hábitats fortificados eran habitualmente centros jurisdiccionales, políticos y económicos que controlaban a las poblaciones que habitaban en los territorios circundantes, su anexión resultaba insoslayable para cualquier fuerza conquistadora: en la práctica, un efectivo dominio territorial exigía la toma de sus puntos fuertes.12 El problema militar que se planteaba entonces a los potenciales conquistadores no era menor, puesto que los defensores, amparados al abrigo de las fortificaciones, gozaban de una considerable ventaja bélica sobre los atacantes, de modo que el esfuerzo y los sacrificios que tenían que realizar estos últimos para conquistar una plaza a viva fuerza solía estar por encima de sus reales capacidades técnicas, armamentísticas, económicas, humanas e institucionales.13 Teniendo en cuenta estos condicionantes, resulta evidente que la conquista de una localidad, especialmente si estaba bien fortificada, guarnicionada y con un abastecimiento suficiente, resultaba imposible o muy costosa en términos humanos, financieros y bélicos, si se intentaba de manera directa, a viva fuerza y en el marco de una operación de gran magnitud, concentrada e intensiva en el tiempo. Salvo escasas excepciones, un ataque directo y frontal, sin mayores dilaciones, contra las

11.  Antonio Malpica, Los castillos de al-Andalus. La organización del territorio, Cáceres, Universidad de Extremadura, 2003. 12.  Diversos ejemplos sobre el papel de las fortalezas como centros articuladores del espacio en el contexto que aquí analizamos en Carlos de Ayala Martínez, “Las fortalezas castellanas de la Orden de Calatrava en el siglo xii”, En la España Medieval, 16 (1993), pp. 9-35; Juan Luis de la Montaña Conchiña, “Sistemas defensivos y repoblación en Extremadura (siglos xii-xiii)”, Castillos de España, 108 (1997), pp. 30-33; J. Santiago Palacios Ontalva, Fortalezas y poder político. Castillos del reino de Toledo, Guadalajara, Aache Ediciones, 2008. 13.  La superioridad de lo defensivo sobre lo ofensivo en la guerra medieval es un principio plenamente aceptado por la bibliografía especializada. Al respecto véase, por ejemplo, Charles Oman, History of the Art of War in the Middle Ages, Londres, Greenhill Books, 1991, t. II, p. 54; J. F. Verbruggen, The Art of Warfare in Western Europe during the Middle Ages. From the Eighth Century to 1340, Amsterdam, North Holland Publishing Co., 1977, pp. 281-300; Bernard S. Bachrach, “On Roman Ramparts, 300-1300”, Geogrey Parker (ed.), The Cambridge Illustrated History of Warfare. The Triumph of the West, Cambridge, Cambridge University Press, 1995, pp. 87-88. Para el ámbito hispánico valgan las reflexiones contenidas en F. García Fitz, “El cerco de Sevilla: reflexiones sobre la guerra de asedio en la Edad Media”, Sevilla, 1248. Congreso Internacional conmemorativo del 750 aniversario de la conquista de Sevilla por Fernando III, Rey de Castilla y León, Sevilla, Centro de Estudios Ramón Areces, 2000, pp. 117-131.

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murallas de una ciudad fortificada o de un castillo de cierta entidad, estaba destinado al fracaso.14 Los dirigentes políticos y los guerreros tenían suficiente experiencia acumulada como para conocer bien esta realidad y actuaban en consecuencia: las grandes conquistas territoriales exigían la previa organización de campañas estacionales, reiteradas a lo largo de varios años —o incluso de varias décadas—, que sometieran al enemigo a un desgaste progresivo de su capacidad de resistencia. Cuenta el arzobispo Jiménez de Rada que cuando en una ocasión el rey taifa de Toledo, al-Mamun, inquirió a los hombres de su confianza sobre la manera en que una ciudad tan poderosa como Toledo podría ser expugnada por los cristianos, la respuesta de uno de ellos fue que “si esta ciudad se viera privada durante siete años de sus huertas y viñas, podría ser capturada al faltarle los víveres”.15 Cabe presumir que este no fue sino un diálogo imaginario, puesto que formaba parte de los nefastos augurios que supuestamente había tenido el dirigente andalusí unos años antes de que Alfonso VI tomase la ciudad, pero desde luego contenía las claves de toda una manera de concebir y aplicar la guerra. De hecho tal fue el eje de la política militar de este monarca castellano-leonés en relación con sus vecinos musulmanes: como nos transmitiera el rey zirí de Granada, que la padeció personalmente y que por tanto sabía de lo que hablaba, “Lo que quería [Alfonso VI] era apoderarse de nuestras capitales; pero, lo mismo que había dominado Toledo por la progresiva debilidad de su sobe­rano, así pretendía hacer con los demás territorios. Su línea de conducta no era, pues, sitiar ningún castillo ni perder tropas en ir contra una ciudad, a sabiendas de que era difícil tomarla y de que se le opondrían sus habitantes, contra­ rios a su religión; sino sacarle tributos año tras año y tratarla dura­mente por todos los procedimientos violentos, hasta que, una vez reducida a la impotencia, cayese en sus manos, como había ocurrido en Toledo.”16

Evitar la confrontación directa y masiva, exigir parias y someter a la población a todo tipo de “procedimientos violentos” que la debilitasen progresivamente hasta dejarla en una posición en la que su capacidad de reacción estuviera fuertemente disminuida, todo un catálogo de actuaciones que, por lo que sabemos, fue efectivamente puesto en práctica por Alfonso VI durante los primeros años de la década de los años ochenta del siglo xi para conseguir la capitulación de Toledo. El propio rey parece aludir a ellas cuando, al dotar a la Iglesia de Toledo tras conquistar la ciudad,

14. F. García Fitz, Castilla y León frente al Islam, pp. 185-189, 228-240. 15. “Si per VII annos huic urbi fruges et uindemie auferrentur, defficientibus uictalibus posset capi”, Rodrigo Jiménez de Rada, Historia de Rebus Hispanie, Juan Fernández Valverde (ed.), Turnholt, Brepols, 1987, lib. VI, cap. XVI. Citamos por la traducción ofrecida por el citado editor en Historia de los hechos de España, Madrid, Alianza, 1989, lib. VI, cap. XVI, p. 240. 16.  Abd Allah, Memorias, en El Siglo xi en 1ª persona. Las “Memo­rias” de cAbd Alla¯h, último rey Zı¯rí de Granada, destronado por los almorávi­des (1090), Evariste Leví-Proven­çal y Emilio García Gómez (eds. y trads.), Madrid, Alianza, 1980, pp. 197-198.

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hacía notar que durante siete años se había dedicado a golpear a sus habitantes con “muchas y frecuentes guerras”, preparando contra ellos “trampas ocultas” —“ocultis insidiarum”— y devastando la tierra durante todo ese tiempo con “incursiones abiertas” —“apertis incursionum deuastationibus”—.17 La falta de concreción de la cancillería regia a la hora de describir la naturaleza exacta de aquellas incursiones devastadoras —el equivalente de los “procedimientos violentos” de los que hablaba el rey de Granada— puede perfectamente suplirse con otras fuentes que ponen de manifiesto el objetivo de las mismas y que inciden directamente sobre el asunto que aquí interesa: “fruges et uindemias deuastauit per totum territorium Toletatum, et per IIIIor annos id ipsum intulit successiue. Et licet ciuitas cunctas superset sui opulencia ciuitates, tamen tot annorum uastatione continua non potuit uictualibus non carere.”18

No parece faltarle la razón a Jiménez de Rada cuando afirma que ni la mejor abastecida de las ciudades podría soportar la carencia de víveres tras tantos años seguidos de destrucción y saqueo de sus cosechas y viñedos. Preparado así el terreno, el cerco definitivo tenía muchas más posibilidades de éxito: “Vencida por la falta de alimento [concluye el Toledano] se entregó a su invicto enemigo.”19 “Multis igitur annis eam impugnauit prudenter, singulis annis segetes uastando et fructus omnes destruendo.”20 Así resumía Juan de Osma la línea de actuación que Alfonso VI había aplicado para anexionarse Toledo y la que, según el testimonio antes citado del rey zirí de Granada, pensaba poner en práctica frente a otras ciudades andalusíes. Por supuesto, el objetivo básico no era otro que hacer todo el daño posible antes de iniciar un asedio en regla, y ello incluía arruinar al adversario, desgastar sus recursos económicos y materiales y, llevado hasta su extremo, colocarlo ante el fantasma no solo de la pobreza, sino también del hambre. Lo ocurrido en torno a Toledo entre los años 1079 y 1085 apenas es un ejemplo entre otros muchos que puede servir para ilustrar una faceta cotidiana de la guerra medieval, en la que la destrucción sistemática y continuada, durante varios ciclos agrícolas seguidos, de las cosechas, de las huertas y de los frutales, representa la antesala necesaria del asedio, del bloqueo, de la anexión territorial. Es verdad que dichas campañas apenas duraban unas semanas, que su radio de acción era corto y su incidencia local, pero no deberían subestimarse sus efectos sobre la productividad agraria, la estabilidad económica de la zona, la inflación del precio de los alimentos y el posible desabastecimiento temporal de las ciudades y villas. El hecho de que se desarrollaran en los meses de primavera y verano las hacía

17.  José Antonio García Luján, Privilegios Reales de la Catedral de Toledo (1086-1462), Toledo, Caja de Ahorros Provincial de Toledo, 1982, v. II, p. 17. 18.  Rodrigo Jiménez de Rada, Historia de Rebus Hispanie, lib. VI, cap. XXII. 19. “Victu uicta carens inuicto se dedit hosti”, Ibidem. 20.  Crónica Latina de los Reyes de Castilla, Luis Charlo Brea (ed.), Cádiz, Universidad de Cádiz, 1984, p. 2.

