Madrid, capital de la Monarquía (1902-1931)

July 6, 2017 | Autor: Javier Moreno-Luzón | Categoría: Urban History, Monarchy, Historia Urbana, Madrid, Spanish Monarchy, Historia de Madrid
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Descripción

MADRID, CAPITAL DE LA MO ARQUÍA Javier Moreno Luzón Universidad Complutense de Madrid

“Madrid es una corte. Una corte se compone de dos cosas: primero están los de arriba, y después, a su alrededor, el público curioso. Este público es el que acude a los entierros serios y a los funerales importantes, el que contempla embelesado las comitivas y las fiestas del Estado; el que sigue con fervor y rodea de un ambiente de chismorreo vital la dorada y perpetua parada de las altas personalidades.” Josep Pla1

El rey hinca el pico El 4 de abril de 1910, un día soleado pero frío en Madrid, el rey Alfonso XIII inauguró las obras de la Gran Vía. Desde primeras horas de la mañana, el gentío llenaba la calle de Alcalá, con espectadores encaramados en los postes del tranvía y de la luz, lo cual obligó a las fuerzas de seguridad a emplearse a fondo para custodiar el espacio reservado a las autoridades. Destacaba la tribuna dispuesta para la familia real, adornada con grandes tapices, a cuyos lados debían situarse el gobierno y el ayuntamiento. Primero llegó la comitiva municipal, con banda de música y maceros. Y a continuación aparecieron los carruajes de la palaciega, que traían a las infantas Isabel y María Teresa –tía y hermana del monarca, esta última con su marido—, a la reina madre María Cristina y, por último, a los reyes y al hermano de la reina Victoria Eugenia. Ellas con pieles, ellos de uniforme militar. Su acompañamiento cortesano incluía camarera mayor, dama de guardia, los jefes de palacio y el de la casa militar, ayudante secretario, mayordomo de semana y primer caballerizo. La escolta real vigilaba el recinto. Los discursos oficiales destacaron la importancia del momento. El alcalde, el liberal José Francos Rodríguez, habló de la historia del proyecto y dio las cifras: trescientas cincuenta y dos expropiaciones, desaparición de diez y nueve calles…y trabajo para legiones de obreros. El presidente del consejo de ministros, José Canalejas, recordó que Madrid era el domicilio de la real familia y citó sus conversaciones con el monarca sobre el progreso de la ciudad, que debía ponerse a la altura de las capitales de otros reinos. Acto seguido don Alfonso –junto al alcalde y los altos cargos palatinos— se acercó a la casa rectoral de San José, la primera en ser derribada. Con la piqueta de oro y plata que le ofreció el concesionario, descargó un fuerte golpe sobre la pared. La banda tocó el pasodoble Dos de Mayo, dedicado a los héroes madrileños de la Guerra de la Independencia, y estallaron los vivas al rey y al pueblo de Madrid. Entre aplausos, varios albañiles comenzaron a levantar tejas. Las personas reales y los políticos firmaron el acta correspondiente y se retiraron. El público también lo hizo, no sin antes satisfacer su curiosidad por ver el sitio donde el rey había clavado la simbólica piqueta2. Así –con una ceremonia multitudinaria, solemne y de regusto dinástico— comenzó la principal reforma que se llevó a cabo en Madrid durante el reinado de Alfonso XIII: la apertura de una avenida que, al romper las callejuelas del casco viejo, 1

Pla, Josep, Madrid 1921. Un dietario (Madrid: Alianza, 1986; ed. or. 1929), pp. 35-36. Heraldo de Madrid, 4.4.1910; El Imparcial, El Liberal y Abc, 5.4.1910. Véase también Martínez Medina, África, La inauguración de la Gran Vía (Madrid: Ayuntamiento/IEM, 1997).

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comunicara los ensanches, facilitase el tránsito y dotara a la urbe de edificios monumentales y de una mayor salubridad. Un hito en la trayectoria de una ciudad que experimentó en ese periodo un notable crecimiento: su área metropolitana, que rondaba los 580.000 habitantes cuando el rey asumió sus funciones, en 1902; tenía alrededor de 1.140.000 cuando marchó al exilio, en 1931. Entre tanto habían arribado miles de inmigrantes y se habían desarrollado, sobre el antiguo tejido social, una clase media de empleados y profesionales, el obrerismo organizado y nuevas élites capitalistas. El entorno de la Gran Vía, en la que el mismo monarca realizó inversiones, representaba el impulso económico que convirtió a Madrid en un centro financiero y de servicios3. En 1910 ya estaba casi acabada en su arranque la sede de la compañía de seguros La Unión y el Fénix Español y se estrenaron, no muy lejos, los locales del Casino de Madrid y del Hotel Ritz, este último con dinero del rey. Se hablaba asimismo de otros planes, como la plaza de España o la canalización del río Manzanares, y hasta de una posible exposición universal. Esta capital en vías de modernización estaba muy ligada a la monarquía, obligada también a adaptarse a las exigencias del siglo XX. Su historia urbana resultaba incomprensible sin la presencia de los reyes, que aún se dejaba sentir con fuerza. Flanqueado en su parte occidental por la mole palaciega levantada en el XVIII por los primeros Borbones, Madrid constituía el escenario habitual de las representaciones de la corte, donde se desplegaban rituales en los que participaba la crema aristocrática de la sociedad madrileña bajo la mirada de un público expectante. Más aún, en muchos de sus actos, como en el del inicio de la Gran Vía, el rey estaba rodeado de servidores y nobles. Al igual que otras dinastías coetáneas, la española dio lugar además a fastos extraordinarios en los que procuraba asociarse con las formas de legitimidad que habían sustituido a las tradicionales del antiguo régimen. Es decir, se identificaba con la nación, dentro de un ambiente cada vez más propicio a los espectáculos de masas. En múltiples ceremoniales callejeros y en los monumentos que salpicaban parques y plazas, los símbolos y discursos nacionalistas teñían las apariciones e iniciativas del jefe del Estado y de sus parientes, difundidas por la prensa y el cine. En el caso español, con un marcado sesgo militar y providencialista, que ponía en manos de Alfonso XIII la regeneración del país4. Porque, aparte de situarse en el centro de los festejos monárquicos, el rey de España disfrutaba de un poder político substancial. De acuerdo con la Constitución vigente, la de 1876, era la cabeza del gobierno, designaba a los ministros, compartía la capacidad de legislar con el parlamento y dirigía las fuerzas armadas. En la práctica, ejercía de árbitro en el mundo político, con una influencia determinante cuando los partidos gubernamentales, el Conservador y el Liberal, se escindían en facciones rivales5. Como ocurría en 1910: un par de meses antes de abrir la Gran Vía, Canalejas había sido nombrado presidente tras el cisma de los liberales y la consiguiente defenestración de Segismundo Moret, precisamente a causa de sus cesiones ante los republicanos en la política municipal de Madrid. De inmediato se produjo el cambio en la alcaldía, que, como en todas las ciudades relevantes, dependía del ministerio y, como en Barcelona, ni siquiera tenía que ser ocupada por un concejal: el canalejista Francos 3

Juliá, Santos, “Madrid, capital del Estado (1833-1993)”, en Madrid. Historia de una capital (Madrid: Alianza/F. Caja Madrid, 1994), pp. 253-469; Fernández, Antonio (dir.), Historia de Madrid (Madrid: Ed. Complutense, 1993). 4 Moreno Luzón, Javier, “Alfonso el regenerador, Monarquía escénica e imaginario nacionalista, en perspectiva comparada (1902-1913)”, Hispania, vol. 73-244 (213), pp. 319-348. 5 Cabrera, Mercedes, “El rey constitucional”, en Javier Moreno Luzón (ed.), Alfonso XIII. Un político en el trono (Madrid: Marcial Pons, 2003), pp. 83-110.

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Rodríguez remplazó al moretista Alberto Aguilera, uno de los impulsores más decididos de la reforma, antes de que pudiera materializarla. Sin embargo, la vida política madrileña se veía agitada por cambios aún más profundos. El ayuntamiento que asistió al derribo, elegido en mayo y diciembre de 1909, estaba repartido en dos mitades entre los ediles monárquicos y los republicanos, que, aunque acudieron al acto, no se sentían cómodos con la pompa regia. De ahí que uno de ellos, cuando el alcalde vitoreó al rey, contestara con un viva el pueblo, pues la defensa del pueblo –frente a la oligarquía—era el eje del lenguaje antidinástico. El republicanismo más arriscado hizo bromas con la coyuntura: así, el diario España &ueva tituló “Don Alfonso, hinca el pico”, una expresión que significaba “Don Alfonso, muere” y que se propagó como el chiste de moda6. Las decisiones del rey –el nombramiento de Canalejas sin ir más lejos, interpretado como un portazo al acercamiento entre liberales y republicanos—estaban en permanente discusión. Como ponía de relieve lo que pasaba en Madrid, no podía hablarse de una corona elevada – como símbolo de consenso nacional—por encima de las luchas partidistas, al estilo de la británica o la holandesa, sino de un monarca que, como el kaiser alemán, combinaba los ceremoniales de la monarquía escénica con actuaciones políticas decisivas, que beneficiaban a unos para perjudicar a otros. En mayo de 1910, una coalición republicana ganó las elecciones al Congreso en Madrid e hizo diputado por vez primera a un socialista, Pablo Iglesias. No era el final, pero sí un serio aviso, para el monarquismo. En definitiva, la capital de la monarquía, en cambio permanente, era una corte pero no un feudo monárquico. En ella convivían una ciudad gremial, comerciante, artesana y popular, presidida por una aristocracia rentista; con una naciente urbe moderna, segregada por clases, en la que hacían de locomotora las grandes empresas de servicios y unas cuantas industrias capitaneadas por la alta burguesía, ennoblecida o no. Una dicotomía que se haría más aguda conforme avanzara esta última. En el Madrid de Alfonso XIII habría tabernas pero también cafeterías como las de la Gran Vía, casinos y country clubs, tertulias en los cafés y conferencias en la Residencia de Estudiantes, abierta asimismo en 1910. Proliferarían los automóviles y se construiría el metro con ayuda del rey pero no desaparecerían los carros de mulas y el ganado de leche, las verbenas competirían con los grandes cinematógrafos instalados en aquella avenida. Como decía el escritor madrileño Corpus Barga, el avance de la Gran Vía significaba una batalla, otro Dos de Mayo, entre los “cementos invasores” y el pueblo menudo de “los ladrillos”7. La monarquía, de hondas raíces en la ciudad tradicional, trató de adaptarse a la nueva, con éxito desigual. Sin un plan sistemático, dejó no obstante huellas importantes sobre su plano. En el terreno político, los conflictos entre sus partidarios y sus enemigos, agudizados por la dictadura militar respaldada por un monarca que abandonó la Constitución para abrazar soluciones autoritarias, supondrían su ruina.

