Madres monstruosas. Una lectura de dos fábulas de Fedro.

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MADRES MONSTRUOSAS Una lectura de dos fábulas de Fedro NOEL USUCA – FFyL (UBA)

“V Jornadas de reflexión Monstruos y Monstruosidades”. Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género. Facultad de Filosofía y Letras. Universidad de Buenos Aires. Museo Roca - 30, 31 de octubre y 1 de noviembre de 2014.

Nec recens et novum est, ut monstrum sub sole nascatur. [Y no es reciente ni nuevo que nazca un monstruo bajo el sol.]

San Agustín, De civitate Dei (XII, 14)

Nuestro trabajo se propone el abordaje de dos fábulas de Fedro (I 19; II 4) que utilizan la figura de la madre como metáfora monstruosa para representar, a diferentes escalas, los mecanismos endogámicos en la reproducción social y preservación de las estructuras de poder. En primer lugar, es necesario que sometamos a un breve examen la categoría de monstruo para poder seleccionar nuestro enfoque y, como también trabajamos aquí con el concepto de madre —inalienable de la idea de mujer, pero no inversamente—, es imprescindible desarticular, hasta donde se pueda, cualquier presunción cultural que tienda a naturalizar y universalizar nuestras concepciones de familia, maternidad o infancia, e intentar conjeturar (asumiendo las limitaciones de la evidencia) qué valor pudieron haber tenido para la antigua sociedad romana en época de la dinastía Julio-Claudia. A continuación, resulta pertinente la evaluación de la incidencia de otras caracterizaciones de la maternidad —e inevitablemente de la feminidad— a través del corpus fedriano para la limitación y establecimiento de relaciones internas. Huelga declarar que el propósito último no es otro que el inagotable restablecimiento de un estado de la cuestión respecto de nosotros mismos. Al contrario de las consideraciones de Cascón Dorado (2005: 63), quien ve en las fábulas de Fedro “descripciones humanizadas del mundo animal sumamente cómicas”, nosotros leemos una mutación monstruosa del hombre en animal —tal vez sería más certero hablar de hibridación—, cuyo regusto amargo, por cierto, no causa demasiada gracia. Desde nuestro marco conceptual creemos posible asociar estas fábulas con una codificación semiótica que, mediante la idea de la maternidad como matriz de replicación biológica y social, involucra un relato crudo de los mecanismos políticos de obtención (la

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intriga), retención (la violencia) y herencia del poder asociados a una valoración negativa de lo femenino. Estos mecanismos se revelan insertos en una estructura social verticalista en cuyos nichos intermedios ocurre la pugna social y dentro de la cual los actores se alimentan y subsisten unos a expensas de otros.

El monstruo como parámetro de normalización El tema que nos convoca son los monstruos. Hagamos aquí rápidamente algunas observaciones: anota David Wardle (2006: 102), que para Cicerón en su De divinatione, un monstrum era un signo enviado por los dioses, a menudo una ruptura del orden natural, para mostrar que estaban disgustados; este mismo autor señala que la mayoría de las etimologías antiguas, Cicerón incluido, vinculan esta palabra con el verbo mostrar (monstro), pero que, sin embargo, Varrón lo relacionó con advertir (moneo); es importante mencionar también la observación de Wardle que registra un intento de Bouché-Leclercq por distinguir portenta y ostenta (vinculados con objetos inanimados), monstra (ocurrencias biológicas) y prodigia (actos humanos), pero que en la práctica eran virtualmente sinónimos, objeción que sustenta en un trabajo de Thulin. Más allá de esta discusión, conservemos este sugestivo maridaje del monstruo con el fenómeno biológico. En este sentido podemos tomar una aportación de San Agustín (De civitate Dei, XXI, 8): “Omnia quippe portenta contra natura dicimus esse; sed non sunt. […] Portentum ergo fit non contra naturam, sed contra quam est nota natura.” [Pues decimos que todos los portentos son contra la naturaleza, pero no lo son… Luego, un portento no se hace contra la naturaleza, sino contra la naturaleza conocida.] Asumiendo la equivalencia semántica, que por otra parte es constatable en este texto, señalamos la supuesta ruptura del orden biológico, de la ley natural, relativizada sabiamente por Agustín: la ruptura no es según la naturaleza, sino según el conocimiento que nosotros tenemos de ella. Para los antiguos, el concepto de monstruo excede una eventual ocurrencia individual y se inserta en una forma colectiva, tal como señala Rosi Braidotti (1994: 68): “the Greeks and Romans mantained a notion of a ‘race’ of monsters, an ethnic entity possesing specific characteristics” [“los griegos y los romanos sostuvieron una noción de ‘raza’ de monstruos, una entidad étnica que poseía características específicas”.] Esta autora resalta la dimensión horrorosa pero a la vez maravillosa del monstruo, en síntesis: sus cualidades espectaculares. Lo monstruoso se vincula estrechamente con lo genético, con lo reproductivo. Nos permitimos aquí un aparente excursus sugerido por el trabajo de Braidotti: hasta las primeras décadas del siglo XX los monstruos eran fenómenos de exhibición, pero más tarde las 2

