Más allá del conflicto intergeneracional: claves para pensar a las juventudes contemporáneas
Descripción
Más allá del conflicto intergeneracional: claves para pensar a las juventudes contemporáneas
Sebastián Fuentes
Una de las principales imágenes que suelen circular entre profesionales
que trabajan con jóvenes (educadores, trabajadores/as sociales, psicólogos/as, etc.) es la asociación entre juventud y conflicto. A menudo esa imagen viene
acompañada de una explicación sobre lo que algunos denominan el conflicto intergeneracional, esto es, el supuesto de que los jóvenes (actuales) por haber nacido en un lapso temporal más o menos cercano, se diferencian o más aún
se oponen a los adultos, que nacieron en una época anterior, pero en un lapso temporal también cercano, suponiendo que eso constituye una generación. Se
supone que pertenecer a dos generaciones distintas nos ubica en lugares
opuestos, es decir, se supone que el conflicto es inherente por causas de “nacimiento”, por el momento en que nacimos. Si miramos con cierta distancia
estas ideas, podemos ver que lo que está en juego allí es cómo le adjudicamos
causalidades al tiempo –vivido, en el que nacimos, en el que nos relacionamos,
el tiempo vivido como “etapas”-. En definitiva, de lo que estamos hablando es de la construcción social de la temporalidad, o dicho en términos
antropológicos, de cómo construimos culturalmente las edades, el tiempo
asociado a nosotros/as y las relaciones que ello conlleva y supone. Por eso, en
este texto, nos hemos propuesto presentar algunos de los aportes que los
estudios sobre juventud/es han realizado en el conjunto de las ciencias sociales, sobre todo aquellos elementos o análisis que pueden ser de utilidad para quienes se desempeñan en instituciones o diversos dispositivos de trabajo con jóvenes.
En la primera parte presentamos brevemente algunas nociones y
explicaciones generales sobre las edades y su construcción social, para luego
introducir algunas reflexiones sobre las categorías de diferencia y desigualdad. Abordamos a continuación un “caso” sobre la construcción del conflicto
intergeneracional, y concluimos con algunos ejes que nos parecen relevantes a 1
la hora de considerar las relaciones de edad en la práctica profesional cotidiana. Edades
Uno de los grandes aportes que los estudios sobre juventudes, y sobre
todo la antropología, han realizado es plantear que la edad es tanto una construcción cultural como un organizador social. Antropólogos ingleses y
norteamericanos comprendieron tempranamente que la edad y las etapas en
que se entiende el curso de la vida humana son construcción culturales. Es lo
que Margaret Mead, la primera gran antropóloga norteamericana descubrió cuando fue a las Islas Samoa a realizar su trabajo de campo, y que luego
publicara en el reconocido libro Adolescencia, Sexo y Cultura en Samoa. Entre otros hallazgos, Mead descubrió que la adolescencia no era una etapa universal que aconteciera en todos los seres humanos por fuerza de la
naturaleza. Antes bien, la adolescencia era una etapa que algunas sociedades construyen como tal, y que además, no siempre era vivida del mismo modo.
Contrario a un pensamiento anclado en un cierto biologicismo –que, por
ejemplo pone en las hormonas y en los cambios hormonales, es decir,
orgánicos, la causa del comportamiento humano- Mead ve que las niñas o
jóvenes cuya edad equivaldría a lo que en EE.UU se entiende por adolescencia, no atraviesan esa etapa como lo planteaban algunos psicólogos norteamericanos: como un período de turbulencia, tempestad, confusión, etc.
Ninguna de esas características aparecía en aquellas niñas-adolescentesjóvenes, y yendo más allá, Mead dedica todo el libro a describir cómo es el
proceso de crianza de varones y mujeres, desde la niñez a la juventud en aquellas comunidades. A partir del estudio de esa particularidad histórica, la antropología y las ciencias sociales en general pudieron empezar a
desnaturalizar asociaciones entre edad, “naturaleza” humana y comportamiento o prácticas sociales.
