Mariátegui y la poética de \"tierra\"

July 17, 2017 | Autor: Justin Read | Categoría: Cultural Landscapes, Poetics
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Mariátegui y la poética de “tierra” La literatura ocupa un lugar privilegiado en la obra de José Carlos Mariátegui. Como punto final de los Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana, el séptimo ensayo sobre “El proceso de la literatura” no es solamente el más extenso de ellos, sino el que recapitula las “realidades” de los demás, sean esas realidades económicas, étnicas, geográficas, educativas, religiosas o políticas1. Para los críticos de Mariátegui, bien entrenados en la ortodoxia teórica, podría ser tentador considerar la literatura como si fuera la superestructura que manifestara la base socio-económica de cualquier otra institución peruana. Si la explotación socio-económica es el “territorio” básico de la sociedad, la literatura serviría de un “cielo” sobre esta tierra, reflejando la formación del terreno social. Sin embargo, la curiosa posición de Mariátegui en la historia peruana (social, política y literariamente) no permite esta consideración de la historia peruana. En otras palabras, la obra crítica de Mariátegui sufre de una “doble historicidad” entre la producción de historias nacionales y su propia integración a la historia nacional. Más que escribir y criticar la historia del Perú, Mariátegui ya ha sido “historizado” como parte de esa historia. Los lectores de su obra caen en un abismo dialéctico entre nuestra interpretación de sus interpretaciones de la realidad. Infelizmente, parece que la crítica—el entendimiento crítico de la literatura, así como la tierra y la nación—se frustran por razones puramente metodológicas. El presente ensayo se propone corregir esta problemática dialéctica, metodológica—y más que nada, ideológica. La dialéctica interpretativa se hace evidente en la posición de Mariátegui en la historia literaria, como parte de un canon “reconocido” de la literatura peruana y latinoamericana. Al ser editor de Amauta, Mundial y otras revistas, Mariátegui logró posicionarse como coordinador principal de los movimientos vanguardistas de su época, particularmente de los movimientos centrados en Lima2. Del mismo modo su propia producción literaria (incluyendo, desde luego, sus ensayos) resulta suficiente para caracterizarlo dentro de una gran tradición estética del continente—en la misma trayectoria ensayística que va desde Revista de Estudios Hispánicos 44 (2010)



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Simón Bolívar, José Martí, Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes, hasta Octavio Paz, Fernando Ortiz, Roberto Fernández Retamar y Carlos Monsiváis. Por ende, Mariátegui aparece como si fuera otro nombre ilustre en una constelación de grandes criollos letrados. Sin embargo, la manera en que formulamos esta tradición— o en términos simples, el listado que establecemos de nombres históricos—no importa tanto a la luz de lo que Mariátegui realmente dice sobre la literatura y su relación con la realidad. En efecto, el último de los Siete ensayos sugiere que cualquier interpretación de la realidad debe culminar necesariamente en “El proceso de la literatura”, en la interpretación literaria. Mas tal sugerencia ya ha sido invalidada por el tercer ensayo, “El problema de la tierra,” en el cual Mariátegui descuenta lo literario como posible solución al “problema” indígena: Quienes desde puntos de vista socialistas estudiamos y definimos el problema del indio, empezamos por declarar absolutamente superados los puntos de vista humanitarios o filantrópicos, en que, como una prolongación de la apostólica batalla del padre de Las Casas, se apoyaba la antigua campaña pro-indígena. Nuestro primer esfuerzo tiende a establecer su carácter de problema fundamentalmente económico. Insurgimos primeramente, contra la tendencia instintiva—y defensiva—del criollo o “misti”, a reducirlo a un problema exclusivamente administrativo, pedagógico, étnico o moral, para escapar a toda costa del plano de la economía. Por esto, el más absurdo de los reproches que se nos pueden dirigir es el de lirismo o literaturismo. Colocando en primer plano el problema económico-social, asumimos la actitud menos lírica y menos literaria posible. (mi énfasis, 31)

Por medio de estas palabras, Mariátegui se enfrenta a una tradición anterior de literatura criolla, donde la clase dominante conformada por mistis, así como por mestizos que aspiraban a pertenecer a este grupo, había meramente convertido al sujeto indígena en un “salvaje noble,” perteneciente a una suerte de pre-historia mitológica y efímera, para así consolidar el control que poseían sobre el imaginario nacional. Mariátegui condena este modo de “literaturismo” (¿un juego de las palabras “literatura” y “turismo”?) por haber evadido los problemas reales del subdesarrollo y desigualdad nacional. En términos del autor, estos son por naturaleza enteramente económicos. Al rechazar la tradición literaria anterior, Mariátegui prepara la llegada de un indigenismo vanguardista capaz de promover una ruptura con la clase dominante, y así representar los intereses de una mayoría oprimida. No obstante, ¿cómo

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se puede apoyar a una literatura (nueva, vanguardista), y oponerse a otra literatura (criolla, letrada, tradicional), sin caer en “literaturismo”? Incluso el propio Mariátegui es consciente de que el indigenismo no constituye una representación propiamente indígena, y por ende puede caer fácilmente en las mismas formas de literaturismo letrado del pasado. Como Antonio Cornejo Polar escribiría unas siete décadas más tarde: “Puesto que no saben escribir, [los indígenas] son escritos por los otros [los indigenistas], los intelectuales letrados de las capas medias, que—intenciones aparte—apenas pueden asumir el rol de representantes de lo que de hecho no son” (174). En este sentido, ¿cómo puede Mariátegui desestimar la literatura como praxis social reaccionaria, para luego restaurarla como praxis social capaz de fomentar el cambio revolucionario? En respuesta, es necesario confrontar una problemática más general que se destaca en su obra: la difícil confluencia entre el materialismo histórico y la metafísica mitológica. Mariátegui dirige su materialismo hacia el regreso de un pasado mítico, pre-hispánico, incaico. O mejor dicho, el crítico busca el retorno de un orden social indígena en el cual la tierra y el capital son distribuidos equitativamente—un orden social, sin embargo, en el que la mitología de la religión indígena es reemplazada por un mythos de la revolución socialista. Por consiguiente, como ha notado Aníbal Quijano: Perhaps the best example of the presence of this note of dualism in the Latin American intelligentsia is Mariátegui. A Marxist, considered today perhaps the greatest Latin American Marxist, Mariátegui was at the same time not a Marxist. He openly believed in God. He proclaimed that it was not possible to live without a metaphysical conception of existence; and he never ceased to feel close to Nietzsche. His discoveries concerning the specific character of Latin American social reality could not be understood outside of this tension in his thought and personal attitude, perhaps because outside of it he probably would not have made them. (210)

En efecto, los aspectos “eclécticos” del socialismo mariateguiano—la mezcla de materialismo y metafísica que Eugenio Chang-Rodríguez llama “eclectomarxismo” (“Poética” 64)—han sido considerados como los factores que sin duda alguna contribuyeron al descrédito oficial que Mariátegui recibió por parte de la III Internacional estalinista a partir de 1929.