Vida de corte En Madrid se hallaba el domicilio de la familia real, pero la familia real no siempre estaba en Madrid. Sus miembros viajaban con frecuencia dentro y fuera de España, sobre todo en los años iniciales del reinado efectivo de Alfonso XIII, entre 1902 y 1913. Además, los reyes solían pasar una larga temporada estival, de julio a 6 7

España &ueva, 5.4.1910; Madrid Cómico, 9.4.1910. Barga, Corpus, Paseos por Madrid (Madrid: Alianza, 2002), p. 61.

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septiembre, en el norte del país: primero en San Sebastián, sede oficial de la corte veraniega; y luego también en Santander, en el palacio regalado por la ciudad en 1912. Y realizaban estancias significativas en el alcázar de Sevilla, con frecuencia en primavera, y hasta 1918 en el Real Sitio de La Granja de San Ildefonso, cerca de Segovia, en verano. Las prolongadas ausencias del monarca dieron lugar a cierta polémica en 1908, cuando se rumoreó que el gobierno conservador de Antonio Maura, empeñado en desligarlo de la política menuda y en explotar su potencial simbólico para atraerse a la opinión catalana, planeaba añadir un periodo de residencia en Barcelona al calendario regio. La prensa liberal denunció el peligro de “descapitalización de Madrid” y criticó los deseos de separar al rey de los “elementos directores de la vida nacional”8. Nunca llegó a concretarse tal propósito. Cuando se encontraba en la capital, las actividades formales de la realeza se concentraban en palacio, donde reinaba una etiqueta asfixiante y marcada por las efemérides dinásticas y religiosas. La corte vestía de gala con motivo de los santos y cumpleaños del rey, la reina, el príncipe de Asturias y la reina madre, fechas en las que, además de un banquete, se celebraban diversas recepciones. Como las del Senado y el Congreso, la general para corporaciones, otras para militares o señoras y un besamanos para el personal palatino. Aunque la afluencia fuera significativa, la mayoría de los interesados en estas fiestas, que se simplificaron con el paso del tiempo, tenía que conformarse con ver pasar a las personalidades y escuchar la música. Mucho más aparatosa y abierta era la capilla pública, que se repetía unas dieciséis veces al año y servía de matriz para múltiples eventos: consistía en una procesión solemne por las galerías altas del edificio, entre las habitaciones regias y la real capilla, en la que los reyes iban precedidos por gentileshombres, mayordomos, grandes de España, caballeros de las órdenes militares, las autoridades eclesiásticas y los infantes; rodeados por la guardia y seguidos de las damas de la reina, los jefes de palacio, el cuarto militar y la banda de alabarderos, que hacía sonar sus pífanos9. A ella asistía un público de centenares de personas compuesto, según el cronista Melchor Almagro San Martín, por “la burguesía provinciana, muchos extranjeros y no pocos madrileños abonados a esta clase de espectáculos, entre quienes no habría sido díficil reconocer a las Miau, la de Bringas, las amigas del doctor Centeno y otros personajes galdosianos”10. Es decir, miembros de las clases medias conservadoras que formaban el tronco del monarquismo español y que, invitados con cierta largueza, casi rozaban a la comitiva y se sentían así partícipes de fastos cortesanos donde se transparentaban las jerarquías del orden tradicional. En Semana Santa había capillas públicas el domingo de Ramos, el jueves y el viernes santo y el domingo de Pascua, y a ellas se agregaban misas, oficios de tinieblas, sermones y el viernes una gran procesión e indultos concedidos por el rey. Uno de sus acontecimientos principales era el lavatorio y comida de pobres del jueves santo: tras una capilla pública en la que deambulaba el santísimo sacramento, trece hombres y doce mujeres, salidos de un sorteo entre los residentes en Madrid que habían presentado instancia, aseados, perfumados y vestidos de gala, recibían el agasajo de los reyes, que, ayudados por aristócratas, lavaban sus pies y les repartían cestas con viandas. En uno de los salones más importantes de palacio, el de columnas, asistían al acto, además del público general y de los grandes y damas, el gobierno y el cuerpo diplomático. Afuera, 8

El año político, 30.10.1908. Véase, como compendio de etiqueta y para la descripción de estas y otras ceremonias, Pujol de Planés, Barón del, Monitorio áulico (Madrid: J. Ratés, 1908). 10 Cita en Almagro San Martín, Melchor de, Crónica de Alfonso XIII y su linaje (Madrid: Atlas, 1946), p. 85. 9

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una multitud contemplaba el paso de los nobles, aguardaba la salida de los agraciados para comprarles sus lotes y entraba a visitar el sagrario. Tanto las recepciones de gala como el lavatorio se suspendieron durante los años de la Gran Guerra, pero después se recuperaron. Este arcaico ritual, que pretendía revivir la humildad de Cristo en su última cena y también realizaron otras dinastías católicas como la del Imperio Austrohúngaro, se mantuvo hasta la víspera de la proclamación de la república. Aquel abril de 1931, la prensa monárquica informaba del gran interés que despertaba en Madrid la festividad palatina11. Otros ceremoniales cortesanos lograban una repercusión mucho menor en la ciudad, puesto que se desarrollaban a puerta cerrada. Como los monopolizados por la capa superior de la aristocracia, muy vinculada al monarca, como la cobertura de los grandes de España o la toma de almohada, su equivalente para las damas. Más impacto conseguían algunos fastos singulares orquestados dentro del palacio, como los alumbramientos, bodas y funerales regios, que, lo mismo que en otras monarquías europeas, provocaban una notable curiosidad en la calle y en los periódicos. Así, el nacimiento del príncipe de Asturias –heredero de la corona—en mayo de 1907 fue anunciado a cañonazos y con el izado de la bandera nacional, mientras asistían a la presentación del niño por parte de su padre las autoridades estatales, los embajadores y la alta nobleza. Hubo a continuación tres días de fiesta oficial, indultos, donativos e iluminaciones en la ciudad, que culminaron más tarde con la pompa del bautizo, administrado en la capilla real. Los otros hijos de Alfonso XIII recibieron honores inferiores. El casamiento en 1906 de la infanta María Teresa, segunda hermana del rey, tuvo una dimensión madrileña, puesto que los novios visitaron a la virgen de la Paloma –ubicada en un barrio popular—y recorrieron en coche, entre ovaciones, las calles de la capital12. En cuanto a los rituales funerarios, algunos tuvieron efectos sorprendentes en la opinión monárquica. La muerte en octubre de 1904 de la hermana mayor del rey, María de las Mercedes, princesa de Asturias entonces, desembocó en un tumulto. Aunque su boda, tres años antes, había resultado conflictiva a causa de la filiación carlista del novio, la infanta era apreciada por el público de Madrid, que invadió varias veces las galerías y el patio del palacio para ver su cadáver. Las cargas de las fuerzas de orden causaron al menos un muerto por asfixia, varios heridos y la detención de individuos que lanzaban piedras o aprovechaban los apretones para atacar la moral pública. Según El Imparcial, más de sesenta mil personas presentaron sus condolencias antes de que el cortejo, formado por palatinos y representaciones institucionales, recorriera el corto trayecto que separaba el palacio de la estación del Norte, de donde salía el tren fúnebre rumbo al monasterio de El Escorial. Casi un cuarto de siglo más tarde, en febrero de 1929, el fallecimiento de la reina madre María Cristina dio lugar a un duelo más ordenado, en el que miles de ciudadanos en fila pasaban por la capilla mientras se acumulaban coronas y misas. La principal novedad la aportó una escuadrilla aérea que lanzó flores sobre el féretro cuando salía de palacio para emprender idéntico camino hacia el panteón real. Aunque ambos funerales fueron cubiertos por la prensa diaria y la ilustrada, el patetismo que había presidido las informaciones sobre el primero dio paso a una cierta frialdad13. Las apariciones públicas de la familia real en Madrid no se circunscribían a estos momentos solemnes. Sus integrantes se dejaban ver en la vida social de la capital: por 11

La Época, 17.4.1919 y 2.4.1931. Sobre Austria, Unowsky, Daniel L., The Pomp and Politics of Patriotism (W. Lafayette: Purdue Univ. Press, 2005). 12 El año político, 12.1.1906 y 10.5/23.6.1907. 13 El Imparcial, 19/20.4.1904. El Sol, 7/9.2.1929.