Entonces, no todas las sociedades construyen de la misma manera las
“etapas” que atraviesan sus integrantes a lo largo del ciclo de la vida. De hecho, podríamos decir que la juventud como tal no existe como período sino 2
desde el siglo XIX –aunque ya existían previamente en algunos sectores sociales-, y solo aplicaba, es decir, solo eran pensados como jóvenes, aquellos que provenían de los sectores más altos y accedían a los estudios secundarios y universitarios. Es decir, la juventud es un invento moderno. Además,
cada
sociedad
asigna
modos
específicos,
guiones,
“normalidades” y “anormalidades” al modo de vivir cada uno de esas etapas.
Porque la edad no solamente es una construcción sociocultural, también organiza a las sociedades. Identificar a un grupo o a un individuo como joven, como niño, es una operación de clasificación social, que realizamos en función
de los criterios disponibles y que vamos construyendo y produciendo. Esas categorías también pueden funcionar como modos de identificación, es decir,
que algunos sujetos se presentarán como tales, se sentirán parte de un grupo auto y/o heterodefinido según esa categoría.
Asimismo, es muy probable, que esas categorías organicen procesos,
relaciones, y seguramente conflictos. Pensemos que los sistemas educativos
modernos se fueron construyendo primero como dispositivos de control, instrucción, formación de un grupo de sujetos que eran clasificados justamente
como incompletos, no formados aún: niños/as. Luego estos sistemas se
expanden, para formar a otros sujetos que también eran pensados como incompletos, los jóvenes. En nuestras sociedades, los procesos educativos se
organizan entonces en función de las edades definidas socialmente, pero que el mismo sistema se encarga de producir y reproducir, además de normalizar,
es decir, de definir cómo debería vivirse esa “etapa”. Así se institucionalizan las franjas de edad. Se supone que tanto los sistemas educativos, como, por
ejemplo, la formación militar bajo la forma de la conscripción, producía en las sociedades modernas una determinada relación entre los no formados y los
formados, o para decirlo en términos temporales, quienes tenían más tiempo y
mayor distancia en relación a su nacimiento –más antiguos, “sabios”, experimentados, o ya “formados”- y quienes se encontraban más cerca de su nacimiento, los nuevos, o recién llegados. La edad organiza lugares donde
estar, acciones a realizar, comportamientos esperados, experiencias a atravesar, define un campo de posibles y posibilidades. También organiza el 3
conflicto, como señalábamos al inicio. En nuestras sociedades, las relaciones entre adultos-jóvenes son pensadas frecuentemente en función del conflicto, la
oposición, la antítesis. No decimos que ello no ocurra, solo señalamos que
también es un supuesto generalizador. Y ese supuesto sigue vinculado a aquello que Mead ya había echado por tierra: la idea de que los jóvenes son “rebeldes por naturaleza”.
En esta idea incluso han caído algunos estudios de juventud. Como ha
señalado Sánchez García (2010) si los estudios sobre jóvenes han enfatizado
su carácter de sujeto, a veces dicha posición teórica ha derivado en ver en cada práctica de los jóvenes una contestación a la norma establecida, como si todo fuera un juego de acción y reacción. Este modelo no funciona para todos igual, si es que funciona de esa manera. No hay una rebeldía innata, programada orgánica o genéticamente.
Pero esa idea instalada funciona, es decir, organiza también nuestras
percepciones sobre la relación entre jóvenes y no jóvenes. Por eso seguimos
un planteo que un grupo de investigadores ingleses empiezan a desarrollar desde los años ´60, desde el Centro de Estudios Culturales Contemporáneos o
Escuela de Birminghan, y que han seguido los estudios sobre juventudes en
América Latina: el análisis de la juventud es una herramienta privilegiada para mirar los conflictos sociales y los procesos de cambio, en tanto metáforas del cambio social (Reguillo, 2000). Con ello no queremos extender otro supuesto, el de que los jóvenes quieren o deben cambiar la sociedad. Antes bien,
queremos entender a la juventud como un proceso social interesante y relevante para mirar procesos de cambio, porque así como el cambio social no
está inscripto en la naturaleza, la “conservación” o reproducción social
tampoco, es decir, que el trabajo que una sociedad toda realiza para continuar en el tiempo es un proceso dinámico y lleva mucho trabajo, estrategias,
conflictos, etc. Desde nuestro punto de vista el conflicto, el cambio o la
“permanencia” no están en los sujetos individuales, sino en los procesos sociales, por eso planteamos la necesidad de mirar las relaciones de edad que establecen los actores sociales como socialmente construidas, variables,
diversas pero, además, desiguales. No es el mismo gradiente de poder que 4
gozan, en nuestras sociedades, los que manejan las instituciones legítimas – por lo general, adultos-, que quienes están en ellas como niños o jóvenes.
