María, Virgen y Madre. Tríptico poético-musical

June 15, 2017 | Autor: Juan Miguel Prim | Categoría: Poesía, Música, Virgen María
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Descripción

MARÍA, VIRGEN Y MADRE Tríptico poético-musical D. Juan Miguel Prim Goicoechea Conferencia con ocasión de los actos preparatorios a la Coronación Canónica de Nª Sra. la Virgen del Val Viernes 22 de mayo de 2009 Salón de Actos de la Universidad Cisneriana

LA “VIA PULCHRITUDINIS” COMO CAMINO DE ACCESO AL MISTERIO DE DIOS Y DE MARÍA Buenas tardes. Quisiera ante todo agradecer a los responsables de estas conferencias la confianza puesta en mi persona al encomendarme dirigirles la palabra esta tarde. Gracias a la Cofradía de Nª Sra. la Virgen del Val, que se prepara en estos meses para la Coronación Canónica de la imagen de la Virgen, tan querida en nuestra ciudad, doctora de esta Universidad y Alcaldesa, y gracias a todos ustedes por su presencia a este acto. Que Dios se lo pague y la Virgen, medianera de todas las gracias, se lo tenga en cuenta. Después de los excelentes oradores e historiadores que hemos tenido ocasión de escuchar en los encuentros precedentes debo confesar que me sentía un tanto embarazado a la hora de preparar la conferencia de esta tarde. No me parecía adecuado volver sin más a los principales conceptos históricos, teológicos o litúrgicos que fundamentan el culto a la Virgen, pues estos ya han sido expuestos con suficiente extensión y profundidad. Además, las agradables y casi veraniegas temperaturas de estos días no predisponen precisamente nuestro ánimo a la meditación abstracta de las verdades de nuestra fe. De ahí que haya decidido finalmente seguir otro camino, otra “via” -utilizando la palabra latina-, la “via pulchritudinis”, la vía o camino de la belleza. Se ha hablado mucho en estos últimos años en el seno de la Iglesia católica de esta “via pulchritudinis” como camino privilegiado de acceso al Misterio (con mayúsculas) de la vida y del ser, es decir, como camino para llegar a Dios. El Concilio Vaticano II, en su Mensaje a los artistas, fechado el 8 de diciembre de 1965, Solemnidad de la Inmaculada Concepción, decía: “Este mundo en que vivimos tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza. La belleza, como la verdad, pone alegría en el corazón de los hombres; es el fruto precioso que resiste a la usura del tiempo, que une a las generaciones y las hace comunicarse en la admiración”. Son palabras que me gusta repetir, pues explican por qué la Iglesia ama el arte, y ha de cuidar la liturgia y todo aquello que es bello, bueno y verdadero. Tenemos necesidad de la belleza, para no caer en la desesperanza, más que nunca en estos tiempos que corren. El papa Juan Pablo II, en su estupenda Carta a los artistas -fechada el 4 de abril de 1999, domingo de Pascua de Resurrección- escribía: “Para transmitir el mensaje que Cristo le ha confiado, la Iglesia tiene necesidad del arte. En efecto, debe hacer perceptible, más aún, fascinante en lo posible, el mundo del espíritu, de lo invisible, de Dios. Debe por tanto acuñar en fórmulas significativas lo que en sí mismo es inefable. Ahora bien, el arte posee esa capacidad peculiar de reflejar uno u otro aspecto del mensaje, traduciéndolo en colores, formas o sonidos que ayudan a la intuición de quien contempla o escucha. Todo esto, sin privar al mensaje mismo de su valor trascendente y de su halo de misterio”. El Misterio -en efecto- tiene necesidad de lo sensible, de los sonidos, palabras, formas y colores para llegar hasta nosotros, que somos seres sensibles, corporales y espirituales a un tiempo. Por eso el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros. Cur Deus homo?, se preguntaban los antiguos. ¿Por qué Dios se hizo hombre? Para salvar nuestra naturaleza humana desde dentro, para dejarse ver por nuestros ojos y palpar por nuestras manos, y así sanar nuestros sentidos y nuestra alma. Para resucitar nuestra carne. Y la encarnación del Verbo en el seno de María es el fundamento del arte cristiano en todas sus expresiones. De este modo se superó en la historia de la cultura occidental el precepto mosaico -aún vigente entre judíos y musulmanes- que prohibe toda representación figurativa de Dios, por considerarla idolátrica. 1