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ejemplo, los reyes iban al teatro, a la ópera, al hipódromo, a los toros y al cine, asistían a inauguraciones y eventos variados, desde desfiles militares hasta batallas de flores. Al Teatro Real, frente a palacio, acudían con frecuencia. Durante unos años mantuvieron asimismo la costumbre de ir los sábados por la tarde a la parroquia palatina, la del Buen Suceso en el barrio de Argüelles, del distrito de Palacio, para asistir al canto de la salve, con un paseo después por el centro. En estas y otras salidas utilizaban los llamativos carruajes de la colección real, que los aficionados conocían bien, con abundante servidumbre. También se les veía cuando marchaban de excursión o a cazar a la Casa de Campo y a otros sitios del patrimonio real en los alrededores de la ciudad, como El Pardo y Aranjuez. El rey, aficionado a los automóviles, recorría a toda velocidad la distancia entre Madrid y La Granja. Al regresar a Madrid después de algún viaje, más aún en situaciones delicadas como tras el atentado que en 1905 sufrió en París, marchaba a palacio aclamado por los espectadores14. En todo caso, con el tiempo su exposición al público se redujo, quizás por temor a los terroristas, aunque la mayoría de los diarios conservó una sección dedicada a la casa real, con detalles sobre audiencias, ceremonias e idas y venidas del monarca y sus parientes. La persona más ligada a Madrid dentro de la familia real, y la única que disfrutó de una popularidad duradera, fue la infanta Isabel, primogénita de Isabel II y, por tanto, la tía de más edad de Alfonso XIII. Muy celosa del protocolo, que custodiaba con extrema rigidez y maneras autoritarias, en su casa de Argüelles recibía un sinfín de visitas y recomendaciones, hacía favores y patrocinaba a pintores y músicos. De ideas ultraconservadoras, en sus conversaciones la monarquía resultaba inseparable de la patria y la religión. Se dedicaba a las obras de caridad, como otros muchos personajes reales europeos y señoras de su entorno, y presidió diversos hospitales, escuelas y patronatos oficiales como el dedicado a la represión de la trata de blancas. Un buen ejemplo de la welfare monarchy, asociada al deber social de la beneficencia que llenaba en casi todas las dinastías la dedicación pública de las mujeres y la de algunos varones como los reyes de Inglaterra15. La infanta paseaba cada tarde en coche hasta los sitios reales con su dama de compañía, administraba su propia agenda de actos y viajes y representó a menudo a Alfonso XIII, con especial eco en el centenario de la independencia argentina, en 1910, cuando se convirtió en una de las protagonistas de los festejos. Corpulenta y simpática, exhibía vestidos llamativos y grandes joyas. Pero lo que la hizo más popular –con el sobrenombre de la Chata—fue su afición por el contacto con la gente común de Madrid. La infanta aparecía en las corridas de toros y en otros espectáculos, iba al Carnaval y a ver los tenderetes navideños de la Plaza Mayor y, sobre todo, frecuentaba las romerías y verbenas que pautaban el año en la ciudad: las de san Blas en febrero, san Isidro en mayo, san Antonio en junio y san Eugenio en noviembre, cuando además confraternizaba con quienes recogían bellotas en El Pardo. O visitaba la fiesta del bollu organizada por el centro asturiano. En las ferias se bajaba del carruaje abierto para probar los dulces y comprar cacharros y baratijas, repartía monedas y se ganaba así el aplauso general. Estaba convencida de que la realeza tenía que estar en constante trato con el pueblo llano, sin por ello perder su magia, lo cual conectaba su comportamiento con el de las casas reales europeas que habían aprendido una importante lección: en el mundo contemporáneo, visibilidad y legitimación ante las masas iban de la mano. Como habían hecho su madre y también algunas aristócratas desde el siglo XVIII, combinaba el énfasis en la jerarquía con el aplebeyamiento, lejos ambos de las costumbres burguesas. 14

El año político, 16.5.1904 y 13.5.1905. Prochaska, Frank, Royal Bounty. The Making of a Welfare Monarchy (New Haven: Yale Univ. Press, 1995).

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Según Almagro San Martín, “Doña Isabel era soberbia y llana al mismo tiempo, muy pagada de su rango y amiga del aura callejera”16. En abril de 1931, el gobierno provisional republicano comunicó a la anciana infanta que podía quedarse en Madrid, pero ella prefirió el destierro y murió en Francia poco después. Ningún otro miembro de la familia alcanzó el arraigo madrileñista de la Chata, pero hubo algunas aproximaciones. La infanta María Teresa, por ejemplo, también acudía a las verbenas; y la reina madre tuvo sus propias fundaciones caritativas. El mismo Alfonso XIII hablaba con un deje castizo y populachero, lleno de modismos y ocurrencias achulapadas, en una especie de estrategia de la condescendencia17. Es decir, sin olvidar quién era quién en la conversación y subrayando, por medio del tuteo confianzudo, su predominio sobre el interlocutor. La reina Victoria Eugenia, que cultivó una imagen mucho más distante, hizo algún esfuerzo para acercarse a la sociedad madrileña: aconsejada por la infanta Isabel, orquestó con fines benéficos la llamada fiesta de la flor en el Campo del Moro, jardín situado al pie del palacio. Pero su vertiente filantrópica se volcó en otras instituciones más modernas, como la Cruz Roja Española, que creó una escuela de damas enfermeras y fundó una red de hospitales con centro en la nueva avenida de la Reina Victoria de Madrid. Los modelos europeos durante la Primera Guerra Mundial y las campañas coloniales en Marruecos impulsaron este cambio de perfil, que estampó en sellos de correos la efigie de la reina-enfermera pero no logró tantas simpatías como el clásico, tal vez porque lo impedían la personalidad retraída de la soberana y la escasa popularidad de la contienda en África. Más que mezclarse con las clases populares, los reyes sirvieron de continuo estímulo a las superiores, no sólo a la aristocracia sino también a las élites enriquecidas que bebían de las modas internacionales y practicaban deportes como el golf, el tenis y el polo, se bañaban en las playas y se movían en automóvil. Alfonso XIII no componía la figura de un monarca compasivo, sino la de un sportsman a la vez español y cosmopolita.

La monarquía, espectáculo de masas Más allá de la vida cotidiana en la corte, la corona protagonizaba grandes espectáculos en la calle, en coyunturas que condensaban y transmitían los mensajes con que buscaba el refuerzo de su legitimidad. A partir de mediados del siglo XIX, las monarquías europeas se transformaron en monarquías escénicas que actualizaron e inventaron rituales para ganarse al público. En muchos casos multiplicaron y perfeccionaron los viajes regios y aprovecharon celebraciones obligadas, como coronaciones, bodas o entierros reales; en algunos crearon ocasiones especiales, como las que festejaban el aniversario redondo de un reinado o algún centenario dinástico. Entre los acontecimientos más señalados en Europa figuraron los jubileos de oro y diamantes de la reina Victoria de Inglaterra, los del emperador de Austria Francisco José, los funerales de asesinado Humberto I de Italia, la coronación de Jorge V en Londres o el tricentenario de los Romanov en Rusia. Madrid no vivió ningún jubileo, pero sí dos grandes funciones en los primeros años de Alfonso XIII como rey en ejercicio: su jura de la Constitución en 1902, cuando alcanzó la mayoría de edad al

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Almagro, Crónica, pp. 85-86. Véase también Casal, Conde de, “Semblanza de S.A.R. la Infanta de España doña Isabel Francisca de Borbón y Borbón”, Arte Español, tomo XVIII-3 (1951), pp. 216-224. El País, 15.5.1916. 17 González Cuevas, Pedro, “El rey y la corte”, en Moreno Luzón (ed.), Alfonso XIII. Un político, pp. 187-212.

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cumplir dieciséis años; y su matrimonio en 1906 con Victoria Eugenia de Battenberg, nieta de la monarca británica. La jura o coronación de Alfonso XIII, en mayo de 1902, sirvió de pórtico espectacular al reinado. Durante diez días, Madrid se engalanó con arcos triunfales, palmeras, gallardetes y guirnaldas, las fachadas y balcones se llenaron de colgaduras y numerosos edificios se iluminaron por la noche, lo cual despertaba gran admiración. De acuerdo con el programa orquestado por el gobierno liberal, en las fiestas se mezclaron números diplomáticos, como los agasajos a las misiones extranjeras; militares, con paradas que no se veían desde el desastre de 1898; y culturales, en exposiciones y sesiones académicas. Hubo asimismo diversos espectáculos, algunos tradicionales como una corrida de toros con caballeros en plaza apadrinados por la nobleza o una función en el Teatro Real, y otros de carácter más innovador como el primer campeonato nacional de foot-ball18. El 17, cumpleaños del rey, tuvo lugar el acto central, con el despliegue de una vistosa comitiva compuesta por las carrozas del patrimonio regio y las que aportó la grandeza de España, que, entre músicas y campanas, recorrió el itinerario ceremonial más frecuentado de la capital, entre palacio y el Congreso, para proceder a la jura; atravesó de nuevo el centro hasta llegar a la iglesia de San Francisco el Grande con el fin de rezar un Te Deum –misa de acción de gracias—y luego volvió a palacio. El brillo de la aristocracia cortesana convivía así con la afirmación del poder político del rey constitucional, enfatizado por las banderas nacionales que inundaron la ciudad. Los mensajes que interpretaban el significado de esos días en las publicaciones monárquicas remarcaban el nexo entre el reinado que amanecía y la regeneración nacional: el joven rey, al que se adjudicaba un papel decisivo en el destino de España, traería consigo una nueva era de paz, progreso y grandeza, que sacaría al país del atraso. Tanto los discursos oficiales como los de un amplio abanico de posiciones políticas lo consideraban preparado para la tarea y le reclamaban una mayor intervención en la vida pública, algo que el propio Alfonso ya había asumido19. La nación entera –representada por sus alcaldes—participó en los festejos, mientras se subrayaba la sintonía del monarca con su pueblo, probada por el entusiasmo de las multitudes que le esperaban y vitoreaban. De los habitantes de Madrid y también de los forasteros que habían acudido en masa a la capital, unos cien mil visitantes beneficiados por los billetes baratos que ofrecían los ferrocarriles. Hasta un diario republicano como El Liberal hablaba de “una emoción sincera en el ánimo de los más fríos espectadores” y de una “curiosidad casi febril de la muchedumbre”, que también aplaudía a la infanta Isabel, favorita de los madrileños, y soltaba palomas y flores al paso del rey20. Las autoridades capitalinas quisieron aprovechar la oportunidad para presentar una imagen favorable de la ciudad y promover el turismo. En las guías editadas entonces se retrataba, con cierta exageración, una urbe en pleno rejuvenecimiento, con ensanches, avenidas y edificios notables, en la que lo viejo caía derribado y lo nuevo se abría paso, igual que la electricidad que encendía miles de bombillas de colores durante aquellas jornadas. Uno de los proyectos que aparecían en estos folletos y nunca se realizaron era una farola monumental en la Puerta del Sol, obra del escultor Agustín Querol y recargada con alegorías de la ciencia, las artes, las letras, la fuerza, la velocidad y la materia física: un canto al progreso científico. Junto a ella se mencionaban los planes para abrir la Gran Vía, los palacios y museos, los centros 18