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La dialéctica en torno a la figuración histórica de Mariátegui no puede, entonces, ser más clara o más confusa: marxista y no marxista a la vez, o quizás más marxista que los marxistas oficiales de su tiempo. Hoy en día se considera a Mariátegui una figura central de la literatura e historia latinoamericanas precisamente por haber negado la fuerza representativa de la literatura, y luego haber inyectado el socialismo latinoamericano con una energía mito-literaria. Estas contradicciones aparentemente no se pueden resolver; mas no significa que la contradicción no sea productiva. En el presente estudio enfrentaremos la divergencia entre el pensamiento mariateguiano y la ortodoxia estalinista en cuanto a la conceptualización de la “tierra”. Se trata, pues, de un asunto que subyace los análisis sociales más representativos del crítico peruano, de divergencias que en última instancia dependen de su propia poética. El problema de la tierra Como señala Chang-Rodríguez, las interpretaciones mariateguianas más controvertidas sobre la realidad social tienen sus raíces en el problema de la tierra. Para Mariátegui, “el problema del indio se identifica con el problema de la tierra” (“El indigenismo” 388–89). Se establece, entonces, un vínculo entre el Mariátegui de los ensayos “El problema del indio” y “El problema de la tierra” (escritos en la última mitad de la década de los 1920, y editados conjuntamente en los Siete ensayos de 1928) y el ensayo posterior, “El problema de las razas en América Latina” (1930). Este último fue objeto del reproche oficial de la Internacional: “Según el autor de esta tesis, el problema de las razas en la América Latina debe plantearse como una cuestión económica, social y política, basada en el problema de la tierra, y, por tanto, su solución radica en la liquidación de la feudalidad. Mariátegui llama problema indígena a la explotación feudal de la población nativa en la gran propiedad agraria” (Chang-Rodríguez, “El indigenismo” 389). La inferencia lógica, dada tal vinculación entre raza y tierra, es que Mariátegui pretende establecer una perspectiva orgánica y naturalística hacia la cultura indígena y su potencial revolucionario. El indio parece surgir de la tierra misma y la conexión entre los dos es tan fuerte que no puede desligarse uno del otro. En este contexto, cualquier explotación de la tierra representará de manera inevitable la explotación del indígena, y por ende la revolución podrá empezar únicamente cuando las condiciones de explotación feudal (herencia de la conquista española)

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hayan sido eliminadas. Las bases y condiciones para una revolución en el Perú deben proceder de las formaciones intrínsecas de la región, las cuales surgen “naturalísticamente” de la tierra misma. De allí la razón por la cual la Internacional reaccionó de modo tan severo contra Mariátegui. En efecto, la Internacional criticó a Mariátegui por haber resaltado la ortodoxia política soviética en cuanto a la necesidad de una etapa histórica de industrialización capitalista para intervenir entre el feudalismo tradicional y la utopía comunista (Löwy y Duggan, 77). El análisis mariateguiano implica que las formas intrínsecas de la tierra peruana mandan un futuro “otro” para la historia indígena, un futuro revolucionario por venir de la tierra/indígena. Irónicamente, Mariátegui fue condenado por no ser suficientemente histórico en no adherirse a una formulación historiográfica ortodoxa de periodización. Estas críticas ignoraban el hecho de que casi todos los análisis sociales de Mariátegui se basaban cuidadosamente en la historia específica del Perú. Como se observa, el dogma oficial adoptaba como políticamente correctas fórmulas históricas extrínsecas, fórmulas que son en realidad ahistóricas puesto que presuponen una transición linear y universal que va desde el feudalismo hasta el comunismo, por medio de la acumulación burguesa. Sin embargo, como acabamos de notar, la aproximación de Mariátegui al tema en cuestión es siempre intrínseca y orgánica. No obstante, aunque el método provenga de las condiciones materiales específicas de la distribución de la tierra, no se deben confundir términos como “intrínseco”, “específico” y “material” con un sentido de “concreción” o “tactilidad”. El problema de la tierra para Mariátegui es más conceptual que físico. Es decir, el problema tiene relativamente poco que ver con la topografía del paisaje o su composición geológica, pero mucho que ver con la distribución histórica de la tierra. Antes de la invasión española, no había distribución de tierra per se dado que no existía concepto de propiedad. Refiriéndose a Del ayllu al imperio de Luis Valcárcel, Mariátegui intenta demostrar que la deificación mitológica de la tierra durante el imperio incaico invalidaba la mera posibilidad de propiedad privada: Los trabajos públicos, las obras colectivas, más admirables del Tawantinsuyo, tuvieron un objeto militar, religioso o agrícola. Los canales de irrigación de la sierra y de la costa, los andenes y terrazas de cultivo de los Andes, quedan como los mejores testimonios del grado de organización económica alcanzado por el Perú inkaico [sic]. Su civilización



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se caracterizaba, en todos sus rasgos dominantes, como una civilización agraria. La tierra—escribe Valcárcel estudiando la vida económica del Tawantinsuyo—en la tradición regnícola, es la madre común: de sus entrañas no sólo salen los frutos alimenticios, sino el hombre mismo. La tierra depara todos los bienes. El culto de la Mama Pacha es par de la heliolatría, y como el sol no es de nadie en particular, tampoco el planeta lo es. Hermanados los dos conceptos en la ideología aborigen, nació el agrarismo, que es propiedad comunitaria de los campos y religión universal del astro del día. (34)

