Marc Bloch: Reflexiones y debates sobre la historia como ciencia y práctica

July 25, 2017 | Autor: Alejandro Giuffrida | Categoría: Historia, Historiografía, Marc Bloch
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Descripción

Marc Bloch: Reflexiones y debates sobre la historia como ciencia y práctica

Reseña crítica y estudio sobre el libro “Introducción a la historia” 1

Por Alejandro Giuffrida

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Bloch, M. Título original Apologie pour l'histoire ou métier d'historien, París, Francia, 1949. Primera edición en español del Fondo de Cultura Económica, México, 1952.

Introduccion Desde las primeras páginas de Introducción a la historia, de Marc Bloch, se intuye cierta aspiración didáctica, que apunta a lograr la realización de una suerte de manual del método histórico, un “programa” según él mismo reconoce en la apertura de la obra; concepto que reafirma cuando se esperanza con que su texto pueda por lo menos “ayudar” a los jóvenes historiadores, sólo eso ya alcanzaría para sentir que el esfuerzo no fue “absolutamente inútil”, advierte. El libro, en verdad, es fruto de una recopilación de borradores ya mecanografiados (en su mayoría), que el historiador jamás llegó a publicar, porque la muerte lo alcanzó antes, propiciada por el nazismo. Bloch avanza metódicamente, punto por punto, desarmando el trabajo del historiador, las dificultades con las que puede y suele encontrarse, los objetivos y métodos que debe trazarse y las posibilidades de abordaje de los objetos en estudio. Analiza, así, el tratamiento de las fuentes, los documentos, las huellas, el lenguaje, la comprensión, la habitual tendencia a emitir juicios y las establecidas convenciones de clasificaciones cronológicas. Su discusión primera es con el positivismo y con las escuelas que éste abrió dentro del campo historiográfico. Bloch encara una batalla por reivindicar el carácter científico de los estudios históricos, pero descarta la posibilidad de alcanzar verdades indiscutibles, resultados incuestionables salidos de laboratorios, tan propios de las ciencias positivas. La historia tiene que poder desarrollar procedimientos científicos, capaces de ser reconstruidos, pero nunca detrás de un juicio último que clausure el análisis. Para el autor no será objeto de esta ciencia emitir veredictos definitivos, sino que su esencia radica en la búsqueda de las causas que confluyeron dentro de un sinnúmero de fuerzas posibles para que un acontecimiento se desarrolle de tal o cual manera. El trabajo del historiador entra en juego cuando aparece lo humano en combinación con la categoría duración. Es una de las principales definiciones de Bloch: la historia es “la ciencia de los hombres en el tiempo”. Y su reconstrucción debe realizarse a partir de “huellas”, retomando una de las influencias más evidentes, como lo es la de Francois Simiand, aunque desconocemos la cita precisa y correspondiente.

Y sobre este punto de las citas y referencias es necesario hacer una digresión que sirve también para comprender el contexto de producción del libro, las limitaciones a las que se enfrentó Bloch, y la posterior tarea de reconstrucción encarada por Lucien Febvre. Si uno no leyera la introducción y las páginas de cierre de Febvre, pensaría sin dudas que la obra fue escrita con una inmensa biblioteca a un costado, auxiliando una memoria que cualquiera podría presumir incapaz de alojar tantos y tan variados recuerdos. Los hechos históricos, los debates y sus protagonistas entran en la redacción casi naturalmente a terminar de consolidar cada hipótesis sugerida por Bloch. Cita –para traer aquí un ejemplo extremoel caso de dos copistas anónimos que reemplazan coincidente y misteriosamente una misma palabra de Terencio. O recupera las memorias de Marbot para contrastarlas luego con la correspondencia de Napoleón y debatir así sobre la autenticidad de los testimonios y las posibilidades de su comprobación. Pero en todo momento, y dada la precisión de las referencias, llama la atención la falta de citas. Sobre todo porque él mismo dice: “Un historiador, si emplea un documento, debe indicar, lo más brevemente posible, su procedencia, es decir, el medio de dar con él, lo que equivale a someterse a una regla universal de probidad”. Es Lucian Febvre en el apéndice final quien aclara que la obra debía llevar las correspondientes referencias, pero “no hemos encontrado más que algunas notas”. El abrupto final de la vida de Bloch y de su trabajo en particular son también marcas que se pueden encontrar en el libro, por cierta organización categórica (casi a modo de apunte) de los conceptos y por el vacío de las citas, que hubiesen enriquecido enormemente la producción. Como es sabido, la vida de Bloch junto a ésta, su obra última, terminó interrumpida por el nazismo en julio de 1944, orillando los 60 años. Este texto publicado al español como Introducción a la Historia, que llevó por título original Apología para la historia o el Oficio del Historiador, fue reconstruido por Febvre algunos años después, a partir de tres carpetas con borradores, que incluían material mecanografiado y también escrito a mano. Se desconoce por ello -además de las citas bibliográficas- un índice (¿será este el orden que Bloch imaginó para su obra terminada?) que ordene el material disperso (aunque sin dudas, era su amigo Febvre quien podía mejor que nadie tomar a cargo esta tarea). Tampoco gozó este texto de una relectura por parte del autor, para corregir o ampliar conceptos, que en