En efecto -y esto es algo que nuestros actuales hombres de estado y de cultura con frecuencia ignoran u olvidan-, la fe cristiana, por tener en su centro la encarnación del Verbo, ha inyectado en el corazón de la civilización humana un ímpetu creativo que ha hecho nacer hermosísimas melodías, cuadros de extrema belleza, templos grandiosos y sobrecogedores, tallas y esculturas conmovedoras o libros litúrgicos pulcramente decorados... todo ello posible porque Dios ha entrado en nuestro mundo y se ha unido de manera misteriosa a nuestra carne, a la materia, convirtiéndola en signo de su Presencia. El arte cristiano cumple así la misión profética de todo arte, expresada de manera sublime -aunque desesperada- por el poeta italiano Giacomo Leopardi (1798-1837) cuando escribía en el poema A su dama: Cara beldad que, ausente, amor me inspiras... Si tú de las ideas eternales, eres una, de aquellas que de formas sensibles no vistió la eterna ciencia ni entre caducos restos soportan el dolor, de la existencia, o si acaso en el cielo donde giras otra tierra te acoge entre sus mundos, y más bella que el sol próxima estrella te alumbra, y más benigno éter aspiras, desde aquí, donde llora aquel que vive, de ignoto amante la canción recibe. El poeta de Recanati -Leopardi- lamentaba así la suerte de los mortales, que no pueden contemplar en este mundo la belleza ideal, cuyo anhelo es despertado en el alma por el espectáculo de la naturaleza o la belleza de la mujer. Pero esa idea eterna que quisiera ver revestida de sensible forma es Cristo, “el más hermoso de los hijos de los hombres”, nacido de María, Virgen y Madre, la tota pulchra, la toda hermosa. El cristianismo es la religión de la belleza, pero no de una belleza perseguida como fin en sí mismo, sino de la belleza de la gracia, regalada al que busca sinceramente, en el olvido de sí mismo, al Autor de la belleza, única aspiración del corazón del hombre que no lo defrauda. Pero vayamos a nuestro tema. Les propongo a ustedes una especie de tríptico mariano, compuesto por tres fragmentos musicales y tres textos poéticos que han nacido de la mirada a María, nuestra Señora. La unidad de este tríptico la da la persona de María, pero también el autor de la música que escucharemos: el gran músico abulense Tomás Luis de Victoria (1548-1611). Es Victoria uno de los grandes polifonistas de todos los tiempos, superior por su misticismo -en mi opinión- al mismo Palestrina. Niño cantor en la Catedral de Ávila, estudiante en el Colegio Germánico de Roma, cantor y organista de las Iglesias de Montserrat y Santiago en la ciudad eterna, profesor y maestro de capilla del Seminario Romano, cargo en el que sucedió al propio Palestrina, compositor y... sacerdote. Durante años convivió con San Felipe Neri, el “santo de la alegría”, cuya memoria litúrgica celebraremos el próximo 26 de mayo. Son éstos los años decisivos de Victoria, años de intensa religiosidad que marcará toda su obra y le llevará a apartarse de honores y fastos. Sus últimos años transcurrieron -ya de vuelta en España- en el Real Convento de las Clarisas Descalzas de Madrid, donde murió casi olvidado en 1611.

I PARTE: LA ANUNCIACIÓN A MARÍA Escuchemos en primer lugar un motete que canta el momento de la Anunciación. Leo el texto:

NE TIMEAS MARIA Ne timeas Maria, invenisti enim gratiam apud Dominum: ecce concipies in utero et paries filium, et vocabitur Altissimi Filius. “No temas, María, pues has hallado gracia ante el Señor. He aquí que concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, y se llamará Hijo del Altísimo”. (audición) 2

