Madrid, de la política de notables a la política de masas

July 6, 2017 | Autor: Javier Moreno-Luzón | Categoría: Urban History, Political History, Modern Spanish History, Madrid, Historia de Madrid
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MADRID, DE LA POLÍTICA DE OTABLES A LA POLÍTICA DE MASAS Javier Moreno Luzón Universidad Complutense de Madrid Publicado en Adolfo Carrasco, José Luis García Delgado, Santos Juliá y Javier Moreno Luzón (eds.), Madrid. Tres siglos de una capital, 1702-2002, Madrid, Fundación Caja Madrid, 2002, pp. 169-188.

La historia política de la ciudad de Madrid entre 1875 y 1923, en la época de la Restauración, parece, a simple vista, la historia de una paradoja. La población madrileña creció de manera considerable a lo largo de esta etapa, ya que pasó de casi 400.000 habitantes a más de 850.000. La economía urbana se expandió y se transformó para acoger sedes financieras, comercios, industrias y servicios profesionales. Los grupos sociales se definieron mejor, emergieron nuevas clases medias y surgió un movimiento obrero con notable capacidad de arrastre. Sin embargo, y a diferencia de otras grandes ciudades españolas, Madrid no experimentó una completa emancipación respecto a las fuerzas gubernamentales que dominaban el sistema político de la Monarquía constitucional. En Barcelona, ni conservadores ni liberales obtuvieron un solo diputado en las elecciones posteriores a 1903. En Valencia, las formaciones antidinásticas presidieron el panorama electoral desde 1899. Bilbao votó a republicanos y socialistas a partir de 1910. Pero a la altura de 1918, tras la crisis socio-política más aguda del periodo, y hasta en 1920, en Madrid vencieron sendas coaliciones monárquicas. La explicación de este fenómeno se relaciona, desde luego, con la capitalidad de Madrid, cuyas actividades estaban estrechamente ligadas a la presencia del Gobierno. El peso de la administración estatal y el control gubernativo sobre los comicios marcaron la evolución política madrileña . No obstante, una mirada más atenta al escenario urbano revela que, con cierto retraso, Madrid asistió al crecimiento y la multiplicación de actores políticos diversos, capaces de conformar una esfera de debate público que lo enriqueció y complicó extraordinariamente. Conservadores y liberales, sobre todo estos últimos, no permanecieron ajenos a las demandas ciudadanas. Las fuerzas sociales organizadas, como los sectores mercantiles que poblaban el tejido económico, encontraron medios para estar representados en los ámbitos importantes de decisión. Y, desde la última década del siglo XIX, los enemigos de la Monarquía lograron triunfos sonoros, aunque intermitentes, y se hicieron durante un tiempo con la institución central de la vida madrileña: el Ayuntamiento. Más aún, en la ciudad se consolidaron partidos modernos, dedicados a la movilización de masas a través del fomento de nuevas identidades colectivas. Los socialistas superaron a los republicanos en este esfuerzo y consiguieron sus mejores resultados en 1923, al borde del hundimiento del régimen liberal. Frente a ellos, algunos monárquicos también utilizaron técnicas avanzadas para crear opinión. Cuando la dictadura militar acabó con casi medio siglo de ordenamiento constitucional, Madrid se encaminaba decididamente hacia un horizonte democrático.

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Desmovilización y fraude Durante buena parte del siglo XIX, Madrid vivió momentos de extrema ebullición política. Hasta 1875, numerosos cambios relevantes en la gobernación del Estado, desde el remplazo de un partido por otro en el poder hasta la expulsión de la dinastía reinante, tuvieron lugar a consecuencia de golpes militares que, cuando procedían de la izquierda liberal, venían acompañados de insurrecciones urbanas. El pueblo madrileño que componían trabajadores y menestrales, activo en la milicia nacional y acaudillado por las elites profesionales que formaban juntas revolucionarias, protagonizó desde las barricadas que se elevaban periódicamente en las calles de la capital muchos de estos levantamientos. En los últimos lustros del reinado de Isabel II y, sobre todo, a lo largo del Sexenio democrático que arrancó en septiembre de 1868, en Madrid arraigaron organizaciones políticas que, si bien resultaban algo rudimentarias, daban un carácter progresista y radical a algunos barrios de las zonas céntricas, mercantiles y artesanas, y del sur más popular, donde los clubes y comités republicanos extendieron su influencia y determinaron el comportamiento en las urnas. Las oportunidades que proporcionaron el sufragio universal masculino y la libertad de prensa, sin embargo, chocaron con el fraude instigado desde los diversos gobiernos, con el retraimiento de las oposiciones y con un creciente abstencionismo, mayor cuanto más se radicalizaba la situación general. En la práctica, los comicios no se impusieron sobre la violencia como medio para llegar al poder ni frenaron la crónica inestabilidad política. Un legado ambivalente cuyo posible desarrollo cortaron de raíz tanto la república autoritaria de 1874 como la vuelta de los Borbones tras la nueva cuartelada con que terminó aquel año. La restauración monárquica en la persona de Alfonso XII buscaba, de acuerdo con los proyectos de Antonio Cánovas del Castillo, el asentamiento de un régimen constitucional de tono conservador, que acabara tanto con el exclusivismo moderado de la etapa isabelina como con la agitación izquierdista del Sexenio. Para conseguir esto último, el Gobierno suspendió derechos fundamentales y declaró ilegales las opciones republicanas y sus órganos de prensa, con lo que cercenó la expresión política de Madrid y de otras ciudades. De hecho, las primeras elecciones orquestadas por Cánovas y su lugarteniente Francisco Romero Robledo, antiguo septembrino y gran electorero, no fueron, pese al mantenimiento del sufragio universal, más que un expediente rutinario que confirmaba el predominio del Ejecutivo. En Madrid, la victoria de los ministeriales, apoyados en los comités que sucedieron a los círculos alfonsinos y en la acción de las autoridades, resultó abrumadora, marginó a los moderados y, gesto significativo, dejó uno de los siete puestos que correspondían a la villa a un constitucional y otro a un ex alcalde radical. Con estas y otras cesiones, los conservadores esperaban atraerse a los revolucionarios más templados, que acabarían por aceptar la Constitución canovista elaborada en 1876. No sin dificultades, tales elementos construyeron un segundo partido, el Liberal, que se mostró dispuesto, bajo la jefatura de Práxedes Mateo Sagasta, a turnarse con el Conservador bajo el arbitrio de la corona. Un pacto que incluía, como condición necesaria, el triunfo en las elecciones a Cortes de aquél que hubiera obtenido previamente el poder en palacio. Si antes el fraude era habitual, ahora resultaba imprescindible. Así pues, la movilización se sacrificó a la estabilidad. La ley electoral de 1878, que recuperaba el sufragio censitario basado en la contribución y la capacidad profesional; y la de imprenta de 1879, que exigía a los períodicos el respeto por la religión, la monarquía, la propiedad y el ejército, marcaron el terreno en los primeros tiempos. Ahora bien, 2