políticas eugenésicas de diversos Estados intentaron evitar su aparición. Si, vistas desde hoy, esas medidas que intentaron eliminar los monstruos resultan monstruosas para nosotros, es evidente que ellos —los monstruos— no surgen de otro lugar que no sea la mirada. Damos por bueno el argumento de Agustín y decimos que el monstruo es un parámetro forzado de la cultura sobre la naturaleza, para hacerse pasar por ella y legitimarse como normal.

El chivo expiatorio Esta pseudophysis invisibiliza su propia monstruosidad imputándosela a los otros. Y aquí tenemos que anotar que, por esta misma mecánica, nuestro imaginario de la familia, la maternidad y la infancia, fabricado tan recientemente como en el siglo XIX, parece cosa de toda la vida. Advertidos de ello, cuando intentamos reconstruir un esbozo de aquellas mentalidades tan lejanas en el tiempo, la evidencia no alcanza por varios tipos de limitación, pero por lo menos es suficiente para excluir algunos supuestos. Sin embargo, creemos que, independientemente de su perfeccionamiento genético, el monstruo tenía en ese entonces el mismo órgano reproductivo. Como afirma Suzanne Dixon (1992: 25): “From any point of view, the family is the basis of reproduction, both physical reproduction and the reproduction of culture, that is, morality and national character” [“Desde todo punto de vista, la familia es la base de la reproducción física y cultural, esto es, de la moral y el carácter nacionales”]. Una afirmación semejante a la hecha por Pierre Bourdieu (1993: 48) de una manera más contundente: “La familia, en la forma particular que reviste en cada sociedad, es una ficción social”. Fiel a su impostación biológica, la cultura ha aprendido a replicar, insertando su información genética en la célula familiar, invisible e implacable como un agente viral. Sabemos que el concepto romano de familia era más amplio que el nuestro y que la convergencia de líneas parentales agnaticias y cognaticias, al poner más elementos en funcionamiento, tiene, por necesidad que complejizar el esquema vincular. Aunque los estudiosos concuerdan en que las subjetividades acerca de la maternidad eran diferentes, lo que nos interesa destacar aquí, porque nuestros textos vienen de esas coordenadas témporoespaciales, es la fuerte voluntad intervencionista del aparato estatal en las de políticas reproductivas. Aunque Foucault desarrolle sus concepciones acerca de biopolítica como una tecnología del poder en la modernidad —que nos permite, es cierto, pensar estas cosas—, constatamos que el dispositivo era tan viejo como efectivo y que no hay nada nuevo bajo el sol. Las tramas del poder se intrincan con el lenguaje en todos los niveles de la discursividad, desde lo jurídico hasta lo epistemológico. En este último sentido no es inocente 3