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particularmente dañinas, por cuanto que afectaba a las mieses, las viñas o los frutales inmediatamente antes de ser cosechados, cuando estaban en pleno crecimiento o ya en su madurez, en todo caso cuando además las comunidades estaban a punto de acabar con las reservas alimenticias del año anterior. Por otra parte, también había fórmulas para compensar las desventajas que pudiera haber en la temporalidad de las operaciones y mantener la presión militar sobre la tierra del adversario de manera continuada, de tal forma que sus habitantes y sus bienes no tuvieran un respiro entre una campaña estacional y otra. Para ello bastaba con conquistar o construir uno o varios puntos fuertes —“contracastillos”— en las cercanías de la villa o la zona cuya anexión se pretendía y convertirlos en bases de operaciones de guarniciones permanentes. Desde estos núcleos, cercanos al objetivo, podía resultar factible asolar de manera recurrente el territorio inmediato, provocando un progresivo desgaste de los recursos y abocando a las poblaciones a la carestía, con la vista siempre puesta en un ulterior cerco. El ejemplo de la actuación cidiana frente a las murallas de Valencia puede servir como paradigma de este tipo de comportamiento, donde la ruina del adversario, la quiebra o el control de su sistema productivo agrario, en definitiva el desabastecimiento y el hambre, se utilizan como arma para erosionar la posición de un enemigo que, en los compases iniciales del conflicto, gozaba de una incuestionable superioridad militar y económica que irá perdiendo con el paso del tiempo y como consecuencia de aquellas prácticas. Quizás merezca la pena que lo glosemos.21 En el otoño de 1092 el Cid decidió tomar la ciudad de Valencia, cuyos dirigentes le habían cortado el pago de parias y le habían confiscado los bienes que poseía en el interior de la ciudad. Llevar a cabo una operación como esta no resultaba nada fácil, no solo por la magnitud y fortaleza de Valencia, sino también porque previsiblemente la hueste de Rodrigo Díaz en aquellos momentos era demasiado pequeña como para plantear un cerco en toda regla. En función de estas circunstancias prefirió no dirigirse directamente contra la ciudad, sino contra un castillo cercano y de más fácil conquista, Juballa —El Puig—, situado a unos quince kilómetros al norte de Valencia. El campamento levantado frente a las murallas de Juballa se convirtió durante medio año en el centro de operaciones desde donde constantemente partían ataques contra el entorno de la capital. La descripción de estos hechos que ofrece la Primera Crónica General se basa en la narración de un testigo presencial que se encontraba en el interior de Valencia, Ibn ‘Alqama, y desde luego no puede ser más ilustrativa: “Et enbiaua el Çid sus algaras que corriessen a Valencia dos uezes al dia, los vnos yuan a la mañana et los otros contra la noche, et robauan los ganados et catiuauan a quantos que fallauan… Et en todo esto el Çid corrie a Valencia cada dia, o que en la mañana o que al medio dia et en la noche, assy que nunca les dexaua estar en paz… et matauan

21.  Lo hemos tratado con más detenimiento en F. García Fitz, “El Cid y la guerra”, Actas del Congreso Internacional sobre El Cid. Poema e Historia, Burgos, Ayuntamiento de Burgos, 2000, pp. 383-418.

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los cristianos muchos dellos, assy que en la villa cada dia fazien llanto et dauan bozes por los muertos que metien cada dia.”22

Seguramente cualquier otro dirigente que se hubiera propuesto desgastar los recursos de una ciudad como Valencia hubiera centrado sus ataques contra la producción agraria, como hemos visto hacer a Alfonso VI en Toledo, pero el caso del Cid resultaba particular: su actividad en la zona no era temporal ni estacional, porque carecía de una retaguardia a la que volver y estaba obligado a vivir permanentemente sobre el terreno. Así las cosas, la destrucción de las cosechas habría sido perjudicial no solo para los valencianos, sino también para las tropas atacantes, que hubieran perdido la posibilidad de abastecerse con ellas en el futuro. En este caso resultaba mucho más rentable realizar una destrucción selectiva, que incluía la muerte o el cautiverio de algunas personas —especialmente de habitantes de la ciudad— y el robo de ganado, pero que preservaba la vida de los campesinos, la continuidad de sus labores y la integridad de los frutos de la tierra, pues de ellos podría llegar a depender la subsistencia de la hueste cidiana: “el Çid tomara pleito et omenage a los caualleros et a los adalides et a los almocadenes que non fiziesen mal a los labradores [a los que “labrauan por pan”, aclara en otra parte], mas que los falagassen et les dixiessen que labrassen et fiziessen algo; et quando fuese al tiempo de coger el pan, si algun acorro les viniesse que aurien que comer, ‹‹et si non nos viniere ajuda auremos que comer et uos››.”23

En cualquier caso, la población valenciana, privada de estos bienes —no por su destrucción, como resultaba habitual en la fase preparatoria de un cerco, sino por su desvío hacia el campamento de sus adversarios— padecería una progresiva carestía que, sin duda, la dejaría en precarias condiciones a la hora de afrontar el cerco definitivo. Obsérvese que en este ejemplo el hambre no sólo era un arma al servicio de los atacantes, sino que también la necesidad de evitarla condicionaba la forma de actuar de estos, obligándoles a realizar una destrucción muy selectiva. En tales circunstancias la devastación del campo o la privación de su acceso a las vías naturales de abastecimiento podía ser dramática para las poblaciones atacadas que, a corto plazo, se veían abocadas al desabastecimiento y al hambre, y a medio o largo plazo podía ver mermada su capacidad de resistencia. Así, desde luego, lo entendía Alfonso X cuando en 1272 animaba a su hijo, el infante don Fernando, a emprender una campaña de devastación por tierras granadinas, y le explicaba que “sy vos juntásedes los que están puestos por fronteros en los castillos con ésos que tenedes y con vusco et con las gentes de pie que podríedes auer en la frontera, e fuésedes agora

22.  Primera Crónica General, Ramón Menéndez Pidal (ed.), Madrid, Gredos, 1977, cap. 901, pp. 568-569. Otra versión del testimonio de Ibn ‘Alqama en Ibn cIdari Al-Marrakuši, Al-Bayan al-mugrib. Nuevos frag­mentos almorávi­des y almohades, Ambrosio Huici Miranda (ed. y trad.), Valencia, Anubar, 1963, p. 71. 23.  Ibidem.

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a la Vega de Granada mientra es el pan verde, e avnque otro mal non les fiziésedes synon en pisándolo, gelo tiraríades; e si ellos aquel poco de pan perdiesen, con el otro danno que reçibirían en las huertas e en las vinnas e con el danno que les han fecho los que están en Granada, tengo que muy poco duraría la guerra.”24

En este caso concreto no se trataba de un cerco sobre una ciudad, pero los efectos eran idénticos: la devastación de los bienes agrícolas acortaba la duración de la guerra y, por ende, ahorraba a los atacantes esfuerzos y sacrificios en la misma medida en que debilitaba a los adversarios. Los juristas alfonsíes no podían decirlo más claro: “E el bien e la pro que de tal hueste [de las cabalgadas o otras expediciones similares asociadas a la guerra de desgaste] nasçe al rrey e al rregno es esto: que ganan lo que ante non auíen e enrriqueçen de lo de los henemigos, empobreçiéndolos e enffraqueciéndolos, que es carrera para estroyrlos e para conquerir dellos más ayna las villas e los castiellos e lo que ouiren, o para ffazerles tornar a ssu ssennorío que es grant onrra del rrey e de los de su tierra, o para vençerlos más ayna después que ffuesen enpobreçidos ssi les quissiessen dar batalla ca por esto pueden sser peor guisados de armas e de cauallos.”25

O como recomendarían en otro lugar: cuando se dirigieran a cercar algún lugar enemigo o simplemente cuando se dispusieran a causarle algún daño, debían llevar consigo distintos tipos de armas, ingenios y herramientas, entre las que estaban “segurones e segures para cortar los árboles e las viñas, e guadañas e foces para tajar los panes e todas las otras cosas que pudieren auer o entendieren con que les podrán fazer daño, por que mas ayna lo conquieran”. Porque de tal acción se derivarían dos ventajas: una, te enriquece y fortalece tus pretensiones; dos, “tyran a sus enemigos aquello de que mas ayna se pueden valer”.26 Por supuesto, sería una simplificación pensar que los efectos de este tipo de acciones se limitaban a provocar desabastecimiento entre los adversarios. Por el contrario, a medio o largo plazo sus consecuencias eran corrosivas en diversos planos de la realidad política, social y militar: la incapacidad de los gobernantes para atajarlas generaba descontento entre la población y división interna, abonando la formación de bandos, lo que no hacía sino facilitar el camino de la conquista a sus enemigos; su recurrencia provocaba un fuerte quebranto moral entre los habitantes que asistían impotentes al cautiverio o a la muerte de sus vecinos, a la ruina de sus tierras y a la pérdida de sus bienes, lo que a la postre podía llevarles a preferir la capitulación a la resistencia; su constancia acababa con las bases de financiación de su aparato militar y dejaban a sus víctimas prácticamente inermes. En este último caso, la destrucción de las cosechas hacía imposible que los campesinos pudieran hacer frente a las

24.  Crónica de Alfonso X, Manuel González Jiménez (ed.), Murcia, Real Academia Alfonso X el Sabio, 1998, cap. LII, p. 149. 25.  Alfonso X, Espéculo, Gonzalo Martínez Díez y José Manuel Ruiz Asensio (eds.), Ávila, Fundación Sánchez Albornoz, 1985, Lib. III, Tít. V, Ley V. 26.  Partidas, II, Tít. XXIII, leyes XXIV y XXV.