Programa de ceremonias, actos y festejos con motivo de la mayoría de edad de SM el Rey (Madrid: Rivadeneyra, 1902). &uevo Mundo, 21.5.1902. 19 Véase, por ejemplo, el repaso de Blanco y &egro, 17.5.1902. 20 Cita en El Liberal, 18.5.1902.

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benéficos y el casi terminado Parque del Oeste, paradigma de urbanismo liberal reformista y empeño del alcalde Aguilera, sin olvidar la inconfundible animación callejera. Para aviso de incautos, algunos no se olvidaban de describir los robos y timos con que podía obsequiarles el hampa madrileña21. Como resultado de la jura, Madrid se dotó de algunas mejoras. Entonces se pusieron los cimientos de varias escuelas, una de ellas financiada por la reina madre, diseñadas de acuerdo con las recomendaciones de la Institución Libre de Enseñanza y fruto de un ambiente regeneracionista que confiaba en la educación como resorte del cambio. Y, algo también significativo, se inauguraron unos cuantos monumentos dedicados a “perpetuar la memoria de importantes hombres célebres que han honrado con sus obras o con sus hechos nuestra patria”22. Es decir, glorias nacionales como los escritores Francisco de Quevedo o Félix Lope de Vega, el pintor Francisco de Goya, el político liberal Agustín de Argüelles o el moderado Juan Bravo Murillo, que ornamentaron en su mayoría los bulevares del ensanche. Por entonces se estrenó también un panteón de hombres ilustres al que se trasladaron los restos de varios artistas. Pero entre las estatuas erigidas en aquel momento sobresalía la de Eloy Gonzalo, héroe de Cascorro, un huérfano hijo del pueblo, soldado raso que se había sacrificado en la guerra de Cuba y cuya efigie se plantó en mitad del distrito de Inclusa donde se había criado. Allí, en el Rastro, el rey, secundado por los palatinos, se vio rodeado de mujeres con mantón de manila, encarnación del pueblo que, estereotipado como en una zarzuela, se adhería a su figura23. En cualquier caso, el monumento que mejor recogía la identidad entre monarquía y nación era el consagrado a Alfonso XII, entendido como personificación de España, en el parque del Retiro. Al poner su piedra inicial, el nuevo rey Alfonso pronunció su primera alocución pública para reconocer el ejemplo de su padre, el monarca que había devuelto a los Borbones al trono, instaurado el régimen constitucional vigente y acabado la última guerra civil, por lo que se le llamaba el pacificador. Un conjunto monumental que inspiraban los ofrecidos al rey Víctor Manuel II en Roma y al emperador Guillermo I en Berlín, soberanos ambos que habían fundado no ya regímenes constitucionales sino sus respectivos estados nacionales. En la versión española, la estatua ecuestre del rey, sostenida por escenas de sus logros políticos y benéficos, era abrazada por una doble columnata en la que figuraban las cuarenta y nueve provincias y las fuerzas vivas del país. “Todo es simbólico en este monumento, que tiende a representar la idea de Patria”, afirmaba un semanario a la vista del ambicioso diseño, en el que habría obras de los mejores escultores del país. Esa naturaleza nacionalista, que abría una suscripción pública para costearlo, retrasó veinte años su finalización24. La boda de los reyes en 1906 repitió, agrandados, algunos rasgos de la jura. La capital volvió a vestirse de fiesta, con motivos parecidos y los retratos de los contrayentes. Acudieron más viajeros, quizás el doble que a la jura; y delegados foráneos de categoría superior, entre ellos varios príncipes herederos. La expectación creció, sobre todo en torno a la novia, a las prendas de su equipo nupcial –que se expusieron—y a su belleza rubia y saludable, promesa de fertilidad. La alianza tenía una 21

Por ejemplo, Programa-Guía de los Festejos de Mayo de 1902 (Madrid: A. Marzo, 1902); y Guía de la coronación (Madrid: s.e., s.a.). 22 Cita en Guía municipal alfonsina de Madrid (Madrid: Fortanet, 1902), p. 158. 23 Serrano, Carlos, “La fabricación de un héroe: Cascorro”, en El nacimiento de Carmen (Madrid: Taurus, 1999), pp. 203-226. 24 Cita en Alrededor del Mundo, 22.5.1902. Véase también Mejoras y reformas en Madrid (Madrid: Fortanet, 1905).

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lectura regeneradora, pues se trataba de enlazar a la dinastía española con la principal potencia del mundo, el Imperio Británico, donde regía una verdadera monarquía parlamentaria. Es decir, ayudaba a España a salir del aislamiento y, quizás, a modernizarse. Madrid se presentó, en nuevas guías turísticas, como una ciudad modesta pero muy vital y con una población encantada de disfrutar de cualquier acontecimiento callejero: el escritor Eugenio Sellés hablaba de “la capital de la alegría” en la que podían oírse los acentos de todo el país. El año político opinaba que “jamás, ni en las fiestas de la mayoría de edad de Don Alfonso, con ser tan brillantes, había presenciado Madrid una fiesta que tanto entusiasmo despertara, ni que se anunciase con tanto esplendor y tanta grandiosidad”25. La mayor diferencia entre la jura y el matrimonio real fue el carácter menos político –y, por tanto, menos nacionalista—del segundo, que, en cambio, puso en primer plano el lado dinástico, social y aristocrático del acontecimiento. La prensa se llenó de detalles sobre la familia real británica y el noviazgo. La alta nobleza no sólo obtuvo un gran protagonismo, pues organizó caravanas automovilísticas, bailes y corridas, sino que también se llevó gran parte de la atención en los actos centrales: en la comitiva que fue de palacio a la iglesia de los Jerónimos, las diecinueve carrozas palatinas fueron precedidas por veinte de los grandes de España, ataviados con sus mejores galas26. El público, tibio con ellos, se volcó con la pareja real, sobre la cual llovían ramos y aplausos. Aunque todo quedó oscurecido por el sangriento ataque que sufrieron en el itinerario de vuelta, en la calle Mayor, donde una bomba lanzada por el anarquista Mateo Morral asesinó a unas veinticinco personas –soldados, espectadores—e hirió a más de cien. La impresión fue tremenda: “charcos de sangre en las calles, cadáveres humanos, caballos despachurrados, pingajos sanguinolientos, olor de nitroglicerina, rojas manchas en el blanco vestido de novia…”, resumía Almagro27. Pero la fama del rey, que mantuvo la calma y al día siguiente salió sin escolta a pasear por Madrid, resultó beneficiada. Un monumento conmemorativo, iniciativa de damas nobles, se levantó en el lugar del atentado. En la década inicial del reinado, la puesta en escena de la realeza española se desplegó no sólo en estas dos representaciones y en las giras por el país, sino también en otros eventos en que la familia real se unía a expresiones nacionalistas, como el centenario del Dos de Mayo en Madrid en 1908, que Alfonso XIII realzó con su participación; o religiosas, como el congreso eucarístico celebrado en la capital en 1911, una demostración de fuerza de la Iglesia frente a las políticas secularizadoras liberales que contó con la colaboración de la infanta Isabel y la presencia del rey. Pero sobre todo se notó en múltiples actos militares, los preferidos de don Alfonso y dispuestos conforme al modelo del Imperio alemán que comandaba el emperador Guillermo II, inmerso en un eterno festival, filmado y telegrafiado, de tambores y banderas28. Las paradas castrenses ya formaban parte del ceremonial regio, pues cada mañana, delante del palacio, se producía el cambio de guardia, muy popular entre las gentes desocupadas que abundaban en Madrid. Como recordaba Barga, “los muchachos, las niñeras, los retirados, los cesantes, los vendedores ambulantes, los provincianos éramos el público que a través de la alta verja de la plaza de la Armería veía a los dos minúsculos ejércitos” –con banderas, cañones y músicas zarzueleras—y vislumbraban a la familia 25

La Correspondencia de España, 27.1.1906. Citas en Madrid. 31 Mayo 1906 (Madrid: Imp. Alemana, 1906), p. 9, y El año político, 31.5.1906. 26 Hernández Barral, José Miguel, “La boda de Alfonso XIII: ‘pasión espectacular’ y jerarquías sociales”, Circunstancia, nº 27 (2012), http://www.ortegaygasset.edu. 27 Cita en Almagro, Crónica, p. 179. 28 Kohut, Thomas A., Wilhelm II and the Germans (Oxford: Oxford Univ. Press, 1991).