conservadores y liberales acordaron también crear grandes circunscripciones electorales en las ciudades para reservar puestos a las oposiciones, y, más adelante, el liberalismo dinástico relajó la política de prensa con la aprobación de una norma más permisiva en 1883. A Madrid se le atribuyeron ocho escaños en el Congreso de los Diputados, seis para las mayorías y dos para las minorías, cifras que se mantendrían hasta 1923 y que durante el reinado de Alfonso XII correspondieron, respectivamente, a quienes disfrutaban del poder y a quienes esperaban su turno. Para cuadrar los resultados en la ciudad con sus planes, el Ejecutivo utilizaba múltiples mecanismos fraudulentos, como la manipulación del censo, el reparto arbitrario de los documentos que acreditaban el derecho al voto, la presión sobre los funcionarios públicos, la suplantación de los votantes y el falseamiento de las actas. Un enredo de trampas que se sostenía gracias a la relativa pasividad de los excluidos. Dentro del juego de truhanes en que se convirtió la política madrileña, el Ayuntamiento representaba un papel estelar. Si la normativa atribuía al alcalde y a sus delegados –tenientes de alcalde, concejales y alcaldes de barrio—la supervisión del proceso electoral, sobre todo a través de la presidencia de las mesas, la ley municipal de 1877 dejaba el nombramiento del alcalde de la capital en manos del Gobierno, que ni siquiera tenía que elegir para el puesto a uno de los concejales. La administración local se ponía siempre a las órdenes del ministro de la Gobernación, que desde la Puerta del Sol manejaba los hilos en cada vuelta. Si los empleados del Estado y las clases pasivas nutrían un buen porcentaje del censo, los que por una u otra razón vivían de las arcas municipales –en continuo incremento durante este periodo—merecían un lugar de honor en el inventario de los escasos ciudadanos que acudían a votar. El llamado elemento oficial, dependiente de cualquier organismo público, tenía así un peso decisivo en la política urbana. Por otro lado, y además de sus atribuciones electorales, el Ayuntamiento desempeñaba funciones socioeconómicas esenciales, desde el cobro de los impuestos hasta la gestión urbanística del casco histórico y el ensanche, desde la contrata de suministros y la prestación de servicios sanitarios o educativos hasta el alivio del paro obrero o el sostenimiento de instituciones benéficas. Eran muchos los intereses que convergían en la Casa de la Villa, cuyo control resultaba crucial tanto para las fuerzas gubernamentales como para las de oposición, conscientes unas y otras de que el acceso a la representación parlamentaria y a los resortes que orientaban el rumbo de la capital pasaba necesariamente por el trabajo en el consistorio. Desmovilización y fraude resumían pues los rasgos de la vida política madrileña en los años iniciales de la Restauración. No obstante, ni la apatía ciudadana ni la ingerencia gubernamental acabaron por completo con la labor de los partidos a pie de calle, que renacía cuando se trataba de luchar por los puestos que quedaban a las minorías, de rentabilizar los triunfos afines o de competir en las elecciones municipales, más abiertas y con un censo más amplio. Las maquinarias engrasadas antes de 1875 no desaparecieron y actuaron siempre que encontraron un hueco para ello. Tal era el caso de la que encabezaban Romero Robledo y sus húsares, especializada en la intervención de las mesas electorales y con oscuras ramificaciones entre los agentes que reclutaba en los bajos fondos. Y el de los viejos comités progresistas que, reciclados al liberalismo sagastino, capitaneaba el ex ministro Santiago Angulo, sólidos en distritos como el de la Audiencia, alrededor de la Plaza Mayor. Los liberales monárquicos, depositarios de las tradiciones milicianas y los mitos septembrinos, alimentaron una clientela mucho más densa que la de sus adversarios conservadores, que fiaban más en el amparo oficial y en el respaldo aristocrático y burgués. Constituían, de cualquier modo, agrupaciones informales de notables, dirigidas por 3

parlamentarios y cuyos miembros, en busca de los despojos administrativos que proporcionaba el mando, sólo se movilizaban al acercarse una votación. Por último, Madrid albergaba un magma republicano de círculos, comités, juntas de barrio y redacciones de periódicos, que resurgió cuando se aflojaron las ataduras represivas y que osciló entre el retraimiento que preludiaba una nueva intentona golpista y la adaptación a los límites impuestos por el sistema, con la consiguiente implicación en los comicios. Los más transigentes, antiguos radicales, se integraron pronto en el Partido Liberal. En ausencia de un ambiente levantisco, la última cuartelada republicana que patrocinó en Madrid el irreductible Manuel Ruiz Zorrilla fracasó con estrépito en 1886. Así que los principales éxitos antidinásticos correspondieron a quienes siguieron las vías legales y contaron con la inestimable ayuda liberal, testigo de las zonas de solapamiento que existieron durante décadas, y hasta bien entrado el siglo XX, entre la izquierda monárquica y el republicanismo. Una avalancha de propaganda electoral y una participación desconocida hasta entonces permitieron en 1885 la llegada al Ayuntamiento, dentro de una coalición con los sagastinos, de destacadas personalidades republicanas, desde Emilio Castelar hasta Francisco Pi y Margall pasando por Laureano Figuerola; y, acto seguido, la elección como diputado del ex presidente de la república Nicolás Salmerón en 1886, ya bajo el Gobierno de Sagasta. La esfera política se hacía más pluralista y aparecían nuevos factores de incertidumbre. Algo estaba cambiando en Madrid.