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obligaciones fiscales sobre las que se sostenía todo el sistema bélico, particularmente el sueldo de las guarniciones de los castillos, la adquisición de armas y equipos, o el mantenimiento de los contingentes y sus caballos.27 Parece claro, pues, que las acciones de desgaste, la asfixia económica del adversario, el estrangulamiento de su financiación militar y el hambre formaban parte integral de la cotidianeidad de unas prácticas bélicas destinadas a la preparación de la conquista de los puntos fuertes previa erosión de sus bases materiales. Los casos a los que hemos aludido apenas constituyen unos pocos ejemplos, pero el modelo de comportamiento se repetirá una y otra vez en el proceso de expansión de Castilla y León, desde el Tajo al Estrecho de Gibraltar, desde el siglo xi al xiii.

2.1.2. El hambre como arma en los asedios De cualquier manera, conviene no olvidar que la carestía y los demás problemas causados por estas acciones rara vez conducían por sí mismos a la anexión de una ciudad o de una región. Por supuesto puede encontrarse alguna excepción: entre 1240 y 1241, Fernando III emprendió una serie de ataques sistemáticos contra diversas localidades del valle medio del Guadalquivir, entre Córdoba y Sevilla. Durante trece meses seguidos, al tiempo que organizaba la repoblación de Córdoba, “salie algunas vezes en sus caualgadas et en sus conquistas fazer”, en el curso de las cuales sus contingentes “corrieron tierra de moros a todas partes, et robaron et quebrantaron et fezieron quanto quisieron”. Como consecuencia de estas operaciones, los pobladores de la zona entregaron al rey sus castillos, “que estauan maltrechos et commo yermos por correduras et mortandades que los cristianos auien fecho en los moros moradores que morauan en ellos, et esto era ya luengo tiempo”. Constatada, pues, su impotencia y su incapacidad para hacer frente a sus enemigos —“veyendo creçer el poder de los cristianos et que ellos non podien allí fincar, amenos de perder quanto auien et los cuerpos”—, optaron por someterse al rey de Castilla-León, reconociéndolo como señor, pagándole tributos y cediéndole el control de las fortalezas a las que antes aludíamos y que nuestras fuentes explicitan: Écija, Almodóvar del Río, Estepa, Setefilla, Lucena, Luque, Rute, Montoro, Aguilar, Benamejí, Osuna, Baena y Morón, entre otras muchas. Que sepamos, la anexión de un territorio tan extenso no requirió ni siquiera el asedio de una de sus fortificaciones: bastó un castigo continuado durante un largo período de tiempo para que finalmente sus poblaciones, deseosas de “beuir en paz et ser amparados”, aceptaran los términos de una capitulación que les permitía seguir viviendo y trabajando en sus tierras. Afirma Jiménez de Rada, que es la fuente original de la que se sirvieron los compiladores alfonsíes, que “uolentes colere pacifice terras suas pactis interpositis se regis dominio tradiderunt”. Creemos que no es gratuito ni

27.  Véase un ejemplo, también de la biografía cidiana, en Primera Crónica General, cap. 891, p. 560.

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simplemente “una forma de hablar” que el arzobispo de Toledo, que vivió de cerca aquellas circunstancias, ponga el acento en que fue el deseo de cultivar en paz las tierras —“colere pacifice terras suas”— lo que llevó a los habitantes de aquellas localidades a aceptar el dominio castellano-leonés: eso era precisamente lo que no habían podido hacer mientras duró la guerra, porque como ya sabemos la destrucción de aquel trabajo era el objetivo básico de estas incursiones.28 Esta vez la destrucción de las cosechas había servido de instrumento prioritario para alcanzar un objetivo territorial. Pero ciertamente nos encontramos ante una excepción, explicable por la situación de desamparo que vivían aquellas poblaciones, demasiado débiles por sí mismas para hacer frente a la presión de sus enemigos y carentes de cualquier posibilidad de apoyo externo. Pero insistimos en que no era esto lo habitual: normalmente las poblaciones agredidas encontraban en sus murallas un amplio margen de maniobra para defenderse, de tal manera que, a pesar del desgaste previo a que hubieran sido sometidas, el conquistador potencial tenía que establecer un asedio en toda regla para hacerse con el control efectivo del punto fuerte. Llegados a este punto, los atacantes debían enfrentarse a un espinoso problema: el paso del tiempo, que representaba para ellos un peligro creciente. La posibilidad de aparición de enfermedades en el campamento, las dificultades de abastecimiento, los problemas para mantener la disciplina, los daños causados por los contraataques de los cercados o la amenaza de que pudiera reunirse un ejército que acudiese en socorro de los asediados, eran factores de riesgo cuya gravedad frecuentemente se incrementaba en la medida en que se dilataban las operaciones de cerco y de conquista. En consecuencia, si los defensores contaban con algunas condiciones favorables —un recinto amurallado sin carencias constructivas, una guarnición suficiente (no necesariamente numerosa), y sobre todo víveres almacenados y suministro de agua—, les bastaría con resistir y esperar a que las fuerzas asediantes comenzaran a padecer dificultades. Para evitar esta última circunstancia, los atacantes tenían que hacer todo lo posible para acelerar la conquista o la rendición del núcleo fortificado. La traición desde el interior podía ser, a estos efectos, una baza importante: la toma del arrabal de la Ajarquía de Córdoba, a finales de 1235, que representa el primer paso de la anexión de la ciudad, fue precisamente consecuencia de un acto de este tipo, pero ciertamente no siempre se disponía de esta posibilidad. La toma por sorpresa, aprovechando el descuido de la guarnición y unas condiciones ambientales propicias —una noche oscura, mal tiempo…—, también permitía una conquista rápida, y de hecho el contexto de la frontera fue testigo de las acciones de algunos especialistas en estas operaciones, como Gerardo Sempavor. Sin embargo este tipo de acciones solo resultaban eficaces frente a pequeñas o medianas fortificaciones, pero no para la conquista de grandes ciudades amuralladas. Ante estas, por el contrario, la práctica habitual para acelerar

28.  Para todo lo anterior véase Primera Crónica General, caps. 1048 y 1057; R. Jiménez de Rada, Historia de Rebus Hispanie, lib. VIIII, cap. XVIII.

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una anexión era la aplicación directa de la fuerza contra sus murallas, bien intentando su asalto con escalas o torres de madera, bien procurando su destrucción o la de sus puertas mediante el uso de máquinas de lanzamiento de piedras, el minado de sus cimientos o el empleo de arietes. Sin embargo, está constatado que la eficiencia de la tecnología bélica de la época era limitada y que, en todo caso, exigía a los asaltantes un elevado coste en vidas. Por supuesto, hay algunos ejemplos de exitosos asaltos a viva fuerza —recuérdese el caso de Almería en 1147—, pero hay que reconocer que el listado de fracasos es mucho más extenso que el de logros.29 Precisamente en este panorama entraba en juego el hambre como arma de guerra: ante la imposibilidad de un asalto a viva fuerza, una de las pocas opciones que le quedaba a cualquier dirigente militar empeñado en la anexión de un punto fuerte era crear en el interior de la fortaleza asediada unas condiciones que hicieran imposible la resistencia. Para conseguirlo, la práctica habitual no era otra que procurar que no entrasen víveres desde el exterior, que los defensores no pudieran reponer los alimentos que consumían y que terminaran con las reservas alimenticias almacenadas en el menor tiempo posible. Si se alcanzaba este punto crítico, el hambre, o el fantasma de su aparición, se convertía en el factor clave de la conquista, en tanto que abocaba a los cercados a negociar su rendición. Para alcanzar este objetivo resultaba necesario establecer un bloqueo en torno al núcleo asediado que lo aislase físicamente de su entorno, impidiendo la salida y entrada de hombres, armas y alimentos. Por supuesto llevar a buen término una operación que consiguiese la completa impermeabilización de un punto fuerte no era fácil, especialmente si se trababa de una ciudad amuralla de amplio perímetro, con varias puertas, y buenas y variadas comunicaciones con el exterior, no sólo terrestres, sino también fluviales o marítimas. Tal operación de bloqueo requería a los potenciales conquistadores taponar cada posible acceso, lo que podía llegar a implicar la reunión de un buen número de hombres, pero también les exigía disciplina, un buen abastecimiento y, sobre todo, el tiempo necesario para llegar a organizar el bloqueo y para que las carencias comenzaran a sentirse en el interior. Y ya sabemos que precisamente el paso del tiempo era un importante factor de riesgo para el éxito de una conquista. No obstante, si finalmente los atacantes eran capaces de superar todos estos obstáculos y el bloqueo llegaba a ser efectivo —y con él la escasez, el hambre, la sed y las enfermedades entre los cercados, o por lo menos la amenaza inminente de todo ello—, la rendición no tardaba en llegar. A la postre, pues, el resultado final de un cerco dependía en gran medida de la capacidad que tuviesen lo conquistadores para aislar de forma efectiva la ciudad asediada y de provocar la carestía —o su inminencia— entre los defensores.