Creo que sobran las palabras. La música apoya y destaca el texto del relato evangélico. El saludo del ángel es cantado por las voces blancas de los niños. “No temas, María”. ¡Cuántos cuadros y grabados han querido recoger este momento, este diálogo misterioso transcurrido en la intimidad de la alcoba de María! Dios que se dirige a su criatura por medio de su enviado, el arcángel Gabriel. “Has hallado gracia ante Dios”. “Llena eres de gracia”, como decimos en el Ave María. Panaghia, la llaman los orientales, la Toda Santa. “Has hallado gracia ante Dios -aquí está encerrado el misterio de la Inmaculada- y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo y será llamado Hijo del Altísimo”. He aquí el misterio de la Virgen Madre. Y junto a la música, la poesía. Veamos cómo recrea Lope de Vega -estudiante que fue de esta Universidad- el diálogo de la anunciación: ASOMBRO DE MARÍA EN LA ANUNCIACIÓN Estaba María santa contemplando las grandezas de la que de Dios sería Madre santa y Virgen bella el libro en la mano hermosa, que escribieron los profetas, cuanto dicen de la Virgen. ¡Oh qué bien que lo contempla! Madre de Dios y virgen entera, Madre de Dios, divina doncella. Bajó del cielo un arcángel, y haciéndole reverencia, Dios te salve, le decía, María, de gracia llena. Admirada está la Virgen cuando al Sí de su respuesta tomó el Verbo carne humana, y salió el sol de la estrella. Madre de Dios y virgen entera, Madre de Dios, divina doncella. LOPE DE VEGA “Madre santa y Virgen bella”, escribe Lope. ¿Cómo se puede ser Virgen y Madre? Este es el misterio de María, imposible para los hombres, pero posible para Dios. Eva era virgen cuando extendió su mano al fruto prohibido y después del pecado, compartido con Adán, hubo de parir con dolor, engendrando una estirpe herida. María era virgen cuando el Verbo, nuevo Adán, se encarna en ella por obra del Espíritu Santo. Se rompe así el contagio del pecado, y entra en el género humano una nueva semilla de vida, “verdadero Dios y verdadero hombre”. “Madre santa y Virgen bella”. La belleza de María es la gracia de Dios. La gracia que la preservó del pecado original en su inmaculada concepción y la gracia que acogió con su “sí” libre y confiado. Imagina Lope de Vega a la Virgen en meditación, con “el libro en la mano hermosa”, como en tantos cuadros contemporáneos al autor. Ese libro son las Sagradas Escrituras, en las que lee “cuanto dicen de la Virgen los profetas”. Y es sorprendida en su oración por el ángel que cita implícitamente el pasaje de Isaías 7,14: “Una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le llamará Dios con nosotros”. Esa virgen es María, “Madre de Dios y virgen entera, Madre de Dios, divina doncella”. “Admirada está la Virgen”, sigue diciendo Lope de Vega, “cuando al Sí de su respuesta / tomó el Verbo carne humana / y salió el sol de la estrella”. Es una hermosa metáfora: el Sol, que es Cristo -sol que nace de lo alto, de Dios- nace de la estrella, María, a la que invocamos como stella maris, stella matutina, stella splendens; la estrella del mar, estrella de la mañana, estrella resplandeciente. Todos recordamos como momentos especiales de nuestra vida la contemplación del cielo estrellado. El poeta Leopardi, antes citado, se preguntaba ante semejante espectáculo: “... Viendo arder los astros en el cielo / me digo pensativo: / ¿para qué tantas luces? / ¿qué hace el aire infinito, y la profunda / calma infinita? ¿qué nos dice esta / inmensa soledad? ¿y yo quién soy?” 3