que, tal como registra Braidotti (1994: 63): “The emphasis of Aristotle places on the masculinity of the human norm is also reflected in his theory of conception: he argues that the principle of life is carried exclusively by the sperm, the female genital apparatus providing only the passive receptacle for human life.” [“El énfasis que Aristótles pone en la masculinidad de la norma humana se refleja también en su teoría de la concepción: argumenta que el principio de la vida es transportado exclusivamente por el esperma, proveyendo el aparato genital femenino únicamente el receptáculo pasivo para la vida humana”.] Poniendo a operar ideas de Bourdieu (1990: passim) esta “construcción arbitraria de lo biológico” opera como una (pseudo)legitimación, enajena el cuerpo femenino y su espacio, invisibiliza a la mujer y convierte su virtud en vicio. Y decimos hasta aquí, porque damos por sentado que se ha captado nuestro marco conceptual.

La fábula con piel de cordero A modo de promitio podemos exclamar, con fingida sorpresa, que quién iba a pensar que un género didáctico, generalmente concebido como para un público infantil, podía enseñarnos que mamá era un monstruo… que nos leía un fábula. En este sentido se suele mencionar la misoginia de Fedro que, aunque constatable, no creemos que sea una característica excepcional de nuestro autor. Es más bien una concepción paradigmática de época que la literatura sólo registra y transmite. Queremos decir que la misoginia de Fedro existe, pero no es más que un lugar común. En efecto, la referencia a Medea en la fábula IV 7, tomada de una tragedia de Ennio, nos monta sobre el estereotipo de la fémina malvada, uno de los monstruos femeninos por antonomasia: la mujer capaz de matar a sus propios hijos. Este carácter rapaz femenino es ilustrado por la fábula II 2, en la que una vieja y una joven dejan calvo a un hombre arrebatándole los cabellos, a turnos, uno por uno. Más sugestiva para pensar el rol y el espacio conquistado es el poema IV 17 que relata que los cabrones fueron a quejarse a Júpiter porque había concedido a las cabras tener barba, marcado atributo masculino, y que el padre de los dioses los había tranquilizado diciendo que les permitieran “usurpar el adorno de vuestro rango con tal de que no puedan igualaros en fuerzas”. Para considerar la emergencia de lo monstruoso creemos que la más adecuada es la fábula III 3: unas ovejas empiezan a parir corderos con cabezas humanas, aterrado por tales abortos el dueño del rebaño consulta adivinos, pero es finalmente Esopo quien resuelve el enigma y le dice “si quieres evitar el prodigio da mujeres a tus pastores”. La composición

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resulta un tanto retorcida, pero permite leer un uso netamente instrumental del cuerpo de la mujer con miras a evitar la conducta zoofílica. Mientras que la mirada sobre lo femenino resulta unívocamente descalificadora se matiza y complejiza cuando se intersecta con el rol maternal. Contrastan los juicios de las composiciones III 10 y III 15: en la primera una madre, celosa de la crianza de su hijo adolescente, resulta víctima de las insidias de un malvado liberto que quiere hacerse con la herencia familiar, en la segunda, un corderito que fue abandonado por su madre biológica y está siendo criado por una cabra polemiza con un perro acerca del concepto de maternidad; la moraleja es taxativa: “La bondad hace a los padres, no la ley de la naturaleza”. Debemos insistir en que la concepción romana de familia no era del todo equivalente a la nuestra, pero ello no impediría que la misma polémica pudiera llevarse a cabo hoy, incluso ser explotada mediáticamente en el marco de algún talk show.