29.  Para los ejemplos aludidos véase R. Jiménez de Rada, Historia de Rebus Hispanie, lib. IX, cap. XVI.; Primera Crónica General, cap. 1046; Ibn S.a-hib Al-Sala-, Al-Mann-Bil-Ima-ma, Ambrosio Huici Miranda (ed.), Valencia, Anubar, 1969, pp. 137-138; Caffaro, De Captione Almerie et Tortuose, Antonio Ubieto Arte­ta (ed.), Valencia, Anubar, 1973, pp. 23-28. Para más detalles sobre estas cuestiones, F. García Fitz, Castilla y León frente al Islam, pp. 215-240.

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Toledo, nos dice el arzobispo Jiménez de Rada en relación con su conquista en 1085, “vencida por la falta de alimento se entregó a su invicto enemigo [Alfonso VI]”, mientras que en 1236, tras seis meses de asedio, la ciudad de Córdoba “víctima de los ataques y de la falta de víveres, queda vencida y doblegada”. Sobre los defensores de esta última la Crónica Latina de los Reyes de Castilla añade que abandonaron la ciudad “desfallecidos de hambre”.30 Otros muchos ejemplos procedentes del ámbito castellano-leonés podrían traerse a colación, pero bastaría recordar que Alfonso VII forzó la capitulación de la guarnición de Oreja en 1139 tras “poner guardias a lo largo de la orilla del río para que los musulmanes no sacasen agua, con el fin de matarlos de sed… a los que estaban en el castillo se les impedía salir o entrar, pasaron mucha hambre y muchos de ellos murieron de hambre y sed, porque las cisternas que había dentro se vaciaron y no conseguían agua por ningún medio”.31 O que las negociaciones para la capitulación de Sevilla, en noviembre de 1248, comenzaron en el momento en el que, tras un largo asedio que, en conjunto, había durado casi año y medio, la ciudad quedó completamente aislada de su entorno y sin posibilidad de abastecerse desde el exterior: “Desque esa gente pagana desos moros que en Triana estauan [algunos dirigentes que habían cruzado el río y que no podían volver a Sevilla por el bloqueo de la ciudad] se vieron asi presos de todos cabos et desesperados de todas guaridas et de todos los acorros… que de ninguna parte podien auer ayuda ni acorrimiento ninguno, demandaron fabla et salieron, et fuéronse veyer con el rey don Fernando.”32

En general las fuentes de la época son muy parcas a la hora de explicar las vicisitudes por las que pasaba una población asediada y los efectos del hambre sobre su capacidad de resistencia, pero al menos contamos con una narración excepcional: la que proporciona un testigo presencial del cerco organizado por el Cid contra Valencia entre 1092 y 1094. El autor, Muhammad Ibn ‘Alqama, escribió poco después de la conquista de la ciudad una obra titulada al-Baya-n al-wa-d.dih. fı- l-mulimm al-fa-dih. (Manifiesto elocuente sobre el infausto indecente, según la traducción de María Jesús Viguera), en la que dio cuenta de lo que él mismo había presenciado dentro de Valencia durante aquel asedio. El original árabe de esta obra no se ha conservado, pero fue utilizado por otros autores, tanto cristianos como musulmanes, de resultas

30. “Victu uicta carens inuicto se dedit hosti”, R. Jiménez de Rada, Historia de Rebus Hispanie, lib. VI, cap. XXII (la traducción de Fernández Valverde en Historia de los hechos de España, p. 248); “tandem affecta pugnis et inedia, uicta reditur et inuita”, Ibidem, lib. VIIII, cap. XVI (p. 350 de la trad.); “fame tabefacti”, Crónica Latina de los Reyes de Castilla, p. 99. 31.  Chronica Adefonsi Imperatoris, Antonio Maya Sánchez (ed.), en Chronica His­pana Saecvli XII, Pars I, Emma Falqué, Juan Gil y Antonio Maya (eds.), Corpvs Christianorvm, Continuatio Mediaeualis, LXXI, Turnholt, Brepols, 1990, Lib. II, 50-61, pp. 218-223. La cita textual en 56 (reproducimos la traducción ofrecida por Maurilio Pérez González, Crónica del Emperador Alfonso VII, León, Universidad de León, 1997, Lib. II, 56, p. 112). 32.  Primera Crónica General, cap. 1121. Para esta operación véase F. García Fitz, “El cerco de Sevilla”, passim.

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de lo cual tenemos dos versiones amplias: una traducción al castellano realizada en el taller historiográfico alfonsí e integrada en la Primera Crónica General, y una copia parcial en árabe, fechada en el siglo XIV, de la mano del cronista Ibn Ida-rı-.33 El testimonio de Ibn ‘Alqama nos permite trazar con cierto detalle —al menos con más detalle de lo que resulta habitual para este contexto—, la secuencia temporal y los efectos de la aplicación del hambre como herramienta de conquista. Como hemos tenido ocasión de señalar en anteriores párrafos, el Cid comenzó las operaciones de asedio de Valencia en noviembre de 1092. Se inició así la primera fase del asedio, que se extendería hasta el mes de junio de 1093: durante todos estos meses, desde el campamento situado frente a los muros de Juballa, tal como antes indicamos, las tropas cidianas se dedicaron a desgastar de forma progresiva los recursos de la ciudad mediante cabalgadas que fueron debilitando las líneas de resistencia de los valencianos y generaron las primeras divisiones entre los defensores. Al cabo de siete meses de presión la situación debía parecer madura para los intereses del Cid porque en junio de 1093 dio otro paso en la ejecución del cerco, adelantando sus posiciones desde Juballa hasta las inmediaciones de Valencia.34 Comenzaba entonces una segunda fase del cerco en la que el objetivo era ya claramente conseguir el aislamiento físico de la ciudad y evitar su abastecimiento desde el exterior. Para ello no sólo tomó a la fuerza algunas aldeas situadas cerca de la ciudad, sino que también incendió otras, destruyó instalaciones agrícolas y barcos y privó a los valencianos de la cosecha de cereal en beneficio propio: “poso en vna aldea que dizien Derramada, et mando quemar todas las aldeas que eran en derredor… et quemo los molinos et los barcos que eran en el rio, et mando segar los panes —ca entonçe era tiempo de cogerlos— et cercola de todas partes”.35

Tras la toma de dos arrabales muy próximos a la ciudad —los de Villanueva y Alcudia—, en el mes de julio de 1093, el bloqueo era un hecho: el Cid “uedo las entradas de Valencia, que ninguno non podie entrar ni salir.” Abocados a consumir los víveres almacenados, el tiempo y la amenaza del hambre corría ahora en contra de los defensores, que inmediatamente propusieron una negociación.36 La llegada de

33.  Primera Crónica General, caps. 896-921; Ibn cIda¯rI¯ Al-Marra¯kušI¯ : Al-Baya¯n al-mugrib. Nuevos frag­ mentos almorávi­des y almohades, pp. 65-100. Para Ibn ‘Alqama y su obra, con aportación de traducciones diferentes a la de Huici Miranda, véase E. Lévi-Provençal, “La toma de Valencia por el Cid según las fuentes musulmanes y el original árabe de la *Crónica General de España”, Al-Andalus, XIII (1948), pp. 97-156; Ramón Menéndez Pidal, La España del Cid, Madrid, 1956, pp. 886-904; María Jesús Viguera molins, “El Cid en las fuentes árabes”, César Hernández Alonso (coord.), Actas del Congreso Internacional «El Cid, Poema e Historia», Burgos, Ayuntamiento de Burgos, 2000, pp. 55-92. 34.  Primera Crónica General, caps. 901-903, pp. 568-570; al-Baya¯n, pp. 71-72. 35.  Primera Crónica General, cap. 903, p. 570. Véase también Historia Roderici vel Gesta Roderici Campidocti, Emma Falqué (ed.), Chronica His­pana Saecvli XII, Pars I, Emma Falqué, Juan Gil y Antonio Maya (eds.), Corpvs Christianorum, Continuatio Mediaeualis, LXXI, Turnholt, Brepols, 1990, pp. 54-55, 84-85. 36.  Primera Crónica General, cap. 904, p. 571; Historia Roderici, pp. 56, 85.