Mariátegui procede inmediatamente a denominar esta “ideología aborigen” bajo el nombre de “comunismo inkaico”, una concepción mítica del socialismo a la cual volveremos en breve (34). Al destruir tal comunismo (o por lo menos el mythos comunista), la conquista española impuso formas medievales de organización económica sobre la región, las cuales reemplazaron el agrarismo indígena por un sistema de control social basado en la esclavitud y la servidumbre: “Su interés pugnaba por convertir en un pueblo minero al que, bajo sus Inkas y desde sus más remotos orígenes, había sido un pueblo fundamentalmente agrario” (36). Este desplazamiento sistemático alteró de manera sustancial la constitución de la sociedad peruana. Se produjo especialmente en términos raciales, a través de la introducción de esclavos africanos y más adelante de coolies asiáticos (ambos principalmente a la costa del Perú), y de la prohibición del mestizaje racial, que Mariátegui creía un resultado deseado del desarrollo socio-económico. Asimismo, la transformación histórica de la tierra, de deidad incaica a propiedad ibérica, condenaría al Perú a un ciclo histórico de servidumbre permanente, que no podría romperse hasta que el Perú liquidara el latifundio feudal y redistribuyera la tierra de manera socialista. Sin embargo, Mariátegui jamás presupone, ni siquiera tácitamente, una narrativa de desarrollo capaz de transportar al Perú de un pasado constante (feudalismo), mientras el resto del mundo (i.e., países industrializados) permanece en el presente. Para el crítico, existe cierta medida de contemporaneidad entre las naciones, a pesar de las desigualdades económicas entre ellas—de otro modo el socialismo en el Perú no sería una posibilidad real. Puede decirse, entonces, que la historiografía mariateguiana resulta confusa: el crítico aprueba una especie de “progreso” social, aunque no sea exactamente equivalente a la noción de progreso positivista (o estalinista) propia de su época. En cualquier caso, Mariátegui sí enfatiza un historicismo cíclico en el cual

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ciertos vestigios del pasado interfieren constantemente con la modernización del país. Por un lado, no existen incentivos para que inmigrantes europeos (blancos) vengan al Perú, pueblen el campo y empiecen a acumular capital, dado que las tierras agrícolas del país (y las sociedades que subsisten de la agricultura) son de dominio exclusivo de gamonales que prosperan gracias al empobrecimiento de sus siervos. En efecto, el Perú es excluido de la inmigración “blanca” (entonces en pleno movimiento en la Argentina y el Brasil) que Mariátegui considera necesaria para la modernización. Por otro lado, cualquier programa para modernizar la infraestructura del país—que comenzó con la masiva construcción de caminos pavimentados entre Lima y las provincias bajo el “Oncenio” de Augusto Leguía (1919–1930)—fracasará inevitablemente, puesto que la única forma de organización social que provee la fuerza laboral para tales proyectos es precisamente la servidumbre (basada en la explotación de la tierra): Quienes así razonan no entienden sin duda la diferencia orgánica, fundamental, que existe entre una economía feudal o semifeudal y una economía capitalista. No comprenden que el tipo patriarcal primitivo de terrateniente feudal es sustancialmente distinto del tipo del moderno jefe de empresa. De otro lado el gamonalismo y el latifundismo aparecen también como un obstáculo hasta para la ejecución del propio programa vial que el Estado sigue actualmente. Los abusos e intereses de los gamonales se oponen totalmente a una recta aplicación de la ley de conscripción vial. El indio la mira instintivamente como un arma del gamonalismo. Dentro del régimen inkaico, el servicio vial debidamente establecido sería un servicio público obligatorio, del todo compatible con los principios del socialismo moderno; dentro del régimen colonial de latifundio y servidumbre, el mismo servicio adquiere el carácter odioso de una “mita”. (67)

Como se observa, la evaluación de Mariátegui resulta correcta: la construcción vial se realizó por medio de la conscripción forzada de la mano de obra indígena, que al ser administrada por gamonales provinciales revivía los pasados sistemas de repartimientos o encomiendas coloniales. El “carácter odioso” en este respecto viene de la confusión entre el resurgimiento de la esclavitud colonialista con la mita, la donación de labor que tipificaba el supuesto “comunismo inkaico”. Mariátegui implica su apoyo para una mita orientada a la organización colectiva y el socialismo moderno; pero no apoya una mita falsa (odiosa) como mera repetición de la producción colonialista. El crítico favorece una



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vuelta de la tradición pre-colonial e indígena como pre-condición de la modernización correcta del país; no acepta una vuelta (incorrecta) de la tradición de la conquista. En este punto precisamos subrayar que tal interpretación evade la falacia weberiana que opone tajantemente a las sociedades “tradicionales” de aquellas que pertenecen a un mundo “moderno/modernizado”. De hecho la situación que Mariátegui critica en su país es hecho del siglo veinte, no del siglo dieciséis; por eso, él busca una vía para entender la tradición como aspecto inherente de la modernidad. Sin embargo, la interpretación “correcta” sólo se puede alcanzar a través de ciertas inferencias históricas que son a su vez enteramente dudosas: la forma de la historia por la cual Mariátegui juzga su situación es circular y recurrente. Si la construcción vial representa un regreso a formas coloniales de explotación indígena, la solución moderna debería ser un regreso más histórico, un retorno a las formas pre-hispánicas de organización colectiva. Aunque reconoce al Incanato como régimen despótico, Mariátegui no duda en hacer compatible el servicio público obligatorio con los principios del socialismo moderno. El concepto de “tierra” en el marxismo En este punto encontramos una posición aparentemente típica del marxismo en cuanto a la vuelta a la tierra. Si el capitalismo funciona por medio de la alienación que sufre el proletariado respecto a los productos fruto de su labor, la redistribución de la tierra serviría para reintegrar la vida y la producción. Como ha escrito David Harvey: “If laborers can return to a genuinely unalienated life through migration to some frontier, then capitalist control over labor supply is undermined” (52). En el caso de Mariátegui, la redistribución de la tierra será la meta deseada de acuerdo a la misma lógica marxista, solamente si se alcanza a sustituir lo “indígena” por el “proletariado”. Sin embargo, para efectuar esta sustitución indígena-proletariado, la propuesta de Mariátegui implica que la “vuelta” a una vida desalienada tenga que ser compatible con una “vuelta” al culto de la Mama Pacha. De este modo no es aventurado inferir del pensamiento de Mariátegui que la revolución socialista habrá de empezar cuando los indígenas asuman el “derecho de vuelta” a la tierra, como era antes de que los europeos destruyeran su conexión mitológica con ella. En otras palabras, Mariátegui pretende