Pues bien, de todas esas estrellas hay una que se distingue por su belleza e intensidad: la “estrella de la mañana”, la primera en aparecer y desaparecer. Cuando en la mañana brilla sólo ella, es signo de que el sol está por aparecer. Por eso María es la Stella matutina, por haber sido la primera luz que apareció después de las tinieblas del pecado, la primera luz de esperanza, porque anunció al Sol verdadero, Cristo. Resumamos lo dicho en esta primera parte del tríptico con las palabras del Concilio Vaticano II: “El Padre de las Misericordias quiso que precediera a la Encarnación la aceptación de parte de la Madre predestinada, para que así como la mujer contribuyó a la muerte, así también contribuyera a la vida. Lo cual vale en forma eminente de la Madre de Jesús, que dio al mundo la vida misma que renueva todas las cosas y que fue adornada por Dios con dones dignos de tan gran oficio. Por eso, no es extraño que entre los Santos Padres fuera común llamar a la Madre de Dios toda santa e inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura. Enriquecida desde el primer instante de su concepción con esplendores de santidad del todo singular, la Virgen Nazarena es saludada por el ángel por mandato de Dios como llena de gracia (Cf. Lc 1, 28), y ella responde al enviado celestial: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). Así María, hija de Adán, aceptando la palabra divina, fue hecha Madre de Jesús, y abrazando la voluntad salvífica de Dios con generoso corazón y sin impedimento de pecado alguno, se consagró totalmente a sí misma, cual, esclava del Señor, a la Persona y a la obra de su Hijo, sirviendo al misterio de la Redención con El y bajo El, por la gracia de Dios omnipotente. Con razón, pues, los Santos Padres estiman a María, no como un mero instrumento pasivo, sino como una cooperadora a la salvación humana por la libre fe y obediencia. Porque ella, como dice San Ireneo, obedeciendo fue causa de la salvación propia y de la del género humano entero. Por eso, no pocos padres antiguos en su predicación, gustosamente afirman: El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María; lo que ató la virgen Eva por la incredulidad, la Virgen María lo desató por la fe; y comparándola con Eva, llaman a María Madre de los vivientes, y afirman con mayor frecuencia: La muerte vino por Eva; por María, la vida".

II PARTE: LA INTERCESIÓN DE MARÍA Pasemos a la segunda parte o tabla de esta tríptico mariano. Escuchamos otro motete de Victoria, una oración a la Virgen desde la conciencia de nuestra fragilidad. Se titula: SANCTA MARIA, SUCURRE MISERIS Sancta Maria, succurre miseris, iuva pusillanimes, refove flebiles, ora pro populo, interveni pro clero, intercede pro devoto femineo sexu: sentiant omnes tuum iuvamen, quicumque celebrant tuam sanctam commemorationem. Amen. Santa María, socorre a los desgraciados, ayuda a los débiles, consuela a los tristes, ora por tu pueblo, ven en ayuda de tu clero, intercede por las vírgenes consagradas. Que todos sientan tu ayuda, todos los que celebran esta santa fiesta en tu honor. Amén. (audición) Esta petición a la Virgen evoca en nosotros tantos momentos de petición. Cuando las circunstancias nos sobrepasan nos dirigimos a la Madre. Es lo que hacía Charles Péguy, escritor católico francés (1873-1914), cuando encomendaba a sus tres hijos a la Virgen. Él, que confesaba en 1909: “La Virgen me ha salvado de la desesperación... Durante 18 meses fui incapaz de recitar el Padrenuestro. No podía decir: Hágase tu voluntad. No podía, no podía rezarlo, porque no podía aceptar de verdad su voluntad sobre mí a causa de mi enfermedad. Fue terrible. Yo no podía decir de verdad y con sinceridad: Hágase tu voluntad... Entonces, recé a María. El Avemaría es el último recurso, porque no hay nadie que no pueda rezarla”. Pues bien, Péguy, preocupado por la salud y el futuro de sus hijos, peregrinó al santuario de la Virgen en Chartres para ponerles en manos de María. Más tarde lo recordaría con estas palabras: “Piensa en sus hijos que puso expresamente bajo la protección de la Virgen. 4