El regeneracionismo madrileño La regencia de María Cristina de Habsburgo, iniciada en 1885, contempló una apreciable renovación de la política madrileña, que, sin renegar de las costumbres elitistas y caciquiles, conectó mucho mejor con el pulso ciudadano. Madrid se adelantó a otras ciudades y provincias en el cultivo de lo que, más tarde, dio en llamarse regeneracionismo, una mentalidad que se escandalizaba de los niveles de corrupción acumulados por el tinglado del turno y demandaba al menos la rebaja de los obstáculos que impedían el funcionamiento de una administración pública mínimamente eficaz. Una exigencia con especial significado en una ciudad que no paraba de crecer y diversificarse como Madrid, donde a nadie se le ocultaba que los gestores encargados de atender y encauzar ese desarrollo no estaban en absoluto a la altura de su tarea. El Ayuntamiento concentró sobre sí la atención de todos los actores influyentes en campañas que cambiaron la piel de los partidos y las formas de hacer política en la capital. Para empezar, el grueso de la economía urbana, dominada por el heterogéneo mundo de los oficios, el pequeño y mediano comercio y un incipiente empresariado de horizontes más amplios, se hacía presente en la arena pública por medio de diversas instituciones corporativas entre las que sobresalía el Círculo de la Unión Mercantil, muy relacionado con otras como la Asociación de Propietarios de Fincas y cuyas iniciativas desembocaron en la creación de la Cámara de Comercio e Industria de Madrid en 1887. El Círculo, de acuerdo con su variada composición, constituía un ámbito plural, que hacía gala de su apoliticismo pero también, de vez en cuando, promovía candidaturas propias en las elecciones a Cortes, como en 1869 o en 1881, enarbolando la bandera librecambista frente al proteccionismo que encarecía los intercambios o encauzando la protesta contra medidas fiscales que perjudicaban a sus socios. El fracaso de estas tentativas, ahogadas por la hegemonía de los partidos y la escasa movilización de los afectados, condujo a algunos de 4

los más importantes comerciantes e industriales madrileños a buscar un sitio en las listas de conservadores y liberales, quienes veían con buenos ojos incorporaciones que les servían de engarce con las fuerzas vivas de la ciudad. Varios dirigentes del Círculo y de la Cámara obtuvieron un acta de diputado en Madrid: entre otros, Carlos Prast, futuro alcalde y dueño de lujosas tiendas de ultramarinos y confitería, con el Partido Conservador; y el tratante de tejidos Pablo Ruiz de Velasco y el financiero Mariano Sabas Muniesa, con el Liberal. En general, los sectores mercantiles se identificaban más fácilmente con las opciones monárquicas avanzadas y con el republicanismo moderado, herederos del individualismo clásico y reacios a la intervención estatal. De todas maneras, donde estos grupos hallaron su foro político preferido fue en el Ayuntamiento, que regulaba sus actividades e interfería en el tráfico de mercancías con múltiples impuestos. Aquí tuvieron más incidencia los candidatos del comercio y de la industria, que se impusieron por ejemplo en 1887, y las quejas de los mayores contribuyentes, representados en la junta municipal que aprobaba los presupuestos. Ante cualquier administración, las llamadas clases neutras articularon un lenguaje anti-político que contraponía su natural laborioso y productivo con el despilfarro de los recursos públicos, dedicados a alimentar clientelas de parásitos y electoreros. El tendero frente al cacique. Un discurso que se radicalizó conforme se acercaba el fin de siglo y que encontró plena justificación en los tejemanejes del municipio. Desde mediados de los años ochenta, la prensa madrileña, cada vez más poderosa y abundante, denunció sin cesar los abusos en la Casa de la Villa. Se encargaron informes que descubrieron un cúmulo de irregularidades en la práctica totalidad de los negociados municipales: negligencias en la formación del padrón que servía de base al censo electoral; caprichosa concesión de pensiones; escaso cuidado por la higiene y deficiencias en el matadero y la beneficencia; abandono de las vías públicas, obras sin control y tasación inflada en las expropiaciones del ensanche; déficit permanente, desorden contable y malversación de fondos. La recomendación y la fidelidad clientelar primaban sobre el mérito o la justicia a la hora de contratar a miles de oficinistas, guardias, jornaleros y demás personal, en cuya nómina menudeaban los barrenderos de levita a quienes nunca se vio empuñar una escoba. Sin embargo, los problemas más llamativos se concentraban en la administración de la renta de consumos, un tributo que cobraba el Ayuntamiento sobre los bienes que entraban en la ciudad y que suponía el principal ingreso de las arcas locales. Los vigilantes se dejaban sobornar, pero los tentáculos del contrabando, matute en la jerga castiza, alcanzaban a los concejales que se confabulaban con los grandes empresarios matuteros. Nada que no hubiera ocurrido antes, pero que ahora estimulaba la acción política y dio ocasión a una dura pugna interna en los partidos. En primer lugar, dentro del liberalismo dinástico. En 1889 fueron destituidos todos los concejales y el Gobierno Sagasta nombró alcalde a Andrés Mellado, director de El Imparcial y adalid de la moralización. Su mandato inició un agrio y largo enfrentamiento entre la vieja guardia del progresismo madrileño, bien instalada en los entresijos de la burocracia urbana, y un emergente reformismo liberal que encarnaron mejor que nadie Alberto Aguilera y, sobre todo, Álvaro de Figueroa, conde de Romanones. Por un lado, ambos impulsaron la persecución del fraude fiscal y el saneamiento de la hacienda con el fin de captar el crédito necesario para cumplir con las obligaciones del consistorio e impulsar el crecimiento ordenado de la ciudad. Como alcalde en la década de los noventa, Romanones no dejó de utilizar el manubrio electoral y de engordar su clientela particular a costa del erario público, pero mejoró notablemente el estado de las cuentas municipales. Por otra parte, Aguilera y el Conde reorganizaron a partir de 1896 el Partido Liberal en 5