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transformar el concepto de “tierra”. Desde el punto de vista elaborado en el presente ensayo, la propuesta de Mariátegui se aproxima a una poeticización de la tierra. Para apreciar esta poética de la “tierra”, debemos enfrentarnos a un problema mucho más amplio del análisis social marxista, al que Mariátegui quizás responde en sus últimos ensayos. La tierra constituye la base de cualquier tipo de producción económica, bajo cualquier sistema económico. A pesar de eso, para Marx y sus adherentes, los conceptos de “tierra” y “tierra/renta” no tienen significados fijos. Con respecto a la formulación de “tierra/renta” en el Capital de Marx, Harvey sigue: Marx himself left the topic in a good deal of theoretical confusion . . . . The central theoretical difficulty is to explain a payment made to the owners of land (as opposed to improvements embedded by human labor on the land) on the basis of a theory of value in which human labor is key. How can raw land, not itself a product of human labor, have a price (the appearance if not the reality of value)? Marx gives seemingly diametrically opposed answers to this fundamental question. On the one hand he characterizes the value of land as a totally irrational expression that can have no meaning under pure capitalist social relations; on the other he also characterizes ground rent as that “form in which property in land . . . produces value”. (90)

En ciertos momentos parece que la tierra no tiene valor en sí, sino que es solamente la condición por la cual los capitalistas explotan la mano de obra (que en primer lugar es la única fuente de cualquier valor). Desde esta perspectiva, la tierra ingresa apenas (o solamente se involucra de modo tangencial) en la lucha entre dos clases (capitalistas y proletariado) sobre la propiedad del valor. En otros momentos, sin embargo, es preciso tomar en consideración una tercera clase de terratenientes cuya propiedad de la tierra—el mero hecho de que puedan alquilar la tierra para ganar capital, sin la utilización de una mano de obra—es la verdadera fuente de producción de valor. La misma crítica de esa teorización de Marx ha aparecido recientemente en un estudio de Fernando Coronil, en un análisis sobre la relación entre la naturaleza y la globalización: Among Western theoreticians of capitalism, Adam Smith, David Ricardo, and Karl Marx were exceptional in the detailed theoretical attention they paid to the social significance of the natural foundations of social production. Building on Smith’s and Ricardo’s insights, Marx employed the category “land/rent” as a way of conceptualizing the role of

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socially mediated natural powers in the construction of capitalism. Yet his analysis of capitalism tended to privilege the capital/labor relation and to assume that “land” (by which he meant all the socially mediated power of nature) would be absorbed by capital. In critical dialogue with liberal and Marxist discussions of natural resources, I have suggested that a fuller recognition of nature’s role in the making of capitalism expands and modifies the temporal and geographical referents that have framed dominant narratives of modernity. (355)

Para Coronil, la “tierra” en última instancia se convierte en un tipo de producto imbuido con un “poder mediado socialmente”—poder que ha sido acaparado por el “capital” en su lucha dicotómica frente al “trabajo”. Sin embargo, al tomar esta posición, Marx no toma en cuenta la implicancia de variaciones regionales como la geología y el clima en la circulación global del valor. En otras palabras, Marx no puede explicar asuntos como la extracción de minerales o la producción monocultural en zonas tropicales, ni problemas determinados por la ubicación geográfica de ciertas regiones que constituyen el origen histórico de las relaciones coloniales de Europa con el resto del planeta—entendidos hoy en día como una división entre “primer” y “tercer” mundos (o mejor dicho, entre “centros” y “periferias”) en el sistema global. El concepto de “tierra”, dentro del marxismo, varía contextualmente de acuerdo a cómo se pronuncia en distintos análisis. En ciertos casos la tierra parece social, en otros, natural (y por eso pre-social). En algunos momentos la tierra emerge como base natural de una lucha por el poder entre dos clases, mientras que en otros, la tierra se convierte en producto social en una lucha tripartita. Harvey resume estas variaciones contradictorias: Marx himself observed that land can variously function as an element, a means, or a condition of production, or simply be a reservoir of other use values (such as mineral resources). Exactly how these different functions acquire political-economic significance depends upon the kind of society we are dealing with and the kinds of activities set in motion. In agriculture, for example, the land becomes a means of production in the sense that a production process literally flows through the soil itself. Under capitalism this means that the soil becomes a conduit for the flow of capital through production, therefore a form of fixed capital (or “land capital” as Marx sometimes called it). When factories and houses are placed on the land, then that land functions as a condition of production (space), though for the building industry that puts them there in the first place land appears as an element of production. (91)

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La naturaleza exacta de la tierra, por lo tanto, no es nada natural, sino que depende de la situación social e histórica que da a la tierra importancia política y económica. Naturalmente, las distintas situaciones históricas y las variables coyunturas críticas producen diferentes significados de “tierra”. El mismo Harvey, por ejemplo, trata de resolver las contradicciones de “tierra/renta” en Marx por presumir ciertas precondiciones analíticas. La primera de ellas, “all transitional features (feudal residuals) have been eliminated and that we are dealing with a purely capitalist mode of production” (92), excluiría a la mayoría de sociedades del planeta, incluyendo a miembros del denominado “G8”. A la luz de esas dificultades contextuales, sólo se puede decir que la noción de “tierra” no tiene valor como concepto crítico del marxismo, hasta que uno la comprende como contingente de significados construidos que han sido incrustados en la “tierra” en circunstancias sociales específicas. De este modo, no existe el concepto de “tierra” en general, solamente en particular. La especificación de la contingencia histórica de la tierra en el Perú desde principios del siglo veinte—la especificación de significados construidos—es lo que Mariátegui se esfuerza por alcanzar en sus interpretaciones. Podemos decir que Mariátegui intenta formalizar la tierra para que el Perú se vuelva inteligible. La importancia política de esta formalización es evidente en el sexto de los Siete ensayos, “Regionalismo y centralismo”. En contraste con “El problema del indio” y “El problema de la tierra”. el penúltimo ensayo se ocupa directamente con la forma del paisaje para establecer una especie de cartografía de la nación. Cabe señalar que por “cartografía” entendemos la representación gráfica de una topografía natural y/o demarcaciones políticas sobre esta topografía. Tales demarcaciones políticas serán entendidas en este caso como fronteras, o líneas que rodean territorios nacionales o jurídicos en oposición a otras naciones y jurisdicciones. No obstante, en “Regionalismo y centralismo”, el autor no discute el tema de las fronteras que rodean al Perú, las cuales han sido históricamente establecidas. Por el contrario, Mariátegui empieza a trazar las líneas de diferencia que destacan el paisaje peruano, pero en el interior de la nación: El Perú según la geografía física, se divide en tres regiones: la costa, la sierra y la montaña. (En el Perú lo único que se halla bien definido es la naturaleza). Y esta división no es sólo física. Trasciende a toda nuestra