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un ejército de socorro almorávide impidió que finalmente se llegase a un acuerdo de rendición, de manera que a partir de septiembre el bloqueo se recrudeció: “Entonce el Cid llegosse mas a la villa, de guisa que non podie ninguno sallir nin entrar... et finco Valencia sennera, apartada de toda gente morisca, et lidiauanla cada dia muy fuerte, de guisa que non salie vno nin entraua otro, et estauan en las ondas de la muerte”.37 Afirma el autor de la Historia Roderici que, como consecuencia del fracaso de las negociaciones del mes de agosto y del socorro almorávide “Rodrigo asedió Valencia de nuevo con todas sus energías y la atacó por todas partes con fuerte y encarnizado combate. Se sabe que la ciudad padeció una terrible y fuerte hambre”.38 La escasez de alimentos comenzaba a sentirse con mayor crudeza y reflejo de ello fue el alza de precios que registra Ibn ‘Alqama. Desgraciadamente no es posible ofrecer con precisión la cronología de la subida de los precios de los víveres en el interior de Valencia, pero sus indicaciones permiten al menos apreciar su evolución entre el otoño de 1093 y la primavera de 1094 (tabla 1).39 En octubre de 1093 la escalada de precios no había hecho más que empezar, puesto que a partir de las primeras semanas de 1094 la subida fue espectacular.40 En marzo de 1094 los alimentos eran ya tan escasos que las cantidades y los precios dejaron de expresarse en cahíces o fanegas, puesto que solo se vendían en unidades menores, ya fueran onzas o libras, y por supuesto continuaron subiendo. Más aun, desaparecen las menciones a algunos alimentos de calidad —a la ausencia total de carne de carnero y de vaca, ya visible en semanas anteriores, vino a sumarse la del aceite— y comienzan a introducirse en los listados de precios “alimentos” ciertamente despreciables, como el cuero de las vacas o los nervios de los animales, además de carne de bestias de carga, que ya había aparecido con anterioridad.41 En consecuencia, durante esta última fase del cerco y hasta que en junio de 1094 se produjo la rendición de la ciudad, el peor enemigo de los valencianos no estaba fuera de la ciudad ni el mayor sufrimiento que padecían procedía de los combates en defensa de sus murallas, sino que lo tenían en el interior y lo causaba el hambre: día a día el precio de las viandas se multiplicaba y cada vez era más difícil encontrar alimento alguno, “ni caro ni refez”. Nos desviaríamos demasiado de nuestro objetivo si nos entretuviéramos en ofrecer detalladamente los índices de aumento de los precios de cada uno de los alimentos consignados en estos listados, así que baste indicar que, a lo largo de los nueves meses de cerco, el valor de un alimento tan esencial como era el trigo llegó a multiplicarse casi por trescientos, mientras que los de la cebada y

37.  Primera Crónica General, cap. 909, pp. 575-576. 38. “Fames autem ualida et non modica in urbe facta omnino esse dinoscitur“, Historia Roderici, 59, p. 87 —la traducción en Emma Falqué: “Traducción de la Historia Roderici”, Boletín de la Institución Fernán González, año LXII, nº 201 (1983), p. 29—. 39.  Primera Crónica General, cap. 908, pp. 574-575. 40.  Ibidem, cap. 912, p. 581. 41.  Ibidem, cap. 913, p. 582 y cap. 915, p. 585; Al-Baya¯n, pp. 90-91.

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Tabla 1 Precio de los alimentos durante el cerco de Valencia por el Cid (septiembre de 1093 - mayo de 1094) según Ibn ‘Alqama

Cebada

1093 ca. sepca. octubre tiembre 11 mrs. / 18 mrs. / cahíz cahíz 7 mrs. / cahíz 10 mrs. / cahíz

Panizo

9 mrs. / cahíz 14 mrs. / cahíz

Alimentos Trigo

Legumbres 5 mrs. / cahíz 9 mrs. / cahíz Cebollas

1 mrs. / arroba

ca. enero 40 mrs. / cahíz 30 mrs. / cahíz 35 mrs. / cahíz 25 mrs. / cahíz 3 mrs. / arroba

enero marzo 90 mrs. / cahíz 70 mrs. / cahíz

60 mrs. / cahíz 7 mrs. / arroba

Ajos Verduras Aceite

7 mrs. / medida Miel 1,5 mrs. / arroba Higos 5 mrs. / quintal “Garrouas” 1/3 de mr. / arroba Simiente de lino Queso 2,5 mrs. / arroba Carne de 7 d. de plata carnero / lb. Carne de 4 d. de plata vaca / lb. Carne “de las bestias” Cuero de vaca Nervios

10 mrs. / arroba 3 mrs. / terrazo 7 mrs. / arroba 16 mrs. / quintal 8 mrs. / quintal 13 mrs. / quintal 2/3 de mr. / 3 mrs. / arroba arroba

10 mrs. / terrazo 10 mrs. / arroba 8 mrs. / arroba 6,5 mrs. / arroba

3 mrs. / arroba 14 mrs. / arroba 8 d. de plata / lb. No había

19 mrs. / arroba No había

6 d. de plata / lb. No había

No había

1 mr. / lb.

6 d. de plata / lb.

1094 ca. 15 marzo ca. 15 mayo - ca. 15 abril 1,5 mrs. / lb. 2,75 mrs. / lb. 1,8 mrs. / lb.

2,25 mrs. / lb.

1,25 mrs. / lb.

2,5 mrs. / lb.

1 mr. / lb.

2 mrs. / lb.

1 d. de plata / onza 1 d. de plata / onza 5 d. de plata / lb.

1,5 mrs. / lb. No había

3 d. de plata / onza 1 d. de plata / onza 0,75 mr. / lb.

2,5 d. de plata / onza 2 d. / lb.

0,75 mr.

1,5 mrs.

3 d. de plata / onza

1 mr. y 1 “adarham” / onza

6 mrs. / lb. 5 d. de plata / lb. 6 d. de plata / lb.

Fuente: Primera Crónica General, cap. 908, pp. 574-575; cap. 912, p. 581; cap. 913, p. 582; y cap. 915, p. 585. Abreviaturas: d. = dinero; lb. = libra; mr. = maravedí

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las legumbres, por citar otros dos productos de consumo básico, lo hicieron casi por quinientos.42 Afirma Ibn al-Kardabu¯ s que se llegó a pagar un dinar por una rata.43 Pudiera pensarse que exageraba, pero quien fuera testigo presencial, Ibn ‘Alqama, afirma que la gente tuvo que comer perros, gatos, ratones y desperdicios encontrados en las cañerías, y los que todavía tenían algo para comprar solo podían alimentarse de carne de bestias de carga, hierbas, raíces, palos de regaliz, cueros o nervios, “et esto todo muy caro”. En las semanas anteriores a la rendición, lo único disponible era el caldo hecho con el cuero de las vacas.44 Llegados a la desesperación, a partir de marzo o abril de 1094, la carne de los cadáveres empezó a ser una opción para quienes ya no tenían otra cosa que comer: “los pobres comien la carne de los omnes”, “los omnes pobres comien de la carne de los omnes muertos”, repite varias veces Ibn al ‘Alqama, y haciéndose eco de sus noticias, el autor de la Crónica Anónima de los Reyes de Taifa consignaría que los valencianos “privados de víveres, comieron ratas, perros y carroñas; hasta el punto que la gente comió gente, pues a quien de entre ellos moría se lo comían”. Llegaron a contemplarse —o quizás sólo circularon noticias— escenas de terrible patetismo: “sobre un cristiano que cayó en el foso del recinto se precipitaron y sacándolo de la mano, se repartie­ ron su carne”.45 Por supuesto, ni el hambre ni la muerte afectaban a todos por igual, sino que se cebaban especialmente sobre los más pobres. De nuevo el cronista ofrece una gradación de miserias suficientemente significativa: “sólo la gente favorecidas por la fortuna podían procurarse algunos de los alimentos, que todavía quedaban en Valencia [se refiere al trigo y otros víveres]. Los de condición modesta se sustentaban a duras penas con pedazos de piel, gomas y palos de regaliz, mientras los indigentes no comían más que ratas, gatos y cadáveres humanos.”46

En los momentos finales del cerco tener o no tener dinero carecía de importancia: “ya no fallauan uianda ninguna a uender nin los ricos nin los pobres”. La gente moría de hambre por las calles y los lugares públicos se convirtieron en cementerios: “estaua ya todo el pueblo en las ondas de la muerte; et ueyen el omne andar, desi caerse muerto; assi que se finchio la plaça del alcaçar de fuessas en derredor de la

42.  Si consideramos que el cahíz equivalía a 532,8 Kg. y la libra a 0.46 Kg., obtendríamos que en septiembre de 1093 el precio del kilo de trigo habría estado a 0,02 mrs., mientras que en mayo de 1094 habría alcanzado 5,98 mrs; el kilo de cebada habría pasado de 0,01 mrs. a 4,89 y el de legumbres de 0,009 a 4,35. La equivalencia de la libra en kilos está ampliamente aceptada. La del cahíz es más problemática, pero hemos adoptado la propuesta de Miguel Ángel Ladero Quesada y Manuel González Jiménez, Diezmo eclesiástico y producción de cereales en el reno de Sevilla (1408-1503), Sevilla, Universidad de Sevilla, 1978, p. 73. 43.  Ibn al-Kardabu-s, Historia de al-Andalus (Kita¯b al-Iktifa¯’), Felipe Maíllo (ed.), Madrid, Akal, 1993, p. 127. 44.  Primera Crónica General, caps. 912-913 y 915, pp. 582-583 y 585; Al-Baya¯n, pp. 75 y 91. 45.  Primera Crónica General, cap. 913, p. 583; Al-Baya¯n, p. 91; La Crónica Anónima de los Reyes de Taifas, Felipe Maíllo Salgado (ed.), Madrid, Akal, 1991, p. 51. 46.  Al-Baya¯n, p. 91.