Madrid, que se dotó de más periódicos, fundó un nuevo Círculo y rehizo sus comités de distrito y el comité provincial para no depender del albur ministerial. Unos cientos de amigos, dirigidos por profesionales de la política, componían su estructura. En segundo término, también el Partido Conservador se vio agitado por la marea municipal, que en su caso llegó, mucho más arriba, hasta contaminar la alta política parlamentaria. Frente al estilo caciquil de Romero Robledo, tan presente en Madrid, el ala del conservadurismo que lideraba Francisco Silvela defendía una depuración de las prácticas políticas que proporcionara al régimen constitucional los apoyos sociales precisos para asegurar su futuro. El fortalecimiento de la legitimidad monárquica vendría de la mano de una mayor participación en el sistema político, imposible mientras el fraude y la corrupción presidieran la escena. Además, esta labor de limpieza debía comenzar por los ayuntamientos, las administraciones más cercanas a la ciudadanía. Si Romero había disfrutado del favor de Cánovas en la primera década de la Restauración, la regencia contempló el breve ascenso de Silvela, truncado enseguida por la escasa popularidad que despertaba en las filas conservadoras su neutralismo electoral. De modo que los romeristas volvieron por sus fueros y obtuvieron en 1891 la alcaldía de Madrid, entregada a un lugarteniente de Romero, Alberto Bosch. Desde aquel momento, los silvelistas, aliados con los liberales y con el Círculo de la Unión Mercantil, volcaron sus mayores preocupaciones sobre la Casa de la Villa. Elaboraron una nueva memoria que confirmó la perpetuación de las corruptelas edilicias, provocaron la dimisión de Bosch y hasta la caída del Gobierno de Cánovas en 1892, que consumó la fractura conservadora. El silvelismo se convirtió en una mera disidencia, pero dejó su huella en los asuntos madrileños con un movimiento que, significativamente, aglutinaron algunos aristócratas como el marqués de Cubas, arquitecto, miembro destacado de la Asociación de Propietarios y ex alcalde con fama de moralizador que había despedido en su momento a muchos empleados. En los comicios municipales de 1895, los honrados nobles silvelistas fueron aplastados por la máquina oficial de Romero Robledo. Aunque por fin llegó al consistorio, poco pudo hacer la crema aristocrática, carente de un verdadero aparato de partido, ante las trapacerías de los muñidores. Mientras todo esto ocurría en el campo monárquico, la aprobación de la ley electoral que reinstauró el sufragio universal en 1890, obra de los liberales, insufló gran cantidad de oxígeno a los republicanos. Ya en 1891, la potencia de sus comités y la permisividad de Silvela les dieron la victoria en las elecciones al Ayuntamiento. Aunque esta vez, como cada bienio, sólo se renovaba la mitad del consistorio, su presencia en comisiones y mesas electorales sirvió de prólogo a un triunfo aún más señalado en las generales de 1893, cuando, contra todo pronóstico, la candidatura de unidad republicana ganó los seis diputados de la mayoría en Madrid, entre ellos Pi y Margall, Salmerón y Ruiz Zorrilla. Quedaba demostrado que, si superaban sus diferencias, podían vencer sin recurrir al pronunciamiento o a la insurrección, sólo con que las organizaciones progresistas, centralistas y federales, bien pertrechadas en los distritos meridionales de la Inclusa, Latina y Hospital, llenaran mítines, revisasen el censo, intervinieran a pie de urna y hasta buscasen casa por casa a los electores afines. La prensa antidinástica lanzó de inmediato las campanas al vuelo y anunció una inminente proclamación de la república. Sin embargo, todo quedó en nada. El Gobierno se ocupó de retrasar los siguientes comicios municipales y de hacer sentir toda su influencia. La universalización del sufragio ampliaba las oportunidades de la izquierda antidinástica, pero, en medio de un panorama abstencionista, permitía asimismo el uso indiscriminado del personal dependiente del Estado para fines electorales. La sempiterna división de los grupos republicanos entre legalistas y retraídos 6

hizo el resto y forzó su ausencia en nuevas convocatorias. Hubieron de esperar al siglo XX para repetir aquella conquista. Los distintos movimientos que revocaron la fachada de la política urbana confluyeron, simbólicamente, en una insólita manifestación que recorrió las calles de la capital a finales de 1895. Un propietario y empleado, el marqués de Cabriñana, experto por ende en lances de honor, galvanizó con sus denuncias contra el Ayuntamiento toda la irritación acumulada durante más de una década y encontró a su lado a los periódicos de gran tirada; a silvelistas, liberales y republicanos; y –en vanguardia de toda una retahíla de asociaciones económicas, profesionales y culturales—al poderoso Círculo de la Unión Mercantil. Decenas de miles de personas (80.000, según los más optimistas, en una ciudad de unas 500.000 almas) desfilaron en un cortejo que serviría desde entonces como medida para cualquier concentración humana en Madrid. Todas estas escaramuzas terminaron sin condena judicial alguna, y tampoco liquidaron el fraude en las elecciones o la empleomanía clientelar que minaba la función pública. Pero las movilizaciones se disolvieron tras haber definido un lenguaje regeneracionista con gran porvenir y consiguieron algunas mejoras relevantes en la administración madrileña. Por ejemplo, el arrendamiento del cobro del impuesto de consumos, acordado con los comerciantes en 1897, secó una fuente inagotable de chanchullos y escándalos. Además, antes de que concluyera el siglo el Ayuntamiento regularizó finalmente sus deudas. Madrid se preparaba para un gran impulso.