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realidad social y económica. La montaña, sociológica y económicamente, carece aún de significación. Puede decirse que la montaña, o mejor dicho la floresta, es un dominio colonial del Estado peruano. Pero la costa y la sierra, en tanto, son efectivamente las dos regiones en que se distingue y separa, como el territorio, la población. La sierra es indígena; la costa es española o mestiza (como se prefiera calificarla, ya que las palabras “indígena” y “española” adquieren en este caso una acepción muy amplia). (mi énfasis, 133–34)

Aquí quizás se ve la declaración más clara de un principio central del pensamiento mariateguiano: el Perú es un territorio dividido por diferencias históricas, raciales y lingüísticas, y todas ellas tienen sus raíces en variaciones geográficas. El problema planteado por Mariátegui no es, consiguientemente, uno respecto a la tierra en sí, sino de la significación de la tierra. El problema no es solamente que el Perú tenga tres zonas climáticas, sino que en cada una de esas zonas se han desarrollado distintos significados socio-económicos con el transcurso del tiempo: La raza y la lengua indígenas, desalojadas de la costa por la gente y la lengua españolas, aparecen hurañamente refugiadas en la sierra. Y por consiguiente en la sierra se conciertan todos los factores de una regionalidad si no de una nacionalidad. El Perú costeño, heredero de España y de la conquista, domina desde Lima al Perú serrano; pero no es demográfica y espiritualmente asaz fuerte para absorberlo. La unidad peruana está por hacer; y no se presenta como un problema de articulación y convivencia, dentro de los confines de un Estado único, de varios antiguos pequeños estados o ciudades libres. En el Perú el problema de la unidad es mucho más hondo, porque no hay aquí que resolver un pluralidad de tradiciones locales o regionales sino una dualidad de raza, de lengua y de sentimiento, nacida de la invasión y conquista del Perú autóctono por una raza extranjera que no ha conseguido fusionarse con la raza indígena ni eliminarla ni absorberla. (134)

En este contexto, es mejor pensar acerca de las fronteras intrínsecas que Mariátegui traza dentro del Perú; fronteras que se parecen más a fallas tectónicas que funcionan para dislocar la nación políticamente, previniendo así la emergencia de una “comunidad imaginada” unificada bajo la idea de la nación. Paradójicamente, el problema de la condición social y geográfica de la nación no se podía discutir en la época en que Mariátegui escribía—o mejor dicho, no se podía discutir hasta que Mariátegui comienza a discutirlo—porque, en primer lugar, la política propiamente dicha no

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existía. En otras palabras, el sistema político de la nación no tenía cómo representar los diversos elementos del paisaje socio-geográfico, porque lo que ocurre como “política” en el Perú es solamente la representación de los intereses económicos de una minoría altamente reducida. Mariátegui también manifiesta este sistema contradictorio, “político” y “apolítico” a la vez, en términos de una cartografía, en la cual las fronteras sociogeográficas que él traza entre la costa, la sierra y la montaña (la selva) se cruzan con las divisiones arbitrarias de departamentos del Estado peruano. De la misma manera en que la Confederación Boliviana de Santa Cruz intentó dividir al Perú en dos mitades durante la Guerra del Pacífico, el Estado contemporáneo divide a la nación en tres departamentos (Norte, Centro y Sur). Mariátegui señala repetidamente cómo esta división tripartita (dirigida por la administración del Estado) carece de fuerza real, dadas las persistentes crisis de la organización política del Estado: si el Perú va a ser gobernado bajo un poder centralizado, o bajo autoridades regionales autónomas, o bajo una balanza federalista entre centralistas y regionalistas. Es decir, Mariátegui traza sobre el mapa de su país múltiples estratos de fronteras geo-políticas que no necesariamente se corresponden entre sí. Como se ha mencionado, las demarcaciones administrativas Norte/Centro/Sur no concordaban con las delimitaciones climáticas (costa/sierra/montaña) ni socio-lingüísticas (quechua-indígena versus español-misti-mestizo). Agravando la confusión, el debate actual entre el regionalismo y el centralismo es en realidad uno entre la sede de autoridad central de Lima (ciudad costeña, por supuesto) y las regiones provinciales situadas en el norte costeño (sobre todo en Trujillo y Chiclayo) y en el sur serrano (Cuzco, Arequipa, Puno y Apurímac, además de otras áreas rurales bajo el control de los gamonales). Pero no es nada cierto que estas regiones realmente sean verdaderas regiones. A las supuestas regiones del norte, de acuerdo a la evaluación de Mariátegui, les hace falta una definición histórica y cultural. Por ende no existe una verdadera justificación para el surgimiento de una cuestión regionalista. En el sur, por el contrario, las regiones sí están bien definidas, en el sentido que existen culturas básicamente intactas desde el período incaico, mucho más anteriores al debate nacional. Dada la simultánea validación e invalidación de definición regional, no existen criterios históricos ni culturales con los que se pueda dividir la tierra efectivamente en regiones. Debido a ello, la crisis política entre centralistas y regionalistas queda reducida a un debate semántico.