Un día que estaban enfermos. Y que él había tenido tanto miedo. Piensa temblando aún en aquel día. En que había tenido tanto miedo. Por ellos y por él. Porque estaban enfermos. Había temblado de veras. De sólo pensar que estaban enfermos. Había comprendido que así no podía vivir. Con los niños enfermos. Y su mujer tenía tanto miedo. Tan espantoso miedo. Que tenía la mirada fija hacia adentro y la frente cerrada y no decía ya ni una palabra. Como un animal enfermo. Que se calla. Porque tenía el corazón oprimido. [...] Entonces había dado un golpe (un golpe de audacia), se reía todavía cuando lo pensaba. Hasta se admiraba un poco. Había de qué. Y se estremecía todavía. Hay que decir que había sido realmente atrevido y fue un golpe audaz. Y sin embargo todos los cristianos pueden hacer otro tanto. Hasta se pregunta uno por qué no lo harán. [...] Él, audaz como un hombre. Había tomado, por medio de la oración había tomado. A sus tres hijos en la enfermedad, en la miseria en que yacían. Y tranquilamente os los había puesto. Por la oración os los había puesto. Muy tranquilamente en los brazos de la que está cargada con todos los dolores del mundo. Y que tiene ya los brazos tan cargados. Porque el Hijo tomó todos los pecados. Pero la Madre tomó todos los dolores”. María no es solamente objeto de nuestra contemplación, de nuestra alabanza. Es objeto también de nuestra súplica, de nuestra petición. Es un golpe de audacia -como dice Péguy- poner nuestras preocupaciones en sus brazos. Todos podemos hacerlo. Pero hace falta una sencillez de corazón, hace falta la humildad de reconocer que no lo podemos todo, es más, que no podemos casi nada. El principal encuentro de los cristianos, la Eucaristía, comienza con el reconocimiento de nuestra miseria, de nuestros pecados: Yo confieso. Decidme otra experiencia humana, otra forma de reunión de los seres humanos en que se comience con una conciencia tan clara de nuestra limitación real, de nuestra impotencia radical. El hombre descansa cuando pone en manos de María sus preocupaciones... “Porque el Hijo tomó todos los pecados. / Pero la Madre tomó todos los dolores”.

III PARTE: EL AVE MARIA, LA ORACIÓN DE LOS HIJOS Llegamos a la tercera y última parte. Escuchamos ahora el motete más conocido de Tomás Luis de Victoria, su famoso Ave Maria a cuatro voces. Aunque algunos discuten que sea obra de Victoria nosotros lo damos por suyo y lo escuchamos con gusto, pues ciertamente no desmerece al autor:

AVE MARIA

Ave Maria, gratia plena, Dominus tecum, benedicta tu in mulieribus, et benedictus fructus ventris tui Iesus. Sancta Maria Mater Dei, ora pro nobis peccatoribus, nunc, et in hora mortis nostrae. 5

Amen. (audición) Nos encontramos ante la oración más bella dirigida a María, basada en textos bíblicos. En la primera parte se citan dos pasajes bíblicos: las palabras del ángel en la Anunciación a María: «¡Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo!» (Lc 1,28); y el saludo que el Espíritu Santo inspira a Isabel, cuando María va a visitarla «¡Bendita entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!» (Lc 1, 42) La segunda parte es una petición tradicional de la piedad cristiana, en la que el orante requiere la intercesión de María como Madre de Dios: «Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén». Péguy decía: “Yo soy uno de esos católicos que daría todo Santo Tomás [de Aquino] por el Stabat Mater, el Magnificat, el Ave María y la Salve Regina”. Aunque parezca exagerado hemos de reconocer que el Ave María es desde luego la oración más querida y más repetida a lo largo de los siglos por la boca de los cristianos. Junto a este motete de Victoria he querido traer hoy ante ustedes un último poema -un poema largo- de Andrés Trapiello, poeta leonés nacido en 1952; uno de los grandes de nuestra poesía actual. En él se refleja la experiencia de muchas personas, educadas en una fe cristiana que han ido perdiendo por el camino, una fe reducida a su etapa infantil, pero que en momentos de zozobra hace subir de nuevo a los labios las palabras del Ave María. Lo escuchamos: VIRGEN DEL CAMINO Estas noches de invierno hace frío en la casa, los techos son muy altos y las paredes viejas, cierran mal los balcones y la ventisca entra hasta la misma cama donde espero a que me venza el sueño y a que el sueño me arrebate de golpe el libro de las manos, y así, sobresaltado, me despierto en medio de las sombras. Y es entonces cuando comienzo un rito, un viejo rito íntimo, igual todas las noches: rezo un avemaría mentalmente. Durante muchos años esto me avergonzaba. «Qué buscas», me decía, «en oración tan simple. Eres un hombre ya, no crees hace mucho que el destino del hombre obedezca a unas leyes divinas ni que el orbe, engastado de estrellas en las ruedas del sol y de la luna, sea la maquinaria de un reloj, al que un ser bondadoso da cuerda cada noche en su vasto castillo, esa vieja mansión que Nietzsche llamó Nada y Bergson llamó Tiempo. Es tarde para ti, me digo. Déjales esa oración a otros, a tus hijos tal vez, ignorantes aún de lo que sean las palabras antiguas del arcángel que anunciaron el Verbo y su silencio en misterioso griego, según cuenta san Lucas. No pienses otra cosa. Estás cansado. Ya es bastante de un día conocer su final y conocerlo en paz. Deja, pues, de rezar. Ese viático no puedes usurparlo, porque, di, ¿de qué te serviría? De qué sirve una llave de la que no sabemos a dónde pertenece». 6