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real tras los ventanales. Los alabarderos –considerados muy madrileños—marchaban también para relevar a la guardia interior de palacio29. Más aún, la creciente identificación de la corona con la milicia se notó en la calle. Si Alfonso XII se había convertido en rey-soldado, jefe del ejército que los hombres de la Restauración habían apartado de las luchas políticas; su hijo, casi siempre de uniforme, redobló su compromiso con las armas y permitió de nuevo su intervención en los asuntos del Estado. Así pues, menudearon las revistas, maniobras e inspecciones protagonizadas por el monarca. La principal de las concentraciones, la más vistosa y con mayores repercusiones en los medios, tenía lugar cada año con motivo de las juras de bandera de los reclutas de cada remplazo. Una orden de 1903 las sacó de los cuarteles y mandó que se celebrasen en un lugar preeminente de las ciudades con guarnición. El rey contempló muchas de ellas en sus viajes y casi siempre, entre ese año y 1915, protagonizó la de Madrid, que se hacía en su avenida más amplia, el paseo de la Castellana, al comienzo de la primavera. El modelo explícito era el de Alemania, donde el kaiser encabezaba demostraciones imponentes. Alfonso XIII, montando su mejor caballo y vestido de capitán general, revistaba las tropas, oía la misa reglamentaria de campaña y presidía el desfile entre las aclamaciones de soldados y espectadores. Con el tiempo ganó en impacto escenográfico, con altares gigantescos, tribunas para las corporaciones invitadas y la asistencia de príncipes extranjeros, trabajadores, escolares, estudiantes y de los Exploradores de España, rama de los boy-scouts que apadrinaba el monarca para infundir en la juventud valores castrenses. Se le añadieron también aeroplanos y tractores. En el espectáculo participaban miles de hombres que servían en filas y resultaba diáfana la asociación entre corona, ejército y nación, representada por la sagrada bandera a la que juraban fidelidad hasta la muerte30. La guerra de Marruecos, nueva empresa colonial a la que se lanzaron los gobiernos monárquicos con el aliento de don Alfonso, añadió nuevos contenidos patrióticos a los actos castrenses. Aparecieron tropas indígenas y la ley del servicio militar obligatorio, aprobada por los liberales en 1912, hizo más verosímil el sacrificio de todas las clases sociales. Se habló incluso de convertir la jura en fiesta nacional. El rey y su familia se dedicaron entonces a homenajear a los caídos en África: por ejemplo, en 1909 y 1910 se celebraron en palacio ceremonias en que los heridos en campaña recibieron condecoraciones del monarca y los parientes de muertos e inválidos donativos de la reina, para la que la prensa consiguió la gran cruz de la Beneficencia31. Palacio promovió asimismo la construcción de monumentos en Madrid que exaltaran a los héroes de la discutida epopeya. En la plaza de Oriente, junto al alcázar, se levantaron dos: una pequeña efigie del capitán Melgar y, en el lado contrario, una mucho más grande del cabo Luis Noval, esculpida por el famoso Mariano Benlliure y cobijada por una bandera nacional de piedra que enarbolaba la patria. Noval estaba destinado a ser un nuevo Cascorro, un patriota salido del pueblo y muerto en una acción muy similar. Fue una iniciativa del periodista liberal Mariano de Cavia que recogió una junta de señoras encabezada por la reina. Al mismo tiempo el ayuntamiento, animado por Aguilera, llenaba el Parque del Oeste de tributos a otros personajes destacados en Marruecos32. Tanto los fastos de la jura y la boda como las escenas militares terminaron por dotar a Alfonso XIII de un aura providencial, pues la propaganda monárquica lo presentaba en ellos como el regenerador de España y, en la crisis política que acarreaba 29

Barga, Corpus, Los pasos contados (Barcelona, Bruguera, 1985), vol. 2, cita en p. 87. Véanse La Ilustración Española y Americana, 8.4.1903; y Abc, 30.3.1908, 11.4.1910 y 15.3.1914. 31 El año político, 11.9.1909, 4.1.1910 y 24.8.1910. 32 Archivo General de Palacio (AGP), 12811/10. Abc, 9.6.1912. 30

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la fragmentación de los partidos gubernamentales en aquellos años, como el único actor capaz de guiar al país por una senda segura. Un rey provisto de poder auténtico, al frente del ejército y sin miedo a las amenazas al orden establecido. Un atentado en Madrid, en abril de 1913, apuntaló esos estereotipos, cuajados de referencias a la masculinidad del hombre –y militar—valiente: al volver de la jura de bandera por la calle de Alcalá, un ácrata llamado Rafael Sancho Alegre le disparó sin tino, pues fue arrollado por el caballo de don Alfonso y casi linchado por la multitud, lo cual exacerbó los juicios acerca del valor excepcional, casi salvífico, del monarca33. La opinión seguía estos acontecimientos no solo por los periódicos, sino también por los noticieros cinematográficos, que dedicaban una enorme atención a las actividades del soberano, como hacían con sus homólogos en otros países. Para la coronación y el enlace matrimonial se improvisaron salas en Madrid, al aire libre o en barracas, y el segundo evento, que incluía la bomba de Morral, fue un gran éxito. Las películas sobre las juras de bandera se proyectaban también en la capital, desde el mismo día de su celebración, y, como las demás, se detenían en la pompa y en el respaldo popular a la monarquía. Los cines, que proliferaron en poco tiempo, se ocupaban asimismo de los viajes regios y, no sin polémica, proyectaban una imagen deportiva del rey dedicado a la caza y al polo, tan dinámico como frívolo34. La Gran Guerra supuso un corte drástico en esta progresión escénica, pues Alfonso XIII y su parentela, a la vez que suspendían buena parte de las fiestas cortesanas, se retrajeron y no participaron en grandes festivales ni aparecieron en documentales durante la contienda. En Madrid, la jura de bandera se trasladó a partir de 1916 a las explanadas y patios cuarteleros, y lo mismo ocurrió en otras ciudades. Ya en la postguerra, un periodo agitado por graves conflictos sociales y políticos, hubo algún viaje, pero no se abandonó aquel retraimiento. La caída de los emperadores –en Rusia, Austria-Hungría o Alemania—componía un horizonte siniestro para las testas coronadas. Apenas se celebraron efemérides dinásticas, y tan sólo el juramento de la enseña nacional por parte del heredero, el príncipe Alfonso, en 1920, recibió un seguimiento mediático reseñable, con un acto en el interior de la Casa de Campo y un desfile por la capital35. La ceremonia más significativa que protagonizó el monarca fue, en 1919, la consagración de España al Sagrado Corazón de Jesús ante el monumento religioso erigido en el Cerro de los Ángeles, en las cercanías de Madrid, lo cual daba idea del cambio experimentado por el clima político, en el que Alfonso XIII se inclinó hacia las posiciones más conservadoras, confesionales y contrarrevolucionarias. Sólo la dictadura militar del general Miguel Primo de Rivera, inaugurada con el consentimiento regio en 1923, volvió a someter a don Alfonso a una plena exposición pública. Como en la Italia fascista, los rituales al aire libre ganaron importancia. Se multiplicaron las giras reales y las películas sobre el rey, la jura de banderas retornó a la Castellana y llegaron nuevos fastos monárquicos y nacionalistas con las exposiciones internacionales de Barcelona y Sevilla, en 1929. La capital quedó al margen de estos últimos, aunque sirvió de marco en 1925 a una insólita manifestación política a favor del rey, en desagravio frente a los ataques que recibía por haber avalado la liquidación del régimen constitucional. Escocía sobre todo el panfleto titulado Alphonse XIII démasqué. La terreur militariste en Espagne, con amplio eco internacional, donde el republicano Vicente Blasco Ibáñez le acusaba de germanófilo en la guerra, de incorregibles tendencias absolutistas y de negocios turbios. Como respuesta, los cuadros 33

Abc, 14.4.1913. Moreno Luzón, “Alfonso el regenerador”. Montero Díaz, Julio y otros, La imagen pública de la monarquía (Barcelona: Ariel, 2001). Abc, 25.4.1912. 35 Abc, 13/15.6.1920. 34

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afectos al dictador se movilizaron para defenderle, lo nombraron alcalde honorario de sus municipios y llegaron a Madrid para entregarle un bastón de mando durante un banquete y, el día de su onomástica, pasar a saludarle delante del palacio real, provistos de sus respectivos emblemas históricos y acompañados por una legión de sesenta mil incondicionales. Semejante homenaje decía más de la pérdida de legitimidad de un monarca asociado con un régimen divisivo –y necesitado por tanto de apoyos militantes—que del consenso que pretendía demostrar36.