La madre como metáfora de lo monstruoso Por lo general la imagen de lo maternal es asociada con lo monstruoso cuando la hembra se vuelve contra los suyos y destruye la unidad básica que es la familia, así por ejemplo Medea o el corderito abandonado por su mamá. En el mismo sentido, se ensalzan los valores familiares cuando la madre se sacrifica a sí misma o es capaz de todo para defender la prole y garantizar la subsistencia del clan. Sin embargo, las fábulas que nos proponemos analizar subvierten este imaginario. I 19 cuenta la historia de una perra preñada a punto de parir que utiliza su propia situación vital —su gravidez a punto de materializar su maternidad— para conmover a una semejante y obtener de ella que le preste su choza para dar a luz, cuando esta reclama la devolución del lugar, aquella suplica un tiempo adicional para fortalecer su cría y lo obtiene con facilidad, finalmente desafía a la expropiada a que recupere el lugar, si puede, superándola a ella y los suyos en fuerza. II 4 pone en escena un árbol y sitúa en él tres actores: la copa es ocupada por un águila que hizo allí su nido, una gata que encontró un hueco en el tronco y parió en su interior y una jabalina que puso su cría en la base de la encina. La vecina del medio sube y, con fingida preocupación, le cuenta a su vecina de arriba que la de abajo planea tirar abajo la encina para destruirlas; a continuación desciende y despliega el mismo ardid. Tanto la de arriba como la de abajo, llenas de temor por sus hijos, no salen más de sus casas. La felina espera escondida en su madriguera, desde donde acecha, simulando miedo sólo sale a hurtadillas para proveerse. Al final las otras mueren de hambre y ofrecen a la traicionera un gran festín. 5

Podemos observar que ambos relatos presentan líneas argumentales convergentes: aprovechando como elemento funcional la maternidad, ambas protagonistas manipulan la ingenuidad empática de sus víctimas y con perversa astucia enmascaran sus intenciones. Vemos en funcionamiento la dimensión suasoria de cualquier dispositivo retórico, cuya apariencia inofensiva es capaz de encubrir su verdadero poder como arma que, a pesar de su invisibilidad, es puesta a actuar materialmente contra el interlocutor. Fedro sabía muy bien esto, como podemos observar en el comienzo de III 10: “Periculosum est credere et non credere” [“Es peligroso creer y también no creer”]. En efecto, la palabra, tal como argumenta Gorgias en su Encomio de Elena, superpone el doble valor del término droga, que puede entenderse como remedio o como veneno, pero en las fábulas que estamos revisando, es puesta a funcionar solamente en su dimensión de tóxico exterminador. En un trabajo reciente hemos examinado la funcionalidad de la fábula como representación de la violencia en la contienda por la dominación del espacio social. Constatamos lo mismo en los dos ejemplos que nos ocupan hoy: el empleo de la fuerza, física o simbólica, está apoyado en motivaciones mucho más territoriales que tróficas. En nuestro primer ejemplo la parcela competida es determinada y materializada mediante el vocablo tugurium, altamente funcional porque connota simultánemanete que es un espacio techado y que es ocupado por alguien de estratos sociales bajos; estamos hablando de una choza, no de un palacio ni una mansión. Encasillado el espacio y poniendo a jugar un segundo actor, necesariamente deben competir por el único lugar disponible. Expresado de otra manera si pensamos en un juego como el ajedrez, dos piezas no pueden ocupar la misma casilla y una debe salir del juego. Luego de instalada mediante un uso cuestionable del discurso (la blanditiae), la usurpadora, mantiene la posición conquistada mediante la fuerza ejercida ahora a nivel físico por el conjunto del clan, como vemos en las palabras finales de la fábula: “‘Si mihi et turbae meae par’, inquit, ‘esse potueris, cedam loco’” [(La perra) “dice: ‘Si me puedes igualar, a mí y mi turba, cederé el lugar’”]. Aquí todavía estamos instalados en una lógica horizontal entre semejantes: una perra expropia su tugurio a otra perra. La fábula de la gata ofrece un punto de convergencia, en tanto una madre destruye a otras madres, e incapaz de generar empatía solo mira por el bien endogámico de su propio núcleo familiar. Ahora bien, este espacio es más amplio y está habitado por distintos grupos, pertenecientes a distintas especies, pero fundamentalmente su concepción es vertical. Los espacios sociales representados quedan claramente representados en los tres primeros versos, desde arriba hacia abajo:

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Aquila in sublimi quercu nidum fecerat; Feles cavernam nancta in media peperat; Sus nemoris cultrix fetum ad imam posuerat.