Un indicador de la desigualdad de poder entre “recién llegados” y
“establecidos” –para tomar a nuestra manera las categorías del Norbert Elias (2003)- en las relaciones de edad, es la persistencia histórica de una acusación
de los adultos hacia los jóvenes, que parece ser casi una constante en muchas y diversas sociedades, a lo largo del tiempo. En la trayectoria juvenil de
muchos adultos de hoy pesa la acusación de que cuando eran jóvenes “los
jóvenes estaban perdidos”, u otras frases similares, que, bajo otros ropajes,
suele aparecer hoy. Este discurso revela el peso desigual de los discursos centrados en la visión de los adultos, que condicionan el modo de vivir eso que
en nuestra sociedad llamamos juventud, y que deberíamos nombrar siempre como juventudes.
Relaciones de edad, desigualdades y diferencias
Los estudios sobre juventudes han señalado que la juventud es mucho
más que una categoría social: hay diversos modos de vivirla y experimentarla. Por eso a menudo no hablamos solo de jóvenes –término que haría referencia
a los actores empíricamente situados, y que son identificados o se identifican ellos/as mismos como tales-, sino también de juventudes. Este término engloba
lo que veníamos planteando anteriormente: la juventud es una construcción
sociocultural, entonces, no están implicados solamente los jóvenes, sino también otros actores que se identifican en términos etarios en otra etapa,
como “adultos” por ejemplo, o “niños”, o cuya identificación se da según otros organizadores, como por ejemplo, el rol social, la profesión, etc., como podría
ser una abogada. ¿Por qué? Porque distintos actores hablan, clasifican, se vinculan con los jóvenes, y contribuyen a diseminar modos de pensar o vivir la juventud, de controlar a los sujetos jóvenes, etcétera.
Decimos juventudes en plural porque la edad nunca está sola. Hay
diversas experiencias de juventudes y esa etapa, además, es vivida e
imaginada de modos diferentes según posición de clase, género, etnia, “raza”,
territorio, etc. (Chaves, 2010). Es plural y diversa por dos motivos, al menos. El 5
primero, porque la experiencia de atravesar, identificarse, ser joven, es distinta según se trate de varones o mujeres, según uno sea migrante, mapuche, de
sectores altos o empobrecidos urbanos, etc. Pero además, porque las ideas “normativizadas” sobre cómo vivir y ser joven también están construidas
hegemónicamente según esas variables. Así, por ejemplo, en un momento de nuestro pasado se suponía que las jóvenes debían ser educadas de
determinadas maneras y los varones de otro, con contenidos escolares distintos y con años de escolaridad desiguales. O, por ejemplo, las representaciones de algunos docentes sobre lo que debería hacer un joven
también está atravesado por la imagen de jóvenes construida desde hace décadas, vinculada a las prácticas y sentidos de un joven “típico” de sectores medios, urbanos. Estas
dimensiones
de
la
diferencia
y
las
desigualdades
son
fundamentales, y nos sitúan nuevamente en la dimensión de las relaciones de
poder. Entre quienes se desempeñan en instituciones o espacios que trabajan con jóvenes, las desigualdades en las relaciones de poder no atañen solamente a la edad: también es pertinente analizarlas en función de las desigualdades en las posiciones de los actores según clase social, género, etc.
Desde nuestra perspectiva, las relaciones de edad a menudo se construyen y resuelven sus tensiones y conflictos en términos morales, y las moralidades constituyen una dimensión que organiza esas relaciones, que permite ver qué
tipo de conflictos y transformaciones sociales más amplias están siendo
focalizadas en las relaciones etarias, es decir, están siendo adjudicadas a
actores que gozan de un menor poder relativo. Ilustraremos este argumento a partir del análisis de las moralidades en las relaciones adultos-jóvenes que
aparecieron a lo largo de una investigación que realicé entre jóvenes de
sectores medios altos y altos de Buenos Aires, específicamente en torno a la práctica del rugby masculino. Con ello nos proponemos señalar que no todo conflicto entre edades es un conflicto intergeneracional, aunque así parezca a primera vista, o así lo relaten algunos de los actores involucrados.