La huella del rey en la ciudad Sede de la corte y de los grandes acontecimientos dinásticos, Madrid estaba muy condicionada por la labor histórica de la monarquía y vio también afectado su desarrollo urbanístico por las iniciativas de Alfonso XIII. La mera presencia del palacio real y de los extensos predios del patrimonio regio, al oeste y al norte de la capital, impedía desde antiguo su expansión en esas direcciones, a la vez que le proporcionaba pulmones verdes y una perspectiva notable. El palacio, mandado construir por Felipe V y terminado ya con Carlos III, en 1764, se levantaba sobre la cornisa occidental, por encima de los jardines que se precipitan sobre el río y continúan más allá, como una metáfora del poder real. En opinión del agudo observador Josep Pla, desde las calles y plazas que lo rodeaban era un edificio imponente, pero visto “desde la base de la elevada geología que lo sostiene, aparece como una fortaleza dominadora, impresionante. Esa doble faceta del edificio explica muchas cosas y sugiere muchas más”37. De él habían salido en 1901 las oficinas del ministerio de Estado, herencia de sus viejas funciones gubernativas, y a partir de entonces se dedicó en exclusiva al servicio de la corona. Lo mismo ocurría con sus parques, pues sólo se podía acceder a la Casa de Campo previa invitación y el Campo del Moro estaba vedado al público. La cesión del primero al pueblo de Madrid fue una de las medidas tempranas del gobierno republicano en 1931, mientras el ayuntamiento mandaba derribar las caballerizas que ocupaban el flanco norte del palacio para abrir otro espacio ajardinado. Proseguía con ello la estrategia democrática de las autoridades que, tras la revolución contra Isabel II en 1868, habían ganado para la ciudad el Retiro y los terrenos del Parque del Oeste. Alfonso XIII no hizo muchos cambios en sus posesiones madrileñas. Nada comparable a las reformas que emprendió en el alcázar de Sevilla, por ejemplo. Se acomodó en aposentos diseñados a su gusto, de una austeridad cuasi-cuartelera, y, como se ha visto, adornó la plaza de Oriente con estatuas patriótico-militares. En la Casa de Campo se habilitaron zonas de esparcimiento donde el rey podía practicar sus deportes favoritos, como el polo y el tiro de pichón, en las que se organizaban campeonatos de ambiente aristocrático. Más aún, la corona ofreció un paraje para la fundación en Madrid de un country club que, de acuerdo con modelos exteriores, satisficiera los deseos de exclusividad y ocio de la élites nobiliarias y burguesas españolas. En el Real Club de la Puerta de Hierro se jugaba al golf, al tenis y también al polo, con premios que llevaban los nombres de los reyes38. Por lo demás, hubo durante su reinado algunas intervenciones en el real patrimonio esparcido por la ciudad, como la conversión de la ermita de san Antonio de la Florida en panteón y museo de Goya, un proyecto nacionalista en el que el monarca colaboró con instituciones culturales y con artistas 36

Hall, Morgan, “El rey imaginado. La construcción política de la imagen de Alfonso XIII”, en Moreno Luzón (ed.), Alfonso XIII, pp. 59-82. El año político, 23.1.1925. 37 Pla, Madrid, 1921, p. 114. 38 Artola Blanco, Miguel, El fin de la clase ociosa (Madrid: Alianza, 2015), pp. 127-131.

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como Benlliure y Joaquín Sorolla, su pintor de cabecera. Declarada monumento nacional, contenía valiosos frescos de Goya y a ella se trasladaron los restos mortales del genio en 1919 con el fin de promover peregrinaciones en su memoria. Años más tarde, la Real Academia de Bellas Artes construyó un segundo edificio idéntico para trasladar a él el culto religioso y salvar así el original de su deterioro39. En realidad, la influencia de don Alfonso sobre el urbanismo madrileño se encauzó de manera preferente a través de sus inversiones privadas, que conjugaron las expectativas de rentabilidad con la apuesta por empresas que podían modernizar las infraestructuras ciudadanas. Un modo de intervenir que, si bien daba un toque empresarial a la figura del rey, dejaba en el aire la sospecha del lucro ilegítimo que le persiguió hasta el fin. Dos buenas muestras de estas inversiones fueron los hoteles de lujo y el ferrocarril metropolitano. La boda real puso de manifiesto la ausencia en Madrid de alojamientos adecuados para los visitantes de la alta sociedad internacional, por lo que el monarca promovió su construcción. Junto a otros miembros de la familia real, compró acciones en la sociedad del Hotel Ritz, abierto en 1910, donde sus capitales rondaban el 8 por ciento del total; y animó a un conocido hostelero belga a levantar el segundo gran establecimiento de su época, el Palace Hotel, situado enfrente del anterior e inaugurado dos años más tarde. Estas iniciativas formaban parte del interés del rey, atizado por gentes cercanas como el marqués de la Vega-Inclán, por hacer del turismo un motor de crecimiento económico y de revalorización patriótica del patrimonio español. Marco de banquetes y reuniones, cambiaron asimismo las formas de sociabilidad de las élites económicas y políticas locales40. El metro nació de la propuesta de un grupo de ingenieros vascos con dificultades para encontrar financiación. Uno de ellos, Miguel Otamendi, consiguió entrevistarse con el rey, quien se ilusionó con la idea, le ayudó a obtener el dinero e incluso aportó de su bolsillo un millón de pesetas de los ocho que necesitaba. La empresa, constituida en 1917, se llamó Compañía Metropolitano Alfonso XIII, con lo que el monarca quedó vinculado a ella de forma explícita. Y fue todo un éxito, pues no sólo construyó dos líneas y una veintena de estaciones en pocos años, sino que resultó muy rentable gracias al rápido aumento del número de viajeros. El rey inauguró el primer tramo –Sol-Cuatro Caminos—en octubre de 1919 y acudió a las diversas ampliaciones de capital: su familia acumulaba en 1931 un 12 por ciento del accionariado. Los responsables del ferrocarril, que mostraban con orgullo la españolidad de los propietarios y de los materiales que empleaban, embarcaron al monarca en otros de sus planes para Madrid, como la Compañía Urbanizadora Metropolitana y el estadio, también denominado Metropolitano, que configuraron la zona al borde del ensanche que recorría la avenida Reina Victoria. De su mano y de la de algunos aristócratas, el dinero real llegó hasta la Gran Vía, donde participó en dos casas nuevas41. La impronta de la realeza sobre la ciudad podía verse también en la variedad de negocios que obtuvieron el título de proveedores de la real casa y de establecimientos y asociaciones que, con autorización o sin ella, exhibían nombres monárquicos. Desde el Hotel Príncipe de Asturias hasta el Teatro Infanta Isabel; del Real Cinema, el primero de los grandes cines madrileños, cercano a palacio y con palcos reservados para la familia real; al Madrid Foot-ball Club, que añadió el “Real” en 1920. Pero esa marca 39

AGP 12420/26. Aparisi Laporta, Luis Miguel, La ermita de San Antonio de la Florida en el Madrid de Alfonso XIII (Madrid: Ayuntamiento, 1997). 40 Gortázar, Guillermo, Alfonso XIII, hombre de negocios (Madrid: Alianza, 1986), pp. 79-81. Menéndez Robles, María Luisa, El marqués de la Vega Inclán y los orígenes del turismo en España (Madrid: M. de Industria, 2006), pp. 173-175. 41 Juliá, “Madrid, capital del Estado”, p. 360. Gortázar, Alfonso XIII, pp. 124-129.

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pudo ser mucho más profunda si se hubiera realizado el proyecto para la prolongación del paseo de la Castellana que asumió el ayuntamiento en 1916 y en el que se contemplaba una glorieta, al modo de la place de l’Étoile de París, con un gigantesco monumento a Alfonso XIII en su centro. Incluido en los planes que trazó el ingeniero municipal para desatascar la salida de la ciudad hacia el norte por esa avenida aristocrática, derribando el hipódromo que la obstaculizaba, el diseño del arquitecto Alberto de Palacio era tan desmesurado como significativo: constaba de una gran puerta de ingreso sobre la cual campaba una estatua ecuestre del rey, una fuente con cuatro cascadas, salón para recepciones y conciertos y, como remate, una colosal cúpula sobre la que flotaría la bandera española; alrededor, grupos escultóricos de reyes y personajes célebres, hasta un total de sesenta y ocho figuras de bronce. El nexo entre monarquía y nación, sublimado en la nueva zona noble de la capital, no podía ser más evidente. La idea contó al parecer con el beneplácito de don Alfonso, que buscaba “una cosa grande y grandiosa”, pero los litigios entre el municipio y el gobierno a costa de los solares no la hicieron viable42. Al final, el legado grandioso que deseaba dejar el monarca en Madrid se concretó en la Ciudad Universitaria. Lo cual resultaba sorprendente, pues Alfonso XIII tuvo relaciones complicadas con los círculos educativos y culturales de la capital. Al comienzo del reinado frecuentó las Universidades, e incluso asistió a alguna clase en la de Madrid. Se acercó entonces al grupo intelectual de matriz republicana que había crecido en torno a la Institución Libre de Enseñanza, sirviéndose de intermediarios como Vega-Inclán y Sorolla: en 1911 visitó la recién estrenada Residencia de Estudiantes, creada por los institucionistas bajo el amparo de un nuevo organismo público de investigación, la Junta para Ampliación de Estudios, y ayudó a sus responsables a encontrar un mejor emplazamiento. Pero después de un corto idilio, que incluyó aproximaciones políticas, se impuso la distancia, respetuosa pero firme, ante la deriva reaccionaria de la corona y su responsabilidad en las desastrosas campañas marroquíes. De todos modos, el rey era consciente de las deficiencias que acumulaban las infraestructuras universitarias en Madrid, cuyas facultades malvivían en edificios inadecuados, y se interesó por los proyectos de levantar nuevas instalaciones en las afueras. En cierto modo, se decantó por los conservadores que abogaban en favor de la olvidada Universidad y veían en la JAE –una creación de los liberales inspirada por la ILE—un rival que se llevaba el grueso del presupuesto. La dictadura de Primo de Rivera proporcionó el marco propicio para el esfuerzo43. Don Alfonso concebía la Ciudad Universitaria de Madrid como un logro nacionalista, pues debía servir a su juicio no sólo para estimular el desarrollo científico, sino también como refuerzo de la vertiente americana del españolismo. No en vano, desde comienzos de siglo numerosas voces habían fiado buena parte de la regeneración interna y externa del país a su papel como cabeza de una comunidad cultural internacional que bautizaron como La Raza. Aunque nunca cumplió su promesa de viajar a América, Alfonso XIII se comprometió con esa perspectiva, como pusieron de manifiesto el periplo argentino de su enviada la infanta Isabel, otras misiones menores y continuas declaraciones, que se inclinaron por la versión católica y conservadora de esos vínculos transatlánticos, sustentados por la fe común junto con la historia y la 42

Núñez Granés, Pedro, Proyecto para la prolongación del Paseo de la Castellana (Madrid: Imp. Municipal, 1917). La cita, en Humanes Bustamante, Alberto, Madrid no construido (Madrid: COAM, 1986), p. 121. 43 Pérez-Villanueva Tovar, Isabel, “La primera visita de Alfonso XIII a la Residencia de Estudiantes”, Espacio, Tiempo y Forma, 3 (1990), pp. 199-211; Juliá, Santos, “Los intelectuales y el rey”, en Moreno Luzón (ed.), Alfonso XIII, pp. 307-336.