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mezquita, et las plaças de la villa et derredor del muro, et non auie y fuessas que non yoguiessen y mas de diez”.47 Para quienes ya no podían esperar sino la muerte por inanición, la huida de la ciudad hacia el campamento cidiano era una solución. En el mejor de los casos, podían tener la esperanza de ser apresados por los cristianos y vendidos a los musulmanes que vivían en los arrabales controlados por el Cid: la oferta era alta y los precios bajos —“dauan vn moro por un pan o por un terrazo de vino”—, pero esta posibilidad solo favorecía a los más débiles y desnutridos, que en contrapartida corrían el riesgo de morir si sus compradores, con la mejor voluntad, les “fartauan” de comer. Por el contrario, los que se encontraban en mejores condiciones eran vendidos como esclavos a los traficantes que, atraídos por la ganancia, habían llegado por mar desde lugares lejanos. Los que tenían peor suerte eran directamente asesinados.48 Durante semanas el Cid toleró que los valencianos abandonaran la ciudad, aunque era consciente de que los que lo hacían contaban con el permiso de las autoridades musulmanas de la ciudad “que echauan los pobres et los flacos por poderse mantener mayor tiempo”, esto es, que eliminaban a las “bocas inútiles”. Sin embargo, cuando en la fase final del cerco pudo comprobar que ni siquiera en una situación tan complicada para los defensores podía tomar al asalto la ciudad —un último intento contra la puerta de “Bebalhanex” estuvo a punto de costarle la vida—, decidió “que la mayor guerra que les podrie fazer serie en dexarlos morir de fambre”. En consecuencia, mandó pregonar, para que se enterasen con los que estaban en el interior de la ciudad, que en adelante no admitiría que nadie saliese, amenazando con quemar en público a quienes fueran atrapados: “et quemo en vn dia XVII dellos. Et echaua otros a los perros que los despedaçauan biuos”.49 La versión de Ibn Ida-ri carga las tintas sobre estas prácticas: “El jefe cristiano por su parte, se resolvió a quemar a cuantos salían de Valencia para dirigirse a su real, como medio de evitar el éxodo de los menesterosos y la posibilidad de que los acomodados pudieran ahorrar los víveres disponibles; y más tarde, viendo que el suplicio del fuego no representaban gran cosa para los desesperados tránsfugas, los decapitaba colgando sus cadáveres de los alminares de los arrabales o en la cima de los grandes árboles.”50

El terror se convirtió, entonces, en la manera de acelerar, hasta sus últimas consecuencias, el designio cidiano al que acabamos de aludir: convertir al hambre en la mejor arma de guerra. Llegados a este extremo, y sin posibilidad alguna de recibir ayuda exterior, los cercados comenzaron a negociar una capitulación. A finales de junio de 1094, tras más de medio año de bloqueo, se abrían las puertas de

47.  Primera Crónica General, cap. 915, p. 585; Al-Baya¯n, p. 92. 48.  Ibidem, cap. 912, p. 582. 49.  Ibidem, cap. 915, pp. 585-586. 50.  Al-Baya¯n, p. 91. En otro lugar, pero refiriéndose al mismo contexto, explica que “a los que huían hacia el real de los cristianos les sacaban los ojos, les amputaban las manos, les rompían las piernas, o los mataban, por lo cual los valencianos preferían morir dentro de la ciudad”, Ibidem, p. 75.

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la ciudad. La visión de los que habían logrado sobrevivir la describió el cronista en términos apocalípticos: “... abrieron la puerta al ora del medio dia, et aiuntós toda la gente que semeiaua que dellos de las fuessas se leuantauan, assy commo dizen que sera el pregon el dia del juyzio que saldran de las fuessas et se aiuntaran todos: assy sallien todos demudados.”51

2.2. El hambre como motor de la guerra Por tanto, ya fuera como herramienta prioritaria en la guerra de desgaste preparatoria de una anexión territorial, ya como elemento determinante en el curso de un asedio, el hambre era indudablemente un arma potente y protagonista de la actividad militar. No obstante, como ya anunciamos en las primeras páginas de este trabajo, otra faceta de esta misma realidad también debe ser destacada: además de “arma de combate”, el hambre era un motor de la actividad bélica, en el sentido de que condicionaba o determinaba la toma de decisiones militares, estratégicas y tácticas, y lo hacía en varios sentidos, de los cuales destacaremos algunos.

2.2.1. Una consideración previa: el reto logístico y el problema del abastecimiento A este respecto, para entender la relación entre la carestía —o el miedo a padecerla—, el comportamiento de una hueste medieval y el sentido de algunas decisiones adoptadas por los jefes militares, conviene tener en cuenta una cuestión previa —y básica—: uno de los mayores retos al que tenía que enfrentarse quien organizara una campaña era el de la provisión de víveres para hombres y monturas durante la expedición. Como es bien sabido, al menos hasta finales de la Edad Media —en el ámbito castellano-leonés hasta bien entrado el reinado de los Reyes Católicos—, los ejércitos carecieron generalmente de los complejos sistemas logísticos, de transporte y de abastecimientos que se necesitan para alimentar a los hombres y animales movilizados para una expedición. Por supuesto, cualquier fuerza que pretendiera realizar una incursión en territorio enemigo, cualquiera que fuese su objetivo —una cabalgada, un cerco, la búsqueda de un enfrentamiento campal—, solía reunir algunos recursos alimenticios antes de la salida. Es verdad que para pequeñas acciones de saqueo podía bastar con los pocos víveres que aportaba y transportaba cada expedicionario, pero si se trataba de una campaña en la que se integraran varios centenares o miles de hombres, y cuya duración se previese superior a unos días —tal vez varias semanas o incluso algún mes—, entonces los dirigentes tenían que realizar una labor de reunión de alimentos

51.  Primera Crónica General, cap. 917, pp. 587-588.

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que incluía compras, requisiciones y almacenamiento. Eso era, desde luego, lo que le advertían algunos consejeros a Fernando III: “ante de la guerra busca e ten aparejado bastimiento de pan, e de vino, e de carne, e de las otras cosas que te fazen mester, e fazlo tener puesto en los logares çercanos de la tu conquista, e manda comprar el tal bastimento a omnes de buen recabdo e entendimiento e de buena entençion e de poca codiçia”.52

Una vez que el ejército se ponía en movimiento los víveres se transportaban en acémilas o carros, que formaban una parte esencial de la impedimenta, y se repartían entre los participantes para ir supliendo las necesidades en cada momento. Las limitaciones de este sistema de abastecimiento eran evidentes: las aportaciones nutricionales eran muy incompletas porque no se podía disponer de alimentos frescos; debido al calor, a la humedad, al simple paso del tiempo, la conservación de los víveres en buenas condiciones resultaba muy difícil; llevar ganado vivo podía resolver algunos de estos problemas, pero en contrapartida ralentizaba y entorpecía el desplazamiento del ejército; en todo caso, transportar todos los recursos alimenticios necesarios para mantener a una gran hueste durante varias decenas de días era una operación realmente compleja, no sólo porque exigía la organización de un tren de abastecimiento que podía extenderse a lo largo de kilómetros —con los consiguientes peligros de retrasos, pérdidas o incremento del riesgo de ataques—, sino también porque los animales de carga y los hombres que los gobernaban también eran consumidores, lo que multiplicaba las necesidades logísticas. Por último, avituallar desde la retaguardia, mediante la organización de recuas, a un ejército que se había internado en tierras hostiles rara vez era posible, sobre todo cuando el contingente no permanecía en un sitio fijo.53 Como consecuencia de todo lo apuntado resultaba habitual que una parte de las necesidades alimenticias tuvieran que cubrirse sobre el terreno, consumiendo aquello que se encontraba al alcance en cada momento. Quizás esta dependencia podía ser parcial en los primeros momentos de la operación o de la incursión, en la medida en que todavía conservaran los recursos iniciales, pero tendía a ser total cuanto más se alargara la estancia en territorio hostil. Pues bien, estos condicionamientos logísticos tenían una incidencia directa en la toma de algunas decisiones militares. En las siguientes páginas detallaremos media docena de estas decisiones bélicas que, en muy buena medida, estuvieran dictadas por los condicionamientos logísticos o, si se quiere, por el hambre o por la previsión de no sufrirla.