Una ciudad liberal y republicana La derrota de España en la guerra con los Estados Unidos, es decir, el Desastre de 1898, marcó un antes y un después en las cuestiones que dominaban el debate político. Durante un tiempo, el conflicto de Ultramar había llenado los periódicos de soflamas patrióticas y las calles de Madrid de manifestaciones que acudían a despedir a las tropas camino de la estación, clamaban contra el Gobierno o asaltaban directamente las oficinas consulares norteamericanas. Pero el hundimiento fulminante de la flota española apagó de golpe estos arrebatos nacionalistas y dio paso, de una parte, a un rosario de lamentos por las tristes condiciones que padecía la patria ultrajada y, de otra, a nuevas propuestas que, en sintonía con el ansia regeneracionista de buscar remedio a los males del país, ocuparon las tribunas parlamentarias, los titulares de la prensa y las movilizaciones sociales a lo largo de la primera década del siglo XX. Movilizaciones que empezaron a tener, además, una repercusión directa sobre el terreno electoral. En Madrid, un Madrid en plena transformación urbanística, germinaron todas las novedades al iniciarse el reinado efectivo de Alfonso XIII, que alcanzó la mayoría de edad en 1902. La primera y más importante de las batallas políticas con que arrancó la centuria se concretó en el choque entre clericalismo y anticlericalismo, que, si bien adquirió en Madrid tintes muy alejados de la violencia que desembocó en los horrores de la Semana Trágica de 1909 en Barcelona, ejerció un gran ascendiente sobre la capital. Bajo el manto protector de la Restauración, las asociaciones religiosas, sobre todo las dedicadas a la enseñanza, habían proliferado de forma extraordinaria en el último cuarto del XIX, como atestiguaban los colegios y templos de reciente construcción que salpicaban el ensanche de Madrid. Para las conciencias liberales, fueran monárquicas o republicanas, esta recristianización de la sociedad resultaba muy peligrosa, por cuanto la Iglesia, empezando por las congregaciones que le servían de avanzada, abominaba del liberalismo y amenazaba, a juicio de los más 7

críticos, la imprescindible modernización del país. No faltaba quien culpase a la hegemonía católica del estado de atraso y hasta de las acciones irresponsables que habían conducido a la humillación del 98. Por ello, los aires confesionales del partido conservador que tras la muerte de Cánovas lideraba el regeneracionista Silvela, y que parecían confirmar la arribada del clericalismo al poder, hicieron saltar todas las alarmas y abrieron la espita anticlerical. En una doble vertiente: la que se limitaba a apuntalar las prerrogativas del poder civil y procuraba frenar el crecimiento de las órdenes, postura que empapaba los nuevos proyectos del Partido Liberal; y la que prefería imponer la secularización tanto del Estado como de la sociedad, abrazada por los distintos grupos republicanos. Madrid se agitó entre 1900 y 1901 con motines que acompañaron las discusiones parlamentarias sobre el avance del influjo eclesiástico en el Gobierno. José Canalejas, el orador que definió de manera más contundente el nuevo horizonte del liberalismo monárquico, señaló en las Cortes la urgencia de tomar la iniciativa frente a la riada católica, pero sus conclusiones se vieron sobrepasadas por las protestas callejeras. Los desórdenes tuvieron lugar, por ejemplo, con motivo del estreno teatral de Electra, una obra de Galdós inspirada en la historia real de una joven que había ingresado en religión sin consentimiento paterno. Y, sobre todo, contra Carlos de Borbón, hijo de un general carlista que llegó a Madrid entre disturbios y ataques a los jesuitas para casarse con la princesa de Asturias. La boda real se celebró finalmente con la ciudad en estado de guerra. Tales algaradas, alentadas por la prensa y con un fuerte componente estudiantil, calentaron la atmósfera que condujo a Sagasta a la presidencia por última vez en 1901, a la cabeza del llamado Gobierno Electra, e inauguraron una larga serie de mítines, manifestaciones y asambleas anticlericales que envolvieron las iniciativas liberales en favor de una ley de asociaciones que pusiera a los institutos religiosos bajo la estrecha supervisión del Estado. Así ocurrió en 1906 y a comienzos de 1907, cuando un borrador canalejista llegó al Congreso. Pero el auge del anticlericalismo no favoreció sólo, ni principalmente, al Partido Liberal, sino que, por lo que se refiere a la política madrileña, dio un nuevo empujón a los republicanos. A su sombra nacieron sociedades librepensadoras que se sumaron a los casinos, escuelas, tertulias, sedes juveniles y demás centros antidinásticos. En el plano electoral, en 1903 se reprodujeron algunos rasgos de lo acaecido diez años antes: la Unión Republicana, una vez recuperada la cohesión entre la mayoría de sus partidos y facciones, aprovechó la tolerancia del nuevo Gobierno Silvela y obtuvo seis de los ocho diputados de la ciudad. Joaquín Costa, apóstol de la regeneración que había abandonado ya la aventura de armar un partido, la Unión Nacional, con la colaboración de los productores, se encontraba entre ellos. Naturalmente, las campañas anticlericales no podían entenderse sin el contrapunto de la movilización católica, que adquirió unas dimensiones inauditas al enfrentarse con la política civilista de los liberales. Diversos actos contra las medidas educativas que reforzaban la enseñanza estatal, el matrimonio civil o la ley de asociaciones, en los que sobresalía la participación de las damas catequistas, dieron el tono a protestas que a menudo lograron su propósito con la ayuda de los conservadores y la simpatía que emanaba de palacio. Se abrió en Madrid el Centro de Defensa Social, parte de una red que patrocinaba y financiaba el marqués de Comillas para defender los intereses de la Iglesia y que presentó candidatos a las elecciones municipales y generales con éxito desigual: un puñado de concejales en 1909 y un diputado, Rafael Marín Lázaro, en 1914. En 1908 nació asimismo la Asociación Católica Nacional de Jóvenes Propagandistas y, desde 1911, estos círculos confesionales contaron en Madrid con un periódico de gran tirada, El Debate. Su pugna con el liberalismo gubernamental llegó a su punto álgido en torno a la discusión de la 8