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lengua. En palabras del rey, se trataba de atraer a España a los estudiantes hispanoamericanos que hasta entonces marchaban a Francia o a Estados Unidos, para ofrecerles “la posibilidad de una formación científica y cultural netamente española”, fruto de la hospitalidad ofrecida por la Madre Patria a todas las naciones de habla hispana. Lo cual encajaba a la perfección con la estrategia del dictador, que culminó en la Exposición Iberoamericana de Sevilla. En consecuencia debía construirse, como rezaba un folleto de propaganda, “la majestuosa Ciudad Universitaria de la Raza”. La ocasión para poner en marcha estos ambiciosos planes llegó con las bodas de plata del reinado, al cumplirse veinticinco años de la jura en 1927. El rey se negó a aceptar grandes festejos para el jubileo, que fue una versión crecida del cumpleaños regio habitual en palacio. A cambio, aprovechó la fecha para publicar el real decreto que creaba la junta constructora de la Ciudad Universitaria, un mecanismo muy eficaz que, bajo la autoridad del odontólogo Florestán Aguilar, próximo al monarca, y del arqutecto Modesto López Otero, hizo avanzar deprisa los trabajos. El rey cedió el dinero recogido por suscripción pública para su aniversario y desde entonces se confió en otros cauces, como la lotería nacional, para llenar las arcas. En la finca de La Florida-Moncloa, que había pertenecido al patrimonio real y ya era del estado, se proyectaron facultades, residencias de estudiantes, campos de deportes y varios espacios representativos, como una iglesia y un gran paraninfo, flanqueados por amplias arterias como la dedicada a Alfonso XIII. Después de algunos viajes de inspección, el modelo fue el campus norteamericano, autosuficiente y desconectado de la ciudad, en el que los alumnos españoles e hispanoamericanos encontraran todo lo necesario, sin olvidar una “preparación militar indirecta”. Un ideal de vida, casi un Escorial puesto al día, patrocinado por el digno sucesor de Felipe II. Según el arquitecto republicano Luis Lacasa, que trabajó en la Ciudad Universitaria, “iba a ser como el Versalles de un nuevo Rey Sol. En lugar de Colbert, fue la Lotería Nacional la encargada de suministrar los fondos de la obra. Como signo de los tiempos no iba a ser una mansión real sino una Ciudad de la Ciencia y de las Artes”. Cuando cayó la monarquía, se eliminaron algunos elementos pero el núcleo del proyecto siguió en marcha44.

El poder real En Madrid, el rey desempeñaba la mayoría de sus funciones constitucionales, basadas en el principio de cosoberanía –o soberanía compartida entre las Cortes y la corona—que cimentaba la Constitución de 1876. La combinación de sus principales facultades, como las de nombrar con libertad a los ministros y disolver el parlamento cuando lo creyera oportuno, hicieron de él la clave del sistema político45. Un papel que Alfonso XIII se tomó muy en serio desde el comienzo y que quiso convertir en un instrumento decisivo para regenerar España de acuerdo con sus ideas nacionalistas. Lo cual significaba adoptar una postura muy activa en la vida pública y renunciar por tanto a la evolución seguida por otras monarquías europeas que transformaban a sus respectivos monarcas en símbolos nacionales ubicados por encima de las querellas partidistas. Mientras los dos partidos gubernamentales, que en la Restauración se turnaban en el poder de forma pacífica tras décadas de levantamientos y cuarteladas, mantuvieron cierta unidad en torno a liderazgos claros, la capacidad del rey para 44

Chías Navarro, Pilar, La Ciudad Universitaria de Madrid (Madrid: Ed. Complutense, 1986), cita en p. 29. Bustos Moreno, Carlos (dir.), La Ciudad Universitaria de Madrid (Madrid: COAM, 1988), vol. 1, citas en pp. 12 y 14. 45 Varela, Joaquín, La Constitución de 1876 (Madrid: Iustel, 2009).

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intervenir en sus conflictos resultó muy limitada. Pero cuando esas formaciones, sin raíces firmes en un electorado maduro, se fragmentaban en facciones enfrentadas, todas las miradas se volvían hacia el poder co-soberano. El mundo político de la capital bullía entre el Congreso y palacio. El principio rector de la soberanía compartida se plasmaba, para empezar, en el calendario ceremonial y festivo. Con motivo de las onomásticas y cumpleaños del rey, sendas delegaciones del Senado y del Congreso de los Diputados se trasladaban al alcázar para felicitarle, con discursos protocolarios que a veces alcanzaban un eco importante en la opinión. Como cuando en 1911 Eugenio Montero Ríos, presidente de la cámara alta, llamó al monarca “el Africano” por su identificación con la aventura colonial en Marruecos. El rey respondía entonces con palabras preparadas por su gobierno. Estos días se celebraban recepciones por todo el país y, a falta de una fiesta nacional destacada sobre las demás, el santo del monarca –san Ildefonso, cada 23 de enero—se erigió en la fecha más relevante del año oficial: se recogían adhesiones a la corona, con firmas en los álbumes dispuestos al efecto, y la prensa adicta remarcaba sus estrechos lazos con la nación. Como sucedía también en los cumpleaños de las monarcas británica u holandesa. Conforme arreciaban las turbulencias políticas de postguerra pudieron contemplarse en Madrid manifestaciones monárquicas que, en la onomástica real, se acercaban a palacio y obligaban al soberano a saludar desde el balcón. Así ocurrió en 1919, en plena discusión de estatutos de autonomía para Cataluña y las provincias vascas, cuando Alfonso XIII, a juicio de muchos españolistas, parecía el garante último de la unidad nacional. O en 1922, después del desastre de Annual, una verdadera catástrofe militar en Marruecos en la que se vio implicado el rey. Si en 1917 los alcaldes de toda España le entregaron la gran cruz de la beneficencia por sus labores humanitarias durante la Gran Guerra, en 1925, como se ha visto, el 23 de enero se erigió en una jornada de exaltación de la dictadura46. Por otro lado, cada vez que se celebraban elecciones generales, el monarca acudía a las Cortes para leer el discurso de la corona e iniciar así los trabajos legislativos. Algo parecido, aunque con mayor frecuencia, ocurría en los Países Bajos, Bélgica o el Reino Unido. Un vistoso espectáculo que aquí exponía los emblemas del poder real –el cetro y la corona, colocados en la tribuna parlamentaria—y el tren de carrozas con reyes de armas, gentileshombres, mayordomos, damas, cargos palatinos y miembros de la real familia por los itinerarios habituales. Como otros ritos, también estos redujeron su presencia en la capital durante la crisis de la Restauración, cuando, en vez de realizarlos de manera alternativa en cada una de las cámaras como hasta entonces, se concentraron en el Senado, muy cerca de palacio, por motivos de seguridad. Naturalmente, el cierre del parlamento por la dictadura acabó con ellos, pues la apertura de la Asamblea Nacional primorriverista prescindió de su aparato47. Por lo demás, el rey recibía las cartas credenciales de los embajadores, en una llamativa ceremonia con carruajes que cruzaban Madrid; y las visitas de otros mandatarios, que se completaban con excursiones a los reales sitios o a Toledo, la ciudad que –gracias a Vega-Inclán y a otros entusiastas—se tenía por símbolo de España. Aunque estos viajes de estado, frecuentes en los primeros tiempos, se espaciaron luego y sólo se recuperaron bajo la dictadura, lo mismo que las salidas oficiales del monarca fuera de España. Los presidentes de la República Francesa, tras dos estancias en 1905 y 1913, no volvieron a pisar Madrid, mientras que don Alfonso, eso sí, se hacía habitual en los casinos y playas de moda franceses48. 46

Abc, 24.1.1919; La Época, 23.1.1922. Moreno, “Alfonso el regenerador”. AGP 15813/6. El Sol, 11.10.1927. 48 Arrillaga, Manuel M., Viajes regios y cacerías reales (Madrid: s.e., 1962). 47