6
¿Un conflicto intergeneracional?
A lo largo de 5 años de trabajo de campo entre rugbiers de Buenos
Aires, pudimos reconstruir el modo en que se presenta un conflicto en torno a
la profesionalización del rugby masculino. Históricamente un deporte amateur,
el rugby ha sido un espacio para la sociabilidad, la diversión, la construcción de amistades y contactos entre jóvenes y familias de sectores medios altos y altos
(Fuentes, 2015b), así como para, como hemos remarcado en otros trabajos, la incorporación de la clase social en el cuerpo (Fuentes, 2015a) y la producción de modos hegemónicos de ser varón (una determinada masculinidad). Desde hace por lo menos una década, distintos actores del mismo mundo del rugby vienen pugnando por un cambio en la organización del deporte que implica que
los jugadores lo practiquen bajo modalidades contractuales, salariales, que promuevan y regulen el desarrollo de carreras deportivas profesionales, ya que
hasta ahora el deporte amateur implicaba que los jugadores se dedicaban al
mismo como una actividad más, “extra”, de su tiempo liberado de las obligaciones del estudio o del trabajo. Muchos actores del mundo del rugby se opusieron a ese proceso y lo siguen haciendo. los
En una primera mirada podemos decir que el conflicto es percibido, por
involucrados,
en
duplas
antitéticas.
Quienes
se
oponen
a
la
profesionalización, dicen que es algo “extranjero” –porque otros países ya
profesionalizaron su rugby- que viene a atacar un deporte “nacional”, que se
quiere imponer el valor de “la plata” por sobre el valor moral de jugar por y con los amigos y los valores del deporte, y que además, son los jóvenes los que
quieren la plata, mientras los adultos quieren conservar las bondades del
deporte, y que, de este manera, se trata de un conflicto intergeneracional, entre jóvenes y adultos. Son frecuentes las frases como: “a los jóvenes los manejan los de afuera” (capitales transnacionales, organismos internacionales de rugby), o que “los valores se están perdiendo”.
Como vemos aparece aquí la moralización del conflicto etario, que no es
un conflicto intergeneracional, necesariamente. Con esto queremos decir que
para que haya generación tiene que haber conciencia de generación (Chaves,
2010), es decir, que en este caso los jóvenes tendrían que identificarse, por 7
ejemplo, con “la generación joven profesional”… algo que no hallamos de ese
modo en el trabajo de campo realizado. Es más, a lo largo del mismo, hemos hallado personas identificables como adultos que estaban muy a favor de la
profesionalización, y jóvenes que estaban en contra de la misma, o jóvenes
que estaban a favor de que se profesionalice el rugby, pero “no del todo”. Como vemos, la idea de conflicto intergeneracional, lo que hace es organizar el
conflicto etario desde una perspectiva adultocéntrica, y sostenida no solo por adultos, que supone que el terreno de lo bueno y correcto están en la posición
adulta, y lo incorrecto, “malo” o lo que degrada a “la cultura” está en los jóvenes. Moralización implica definir un campo de disputas en el terreno de lo
que culturalmente se va construyendo como lo bueno y lo mal, lo correcto y lo incorrecto.
La moralización del conflicto lo que hace es anular las posibilidades de
diálogo, puesto que en el campo moral, por lo general, los actores terminan
asociando clasificaciones que los actores hacen de los actos de otros (una decisión personal, por ejemplo… como sería firmar un contrato profesional) con ese mismo actor, es decir, del acto “malo” a la persona “mala”.
En este caso, además, la clasificación de una juventud “perdida”
desesperada por la “guita” es extendida a una “generación”, aunque los jóvenes no se identifiquen como parte de una “generación”, necesariamente.