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Mariátegui logra establecer cómo una plétora de fronteras (sean topográficas, sociales o conceptuales) opera para tallar el paisaje peruano en fragmentos desunidos, y de allí que tales fragmentos (regiones, departamentos, historias, climas) no son capaces de contener las fuerzas que en realidad dividen a la nación—las mismas fuerzas que despojan al pueblo de su tierra. Si la cuestión política que enfrenta la nación en el momento es una entre centralismo y descentralización: . . . la descentralización como reforma simplemente política y administrativa, no significaría ningún progreso en el camino de la solución del “problema indio” y del “problema de la tierra”, que, en el fondo, se reducen a un único problema. Por el contrario, la descentralización, actuada sin otro propósito que el de otorgar a las regiones o a los departamentos una autonomía más o menos amplia, aumentaría el poder del gamonalismo contra una solución inspirada en el interés de las masas indígenas. Para adquirir esta convicción, basta preguntarse qué casta, qué categoría, qué clase se opone a la redención del indio. La respuesta no puede ser sino una y categórica: el gamonalismo, el feudalismo, el caciquismo. (Mariátegui 131)

Sin establecer su legitimidad con respecto a los poderes locales (como el gamonalismo), y sin hacerlo con respecto a la mayoría de la población, el gobierno no puede promover “reformas” en nombre de la descentralización sin contradecirse: la descentralización sólo sirve para re-centralizar el poder en manos de ellos mismos, quienes están debatiendo el asunto en Lima, quienes no representan a un país que jamás se haya unificado. La descentralización se imposibilita porque realmente no existe una política nacional afuera de la capital, la cual queda en evidencia en la sección del ensayo sub-titulada “Descentralización centralista”: Las formas de descentralización ensayadas en la historia de la república han adolecido del vicio original de representar una concepción y un diseño absolutamente centralistas. Los partidos y los caudillos han adoptado varias veces, por oportunismo, la tesis de la descentralización. Pero, cuando han intentado aplicarla, no han sabido ni han podido moverse fuera de la práctica centralista. (136)

Teóricamente, los caudillos y los partidos políticos pueden enunciar el término “descentralización”, aunque en la práctica no se trata nada más que de otra maquinación de un poder centralizado

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limitado. De todas maneras, la vacilación entre el poder “centralizado” y “descentralizado” forma parte de un proceso histórico más amplio en el cual los regionalistas se hacen centralistas, y los centralistas regionalistas, de acuerdo a la percepción de sus intereses socio-económicos en el momento dado: Esta gravitación centralista se explica perfectamente. Las aspiraciones regionalistas no constituían un programa concreto, no proponían un método definitivo de descentralización o autonomía, a consecuencia de traducir, en vez de una reivindicación popular, un sentimiento feudalista. Los gamonales no se preocupaban sino de acrecentar su poder feudal. El regionalismo era incapaz de elaborar una fórmula propia. No acertaba, en el mejor de los casos, a otra cosa que a balbucear la palabra federación. Por consiguiente, la fórmula de descentralización resultaba un producto típico de la capital. (136)

El supuesto “regionalismo descentralizado” no es nada más que otra política de un Estado centralizado, que jamás ha comprendido claramente un método para su implantación y práctica. Además, el Estado central no ha evidenciado su habilidad de extender su poder más allá de Lima, ni siquiera al pretender ceder su autoridad a las provincias. En este contexto, las únicas formas del poder que quedan operantes fuera de la capital son las de esclavitud y servidumbre—el mismo gamonalismo feudal que sigue intacto desde el siglo dieciseis. Lo que en realidad Mariátegui critica es una crisis de significación. El Estado no ha sabido cómo distribuir su autoridad sobre la tierra, porque no ha sabido cómo articular su poder con respecto a una historia de dominación feudal. La historia siempre se hace presente en todas las maquinaciones del Estado y otros actores sociales, pero también se muestra ausente porque no hay manera de concebirla como objeto de la política. El resultado es una nación peruana dividida falazmente en unidades administrativas que no representan la forma natural de la tierra, ni los intereses de las masas indígenas vinculadas “naturalmente” a la tierra, ni siquiera los caudillos que dominan aquellas masas—caudillos que acceden al Estado o no cuando éste sirve a sus propios intereses. Por todos lados falta la habilidad para percibir la conexión entre la tierra y la historia como algo legible. Y aquí se observa la clave de quizás toda la crítica socio-política mariateguiana: el orden político-económico del Perú no se corresponde con el orden “orgánico” socio-cultural que emana de la tierra. Seguidamente, la falta de correspondencia produce caos

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social porque los problemas cíclicos de la historia no se pueden articular política u oficialmente. La obra entera de Mariátegui consiste en nada menos que la formalización de esa falta de correspondencia, la formalización de la historia social de la “tierra” y los numerosos intentos de darle significado. Al trazar fallas/fronteras geo-históricas sobre el territorio, Mariátegui crea un imaginario nacional alternativo—uno no basado en la cohesión y la contención, sino en el conflicto y la fractura. Supuestamente, si se ve la historia de la nación en términos fragmentarios en vez de unitarios, uno tendría los medios para re-unir los fragmentos. La estética de la tierra El análisis marxista marca, por su naturaleza, una ruptura fundamental con la ideología de la tierra que subyace el capitalismo mundial. El capitalismo asigna a la tierra una naturaleza esencial—y por consiguiente, una naturaleza eterna, inmutable, incambiable. Recordamos aquí que la economía en sí (cualquier economía) se funda en la extracción, producción y circulación de recursos naturales, recursos que son limitados y escasos. Por eso una tierra esencial e inmutablemente natural no puede sino resultar en un sistema productivo igualmente inmutable, inevitable, incambiable, eterno, natural. El análisis históricomaterialista revela que esta especie de esencialismo naturalista en cuanto a la tierra no es nada más que ideología capitalista, una proyección fantástica del supuesto dominio que el capitalismo desea tener sobre el mundo entero. ¿En qué respecto se distingue la obra mariateguiana del esencialismo capitalista? Mariátegui reconoce la variabilidad histórica de significaciones “terrestres”. El crítico busca interpretaciones metafóricas de la tierra (la tierra es un encrucijada de fronteras conflictivas, la tierra es indígena, la tierra era y será Mama Pacha) para promover una interpretación alegórica de la historia peruana (la vuelta inevitable del orden indígena y la disolución de propiedad privada). A pesar de construir una cartografía (metafórica-alegórica) que es “otra”; sin embargo, para Mariátegui la finalidad de la historia (telos) ya está esencialmente garantizada—por una poética de la historia cuya realidad es enteramente dudable. Mariátegui efectivamente salta de una tropología estética (metáforas, alegorías) a una crítica material de la sociedad, sin interrogar la conexión entre la figuración y el materialismo. No obstante, en