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Cuando estaba en la capital, Alfonso XIII presidía el Consejo de Ministros, recibía a diario a su presidente y, de dos en dos, a los titulares de las diferentes carteras. A la salida de palacio, la prensa esperaba con ansiedad cada vez que había consultas para nombrar gobierno. En realidad, el escenario político madrileño era muy reducido y todos se conocían. A ál acudían las élites provincianas para negociar en el mercado nacional los bienes públicos que precisaban de una burocracia tan centralizada como ineficaz. Pero los que contaban en las decisiones importantes eran muy pocos, se veían con frecuencia y, como revelaban los diarios del político liberal Natalio Rivas, vivían pendientes de lo que dijera o hiciese el rey. El baile de audiencias y rumores tenía en vilo a los interesados por la cosa pública que frecuentaban el Congreso, los hoteles y restaurantes cercanos y los ministerios, con el de Gobernación en la Puerta del Sol – desde donde se controlaban la administración local, las elecciones y el orden público— como eje de la labor gubernativa49. En ciertas coyunturas de crisis nacional, la figura del rey ganaba relieve y se exhibía en la capital como el centro de gravedad del tablero político. Un par de ejemplos bastará para mostrarlo. En noviembre de 1912, José Canalejas, presidente liberal que había armado una trayectoria coherente y consolidado su liderazgo sobre las clientelas de su partido, fue asesinado por un anarquista en la Puerta del Sol. El rey pasó de inmediato a primer plano: visitó la capilla ardiente y presidió a pie el traslado del cadáver desde el Congreso al Panteón de Hombres Ilustres, junto a la basílica de Atocha. Miembros de las juventudes monárquicas se dirigieron entonces a palacio para vitorearle y reclamar justicia contra los revolucionarios; lo mismo que hicieron después miles de estudiantes de la Universidad. Ante estas adhesiones, don Alfonso renovó su activo patriotismo: “mientras me quede una gota de sangre en las venas, nada me arredrará”, les dijo50. Los conservadores esperaban su turno pero el monarca decidió que siguieran en el gobierno los liberales, ahora con el conde de Romanones. En enero de 1913, esa determinación se conjugó con un movimiento inesperado: acudieron a palacio conocidos institucionistas, que ocupaban a la vez cargos públicos, como Gumersindo de Azcárate, del Instituto de Reformas Sociales; y Manuel Bartolomé Cossío, del Museo Pedagógico Nacional. Cuando salió de su audiencia, Azcárate, jefe de la minoría republicana en el Congreso, declaró abolidos los obstáculos tradicionales que alejaban a la corona de la democracia. De este modo, el vetar al conservador Maura –bestia negra de las izquierdas—y recibir a los intelectuales antidinásticos, el rey apostaba por las políticas progresistas y, tal vez, por la atracción del republicanismo moderado. Una táctica que terminó por romper a los conservadores, escindidos entre la intransigencia maurista y la ortodoxia alfonsina, y, a causa de los recelos de unos y otros, no consiguió abrir el régimen. Pero Alfonso XIII, cuyas acciones se discutían ya sin disimulo en debates parlamentarios donde recibía elogios de sus enemigos, salió fortalecido como hombre poderoso, valiente ante los peligros terroristas, moderno y comprometido con su patria. En marzo de 1918, la situación política había empeorado de forma notable. Los efectos de la Gran Guerra, muy intensos en España pese la neutralidad, habían alterado de forma considerable la escena. Unos meses antes, en el verano de 1917, se habían rebelado en Barcelona los oficiales del ejército, quejosos por los ascensos en África y por la inflación que causaba la coyuntura bélica; los parlamentarios que, acaudillados por los catalanistas e inspirados por el cataclismo europeo, reclamaban un proceso 49

López Blanco, Rogelio, “Madrid”, en José Varela Ortega (dir.), El poder de la influencia (Madrid: Marcial Pons/CEPC, 2001), pp. 383-419. Archivo Natalio Rivas, Real Academia de la Historia, véase por ejemplo L11/8909, enero-marzo de 1923. 50 Cita en El año político, 13.11.1912.

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constituyente; y los obreros organizados, hartos de la carestía vital y dispuestos a desencadenar una huelga general revolucionaria, que también afectó a Madrid. El triple desafío, mal coordinado, fracasó con rotundidad, pero el sistema bipartidista saltó en pedazos: con varios grupos irreconciliables en los viejos campos conservador y liberal, y la posibilidad de incorporar a la gobernación a nacionalistas y republicanos, Alfonso XIII se situó de nuevo en el eje del ciclón. Las elecciones de 1918, realizadas sin los arreglos y fraudes tradicionales, alumbraron unas Cortes fragmentadas e ingobernables. Hubo innumerables idas y venidas entre la cámara regia, los ministerios y los domicilios de los políticos. En un clima de pánico, el rey llamó a palacio a los jefes monárquicos y les amenazó con la abdicación si no llegaban a un acuerdo. Cuando se supo que se formaba un gobierno nacional con todos ellos y presidido por Maura, que salió del ostracismo para la misión, “Madrid rebosaba alegría y satisfacción por todas partes”: la gente aplaudió a los ministros, pero don Alfonso, conmovido, “fue objeto de un entusiasmo delirante”, en un paseo cuajado de ovaciones en el que la multitud casi llevó en vilo su automóvil por la Puerta del Sol51. En momentos críticos como este, el rey constitucional veía apuntalado su papel como salvador de la patria. Pocos años más tarde, cansado ya de las componendas parlamentarias, violó la Constitución y se echó en brazos de un espadón regeneracionista. Mientras tanto, la capital transitaba, como otras ciudades del país, de la política de notables a la política de masas, lo cual implicaba continuos retos para la corona. Si su persistente injerencia en las pugnas cotidianas de los partidos hacía inviable la proyección de una imagen neutral del monarca, percibido como un político más que como un emblema, la división de la arena electoral entre monárquicos y republicanos revelaba profundas rupturas que impedían la unánime aceptación de la legitimidad dinástica. En Madrid, el monarquismo asentaba su fuerza sobre dos patas: el fraude electoral que, instigado desde Gobernación, aplicaba el ayuntamiento a sus órdenes, posible gracias a los abstencionistas; y el peso que tenían los empleados públicos, como los municipales, entre quienes iban a votar. Además, contaba con un electorado nobiliario y mesocrático y, en el caso de los liberales, con agrupaciones herederas del progresismo decimonónico. Frente a él, y no sin ciertos solapamientos, las familias republicanas disponían de comités, juntas de barrio y periódicos que atraían a parte de las clases medias y populares. Cuando superaban sus diferencias y se presentaban unidas, vencían en las elecciones a Cortes de la capital, como ocurrió durante los primeros años de Alfonso XIII, en 1903, 1910 y 1914. Sus triunfos surgieron del municipio, desde donde sus concejales utilizaban las mismas técnicas clientelares que sus rivales. La movilización ideológica que abrió el reinado, polarizada en torno al choque entre clericales y anticlericales, dio paso, a partir de los años de la Primera Guerra Mundial, a cuestiones sociales y, como en toda Europa, a la dialéctica entre revolución y contrarrevolución. En esas circunstancias, los republicanos madrileños comenzaron a decaer y, en cambio, el socialismo, cimentado en los sindicatos que se alimentaban en Madrid de trabajadores de la construcción en auge, adquirió una energía desconocida: si en 1918 se eligió a un par de dirigentes obreros, en 1923 el partido socialista ganó las elecciones a Cortes en la ciudad. La campaña realizada por sus diputados a propósito de las responsabilidades en la matanza de Annual, que acusaba directamente al rey de haber respaldado las temerarias operaciones militares, propició esta victoria. Para contrarrestar su ofensiva, los monárquicos tuvieron que organizarse, y el grupo que mejor se adaptó a las exigencias de la nueva política fue el maurismo, que disputó desde 51

Cita en El año político, 22.3.1918.

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la extrema derecha la calle a la izquierda, logró poblar con sus ediles el municipio y organizar a las clases medias y altas conservadoras en torno a un programa nacionalista y confesional que no excluía la violencia contrarrevolucionaria. Sus cuadros, y otros católicos afines, formarían la base de la dictadura primorriverista en la ciudad52. Tras el paréntesis dictatorial, la mayor parte de la sociedad política madrileña se movilizó contra la monarquía, ligada ya de forma irremediable al autoritarismo –como la italiana o la yugoslava—e incompatible por tanto con la evolución hacia un régimen parlamentario, más aún con la democracia. En pocos meses, a lo largo de 1930, Madrid se llenó de mítines republicanos y algunos sectores liberales del monarquismo se unieron a la marea levantada contra Alfonso XIII por quienes representaban a las nuevas clases medias y trabajadoras crecidas bajo su reinado. Ya se habían construido dos tercios de la Gran Vía y las obras de la Ciudad Universitaria continuaban a buen paso, mientras la corte reproducía sus ceremoniales y el rey cosechaba aplausos en sus apariciones públicas, pero su figura despertaba más animosidad que respeto A la corona le fallaban tanto el consenso que reunían las monarquías parlamentarias, en las que el soberano había perdido todo poder real, como unas organizaciones fieles y capaces de responder al órdago democrático y revolucionario. No bastaba un público curioso, ni siquiera uno entregado a los fastos regios, para sostener instituciones deslegitimadas por su contaminación política. Las elecciones municipales que convocó el gobierno para caminar hacia la normalidad constitucional, celebradas el 12 de abril de 1931, constituyeron un plebiscito que perdieron los monárquicos en casi todas las ciudades del país: en los cruciales comicios de Madrid, la conjunción republicano-socialista ganó incluso en el distrito de Palacio, con un 60 por ciento de los votos. Más aún, los madrileños celebraban dos días después la proclamación de la República en las plazas y calles del centro. Según contaba Pla, también se borraban con extrema rapidez los signos dinásticos: “los comerciantes, proveedores de la Real Casa, las tiendas con el escudo real, los hoteles, las pensiones, los teatros y los restaurantes que tenían o aspiraban a relacionar el nombre con el régimen caído hacen desaparecer, con un admirable prontitud, las insignias y los nombres que consideran comprometedores”53. Decidido a no resistir, Alfonso de Borbón y Habsburgo-Lorena confesó, en el mensaje de despedida que firmó en palacio antes de partir al exilio por la puerta de atrás, que había perdido el amor de su pueblo.

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Moreno Luzón. Javier, “Madrid, de la política de notables a la política de masas”, en Madrid. Tres siglos de una capital, 1702-2002 (Madrid: F. Caja Madrid, 2002), pp. 231-250. Véanse también Aviv, Aviva (1982), “Una ciudad liberal: Madrid, 1900-1914”, Revista de Occidente, 27/28 (1982), pp. 81-91; y López Blanco, “Madrid”. 53 Cita en Pla, Josep, Madrid. El advenimiento de la República (Madrid: Alianza, 1986; ed. or. 1933), pp. 19-20.

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