llamada ley del candado, que el Gabinete Canalejas concebía como una barrera al crecimiento de las órdenes religiosas mientras se aprobaba una norma definitiva. En 1910 se reunieron en la capital 10.000 manifestantes en contra y 35.000 a favor de la ley, que superó al final los trámites parlamentarios. Al año siguiente, el Congreso Eucarístico Internacional inundó avenidas y plazas de procesiones e incienso. Sin embargo, la opinión pública madrileña seguía inclinándose a la izquierda. Más allá de la fractura clerical, pero en estrecha relación con ella, la política en Madrid se polarizó a partir de 1907 alrededor de la figura de Antonio Maura, el jefe conservador que había reemplazado a Silvela y que se dispuso a aplicar un amplio programa de reformas para despertar de una vez a la ciudadanía y proceder al descuaje del caciquismo. Según las cifras oficiales, consiguió al menos que desde entonces, y durante unos años, descendieran bruscamente los niveles de abstención electoral en la ciudad. En este proceso descollaron sobre todo las movilizaciones antimauristas que fomentaron los grandes diarios de la Sociedad Editorial de España, el llamado trust de la prensa, que agrupaba desde 1906 a El Imparcial, el Heraldo de Madrid y El Liberal, monárquicos los dos primeros y republicano el último. Por un momento pareció que regresaban los tiempos del marqués de Cabriñana cuando el senador republicano José Sol y Ortega, con la ayuda de elementos mercantiles y medios periodísticos, logró reunir a unas 45.000 personas para denunciar las supuestas connivencias de Maura con empresas privadas al adjudicar la escuadra o echar al ex alcalde Joaquín Sánchez de Toca del Canal de Isabel II, el organismo que regulaba el abastecimiento de agua a Madrid. Mayor importancia política tuvieron los actos del bloque de las izquierdas que inspiraba el trust, donde el Partido Liberal, liderado por Segismundo Moret, actuó junto al republicanismo más templado para contrarrestar las actitudes del Gobierno que juzgaba intolerables, como las que traslucían un proyecto de ley antiterrorista que limitaba la libertad de prensa o las veleidades corporativas en la reforma de la administración local. A la larga, este conflicto rompió la solidaridad tradicional entre los partidos del turno. Los promotores del bloque de las izquierdas querían acabar con Maura y abrir a la vez el Partido Liberal a las masas republicanas con el fin de integrarlas en el sistema. Consiguieron lo primero cuando la represión de la Semana Trágica desencadenó una descomunal reprobación internacional del presidente conservador y el rey le retiró la confianza para otorgársela a Moret. Pero fracasaron rotundamente en lo segundo, puesto que, allí donde el republicanismo disfrutaba de un fuerte arraigo, se negó a alinearse con los liberales monárquicos y se trabajó la victoria por su cuenta. Al menos en las grandes ciudades, la izquierda antidinástica recogió los frutos electorales del bloque. Además, la ley electoral de 1907, uno de los emblemas de Maura, despojó a las autoridades municipales de una de las herramientas más utilizadas para manipular los comicios, el control de las votaciones desde la presidencia de las mesas, lo cual propició sin duda las derrotas gubernamentales. En Madrid se produjo así la tercera resurrección de los republicanos, que, a diferencia de las de 1893 y 1903, no resultó efímera. Como solía pasar, el despegue partió del Ayuntamiento, donde en mayo de 1909 se llevaron la mayoría de los puestos en liza y en diciembre de ese mismo año igualaron en número de representantes a los dinásticos. Dado el absentismo que caracterizaba las labores concejiles, los cargos republicanos sacaron el máximo partido de la situación. Aparte de estudiar con detalle el censo para imitar las técnicas fraudulentas de sus adversarios y sus rondas volantes de suplantadores, convencieron al alcalde para que cediera a los concejales el nombramiento de buena parte de los empleados, lo cual proporcionó solidez al patronazgo republicano y provocó la 9

rebelión de los comités liberales de Madrid contra Moret, al que juzgaban demasiado complaciente con sus antiguos socios izquierdistas. En febrero de 1910, y ante episodios de insubordinación como éste, Moret tuvo que traspasar el poder y el liderazgo a Canalejas, que más tarde puso en marcha la abolición del odiado impuesto de consumos presionado también por el consistorio madrileño. El avance de los enemigos de la monarquía obligó a reaccionar a sus defensores. Desde 1903, los dinásticos se arracimaron en candidaturas unitarias para afrontar el desafío. Acudieron de nuevo a la burguesía mercantil, cuya adscripción parcial a la Unión Nacional duró tan sólo lo que la propia empresa política de Costa, que obtuvo un diputado por Madrid en 1901. Y desarrollaron en el Ayuntamiento la tradición reformista nacida en la década de los noventa del siglo anterior gracias a algunos alcaldes liberales muy populares como Alberto Aguilera, nombrado en 1901, 1906 y 1909. Aguilera, que coordinaba sus esfuerzos con las acciones parlamentarias del también liberal y futuro alcalde Joaquín Ruiz Jiménez, se hizo famoso por sus desvelos para retirar a los mendigos de las calles y reeducar a los golfos que retrató Baroja. Aprovechó los arreglos hacendísticos anteriores y preparó un empréstito, multiplicó derribos para alineaciones y ensanches, urbanizó bulevares, plantó estatuas de glorias nacionales en medio de las glorietas, edificó grupos escolares y abrió parques. Sin embargo, ninguno de estos esfuerzos liquidó la crecida republicana, que absorbía cualquier intento liberal de llegar al electorado. El conde de Romanones, responsable de la organización del liberalismo en la capital, volvió a reflotar los comités en 1903, pero a la altura de 1911 el Círculo Liberal sólo atraía a cuatro centenares de fieles y el mismo Romanones tenía que reconocer que, ante la desbordante actividad republicana y la atonía de las clases pudientes, sólo la coacción ejercida por el Gobierno sobre los empleados públicos podía salvarles, y ello contando con las dificultades creadas por los avances de la inamovilidad funcionarial. 1910 sintetizó los problemas de la monarquía para recuperar el terreno perdido en Madrid. En abril se inauguraban por fin las obras de la Gran Vía, el proyecto más ambicioso de los munícipes durante veinte años. Sólo un mes más tarde, la conjunción republicano-socialista vencía en las elecciones a Cortes.