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su momento de fracaso el método interpretativo de Mariátegui todavía nos apunta a un modo crítico más poderoso aunque no menos poético. En vez de metáforas y alegorías, puede ser que Mariátegui realmente procura interpretar la realidad a través de otro tropo: la imagen, o mejor decir, la imagen dialéctica caracterizada por Walter Benjamin. En su “Teoría del conocimiento, teoría del progreso” en su Libro de pasajes (Convoluto 19), Benjamin rechaza la disciplina académica de la historia, en la cual el historiador simplemente verifica el pasado como una serie de eventos que ya se ha resuelto. El propio lugar de la práctica de la historia es reconocer cómo el pasado siempre termina por afectar el momento presente, el peso material de un pasado que re-vive en el presente. Al mismo tiempo, la historia es siempre textual; más precisamente, la historia solamente nos llega por medio de textos fragmentarios con que construimos una imagen del pasado, en este sentido Benjamin anticipa la historiografía deconstructiva de Hayden White. La historia nunca pierde su forma “figural”, sin embargo, como Benjamin explica en uno de sus aforismos más conocidos: What distinguishes images from the “essences” of phenomenology is their historical index. . . . These images are to be thought of entirely apart from the categories of the “human sciences”, from so-called habitus, from style, and the like. For the historical index of the images not only says that they belong to a particular time; it says, above all, that they attain to legibility only at a particular time. And, indeed, this acceding “to legibility” constitutes a specific critical point in the movement at their interior. Every present day is determined by the images that are synchronic with it: each “now” is the now of a particular recognizability. (462–63)

El historiador (como cualquier ser humano) vive en una realidad concreta que puede ser vista pero no comprendida como tal; se puede ver la realidad y no ver cómo se ha formado históricamente como una realidad verdadera. La imagen dialéctica viene, entonces, como representación figurativa del pasado que se superpone sobre cada “ahora” para hacerlo legible. El poder verdadero de la historia acontece en una “erupción” de negación, cuando el historiador percibe su momento literal (tesis) y la imagen figural de la historia (antitesis) simultáneamente. Benjamin concluye su aforismo: It is not that what is past casts its light on what is present, or what is present its light on what is past; rather, image is that wherein what has

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been comes together in a flash with the now to form a constellation. In other words: image is dialectics at a standstill. For while the relation of the present to the past is purely temporal, the relation of whathas-been to the now is dialectical: not temporal in nature but figural . Only dialectical images are genuinely historical—that is, not archaic—images. The image that is read—which is to say, the image in the now of its recognizability—bears to the highest degree the imprint of the perilous critical moment on which all reading is founded. (463)

Beatriz Sarlo ha caracterizado la imagen dialéctica de Benjamin específicamente en términos de una poética: “La forma de la evidencia histórica, piensa Benjamin, se encuentra en las imágenes que condensan, como la iluminación poética, elementos muy lejanos, cuyo vínculo era secreto pero no inmotivado” (26–27). Sarlo sigue por identificar la aproximación de la poética benjaminiana a lo político: Esta distancia que la imagen establece y, al mismo tiempo, anula, es filosófica y metodológica. En efecto, el “método Benjamin” (si se permite esta expresión inusual para su objeto) es, como la estrategia surrealista, una aproximación entre dos registros que, cada uno en sí mismo ha perdido su verdad, pero cuya contraposición instituye un sentido. . . . Este conocimiento del futuro en lo viejo proviene de una capacidad (poética/política) de establecer el vínculo que ilumine ambos términos, violentando su lejanía. Se trata de la superposición de dos temporalidades: “La verdad histórica se genera en la imagen dialéctica por el contacto entre el ‘ahora de su cognoscibilidad’ y momentos o coyunturas específicas del pasado”3. (27)

Una lectura cuidadosa de Mariátegui—a pesar de su fracaso interpretativo—revela una expresión perfectamente poética del “método Benjamin” explicado por Sarlo: “Peruanicemos el Perú”. El lema de Mariátegui (que es también el título de la columna que él escribía para la revista Mundial) quiere decir que el Perú no existirá verdaderamente hasta que un “nosotros” se imagine un lenguaje (el verbo neológico “peruanizar”) apropiado para hacer la nación legible. En este sentido, Mariátegui moviliza un “nosotros” figurativo que, aunque pierde de verdad, todavía hace que el pueblo peruano se reconozca a sí mismo. O como Mariátegui dice al final de “El proceso de la literatura”: “Pero, bajo este flujo precario, un nuevo sentimiento, una nueva revelación se anuncian. Por los caminos universales, ecuménicos, que tanto se nos reprochan, nos vamos acercando cada vez más a nosotros mismos” (232).

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Mariátegui niega la función de la literatura como mera representación de la base socio-económica. Cualquier representación superestructural sólo puede ser ideológica: el acto de una clase élite de letrados, por ejemplo, que toma control simbólico sobre otra clase de sujetos subalternos y explotados. De la misma manera, tendremos que rechazar como puramente ideológico cualquier mandato estalinista—o maoísta, o “bolivariano”—para el realismo socialista, para un arte que sólo representara simbólicamente el pueblo, el proletariado y su Partido Supremo. Sin embargo, el hecho que se pueda usar la literatura ideológicamente no invalida la literatura o la crítica literaria en sí. Al contrario, puede ser que la literatura y la crítica sean requisitos necesarios para un análisis propiamente dialéctico. Como se discutió anteriormente, la “tierra” es una cifra radical en el pensamiento histórico-materialista al cual Mariátegui siempre se dedicaba. La tierra es una pre-condición de la producción, o es una condición productiva en sí misma, pero no puede ser las dos cosas a la vez; o mejor dicho, queda radicalmente abierta la cuestión de qué significa “tierra” como ambiente concreto y como concepto abstracto. Como no se puede fijar un significado exacto, se vuelve imperativo que el intelectual revolucionario se imagine nuevos significados para ella, para que todo valor derivado de la tierra pueda ser redistribuido de una manera equitativa. Mariátegui ve la re-significación de la tierra como una problemática de importancia particular para el Perú, ya que era un país que se mantenía fundamentalmente feudal y agrícola (en vez de burgués e industrial). Siguiendo la Crítica del juicio de Kant y la Tésis sobre Feuerbach de Marx, parecería que la poesía es precisamente este proceso únicamente capaz de crear nuevos conceptos, nuevas categorías, nuevos significados para la consciencia humana. Mas, ¿cómo es que una “poética de la tierra”—una poética, además, que parece tan universal o trascendental en términos kantianos o marxistas—tendría efectividad en un país como el Perú en la manera que Mariátegui se la imagina? Aunque el crítico niega en ciertos momentos que la tierra peruana tenga significado, en otras ocasiones le atribuye significados fijos. Mariátegui comete un error decisivo en tejer “la tierra” a “lo indígena” tan estrechamente, así que la “tierra” no puede significar sino “indígena” y viceversa. Puede ser plausible que, antes de la invasión europea, la tierra tuviera un significado mitológico y absoluto (“Mama Pacha”). Mariátegui sugiere que si el Perú solamente pudiera volver a este espacio absoluto de la tierra incaica, entonces la