algunos casos hubiese sido riquísimo obtener, por ejemplo en sus dimensiones expuestas sobre la vinculación del lenguaje y el tiempo histórico –un apartado que consume cerca de veinte páginas del libro, pero que indiscutiblemente podría abastecer un ensayo propio, dada la profundidad del análisis de Bloch-. Como sea, y pese a estas condiciones tan desfavorables de escritura y publicación, el autor no abandona jamás su camino didáctico, que corre a la par de una escritura agradable y muy bien conjugada. No son dos puntos aislados o menores, sino que luego en su libro destacará como esencial la importancia de poder escribir “por igual a los doctos y a los escolares” y, a la vez, lanza una advertencia generalizada respecto a la necesidad de no “quitar a nuestra ciencia parte de su poesía”.

Debates, influencias y principales conceptos El período de formación de Bloch como historiador coincide con un momento de autoreflexión disciplinar de la historia, que lo va a enmarcar dentro de sus debates académicos y los desafíos que aborda en su escritura2: Sin dudas, uno los principales es consolidar el carácter científico de la historia, pero defender aun así su capacidad poética, su dedicación por el lenguaje y relativizar las verdades indiscutibles como único resultado de las investigaciones científicas. “Un conocimiento puede pretender el nombre de científico aunque no se confiese capaz de realizar demostraciones euclidianas o leyes inmutables de repetición”, sostiene Bloch, en discusión evidente con el positivismo comtiano y con las dos corrientes que polarizaron dentro de ese esquema y que pueden emplazarse en la figura de Durkheim y de Charles Seignobos (su “querido maestro”, según define Bloch a éste último). La historia, entonces, tendrá que probar “su legitimidad como conocimiento”, lo cual en algún sentido es también un objetivo colateral de su ensayo. Pero no como una “simple enumeración” de acontecimientos, sino a partir de una “clasificación racional y una inteligibilidad progresiva”. Hay acá un adelanto de la esquematización metódica que hará a lo largo de su libro. Sin embargo, jamás abandona su preocupación por el papel que el lenguaje juega en esta ciencia: “cuidémonos de quitar a nuestra ciencia parte de su poesía”, advierte en las páginas introductorias. Bloch brega por un lenguaje que sea “capaz de dibujar con precisión el contorno de los hechos”. La definición es mucho más que un voluntarismo. No se trata de una conjugación adecuada de palabras o de terminologías extravagantes, sino que inaugura un debate sobre el tiempo del historiador y el vínculo con el lenguaje que lo determina. Algunas años más tarde, los lingüistas franceses darán mayor peso a este razonamiento al definir la imposibilidad de concebir realidades sin el atravesamiento de la palabra como mediadora; y esa palabra es siempre presente, es siempre un signo de la época en que se piensa.

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Fink, Carole, Marc Bloch. Una vida para la historia. Cambridge University Press, 1989.