52.  Libro de los Doze Sabios o Tractado de la nobleza y lealtad [ca. 1237], John K. Walsh (ed.), Madrid, Real Academia Española, 1975, cap. XXVIII, p. 99. 53.  Véase un ejemplo de los problemas que se planteaban a un ejército en el marco de una gran campaña en F. García Fitz, Las Navas de Tolosa, Barcelona, Ariel, 2005, pp. 251-262. Para una perspectiva algo más general véase de este mismo autor “El viaje de la guerra”, José Ignacio de la Iglesia Duarte (coord.), Viajar en la Edad Media. XIX Semana de Estudios Medievales, Nájera, Instituto de Estudios Riojanos, 2009, pp. 169-179.

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2.2.2. El hambre y su incidencia en la toma de decisiones militares La mencionada necesidad que tenían los ejércitos de alimentarse sobre el terreno suponía una primera consecuencia sobre los usos bélicos: no se podía —o al menos no era nada recomendable— iniciar una campaña en aquellas estaciones del año que no eran propicias para encontrar víveres en el campo, esto es, durante el otoño y el invierno. Obviamente, la estacionalidad y la temporalidad que caracterizan a la guerra medieval eran el resultado de factores de muy diversa naturaleza —las limitaciones de las obligaciones militares, el carácter no permanente de muchos contingentes, la impracticabilidad de los caminos durante las estaciones aludidas—, pero las decisiones de todo dirigente militar, al menos por lo que se refiere al momento de inicio y a la duración de una campaña, también estaban muy condicionadas por la necesidad de alimentar a sus contingentes sobre el terreno y evitar el hambre. En este sentido, resultaba imprescindible elegir un momento del año en el que hombres y monturas pudieran alimentarse con lo que encontrasen a su paso —frutos, cereales, hierba—, y ese momento no era otro que los meses de primavera y verano. De nuevo, son los sabios que aconsejaban a Fernando III los que le advierten que “Quando ovieres de fazer entrada a otro reyno o conquistar alguna tierra e fueres por tu persona… entra en tienpo que falles yerba verde o seca o algund mantenimiento para tu gente…porque do fueres, fallarás que comer tú e tus conpañas”.54

Desde luego, esta era la elección habitual y en ocasiones los cronistas consignan expresamente la razón que impelía a los dirigentes a comenzar la guerra en un momento determinado y no en otro: por ejemplo, el monje de Silos escribía, al referirse al inicio de las campañas de Fernando I de Castilla contra los musulmanes a mediados del siglo xi, que el monarca y su hueste se pusieron en marcha hacia el sur “pasado el tiempo invernal, a principios de verano, cuando por la abundancia de pastos ya podía trasladarse un ejército”.55 No parece necesario subrayar que la finalización de una campaña tampoco era ajena a este tipo de razones logísticas. Pero las necesidades alimenticias no solo condicionaban la decisión sobre la fecha adecuada para iniciar y terminar una campaña, sino también la ruta que debía seguirse. Era bien conocido que cualquier dirigente militar necesitaba disponer de informaciones previas que le permitieran conocer el terreno por el que iba a desplazarse, a fin de garantizar la seguridad de la marcha. Diversos eran los factores que tenían que tenerse en cuenta a la hora de elegir un camino u otro para internarse en territorio enemigo, pero uno de ellos era que a lo largo del mismo pudieran encontrarse condiciones básicas para la supervivencia de las tropas, tales como puntos de agua, hierba para la alimentación del ganado o leña para cocinar y otros menesteres.

54.  Libro de los Doze Sabios, cap. XXXII, pp. 104-105. 55.  Historia Silense, Manuel Gómez Moreno (trad.), Introducción a la Historia Silense, con versión castellana de la misma y de la Crónica de Sampiro, Madrid, Centro de Estudios Históricos, 1921, p. CXX.

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No parece casual que el primer requisito que en las Partidas se le exija a un adalid sea la de ser “sabidor” para conducir a las huestes sin peligro, lo cual implicaba que tenía que guiarlas “á tales logares do fallen agua, et leña et yerba, et do puedan posar de so uno”.56 Esta necesidad de contar con puntos de abastecimiento de agua, comida y leña a lo largo del camino no solo condicionaba la elección de la ruta, sino también la del lugar en donde se iba a instalar el campamento: resultaba preciso que todo aquello pudiera encontrarse en las inmediaciones y que presentara un fácil acceso, “que son cosas que han mucho meester la hueste, et que non puede excusar: ca bien asi como es de catar el logar do quieren facer alguna buena villa, que sea sano et fuerte, et abondado de agua et de las otras cosas que fueren meester, asi lo deben facer para posar la hueste”.57 Pero no solo la elección del tiempo y del camino se veía condicionada por la necesidad de prevenir problemas de abastecimiento: también el objetivo concreto de una expedición podía llegar a depender de este condicionamiento, de manera que algunas decisiones estratégicas y tácticas quedaban al pairo de la logística. Para cualquier ejército que tuviera que abastecerse sobre el terreno que atravesaba, el agotamiento de sus recursos por la razón que fuera —por la propia presión de los invasores, porque los defensores hubieran aplicado una táctica de tierra quemada o por razones naturales— o el riesgo de una reacción del enemigo le obligaba a abandonarlo y a buscar otros territorios que garantizaran no solo la continuidad de la campaña, sino también su propia supervivencia. En consecuencia, llegados a este extremo, eran las necesidades alimenticias, y no los planteamientos militares, las que dirigían la guerra, forzando a los comandantes a renunciar a unos objetivos y a seleccionar otros. Si situaciones como las referidas podían ser vividas por cualquier hueste que se moviese en territorio hostil, con mucha más claridad se manifiestan cuando el contingente estaba obligado a vivir permanentemente sobre el terreno y carecía de un lugar en la retaguardia al que regresar. De nuevo la figura del Cid puede servirnos de referencia para el análisis: conviene recordar que a partir de 1087 o 1088 Rodrigo Díaz, que hasta entonces había estado al servicio de los reyes de Castilla y de Zaragoza, inició su aventura personal e independiente por tierras levantinas, viviendo únicamente a costa de lo que encontraba sobre el terreno, a base de saqueos y del botín. En un marco como éste sus tropas se mueven de un lugar a otro en busca de una ganancia económica que les permitiera enriquecerse, si bien este tipo de acciones lo que le garantizaba primariamente era su mantenimiento. Lo que le lleva de un lugar a otro, lo que determina la dirección de sus movimientos, no era otro factor que la necesidad de alimentarse: en 1090 se desplazó de Burriana a las montañas de

56.  Segunda Partida, Gregorio López, Salamanca, 1555, Tít. XXII, Ley I. 57.  Segunda Partida, Tít. XXIII, Ley XIX.

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Morella porque “allí había abundantes víveres y muchos e innumerables ganados”, mientras que poco después se dirigió a Daroca, porque allí “había una gran cantidad de alimentos y abundante ganado”. Dos años más tarde permaneció durante algún tiempo en el reino de Zaragoza, donde “recogió las cosechas y vendimió en provecho propio todas las viñas de aquella región que no estaban sometidas a Musta’in”.58 El objetivo no podía ser más claro: como dirían los compiladores alfonsíes al referir una de las campañas cidianas desarrollada por la taifa de Denia —hacia 1089 o 1090—, obtuvo “muy grand robo de catiuos et de uacas et de ouejas et de otras cosas muchas” que fueron llevadas a su campamento en Valencia, donde “touieron otrossi lo que ouieron mester ell et toda su companna”.59 “Tener mester”, conseguir lo suficiente para mantenerse sobre el terreno, tal era la meta que guiaba el comportamiento de la hueste. Teniendo todo esto en cuenta, la respuesta que dio Rodrigo Díaz a la pregunta de porqué guerreaba no podía ser más sincera: “porque ouiesse de comer”.60 Todavía puede señalarse otra faceta en la que el hambre resulta determinante a la hora de tomar una de las decisiones más importantes que un dirigente podía adoptar: la conclusión de una operación cuando el objetivo aún no se había alcanzado, con el consiguiente reconocimiento de fracaso. Cuando en el desarrollo de una operación un ejército se quedaba sin recursos alimenticios y era incapaz de encontrarlos sobre el terreno, no tenía más opción que finalizar la campaña de manera apresurada. A este modelo se atiene el caso de los dirigentes de una ciudad o fortaleza cercada que se ven abocados a una rendición como consecuencia de la falta de alimentos en el interior. Baste remitir a los ejemplos que hemos estudiado en anteriores páginas: si en un asedio el hambre es un arma para los atacantes, para los defensores es la circunstancia —el motor, como le venimos llamando— que los mueve a tomar la decisión de rendirse. Pero la carestía era una amenaza no solo para quienes se vieran obligados a encerrarse tras sus murallas como consecuencia de un ataque, sino también para todo aquel que emprendiera una expedición ofensiva, ya fuera una incursión devastadora o un asedio. Cuando en estos últimos supuestos el fantasma del hambre se materializaba, la única alternativa posible era una retirada que frustraba todas las expectativas y que muchas veces era desorganizada y dramática. Tales situaciones no eran nada extrañas, pero el análisis de alguna en particular nos puede ilustrar sobre la manera en que la carestía podía llegar a convertirse en la clave del fracaso militar de una campaña ofensiva. El ejemplo de las tropas de Alfonso VIII frente a Baeza puede servirnos como paradigma: en noviembre de 1213 el ejército castellano se movilizó para establecer un cerco sobre aquella ciudad. Las circunstancias, desde luego, no eran las propicias, y ello por razones directamente

58.  Historia Roderici, 37, pp. 69, 42, 77 y 52, p. 83 (citamos por la “Traducción de la Historia Roderici”, de Emma Falqué, referida en anteriores notas). 59.  Primera Crónica General, cap. 893, p. 562. 60.  Ibidem, cap. 892, p. 561.