De hecho, es en la experiencia de los jóvenes donde este conflicto que se presenta como insoluble –ése es el efecto de un conflicto que se moraliza,
presentarse a nuestra percepción como algo sin solución y absoluto- está encontrando un cauce, no sin costos para los mismos jóvenes. Muchos jóvenes
rugbiers están consiguiendo sostener elementos del amateurismo –como puede ser dedicarse a los estudios universitarios y terminar una carrera,
elemento muy valorado y tradicional de estas familias- y del profesionalismo –
como dedicarse al entrenamiento casi todos los días de la semana, con dietas
y regulaciones corporales estrictas, y en algunos casos, firmando incluso un contrato profesional con algunas de las selecciones o franquicia que tiene la
Unión Argentina de Rugby-. Decimos que no es sin costo, ya que sostener ello conlleva un gran esfuerzo para algunos de estos jóvenes, que desde su 8
experiencia están pugnando por combinar dimensiones de la práctica profesional del deporte sosteniendo valores de la tradición amateur. Estas
experiencias juveniles son verdaderas prácticas culturales, es decir, son los
jóvenes los que están construyendo nuevos significados, trayectorias y “valores”, es decir, que los jóvenes producen cultura negociando, como dice
Chaves (2010) con las prácticas culturales de otros sectores de la sociedad, enraizados en dimensiones de edad, clase y género –podrían ser otras las dimensiones, pero estas tres son claves en el ejemplo que hemos relatado-.
Además, esas nuevas construcciones de los jóvenes combinan una
historia colectiva (social y generacional) y una historia individual (familiar y biográfica) que acontece hoy en Buenos Aires, y señala modos juveniles de resolver cuestiones presentadas hegemónicamente como conflictos etarios.
Para finalizar: orientaciones para pensar las relaciones etarias e intergeneracionales
En este breve recorrido hemos intentado puntualizar algunos elementos
que pueden ser de utilidad para mirar y analizar las relaciones etarias, pensando
sobre
todo
en
aquellos
actores
que
se
desempeñan
profesionalmente con jóvenes en distintos dispositivos. Para finalizar nos gustaría remarcar algunos de estos elementos de modo sintético:
Atención a la multidimensionalidad de las juventudes y sus
heterogeneidades: la edad es una construcción, un clasificador y marcador, y además organiza relaciones. Pero nunca está sola, por eso es necesario considerar en la diversidad de posiciones que los
actores ocupan, otras dimensiones como género, etnia, territorio, etc. No todos los jóvenes son iguales (diferencia y desigualdad), ni todas
las representaciones sobre los jóvenes son justas y equitativas, respetuosas
de
la
singularidad
–recordemos
que
todos/as
producimos juventudes, es decir, que también estamos implicados en la producción y diseminación de determinadas ideas sobre lo que significa ser joven-.
9
La posición etaria del que habla: si la edad es una construcción
sociocultural, también lo es la “adultez”. Los/as jóvenes que se
acercan o interactúan con actores identificables como adultos tienen
imágenes y representaciones sobre ellos, positivas y negativas,
atractivas o no deseables, etc. Es necesario problematizar la propia posición etaria, y cómo nos ven como adultos, en cada contexto
cultural.
No todo es conflicto intergeneracional. Es necesario revisar si hay
identificación generacional.
Los conflictos etarios suelen estar moralizados. El campo moral
impide o dificulta la comprensión del otro, porque nos hace “trabajar”
en clasificaciones que afectan y ofenden a los actores, porque
suponen categorías indiscutibles o con una serie de a priori, es decir, de atributos (bueno/malo) que no requieren argumentaciones.
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BIBLIOGRAFÍA -
-
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Aires: Espacio Editorial
Elias, Norbert (2003). “Ensayo acerca de las relaciones entre
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66-82 http://www.relaces.com.ar/index.php/relaces/article/view/306/262
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classes
of
Buenos
Aires. Pro-Posições, 26(2),
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75-
Mead, Margaret. (1984). Adolescencia y cultura en Samoa. Buenos
Aires: Paidós
Reguillo, Rossana. (2000). Emergencia de culturas juveniles. Estrategias
del desencanto. Buenos Aires: Norma
Sanchez García, J. (2010). “Jóvenes de otros mundos: ¿Tribus urbanas?
¿Culturas juveniles? Aportaciones desde contextos no occidentales”. Cuadernos de Antropología Social nº 31, pp. 121–143.
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