Esta forma de problematizar el lenguaje con la historia abre dos o tres dimensiones que Bloch analiza brevemente: En primer lugar, las categorías y los tiempos históricos. El historiador, dice, “piensa según las categorías de su propio tiempo y, por ende, con las palabras de este”. Es decir que para poder realizar una investigación del pasado será esencial “restituir las relaciones profundas de los hechos”, pero buscar una nomenclatura “apropiada” para expresarlos. Hay ahí un doble trabajo, porque además de la investigación con las fuentes, también es necesario una labor de clasificación, que para Bloch figura “entre los primeros deberes” de un historiador. Luego, otra dimensión es la relación asincrónica entre los acontecimientos y las variaciones del lenguaje. “El cambio de cosas está muy lejos de producir siempre cambios paralelos en los nombres”, afirma Bloch, con cierta inocencia, pero en el fondo es un llamado de atención a la profesión. Un mismo término puede contener distintas experiencias en su interior, siendo testigo de cambios históricos, reamoldándose, pero permaneciendo nominalmente sin alteración. Es la condición natural del “carácter tradicionalista inherente a todo lenguaje”, afirma. Y por último, una tercera dimensión que puede desprenderse de este estudio sobre el lenguaje y la historia es la palabra como fuente en sí mismo. Si el lenguaje es testigo histórico y si sus tensiones y variaciones son reflejo a su vez de disputas de poder, porqué no puede ofrecerse también como objeto de análisis. En pluma de Bloch: “el vocabulario de los documentos no es, a su manera, nada más que un testimonio”. Por otra parte, pero también en vinculación con el análisis del tiempo, el autor incluye un debate al que le suma cierta ironía vinculado con las clasificaciones cronológicas en las que suelen abundar los historiadores. Dice, con algo de sarcasmo, que “desgraciadamente” no hay ley alguna en la historia que imponga “que los años cuya milésima acaba con el número uno coincidan con los puntos críticos de la evolución humana”. “Parecemos distribuir, según un ritmo pendular, arbitrariamente escogido, realidades a las que esta regularidad es completamente extraña. Es una arbitrariedad que, naturalmente, hace daño”, sostiene. Habla de “zonas marginales” para referirse al tiempo humano, en contraposición con los límites inflexibles de los comienzos de siglos o de décadas. Abandonar estas rígidas disposiciones cronológicas permitirá –aventura- que la historia

adapte sus clasificaciones a las “líneas mismas de lo real”, que al fin y al cabo es “el fin último de toda ciencia”. No es quizás este su punto mejor defendido dentro del libro y tampoco se explicita demasiado con qué línea historiográfica está polemizando, pero sí es importante el vínculo que tiende entre este apartado sobre las “clasificaciones cronológicas” con el punto de la “comprensión”, que sin dudas es una de las fibras nerviosas que tiene el texto. Básicamente, porque al referirse a estas clasificaciones, explica que toda transformación de una estructura ya sea social, económica, de las creencias, etcétera, “no podrían plegarse sin deformación a un cronometraje demasiado exacto”. Es decir que no tiene sentido etiquetar en años, meses o días precisos un acontecimiento del pasado, como así tampoco tiene sentido estudiar partes aisladas de la historia y luego apilarlas para comprender una época o un proceso. “El análisis histórico como un todo, no una sumatoria de partes”, afirma y agrega: “Igual que un individuo, la civilización no tiene nada de un rompecabezas mecánicamente ajustado; el conocimiento de los fragmentos estudiados sucesivamente, cada uno de por sí, no dará jamás el del conjunto; no dará siquiera el de los fragmentos mismos”. Para Bloch el trabajo de recomposición no puede sino únicamente suceder al momento de análisis. La comprensión es la palabra que “domina e ilumina” la tarea de un historiador y jamás puede referirse a una “actitud pasiva”. El pasado está allí, consumado, y es un dato que ya nada habrá de modificar, dice Bloch, pero en cambio el conocimiento del pasado es algo que está “en constante progreso, que se transforma y se perfecciona sin cesar”. El pasado nos llega a través de “huellas”. Es un concepto que recoge de Francois Simiand; desconocemos la cita exacta, pero es presumible que se trate de su “Método histórico y ciencia social”3. Y esas huellas son determinantes para conformar este proceso de comprensión. Pero, ¿dónde radica esa actitud activa del historiador?: en la búsqueda de las causas.

3

Simiand publica originalmente este texto dividido en dos artículos que salen a la luz en 1903 en una revista francesa de historia. La compilación y publicación en libro se concretará unos de 80 años más tarde, pero de todas formas es posible que hayan sido de lectura habitual de Bloch porque los artículos de Simiand vinieron a polemizar de lleno con Charles Signobos –a quien, como ya se dijo en esta monografía, Bloch refiere como su “querido maestro- y, específicamente, con su caracterización de la historia como acontecimientos únicos e irrepetibles.