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conectadas con algunas de las dificultades de abastecimiento de una hueste que ya hemos comentado. Por una parte, 1213 había sido un mal año agrícola, de modo que por toda Castilla se padeció una fuerte carestía: “hasta tal punto faltaron los alimentos en todos los rincones del reino [refiere Rodrigo Jiménez de Rada] que, como no había quien atendiera a los que pedían pan, las personas fallecían de inanición en las plazas y encrucijadas… Y no solo la tierra dejó de producir sus frutos, sino que también afectó a las aves, piaras y rebaños, que en ese año ni preñaron ni parieron por una esterilidad igual, y los caballos de montar y los de guerra murieron en gran cantidad por falta de paja y de cebada”. Con un escenario como el que nos describe el arzobispo de Toledo no resultaba recomendable iniciar una campaña, y no sólo por las dificultades que encontraría el rey para reunir, antes de partir, los víveres que necesitaba, sino también por la más que previsible imposibilidad de que, una vez iniciada la operación, los contingentes pudieran ser abastecidos desde una retaguardia devastada por el hambre. Pero tampoco podemos dejar de subrayar otra circunstancia: el cerco se inició en pleno invierno y se desarrolló entre finales de diciembre y las primeras semanas de enero, lo que quiere decir que las posibilidades de mantenerse sobre el terreno también eran muy escasas. Así las cosas, la carestía no tardó en cebarse en el ejército expedicionario, que de hecho solo pudo mantener el cerco durante tres semanas —“e duraron tres sedmanas de Janero sobre Baeza, non la prisieron”, afirma el analista toledano—. Los cronistas son muy expresivos a la hora de describir los padecimientos vividos en el campamento castellano: según el Toledano, “hasta tal punto cobró allí fuerza la hambruna que el ejército se vio obligado a comer carnes impropias del género humano” —“et sic inualuit fames ibi, ut exercitus carnes humano generi insultas edere cogerentur”—, mientras que el autor de los Anales Toledanos detalla que, por la falta de alimento, primero murieron los caballos, mulos y asnos, cuya carne sirvió durante algún tiempo para dar de comer a los hombres, pero después también estos empezaron a fallecer de inanición. Por supuesto, antes de que se agotase la carne de las bestias llegó a alcanzar precios muy altos en el campamento: “fue tanta la carencia de comida en aquella expedición [informa el obispo Juan de Osma] que las carnes de asno y de caballo se vendían muy caras en el mercado”. Por supuesto, se intentó solventar el déficit de abastecimiento organizando cabalgadas por el entono que allegasen recursos al campamento castellano: la milicia de la ciudad de Ávila protagonizó una de ellas, en el curso de la cual logró asaltar una villa musulmana donde, además de matar a hombres y mujeres, “sacaron ende gran aver, e corrieron toda esa tierra e cogieron mucho ganado e de más”. Incluso llegaron a incrementar el botín tras derrotar a una hueste islámica que intentó atajar el ataque. Afirma el cronista abulense que “tanto fue el ganado e las otras ganancias que aduxieron, que por gran tiempo fue bastecida la hueste de conducho”. Es evidente que exagera porque a finales de enero, en palabras de Jiménez de Rada, “como el

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asedio de Baeza se iba alargando en exceso y no se allegaban víveres desde la patria, debilitados casi todos por el hambre, el noble rey, aconsejado por los suyos, volvió a Calatrava tras pactar una tregua con los árabes”.61 Una vez más, la carestía se presenta como el motor que impulsa la adopción de una decisión militar determinada. Rara vez las fuentes permiten ofrecer el desarrollo cronológico de un desabastecimiento, desde los primeros síntomas hasta la decisión final, pero en algún caso particular los testimonios permiten comprobar la rapidez con la que el hambre podía llegar a descomponer a un gran contingente. Nos referimos al ejército almohade que en 1172 cosechó un rotundo fracaso frente a los muros de Huete. Nos consta que la fuerza expedicionaria había realizado importantes preparativos antes de salir de la ciudad de Sevilla, por lo que no cabe dudar de que inicialmente contaba con un soporte logístico relevante. El día 20 de junio las tropas abandonaron Córdoba en dirección a Vilches y Alcaraz, dos localidades que estaban en manos enemigas y que tomaron los días 25 y 30 de junio, lo que les permitió reabastecerse. La vanguardia del ejército almohade llegó a Huete el 8 de julio y el 11 lo hacía el grueso del contingente. Se inició entonces el cerco sin que hasta ese momento el ejército mostrara ningún síntoma de desabastecimiento. Al cabo de dos días de asedio —el 13 de julio—, el califa daba orden para que se recogiesen las cosechas del entorno y se almacenasen los forrajes y víveres para abastecer al ejército. Quizás sea este el primer indicio de la existencia de problemas de abastecimiento, puesto que cuando a los dos días —el 15 de julio— volvieron los forrajeadores con alimentos, bajó el precio de la cebada y el trigo, lo que permite sospechar que previamente aquellos habían empezado a escasear y a subir en el campamento almohade y que fue esto lo que hizo necesaria esta primera cabalgada. El alivio aportado por esta acción no duró demasiado tiempo, puesto que cinco días más tarde —el 20 de julio— tuvieron que volver a salir en busca de alimentos, solo que en esta ocasión volvieron con las manos vacías: ahora el cronista consigna expresamente que los precios de los alimentos subieron y que faltaron las subsistencias. Solo tres días después, el 23 de julio, el califa ordenó levantar el campamento e iniciar una retirada catastrófica en dirección a Valencia, durante la cual, en el plazo de las dos semanas siguientes y a pesar de que en el camino pudieron recoger algunas cosechas, el precio de la cebada y del trigo se multiplicó por 10 y por 20 respectivamente, y el hambre se hizo sentir (tabla 2).62

61.  Para todo lo relacionado con el cerco de Baeza de 1213 véase R. Jiménez de Rada, Historia de Rebus Hispanie, Lib. VIII, caps. XIII-XIV (las citas en castellano proceden de la traducción de Fernández Valverde, ya referenciada); Crónica Latina de los Reyes de Castilla, pp. 37-38; Anales Toledanos I, en Anales Toledanos I y II, Julio Porres Martín-Cleto (ed.), Toledo, 1993, pp. 181-182; Primera Crónica General, caps. 1022-1023; Crónica de la Población de Ávila, Amparo Hernández Segura (ed.), Valencia, Anubar, 1966, pp. 37-38. 62.  Ibn S.a-hib Al-Sala-, Al-Mann-Bil-Ima-ma, pp. 205-224.

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Tabla 2 Precio del almud de cebada y trigo en dírhems durante la campaña almohade contra Huete (1172) Fecha 15 de julio de 1172 29 de julio de 1172 2 de agosto de 1172 4 de agosto de 1172

Cebada 0.4 2 3 4

Trigo 0.2 2 3 4

Fuente: Ibn S.a-hib Al-Sala-, Al-Mann-Bil-Ima-ma, pp. 205-224.

Habían bastado nueve días de cerco, de los cuales siete fueron de carestía, para que un gran ejército se viera obligado a dar por terminada una operación de manera brusca y desordenada. El principal factor que había intervenido para que se tomase tan drástica decisión había sido la falta de alimentos y el fantasma del hambre, no las armas de los enemigos. Esta constatación permite hacer una última reflexión: en junio de 1196 las tropas almohades que se dirigían contra Toledo tomaron el camino de la Ruta de Plata y a lo largo de su recorrido, ante la magnitud del ejército musulmán, las guarniciones de varias fortalezas castellanas, entre otras las de Montánchez y Trujillo, capitularon sin apenas oponer resistencia. A propósito de esto Ibn ‘Ida-rı- sentencia que “llegó el miedo a donde no llegaba lo negro de los sables y lo blanco de las espadas”.63 En virtud de todo lo visto a lo largo de estas páginas, bien podríamos parafrasear al gran cronista magrebí para concluir que el hambre, como herramienta y como motor de la guerra, podía llegar a ser la más poderosa de las armas porque, como el miedo, también llegaba hasta donde no alcanzaban las espadas.

63. Ibn cIda-ri¯ al-Marra-kši¯ , Al-Baya¯n al-mugrib fi ijtis.a¯r ajba¯r muluk al-Andalus wa al-Magrib, Ambrosio Huici Miranda (ed.) tomo I, Tetuán, Editora Marroquí, 1953, p. 194.

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