La irrupción de las masas La victoria de la conjunción republicano-socialista en 1910, repetida en 1914 y 1919, culminaba el proceso por el cual los liberales monárquicos, herederos de los progresistas del XIX, habían perdido definitivamente su influencia sobre el pueblo artesano y trabajador de Madrid en beneficio de la izquierda antidinástica. Pero daba también cuenta de los cambios sociales que se estaban produciendo en la ciudad, convertida por momentos en una gran capital. Para empezar, en ella cobraban fuerza sectores profesionales no sólo de abogados, sino también de arquitectos, ingenieros, catedráticos, científicos, médicos, escritores y artistas, lo que, de forma genérica, podían llamarse intelectuales, cuya expresión política se articulaba a través de distintas ligas y manifiestos, de nuevas publicaciones y de la progresiva aunque breve aproximación al republicanismo gubernamental que sustentó el bloque de Moret y que en 1912 fundó el Partido Reformista. Melquiades Álvarez, su cabeza visible, encarnó una opción accidentalista que mantuvo un pie en la conjunción y otro fuera, dispuesto a embarcarse en la aventura monárquica si el rey les ofrecía garantías de que el régimen liberal evolucionaría hacia la democracia. Falto de tales seguridades, su rendimiento político en Madrid fue minoritario y muy irregular. 10

Los intelectuales en sentido estricto, como los que rodeaban a José Ortega y Gasset en el diario El Sol o en la revista España, siguieron representando hasta el final el papel de críticos de la Restauración. Los triunfos de la izquierda evidenciaban asimismo la organización del proletariado madrileño por el movimiento sindical y político que lideraba Pablo Iglesias, primer diputado del Partido Socialista en las Cortes tras su elección por Madrid en 1910. La capital recibía enormes contingentes de inmigrantes que llegaban para trabajar en las obras que mejoraban el tejido urbano y colmataban el ensanche, donde también se instalaron las primeras grandes fábricas. La clase obrera que se formó entonces no habitaba preferentemente en el centro, sino en el extrarradio, y no frecuentaba los centros republicanos, sino que sus elementos más activos acabaron encuadrándose en las sociedades de la Unión General de Trabajadores, que compartía la Casa del Pueblo con el partido fundado en Madrid por un puñado de tipógrafos en 1879. Durante muchos años, los socialistas se negaron a colaborar con las formaciones burguesas, tanto monárquicas como republicanas, y anduvieron su camino en solitario de acuerdo con un marxismo imbuido de los valores de austeridad y honradez que se afirmaba ante los madrileños cada Primero de Mayo. Su principal éxito en la arena política consistió en la elección de tres concejales por uno de los distritos del norte donde se sentía el nuevo obrerismo, el de Chamberí, en 1905: el propio Iglesias, Francisco Largo Caballero y Rafael García Ormaechea. Curiosamente, habían superado la barrera del fraude gubernamental con una estrategia que combinaba la movilización con las trampas: confeccionaron las papeletas con un papel que transparentaba la candidatura oficial y que en realidad contenía la socialista, cuya validez vigilaron sus interventores. Ya en el Ayuntamiento, los representantes obreros concentraron su actuación en los servicios sociales y en los problemas alimentarios, atacaron la corrupción, rompieron con el clientelismo imperante al no aceptar recomendados y lograron extender un sistema de oposiciones en algunos ramos. Por supuesto, no dejaron de utilizar el altavoz municipal para protestar contra la monarquía o la guerra de Marruecos. Sin embargo, estos méritos no aumentaron su representación concejil ni facilitaron la designación de diputados socialistas en Madrid. Sólo la ruptura del aislamiento y el pacto de la conjunción les proporcionaron desde entonces un escaño seguro en el Congreso. La Gran Guerra modificó las coordenadas de la política madrileña y abrió exclusas a la participación masiva. Por un lado, dividió a la opinión pública entre germanófilos y aliadófilos, que, grosso modo, coincidían con las derechas y las izquierdas que llenaron la plaza de toros en sendos mítines durante la primavera de 1917. Si en el primero Antonio Maura, alejado del liderazgo conservador desde 1913, concitó la ansiedad de quienes deseaban mantener a ultranza la neutralidad de España, en el segundo Miguel de Unamuno y Melquiades Álvarez escenificaron la alianza entre los intelectuales y las formaciones democráticas en pro del acercamiento a las potencias occidentales. Por otro lado, el conflicto europeo alentó la conflictividad social al provocar, con el aumento del valor de las exportaciones españolas a los países beligerantes, una rápida subida de los precios. Más áún, las noticias procedentes de Rusia radicalizaron las expectativas obreras a partir de 1917. Aunque las clases populares no abandonaron sus moldes tradicionales de protesta, entre los que seguía muy presente el motín de subsistencias que asaltaba tahonas y revolvía mercados, las pautas de acción colectiva derivaron cada vez más hacia enfrentamientos en los que el protagonismo correspondía a los sindicatos. Antes de 1914, en Madrid hubo huelgas importantes, y hasta una general en 1911, pero patronos y trabajadores alcanzaban acuerdos sin grandes dificultades o con la mediación del Gobierno. A finales de 1916, 11