Son razones que habré dicho mil veces, pero al llegar la noche, me acuerdo de otras noches y el frío de mis pies entre las sábanas es un frío de infancia, de internado, cuando oía a mi lado el dulce respirar en otras camas, y en el cristal la escarcha. Y al recordar aquellas ya lejanas noches de la meseta, tan largas, oscuras y sin fondo, recuerdo las palabras de los frailes: «La Virgen del Camino guiará vuestros pasos dondequiera que estéis. No dejéis de rezarle y el camino no será tan difícil. Será para vosotros linterna en alta mar o una noche de luna». Y recuerdo que yo, para dormirme, imaginaba, acurrucado, debajo de las mantas que pesaban pero que calentaban poco, sin moverme siquiera de la parte más tibia que había caldeado con esfuerzo, incluso con mi aliento, imaginaba, digo, qué sería de mí y qué lejanos mares habría de cruzar, qué extrañas tierras. Otras veces pensaba si la muerte habría de llegarme como a aquel que labrando un buen día su viña, ni siquiera de recoger su manto tuvo tiempo, o en medio de una fiesta, o en el sueño... AI llegar a este punto recuerdo que temblaba y pensaba en mi Virgen, de modo que mis labios desgranaban aquel Ave, Maria, gratia plena, con el que yo me hacía m lecho de hojas secas, y luego me dormía... para llegar, muchos años después, a noches como ésta, noches frías de invierno donde a solas conmigo voy pensando y dejando en mi boca, una a una, las palabras antiguas de la Salutación, como si fueran el óbolo que habrá de franquearme los portales del manto hospitalario que unos llamaron Tiempo y otros llamaron Nada”. Increíble poema. He querido recogerlo para terminar, porque los cristianos sabemos que muchas veces es el amor y la devoción a María la que mantiene encendida la vela de nuestra fe. Las oraciones aprendidas de pequeños, los gestos enseñados por nuestros abuelos o nuestros padres, las catequesis de los primeros años, el amor a la Virgen... son para muchos hoy el terreno hondo desde el que retomar la fe, una fe que necesita hacerse adulta, para no quedarnos en la nostalgia de la infancia perdida, de la inocencia de nuestros primeros años. Pero ahí está la fe transmitida, como un ancla firme. Y es necesario vencer la vergüenza de rezar, como dice Trapiello: “Durante muchos años esto me avergonzaba. / «Qué buscas», me decía, «en oración tan simple. / Eres un hombre ya, no crees hace mucho”... Ese “viejo rito íntimo”, como lo llama el poeta, de rezar un Ave María por las noches, será lo que a muchos salve al final de sus días. “El óbolo que habrá de franquearme / los portales del manto hospitalario / que unos llamaron Tiempo / y otros llamaron Nada”. 7

CONCLUSIÓN Como ya se ha hecho tarde, terminemos este encuentro con las palabras de los frailes que quedaron grabadas en la memoria de Andrés Trapiello: «La Virgen del Camino [la Virgen del Val, diríamos nosotros] guiará vuestros pasos dondequiera que estéis. No dejéis de rezarle y el camino no será tan difícil. Será para vosotros linterna en alta mar o una noche de luna». ¡María, Virgen y Madre, ruega por nosotros! Gracias.

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