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promesa marxista de una sociedad absolutamente equitativa, sin clase social y sin propiedad privada podría ser realizada. Pero Mariátegui falla absolutamente en mantener la radicalidad inherente e inevitable de la tierra y sus significados potenciales: el crítico no puede ver la tierra como “espacio absoluto” como aún otro modo de dominación, control y explotación. En este sentido el espacio absoluto incaico no se diferencia fundamentalmente del espacio absoluto católico de la colonia feudal española, ni del espacio absoluto de los bolcheviques soviéticos. Aquí Mariátegui (como los estalinistas ortodoxos con quien él chocaba) dispone la tierra y la sociedad dentro de una narrativa alegórica del progreso, así distorsionando la eficacia real e histórica de su propia lucha crítica. Al mismo tiempo—paradójicamente—Mariátegui promueve la imagen del pasado incaico como una interrupción necesaria en el progreso de sistemas económicos de explotación. La historia es una forma literaria sumamente presente que “imagina” el tiempo por medio de la figuración poética, y que anula el progreso del tiempo en la práctica concreta. Mariátegui indica una manera en la cual se podría realizar esta visión de la historia: en el choque dialéctico entre el presente, pasado y futuro, la poética emerge como aspecto necesario para el cambio social. Mas no será así hasta que renunciemos a la literatura y la estética como síntomas o símbolos de nuestra realidad, reconociéndolas por lo que son: fuerzas productivas. University at Buffalo (SUNY) NOTAS Citas de la edición incluida en la bibliografía serán anotadas en paréntesis por el número de página. 1

Para una discusión más amplia del papel de Mariátegui y de su estética, véase Vicky Unruh.

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Sarlo cita el libro Onirokitsch. Walter Benjamin y el surrealismo del crítico argentino Ricardo Ibarlucía (73). 3

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OBRAS CITADAS Benjamin, Walter. The Arcades Project. Trad. Howard Eiland & Kevin McLaughlin. Cambridge, MA: The Belknap P of Harvard UP, 1999. Impreso. Chang-Rodríguez, Eugenio. “El indigenismo peruano y Mariátegui.” Revista Iberoamericana 50.127 (Abril–Junio 1984): 367–93. Impreso. ———. “Poética y marxismo en Mariátegui”. Hispamérica: Revista de Literatura 12.34–35 (Abril–Agosto 1983): 51–67. Impreso. Cornejo Polar, Antonio. Escribir en el aire: Ensayo sobre heterogeneidad socio-cultural en las literaturas andinas. Lima: Editorial Horizonte, 1994. Impreso. Coronil, Fernando. “Towards a Critique of Globalcentrism: Speculations on Capitalism’s Nature”. Public Culture 12.2 (2000): 351–74. Impreso. Harvey, David. The Urbanization of Capital: Studies in the History and Theory of Capitalist Urbanization. Baltimore: The Johns Hopkins UP, 1985. Impreso. Ibarlucía, Ricardo. Onirokitsch. Walter Benjamin y el surrealismo. Buenos Aires: Manantial, 1998. Impreso. Löwy, Michael y Penelope Duggan. “Marxism and Romanticism in the Work of José Carlos Mariátegui”. Latin American Perspectives 25.4 (July 1998): 76–88. Impreso. Mariátegui, José Carlos. 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana. 1928. Pról. Aníbal Quijano. Ed. Elizabeth Garrels. Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1979. Impreso. Quijano, Aníbal. “Modernity, Identity, and Utopia in Latin America”. The Postmodernism Debate in Latin America. Ed. John Beverley, Michael Aronna & José Oviedo. Durham, NC: Duke UP, 1995. 201–16. Impreso. Sarlo, Beatriz. “El taller de la escritura”. Siete ensayos sobre Walter Benjamin. Bs. As.: Fondo de Cultura Económica, 2000. 21–31. Impreso. Unruh Vicky. “Mariátegui’s Aesthetic Thought: A Critical Reading of the AvantGardes”. Latin American Research Review 24.3 (1989): 45–69. Impreso.

Resumen: Este ensayo trata de la intersección problemática del materialismo histórico y la metafísica mítica en los ensayos posteriores de José Carlos Mariátegui. Aunque la crítica social de Mariátegui casi siempre se basa en la historia y en lo material, el crítico sufrió el reproche oficial del III Internacional soviético por desviarse demasiado de la ortodoxia estalinista. Su “desviación” se nota ampliamente en la manera en que Mariátegui interpreta la tierra. Mariátegui ve una conexión fuerte y orgánica entre la tierra y la organización social de la mayoría (indígena) de la población peruana. Sin embargo, también ve un estado nacional cuya relación a la tierra es meramente retórica. En los dos casos, la tierra se vuelve una precondición conceptual y retórica para la política y la nación, pero también una precondición que requiere una formalización quasi-estética para hacerse una realidad.

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Los últimos ensayos de Mariátegui, entonces, empiezan a resolver grandes problemas metodológicos del marxismo en cuanto a la “naturaleza” de la tierra dentro de la crítica social. Más allá de la metodología, sin embargo, también se abre la posibilidad de necesitar una poética para dar significación a la tierra, y consiguientemente significación al pueblo oprimido y su potencia revolucionaria. Palabras claves: Mariátegui, José Carlos, Perú, Indigenismo, Teoría crítica, Teoría política, Tierra, Poética, Marxismo, Comunismo, Estalinismo.

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