socialistas y anarcosindicalistas pararon contra la carestía de la vida. Y, en el verano de 1917, la huelga general revolucionaria e indefinida que convocaron con fines políticos la UGT y el PSOE paralizó varios días la ciudad y fue severamente reprimida. Después de 1919, los contenciosos laborales se enconaron y toparon con una dura reacción patronal. No por casualidad, ese mismo año se rompió la conjunción republicano-socialista. El republicanismo, al margen de la ofensiva obrera, estaba ya en franca decadencia, por lo que los socialistas capitalizaron el voto de los trabajadores. Ya en 1917, los miembros del comité organizador de la huelga general resultaron elegidos para el Ayuntamiento, al que no pudieron acudir por estar inhabilitados y en prisión. En las tres elecciones generales siguientes, mientras los republicanos se desinflaban, Julián Besteiro y Pablo Iglesias merecieron un acta por Madrid. Pero los monárquicos, contra lo ocurrido en otras ciudades españolas, no dieron por perdida la capital de la monarquía. Al contrario, empuñaron viejas herramientas políticas e incorporaron otras nuevas para salvar a Madrid de lo que consideraban una peligrosa amenaza revolucionaria. El fraude no desapareció, pero fue cada vez más dificil de aplicar, sobre todo cuando la abstención, como ocurrió en 1919, descendió por debajo del 40 por ciento. Además, la ley del funcionariado de 1918 había eliminado para siempre la figura del cesante que pendía del favor clientelar administrado por las autoridades. Cundieron, eso sí, las acusaciones de compra de votos, último recurso de quien no las tenía todas consigo. Pero su mayor enemigo fue la división interna, reflejo esporádico del tremendo faccionalismo que sacudió a los partidos gubernamentales en los años finales de la Restauración. Cuando se aprestaron unidos a competir por las mayorías, como en 1916, 1918 y 1920, ganaron la partida. Los políticos dinásticos que mejor se defendieron estaban firmemente enraizados en la urdimbre socio-económica de la ciudad, como el liberal conde de Santa Engracia, presidente honorario de los gremios y abogado muy popular, o el independiente Benito Díaz de la Cebosa, designado por la Defensa Mercantil. En el Ayuntamiento, los hombres del régimen no perdieron ya el control, aunque hubo ciertos avances democráticos: en 1918, los concejales pudieron elegir por vez primera al alcalde, el liberal demócrata Luis Garrido, que inauguró junto a Alfonso XIII la primera línea del Metro. Un Gobierno conservador acabó en 1922 con semejantes aperturas y nombró otra vez de real orden a la máxima autoridad en la Casa de la Villa. No obstante, las mayores novedades de la crisis que cerró la época de la monarquía constitucional provinieron de las derechas, tradicionalmente débiles en Madrid. De entre sus filas surgió un movimiento capaz de luchar contra las izquierdas con sus mismas armas, es decir, de buscar bases amplias, acudir al electorado y disputar con ellas el dominio de la calle: el maurismo. No se trataba tan sólo de reivindicar la figura de Maura, a quien sus seguidores consideraban injustamente marginado, sino también, en especial después de 1917, de forjar en torno a él una alternativa contrarrevolucionaria que atrajese a las clases altas y medias católicas, la gente de orden. Durante unos años, los mauristas quisieron penetrar asimismo en el mundo obrero a través de sus centros instructivos, diseminados por todos los distritos de Madrid con una doble misión, propagandística y social, ya que en ellos se celebraban actos políticos y funcionaban escuelas y bibliotecas. Hubo incluso una mutualidad obrera maurista, financiada por los dirigentes del partido. Pero lo más característico de este conglomerado se hallaba en la prensa que capitaneaba el diario La Acción, en las juntas de damas y, sobre todo, en las juventudes, que formaban la vanguardia de quienes se decían patriotas, monárquicos, católicos y buenos ciudadanos asqueados de la corrupta política parlamentaria. Sus comités obtuvieron buenos resultados en las elecciones 12

a Cortes, que ganaron en 1918, y mucho mejores aún en las del Ayuntamiento, donde, gracias al respaldo de barrios pudientes como los de Buenavista, aseguraron la hegemonía dinástica con el grupo más numeroso de concejales electos entre 1917 y 1922. La organización juvenil, acaudillada por el diputado madrileño Antonio Goicoechea, se distinguió por el uso de la violencia y por su evolución autoritaria. Los pollos mauristas nutrieron además la Unión Ciudadana, una guardia cívica concebida como fuerza armada auxiliar para salvaguardar la propiedad y el orden que actuó de rompehuelgas. Junto con el catolicismo político y algunas secciones de la patronal y del ejército, preparaban el terreno para una dictadura. Las elecciones de 1923, las últimas celebradas bajo el régimen de la monarquía constitucional, daban la medida de lo acaecido en Madrid desde 1875. La esfera de debate público se había ampliado de una manera impresionante y los actores políticos no se parecían mucho a los de entonces. Si en los primeros años de la Restauración la competencia era mínima, ahora se presentaron hasta cinco candidaturas completas para cubrir los puestos de las mayorías. Subidos en la ola de la exigencia de responsabilidades por las derrotas militares en Marruecos que tramitaba el Parlamento, los socialistas se impusieron con cinco diputados: además de Iglesias y Besteiro, resultaron elegidos Fernando de los Ríos, Manuel Cordero y Andrés Saborit. Enfrente tenían a los monárquicos, escindidos entre la lista que inspiraba el Gobierno de concentración liberal y los mauristas. De entre los primeros fueron seleccionados Francisco Álvarez Villaamil, prueba del acercamiento final del reformismo a la corona; Francisco García Molinas, liberal romanonista y presidente de la Asociación Matritense de Caridad; y el independiente Antonio Sacristán, del Círculo de la Unión Mercantil y la Cámara de Comercio. No sólo el Ejecutivo podía perder los comicios ante sus enemigos más significados, sino que los ganadores debían representar los intereses vivos de la ciudad. Cuando el general Primo de Rivera llegó de Barcelona para que el rey le entregara el mando, la vida pública en Madrid había recorrido gran parte de la distancia que mediaba entre la política de notables y la política de masas. 1931 quedaba ya a la vuelta de la esquina.

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