[Un águila había hecho su nido en lo más alto de una encina; una gata que había encontrado una cavidad en el medio había parido; una cerda, habitante del bosque, había puesto su cría en la parte inferior]. La gata, parece haber encontrado esta caverna, este nicho social, tras haber tropezado con él (nanciscor). Inmediatamente, esta aparente recién llegada pone en marcha su plan: trastornar el orden de la convivencia que además está caracterizada como producto del azar. Escribe Fedro:

Tum fortuitum feles contubernium Fraude et scelesta sic evertit malitia.

[Entonces la gata trastornó así la convivencia casual, con engaño y maldad criminal]. Es interesante la apreciación de Henderson (2001) que lee en las fábulas de Fedro el problema de la movilidad social, cuyos estratos intermedios —especialmente los libertos— serían los más inestables, justamente porque no estaban asentados en la base y, aunque el vértice más alto resultaba inaccesible para ellos, trataban de mejorar su situación y ascender socialmente hasta donde les era posible; anotemos también que en la estructura agnaticia romana, los libertos eran asimilados como parte de la familia y las lealtades, pertenencias e intereses propios conformaban un esquema complejo. Este magma social habría sido explotado por la misma dinámica invisibilizada del poder, donde uno no podía saber quién respondía a quién y la trama social era tensada por las intrigas y la delación generaba parálisis mediante el terror. La fábula de la gata cobra sentido en este esquema de interpretación. Y, en general, estos estratos sociales intermedios parecen ser los más negativamente valorados por nuestro fabulista. Así, resultan muy significativos los verbos utilizados para describir los movimientos subrepticios y malintencionados de nuestra astuta felina: trepa hacia la cima (scandit) y baja arrastándose (derepit).

Una posible conclusión Decíamos al principio que la construcción de la monstruosidad se sustenta sobre la mirada. En este sentido las acciones de las madres que acabamos de referir adquieren una 7

doble perspectiva: lo mismo que sería visto como una virtud, esto es, que ellas operan protegiendo y atendiendo los intereses de sus familias, es lo mismo utilizado para reprocharles, paradójicamente, a modo de un vicio, su monstruosidad. La ambigüedad radica en la imposibilidad de conciliar medios y fines y, sea como sea, no parece existir una salida en el mundo de las fábulas. Debemos marcar también que en los mundos cerrados que acabamos de someter a escueto examen lo primero que salta a la vista es la inexistencia de participación masculina. En nuestro imaginario patriarcal lo femenino resulta vinculado con el interior, con la gestión de la economía doméstica, con la crianza de los niños, pero lo interior está sustraido de la vista, es oscuro y da miedo. Así como en el interior secreto del útero se gesta la vida, el el interior secreto de la familia se gesta la sociedad. Sabemos que el lenguaje limita nuestra experiencia en el mundo, nos construye, nos determina y nos condiciona. Podemos trazar una analogía: así como los genes determinan nuestra herencia biológica el lenguaje determina nuestra herencia cultural. De él están fabricadas las fábulas que, vistas desde esa perspectiva, nos permiten rescatar información. De los relatos que hemos revisado podemos sacar en limpio que los espacios físicos y simbólicos son el territorio en disputa por la dominación, una vez conquistado una parcela ha de retenerse por la fuerza, el siguiente movimiento es una ampliación anexionista sobre otro territorio vecino. Un individuo arrebata algo a otro, una familia a otra, un pueblo a otro, hasta la constitución de un tejido imperial. Cabe preguntarse por qué se ha elegido metaforizar esta voluntad exponencial de dominio mediante la imagen de la madre. Por un lado parece natural porque el cuerpo femenino encarna la misteriosa matriz de reproducción. Por otro, mucho menos halagador, el poder patriarcal usurpa el cuerpo femenino, se invisibiliza en su interior y, como quien arroja la piedra y esconde la mano, le termina imputando su propia monstruosidad.

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