“Las causas, en la historia más que en cualquier otra disciplina, no se postulan jamás. Se buscan…”; con esta frase Bloch concluye su ensayo, y luego enfatizará Febvre en su apéndice que en los tres ejemplares de borradores de esta obra a los que tuvo acceso para compilar un texto único hay algo invariable: Todos terminan con esta frase citada. Las causas se contraponen con la descripción de condiciones. Una realidad determinada puede presentar una cantidad “casi infinita” de líneas de fuerza que convergen “todas hacia un mismo fenómeno”. Luego, el historiador hará una selección de ellas, que por muy justificada que esté, no se escapa al fin y al cabo de la arbitrariedad inherente a las selecciones. Como sea, jamás debería presentarse la comprensión de un proceso a partir de una causa única y excluyente. “El monismo de la causa no sería más que un estorbo para la explicación histórica”, asegura Bloch. Un proceso tiene que ser analizado conjugando las fuerzas que tuvieron posible incidencia en su desenlace, nunca con el objetivo de alcanzar un juicio final, un veredicto determinado, sino que la motivación debe estar en la pregunta en sí misma: “¿Por qué?”, dice el autor, tiene que ser la motivación del historiador, quien debe tener la sabiduría de comprender que “la contestación no es tan sencilla”. El juicio de valor, el veredicto final sobre la culpabilidad o no, no puede ser la empresa que desvela al historiador. Es, en este punto, muy crítico con algunos colegas que “a fuerza de juzgar” acaban por perder “hasta el gusto de explicar”. Eso, sumado además a que suelen encontrarse –dice Bloch- juicios históricos a partir de valores del presente, que terminan por polarizar la historia entre polos que se oponen y polos que aprueban y defienden procesos históricos o personalidades de trascendencia. “Las pasiones del pasado, mezclando sus reflejos a las banderías del presente, convierten la realidad humana en un cuadro cuyos colores son únicamente el blanco y el negro”, advierte con dureza. “Para penetrar en una conciencia extraña, separada de nosotros por el intervalo de varias generaciones, hay que despojarse, casi, de su propio yo”, destaca el autor de este interrumpido ensayo y concluye: “Para echarle en cara lo que hizo basta seguir siendo uno lo que es: el esfuerzo es evidentemente mucho menor”.

Observaciones finales La obra de Marc Bloch -que también es en alguna medida obra de Febvre, su colega y compañero de discusiones y con quién funda la revista Annales- termina por consolidar su empeño

por

romper

definitivamente

con

el

positivismo

historiográfico.

Sus

fundamentaciones expulsan a la ciencia histórica de la asepsia de los laboratorios, de las verdades últimas y de la acumulación de casos como elemento probatorio. No serán los juicios históricos los objetivos que desvelen al historiador, sino la búsqueda de causas y la comprensión de procesos como un todo; no la fragmentación. Aporta además nuevas dimensiones que inexorablemente cruzan a la historia con otras disciplinas: Los vínculos con el lenguaje, con la geología, la sociología, la economía, etcétera. La historia se afianza en su carácter científico por su capacidad de probidad, pero también por su diálogo con otras ciencias. Y suma, a su vez, una dimensión filosófica de la historia, al nutrirla de una relación dialéctica entre el pasado que se investiga y el presente del investigador. No hay posibilidad de comprender cualquiera de estos dos tiempos sin el conocimiento del otro. Lo que no implica vincular las pasiones del presente con los debates del pasado, ni siquiera asumir las categorizaciones actuales como válidas para acontecimientos de otras épocas, pero sí determina la necesidad de imaginar una historia total, donde el presente es un elemento a considerar. Imaginado casi como un manual para jóvenes historiadores, Introducción a la Historia es un texto que debate con las corrientes historiográficas del que es heredero, pero no se queda sólo allí, sino que cruza el análisis con diferentes capas que finalmente constituyen la tarea del historiador en su totalidad. Hay un elemento didáctico que es evidentemente inherente al autor y que adquiere todavía más fuerza cuando se lo pone en su particular contexto de producción de la obra y en las circunstancias en que tuvo que ser luego reconstruida y publicada.

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